Anne Rice
(Tercer Volumen
De La Serie Las Brujas De Maifair)
1
Había nevado
durante todo el día. Mientras anochecía y rápidamente todo quedaba sumido en
una densa oscuridad, él permaneció ante la ventana contemplando las pequeñas
figuras que patinaban en Central Park. Las farolas proyectaban unos círculos
perfectos de luz sobre la nieve. Los patinadores se deslizaban sobre el helado
lago, aunque él sólo distinguía sus siluetas. Los coches circulaban lentamente
a través de las calles oscuras.
A derecha e
izquierda se erguían los rascacielos que poblaban el centro de la ciudad. Pero
nada se interponía entre él y el parque, excepto una selva de edificios más
bajos, unas azoteas con jardines, unas gigantescas máquinas negras y algunos
tejados de dos aguas.
Le entusiasmaba
esa vista y no dejaba de sorprenderle que otros la encontraran tan singular,
que un operario que acudía a reparar uno de los aparatos de la oficina dijera
que jamás había contemplado Nueva York desde semejante perspectiva. Era una
lástima que no existiera una torre de mármol para todo el mundo, una serie de
atalayas desde las cuales la gente pudiera admirar el extraordinario paisaje
urbano.
Él levantaría
unas torres cuya única función sería la de constituirse en jardines flotantes
para el disfrute de la gente. Utilizaría los mármoles que tanto le gustaban
quizá lo hiciese este mismo año. Sí, probablemente lo haría este año. Y unas
bibliotecas. Construiría más bibliotecas, lo cual le obligaría a viajar.
Deseaba hacerlo cuanto antes. Después de todo, los parques estaban casi
terminados y había fundado pequeñas escuelas en siete ciudades. También había
dotado de tiovivos a veinte poblaciones. Los animales estaban hechos de
material sintético, pero cada uno de ellos era una meticulosa e indestructible
reproducción tallada a mano de una célebre obra de arte europea. A la gente le
encantaban los tiovivos. Pero había llegado el momento de pensar en otros
proyectos. El invierno le había sorprendido soñando despierto...
A lo largo del
último siglo había conseguido dar forma a un centenar de ideas, y los pequeños
triunfos de este año eran muy alentadores. En el interior de este edificio
había construido un tiovivo antiguo, con caballos, leones y otros animales que
eran réplicas exactas de los originales. El museo de coches de época se alojaba
en una planta del sótano. Todos los días acudía un gran número de visitantes
para admirar los Modelo T, los Stutz Bearcats, los MG-TI) con ruedas de radios
metálicos.
Además, en unas
estancias espaciosas y bien iluminadas que ocupaban dos plantas sobre el
vestíbulo se hallaban los museos de muñecas, el orgullo de la compañía, en los
cuales se exponían los ejemplares que él había adquirido en todos los rincones
del mundo. También estaba el museo privado, formado por las muñecas de su
colección particular y que sólo se abría al público de vez en cuando.
A veces bajaba
para observar a la gente, confundido entre los grupos de visitantes. Nunca
pasaba inadvertido, pero tampoco sabían quién era.
Es imposible
pasar inadvertido cuando mides más de dos metros de altura. Sin embargo, en los
últimos doscientos años había sucedido algo muy curioso: la estatura de los
seres humanos había aumentado y, pese a sus más de dos metros, ya no destacaba
tanto entre los demás. Algunos lo miraban con curiosidad, pero no les infundía
miedo.
A veces entraba
en el edificio alguien más alto que él y sus empleados se apresuraban a
comunicárselo, creyendo que le complacía que le informaran de ello. Les parecía
divertido. A él no le importaba. Le gustaba ver a la gente sonriente y feliz.
«Señor Ash, ha
aparecido un tipo altísimo. Cámara cinco.»
Él se volvía
hacia el conjunto de pequeños monitores para observar al individuo. Netamente
humano. Por lo general, se daba cuenta enseguida. Algunas veces, aunque pocas,
no estaba seguro de ello. Entonces bajaba en el rápido y silencioso ascensor y
se acercaba con disimulo al individuo para constatar a partir de una serie de
detalles si se trataba exclusivamente de un ser humano.
Otro de sus
sueños era construir pequeños edificios de juguete, exquisitamente realizados
con modernos plásticos. Imaginaba pequeñas catedrales, castillos, palacios
-reproducciones perfectas de las grandes maravillas arquitectónicas-, todos
ellos fabricados en serie y muy «rentables», como dirían los miembros de la
junta de administración. Habría estructuras de distintos tamaños, desde unas
casitas de muñecas hasta otras en las que cabrían los propios niños. Fabricaría
también unos caballitos de tiovivo, en resina de madera, al alcance de casi
todos los bolsillos. Donaría centenares de caballitos de juguete a escuelas,
hospitales y otras instituciones similares. También deseaba crear unas
maravillosas muñecas, irrompibles y fáciles de lavar, para los niños pobres.
Era una idea que venía acariciando desde principios de siglo.
Su muñeca se
hallaba expuesta en una vitrina de cristal, junto a otras muñecas Bru antiguas.
A veces, sentía deseos de llevársela arriba y colocarla sobre una repisa en su
dormitorio. ¿A quién podía importarle? ¿Quién se atrevería a hacer un
comentario impertinente? La riqueza rodea a quien la posee de un silencio
privilegiado; la gente se siente obligada a pensárselo dos veces antes de abrir
la boca. De ese modo, podría hablar con la muñeca cuando lo deseara. En el
museo, separados por una vitrina de cristal, no podían conversar. Ella, la
humilde inspiración de su empresa, aguardaba pacientemente a que la rescatara.
Su empresa, ese
«imperio», como solía denominarlo la prensa, se basaba en el desarrollo de una matriz
industrial y mecánica que hacía sólo trescientos años que existía. ¿Y si una
guerra llegaba a destruirla? Las muñecas y los juguetes le proporcionaban tanta
satisfacción y alegría que no concebía la vida sin ellos. Aunque una guerra redujera el mundo a un montón de escombros,
él seguiría creando figuritas de madera o arcilla que pintaría con sus propias
manos.
En ocasiones se
veía solo entre un montón de ruinas. Imaginaba Nueva York tal como aparecería
en una película de ciencia-ficción, muerta y silenciosa, sembrada de columnas,
frontones y cristales destrozados. Se veía a sí mismo sentado en una escalera
derruida, fabricando una muñeca con unos palos y unos pedazos de tela arrancados respetuosamente del vestido de
seda de una mujer que había muerto.
¿Quién iba a
suponer que acabaría aficionándose a esas cosas? ¿Quién hubiese podido pensar
que un día, hacía un siglo, mientras caminaba por París bajo un frío invernal
se detendría ante el escaparate de una tienda y se tropezaría con la mirada de
cristal de su Bru, enamorándose perdidamente de ella?
Por supuesto,
los de su especie siempre habían sido bien conocidos por su disposición al
juego, a apreciar las cosas y disfrutar de ellas, razón por la que, después de
todo, su afición quizá no fuera tan sorprendente. Sin embargo, estudiar una
especie siendo uno de los pocos supervivientes de ésta resultaba complicado,
sobre todo para alguien incapaz de apasionarse por la filosofía o la
terminología médica y cuya memoria era buena pero no sobrenatural; además, su
sentido del pasado solía limitarse a una inmersión propiamente infantil en el
presente, y a cierto pánico a pensar en términos de milenios o siglos, o como
los comunes mortales denominaran los grandes períodos de tiempo que él mismo
había presenciado y a través de los cuales había vivido y luchado para,
finalmente, acabar olvidándolos gracias a esta empresa que se adaptaba
perfectamente a sus escasas pero singulares habilidades.
No obstante, le
gustaba estudiar a sus congéneres y tomaba minuciosas notas sobre sí mismo. Lo
de predecir el futuro no se le daba bien, al menos eso creía.
De pronto
percibió un leve murmullo. Provenía de los serpentines que había bajo el suelo
de mármol y que caldeaban suavemente la habitación. Casi le pareció sentir el
calor que emanaba del suelo y atravesaba la suela de sus zapatos. Nunca hacía
demasiado frío o demasiado calor en su torre; los serpentines se ocupaban de
mantener la temperatura ideal. Le habría gustado que todo el mundo disfrutara
de un confort semejante, de abundante comida, de calor. Su empresa invertía
millones de dólares en ayuda humanitaria para gentes que vivían en remotos
desiertos y selvas, pero él no estaba seguro de quién recibía ese dinero ni a
quiénes beneficiaba.
Cuando se
inventó el cine y, más tarde, la televisión, supuso que aquello acabaría con
las guerras, que desaparecería el hambre del mundo. La gente no soportaría
contemplar esas catástrofes en la nanr ll- D
vocaba. Ahora
había más guerras y más hambre que nunca. En todos los continentes las tribus
luchaban entre sí; millones de personas morían de hambre. Todavía quedaba mucho
por hacer. ¿Por qué limitarse a unos pocos proyectos? ¿Por qué no hacerlo todo?
Había empezado
a nevar de nuevo, unos copos tan pequeños que apenas los distinguía. Al aterrizar
en las oscuras calles parecían derretirse, pero no podía estar seguro porque
las calles se hallaban unos sesenta pisos más abajo. Junto a las aceras y en
las azoteas había unas pilas de nieve medio derretida. En poco rato todo
volvería a aparecer blanco , y desde esta habitación cálida y hermética
resultaba fácil imaginar que la ciudad estuviera muerta y en ruinas debido a
una plaga que no destruyera los edificios pero sí matara a los seres de sangre
caliente que vivían en ellos, como las termitas en unos muros de madera.
El cielo estaba
negro. Lo que menos le gustaba de la nieve era que le impedía ver el cielo. Y a
él le encantaba el cielo sobre Nueva York, el cielo abierto que las personas en
las calles no alcanzaban nunca a ver.
«Torres, les
construiré torres -se dijo-. Un gran museo flotante, rodeado de terrazas, para
que la gente suba en unos ascensores de cristal hasta el cielo y contemple...»
Unas torres
destinadas al placer, entre todas esas otras que los hombres habían construido
para el comercio y las ganancias.
De pronto se le
ocurrió una curiosa idea que se repetía con machacona insistencia y le obligaba
a meditar. Los primeros escritos que aparecieron en el mundo consistían en unas
listas comerciales de productos que se vendían y compraban. Eso era lo que
contenían las tablas cuneiformes de Jericó, unos inventarios... Igual que en
Micenas.
En aquellos
tiempos nadie consideraba importante plasmar por escrito sus ideas o
pensamientos. Los edificios eran muy distintos de los actuales. Las estructuras
más imponentes correspondían a los lugares sagrados, como templos o grandes
zigurats de ladrillos de barro, revestidos de piedra caliza, por los que
trepaban los hombres para realizar sacrificios a sus dioses. El círculo de
monolitos de Salisbury Plain.
Ahora, siete
mil años después, los edificios más imponentes eran los dedicados a las
transacciones comerciales y ostentaban nombres de bancos, grandes corporaciones
o inmensas empresas privadas como la suya. Desde su ventana veía brillar esos
nombres en grandes y toscas letras iluminadas, a través del oscuro cielo, a
través de una oscuridad que en realidad no era tal.
En cuanto a los
templos y lugares sagrados, eran meras reliquias. Más abajo, distinguía las
torres de San Patricio. Pero se trataba más bien de un monumento al pasado que
de un dinámico centro del espíritu religioso comifnitario y tenía un aire
pintoresco, allí entre los elevados y anodinos edificios que lo rodeaban. Sólo
ofrecía un aspecto majestuoso desde la calle.
Pensó que los
escribanos de Jericó habrían comprendido el gigantesco cambio que se había
producido. O quizá no. En el fondo, ni él mismo acababa de entenderlo, aunque
las implicaciones parecieran más importantes y fantásticas de lo que nadie
pudiera imaginar. El comercio, esta infinita multiplicidad de objetos hermosos
y útiles, podía salvar al mundo a condición de que... Ciertas estrategias, como
la destrucción masiva de artículos de la temporada pasada, el afán de conseguir
que los diseños de otros quedaran obsoletos, eran fruto de una lamentable falta
de visión, de unas absurdas teorías comerciales. La auténtica revolución no
consistía en un ciclo basado en la creación y la destrucción, sino en la
inventiva y la constante expansión. Era preciso acabar con las viejas costumbres,su
adorada Bru, con sus piezas fabricadas en serie, y en las diminutas
calculadoras que millones de personas llevaban en el bolsillo, en el trazo
ligero y perfecto de un bolígrafo, en las biblias de cinco dólares y en
aquellos bonitos juguetes que se vendían en los pequeños comercios por unos
pocos centavos.
Debía meditar
seriamente en el asunto, analizarlo, elaborar unas teorías comprensibles para
todo el mundo...
-Señor Ash -...
interrumpió una voz con suavidad.
No era
necesario decir nada más. Ash tenía bien entrenados a sus empleados: «No hagáis
ruido al abrir y cerrar las puertas; hablad en voz baja, pues os oigo
perfectamente.»
La voz
pertenecía a Remmick, un hombre gentil por naturaleza, un inglés con unas gotas
de sangre celta, aunque él mismo no lo supiese, un mayordomo que se había hecho
indispensable durante la última década, aunque no tardaría en llegar el momento
en que, por motivos de seguridad, debería ser apartado de su cargo.
-Señor Ash, ha
llegado la joven.
-Gracias,
Remmick -contestó él, con una voz aún más suave que la de su sirviente.
Si se
concentraba, podía ver reflejada en el oscuro cristal de la ventana la imagen
de Remmick, un hombre de aspecto corriente, con unos ojos azules pequeños y
relucientes. Tenía los ojos demasiado juntos, pero su rostro no era
desagradable. Mostraba siempre tal expresión de serena devoción hacia su señor
que éste le había tomado gran cariño.
Había muchas
muñecas en el mundo con los ojos demasiado juntos -sobre todo las muñecas
francesas fabricadas años atrás por Jumeau, Schmitt e Hijos, Huret o Petit y
Demontier-, con unos rostros redondos y ojos brillantes junto a sus naricitas
de porcelana, con unas bocas diminutas como capullos de rosa y labios
prominentes, como si una abeja les hubiera clavado el aguijón. Todo el mundo
amaba esas muñecas; esas reinas de labios abultados.
Cuando uno
amaba las muñecas y se dedicaba a estudiarlas, también empezaba a querer a todo
tipo de personas, pues distinguía en sus expresiones distintas cualidades y
advertía que cada rasgo estaba minuciosamente esculpido y encajado, de forma
que algunos semblantes resultaban verdaderas obras maestras. En sus paseos por
Manhattan, a veces Ash observaba los rostros de la gente en un intento de
imaginar las diversas fáses de su creación, la forma que en habían sido
modeladas las orejas, la nariz, hasta la más pequeña arruga.
-He ofrecido a
la joven una taza de té, señor. Estaba aterida de frío.
-¿Acaso no
enviamos un coche a recogerla, Remmick?
-Sí, señor,
pero hoy hace mucho frío.
-Pero en e-
museo hace una temperatura ideal, ¿no? Supongo que la ha conducido directamente
allí.
-Sí, señor.
Está muy nerviosa.
Ash se volvió
y, dirigiendo a Remmick una radiante sonrisa, le indicó que se apartara con un
gesto casi imperceptible. Luego se encaminó hacia la puerta del despache anexo
por el suelo de mármol de Carrara y miró hacia otra estancia con el mismo tipo
de pavimento, como todas las habitaciones, donde se hallaba sentada la joven
frente a una mesa. Estaba de perfil. Parecía muy inquieta. Ni siquiera se
atrevía a coger la taza de té que le había servido Remmick. No sabía qué hacer
con las manós.
-Permítame que
le arregle el cabello, señor -dijo Remmick, tocándole levemente el brazo.
- ¿Es preciso?
-Sí, señor.
Remmick sacó un
pequeño cepillo de esos que suelen utilizar los hombres y le alisó rápidamente
el pelo, que, según el mayordomo, necesitaba un buen corte porque le caía de
forma desordenada sobre el cuello de la chaqueta.
Remmick dio un
paso atrás para contemplar su obra.
-Perfecto
-dijo, alzando las cejas y sonriendo-. Aunque está demasiado largo, señor.
-¿Temes que la
asuste? -inquirió éste en tono burlón pero afectuoso-. No creí que te importara
lo que esa joven pudiera pensar.
-Lo único que
me interesa es que usted presente siempre un aspecto impecable.
-Lo sé -le
respondió Ash con suavidad-. Te lo agradezco de veras.
Luego se
dirigió hacia la joven. Al acercarse carraspeó ligeramente para anunciar su
presencia. Ella volvió la cabeza y levantó los ojos. Al verlo, se quedó
pasmada.
Él avanzó hacia
ella con los brazos extendidos.
La joven se
levantó, sonriendo, y le estrechó ambas manos con calor y firmeza. Luego
observó sus desmesurados dedos.
-¿La he
sorprendido, señorita Paget? -preguntó él, mostrándole su sonrisa más cordial-.
Acabo de cepillarme el pelo para causarle buena impresión. ¿No le gusta mi
aspecto?
-Su aspecto es
fabuloso, señor Ash -se apresuró a contestar la joven con un acento típicamente
californiano-. No supuse que... No creí que fuera tan alto, aunque todo el
mundo me lo había dicho.
-¿Le parece que
tengo un aspecto amable, señorita Paget? También dicen eso de mí. -Ash hablaba
pausadamente. Muchos americanos no comprendían su acento inglés.
-Oh, sí, señor
Ash -respondió ella-. Muy amable. Me encanta su pelo. Me gustan los hombres con
el pelo largo.
La escena era
realmente divertida. Ash confiaba en que Remmick estuviera escuchando. La
riqueza hace que la gente se abstenga de juzgarte por tus actos y busque la
sabiduría en tus decisiones, tu estilo. No es que se muestre servil, sino más
comprensiva y tolerante. Por lo menos, a veces.
Se notaba que
la joven era sincera. Sus ojos lo examinaban detenidamente, lo cual llenó a Ash
de satisfacción. Tras estrecharle las manos con delicadeza, se separó de ella y
ocupó su sillón al otro lado de la mesa.
Ella se sentó
de nuevo, sin apartar los ojos de él. Tenía el rostro delgado y lleno de
arrugas, pese a ser tan joven. Sus ojos eran de un tono azul violáceo. Era una
muchacha de una belleza peculiar: cabello rubio ceniza, desaliñada pero
elegante, vestida con una ropa exquisitamente vieja y arrugada.
«No hay por qué
tirar las prendas viejas -pensó él-, pueden venderse a una tienda de ropa de
segunda mano; reciclarlas mediante unas puntadas y un buen planchado; el
destino de los objetos manufacturados reside en su durabilidad y versatilidad:
la seda arrugada debajo de una luz fluorescente, un vestido viejo pero elegante
con unos botones de plástico de colores inconcébibles, acompañado de unas
medias de nailon tan resistente que podrían servir como cuerda si la gente no
las tirara a la basura. Había tantas cosas que hacer y ver... Si pudiera
hacerme con el contenido de todos los cubos de basura de Manhattan, ganaría
otro billón con el material que encontraría allí.»
-Admiro su
trabajo, señorita Paget. Me alegro de conocerla personalmente -dijo señalando
la superficie de su mesa, atestada de grandes fotografías en color de las
muñecas que diseñaba la joven.
¿Es posible que
ella no se hubiera fijado en las fotos? La muchacha se ruborizó. Quizá se
sintiera algo enamoriscada de él, de su estilo, de sus modales. No estaba
seguro. Tenía el don de hacer que la gente se enamorara de él, a veces sin
pretenderlo siquiera.
-Hoy es uno de
los días más importantes de mi vida, señor Ash -dijo la joven, como si no
pudiera creer lo que le estaba sucediendo. Luego calló, avergonzada, temiendo
haberse excedido.
Él sonrió con
amabilidad, ladeando un poco la cabeza -una costumbre que solía desconcertar a
sus interlocutores-, de forma que parecía mirar a la joven de abajo arriba
aunque él fuese mucho más alto que ella.
-Quiero sus
muñecas, señorita Paget-dijo Ash-. Todas. Me gusta cómo trabaja los nuevos
materiales. Sus muñecas son originales, distintas. Es justamente lo que quiero.
La joven sonrió
con timidez. Era un momento muy importante para ambos. Él estaba encantado de
verla tan feliz.
-¿Le han
explicado mis abogados los términos del contrato? ¿Está de acuerdo con ellos?
-Sí, señor Ash.
Me lo han explicado todo de forma detallada, y acepto su oferta. Es mi sueño.
La joven
pronunció la última palabra con vehemencia, sin balbuceos y sin sonrojarse.
-Es usted
demasiado sincera, señorita Paget, necesita a alguien que la ayude a negociar
un contrato comercial -dijo Ash en tono de reproche-. Pero jamás he estafado a nadie,
al menos que yo recuerde. En caso de haberlo hecho, me gustaría que me lo
recordasen a fin de subsanar mi error.
-Soy suya,
señor Ash -dijo la joven. Tenía los ojos relucientes, pero no a causa de las
lágrimas-. Los términos son generosos. Los materiales, estupendos. Los
métodos... -La muchacha se encogió levemente de hombros-. La verdad es que
desconozco los métodos de fabricación en serie, aunque conozco sus muñecas. He
visitado varias tiendas para examinar los productos de la marca Ashlar. Sé que nuestra
asociación funcionará.
Como tanta otra
gente, la joven había comenzado fabricando sus muñecas en la cocina de su casa
y después se instaló en el taller de un garaje, donde utilizaba un rudimentario
horno para cocer las figuras de arcilla. Recorría los mercadillos en busca de
tejidos; se inspiraba en personajes de películas y novelas. Sus obras eran
exclusivas, «ediciones limitadas», como solían subrayar en las tiendas
elegantes de juguetes y las galerías de arte. Había ganado varios premios,
grandes y pequeños.
Sin embargo,
sus moldes podían utilizarse para algo totalmente distinto: medio millón de
maravillosas reproducciones de una muñeca, de otra y de otra más, en un: vinilo
trabajado de forma tan exquisita que parecería porcelana, con unos ojos pintados
y centelleantes como el cristal.
Hay algo que no
comprendo, señorita Paget. ¿Por qué no pone nombre a sus muñecas?
-Las muñecas no
tienen nombre para mí, señor Ash -respondió la joven-. Prefiero que los elija
usted.
¿Se da cuenta
de que pronto será rica, señorita Paget?
-Eso me han
dicho -contestó ella. En aquel momento parecía frágil y vulnerable.
-Tendrá que
reunirse a menudo con nosotros para dar su conformidad a cada fase de la
fabricación. De todos modos, no le ocupará mucho tiempo.
-Me encantará
participar en el proceso de fabricación. Deseo...
-Quiero que me
enseñe de inmediato todas las Cecas que vaya diseñando. Póngase en contacto con
nosotros.
-De acuerdo.
-No esté tan
segura de que le encantará participar en el proceso de fabricación. Como habrá
observado, la fabricación en serie no se parece en nada a la producción
artesanal, a la creación. Bueno, sí se parece, pero la gente no lo ve así. Los
artistas no suelen ver la fabricación en serie como su aliada.
No era
necesario que él le expusiera sus viejas teorías acerca de las obras únicas o
las ediciones limitadas y que lo único que le interesaba era fabricar unas
muñecas accesibles para todo el mundo. Utilizaría los moldes creados por ella
para fabricar miles de muñecas, año tras año, variando algunos rasgos cuando lo
considerara oportuno.
Todo el mundo
sabía que a él no le interesaban los valores o conceptos elitistas.
-Si desea
formularme alguna pregunta sobre nuestros contratos, señorita Paget, no dude en
hacerlo.
-Ya he firmado
los contratos, señor Ash -contestó la joven, soltando una carcajada espontánea
y juvenil.
-Lo celebro,
señorita Paget. Prepárese para ser famosa -dijo él, apoyando las manos en la
mesa y enlazando los dedos.
-Sé que es
usted un hombre muy ocupado, señor Ash -concluyó la joven, observando sus
inmensas manos con curiosidad-. Me dijeron que no podría dedicarme más de
quince minutos.
Él hizo un
gesto con la cabeza para darle a entender que eso carecía de importancia, que
prosiguiera.
-Quisiera saber
por qué le gustan mis muñecas, señor Ash. Quiero decir...
Tras
reflexionar unos instantes, él respondió:
-Lógicamente,
me gustan porque son originales, como usted misma ha dicho. Pero lo que más me
gusta, señorita Paget, es que sonríen incluso con los ojos; sus rostros
transmiten vida y alegría. Tienen unos dientes blancos y resplandecientes. Casi
me parece oírlas reír.
-Ése era el
riesgo, señor Ash -contestó la joven,
soltando otra
carcajada. En aquellos momentos parecía
tan feliz como
las criaturas que diseñaba.
-Lo sé, señorita
Paget. Confío en que no se le ocurra crear unas muñecas tristes.
-No sé si
sabría hacerlo.
-Haga lo que
haga, cuenta con mi apoyo. Pero no diseñe unas criaturas tristes. Eso déjelo
para otros artistas.
Ash se levantó
despacio, dando por finalizada la entrevista, y la joven, educadamente, se
apresuró a ponerse en pie.
-Muchas
gracias, señor Ash -le dijo, estrechando su enorme mano-. Cómo puedo
expresarle...
-No es
necesario.
Ash dejó que le
estrechara la mano. Algunas personas no deseaban tocarlo una segunda vez. Era
como si supieran que no era humano. No era su rostro lo que les repelía, sino
sus desproporcionados pies y manos. O puede que, en su subconsciente,
comprendieran que su cuello era demasiado largo, sus orejas demasiado
estrechas. Los seres humanos reconocen inmediatamente a sus congéneres, a su
tribu, clan o familia. Una gran parte del cerebro humano está organizado con el
fin de reconocer y recordar diferentes tipos de fisonomías.
Pero a ella no
le repelía el aspecto de Ash. Era una joven;a la que abrumaba y ponía nerviosa
tener que firmar un contrato comercial.
-A propósito,
señor Ash, no se ofenda, pero me encantan sus canas. Espero que no se las tiña
nunca. A los hombres jóvenes les sientan divinamente las canas.
-¿Por qué dice
eso, señorita Paget?
La joven volvió
a ruborizarse.
-No lo sé
-contestó, soltando una risita nerviosa- Tiene el cabello tan blanco para ser
tan joven... No imaginé que fuera usted tan joven. Me ha sorprendido...
La joven se
detuvo, turbada. Ash decidió poner fin a la entrevista antes de que la señorita
Paget cometiera una de sus imaginarias torpezas.
-Gracias,
señorita Paget -dijo Ash-. Ha sido usted muy amable. Celebro haber hablado con
usted. -Su tono era tranquilizador, contundente, memorable-. Confío en volver a
verla pronto y deseo que sea muy feliz.
De inmediato
apareció Remmick para acompañar a la joven hasta la puerta. Ella se despidió
murmurando unas cálidas palabras de gratitud, expresando su confianza en que no
la abandonaran las musas de la inspiración y su deseo de complacer a todo el
mundo. O algo por el estilo. Él le dirigió una última sonrisa antes de que la
joven abandonara la estancia y se cerraran tras ella las puertas de bronce.
Una vez en su
casa, la señorita Paget sacaría unas viejas revistas y se pondría a hacer unos
cálculos aritméticos, utilizando quizás una calculadora. Comprendería que él no
podía ser tan joven como había imaginado y llegaría a la conclusión de que
había pasado los cuarenta, que iba ya camino de los cincuenta.
¿Cómo
resolvería este inconveniente a la larga?, se preguntó Ash. El tiempo siempre
era un problema. Llevaba una vida que le satisfacía plenamente, pero era
preciso realizar algunos ajustes. En cualquier caso, no quería pensar en algo
tan desagradable. ¿Y si su cabello se volvía completamente blanco? Sería una
ventaja, sin duda. Pero ¿qué significaba el cabello blanco? ¿Qué era lo que
revelaba? En estos momentos se sentía demasiado feliz para pensar en esas
cosas. Demasiado feliz para pensar en algo que le infundía pavor.
Se dirigió de
nuevo hacia la ventana para contemplar la nieve que seguía cayendo. Desde este
despacho divisaba Central Park con tanta nitidez como desde los otros. Apoyó la
mano en el cristal. Estaba helado.
La pista de
patinaje aparecía desierta. La nieve cubría todo el parque y el tejado del
edificio de enfrente. De pronto observó algo muy curioso que le hizo sonreír.
Se trataba de
la piscina instalada en la azotea del hotel Parker Meridien. La nieve caía
acompasadamente sobre el tejado transparente de la azotea mientras, debajo de
éste, un hombre nadaba en el agua verde y límpida de la piscina que se hallaba
cincuenta pisos por encima del nivel de la calle.
«Esto es ser
rico y poderoso -musitó Ash-. Nadar bajo el cielo mientras nieva.»
Construir
piscinas flotantes era otro de los proyectos destacables.
-Señor Ash -le
interrumpió Remmick.
-¿Qué hay?
-respondió Ash distraídamente, observando las largas brazadas del nadador, un
hombre de edad avanzada y de extrema delgadez. En otros tiempos lo,habrían
tomado por una víctima del hambre; pero se notaba que estaba sano y en forma.
Probablemente se tratara de un hombre de negocios que se había visto atrapado
en el crudo invierno neoyorquino por circunstancias económicas, y había
decidido nadar un rato en la impoluta piscina climatizada del hotel.
-Una llamada
telefónica para usted, señor.
-No me
interesa, Remmick. Estoy cansado. Es la nieve..Hace que sienta deseos de
tumbarme en la cama y dormir. Voy a acostarme. Sólo me apetece tomarme una taza
de chocolate caliente y dormir, dormir y dormir.
-El hombre que
está al teléfono me ha asegurado que usted querría hablar con él, que le
dijera...
-Todos dicen lo
mismo, Remmick -replicó Ash.
-Se llama
Samuel, señor.
-¡Samuel!
Ash se volvió
bruscamente y observó el plácido rostro de su mayordomo, que no reflejaba
ningún juición ni opinión. Tan sólo afecto y sumisión.
-Dijo que le
avisara de inmediato, señor Ash. Supuse que...
-Has hecho
bien. Déjame solo unos minutos.
Ash se sentó
ante su mesa. Cuando se cerraron las puertas del despacho, levantó el auricular
y oprimió un pequeño botón rojo.
-Samuel
-murmuró.
-Ashlar
-respondió la voz de su interlocutor, con tanta nitidez como si se encontrara
junto a él-, llevo quince minutos esperando que te pongas al teléfono. Parece
que te has convertido en un personaje muy importante.
-¿Dónde estás,
Samuel? ¿En Nueva York?
-No, en
Donnelaith. Me alojo en la posada. -Teléfonos en el valle... -murmuró Ash. Su
interlocutor le hablaba desde Escocia, desde el valle.
-Así es, amigo
mío, teléfonos en el valle. Y otras cosas. Ha aparecido un Taltos, Ash. Lo he
visto con mis propios ojos. Un auténtico Taltos.
-Un momento.
¿He oído bien?
-Perfectamente.
No te excites, Ash. Está muerto. Era un niño, un bebé. Es una historia muy
larga en la que había un gitano implicado, un gitano muy listo llamado Yuri,
miembro de la orden de Talamasca. De no ser por mí, estaría muerto.
-¿Estás seguro
de que el Taltos ha muerto?
-Me lo dijo el
gitano. La orden de Talamasca está atravesando momentos difíciles. Ha ocurrido
una tragedia. Todo parece indicar que quieren matar al gitano, pero él está
decidido a regresar a la casa matriz. Debes venir cuanto antes.
-Me reuniré
contigo mañana en Edimburgo, Samuel.
-No, ve
directamente a Londres. Se lo prometí al gitano. Pero ven enseguida, Ash. Si
sus hermanos de Londres averiguan dónde se encuentra, lo matarán.
-Es una
historia increíble, Samuel. Los de Talamasca son incapaces de matar a nadie, y
menos aún a uno de los suyos. ¿Estás seguro de que ese gitano no te ha mentido?
-Es un asunto
relacionado con el Taltos. ¿Puedes partir inmediatamente, Ash?
-Sí.
-¿No me
fallarás?
-No.
-Debo hacerte
una advertencia. Lo leerás en los periódicos en cuanto aterrices en Inglaterra.
Han estadó excavando en Donnelaith, en las ruinas de la catedral.
-Lo sé, Samuel.
Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones.
-Han levantado
la tumba de san Ashlar. Vieron el nombre grabado en la lápida. Lo leerás en la
prensa. Han acudido unos expertos de Edimburgo. También hay pinas brujas
implicadas en esta historia. El gitano te lo cantará todo. Voy a colgar, la
gente me está mirando.
-Eso no es
ninguna novedad, Samuel. Espera un momento...
-Vi tu
fotografía en una revista, Ash. ¿Es verdad que tienes canas? En fin, da lo
mismo.
-Sí, el pelo se
me está poniendo blanco. Pero es un proceso bastante lento. Con relación a lo
demás, no he gcido. Aparte de las canas, tengo el mismo aspecto última vez que
nos vimos.
-Vivirás hasta
el fin del mundo, Ash. Tú serás quien acabe destruyéndolo.
-¡No digas eso!
-Nos veremos en
Londres, en el Claridge's. Nosotros partiremos de inmediato hacia allí. Es un
hotel donde podrás encender un magnífico fuego en la chimena y dormir en una
espaciosa y acogedora habitación revestida con chintz y terciopelo de color
verde musgo. Te espero allí, Ash. La factura del hotel corre de tu cuenta.
Llevo dos años en el valle.
Tras estas
palabras, Samuel colgó.
-Está loco
-murmuró Ash, colgando a su vez el teléfono.
Ni siquiera
parpadeó cuando se abrieron las puertas de su despacho. Apenas distinguió la
figura que acababa de entrar. No pensaba en nada, tan sólo repetía mentalmente
las palabras «Taltos» y «Talamasca».
Al alzar la
vista vio a Remmick, que sostenía una jarra de plata maciza y le sirvió una
taza de chocolate. El vapor del humeante líquido ascendía hacia el rostro
paciente y fatigado del sirviente. Estaba repleto de canas. «Yo no tengo
tantas», se consoló Ash.
En realidad,
sólo tenía canas en las sienes y en las patillas, y unas pocas en el pecho. Al
mirar sus muñecas descubrió que también había unos pelos blancos entre el vello
negro que cubría sus brazos.
¡Taltos!
Talamasca. El mundo se derrumbará...
-¿Hice bien en
pasarle la llamada? -preguntó Remmick con esa voz típicamente británica, casi
inaudible, que tanto complacía a su señor. Algunas personas lo habrían
criticado por mascullar entre dientes.
Dentro de poco
partiría hacia Inglaterra, donde la gente es amable y educada. Inglaterra, el
país donde reina un frío polar, visto desde las costas de la tierra perdida, un
misterio de impenetrables bosques y montañas coronadas de nieve.
-Sí, Remmick.
Quiero que me pases todas las llamadas de Samuel. Parto hacia Londres de
inmediato.
-Entonces debo
apresurarme, señor. El aeropuerto de La Guardia ha permanecido cerrado todo el
día. Va ser muy difícil...
-No hables más
y date prisa.
Ash se bebió el
chocolate a sorbos, paladeándolo. No existía nada con un sabor tan dulce y
exquisito como el chocolate, excepto la leche fresca y sin adulterar.
-Otro Taltos -
murmuró, depositando la taza sobre la mesa-. La orden de Talamasca está
atravesando momentos difíciles...
Pero no acababa
de creerse esa historia.
Remmick había
desaparecido. Las puertas estaban cerradas; el hermoso bronce relucía como
chocolate caliente. En el suelo de mármol se reflejaba un haz de luz procedente
del techo, como el reflejo de la luna sobre el mar.
-Otro Taltos,
un varón.
En su mente se
agolpaban numerosos pensamientos y emociones, confunidéndole. Durante unos
momentos temió estallar en sollozos, pero no lo hizo. La que sentía era rabia,
una profunda rabia al enterarse de esa noticia que hacía que su corazón latiera
aceleradaemnte, que le obligaba a viajar a Inglaterra para informarse sobre ese
Taltos, un varón, que había muerto.
Así que Tal
masca estaba atravesando momentos dificiles... Era inevitable. Pero ¿qué podía
hacer él? ¿Por qué tenía que verse envuelto de nuevo en esos asuntos? En cierta
casión, hacía siglos, había llamado a sus puertas; Pero ¿quién iba a acordarse
de aquello?
Conocía lo
rostros y los nombres de todos los t embros de 1 Orden. El temor que le
infundían lo obligaba a mantenerse informado sobre sus andanzas. A lo largo de
los años, no habían cesado de ir al valle. Alguien sabía algo, pero nada había
cambiado.
¿Por qué debía
interceder por ellos y tratar de ayudarllos? se preguntó Ash. Porque una vez le
habían abierto sus puertes, le habían escuchado, le habían pedido que
permaneciera allí, no se habían reído de sus historias y habian prometido
guardar el secreto. Al igual que él, la orden de Talamasca era muy vieja. Tan
vieja corno los árboles de los bosques milenarios. ¿Cuanto tiempo hacía de eso?
Mucho, antes de que fundaran la casa de Londres, cuando todavía iluminaban el
viejo palacio de Roma con velas. Le habían prometido que no constaría en los
archivos, en reciprocidad a lo que él les había revelado... Una historia
impersonal, anónima, a caballo entre la leyenda y la realidad, unos hechos
acaecidos hacía muchos años. Agotado, se había quedado dormido bajo su techo;
ellos le habían ayudado. Sin embargo, en último extremo no eran más que simples
mortales dotados de una extraordinaria curiosidad, unos individuos normales y
corrientes, unos eruditos, alquimistas, coleccionistas, que se sintieron
impresionados por él.
Sea como fuere,
no le interesaba que la Orden se viera en aprietos, tal como le había informado
Samuel, teniendo en cuenta lo que sabían y lo que ocultaban en sus archivos.
Era peligroso. Ash se compadecía del gitano del valle. Por otra parte, el
asunto del Taltos, de las brujas, había despertado su curiosidad.
El mero hecho
de pensar en brujas hizo que se estremeciera.
Remmick regresó
con un abrigo forrado de piel.
-Hace mucho
frío, señor -dijo, colocándoselo sobre los hombros-. Parece que se ha
resfriado.
-Estoy
perfectamente -respondió Ash-. No es necesario que me acompañes. Quiero que
envíes dinero al hotel Claridge's de Londres. Es para un hombre llamado Samuel.
No tendrán ninguna dificultad en identificarlo. Es un enano, deforme, pelirrojo
y con la cara llena de arrugas. Ocúpate de que le entreguen el dinero. Le
acompaña un individuo, un gitano al que desconozco.
-De acuerdo,
señor. ¿Su apellido?
-Lo ignoro,
Remmick -contestó Ash, arrebujándose en el abrigo-. Conozco a Samuel desde hace
tantos años...
Al subirse en
el ascensor comprendió que acababa de decir una estupidez. De un tiempo a esta
parte decía muchas estupideces. Hacía unos días, Remmick comentó que le
encantaba el mármol que revestía estas estancias y él contestó: «Sí, yo me
enamoré del mármol desde el primer momento que lo vi», lo cual sonaba absurdo.
El viento
resonaba en la caja del ascensor mientras descendían a una velocidad
vertiginosa. Era un sonido que sólo se percibía en invierno y que aterraba a
Remmick, aunque Ash lo encontraba divertido.
Al llegar al
garaje subterráneo vio que el coche estaba dispuesto, con el motor en marcha y
despidiendo un potente chorro de humo blanco. Un sirviente cargaba las maletas
en el maletero. Junto al vehículo se hallaban Jacob, el piloto nocturno, el
copiloto, cuyo nombre desconocía, y el chófer del turno de noche, un joven
rubio y discreto que apenas despegaba los labios.
-¿Está seguro
de que desea partir esta noche, señor?_- preguntó Jacob.
¿Acaso no
vuelan otros aviones? -replicó Ash, deteniéndose y apoyando su mano en la
manecilla del coche: Del interior del vehículo brotaba un aire cálido
y-reconfortante.
-Por supuesto,
señor.
-Entonces, ¿por
qué no vamos a volar nosotros? Si' tienes miedo, Jacob, puedes quedarte en
tierra.
-Yo voy a donde
vaya usted, señor.
-Gracias,
Jacob. En una ocasión me aseguraste que nuestro avión era capaz de volar a
través de las tormentas en condiciones más seguras que un reactor comercial.
-En efecto,
señor, lo recuerdo perfectamente.
Tras instalarse
en el asiento de cuero negro, Ash apoyó los pies en el que había frente a él,
cosa que un hombre de estatura normal no habría conseguido en :limusina
gigantesca. Una oportuna mampara lo separaba del chófer. Los demás le seguían
en otro coche, y sus escoltas ocupaban el vehículo que le precedía.
La elegante
limusina subió por la rampa, girando a una velocidad peligrosa pero
emocionante, y salió del garaje. La nieve seguía cayendo con fuerza. Menos mal
que habían rescatado a los mendigos de las calles. Ash había olvidado preguntar
por los mendigos. Seguramente los habían conducido al vestíbulo del edificio,
donde les habrían ofrecido una bebida caliente y un camastro donde acostarse.
Atravesaron la
Quinta Avenida y se dirigieron hacia el río. La nieve caía en un silencioso
torrente de hermosos y diminutos copos, que se derretían al contacto con los
oscuros ventanales o las húmedas aceras. Ash observó los copos de nieve, que
caían entre los anodinos edificios como si se precipitaran a través de
profundos desfiladeros.
¡Taltos!
Durante unos
instantes se sintió deprimido, como si la alegría hubiera desaparecido de su
mundo, de sus triunfos y sus sueños. Se representó mentalmente a la joven
californiana que diseñaba muñecas, vestida con un arrugado traje de seda
morado. Yacía muerta sobre su lecho, en un baño de sangre, y su vestido aparecía
empapado.
Por supuesto,
él no permitiría que sucediera algo así. Hacía mucho tiempo que no ocurría nada
semejante; ni siquiera recordaba qué se sentía al abrazar el cálido cuerpo de
una mujer o al saborear la leche de una madre.
Imaginó el
lecho, la sangre, el cuerpo inerme y frío de la joven con los párpados lívidos,
al igual que la carne debajo de sus uñas e incluso su rostro. Imaginó esa
escena para ahuyentar otros pensamientos. Su brutalidad le servía de freno, le
permitía controlar sus impulsos.
«No le des más
vueltas. Era un varón. Está muerto.
De pronto
comprendió que iba a ver a Samuel, a reunirse de nuevo con él, y dejó que ese
pensamiento lo inundara de felicidad. Ash era un experto en evocar pensamientos
y sensaciones que le producían satisfación.
Hacía cinco
años que no veía a Samuel. ¿O eran más? No estaba seguro. Habían hablado varias
veces por teléfono. A medida que los sistemas telegráfico y telefónico se
fueron perfeccionando, mantuvieron un contacto cada vez más frecuente. Pero
hacía años que no se veían.
En aquellos
tiempos Ash sólo tenía unas pocas canas. Ahora, en cambio, el pelo se le estaba
volviendo completamente blanco. Por supuesto, Samuel había hecho un comentario
respecto a sus canas, a lo que Ash respondió: «No te preocupes, desaparecerán.»
Durante unos
momentos se alzó el velo, la coraza protectora que lo había salvado numerosas
veces de un insoportable dolor.
Vio el valle,
el humo; oyó el temible sonido de las espadas y vio unas figuras que corrían
hacia el bosque. El humo brotaba de los cobertizos y las timoneras... ¡Era
imposible que hubiera sucedido!
Cambiaron las
armas y las normas, pero las matanzas proseguían. Hacía setenta y cinco años
que vivía en ese continente -al que siempre regresaba al cabo de un par de
meses de haber partido- por varias razones, entre otras porque no deseaba
hacerlo cerca de las llamas y el humo, el dolor, la devastación de la guerra.
El recuerdo del
valle no lo abandonaba. Había otros recuerdos relacionados con él, imágenes de
verdes campos, flores silvestres, miles de florecillas azules. Se vio navegando
por el río en una pequeña embarcación mientras los soldados se hallaban
apostados en las almenas. Que cosas tan extrañas hacían esos seres, colocando
una piedra encima de otra para construir inmensas montañas. Pero ¿qué
significaban los monumentos que habían erigido en su honor, los grandes
monolitos que centenares de hombres habían transportado a través de la planicie
para construir el círculo?
Vio también la
cueva, de forma tan nítida como en una fotografía. Luego se vio a sí mismo
bajar apresuradamente la cuesta, tropezando y casi perdiendo el equilibrio,
cuando de pronto apareció Samuel.
-Vámonos, Ash
-le dijo éste-. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué pretendes descubrir en este
lugar?
Ash vio a unos
Taltos con el cabello blanco.
«Los sabios,
los bondadosos, los conocedores de nuestra historia y nuestras costumbres»,
decían de ellos. No los llamaban «viejos». Esa palabra no se empleaba en
aquellos tiempos, cuando el agua de los manantiales de la isla era tibia y las
frutas caían de los árboles. Incluso cuando acudían al valle, nunca utilizaban
la palabra «viejo», aunque todo el mundo supiese que vivían más tiempo que los
otros. Los de cabello blanco conocían unas historias muy interesantes.
-Ve a escuchar
la historia.
En la isla,
eras tú mismo quien elegías a los individuos de cabello blanco a los que
deseabas acercarte, pues ellos no te elegían a ti, y te sentabas para oírles
cantar, hablar, o recitar versos y relatar todo cuanto recordaban. Había una
mujer de cabello blanco que cantaba con una voz muy dulce y mantenía siempre
los ojos fijos en el mar. A Ash le gustaba mucho oírla cantar.
¿Cuánto tiempo,
cuántas décadas pasarían antes de que su propio pelo se tornara completamente
blanco?
Quizás ocurriera
antes de lo que imaginaba. En aquella época el tiempo no significaba nada.
Había muy pocas hembras de cabello blanco, porque debido a los partos solían
morir jóvenes. Nadie hablaba nunca de ello, pero todo el mundo lo sabía.
Los machos de
pelo blanco eran vigorosos, apasionados, glotones y excelentes adivinos. Pero
la mujer de cabello blanco era muy frágil, debido a los numerosos partos.
Era horrible
recordar de golpe esas cosas con tanta nitidez. ¿Existía acaso otro secreto
mágico relacionado con el cabello blanco, otro que hiciera que uno recordara lo
sucedido desde el principio? No, no era eso, sino tan sólo que durante los años
en que ignoraba cuánto tiempo tardaría en envejecer y morir imaginó que
acogería a la muerte con los brazos abiertos. Pero ahora había cambiado de
opinión.
La limusina
atravesó el río y se dirigió hacia el aeropuerto. Era grande y sólida y se
agarraba bien al asfalto resbaladizo, resistiendo los embates del viento.
Los recuerdos
seguían agolpándose en su mente. Él ya era viejo en los tiempos en que los
soldados cabalgaban por la llanura. Era ya viejo cuando vio a los romanos
apostados en las almenas de la muralla de Antonino, cuando contempló desde las
puertas del monasterio de Columba los elevados acantilados de Jonia.
Guerras... ¿Por
qué tenía siempre esas imágenes grabadas en la memoria, junto con los dulces
recuerdos de los seres que había amado, de los bailes y la música en el valle?
Veía a los jinetes cabalgando por la pradera, una masa oscura extendiéndose
como la tinta sobre un apacible cuadro, y acto seguido percibía las gigantescas
nubes de polvo que se alzaban de sus corceles.
Ash se despertó
sobresaltado.
El pequeño
teléfono que se hallaba frente al asiento sonó con insistencia. Ash descolgó
bruscamente el auricular.
-¿Señor Ash?
-¿Qué hay,
Remmick?
-Supuse que le
interesaría saberlo. En el Claridge's conocen perfectamente a su amigo Samuel.
Han dispuesto la suite que él suele ocupar, en una esquina de la segunda
planta, con chimenea. Esperan su llegada, señor. A propósito, en el hotel
tampoco conocen el apellido de su amigo Samuel. Al parecer, no lo utiliza
nunca.
-Gracias,
Remmick. Reza para que tengamos un buen viaje. Hace un tiempo infernal.
Ash colgó antes
de que Remmick empezara a recitar su acostumbrada letanía de consejos. No debí
decirle que hacía mal tiempo, pensó.
Era increíble
que en el Claridge's conocieran a Samuel, que se hubieran acostumbrado a su
presencia. La última vez que Ash lo vio, su pelo rojo parecía un nido de
pájaros y su cara tenía tantas arrugas que sus ojos apenas resultaban visibles;
tan sólo brillaban de vez en
cuando a modo
de pedacitos de ámbar incrustados en la carne fláccida y rubicunda de su
rostro. En aquellos días Samuel iba cubierto de harapos y llevaba una pistola
en el cinturón, como un pirata, lo cual hacía que la gente se apartara
apresuradamente de su lado.
-Todos me
tienen miedo, no puedo seguir aquí -le había dicho a Ash-. Fíjate cómo me
miran, inspiro más miedo_ ahora que años atrás.
No obstante, en
el Claridge's se habían acostumbrado a su presencia. ¿Acaso encargaba ahora sus
trajes a un sastre de Savile Row? ¿Habría sustituido sus viejos y sucios
zapatos por unos nuevos? ¿Habría renunciado a llevar una pistola en el
cinturón?
Cuando el coche
se detuvo, el viento casi le impidió abrir la puerta. El chófer lo ayudó a
apearse mientras la nieve caía sobre él.
La nieve era
hermosa, ¡y estaba tan limpia antes de posarse sobre el pavimento! Ash se
enderezó y notó las piernas un poco entumecidas; se protegió los ojos con la
mano para impedir que la nieve lo cegara.
-No se
preocupe, señor -dijo Jacob-. Saldremos de aquí en menos de una hora. Le ruego
que suba inmediatamente al avión.
-Gracias, Jacob
-respondió Ash.
Antes de subir
al avión se detuvo unos instantes. La nieve cubría su abrigo oscuro y él notaba
cómo los copos se derretían sobre su pelo. Sacó del bolsillo un pequeño
juguete, un caballito de madera, y se lo entregó a Jacob.
-Es para tu
hijo. Se lo prometí.
-Me sorprende
que se haya acordado de eso en una noche tan infame, señor.
-No tiene
importancia, Jacob. Seguro que tu hijo también se acuerda.
Era un juguete
insignificante, un simple caballito de madera; el niño merecía algo mejor. Sí,
le regalaría un juguete de más calidad.
Ash atravesó la
pista a grandes zancadas, con tanta rapidez que el chófer apenas pudo seguirlo
en un intento de protegerlo con el paraguas.
Al cabo de unos
momentos se instaló en la cálida cabina de su reactor, que le producía cierta
claustrofobia.
-He conseguido
la pieza musical que me pidió, señor Ash.
Conocía
perfectamente a la joven, pero no recordaba su nombre. Era una de sus mejores
secretarias. Lo había, acompañado en su último viaje a Brasil. Ash se avergonzó
de no recordar su nombre.
Te llamas Evie,
¿verdad? -preguntó a la joven, sonrió y arrugando levemente el ceño como si le
pidiese esculpas.
-No, señor,
Leslie -respondió ella, perdonándolo al instante.
Parecía una
muñeca de porcelana, con las mejillas y los la los pintados de un sutil tono
rosado, y sus pequeños ojos oscuros y vivarachos. La joven aguardó tímidamente.
Cuando él tomó
asiento en la amplia butaca de cuero hecha a su medida, más larga que las
otras, la joven le entreró el programa de música.
En él constaba
la selección habitual -Beethoven, Brahms, Shostakovich-, más la pieza que había
solicitado, el Requiem de Verdi, pero no podía escucharla ahora. Si se dejaba
atrapar por aquellos solemnes acordes y voces, los recuerdos acabarían
abrumándole.
Ash apoyó la
cabeza en el respaldo del asiento, indiferente al espectáculo invernal que se
le ofrecía a través de la ventanilla. «Trata de dormir, estúpido», se dijo sin
mover los labios.
Pero sabía que
no podría conciliar el sueño. Sabía que no haría más que pensar en Samuel y en
las cosas que éste le había dicho, dándoles vueltas y más vueltas, hasta que
volvieran a encontrarse. Recordaría el olor de la casa matriz de Talamasca y el
aspecto de clérigos que presentaban sus miembros, así como una mano humana
sosteniendo una pluma de ave mientras escribía con grandes letras: «Anónimo.
Leyendas de la tierra perdida. De Stonehenge.»
-¿Desea
descansar, señor? -preguntó la joven Leslie.
-No, pon la
Quinta sinfonía de Shostakovich. Me hará llorar, pero no me hagas caso. Tengo
hambre. Tráeme un poco de queso y leche.
-Sí, señor, lo
tengo todo preparado.
Leslie empezó a
recitar los nombres de los cremosos quesos que mandaban traer de Francia,
Italia y otros países. El aprobó el surtido con un movimiento de cabeza,
deseando zambullirse en el sonido de la música, en la divina y estremecedora
calidad de aquel sofisticado sistema electrónico que le haría olvidar la
tormenta de nieve y el hecho de que pronto atravesarían el océano en dirección
a Inglaterra, a la planicie, a Donnelaith, hacia un infinito dolor.
2
Después del
primer día, Rowan no volvió a pronunciar palabra. Se pasaba el día sentada bajo
la encina en un sillón de mimbre blanco, con los pies apoyados en un cojín, o
simplemente sobre la hierba.. Miraba el cielo, moviendo los ojos como si
contemplara una procesión de nubes en vez de un cielo primaveral despejado, y
la pelusilla que volaba en el aire.
Contemplaba la
tapia, las flores o los tejos. Jamás miraba el suelo.
Quizás había
olvidado que justo debajo de sus pies, había una sepultura doble, cubierta de
una espesa hierba que crecía rápidamente gracias a las abundantes lluvias y al
potente sol primaveral de Louisiana.
Comía
aproximadamente una cuarta parte de lo, que le servían. Al menos, eso dijo
Michael. No parecí pasar hambre. Pero estaba pálida y sus manos temblaban
cuando las movía.
Toda la familia
acudió a verla. Atravesaron el césped en grupos y se detuvieron a unos pasos de
di-tancia, como si temieran hacerle daño. Tras saludarl , le preguntaron cómo
se encontraba. Le dijeron que staba muy guapa; lo cual era cierto. Luego, renunciaren
a arrancarla de su mutismo y se marcharon.
Mona observó la
escena.
Por las noches
Rowan dormía, según Michel, como si estuviera agotada, como si hubiera
trabajado mucho durante todo el día. Se bañaba sola, anque él temía que
sufriera un percance. Siempre se encerraba en el baño en el baño, y cuando él
trataba de hacerla compañía, Rowan permanecía sentada en el taburate, con la
mirada fija en el vacío, sin hacer ni decir nada. Entonces él se retiraba, y al
salir la oía echar el cerrojo de la puerta.
Cuando le
hablaban prestaba atención, al menos al principio. De vez en cuando, cuando
Michel le suplicaba que dijera algo, Rowan le apretaba la mano como para
tranquilizarlo o rogarle que tuviera paciencia. Era muy triste.
Michael era la
única persona a quien tocaba o dedicaba una pequeña caricia, aunque por lo
general lo hacía sin que se produjera el más mínimo cambio en su expresión
ausente y son mover sus ojos grises.
El pelo le
había crecido bastante y mostraba unos reflejos dorados debido a las horas que
pasaba sentada al sol. Durante el tiempo que permaneción con coma, su cabello
presentaba el color de los trozos de madera a merced de las turbias aguas de un
río. Ahora parecía lleno de vida, aunque según creía recordar Mona el pelo es
un estructura muerta, por más que uno lo peine, lo cepille y le aplique todo
tipo de champús y cremas.
Por las
mañanas, Rowan se despertaba ella sola. Bajaba lentamente la escalera,
agarrando la barandilla con la mano izquierda y apoyándose con la derecha en un
bastón. Parecía tenerle sin cuidado el hecho de que Michael la ayudara; tampoco
manisfestaba la menor reacción cuando Mona la cogía del brazo.
De vez en
cuando Rowan se detenía ante su tocador antes de bajar, para pintarse los
labios.
Mona siempre se
fijaba en esos. En ocaiones, aguardaba a Rowan en el pasillo y la observaba;
era un detalle muy sifnificativo.
Michael también
hacía algún comentario al respecto. Según el tiempo que hiciera, Rowan se ponía
un juego de camisón y bata o un salto de cama. La tía Bea le comparaba
numerosos camisones, que el mismo Michael se encargaba de lavar pues recordaba
que antes de estrenar una prenda Rowan siempre la lababa. Luego, colocaba el
camisón sobre el lecho de Rowan.
Mona estaba
segura de que no se trataba de un estado catatónico de estupor. Los médicos así
lo hbían dicho, aunque tampoco sabían qué le ocurría realmente a Rowan. En
cierta ocasión uno de ellos, un idiota según palabras de Michael, le había
clavado un alfiler en la mano y Rowan se limitó a cubrírsela con la otra.
Michael se puso furioso, pero Rowan no miró al médico ni dijo nada.
-Ojalá hubiera
estado presente. -dijo Mona.
Mona no dudó de
la palabra de Michael. Los médicos eran capaces de eso y de mucho más. Puede
que de regreso al hospital se dedicaran a clavar alfileres en una muñeca
parecida a Rowan, una especie de acupultura vudú. A Mona no le hubiera
extrañado en absoluto.
¿Qué sentía
Rowan? ¿Qué era lo que recordaba? Nadie lo sabía con certeza. Sólo sabían por
Michael que al despertarse del coma estaba perfectamente lúcida, que había
hablado con él durante varias horas, que era consciente de todo, que mientras
estuvo en coma había oído y comprendido todo cuanto sucedía a su alreddor. Algo
terrible sucedió el día en que Rowan despertó del coma, otra tragedia. Y los
dos cadáveres enterrados debajo de la encina.
-No debí
permitir que lo hiciera -había repetido Michael a Mona cien veces-. El hedor
que emanaba de esa fosa, el espectáculo... Debí impedírselo.
Mona le había
preguntado a menudo qué aspecto tenía el otro, quién había transportado los
restos y qué había dicho Rowan.
-Le lavé las
manos, que estaban llenas de barro -dijo Michael a Mona y Aaron-. Rowan no
hacía más que mirarse las manos. Supongo que a los médicos no les gusta
ensuciárselas; los cirujanos siempre se están lavando las manos. Rowan me
preguntó cómo estaba yo, quería... -En aquel momento Michael se detuvo,
embargado por la emoción, tal como le había sucedido las dos veces que relató
la historia-. Quería tomarme el pulso. Estaba preocupada por mí.
¡Ojalá hubiera
visto lo que habían enterrado! ¡Ojalá me lo hubieran dicho!
Era una extraña
sensación eso de ser rica ahora, de ser nombrada heredera de un importante
legado a los trece años, disponer de un chófer y un coche -de hecho, una
imponente limusina negra con reproductor de discos compactos y casetes,
televisión en color y un mueble bar repleto de hielo y coca-colas light-, de
una cartera forrada de billetes de veinte dólares como mínimo, montones de ropa
nueva y un ejército de operarios encargados de reparar la vieja casa en la
esquina de St. Charles con Amelia que le enseñaban muestras de seda salvaje o
papel pintado a mano para revestir las paredes.
Pero ella
quería saber, formar parte de aquello, comprender los secretos de esa mujer y
ese hombre, de esta casa que algún día sería suya. Había un fantasma enterrado
debajo del árbol. Bajo las lluvias primaverales yacía una leyenda. Y en sus
brazos, otro cadáver. Era como volver la espalda al deslumbrante fulgor del oro
para coger unas míseras baratijas ocultas en un pequeño y teneberoso
escondrijo. ¡Era mágico! Ni siquiera la muerte de su propia madre había
impresionado tanto a Mona.
Mona pasaba
muchos ratos hablándole a Rowan. Entraba en la casa utilizando su propia llave,
puesto que era la heredera de la propiedad y, además, Michael se lo había
autorizado. Michael, ya no la miraba de forma lujuriosa; prácticamente podría
decirse que la había adoptado.
Entonces se
dirigía a la parte posterior del jardín a través del césped, dando un rodeo
para evitar la tumba, se sentaba ante la mesa de mimbre e iniciaba su charla
con un: «Buenos días, Rowan.» Luego seguía hablando sin cesar.
Le contó a
Rowan que ya habían elegido el terreno para el Mayfair Medical, que habían
decidido instalar un fantástico sistema geotérmico para calentar y refrigerar
las instalaciones y que los planos estaban muy adelantados.
-Tu sueño no
tardará en hacerse realidad -dijo a Rowan-. La familia Mayfair conoce esta
ciudad mejor que nadie. No necesitamos estudios de viabilidad ni esas cosas.
Construiremos el hospital que tú deseabas.
Rowan no
respondió. ¿Acaso ya no le importaba el gran complejo médico que iba a
revolucionar la relación entre los pacientes y sus familiares, en el que unos
nutridos equipos de enfermeras y asistentes sanitarios atenderían incluso a los
pacientes anónimos?
-He encontrado
tus notas -dijo Mona-. No estaban encerradas en un cajón, por lo que no creí
que fueran confidenciales.
Rowan seguía
sin responder. Las gigantescas ramas negras de la encina se movían levemente.
Las hojas del plátano se agitaban junto a la tapia.
-Un día me
planté en la puerta del Hospital Touro y pregunté a todas las personas que
entraban y salían de allí cuál era su hospital ideal.
Ninguna
reacción.
-Mi tía Evelyn
está ingresada en Touro -dijo Mona con voz queda-. Sufrió un ataque cerebral.
Deberían trasladarla a casa, pero ella no se da cuenta de nada.
Mona no quiso
seguir hablando de la tía Evelyn porque se echaría a llorar. Tampoco deseaba
hablar de Yuri. No dijo que hacía tres semanas que no recibía una carta ni una
llamada telefónica suyas. No dijo que ella, Mona, estaba enamorada de un hombre
misterioso, de piel y cabello oscuros, encantador, con modales ingleses, que le
doblaba la edad.
Unos días
atrás, Mona explicó a Rowan que Yuri había venido de Londres para ayudar a
Aaron Lightner. Le explicó que Yuri era un gitano y que comprendía cosas que
ella también comprendía. Incluso le contó que habían estado juntos en su
habitación la noche antes de que Yuri regresara a Inglaterra. «Me preocupa que
le suceda algo malo», le dijo Mona.
Rowan ni
siquiera la miró entonces.
Pero ¿qué podía
decir ahora? ¿Que anoche tuvo una terrible pesadilla referente a Yuri, pero no
recordaba nada?
-Claro que es
un hombre hecho y derecho -dijo Mona-. Quiero decir que tiene más de treinta
años y sabe cuidarse solito, pero temo que alguien de Talamasca pueda hacerle
daño.
«Basta,
contrólate» se dijo Mona a sí misma.
Quizá no debía
hacer esto. Era demasiado sencillo arrojar ese montón de palabras sobre una
persona que no podía o no quería responder.
Sin embargo,
Mona hubiera jurado que Rowan se daba cuenta de que ella estaba allí, quizá
porque Rowan no parecía enojada por su presencia o absorta en sus propios
pensamientos.
Mona no tenía
la sensación de que se sintiera molesta.
Escrutó el
rostro de Rowan. Mostraba una expresión muy seria. Mona estaba convencida de
que su cerebro seguía funcionando. Tenía mucho mejor aspecto que cuando estaba
en coma, y se había abrochado la bata.Michael aseguró a Mona que él no lo hacía.
Rowan se había abrochado los tres botones, mientras que el día anterior sólo se
había abrochado uno.
Sin embargo,
Mona sabía que la desesperación puede inundar por completo una mente, hasta el
punto de que tratar de adivinar sus pensamientos es come intentar eer a través
de una densa humareda. ¿Era desesperación lo que sentía Rowan?
El último fin
de semana habían recibido la visita de Jane Mayfair, la joven chiflada de
Fontevrault. Según propia confesión, era una aventurera, una bucanera, una
exploradora y un genio, además de pretender ser al mismo tiempo una venerable
anciana y una muchacha alegre y despreocupada a la tierna edad de diecinueve
años y medio. Se había descrito a sí misma como un poderosa y temible bruja.
-Rowan está
perfectamente -declaró Mary Jane después de examinarla detenidamente. Luego
empujó su sombrero vaquero hacia atrás, de forma que le quedó colgando del
cuello, y añadió-: Es cuestión de paciencia. Tardará algún tiempo en
recuperarse, pero se da uenta de todo.
«¿Quién es esta
loca?», había preguntado Mona, sintiendo una profunda lástima por aquella
criatura, aunque Mary Jane tenía seis años más que ella. Parecía una noble
salvaje vestida con una falda vaquera que le llegaba medio muslo y una blusa
blanca barata excesivamente ceñida que ponía de relieve sus egregios pechos. La
chica no sólo no disimulaba su pobreza, sino que hacía ostentación de ella.
Como es lógico,
Mona sabía quién era Mary Jane. Ma Jane Mayfair vivía en las ruinas de la
plantación ,de Fontevrault, en la región de los pantanos. Aquella era la
legendaria tierra de cazadores furtivos que se dedican a matar hermosas garzas
de cuello blancos tan sólo para devorarlas, caimanes capaces de volcar una
embarcación y zamparse a tu hijo, y jóvenes chifladas Mayfair que no habían
logrado alcanzar Nueva Orleans ni los escalones de madera de la célebre casa
situada en la esquina de St. Charles con Amelia.
Mona se moría
de ganas de visitar ese lugar, Fontevrault, una mansión que se erigía sobre
doce columnas, aunque el primer piso estuviese sumergido en medio metro de
agua. Pero de momento tenía que contentarse con ver a su ocupante, Mary Jane,
una prima que había regresado hacia poco de «algún lugar», y que tras amarrar
su piragua al poste del espigón tenía que atravesar un resbaladizo charco de
lodo para alcanzar la furgoneta que utilizaba para hacer sus compras en la
ciudad.
Todo el mundo
hablaba de Mary Jane Mayfair. Y, dado que Mona tenía trece años y era la
heredera y única persona relacionada con el legado que se dignaba a hablar con
la gente y reconocer su presencia, todos pensaron que a Mona le parecería muy
interesante hablar con su rústica prima, una joven «brillante», dotada de
poderes sobrenaturales, que a su vez también sentía curiosidad por conocer a
Mona.
Diecinueve años
y medio. Hasta el momento en que Mona vio a su ingeniosa prima, no había
considerado que una persona de esa edad fuera adolescente.
Mary Jane
constituía el hallazgo más interesante que habían hecho desde que empezaron a
someter a todos los miembros de la familia Mayfair a unas pruebas genéticas.
Era lógico que al final se toparan con un personaje como Mary Jane. Mona se
preguntó si aparecería alguna otra extraña criatura surgida de los pantanos.
Resultaba
increíble imaginar una suntuosa mansión neoclásica hundiéndose lentamente en
las turbias aguas mientras el yeso de sus muros caía a pedazos y unos peces
nadaban a través de la balaustrada de la escalera.
-¿Y si la casa
se derrumba sobre ella? -había preguntado Bea-. Está construida sobre el agua.
Esa chica no puede permanecer allí. Debemos obligarla a venir a Nueva Orleans.
-Son aguas
pantanosas, Bea -contestó Celia-. No se trata de un lago ni de la corriente del
Golfo. Además, si a esa chica no se le ha ocurrido marcharse de allí y llevarse
a la anciana a un lugar seguro...
La anciana.
Mona tenía
presentes esos comentarios el último fin de semana, cuando apareció Mary Jane
en el jardín y se unió al pequeño grupo que rodeaba a la silenciosa Rowan como
si se tratara de una merienda campestre.
-Os conozco a todos
de oídas -declaró Mary Jane dirigiéndose a Michael, que estaba de pie junto al
sillón de Rowan. Ambos se miraron fijamente-. De veras. El día que os casasteis
-prosiguió, señalando a Michael y a Rowan- observé la fiesta desde el otro lado
de la calle.
Al final de
cada frase Mary Jane alzaba el tono, aunque no se trataba de una pregunta, como
buscando un gesto o una palabra de aprobación.
-Nos hubiera
gustado que entraras -dijo Michael con amabilidad, pendiente de cada sílaba que
pronunciaba la joven.
Lo malo de
Michael era que sentía debilidad por la pulcritud pubescente. Su breve aventura
con Mona no se debió a un capricho de la naturaleza o un acto de brujería. Y
Mary Jane Mayfair era un bocado muy suculento, pensó Mona. Incluso llevaba el
pelo rubio recogido en dos trenzas sobre la cabeza y unos inmundos zapatos de
charol blanco con una tira en el empeine, como los que llevan las niñas. El
hecho de tener la piel olivácea y tostada le confería la apariencia de un
humano frívolo.
-¿Qué dicen los
resultados de las pruebas que te han hecho? -preguntó Mona-. Supongo que habrás
Venido para que te hagan unas pruebas, ¿no?
-No lo sé
-respondió el genio, la poderosa bruja de los pantanos-. En esa clínica llevan
tal despiste que no se enteran de nada. Primero me confunden con Florence
Mayfair y lu~go con Ducky Mayfair. Al final me cansé y le dije a un hipo: «Me
llamo Mary Jane Mayfair, tal como figura en ese papel que tiene delante de sus
narices. »
-Mal asunto
--murmuró Celia.
-Pero me
dijeron que estaba perfectamente, que me fuera a casa y que si tenía algo malo
ya me lo comunicarían. Supongo que estoy llena de genes de bruja. A propósito,
jamás había visto tantos Mayfair juntos como en ese edificio.
-Es nuestro
-contestó Mona.
-Los reconocí a
todos de inmediato -dijo Mary ane-. Había un pagano, de otra casta mejor dicho,
un mestizo. ¿Os habéis fijado en los distintos tipos Mayfair que existen?
Muchos carecen de barbilla, tienen la nariz ligeramente' aguileña y los ojos
almendrados. Otros son idénticos a ti -añadió, dirigiéndose a Michael-.
Típicamente irlandeses, con las cejas pobladas, el pelo rizado y unos ojos
grandes de mirada intensa.
-Pero si yo no
soy un Mayfair -protestó Michael en vano.
y luego están
los pelirrojos, como ella, aunque ella es mucho más guapa que los otros. Tú
debes de ser Mona. Tienes el aire de alguien que acaba de heredar toneladas de
dinero.
-Mary
Jane,'querida -terció Celia, incapaz de ofrecer un prudente consejo o formular
una pregunta intrascendente.
-¿Qué se siente
al ser tan rica? -insistió Mary Jane, sin apartar los ojos de Mona-. Me refiero
aquí dentro -añadió, dándose unos golpecitos con el puño sobre el escote de su
blusa barata e inclinándose hacia delante para que todos pudieran ver el
canalillo entre sus pechos, incluso alguien tan bajito como Mona.
Da lo mismo, ya
sé que no debo hacer esas preguntas. He: venido a verla a ella, porque Paige y
Beatrice me dijeron que debía hacerlo.
-¡Menuda
ocurrencia! -soltó Mona.
-Calla, cariño
-replicó Beatrice-. Mary Jane es una Mayfair de pies a cabeza. Querida Mary
Jane, debes traer aquí a tu abuela sin demora. Te lo digo en serio. No 1s
gustaría mucho que vinierais. Poseemos una larga lista de casas donde podríais
alojaros temporal y permaneritemente.
-Entiendo
perfectamente lo que quiere decir -intervino Celia. Estaba sentada junto a
Rowan y era la úni;a que se atrevía a enjugar de vez en cuando el rostro de
Rowan con un pañuelo blanco-. Me refiero a los Mayfair que no tienen barbilla.
Mary Jane se refiere a Polly. Se ha colocado una prótesis. No nació con esa
barbilla.
-Pues si ha
hecho tal cosa debe de tener una barbilla astante visible, ¿no? -observó
Beatrice.
-Sí, pero tiene
los ojos almendrados y la nariz un o aguileña -contestó Mary Jane.
-Exactamente
-contestó Celia.
-¿Os asusta eso
de los genes adicionales? -pregunto Mary Jane de improviso, arrojando la
pregunta como un azo para captar la atención de los presentes-. ¿A ti ta bién,
Mona?
-No lo sé
-respondió Mona, aunque lo cierto era que no sentía el menor miedo.
-No existe la
más remota posibilidad de que sea ciego -afirmó Bea-. Es un asunto puramente
teórico. ¿Es necesario que hablemos de ello? -preguntó, mi ando a Rowan.
Rowan siguió
con la vista clavada en la tapia. Quién sabe, quizás observaba los rayos de sol
que se reflejab sobre ella.
Mary Jane
continuó resueltamente:
-No creo que
vuelva a suceder nada semejante en la familia. Este tipo de brujerías están
desfasadas, en esta época se utilizan otras artes mágicas...
-Cariño, en
realidad no nos tomamos muy en serio eso de la brujería -dijo Bea.
-¿Conoces la
historia de la familia? -preguntó Celia en tono solemne.
-¿Que si la
conozco? Mejor que vosotros. Sé cosas que me contó mi abuela, que a su vez se
las había oído al viejo Tobías, cosas que todavía están escritas en las paredes
de esa casa. De niña solía sentarme en las rodillas de la anciana Evelyn. Una
tarde Evelyn me contó muchas historias. Las recuerdo perfectamente.
-Pero el
documento sobre nuestra familia, el documento elaborado por los de Talamasca...
¿No te lo enseñaron en la clínica? -preguntó Celia.
-Claro, me lo
enseñaron Bea y Paige -contestó Mary Jane-. Me pincharon aquí -dijo, indicando
un apósito que llevaba en el brazo, idéntico a otro que lucía en la rodilla-.
Me sacaron suficiente sangre para ofrecérsela al diablo. Comprendo
perfectamente la situación. Algunos de nosotros poseemos unos genes
adicionales. Si se unen dos personas emparentadas que poseen una dosis doble de
la doble hélice, puede que nazca un Taltos. Es posible, pero no seguro. Al fin
y al cabo, muchos primos se han casado entre sí y no ha pasado nada, hasta
que... Tienes razón, creo no deberíamos hablar de esto delante de ella.
Michael le
dirigió una pequeña sonrisa de gratitud.
Mary Jane miró
a Rowan, hizo un globo con el chicle que mascaba, lo aspiró y luego lo hizo
explotar.
-Un buen truco
-dijo Mona, riéndose-. Yo no sé hacerlo.
-Mejor
-intervino Bea.
-Entonces ¿has
leído el documento? -insistió Celia-. Es muy importante que conozcas todos los
detalles.
-Sí, lo he
leído de cabo a rabo -confesó Vlary Jane-, aunque había unas palabras que no
comí rendía y tuve que buscarlas en el diccionario -añadió, dándose una palmada
en su tostado muslo y soltando u: la carcajada-. En vista de que todos queréis
ayudarm:, lo mejor que podéis hacer es pagarme unos estudios. Lo peor que me
sucedió fue que mi madre me sacara le la escuela. Claro que de pequeña no
quería asistir a a escuela. Me divertía más en la biblioteca pública, per o...
-Creo que
tienes razón sobre lo de los gene s adicionales -dijo Mona- y también sobre la
conven encia de que tengas unos estudios.
Muchos miembros
de la familia poseían los cromosomas adicionales capaces de producir monstruos,
pero no había nacido ninguno dentro del clan hasta que aquél trágico momento.
¿Y el fantasma
que había sido un monstruo durante mucho tiempo, aquél capaz de hacer
enloquecer a jóvenes mujeres y ensombrecer la casa de la calle primera con una
nube de espinas y tinieblas? Había algo poético en los cadáveres que yacían
aquí, a los pies e e la encina, bajo la hierba que en estos momentos pisaba
Mary Jane, con su faldita vaquera de algodón y uin apósito de color carne en la
rodilla, las manos apoyadas en sus estrechas caderas como una campesina, los
zapatos de charol blanco cubiertos de barro y los sucios calcetines caídos.
Puede que las
brujas de los pantanos fueran unas estúpidas, pensó Mona. Se plantan sobre la
tumba de un monstruo y ni siquiera se dan cuenta. Claro que tampoco lo sabían
las otras brujas de la familia; sólo la mujer que se negaba a hablar y Michael,
el atlético y seductor guaperas de sangre céltica que estaba de pie junto a
Rowan.
-Tú y yo somos
primas segundas -le dijo Mary Jane a Mona, tratando de congraciarse con ella-.
Qué curioso, ¿verdad? Tú aún no habías nacido cuando yo iba a casa de la anciana
Evelyn y me daba un helado casero que ella misma hacía.
-No recuerdo
que la anciana Evelyn hiciera helados caseros.
-Eran los
mejores que he robado jamás. Mi madre me llevaba a Nueva Orleans para que...
-Te confundes
de persona -interrump Mona.
Puede que esta
chica fuera, una impostora, pensó Mona. Quizá ni siquiera fuera, una Mayfair.
No, por desgracia era prima suya. Había algo en sus dos que le recordaban a la
anciana Evelyn.
-No me confundo
de persona -insistió Mary Jane-. Íbamos a casa de Evelyn para comer los
iquísímos helados que hacía. Enséñame las manos. Son normales.
-¿Y qué?
-Trata de ser
más amable, Mona -dijo Beatrice-. Tu prima se expresa de forma sencilla y desee
vuelta.
-Fíjate en mis
manos -dijo Mary Jane- . Cuando era pequeña tenía un sexto dedo en ambas manos.
Un dedo pequeñito. Precisamente por eso mi madre me llevó a ver a la anciana
Evelyn, ya que ella también tenía seis dedos.
-¿Crees que no
lo sé? -contestó Mona . Me crié con la anciana Evelyn.
-Ya lo sé. Lo
sé todo sobre ti. Tranquila, mujer. No pretendo ofenderte. Soy una Mayfair,
como tú, tenemos los mismos genes.
-¿Quién te ha
hablado de iní? -inquirió Mona.
-Mona -dijo
Michael suavemente.
-¿Cómo es que
no nos conocíamos? preguntó Mona-. Soy una Mayfair de Fontevrault. Prima segunda
tuya, tal como has dicho. ¿Entonces por qué hablas con acento de Mississippi
cuando se supone que has vivido muchos años en California?
-Es una larga
historia. También viví un tiempo en Mississippi, en la granja Parchman, una
experiencia que nó se la aconsejo a nadie -respondió Mary Jane sin inmutarse.
Era imposible conseguir que esa chica perdiera la paciencia-. ¿Hay té helado?
-Por supuesto,
querida. Enseguida te lo traigo. - respondió Beatrice.
Celia sacudió
la cabeza avergonzada. Incluso Mona se sentía incómoda, y Michael se apresuró a
disculparse.
-No te
molestes, yo misma iré a buscarlo -dijo Mary Jane.
Pero Bea ya
había desaparecido. Mary Jane siguió mascando el chicle y haciendo estallar un
globito tras otro.
-Es espantoso
-observó Mona.
-Como te he
dicho, todo tiene su explicación. Podría explicarte cosas terribles de la época
que pasé en Florida. Sí, he estado allí, y también en Alabama. Tuve que
trabajar para conseguir suficiente dinero para regresár aquí.
-No me digas
-soltó Mona.
-No seas sarcástica,
Mona.
- Ya nos
habíamos visto antes -dijo Mary Jane, continuando como si nada hubiera pasado-.
Recuerdo cuando tú y Gifford Mayfair fuisteis a Los Ángeles para trasladaros
desde allí a Hawai. Fue la primera vez que pisé un aeropuerto. Tú estabas dormida
junto a la mesa, tumbada sobre dos sillas, y Gifford Mayfair nos invitó a
comer. Fue una comida estupenda.
No hacía falta
que se molestase en describirla, pensó Mona. Recordaba vagamente aquel viaje, y
haberse despertado con el cuello entumecido en el aeropuerto de Los Ángeles,
conocido por el gracioso nombre de LAX. Gifford le había dicho a Alicia que
algún día debían llevar de vuelta a la casa a «Mary Jane».
Sin embargo,
Mona no recordaba haber visto a una niña en el aeropuerto. Así que ésta era Mary
Jane. Y ya estaba aquí. Debía de ser cosa de Gifford, que había obrado un
milagro desde el cielo.
Bea regresó con
el té helado.
-Aquí tienes,
con mucho limón y azúcar, tal como te gusta, ¿verdad, cariño?
-No recuerdo
haberte visto en la boda de Michael y Rowan -dijo Mona.
-Me quedé fuera
-contestó Mary Jane, quitándole de las manos a Bea la taza de té en cuanto ésta
se puso a su alcance y bebiéndose la mitad de un trago. Acto seguido se limpió
la barbilla con el dorso de la mano. Llevaba las uñas pintadas de color violeta
como la lisimaquia, pero la laca estaba desportillada.
-Te invité a
venir -dijo Bea-. Te llamé tres veces y dejé un recado para ti en la tienda.
-Lo sé, tía
Beatrice, sé que hiciste todo lo posible para que mamá y yo acudiéramos a la boda.
Pero no tenía zapatos ni vestido ni sombrero. ¿Ves estos zapatos? Los encontré
por casualidad. Hacía diez años que no me calzaba un par de zapatos decentes.
Siempre llevaba zapatillas deportivas. Además, lo vi todo desde el otro lado de
la calle. Y oí la música. Te felicito por la música que sonó en tu boda,
Michael Curry. ¿Estás seguro de no ser un Mayfair? Pareces un Mayfair; posees
al menos siete rasgos típicos de los Mayfair.
-Gracias,
bonita, pero te aseguro que no lo soy.
-Eres un
Mayfair de corazón -terció Celia.
-Desde luego
-respondió Michael sin apartar ni un instante los ojos de la joven, aunque le
dirigieran la palabra.
¿Qué es lo que
verán los hombres en ese tipo de chicas?, se preguntó Mona.
-Cuando yo era
pequeña -prosiguió Mary Jane- apenas teníamos nada, tan sólo una lámpara de
queroseno, una nevera de hielo y una mosquitera en el porche. Mi abuela
encendía cada noche la lámpara y...
eníais
electricidad? -preguntó Michaelo - ¿Cuándo tiempo hace de eso? Debe de hacer
pocos años.
-Se nota que no
conoces esa Zona, Michael -dijo Celia. Bea asintió.
-Eramos unos
«ocupas», Michael -contestó Mary.- Nos ocultamos en Fontevrault. La tía
Beatrice puede decírtelo. De vez en cuando se presentaba el sheriff y nos echaba de allí. Cogíamos nuestros bártulos
y a a Napoleonville. Luego regresábamos y el sheriff nos dejaba tranquilas
durante unos días, hasta que pasaba por allí el vigilante de un parque o
alguien así en una embarcación y venía a fisgonear. en el porche habíamos
instalado una colmena para conseguir miel. Podíamos pescar desde los escalones
traseros de la casa. Teníamos numerosos árboles frutales, antes de que la
glicina los devorara, como una gigantesca boa constrictor, y moras. Cogía todas
las que me apetecía allí mismo, junto a la bifurcación del camino. Teníamos de
todo. Además, ahora ya tengo corriente eléctrica. Hice la instación yo misma,
conectándola al tendido de la carretera, al igual que hice con la televisión
por cable.
-¿De veras lo
hiciste? -preguntó Mona.
- Eso es
ilegal, querida -dijo Bea.
-Por supuesto
que 1o hice. Mi vida es lo suficientemente interesante, como para no tener que
contar mentiras. Además, siempre he tenido más valor que imaginación -Mary Jane
bebió ruidosamente otro sorbo de té unas gotas-. Está riquísimo. Me gusta muy
dulce. Le habéis echado un edulcorante artificial, ¿verdad?
-Si -contestó
Bea, entre horrorizada y avergonzada. Le había dicho que contenía mucho limón y
"azúcar". Por otra parte, detestaba a la gente que comía y bebía sin
guardar las formas.
-Parece mentira
-dijo Mary Jane, pasándose de nuevo el dorso de la mano por la boca para
limpiársela luego en la falda de algodón-. Este producto es cincuenta veces más
dulce que cualquier otro tipo de edulcorante que se haya descubierto en la
tierra hasta el momento. Por eso he decidido invertir en un edulcorante
artificial.
-¿Cómo dices?
-preguntó Mona.
-Tengo un
asesor financiero que se ocupa de invertir mi dinero, aunque yo misma elijo las
acciones que deseo adquirir. Tiene el despacho en Baton Rouge. He invertido
veinticinco mil dólares en bolsa. Cuando me haga rica, repararé Fontevrault.
Quedará como nueva. Tenéis ante vosotros a un futuro miembro de la lista de
multimillonarios que publica Fortune.
Entonces Mona
pensó que quizá no estuviera tan chiflada.
-¿Cómo
conseguiste veinticinco mil dólares? -requirió Mona.
-No debes jugar
con la electricidad, podrías haber sufrido un accidente mortal -le recriminó
Celia.
-Gané cada
centavo trabajando durante el viaje de regreso a casa, lo cual me llevó un año,
pero no me preguntes cómo. Me metí en un par de negocios, pero ésa es otra
historia.
-Podrías haber
muerto electrocutada -insistió Celia-. ¡A quién se le ocurre manipular los
cables del tendido eléctrico!
-Cariño, no
estás ante un tribunal -intervino Bea. -Mira, Mary Jane -dijo Michael-, si
necesitas
que alguien te
ayude con la instalación eléctrica de tu
casa, no dudes
en decírmelo. Lo haré encantado. ¿Veinticinco mil dólares?
Mona miró a
Rowan. Ésta observaba las flores con el entrecejo levemente arrugado, como si
las flores le hablaran en una lengua silenciosa y misteriosa.
A continuación
Mary Jane les ofreció una detallada descripción de cómo había procedido,
encaramándose a los cipreses del pantano, averiguando qué cables debía
manipular y cuáles evitar. Les aseguró que se había puesto unos guantes gruesos
y unas botas de goma. Puede que esa chica fuera realmente un genio, pensó
entonces Mona.
-¿Qué otras
acciones posees? -le preguntó a Mary Jane.
-No supuse que
a una niña de tu edad le interesara el mercado bursátil -replicó Mary Jane,
dando muestras de una supina ignorancia.
-Pues claro que
me interesa -respondió Mona, imitando el tono de Beatrice-. Siempre me ha
fascinado el mundo de la bolsa. Opino que los negocios son un arte. Todo el
mundo sabe que soy muy aficionada a esas cosas. Pienso fundar un día mi propia
sociedad inversora inmobiliaria. Supongo que sabes a qué me refiero.
-Por supuesto
-contestó Mary Jane, soltando una divertida carcajada.
-Durante las
últimas semanas me he dedicado a planificar mi propia cartera de acciones -dijo
Mona.
De pronto se
detuvo, como si se hubiera dado cuenta de que había caído en una trampa. Mary
Jane ni siquiera la escuchaba. No le importaba que se burlaran de ella en
Mayfair y Mayfair -aunque no se burlarían por mucho tiempo-, pero le fastidiaba
que esa palurda le tomara el pelo.
Mary Jane miró
a Mona y dejó de utilizarla como vehículo para su propio lucimiento. De vez en
cuando, entre frase y frase miraba a Michael de hurtadillas.
-¿De veras?
¿Qué opinas del canal del consumidor en televisión? -le preguntó Mary Jane a
Mona-. Creo que va a tener un éxito imponente. He invertido diez mil dólares en
él. ¿A que no adivinas lo que ha pasado?
-Que la
cotización de las acciones casi se ha doblado en los últimos cuatro meses -respondió
Mona.
-Así es. ¿Cómo
lo sabes? Eres una niña muy extraña. Pensé que serías una de esas jovencitas
remilgadas de la alta burguesía, ya sabes, de esas que llevan lazos en el pelo
y asisten al Sagrado Corazón. Supuse que ni siquiera te dignarías a hablar
conmigo.
En aquel
momento Mona sintió una leve punzada de dolor, dolor y compasión por esa chica,
por cualquiera que se sintiera marginado, rechazado. Mona jamás había
experimentado ese tipo de sensación, y se vio obligada a reconocer que aquella
chica era muy interesante, pues había sido capaz de salir adelante con muchos
menos recursos de los que disponía ella misma.
-Por favor,
queridas, dejemos el tema de Wall Strect -señaló Beatrice-. ¿Cómo está tu
abuela, Mary Jane? No nos has dicho una palabra sobre ella. Son las cuatro y
debes marcharte pronto. No conviene que conduzcas de noche.
-La abuela está
muy bien, tía Beatrice -respondió Mary Jane sin dejar de mirar a Mona-. ¿Sabes
lo que le sucedió a la abuela cuando mamá vino a buscarme para llevarme a Los
Ángeles? Yo tenía entonces seis años. ¿Has oído la historia?
Todo el mundo
conocía esa historia. A Beatrice todavía le incomodaba recordarla. Celia miró a
la chica como si fuera un mosquito gigante. El único que no parecía estar al
corriente era Michael.
La historia era
la siguiente: la abuela de Mary Jane, Dolly Jean Mayfair, tuvo que irse a vivir
a la casa parroquial cuando su hija se marchó con la pequeña Mary Jane. Ahora
hacía un año que les fue comunicado que Dolly Jean había muerto y había sido enterrada
en la tumba familiar. Entonces se celebró un funeral por todo lo alto, porque
cuando alguien llamó a Nueva Orleans para notificar lo ocurrido, todos los
Mayfair se desplazaron a Napoleonville para entonar el mea culpa y lamentarse
de haber dejado que la pobre anciana, Dolly Jean, acabara sus días en la casa
parroquial. La mayoría de ellos ni siquiera habían oído hablar de ella.
La anciana
Evelyn conocía a Dolly Jean, pero nunca había abandonado la casa de la calle
Amelia para asistir a un funeral en el campo, y a nadie se le ocurrió
preguntarle lo que opinaba al respecto.
Cuando Mary
Jane llegó a la ciudad, ahora hacía un año, y oyó decir que su abuela estaba
muerta y enterrada, soltó una carcajada ante las mismas narices de Bea.
-¡Qué va a
estar muerta! -había dicho Mary Jane-. Se me apareció en un sueño y dijo: «Ven
a buscarme, Mary Jane. Quiero regresar a casa.» He decidido ir a Napoleonville
y quisiera que me dierais la dirección de esa casa parroquial.
Había repetido
toda la historia para poner a Michael;al corriente. Éste la escuchaba con una
expresión de asombro involuntariamente cómica.
-¿Por qué Dolly
Jean no te comunicó en el sueño dónde se hallaba la casa parroquial? -preguntó
Mona.
Beatrice le
dirigió una mirada de reproche.
-No sé, el caso
es que no lo hizo. Es un tema interesante. Yo tengo una teoría sobre las
apariciones y el motivo de que a veces se confundan.
-Vaya novedad
-soltó Mona.
-No te pases,
Mona -dijo Michael.
Ahora me trata
como si fuera su hija, pensó Mona indignada. Cierto que no le había quitado ojo
de encima a Mary Jane, pero se lo había dicho de forma afectuosa.
-¿Qué sucedió,
bonita? -inquirió Michael.
-Las personas
ancianas no siempre saben dónde se encuentran -prosiguió Mary Jane-, pero sí
saben de dónde proceden. Esto es justamente lo que pasó. Entré en la residencia
de ancianos y vi en la sala de recreo o como lo llamen, a mi abuela. Ella me
reconoció enseguida, aunque había trascurrido un montón de años, y me preguntó:
«¿Dónde te habías metido, Mary Jane? Llévame a casa, querida. Estoy cansada de
esperar que alguien venga a buscarme.»
La persona a la
que habían enterrado no era su abuela.
Dolly Jean
Mayfair estaba vivita y coleando, y todos los meses recibía un cheque de la
Seguridad Social, aunque no llegara a verlo, dirigido a nombre de otra persona.
Entonces se había efectuado una investigación para demostrarlo, tras la cual
Dolly Jean Mayfair y Mary Jane Mayfair regresaron a la ruinosa casa de la
plantación. Algunos miembros de la familia Mayfair les habían llevado comida y
otros artículos de primera necesidad, pero Mary Jane los acogió disparando unos
cartuchos contra unas botellas de refresco en el jardín y afirmando que eran
perfectamente capaces de cuidar de sí mismas. Había ganado unos dólares, según
dijo, y no quería que nadie se entrometiera en su vida.
-¿De modo que
dejaron que tu abuela viviera contigo en esa casa inundada y medio derruida?
-preguntó Michael de forma ingenua.
-Después de lo
que le hicieron en aquella residencia de ancianos, confundiéndola con otra
mujer que acababa de morir y grabando su nombre en una lápida, ¿qué derecho
tenían a decirme lo que debía hacer? ¿Sabes lo que hizo el primo Ryan? ¿El
primo Ryan de Mayfair y Mayfair? Se presentó en Napoleonville y formó un
escándalo monumental.
-No me extraña
-respondió Michael.
-Fue culpa
nuestra -dijo Amelia-. Debimos ocuparnos de ellas.
-¿Estás segura
de que no te criaste en Mississippi o Texas? -preguntó Mona-. Tu acento es una
curiosa amalgama de todos los acentos del sur.
-¿Qué es una
amalgama? En eso me llevas ventaja. Has recibido una buena educación. Yo, en
cambio, me he educado a mí misma. Hay un mundo de diferencia entre nosotras.
Existen algunas palabras que no me atrevo a pronunciar, y no sé descifrar los
símbolos del diccionario.
-¿Te gustaría
asistir a la escuela, Mary Jane? -preguntó Michael, cada vez más atraído por la
joven y sin poder dejar de darle un apresurado repaso cada cuatro segundos con
sus seductores e inocentes ojos azules.
Era demasiado
listo para detenerse en sus pechos y caderas, ni incluso en su redondeada
cabecita, la cual no es que fuese desproporcionada respecto al resto de su
cuerpo, sino que resultaba atractivamente menuda. En última instancia, la
impresión que producía Mary Jane era la de una joven ignorante, chiflada,
brillante, desaliñada y atractiva.
-Sí, me
gustaría mucho -contestó Mary Jane-. Cuando sea rica tendré un tutor particular
como tiene Mona desde que se ha convertido en una rica heredera, alguien
realmente preparado que sepa el nombre de todos los árboles, quién fue nombrado
presidente diez años despúés de la Guerra Civil, cuántos indios había en Bull
Run y que me explique la teoría de la relatividad de Einstein.
¿Cuántos años
tienes? -preguntó Michael.
-Diecinueve y
medio, si te interesa saberlo, guapo -contestó Mary Jane, hincando sus blancos
dientes en el labio inferior al tiempo que alzaba una ceja y le guiñaba un ojo.
-¿Es cierta esa
historia sobre su abuela? ¿De veras huste a recogerla y...?
-Claro que es
cierta -terció Celia-. Ocurrió tal ~no dice Mary Jane. Creo que deberíamos
entrar en la casa. Rowan parece disgustada.
-No sé -dijo
Michael-. Puede que nos esté escuchando. No tengo ganas de entrar. ¿Puedes
atender tú sola a tu anciana abuela?
Beatrice y
Celia se miraron preocupadas. Si Gifford hubiera estado viva, también se habría
sentido preocupada. «No está bien que la abuela viva en esa casa», había dicho
Celia en repetidas ocasiones.
Ambas habían
prometido a Gifford que se ocuparían del asunto. Mona lo recordaba
perfectamente. Uno de los días en que Gifford se sintió con la obligación de
preocuparse por los parientes que vivían desperdigados en distintos lugares,
Celia le aseguró: «Descuida, iremos a visitarla con frecuencia.»
-Así es,
Michael Curry, todo sucedió tal como lo he contado. Me llevé a mi abuela a casa
y al llegar vimos que la terraza del piso superior estaba tal como la habíamos
dejado. Aunque habían pasado trece años la radio, la mosquitera y la nevera
seguían en el mismo sitio.
-¿En los
pantanos? -preguntó Mona-. Un momento...
-Así es, cielo.
-Es cierto
-confesó Beatrice con timidez-. Por supuesto, les proporcionamos sábanas y
toallas nuevas y otras cosas. Queríamos instalarlas en un hotel o en una
casa...
-Era nuestro
deber -apostilló Celia-. Desgraciadamente, todo el mundo se enteró de esta
historia. Por poco aparece publicada en la prensa. A propósito, querida, ¿has
dejado a tu abuela sola en casa?
-No, está con
Benjy, un trampero que vive en una chabola hecha con trozos de hojalata, cartón
y ventanas que sacó de una casa abandonada. Le pago menos del sueldo mínimo
para que vigile a la abuela y conteste a los teléfonos, pero no es deducible.
-¿Y qué?
-desafió Mona-. Es un trabajador autónomo.
-Ya lo sé,
¿acaso crees que soy tonta? -replicó Mary Jane-. No os escandalicéis, pero Benjy
ha descubierto la forma de ganar dinero fácilmente en el barrio francés
vendiendo los atributos que Dios le ha dado.
-¡Dios mío!
-exclamó Celia.
Michael se echó
a reír y preguntó:.
-¿Cuántos años
tiene ese tal Beny?
-En septiembre
cumplirá doce -contestó Mary ane-. Es un chico muy majo. Su gran sueño es
vender droga en Nueva York; el mío, es que estudie medicina en Tulane.
-¿Qué significa
que le pagas para que conteste a los teléfonos? ¿Cuántos teléfonos hay en la
casa? ¿Qué es exactamente lo que haces allí?
-Bueno, hice
unos trabajillos para comprar unos teléfonos que me resultaban imprescindibles
para hablar con mi asesor financiero. Además tenemos una línea que utiliza la
abuela para llamar a mi madre, que está en un hospital en México.
-¿En un hospital
en México? -preguntó Bea, atónita-. Pero si hace dos semanas me dijiste que
había fallecido en California.
-Lo hice por
educación, para ahorraros el disgusto yl as molestias.
-Pero ¿y el
funeral? -preguntó Michael, acercándose a Mary Jane para echar un vistazo al
escote de su blusa de poliéster-. Me refiero a la anciana que enterraron.
¿Quién era?
-Eso es lo peor
-contestó Mary Jane-. Nadie lo sabe. No te preocupes por mi madre tía Bea, ella
cree que se encuentra en el plano astral. A lo mejor es cierto. De todos modos,
tiene los riñones hechos polvo.
-Eso no es
exactamente cierto, me refiero a la mujer que enterraron -dijo Celia-. Creen
que se trata...
-¿Es que no lo
saben seguro? -preguntó Michael.
Puede que unos
grandes pechos fueran una referencia para alcanzar el poder, había pensado Mona
mientras observaba cómo Mary Jane se inclinaba hacia delante y reía
histéricamente al tiempo que señalaba a Michael.
-Ese asunto de
la mujer que enterraron, confundiéndola con tu abuela, es lamentable -dijo
Beatrice-. Dame el teléfono del hospital donde está ingresada tu madre, Mary
Jane.
-Yo no veo que
tengas un sexto dedo -dijo Mona.
-No, ya no
-contestó Mary Jane-. Mi madre hizo que un médico en Los Ángeles me lo
amputara. Iba a decírtelo. También se lo amputaron a...
-Basta, niñas
-protestó Celia-. Estoy preocupada por Rowan.
-No sabía...
-dijo Marie Jane-. Me refiero...
-¿A quién te
refieres? -pregunto Mona.
-Me encanta tu
acento. Ojalá supiera expresarme con tanta elegancia como tú.
-Todo llegará
-respondió Mona-. Todavía te queda mucho por aprender.
-Señoras y
señores, la función ha terminado -declaró Bea-. Voy a llamar a tu madre, Mary
Jane.
-Te
arrepentirás de haberlo hecho, tía Bea. ¿Sabes qué clase de médico me amputó el
sexto dedo en los Ángeles? Un curandero haitiano que practicaba el vudú. Lo
hizo sobre la mesa de la cocina.
-Pero ¿por qué
no desentierran el cadáver de esa pobre anciana para aclarar de una vez por
todas su identidad? -Insistió Michael.
-Es que
sospechan que... -empezó a decir Celia.
-¿Qué?
-preguntó Michael. -Que tiene algo que ver con los cheques de la Seguridad
Social -intervino Beatrice-. De todos modis, no es asunto nuestro. Por favor,
Michael, olvídate de esa mujer.
¿Cómo es
posible que Rowan no se diera cuenta, de lo que sucedía a su alrededor? Michael
estaba encandilado con Mary Jane, se la comía con los ojos. Si eso no hacía
reaccionar a Rowan, no lo conseguiría ni un terremoto.
-Según parece,
llevaban bastante tiempo llamando a esa anciana Dolly Jean -dijo Mary Jane,
dirigiéndose a Michael-. Yo creo que en ese geriátrico estaban todos locos. Por
lo que he podido deducir, una noche acostaron a mi abuela en la cama de la otra
anciana, y ésta falleció en la cama de mi abuela; y de ahí todo el lío.
Enterraron a una extraña en la tumba de los Mayfair.
En aquel
momento Mary Jane miró a Rowan y exclamó:
-¡Nos está
escuchando! Estoy segura. Oye todo lo que decimos.
Si eso era
cierto, Mary Jane era la única que lo había advertido. Rowan mantenía los ojos
clavados en la tapia del jardín, indiferente a las miradas que se clavaron en
ella. Michael enrojeció, como si se sintiera turbado por el comentario de Mary
Jane. Celia escrutó el rostro de Rowan, dudando de que ésta fuera capaz de
entender lo que decían.
-A Rowan no le
sucede nada malo -afirmó Mary Jane-. Ya se le pasará. Hablará cuando desee
hacerlo. Yo también puedo permanecer callada durante días como si estuviera
muda.
Mona hubiera
deseado preguntar: «Por qué no lo haces ahora?», pero en el fondo prefería
creer que Mary Jane tenía razón. Quizá fuera una poderosa bruja. De todos
modos, aunque no lo fuera Mona estaba segura de que saldría adelante.
-No os
preocupéis por mi abuela -dijo Mary Jane, ya dispuesta a marcharse. Luego
sonrió y se palmeó el muslo desnudo-. A lo mejor ha sido una suerte que
sucediera eso.
-¿Qué quieres
decir? -preguntó Bea.
-Durante el
tiempo que estuvo en el geriátrico, según dijeron apenas despegaba los labios,
sólo hablaba consigo misma y se comportaba como si viera gente que en realidad
no estaba allí. Pero ella sabe quién es. Habla conmigo y le gusta ver en la
tele los seriales y programas como La rueda de la fortuna. Creo que le emocionó
regresar a Fontevrault y encontrar las cosas en el ático tal como ella las
dejó. Todavía es capaz de subir la escalera. De veras, no os preocupéis, no le
pasa nada. De camino a casa compraré queso y galletas, y veremos una película
en la tele o conectaré el canal de música country, que también le gusta. Se
sabe de memoria la letra de muchas canciones. No os preocupéis, está perfectamente.
-Sí, querida,
pero...
Por unos
momentos, a Mona incluso le cayó bien su prima; admiraba a una chica capaz de
cuidar de una anciana y componérselas a diario entre apósitos y cables de alta
tensión.
Mona la
acompañó hasta la puerta, la vio subirse a la furgoneta, de cuyo asiento
trasero asomaban unos muelles, y partir envuelta en una densa humareda azul.
-Debemos
ocuparnos de ella -dijo Bea-. Debemos sentarnos y hablar con calma del tema
Mary Jane.
Mona estuvo de
acuerdo. El «tema Mary Jane» definía perfectamente la situación.
Aunque esa
chica no había demostrado estar en posesión de unos poderes sobrenaturales,
ofrecía un aire interesante.
Mary Jane era
una joven muy decidida, y la idea de invertir dinero de los Mayfair en vestirla
y educarla resultaba irresistible. ¿Por qué no podía estudiar con este tutor
que iba a liberar a Mona para siempre del tedio de asistir a la escuela?
Beatrice se había empeñado en comprarle ropa antes de que abandonara la ciudad,
y sin duda le había estado enviando ropa de segunda mano pero en perfecto
estado.
Había otro
pequeño motivo secreto por el que a Mona le había caído bien Mary Jane, uno que
nadie imaginaría. Mary Jane se había presentado con un sombrero vaquero. Era
pequeño y de paja, y al cabo de pocos minutos se lo empujó hacia atrás para que
le colgara sobre la espalda. Pero antes de arrancar en aquella furgoneta
desvencijada, se lo había encasquetado de nuevo.
Un sombrero
vaquero. Mona siempre había soñado con lucir uno sobre todo cuando fuera rica y
poderosa y viajara por el mundo en su avión privado. Durante aiaos había
imaginado que se convertía en un magnate con sombrero vaquero que entraba en
fábricas, bancos ya Bueno, el caso es que Mary Jane Mayfair tenía un sombrero
vaquero. Con sus trenzas recogidas sobre la cabeza y su ceñida falda de
algodón, presentaba un aspecto de lo más interesante. A pesar de todo, tenía
aire de triunfadora. Incluso la desportillada laca de uñas color, violeta le
daba un toque encantador.
En cualquier
caso, no sería difícil constatarlo.
-Tiene unos
ojos preciosos -comentó Beatrice cuando entraron de nuevo en el jardín-. Es una
chíquilla adorable. ¿Te has fijado en ella? No sé cómo pude... Esa mujer, su madre, siempre ha estado un
poco loca, no debimos permitir que se fugara con la niña. La culpa de todo la
tiene la enemistad que ha reinado siempreentre los Mayfair de Fontevrault y
nosotros.
-No puedes
cuidar de todos, Bea -le dijo Mona parsstranquilizarla-, como tampoco pudo
hacerlo Gifford.
Pero procuraría
hacerlo, y si ella y Celia no lo conseguían, lo haría Mona. Ésta había sido una
de las revelaciones más asombrosas de aquella tarde, el hecho de que ella,
Mona, formaba parte de un equipo; no permitiría que esa chica no alcanzara sus
sueños, no mientras le quedara un soplo de vida en su joven cuerpo.
-Es una
muchacha encantadora, a su estilo -reconoció Celia.
-Sí, estaba muy graciosa con ese esparadrapo
en la rodilla -murmuró Michael en voz alta sin darse cuenta-. Qué muchacha.
Estoy de acuerdo con lo que dijo sobre Rowan.
-Yo también
-dijo Beatrice-. Pero...
-¿Pero qué?
-preguntó Michael, impaciente. -¿Y si Rowan se encierra para siempre en su
mutismo?
-¡Qué
ocurrencia! -exclamó Celia, dirigiendo a su hermana una mirada de reproche.
-¿Te parecía
sexy ese espadradapo, Michael? -preguntó Mona intencionadamente.
-Pues sí, toda
ella tenía un aire bastante sexy -respondió Michael-. Pero ¡a mí qué me
importa!
Parecía
sincero, y cansado. Quería regresar junto Rowan. Cuando aparecieron los otros
en el jardín estaba sentado junto a Rowan, leyendo un libro.
A partir de
aquella tarde, Mona habría jurado que Rowan tenía un aspecto distinto, los ojos
más abiertos. una mirada más perspicaz, como si se estuviera formu ]ando una
pregunta a sí misma. A lo mejor las palabra, de Mary Jane la habían beneficiado.
Quizá le deberían pedir a Mary Jane que regresara, o puede que regresar: sin
que nadie se lo pidiera. Mona tenía ganas de volvc a verla. Podía decirle al
nuevo chófer que preparara la imponente limusina, que llenara los compartimento
de cuero con hielo y bebidas y la llevara a la casa inunndada. Puesto que el
coche era suyo, no había ningún problema. Lo cierto es que Mona aún no se había
acos tumbrado a esas cosas.
Durante dos o
tres días Rowan pareció haberse recuperado un poco. Mostraba siempre el
entrecejo leve mente arrugado, lo cual, después de todo constituía una
expresión facial.
Pero ahora, en
esta apacible, solitaria y calurosa tarde veraniega...
Mona tuvo la
sensación de que Rowan había empeorado. Ni siquiera el calor parecía afectarla.
Permanecía inmóvil en aquella húmeda atmósfera, con la frente perlada de sudor,
sin la presencia de Celia para enjugárselo y sin que ella hiciera el menor
ademán para secarse la frente.
-Por favor,
Rowan, di algo -le rogó Mona en un tono franco, casi infantil-. No quiero ser
la heredera del legado si tú no lo apruebas. -Luego se apoyó en un codo,
dejando que su melena pelirroja formara un velo entre ella y la verja del
jardín. Así quedaban al resguardo de miradas indiscretas-. Vamos, Rowan. Ya
oíste lo que dijo Mary Jane Mayfair. Sé que puedes oírme. Venga, haz un
esfuerzo. Mary Jane dijo que nos estabas escuchando.
Mona alzó la
mano para ajustarse el lazo del pelo. Pero no llevaba ningún lazo. No había
vuelto a ponerse un lazo desde que murió su madre. Ahora llevaba el pelo sujeto
con un pasador decorado con perlitas, que la estaba molestando. Al quitárselo,
el cabello le cayó sobre los hombros.
-Mira, Rowan,
si quieres que me vaya no tienes más que hacer un gesto, el que sea, y
desapareceré sin más.
Rowan permaneció
con la mirada fija en el muro del jardín, contemplando la lantana, el seto
recubierto de florecillas marrones y anaranjadas. O puede que contemplara los
ladrillos del muro.
Mona lanzó un
suspiro, en un pequeño y petulante gesto de impaciencia. Lo había intentado
todo, excepto pegarle cuatro gritos. Quizá fuera eso lo que le convenía a
Rowan.
Pero no podía
hacerlo.
Al cabo de unos
minutos se levantó, se acercó a la tapia, arrancó dos ramitas de lantana y se
las ofreció, como si Rowan fuera una diosa que estuviera sentada bajo una
encina atendiendo las súplicas de la gente.
-Te quiero,
Rowan -dijo Mona-. Te necesito.
Durante unos
instantes los ojos se le empañaron de lágrimas. El verde intenso del jardín
parecía cubierto por un velo. Mona sintió el latido de sus sienes y un nudo en
la garganta. Luego experimentó una sensación de angustia, más desagradable que
un ataque de llanto, como si de golpe recordara todas las cosas terribles que
habían sucedido.
Esa mujer
estaba herida, quizá de forma irreparable. Y ella, Mona, la heredera del
legado, debía tener un hijo para que la cuantiosa fortuna de los Mayfair pasara
un día a manos de éste. ¿Qué futuro aguardaba a Rowan? Seguramente no podría
volver a ejercer la medicina, pero a ella no parecía importarle nada ni nadie.
De repente Mona
se sintió sola, huérfana de cariño, como una intrusa. Tenía que marcharse de
allí cuanto antes. Era una vergüenza que hubiera permanecido tanto tiempo en
aquella casa, sentada a esa mesa, pidiendo perdón por haber tenido una aventura
con Michael, por ser joven, rica, atractiva y capaz de parir hijos, por haber
sobrevivido cuando su madre, Alicia, y su tía Gifford, dos mujeres a las que a
la vez quería, odiaba y necesitaba, habían muerto.
Era una
egoísta.
-No pretendía
robarte a Michael -dijo en voz alta, dirigiéndose a Rowan-. Pero ¡basta, no
hablemos más de ese tema!
Nada, ni la
menor reacción. Sin embargo, los ojos grises de Rowan no mostraban una
expresión ausente, no estaba soñando. Tenía las manos apoyadas en el regazo,
una encima de la otra, en un pulcro gesto. La alianza de oro era tan fina que
hacía que sus manos parecieran las de una monja.
Mona deseaba
acariciarle una mano, pero no se atrevió. Podía pasarse media hora hablándole,
pero no podía tocarla, no debía forzar un contacto físico con
Rowan. Ni
siquiera se atrevía a depositar las ramitas de lantana en sus manos. Hubiera
sido un gesto demasiado íntimo, como si se aprovechara de su silencio.
-No temas, no
te tocaré. No te cogeré la mano para acariciarla o intentar averiguar a través
de su tacto tu estado de ánimo. No te tocaré ni te besaré, porque si yo
estuviera en tus condiciones no me gustaría que una cría pecosa y pelirroja lo
hiciera.
Pelirroja, con
pecas, ¿qué importancia tiene eso si no es para reconocer que aunque me haya
acostado con tu marido tú eres la mujer misteriosa, poderosa, la mujer que él
ama y siempre ha amado? Yo no significo nada para él. Tan sólo soy una
jovencita que consiguió embaucarlo y acostarse con él. Y que aquella noche no
tomó ninguna precaución. Pero no te preocupes, no es la primera vez que se me
retrasa la regla. El me miraba tal como lo hizo esta tarde con esa chica, Mary
Jane. Era algo puramente sexual, eso es todo. Estoy segura de que dentro de
unos días me vendrá la regla, como de costumbre, y mi médico me largará otro
sermón.
Mona cogió las
ramitas de lantana que yacían sobre la mesa, junto a la taza de porcelana, y se
alejó.
Por primera
vez, al observar cómo las nubes se deslizaban sobre las chimeneas del edificio
principal, se dio cuenta de que hacía un día espléndido.
Michael estaba
en la cocina, preparando unos zumos, o mejor dicho el «brebaje», como solían
llamarlo, una combinación de zumo de papaya, coco, pomelo y naranja. Lo había
ensuciado todo de líquido y de unos indefinibles trozos de pulpa.
Mona pensó,
aunque trató de no analizarlo, que Michael tenía un aspecto más saludable y
atractivo cada día. Había estado haciendo gimnasia arriba, por consejo médico.
Había engordado unos siete kilos desde que Rowan se despertó del coma y se
levantó de la cama.
-A ella le
gusta mucho -dijo Michael, como si hubieran estado hablando de su «brebaje»-.
Lo sé. Bea comentó un día que era demasiado ácido, aunque no da la impresión de
que Rowan lo considerase así, quién sabe -añadió, encogiéndose de hombros.
-Creo que ha dejado de hablar por culpa mía -dio Mona.
Mona miró a
Michael y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. No quería romper a
llorar delante de él. No quería dar un espectáculo. Pero se sentía muy triste.
¿Qué demonios pretendía de Rowan? Apenas la conocía. Era como si necesitara
sentirse querida y protegida por la heredera del legado que había perdido la
capacidad de perpetuar el linaje.
-No, tesoro
-contestó él, sonriendo con suavidad para tranquilizarla.
-Le conté lo
nuestro, Michael -dijo Mona-. No quería hacerlo. Fue la primera mañana que
hablé con ella. Temí decírtelo. Creí que guardaba silencio porque estaba
cansada. No supuse... No quise... Después de contárselo, no volvió a pronunciar
palabra, ¿no es cierto, Michael? Se encerró en su mutismo el mismo día de mi
llegada.
-Cariño, no te
tortures -respondió Michael, pasando un trapo por la mesa. Hablaba con tono
pausado, tranquilizador, pero estaba demasiado cansado para discutir, y Mona se
sintió avergonzada-. Rowan dejó de hablar el día antes de que tú llegaras. Ya
te lo dije. Debes prestar más atención. -Michael sonrió como burlándose de sí
mismo y continuó-: En aquel momento no me di cuenta de que había dejado de
hablar. Bueno, ahora viene el gran dilema -dijo, removiendo el zumo-. Echar o
no echar un huevo.
-¿Un huevo? No
puedes echarle un huevo a un zumo de frutas.
-¿Por qué no?
Se nota que no has vivido en el norte de California, cariño. Es una receta
riquísima y muy
saña. Lo malo
es que los huevos crudos pueden producir salmonella. La familia no se pone de
acuerdo sobre el asunto del huevo crudo. El domingo, cuando vino a vernos Mary
Jane, debí pedirle su opinión.
-¡Mary Jane!
-exclamó Mona, haciendo un gesto despectivo con la cabeza-. ¡Al cuerno con la
familia!
-No estoy de
acuerdo contigo -respondió Michael-. Beatrice piensa que los huevos crudos son
peligrosos, y tiene razón. Por otro lado, cuando jugaba al fútbol en la escuela
secundaria cada mañana me tomaba un batido con un huevo crudo. Pero Celia dice
que...
-Bendito sea el
Señor -dijo Mona, imitando a la perfección a Celia-. ¿Qué sabe la tía Celia
sobre huevos crudos?
Estaba tan
harta de que la familia se pasara el día hablando sobre lo que le gustaba y le
disgustaba a Rowan, sobre los glóbulos rojos de Rowan, o el color de Rowan, que
si volvía a verse mezclada en una absurda e inútil discusión de ese tipo se
echaría a gritar.
O quizás
estuviera harta del revuelo que se había organizado desde que le comunicaron
que ella era la heredera. La gente no paraba de darle consejos, de preocuparse
de su salud, como si ella fuera la inválida. Había escrito unos divertidos
titulares en su ordenador:
A UNA JOVEN LE
CAE ENCIMA UN MONTÓN DE DINERO, PROVOCÁNDOLE UNA CONMOCIÓN CEREBRAL O, UNA
HUÉRFANA HEREDA BILLONES, ANTE LA INQUIETUD DE SUS ABOGADOS.
La palabra
«inquietud» resultaba algo desfasada, pero le gustaba.
De pronto se
sintió tan deprimida mientras estaba ahí en la cocina, charlando con Michael,
que se echó a llorar como una criatura.
-Mira, tesoro,
Rowan dejó de hablar el día antes de que tú llegaras, te lo aseguro -insistió
Michael-. Recuerdo la última frase que pronunció. Estábamos sentados ante esa
mesa. Rowan se tomó varias tazas de café. Dijo que se moría de ganas de beber
café al estilo de Nueva Orleans, y yo se lo preparé. Habían pasado unas
veinticuatro horas desde que despertó del coma y aún no había dormido nada.
Estábamos charlando. Parecía cansada. De pronto dijo: «Me apetece salir al
jardín. No, quédate Michael, quiero estar sola un rato.»
-¿Estás seguro
que eso fue lo último que dijo?
-Segurísimo. Yo
quería llamar a todos para informarles de que Rowan estaba perfectamente. Puede
que eso la asustara. En todo caso, yo soy el culpable. A partir de aquel
momento no volvió a decir palabra.
Michael cogió
un huevo, lo cascó en el borde de la batidora, retiró la cáscara y depositó la
clara y la yema en el vaso.
-No creo que
tus palabras le hicieran daño, Mona. De veras, lo dudo mucho. Naturalmente,
preferiría que no le hubieras contado que seduje a su prima menor de edad en el
sofá del salón. Las mujeres tenéis la manía de contar siempre esas cosas -dijo
Michael, dirigiéndole una mirada de reproche. El sol brillaba en sus ojos-. No
os gusta que nosotros lo hagamos, pero vosotras siempre os vais de la lengua.
En cualquier caso, no creo que oyera lo que le dijiste. Parece como si... todo
le importara un comino.
Michael se
detuvo, emocionado. El líquido que contenía el vaso tenía un aspecto más bien
repugnante.
-Lo siento,
Michael.
-No te
preocupes, tesoro.
-No tengo ningún
derecho a quejarme; yo estoy bien, la que está mal es ella. ¿Quieres que le
lleve eso? Es una porquería, Michael. Me da náuseas.
Mona observó la
espuma y el extraño color de la bebida.
-Tengo que
batirlo -contestó Michael, colocando la tapa de goma en el vaso. Al oprimir el
botón, sonó el desagradable ruido de las hojas al girar mientras el líquido
saltaba dentro de la batidora.
Quizás hubiese
sido mejor no saber que contenía un huevo crudo.
-Esta vez he
añadido zumo de brécol -dijo Michael.
-Dios mío, no
me extraña que se niegue a bebérselo. ¡Zumo de brécol! ¿Acaso quieres matarla?
-Se lo beberá
de un trago, ya lo verás. Le encanta. Le gustan todos los zumos que le preparo.
No recuerdo exactamente lo que contiene éste. Ahora, escúchame. Aunque Rowan no
oyera tu confesión, no estoy seguro de que la hubiera sorprendido. Mientras
permaneció en coma oía todo lo que se decía. Ella misma me lo dijo. Oyó las
cosas que decían las enfermeras cuando yo no estaba presente. Por supuesto,
nadie sabía lo de nuestra pequeña transgresión.
-¡Por el amor
de Dios, Michael, no bromees! Esto es muy serio. Si en este estado existe el
delito por violación de menores, te recomiendo que te pongas inmediatamente en
contacto con su abogado. Le edad de consentimiento mutuo entre primos
probablemente sea los diez años, y quizás exista una ley especial que la rebaje
a ocho en el caso de unos Mayfair.
-No te hagas
ilusiones, cariño -respondió Michael, sacudiendo la cabeza-. Pero volviendo al
tema anterior, supongo que Rowan oyó las cosas que tú y yo dijimos cuando nos
hallábamos junto a su cama. Estamos hablando de brujas, Mona, no lo olvides.
Michael se
quedó serio y pensativo. Mona lo observó. Estaba más guapo, atractivo e
interesante que nunca.
-No se trata de
lo que dijera nadie -prosiguió. Michael al cabo de unos momentos. Se le veía
triste, profundamente abatido, como suele sucederles a los hombres de su edad
cuando se deprimen. Mona se asustó un poco-. Es por todo lo que padeció Rowan.
Quizá lo último fue lo que...
Mona asintió.
Trató de visualizar de nuevo la escena, tal como él se la había contado. La
pistola, el disparo, el cuerpo que se desploma. El terrible secreto de la
leche.
-No se lo
habrás dicho a nadie, ¿verdad? -preguntó Michael, preocupado.
«Si se enterara
de que se lo había dicho a alguien sería capaz de matarme en este mismo
momento», pensó Mona.
-No, jamás se
lo diré a nadie -contestó-. Sé guardar un secreto, pero...
-No me dejó
tocar el cadáver -prosiguió Michael-. Insistió en transportarlo ella misma,
aunque apenas podía dar un paso. Jamás olvidaré aquella escena. Lo demás, no
sé, puedo asumirlo, pero ver a una madre arrastrar el cadáver de su hija...
-¿Fue eso lo
que te afectó? ¿Que se tratara de su hija?
Michael no
respondió, y se mantuvo con la mirada perdida en el infinito mientras el dolor
y la preocupación desaparecían poco a poco de su rostro. Al cabo de unos
minutos se mordió el labio y casi sonrió.
-No se lo
cuentes jamás a nadie -murmuró-. Jamás. Nadie debe saberlo. Es posible que
algún día Rowan desee hablar de ello. Quizá fuera eso lo que la llevó a
encerrarse en su mutismo.
-Descuida,
jamás se lo revelaré a nadie -contestó Mona-. No soy una niña, Michael.
-Lo sé, tesoro,
lo sé -dijo él, mirándola con afecto. Durante unos breves instantes pareció más
animado.
Luego volvió a
sumirse en sus pensamientos, olvidándose de ella, olvidándose de ellos dos y
del enorme vaso de zumo que había preparado. Parecía haber
abandonado toda
esperanza, como si estuviera tan desesperado que nadie, ni siquiera Rowan,
fuera capaz de ayudarlo.
-Por el amor de
Dios, Michael, no debes hundirte. Rowan se pondrá bien, estoy segura.
Michael guardó
silencio durante unos instantes. Luego murmuró con voz entrecortada:
-Se sienta en
ese lugar, no sobre la tumba, sino junto a ella.
Mona temió que
Michael rompiese a llorar. Deseaba acercarse a él y abrazarlo; pero lo habría
hecho para consolarse a sí misma, no para ayudarle a él.
De pronto Mona
se dio cuenta de que Michael estaba sonriendo, sin duda para tranquilizarla.
-Tendrás una
vida plena y fructífera -dijo Michael con afabilidad-, pues los demonios han
sido aniquilados, y alcanzarás el edén. -Luego se encogió de hombros con aire
de resignación y añadió-: En cuanto a ella y a mí, nos llevaremos a la tumba
los remordimientos por lo que hicimos o dejamos de hacer, o debimos hacer, o no
hicimos el uno por el otro.
Michael
suspiró, cruzó los brazos y se apoyó en la mesa, contemplando el sol, el
jardín, las hojas verdes que se agitaban suavemente y la primavera.
Su discurso
parecía haber finalizado.
Ahora volvía a
ser el Michael de siempre, filosófico pero no vencido por la derrota.
Al cabo de unos
momentos se incorporó, cogió el vaso y lo limpió con una vieja servilleta
blanca.
-Eso es lo más
agradable de ser rico -dijo.
-¿El qué?
-preguntó Mona.
-Disponer de
una servilleta de hilo cuando te apetece -respondió-. Y de pañuelos de hilo.
Celia y Bea siempre los usan. Mi padre se negaba a utilizar pañuelos de papel.
Hummm. Hacía tiempo que no pensaba en eso.
Luego se volvió
hacía ella y le guiñó el ojo. Mona sonrió. Qué tontería. Pero ¿qué otra persona
era capaz de guiñarle el ojo de esa manera? Nadie.
-¿Sabes algo de
Yuri? -le preguntó Michael.
-No -contestó
Mona. Le dolía oír pronunciar el nombre de Yuri.
-¿Le has dicho
a Aaron que hace tiempo que no tienes noticias de él?
-Cientos de
veces; esta mañana, tres. Tampoco él sabe nada. Está muy preocupado. Pero está
decidido a no regresar a Europa, pase lo que pase. Vivirá aquí, con nosotros,
hasta el fin de sus días. Siempre me recuerda que Yuri es increíblemente listo,
como todos los investigadores de Talamasca.
-¿Crees que le
ha sucedido algo malo?
-No sé qué
pensar -contestó Mona con tristeza-. Quizá se haya olvidado de mí.
No deseaba ni
pensar en esa posibilidad. Era demasiado espantosa. Pero uno tenía que afrontar
las cosas. Yuri era un hombre de mundo.
Michael observó
el zumo. Quizá Mona tuviese razón, pero en vez de arrojarlo por el fregadero
cogió una cuchara y empezó a removerlo.
-Es posible que
ese brebaje haga que Rowan recupere el habla -dilo Mona-. Cuando se haya bebido
la mitad, dile lo que le has echado.
Michael soltó
una carcajada profunda y seductora. Luego cogió la jarra del zumo y llenó un
vaso grande.
-Acompáñame.
Vamos a verla.
Mona dudó unos
instantes.
-Prefiero que
no nos vea juntos -dijo.
-Usa tus artes
mágicas, tesoro. Ella sabe que seré su esclavo hasta el día que me muera.
La expresión de
Michael se trastocó de nuevo. Miró a Mona con calma, casi fríamente, y ella
volvió a comprender que estaba desesperado.
-Sí,
desesperado -dijo Michael, esbozando una sonrisa que casi parecía una mueca. Y
sin decir más, cogió el vaso y se dirigió hacia la puerta-. Vamos a hablar con
ella, a ver si somos capaces de adivinar lo que piensa. Puede que entre los dos
logremos descifrar su estado de ánimo. Quizá deberíamos volver a hacer el amor,
tú y yo, sobre la hierba. Puede que eso la hiciera reaccionar.
Mona se quedó
paralizada. ¿Es posible que hablara en serio? No, ésa no era la cuestión: lo
desconcertante es que fuera capaz de decir semejante cosa.
Mona no
contestó, pero supo lo que él sentía. Al menos, eso pensaba. Sin embargo,
también sabía que no podía tener una certeza absoluta. Las experiencias
dolorosas afectan a los hombres de la edad de Michael de forma distinta a como
pueden afectar a una joven como ella. Mona lo sabía, con independencia de que
mucha gente se lo hubiese explicado más o menos. Era una cuestión no tanto de
humildad como de lógica.
Mona siguió a
Michael a través del jardín hasta llegar a la parte trasera. Él llevaba unos
vaqueros muy ceñidos y tenía una forma de caminar muy sexy. «¿Te parece bonito
pensar en esas cosas?», se dijo Mona. El polo también se adhería a su cuerpo,
resaltando la musculatura de sus hombros y espalda.
«No puedo dejar
de pensar en ello; ojalá no se le hubiera ocurrido eso de hacer el amor sobre
la hierba», pensó Mona. Estaba muy excitada. Los hombres siempre se quejaban de
sentirse muy alterados ante la presencia de una mujer sexy. Pues bien, a ella
le excitaban tanto las palabras como las imágenes: sus ceñidos vaqueros y las
eróticas imágenes que invadieron su mente después del absurdo comentario que él
había hecho.
Rowan se
hallaba sentada junto a la mesa, en la misma posición en que Mona la había
dejado. Las ramitas de lantana seguían, allí encima, algo desordenadas, como si
Rowan las hubiera movido con un dedo.
Rowan tenía el
ceño ligeramente fruncido, como si meditara sobre algo muy serio. Mona pensó
que era una buena señal, pero decidió no decir nada para no infundirle falsas
esperanzas a Michael. Rowan parecía no haberse percatado de la presencia de
ambos. Permanecía con la mirada fija, contemplando las flores que crecían junto
a la tapia.
Michael se
inclinó y la besó en la mejilla. Luego depositó el vaso sobre la mesa. Rowan no
se inmutó. La brisa agitaba un mechón que le caía sobre la frente. Michael
cogió su mano derecha y la ayudó a sujetar el vaso.
-Bébetelo,
tesoro -dijo Michael, en el mismo tono que había empleado con Mona, a la vez
brusco y cariñoso.
Tesoro, tesoro,
"tesoro" significaba Mona, Rowan o Mary Jane, o tal vez cualquier
otra hembra. ¿Hubiera llamado también «tesoro» al cadáver que estaba enterrado
en el agujero junto al de su padre? ¡Cómo hubiera deseado verlos Mona, por lo
menos a uno de ellos! Todas las mujeres dé la familia Mayfair que se habían
topado con él mientras huía lo pagaron con sus vidas. Excepto Rowan...
De pronto,
Rowan le levantó el vaso y se lo llevó a los labios. Mona la observó, temerosa,
mientras Rowan bebía el zumo sin apartar los ojos de las flores de la tapia;
únicamente se apreciaba en ella un parpadeo natural y pausado, pero nada más.
Todavía tenía el entrecejo levemente fruncido, como si estuviera enfrascada en
sus pensamientos.
Michael también
la observó, con las manos en los bolsillos, y de repente hizo algo muy extraño.
Se refirió a ella en voz alta, como si Rowan no pudiera oírle. Fue la primera
vez que hacía semejante cosa.
-Cuando el
médico habló con ella -le explicó Michael a Mona-, cuando le dijo que debía
someterse a pruebas, ella se levantó y se largó. Reaccionó co:mo si un extraño
se hubiera sentado junto a ella en un banco del parque y le hubiera dicho
alguna impertinencia. Estaba aislada, sola por completo.
Michael cogió
el vaso, que presentaba un aspecto aún más repugnante que antes. A decir
verdad, seguramente Rowan hubiera bebido cualquier cosa que él le hubiera dado.
El rostro de
Rowan permaneció impasible.
-Podría
llevarla al hospital para que le hicieran las pruebas. Estoy seguro de que no
se resistiría. Siempre hace lo que le pido.
-¿Y por qué no
la llevas?
-Porque cuando
se levanta por las mañanas se pone un camisón y una bata. A veces le preparo
ropa de calle, pero no quiere ponérsela. Sólo quiere el camisón y la bata.
Supongo que prefiere quedarse en casa -respondió Michael con brusquedad.
Tenía las
mejillas coloradas y los labios apretados, como si estuviera de malhumor.
-De todos
modos, los análisis no la ayudarán a recuperarse -prosiguió-. Lo que le
conviene es tomar muchas vitaminas. Los análisis sólo servirían para confirmar
ciertas cosas. Tal vez no merezca la pena hacérselos.
Michael miró a
Rowan. Hablaba con voz tensa, como si su enojo fuera en aumento.
De pronto
depositó el vaso sobre la mesa, apoyó las manos a ambos lados de la misma y se
inclinó hacia delante, con su mirada fija en Rowan. Esta no se movió.
-Te lo suplico,
Rowan -murmuró Michael-. Regresa a mí.
-No la
atosigues, Michael -protestó Mona.
-¿Por qué no?
Rowan, te necesito. ¡Te necesito! -gritó Michael, golpeando la mesa con los
puños.
Rowan parpadeó,
pero fue el único movimiento que hizo.
-¡Rowan! -gritó
de nuevo Michael, extendiendo los brazos como si quisiera agarrarla por los
hombros y zarandearla para obligarla a reaccionar, pero no lo hizo.
Al cabo de unos
instantes cogió el vaso, dio media vuelta y se marchó.
Mona se quedó
inmóvil, atónita. Pero así era Michael. Mona sabía que había obrado de buena
fe, aunque había sido una escena dura y desagradable.
Mona permaneció
todavía un rato allí. Se sentó en la silla al otro lado de la mesa, frente a
Rowan, el mismo lugar que había ocupado todos los días.
Lentamente, se
fue serenando. No sabía con seguridad por qué se había quedado allí, pero le
parecía un gesto de lealtad. Quizá no deseaba dar la impresión de ser la aliada
de Michael. El remordimiento la invadía.
Rowan estaba muy
guapa, si se prescindía del hecho de que no hablaba. Llevaba el cabello largo,
casi hasta los hombros. Se la veía hermosa y ausente. Lejana.
-Sabes -dijo
Mona-, probablemente seguiré viniendo aquí hasta que me indiques que no quieres
verme más. Sé que eso no me absuelve, ni tampoco justifica mi insistencia. Pero
puesto que sigues encerrada en tu mutismo, obligas a la gente a actuar, a tomar
decisiones. Lo que quiero decir es que no podemos simplemente dejarte sola. Es
imposible. Sería injusto.
Mona respiró
hondo, sintiéndose más relajada.
-Soy demasiado
joven para saber ciertas cosas -prosiguió-. No voy a decir que comprenda lo que
te ha sucedido; sería una estupidez por mi parte.
Mona miró a
Rowan; sus ojos parecían verdes, como si reflejaran el color del brillante
césped primaveral.
-Pero... me
preocupa lo que nos está sucediendo a todos, o a casi todos. Sé muchas más
cosas que nadie, excepto Michael y Aaron. ¿Te acuerdas de Aaron?
Qué pregunta
tan tonta. Claro que Rowan recordaría a Aaron, suponiendo que no hubiera
perdido la memoria.
-Bueno, lo que
quiero decir es que existe un hombre llamado Yuri. Ya te hablé de él. Creo que
no lo has visto nunca; de hecho, estoy segura de ello. Se ha marchado y no sé
nada de él. Estoy preocupada, y Aaron también. Es como si todo se hubiera
paralizado... tú aquí; en el jardín, sin decir palabra, aunque las cosas nunca
detienen su curso.
Mona se detuvo.
Este sistema era peor que el otro. Resultaba imposible saber sí esta mujer
sufría. Mona suspiró, apoyó los codos en la mesa y observó a Rowan. Habría
jurado que Rowan la había mirado con disimulo y había apartado rápidamente la
vista.
-Te pondrás
bien, Rowan -murmuró Mona.
Luego contempló
la verja de hierro, la piscina y el césped que cubría la parte delantera del
jardín. La lisímaquia había florecido. Cuando Yuri se fue, las ramas estaban
peladas.
Recordaba el
día en que Yuri y ella estuvieron charlando en voz baja en el jardín.
«Pase lo que
pase en Europa -le había dicho Yuri-, regresaré junto a ti.»
Mona no se
había equivocado, Rowan la estaba mirando. La miraba directamente a los ojos.
Mona estaba tan
asombrada que no pudo hablar ni moverse. Temía hacer un gesto y que Rowan
apartara la vista. Deseaba creer que esto era una buena señal, que significaba
que Rowan la perdonaba. Por lo me
nos, había
conseguido captar su atención.
Mientras Mona
la observaba, la preocupación de Rowan fue desapareciendo poco a poco y su
expresión se tiñó de una elocuente e inconfundible tristeza. -¿Qué te pasa,
Rowan? -preguntó Mona. Rowan emitió un pequeño sonido, como si carraspeara.
-No es Yuri
-murmuró Rowan. Luego frunció de nuevo el ceño y sus ojos reflejaron temor,
pero no retiró la mirada.
-¿Qué ocurre?
-preguntó Mona-. ¿Qué es lo que has dicho sobre Yuri?
Mona tuvo la
impresión de que Rowan seguía hablando, sin darse cuenta de que no emitía
ningún sonido. -Háblame, Rowan -murmuró Mona-. Rowan... Mona se detuvo, como si
no tuviera valor para continuar.
Rowan seguía
mirándola. Al cabo de unos instantes levantó la mano derecha y se alisó su rubio
cabello. Un ademán natural, normal, pero su mirada no lo era. Parecía
esforzarse en transmitir a través de sus ojos lo que pensaba.
De pronto Mona
oyó un sonido que la distrajo. Era la voz de Michael y la de otro hombre. Luego
oyó el alarmante sonido de una mujer que no se sabía bien si lloraba o reía.
Mona se giró y
vio a la tía Beatrice dirigirse precipitadamente hacia ellas por el camino
empedrado que bordeaba la piscina, cubriéndose la boca con una mano y agitando
la otra como si temiera caer de bruces y buscara un apoyo. Era ella a quien
había oído llorar hacía unos instantes. Se le había deshecho el moño y el pelo
le caía en greñas sobre la cara. Su vestido de seda estaba manchado de agua.
Michael y un
hombre vestido con un traje oscuro seguían a Beatrice, caminando de forma
apresurada y hablando entre ellos.
Beatrice
sollozaba desconsoladamente. Sus tacones se clavaban en el césped, impidiéndole
avanzar.
-¿Qué pasa, tía
Bea? -preguntó Mona, levantándose.
Rowan se
levantó también y observó a Beatrice avanzar torpemente por el césped; de
pronto se torció un tobillo y estuvo a punto de caer. Al llegar junto a ellas,
se dirigió directamente a Rowan.
-Es horrible
-balbuceó Bea, jadeante-. Lo han matado. Lo ha atropellado un coche. Lo he
visto con rnis propios ojos.
-¿A quién han
matado, Bea? -preguntó Mona-. No te estarás refiriendo a Aaron...
-Sí -respondió
Bea, asintiendo frenéticamente. Tenía la voz ronca y apenas era audible. Mona y
Rowan se acercaron a ella mientras Bea seguía moviendo la cabeza como un
autómata-. Lo han matado. Yo lo vi. El coche dobló la esquina de la avenida de
St. Charles. Le dije a Aaron que iría a buscarlo, pero contestó que prefería
venir dando un paseo. El coche lo embistió y pasó tres veces sobre su cuerpo.
Cuando Michael
se acercó a ella y la abrazó, Bea se desplomó como si hubiera perdido el
conocimiento. Michael la sostuvo para impedir que cayera al suelo y Bea apoyó
la cabeza contra su pecho, llorando suavemente. El pelo le caía sobre el rostro
y sus manos temblaban como pajarillos incapaces de remontar el vuelo.
El hombre del
traje oscuro era un policía -Mona observó que llevaba una pistola debajo de la
chaqueta-, un chino americano con un rostro sensible y muy expresivo.
-Lo lamento
-dijo con marcado acento de Nueva Orleans. Mona nunca había oído hablar a un
chino con ese acento.
-¿Lo han
matado? -preguntó Mona en voz baja, mirando al policía y a Michael, quien
trataba de consolar a Bea besándole la frente y acariciándole el cabello.
Mona jamás
había visto a Bea llorar de ese modo.
De pronto
cruzaron su mente dos ideas: que Yuri debía de estar muerto y que Aaron había
sido asesinado, lo cual probablemente significaba que todos corrían peligro. En
cualquier caso, la muerte de Aaron representaba una terrible tragedia para Bea.
Rowan se
dirigió al policía y le habló con calma, aunque tenía la voz ronca y apenas se
la oía en medio de la confusión y excitación de aquellos momentos.
-Quiero ver el
cadáver -dijo Rowan-. ¿Puede acompañarme al depósito? Soy médico. Deseo verlo.
Sólo tardaré unos minutos en vestirme.
Michael y Mona
se quedaron atónitos. Sin embargo, la odiosa Mary Jane ya lo había dicho: «Nos
está escuchando. Hablará cuando desee hacerlo.»
Gracias a Dios
que Rowan había reaccionado por fin, recuperando el habla en aquellos
dramáticos momentos.
Pese a su
frágil aspecto y la voz ronca y forzada, su mirada era clara y firme. Rowan
miró a Mona, sin hacer caso de la amable respuesta del policía, quien indicó
que tal vez fuera preferible que no viera el cuerpo, dado que lo había
atropellado un coche y se hallaba muy desfigurado.
-Bea necesita a
Michael -dijo Rowan, sujetando firmemente a Mona por la muñeca-. Y yo te
necesito a ti. ¿Quieres acompañarme?
-Desde luego
-contestó Mona-. Iré contigo.
3
Había prometido
a aquel pequeño hombre que entroría en el hotel al cabo de unos minutos. «Si
entras conmigo todos se fijarán en ti -le había dicho Samuel-. No te quites las
gafas de sol.»
Yuri estuvo de
acuerdo. No le importaba esperar sentado en el coche unos minutos, observando a
la gente pasar frente a las elegantes puertas del Claridge's. Tras el valle de
Donnelaith, Londres era como un bálsamo.
El largo viaje
hacia el sur en compañía de Samuel, conduciendo de noche por unas autopistas
que hubiesen podido hallarse en cualquier lugar del mundo, le había puesto
nervioso.
El recuerdo del
siniestro valle seguía grabado en su memoria. ¿Qué le hizo pensar que era
prudente ir allí solo, en busca de información sobre los diminutos seres y los
Taltos? Por supuesto, había hallado justamente lo que andaba buscando. Y de
paso alguien le había `:disparado una bala del calibre 38, que le alcanzó el
hombro.
El incidente le
causó un fuerte impacto emocional. amás lo habían herido de un disparo. Pero lo
que más
le impresionó
fue los enanos.
Sentado en el
asiento posterior del Rolls, recordó de nuevo la inquietante escena: la noche
encapotada, el pálido reflejo de la luna a través de las espesas nubes y el
sonido fantasmagórico de los tambores y las gaitas que se propagaba a través de
los riscos.
De pronto vio a
los enanos formando un círculo v cantando, aunque las palabras que entonaban
con sus voces de barítono le resultaban incomprensibles.
Yuri no estuvo
seguro de que existieran hasta aquel momento.
Bailaban sin
cesar, agitando sus cuerpos deformes al ritmo de sus cánticos, alzando sus
cortas piernas y balanceándose de un lado a otro. Algunos bebían en jarras,
otros en botellas. Llevaban las cartucheras sobre los hombros. De vez en cuando
disparaban sus pistolas contra la oscura y ventosa noche mientras reían de
forma histérica como salvajes. Los disparos sonaban sofocados, como unos
petardos. El insistente batir de los tambores contrastaba con la melodía
apagada y melancólica de las gaitas.
Cuando le
alcanzó la bala Yuri supuso que le había disparado uno de esos misteriosos
hombrecillos, tal vez un centinela. Pero se equivocaba.
Al cabo de tres
semanas abandonó el valle.
Ahora se
encontraba frente al hotel Claridge's. Dentro de un rato llamaría a Nueva
Orleans para hablar con Aaron y Mona y explicarles el motivo de su prolongado
silencio.
En cuanto al
riesgo que corría en Londres debido a la proximidad de la casa matriz de
Talamasca y de quienes trataban de matarlo, Yuri se sentía infinitamente más
seguro ahí que en el valle, donde una bala le hirió el hombro.
Había llegado
el momento de subir para encontrarse con el misterioso amigo de Samuel, que ya
había llegado y cuyo aspecto Yuri desconocía. Había llegado el momento de hacer
lo que el pequeño hombre le había
pidido. Le
había salvado la vida y le había ayudado a fecobrar la salud, y ahora deseaba
que Yuri conociera a su amigo, quien al parecer desempeñaba en este comejo
drama un papel de gran importancia. Yuri se apeó del coche y el amable portero
del hotel se apresuró a ayudarlo.
De pronto
sintió un agudo dolor en el hombro. ¿Cuándo aprendería a utilizar la mano
izquierda? Lo Vábía intentado varias veces, sin éxito. Soplaba un aire helado
pero Yuri apenas tuvo tiempo de sentirlo, pues entró inmediatamente en el
inmenso
y cálido
vestíbulo del hotel. A continuación se dirigió hacia la amplia escalinata que
había a su derecha.
Se escuchaban
los suaves acordes de un cuarteto de cuerda que procedían del bar. El ambiente
apacible del hotel serenó a Yuri, haciendo que se sintiera a salvo y feliz.
La cortesía de
esos ingleses no dejaba de asombrarlo -el portero, el botones, el amable
caballero con el que se cruzó en la escalera-; parecían no fijarse en su jersey
viejo ni en sus sucios pantalones negros. Yuri pensó que eran demasiado
educados.
Atravesó el
segundo piso hasta alcanzar la puerta de la suite ubicada en la esquina, que
Samuel le había descrito minuciosamente. Al ver que la puerta estaba abierta se
adentró en un pequeño y acogedor recibidor, semejante al de una elegante
mansión, que daba acceso a una estancia más grande, tan lujosa como había dicho
el pequeño hombre.
Samuel estaba
arrodillado, colocando unos troncos en la chimenea. Se había quitado la
chaqueta de mezcliha, y la camisa blanca ponía de relieve sus brazos deformes y
su joroba.
-Pasa, Yuri
-indicó el enano sin levantar la vista.
Yuri se detuvo
en el umbral. Junto a Samuel se hallaba el otro hombre, su amigo.
Éste presentaba
un aspecto tan extraño como el del enano, pero en un sentido por completo
distinto. Era extremadamente alto, aunque dentro de una normalidad. Tenía la
tez pálida y el pelo oscuro y largo, lo cual contrastaba con el impecable traje
de paño negro, la elegante camisa blanca y la corbata roja que llevaba. Tenía
un aire decididamente romántico. Pero ¿qué significaba eso? Yuri no estaba
seguro y, sin embargo, ésa fue la palabra que acudió de inmediato a su mente.
El extraño no tenía un aspecto atlético -no era uno de esos gigantes del
deporte que destacan en los juegos olímpicos televisados o en los ruidosos
campos de baloncesto-, sino romántico.
Yuri lo miró a
los ojos. Pese a su estatura, no le inspiraba temor. Su rostro era suave y
juvenil, de rasgos casi afeminados, con largas y espesas pestañas y unos labios
finamente perfilados. Sólo sus canas le daban cierto aire de autoridad, aunque
su talante era amable y cordial. Sus ojos, grandes y castaños, observaron a
Yuri con curiosidad. En general, presentaba un aspecto distinguido, a excepción
de sus manos, excesivamente grandes. Yuri jamás había visto dedos tan largos y
delgados como aquéllos.
-De modo que tú
eres el gitano -dijo el hombre. Tenía una voz profunda y sensual, muy distinta
al cáustico tono de barítono de Samuel.
-Entra y
siéntate -indicó el enano con impaciencia mientras atizaba el fuego-. He pedido
que nos suban algo de comer, pero cuando llegue el camarero quiero que te metas
en el dormitorio. Prefiero que no te vea nadie.
-Gracias
-respondió Yuri en voz baja.
De pronto se
dio cuenta de que aún llevaba puestas las gafas oscuras. Al quitárselas, la
iluminación de la estancia lo deslumbró. Estaba decorada al estilo clásico, con
terciopelo de color verde oscuro y cortinas floreadas. Era una habitación
agradable, en la que se advertía lá impronta de sus diferentes ocupantes.
El célebre
hotel Claridge's. Conocía los hoteles más impoítantes del mundo, pero nunca
había estado en el
laridge's. Las
otras veces que estuvo en Londres se alojó en la casa matriz de la Orden.
-Mi amigo me
comentó que te han herido -dijo el extraño, acercándose a Yuri y mirándolo con
afecto.
Pese a su
imponente estatura, Yuri no sintió el menor temor. De pronto, el hombre alzó
las manos y extendió sus largos dedos, como si quisiera enmarcar el rostro de
Yuri para examinarlo en detalle.
-_Estoy
perfectamente. Me hirieron de un disparo, pero su amigo me extrajo la bala. De
no ser por él, estaría muerto.
-Eso me ha
dicho. ¿Sabes quién soy?
-No.
-¿Sabes qué es
un Taltos? Eso es lo que soy yo.
Yuri no
respondió. Jamás lo hubiera sospechado, como tampoco podía sospechar que
existieran unos extraños y diminutos seres como los que había visto en el
valle. Taltos significaba Lasher, un asesino, un monstruo, una amenaza. Se
quedó atónito, incapaz de articular palabra. Observó el rostro del extraño
pensando que, a excepción de las manos, nada hacía pensar que no: fuera
simplemente un gigante humano.
-Por el amor de
Dios, Ash -dijo el enano-, sé más discreto.
El espléndido
fuego ardía con vigor. Después de limpiarse los pantalones, el enano se sentó
en un amplio sillón, un tanto deforme, que parecía muy cómodo. Sus pies no
alcanzaban el suelo.
Era imposible
adivinar la expresión de su arrugado semblante. ¿Estaba realmente enojado? Su
voz era lo único que reflejaba el estado de ánimo del enano, que tara vez
dejaba traslucir a través de su mirada lo que pensaba o sentía. El intenso
color rojo de su cabello confirmaba el tópico sobre el carácter colérico e
impaciente de los pelirrojos. El enano comenzó a tamborilear con sus pequeños
dedos sobre los brazos del sillón.
Yuri se dirigió
al sofá y se sentó en un extremo del mismo, consciente de que el extraño se
había acercado a la chimenea y contemplaba el fuego. Yuri no quería cometer la
descortesía de observarlo fijamente.
-Un Taltos
-dijo Yuri con una voz aceptablemente serena-. Un Taltos. ¿Por qué desea hablar
conmigo? ¿Por qué quiere que le ayude? ¿Quién es usted, y por qué ha venido
aquí?
-¿Has visto al
otro? -preguntó el extraño, mirando a Yuri con una curiosa mezcla de franqueza
y timidez. De no haber sido por sus desproporcionadas manos, cuyos nudillos eran
demasiado prominentes, ese hombre podría haber representado el modelo ideal de
belleza masculina.
-No, no llegué
a verlo -contestó Yuri. -Pero ¿estás seguro de que ha muerto? -Sí.
El gigante y el
enano. Yuri se contuvo para no soltar una carcajada. Los defectos del extraño
le daban cierto atractivo, mientras que los defectos del enano le conferían a
éste un aspecto maléfico. Era injusto, una broma de la naturaleza, una cuestión
que sobrepasaba lo que Yuri consideraba comprensible.
-¿Tenía ese
Taltos una compañera? -preguntó el extraño-. ¿Una hembra Taltos?
-No, su
compañera era una mujer llamada Rowan Mayfair. Ya se lo conté a su amigo. Era
su madre y al mismo tiempo su amante. Es lo que en Talamasca llamamos una
bruja.
-Nosotros
también -terció el enano-. En esta historia aparecen muchas brujas poderosas,
Ashlar. Pero deja que este hombre te cuente la historia.
-Ashlar. ¿Es
ése su nombre? -preguntó Yuri, sorprendido.
Cuatro días
antes de abandonar Nueva Orleans, Aaron le había resumido la historia de Lasher,
el demonio del valle. San Ashlar... Había repetido varias veces ese nombre. San
Ashlar.
-Sí -dijo el
extraño-. Ash es la versión abreviada, y que prefiero, de mi nombre. No
pretendo ser descortés, pero puesto que prefiero el nombre de Ash, cuando me
llaman Ashlar no suelo responder -añadió amablemente pero con firmeza. El enano
soltó una carcajada y dijo:
-Yo lo llamo
Ashlar para fastidiarlo y obligarle a ,prestar atención.
El extraño no
hizo caso de ese comentario y siguió calentándose las manos ante el fuego. A la
luz de las llamas, con los gigantescos dedos extendidos, ofrecía un aspecto
depravado.
-¿Te molesta la
herida? -preguntó el hombre, volviéndose hacia Yuri.
-Sí, aunque
procuro disimularlo. Me hirieron en el hombro y cada vez que muevo el brazo me
duele. Permítame que me recline en el sofá, así estaré más cómodo. Me siento
desconcertado. ¿Quién es usted?
-Ya te lo dicho
-respondió el extraño-. Prefiero que me hables de ti. Cuéntame tu historia.
-Ya te he
explicado que este hombre es mi mejor amigo y confidente, Yuri -terció el enano
con impaciencia-. Te he dicho que conoce la orden de Talamasca. Es más sabio
que ningún otro ser vivo. Confía en él.Cuéntale lo que desea saber.
-Confío en
usted -dijo Yuri-. Pero ¿por qué de sea conocer la historia de mi vida? ¿Para
qué quiere esa información?
-Para ayudarte,
por supuesto -respondió el extraño con un leve movimiento de cabeza-. Samuel me
ha dicho que los hombres de Talamasca tratan de asesinarte. Me resulta difícil
aceptarlo. Siempre he sentido gran afecto por la orden de Talamasca. Procuro
protegerme de ella, como de todo lo que pueda limitar mis actuaciones. Pero los
hombres de Talamasca no son mis enemigos... al menos no lo han sido durante
mucho tiempo. ¿Quién te ha atacado? ¿Estás seguro de que se trata de miembros
de la Orden?
-No, no estoy
seguro -contestó Yuri-. Cuando me quedé huérfano, los de Talamasca me
acogieron. Aaron Lightner es la persona que más me ayudó. Samuel lo conoce.
-Yo también
-dijo el extraño.
-Durante toda
mi vida he servido a la Orden, viajando por el mundo, cumpliendo misiones cuyo
significado muchas veces desconocía. Por lo visto, aunque yo lo ignoraba, mis
votos se basaban en mi lealtad hacia Aaron Lightner. Cuando Aaron se marchó a
Nueva Orleans para investigar a una familia de brujas, las cosas se
complicaron. Las brujas pertenecen a la familia Mayfair. Leí su historia en los
archivos de la Orden antes de que me vedaran el acceso a ellos. El Taltos es
hijo de Rowan Mayfair.
-¿Quién era el
padre? -preguntó el extraño.
-Un hombre.
-¿Un ser
mortal? ¿Estás seguro?
-Totalmente,
pero existen otras consideraciones no menos importantes. Esa familia se ha
visto perseguida durante muchas generaciones por un espíritu al mismo tiempo
bondadoso y maléfico. El espíritu, que asistió al insólito parto, se apoderó de
la criatura que llevaba Rowan Mayfair en su vientre. El Taltos nació
completamente desarrollado y poseía el alma de ese espíritu. Le pusieron el
nombre de Lasher. Que yo sepa, es su único nombre. Como le he dicho, ese ser ha
muerto.
El extraño
sacudió la cabeza, perplejo. Luego se sentó en un sillón, se volvió cortésmente
hacia Yuri y cruzó sus largas piernas. Mantenía la espalda erguida, como si no
lo turbara ni avergonzara su estatura.
-El hijo de dos
brujos -murmuró el extraño.
-Sin duda
-respondió Yuri.
-¿Por qué dices
eso? -preguntó el extraño-. ¿Qué significa?
-Existen
numerosas pruebas genéticas que así lo confirman. Los de Talamasca poseen esas
pruebas. Algunos miembros de las distintas ramas de esa familia de brujas poseen
unos genes extraordinarios. Los genes de los Taltos, que normalmente no son
activados por la naturaleza, en este caso - bien a través de la brujería o de
la posesión demoníaca- crearon un Taltos.
El extraño
sonrió. Yuri observó que la sonrisa imprimía a su rostro una expresión más
cálida y afectuosa, como si se sintiera satisfecho.
-Te expresas
como todos los miembros de Talamasca -dijo el extraño-. Hablas como los
sacerdotes de Roma, como si no pertenecieras a esta época.
-Me formé en
sus textos, en latín -respondió Yuri-. La historia de ese ser, Lasher, se
remonta al siglo XVII. La he leído de cabo a rabo, junto con la historia de esa
familia, la cual posee una gran fortuna y poder, y sus tratos secretos con ese
espíritu, Lasher. He leído centenares de documentos sobre ellos.
-¿De veras?
-No he leído
nada sobre los Taltos, si a eso se refiere -replicó Yuri-. La primera vez que
oí esa palabra fue en Nueva Orleans, cuando fueron asesinados dos miembros de
la Orden al tratar de liberar a ese Taltos, Lasher, del hombre que lo mató.
Pero no puedo revelarle esa historia.
-¿Por qué?
Deseo saber quién lo mató.
-Se lo diré
cuando le conozca mejor, cuando se haya sincerado conmigo, tal como he hecho
yo.
-¿Qué puedo
decirle? Me llamo Ashlar. Soy un Taltos. Hace siglos que no veo a otro miembro
de mi especie. Sé que existen, he oído hablar de ellos, he procurado dar con
ellos y en ocasiones casi lo conseguí. Pero al final siempre fallaba algo. Hace
siglos que no toco a un ser de mi propia especie.
-Entonces debe
de ser muy viejo -observó Yuri-. La vida de los seres humanos se cuenta por
años, no por siglos.
-Sí, debo de
ser muy viejo -contestó el extraño-. Tengo algunas canas, como habrás podido
comprobar. Pero ¿cómo puedo saber los años que tengo, ni qué aspecto tendré
cuando sea viejo o los años que tardaré en
convertirme en
un ser decrépito e inútil? Cuando vivía feliz entre mis congéneres, era
demasiado joven para aprender todo lo que iba a necesitar para este largo y
solitario viaje. Dios no me concedió el don de una memoria sobrenatural. Como
cualquier hombre normal y corriente, recuerdo algunas cosas con toda claridad;
otras se han borrado de mi memoria.
-¿Le conocen
los de Talamasca? -preguntó Yuri-. Debo saberlo. La orden de Talamasca era mi
vocación.
-¿Era? Explícate.
-Como le he
dicho, Aaron Lightner fue a Nueva Orleans. Aaron es un experto en brujos.
Nosotros estudiábamos a los brujos.
-No divages
-terció el enano-. Continúa.
-No seas
grosero, Samuel -dijo el extraño suavemente pero con firmeza.
-No seas imbécil,
Ash, este gitano se está enamorando de ti.
El Taltos miró
a Samuel indignado. Durante unos instantes la ira se reflejó en su hermoso
rostro, luego sacudió la cabeza y cruzó los brazos como quitando importancia al
comentario del enano.
Yuri se quedó
de una pieza. Le escandalizaba la falta de discreción y educación que imperaba
hoy en día.
e sintió
humillado porque era cierto que experimentaba cierta atracción hacia el
extraño, muy distinta al sentimiento, más intelectual, que le inspiraba Samuel.
Yuri volvió la
cabeza, dolido. No tenía tiempo de contar la historia de su vida, de cómo había
caído bajo el dominio de Aaron Lightner y la fuerza y el poder que los hombres
de acusada personalidad ejercían sobre él. Deseaba decir que no se trataba de
nada erótico. Pero sí lo era, en la medida en que todo en la vida se basa en el
erotismo.
El Taltos
observó con frialdad al enano.
Yuri prosiguió:
-Aaron Lightner
acudió a ayudar a las brujas Mayfair en sus incesantes batallas con Lasher.
Aaron Lightner no llegó a averiguar de dónde procedía el espíritu. Sólo se
sabía que en el año 1665 fue invocado por una bruja en Donnelaith.
»Cuando el
espíritu asumió una apariencia mortal, después de causar la muerte de numerosas
brujas, Aaron Lightner lo vio y supo de su propia boca que era el Taltos, que
había habitado con anterioridad en un cuerpo humano, en tiempos del rey
Enrique, y que había muerto en Donnelaith, el valle donde la bruja invocó su
nombre.
»Esos datos no
constan en los archivos de Talamasca que yo conozco. Apenas han transcurrido
tres semanas desde que ese ser fuera asesinado. Sin embargo, es posible que se
hallen en unos archivos secretos que alguien conoce. Cuando los de Talamasca
supieron que Lasher se había reencarnado, por decirlo de alguna manera, lo persiguieron
a fin de aniquilarlo. Es posible que asesinaran a varias personas inocentes. Lo
ignoro. Sólo sé que Aaron no tuvo nada que ver con aquello y que se sintió
traicionado por sus colegas. Por eso debo preguntarle a usted si ellos le
conocen, si sus datos están en sus archivos secretos.
-Sí y no
-respondió el extraño-. No parece que seas un mentiroso.
-No digas cosas
extrañas, Ash -protestó el enano.
Estaba
repantigado en el sillón, con sus cortas y deformes piernas extendidas, las
manos enlazadas sobre su chaleco de lana y el cuello de la camisa desabrochado.
En sus ojillos se reflejaba una curiosa luz.
-No era más que
un comentario, Samuel. Ten un poco de paciencia --contestó el extraño, lanzando
un suspiro-. En todo caso, eres tú quien dice cosas extrañas.
Ash parecía
irritado. Tras unos instantes, se volvió hacia Yuri.
-Permíteme que
responda a tu pregunta, Yuri -dijo, pronunciando su nombre con simpatía y
familiaridad-. Probablemente los actuales miembros de Talamasca no sepan nada
sobre mí. Sólo un genio sería capaz de desenterrar todas las historias sobre
nosotros que se conservan en los archivos de Talamasca, suponiendo que esos
documentos existan. Jamás he comprendido la importancia o el significado de
esos documentos, los archivos de la Orden. Una vez, hace siglos, leí unos
manuscritos y no pude evitar reírme. En aquellos tiempos el lenguaje escrito se
me antojaba muy ingenuo. Actualmente, algunos escritos me producen la misma
sensación.
Aquellas
palabras sorprendieron a Yuri. El enano tenía razón; Yuri se sentía
profundamente atraído hacia el extraño. Había perdido su habitual y prudente
renuencia a confiar en los demás. Cuando uno se enamora se despoja de todo
sentimiento de alienación y desconfianza, de forma que la aceptación del otro
constituye una experiencia intelectualmente orgásmica.
-¿Existe algún
lenguaje que no le parezca cómico? -preguntó Yuri.
-El argot
moderno -contestó el extraño-, el realismo de las obras de ficción y el
periodismo, rebosante de coloquialismos. Por lo general carecen de cualquier
atisbo de ingenuidad; han perdido formalidad y se basan en una intensa
condensación. Lo que se escribe hoy en día parece el chirriante sonido de un
silbato comparado con las canciones que se solían cantar antiguamente.
Yuri se echó a
reír y dijo:
-Tiene razón.
Pero no es el caso de los documentos de Talamasca.
-No. Tal como
he dicho, son melódicos y divertidos.
-De todas
formas, hay documentos y documentos. ¿Está seguro de que no saben que usted
existe?
-Cada vez estoy
más convencido de ello. Pero continúe. ¿Qué fue de ese Taltos?
-Trataron de
secuestrarlo, pero sus raptores murieron en el intento. El hombre que asesinó
al Taltos mató también a los hombres de Talamasca. Antes de morir, esos hombres
confesaron que disponían de un Taltos hembra, que hacía siglos que trataban de
conseguir la unión entre un macho y una hembra de esa especie. Según dijeron,
ése era el fin primordial de la Orden. El propósito oculto y clandestino. Esta
revelación desmoralizó profundamente a Aaron Lightner.
-Lo comprendo.
Yuri prosiguió:
-Lasher, el
Taltos, no pareció asombrarse ante esa noticia. Durante su primera encarnación,
los de Talamasca habían tratado de llevárselo de Donnelaith, probablemente con
la intención de obligarlo a unirse con la hembra. Pero Lasher no se fiaba de
ellos y se negó a acompañar al hombre que pretendía secuestrarlo. En aquel
tiempo era un sacerdote. Todos lo consideraban un santo.
-San Ashlar
-apostilló el enano. Su voz pareció brotar no de entre las arrugas de su
rostro, sino de su pesado tronco-. San Ashlar, que siempre aparece de nuevo.
El extraño
inclinó levemente la cabeza mientras sus oscuros ojos castaños examinaban la
alfombra como si tratasen de descifrar el complicado diseño oriental. Luego
miró a Yuri, sin alzar la cabeza, de forma que sus pobladas cejas mantenían
ocultos sus ojos.
-San Ashlar
-dijo con melancolía.
-¿Es usted ese
hombre?
-No soy un
santo, Yuri. Espero que no te importe que te llame Yuri. Pero, por favor, no
hablemos de santos.
-Por supuesto
que puedes llamarme Yuri. ¿Me permites que te llame Ash y te tutee? Pero no has
respondido a mi pregunta. ¿Eres el hombre que consideraban un santo? Hablas de
cosas que sucedieron hace siglos mientras nosotros estamos sentados en esta
habitación, junto al fuego, esperando que el camarero nos traiga unos
refrescos. Contesta. No puedo protegerme de mis hermanos de la Orden si no me
ayudas a entender lo que ocurre.
Samuel se
levantó apresuradamente y se dirigió hacia la puerta de la habitación.
-Métete en el
dormitorio, Yuri -dijo-. Vamos, desaparece.
Yuri se
levantó, sintiendo por unos instantes un intenso dolor en el hombro, entró en
el dormitorio y cerró la puerta tras él. La habitación estaba en penumbra; las
elegantes cortinas filtraban la tenue luz matutina. Yuri descolgó rápidamente
el teléfono, pulsó un número para obtener línea con el exterior y luego marcó
el prefijo de Estados Unidos.
De pronto se
detuvo, incapaz de contarle a Mona las mentiras que debía decir para
protegerse. Deseaba también hablar con Aaron e informarle de lo que sabía, pero
temió que el gigante y el enano le impidieran hablar con ellos.
En varias
ocasiones, durante el trayecto desde Escocia, Yuri había intentado telefonear
desde una cabina pública, pero el enano le había instado a subir de nuevo al
coche para proseguir el viaje.
¿Qué podía
decirle a su joven amada? ¿Qué podía revelarle a Aaron durante los escasos
momentos de que dispondría para hablar con él?
Yuri marcó
apresuradamente el prefijo de Nueva Orleans y el número de la casa de los
Mayfair en la esquina de St. Charles con Amelia, y aguardó. De repente se dio
cuenta de que en América era ya de noche.
Un error
imperdonable, a pesar de las circunstancias. Al cabo de unos minutos respondió
la voz de una mujer que Yuri conocía pero no logró identificar.
-Disculpe,
llamo desde Inglaterra. Deseo hablar con Mona Mayfair -dijo-. Espero no haber
despertado a toda la casa.
-¿Es usted
Yuri? -preguntó la mujer.
-Sí -confesó
él, sin asombrarse de que ésta hubiera reconocido su voz.
-Aaron Lightner
ha muerto -dijo la mujer-. Soy Celia, la prima de Beatrice. La prima de Mona.
Han matado a Aaron.
Se produjo una
larga pausa durante la cual Yuri permaneció inmóvil, incapaz de pensar o
visualizar nada. Sintió pánico, pánico de lo que significaban las palabras .de
Celia; jamás volvería a ver a Aaron, no volvería a hablar con él, Aaron y él...
Aaron había desaparecido para siempre.
Trató de decir
algo, pero no consiguió articular palabra. Impotente, Yuri se limitó a
pellizcar el cable del teléfono, un pequeño y absurdo gesto.
-Lo lamento,
Yuri. Estábamos muy preocupados por usted, sobre todo Mona. ¿Dónde está? ¿Puede
llamar a Michael Curry? Le daré su número.
-Estoy bien
-respondió Yuri en voz baja-. Ya tengo su número.
-Mona está
allí, en casa de Michael Curry. Querrán saber dónde está, si se encuentra bien
y cómo ponerse en contacto con usted.
-Aaron...
-musitó Yuri, desesperado, pero no pudo continuar. Hablaba con un hilo de voz,
abrumado por las tremendas emociones que le nublaban la vista y comprometían su
equilibrio, el sentido de su propia identidad-. Aaron...
-Fue
atropellado de forma intencionada por un coche con un hombre al volante. Aaron
acababa de salir del hotel Pontchartrain, donde había dejado a Beatrice con
Mary Jane Mayfair. Él y Beatrice habían acompañado a Mary Jane al hotel.
Beatrice se disponía a bajar al vestíbulo cuando oyó el ruido. Ella y Mary Jane
presenciaron el accidente. El coche pasó varias veces sobre el cuerpo de Aaron.
-Entonces fue
un asesinato -dijo Yuri.
-Sí. Han
arrestado al individuo que lo hizo. Un asesino a sueldo. Fue contratado para
atropellar a Aaron, pero afirma ignorar la identidad del hombre que lo
contrató. Recibió cinco mil dólares en efectivo por el trabajo. Llevaba una
semana intentándolo. Se había gastado la mitad del dinero.
Yuri sintió
deseos de colgar el auricular. No podía seguir hablando. Al cabo de unos
instantes, se pasó la lengua por el labio superior y dijo:
-Celia, le
agradecería que diera un recado a Mona Mayfair y a Michael Curry de mi parte.
Dígales que estoy en Inglaterra, que estoy bien. Me pondré en contacto con
ellos muy pronto. Transmita mi pésame a Beatrice Mayfair. Transmítales a todos
mi... afecto.
-Descuide, así
lo haré.
Yuri colgó. Si
Celia añadió algo más, él no lo oyó. El teléfono se quedó silencioso. Los
colores pasteles de la habitación lo ayudaron a serenarse. La luz se reflejaba
de forma tenue en el espejo. Los aromas de la habitación eran frescos y
limpios.
Yuri
experimentó una profunda sensación de enajenación, de falta de confianza en el
futuro y en los demás. Roma. Su encuentro con Aaron. Aaron había desaparecido,
no del pasado, pero sí del presente y del futuro.
Yuri permaneció
inmóvil. Por unos momentos había perdido la noción del tiempo.
Al cabo de un
rato comenzó a reaccionar. Tuvo la sensación de que llevaba horas plantado ante
el tocador. Se dio cuenta de que Ash, el gigantesco extraño, había entrado en
la habitación, pero no para alejarlo del teléfono.
De pronto la
cálida y amable voz del extraño intensificó de forma dolorosa la angustia que sentía
Yuri.
-¿Por qué
lloras, Yuri? -preguntó Ash, con la pureza de un niño.
-Aaron Lightner
ha muerto -respondió Yuri-. No quise llamarlo para informarle de que habían
tratado de asesinarme. Debí decírselo. Debí prevenirlo...
La voz
ligeramente corrosiva de Samuel, que se hallaba junto a la puerta, le
interrumpió.
-Él lo sabía,
Yuri. Tú mismo me dijiste que Aaron te aconsejó que no fueras al valle, te
advirtió que andaban tras él.
-Sí, pero...
-No debes
culparte por lo ocurrido -dijo Ash.
Yuri notó cómo
las inmensas manos del extraño se posaban suavemente sobre sus hombros.
-Aaron... era
mi padre -dijo Yuri con voz inexpresiva-. Aaron era mi hermano. Mi amigo.
Yuri
experimentó una mezcla de remordimientos y dolor, junto al insoportable pavor
que le inspiraba la muerte. En aquellos momentos le pareció imposible que Aaron
hubiera desaparecido de su vida, pero sabía que con el tiempo acabaría
aceptando la fría e implacable realidad.
De pronto se
sintió como si fuera de nuevo un niño y se encontrara en la aldea de su madre,
en Yugoslavia, junto a su lecho de muerte. Fue la última vez que había
experimentado un dolor como el que sentía ahora. Yuri apretó los dientes,
temiendo perder el control y echarse a llorar o a gritar.
-Lo mataron los
de Talamasca -afirmó-. ¿Quién sino ellos? Lasher, el Taltos, ha muerto. Ellos
son los culpables de todos los asesinatos. El Taltos mató a las mujeres, pero
no a los hombres. Fueron los de Talamasca.
-¿Fue Aaron
quien mató al Taltos? -preguntó Ash-. ¿Era él su padre?
-No. Pero amaba
a una mujer de Nueva Orleans, que supongo estará destrozada por su muerte.
Yuri sintió
deseos de encerrarse en el baño, aunque no sabía muy bien con qué objeto. Quizá
para sentarse en el suelo de mármol, apoyar la cabeza en las rodillas v llorar.
Pero el enano y
el gigante se lo impidieron. Alarmados y preocupados, le obligaron a regresar a
la salita de la suite. Mientras el gigante le ayudaba a sentarse en el sofá,
procurando no lastimarle el hombro, el enano se apresuró a ofrecerle una taza
de té y unos pastelitos; un tentempié frugal pero apetitoso.
Yuri contempló
el fuego, el cual parecía consumirse rápidamente. Admitió que se le había
acelerado el pulso y que estaba sudando. Se quitó bruscamente el grueso jersey,
lastimándose el hombro y olvidando que no llevaba nada debajo, y permaneció
sentado con el torso desnudo, el jersey entre las manos.
De golpe oyó un
leve ruido junto a él. Al volverse el enano le entregó una camisa blanca,
envuelta en el papel de la lavandería. Yuri la desabrochó y se la puso. Le
quedaba demasiado grande y supuso que pertenecía a Ash. Se arremangó las mangas
y se abrochó varios botones, agradecido de que Samuel le hubiera dado algo con
qué cubrirse. Se sentía cómodo con aquella camisa holgada. El jersey yacía a
sus pies, sobre la alfombra. Yuri observó que tenía adheridas unas briznas de
hierba, unas hojas y un poco de tierra.
-¡Y yo que creí
que había sido un rasgo generoso por mi parte no comunicar a Aaron lo sucedido!
-se reprochó Yuri con amargura-. No quería alarmarlo. Decidí esperar a que la
herida cicatrizase y yo me sintiese recuperado del todo antes de ponerme en
contacto con él y confirmarle que me encontraba perfectamente.
-¿Por qué
pretendían los de Talamasca matar a Aaron Lightner? -inquirió Ash.
Había vuelto a
su sillón y estaba sentado con las manos juntas, entre las rodillas, y la
espalda tiesa como una vara. Era sin duda un hombre muy apuesto.
Yuri se sintió
como si hubiera perdido el conocimiento y contemplara la escena por primera
vez. Observó la sencilla correa negra y el reloj digital de oró en la muñeca de
Ash. El enano pelirrojo se hallaba de pie junto a la ventana, que había abierto
para airear la habitación. Yuri notó la gélida corriente de aire y vio que el
fuego de la chimenea se avivaba.
-¿Por qué, Yuri?
-repitió Ash.
-No lo sé.
Confiaba en que estuviéramos equivocados, y que los de Talamasca no tuvieran
nada que ver en este asunto, que no hubieran asesinado a unas personas
inocentes, que fuera mentira que disponían de un Taltos hembra para obligarla a
unirse con un macho de su especie. Me costaba creer que se propusieran cometer
semejante barbaridad. Disculpa, no pretendo ofenderte...
-... por
supuesto.
-Supuse que las
aspiraciones de la Orden eran más nobles, que su trayectoria era absolutamente
pura y transparente; unos eruditos consagrados al estudio y a sus archivos, que
se abstenían de intervenir en lo que observaban; unos estudiosos de los
fenómenos sobrenaturales. ¡Qué estúpido fui! Mataron a Aaron porque descubrió
la verdad. Y por eso tienen que matarme a mí. La Orden debe proseguir su labor
como si nada hubiera sucedido. Imagino que me estarán vigilando desde la casa
matriz, para impedirme a toda costa la entrada. Supongo que tendrán los
teléfonos controlados. Aunque quisiera no podría llamar allí, ni a Amsterdam ni
a Roma. Si trato de enviar un fax lo interceptarán. Jamás bajarán la guardia ni
dejarán de vigilarme hasta que haya muerto.
»De ese modo
nadie podrá delatarlos, revelar a sus hermanos y hermanas el terrible secreto
de esa Orden maléfica... lo cual parece confirmar las viejas máximas de la
Iglesia católica: todo aquello que es sobrenatural y no proviene de Dios es
diabólico. Su propósito de encontrar un macho Taltos para hacer que se una con
la hembra...
Yuri levantó la
vista. Ash estaba triste y pensativo. Samuel, apoyado en la ventana, que había
vuelto a cerrar, también demostraba a través de las profundas arrugas de su
rostro tristeza y preocupación. «Cálmate -pensó Yuri-, mide bien tus palabras.
No te dejes llevar por la histeria.»
-Hablas de
siglos como otros hablan de años -dijo Yuri, dirigiéndose a Ash-. La hembra de
los Talamasca probablemente habría vivido siglos. Sin duda, ése era el
propósito de la Órden: tejer una tela de araña tan pérfida y diabólica que ni
el hombre moderno hubiese sido capaz de concebir semejante atrocidad. Es muy
sencillo. Esos estúpidos hombres y mujeres aguardaban el momento de atrapar un
Taltos, una criatura capaz de procrear con su compañera de modo tan rápido y
eficaz que su especie no tardaría en dominar el mundo. Me pregunto a qué se
debe que los invisibles y anónimos Mayores de la Orden se sientan tan seguros
de sí mismos, tan convencidos de que no...
Yuri se detuvo
bruscamente. No se le había ocurrido pensar en ello. ¡Por supuesto! ¿En cuántas
ocasiones había estado en la misma habitación con un ser de aspecto mortal que
no era humano? Ésta era la primera vez. Quién sabe cuántos seres de esa especie
vivían en nuestro cómodo mundo y se paseaban tranquilamente como si fueran
humanos mientras perseguían sus fines inconfesables. Taltos. Vampiros. El viejo
enano, con su propio reloj, sus rencores y sus historias.
El enano y el
gigante lo observaban en silencio. ¿Acaso habían acordado secretamente dejarlo
hablar para que les revelara lo que ellos deseaban averiguar?
-¿Sabéis lo que
me gustaría hacer? -preguntó Yuri.
-No -respondió
Ash.
-Ir a la casa
matriz de Amsterdam y matar a todos los Mayores. Pero seguramente no los
encontraría allí. Quizá no hayan estado nunca en la casa matriz de Amsterdam.
No sé quiénes son. Quiero que cojas el coche, Samuel. Debo ir a ver a mis
hermanos y hermanas que se encuentran aquí, en Londres.
-No vayas
-contestó Samuel-. Te matarán.
-No creo que en
estos momentos se hallen todos en la casa. Es mi última esperanza;' nos hemos
dejado engañar por un puñado de canallas. Quiero que me lleves en coche a la
casa matriz que está en las afueras de Londres. Entraré rápidamente y, antes de
que descubran mi presencia, hablaré con mis hermanos y hermanas y les obligaré
a escucharme. ¡Debo hacerlo! Debo prevenirles, informarles de que han matado a
Aaron.
Yuri se detuvo,
perplejo, al comprobar que había alarmado a sus extraños amigos. El enano, con
sus cortos y deformes brazos cruzados sobre su amplio pecho, presentaba un
aspecto grotesco. Tenía el ceño fruncido. Ash se limitaba a observar a Yuri en
silencio, pero visiblemente preocupado.
-¿Qué te
importa lo que pueda pasarme? -inquirió Yuri dirigiéndose al enano-. En una
ocasión me salvaste la vida, cuando me dispararon en el valle, pero nadie te
pidió que lo hicieras. ¿Por qué? ¿Qué significo para ti?
Samuel soltó un
pequeño gruñido, dando a entender que su pregunta no merecía respuesta.
-Quizás ambos
seamos gitanos como tú, Yuri -dio Ash suavemente.
Yuri no
respondió; no creía en los sentimientos que describía el extraño. No creía en
nada, excepto en que Aaron había muerto. Imaginó a Mona, su pequeña bruja. Vio
con toda nitidez su carita y su espléndida melena pelirroja. Vio sus ojos. Pero
no podía sentir nada por ella. En aquellos momentos deseó con todas sus fuerzas
tener a Mona junto a él.
-No tengo nada
-murmuró.
-Escúchame,
Yuri -dijo Ash-. Talamasca no fue fundada para investigar a los Taltos. Créeme.
Aunque no conozco a los actuales Mayores de la Orden, antiguamente conocí a
algunos y te aseguro que no eran unos Taltos, ni tampoco creo que los de ahora
lo sean. ¿Qué imaginas que son, Yuri, unas hembras de nuestra especie?
Ash se
expresaba con tono suave y pausado, pero enérgico.
-Las hembras
Taltos son tan caprichosas e infantiles como los machos -apuntó Ash-. Una
hembra, cansada de vivir entre otras hembras, se habría arrojado de inmediato a
los brazos de ese ser, Lasher. ¿Qué sentido tiene que enviaran a unos hombres
mortales a capturar ese trofeo y ese enemigo? Ya sé que desconfías de mí, pero
quizá te sorprenda oír las historias que podría relatarte. Tranquilízate, tus
hermanos y hermanas no han sido engañados por la Orden. Pero creo que tu tesis
es acertada. No fueron los Mayores quienes empañaron el espíritu inicial de
Talamasca, a fin de capturar a esa criatura llamada Lasher. Fue un pequeño
grupo de miembros, que descubrió los secretos de esa antigua especie.
Ash se detuvo;
parecía como si de pronto hubiera dejado de sonar una música en la estancia.
Ash observó a Yuri con ojos francos y pacientes.
-Confío en que
tengas razón -respondió Yuri con suavidad-. No soportaría que estuvieras
equivocado.
-Nosotros tres
conseguiremos descubrir la verdad -prosiguió Ash-. Sinceramente, aunque me
caíste bien en cuanto te conocí y decidí ayudarte por una cuestión de
solidaridad, de simpatía, ahora deseo ayudarte por otra razón. Recuerdo cuando
no existía Talamasca. Recuerdo cuando sólo había un hombre. Las catacumbas
entonces albergaban una biblioteca de una extensión no mayor que la de esta
habitación. Luego los miembros pasaron a ser dos, tres, y más tarde cinco,
diez. Recuerdo a sus fundadores. Sentía gran afecto hacia ellos. Mi propio
secreto, mi propia historia, se oculta en sus archivos, esos archivos que han
sido traducidos a lenguas modernas y almacenados electrónicamente.
-Lo que intenta
decir Ash -intervino Samuel con un tono seco, tratando a la vez de contener su
impaciencia-, es que no debemos permitir que subviertan y alteren la naturaleza
de Talamasca. Los de Talamasca saben demasiado sobre nosotros y sobre otras
muchas cosas. En mi caso no se trata de lealtad, sino de querer que me dejen en
paz.
-Yo sí lo hago
por lealtad -replicó Ash-. Por cariño y gratitud. Por múltiples razones.
-Es evidente
-dijo Yuri.
Sintió que se
apoderaba de él un profundo cansancio, el inevitable resultado de un tumulto
emocional, el inevitable rescate, la imperiosa necesidad de dormir.
-Si este
pequeño grupo de miembros de la Orden supiera que existo -dijo Ash en voz
baja-, me perseguiría igual que hizo con Lasher. Tampoco es la primera vez que
los seres humanos persiguen a los de mi especie. Las bibliotecas que guardan
grandes secretos son muy peligrosas. Alguien puede penetrar en ellas y
robarlos.
Yuri comenzó a
llorar, en silencio, sin derramar una lágrima. Miró la taza de té. No había
tomado ni un sorbo, y el té se había enfriado. Cogió la servilleta de hilo, la
desdobló y se secó los ojos. Tenía un tacto áspero, pero no le importó. Estaba
hambriento y le apetecía comerse uno de aquellos pastelillos, pero dadas las
circunstancias le pareció una frivolidad.
-No pretendo
ser el ángel guardián de Talamasca -continuó Ash-. Nunca lo pretendí. Pero la
Orden se ha visto amenazada en varias ocasiones y no consentiré que nadie la
perjudique o la destruya.
-Existen varias
razones por las que una pequeña banda de renegados de Talamasca desearía
atrapar a Lasher -dijo Samuel, dirigiéndose a Yuri-. Sería un magnífico trofeo.
Puede que los humanos deseen capturar a un Taltos por motivos muy distintos de
los que cabría imaginar. Quizá no sean unos hombres dedicados a la ciencia, a
la magia ni a la religión; ni siquiera unos eruditos. Quizá sólo deseen
contemplar a ese raro e indescriptible ser, hablar con él, estudiarlo y
observar cómo se reproduce.
-O puede que
decidan hacerlo pedazos -terció Ash-. O clavarle unas agujas para oírlo gritar
de dolor.
-Es posible
-dijo Yuri-. Quizá se trate de un complot fraguado fuera de la Orden por unos
renegados o unas personas ajenas a la misma. Estoy cansado. Deseo acostarme en
una cama. No sé por qué os he dicho cosas tan terribles.
-Yo sí
-contestó el enano-. Tu amigo ha muerto. Yo no estaba allí para salvarlo.
-¿Mataste al
hombre que trató de asesinarte, Yuri? -preguntó Ash.
-No, lo maté yo
-respondió el enano-. En realidad, no pretendía hacerlo. Comprendí que si no
lograba abatirlo volvería a disparar contra el gitano. Confieso que lo hice por
diversión, dado que Yuri y yo no habíamos intercambiado aún palabra. Me
enfurecí al ver que ese hombre le apuntaba con la pistola. El cadáver está en el
valle. ¿Quieres ir a verlo? Probablemente los enanos lo dejaron en el mismo
sitio donde cayó.
-De modo que
así fue como sucedió -dijo Ash.
Yuri guardó
silencio. Comprendió vagamente que debió ir en busca del cadáver de ese hombre
y examinar sus documentos de identidad. Pero la herida del hombro y el
accidentado terreno se lo impidieron. Le preocupaba la posibilidad de que el
cadáver de ese hombre se perdiera para siempre en el valle de Donnelaith, que
los enanos dejaran que se descompusiera.
Los enanos.
Antes de caer
bajo el impacto de la bala, Yuri había contemplado el espectáculo de aquellos
diminutos seres que bailaban sobre la hierba del valle como unos modernos
gnomos deformes y maléficos. La luz de sus antorchas fue lo último que había
visto antes de perder el conocimiento.
Cuando abrió
los ojos vio a Samuel, su salvador, sosteniendo la pistola y la cartuchera. Su
rostro era tan viejo y estaba tan arrugado como las raíces enmarañadas de un
vetusto árbol. «Han venido a matarme -pensó Yuri-. Pero los he visto. Quisiera
decírselo a Aaron. He visto a los enanos...»
-Es un grupo
ajeno a Talamasca -dijo Ash, despertando bruscamente a Yuri de su pesadilla y
atrayéndolo de nuevo hacia el pequeño círculo formado por los tres hombres-. No
tiene nada que ver con la Orden.
«El Taltos
-pensó Yuri-, he visto al Talcos. Estoy en una habitación con un individuo que
afirma ser uno.»
De no ser
porque el honor de la Orden había sido mancillado, y porque el dolor que sentía
en el hombro le recordaba la violencia y la traición de que había sido objeto,
Yuri se habría sentido profundamente impresionado por haber visto al Taltos.
Pero ése era el precio que uno tenía que pagar por contemplar esas visiones.
Todo tenía un precio, según le había dicho Aaron. Desgraciadamente, ya nunca
podría contárselo.
-¿Cómo sabes
que se trata de un grupo ajeno a Talamasca? -preguntó Samuel un tanto mordaz.
El enano
presentaba un aspecto muy distinto al que tenía la noche en que se conocieron,
vestido con un jubón raído y unos pantalones viejos. Sentado junto al fuego,
parecía un horripilante sapo mientras contaba sus balas, llenaba los espacios
vacíos de su cartuchera, bebía whisky y ofrecía la botella con insistencia a
Yuri. Aquella noche Yuri se emborrachó como jamás lo había hecho. Necesitaba
calmar su dolor.
«Eres como un
gnomo maléfico...», le había dicho Yuri.
«Puedes
llamarme así si lo deseas -le contestó entonces el enano-. Me han dicho cosas
peores. Pero mi nombre es Samuel.»
«¿En qué idioma
cantan?», había preguntado Yuri.
El persistente
sonido de las voces y los tambores le enervaban.
«En nuestra
lengua. ¡Cállate y déjame contar las balas!», replicó el enano.
Ahora, el enano
se encontraba cómodamente instalado en un civilizado sillón y vestido con ropa
civilizada, mientras contemplaba al prodigioso gigante, Ash, que seguía sin
responder a la pregunta que le había formulado Samuel.
-Sí, ¿por qué
crees que se trata de un grupo ajeno a la Orden? -preguntó Yuri, tratando de
olvidar el frío, a oscuridad, los tambores y el intenso dolor producido ,Por el
disparo.
-Su torpeza
-contestó Ash-. El disparo de la pistola. El coche que atropelló a Aaron
Lightner. Existen métodos más sencillos para matar a una persona. Los miembros
de Talamasca lo saben bien; lo aprendieron estudiando a brujas, hechiceros y
otros príncipes de lo maléfico. Nunca dispararían contra un hombre en el valle
como si fuera un animal. Es inconcebible.
-Pero si la
pistola es el arma del valle, Ash -indicó Samuel con tono burlón-. ¿Por qué no
habrían de utilizarlas los brujos si las utilizan los enanos?
-Es el juguete
del valle -respondió Ash sin perder la calma-. Lo sabes perfectamente, Samuel.
Los hombres de Talamasca no son unos monstruos espiados y perseguidos que se
ocultan en la selva y se dedican a aterrorizar a la gente. El peligro no
proviene de los Mayores de la Orden. Se trata de un pequeño grupo de individuos
ajenos a Talamasca, que descubrieron
cierta
información y decidieron considerarla muy valiosa. Libros, discos de
ordenadores... ¿Quién sabe? Quizá fueron unos sirvientes quienes les vendieron,
esos secretos.
-Deben de creer
que nos comportamos como niños -dijo Yuri-. Deben de tenernos por curas y
monjas dedicados a archivar documentos y secretos en unos bancos de datos.
-¿Quién es el
padre del Taltos? ¿Quién mató a éste? -preguntó de repente Ash-. Prometiste
decírmelo si yo te revelaba lo que deseabas saber. ¿Qué más quieres? He sido
más que franco contigo. ¿Quién es ese brujo capaz de prohijar un Talcos?
-Se llama
Michael Curry -respondió Yuri-. Probablemente también intenten matarlo.
-No, no creo
que lo hagan -dijo Ash-. Por el contrario, tratarán de que vuelva a procrear un
Taltos. La bruja, Rowan...
-No puede tener
más hijos -respondió Yuri-. Pero existen otras brujas en la familia. Una de
ellas es tan poderosa que... -
Yuri notó que
lo vencía el cansancio. Se pasó la mano derecha por la frente para despejarse,
pero tenía la mano caliente. Al inclinarse hacia delante se sintió muy mareado,
de modo que volvió a reclinarse en el sofá, lentamente, procurando no lastimarse
el hombro, y cerró los ojos. Luego sacó del bolsillo del pantalón el billetero
y lo abrió.
Yuri extrajo
del billetero una pequeña fotografía escolar de Mona, en colores muy vivos. Su
amada aparecía sonriendo, mostrando su blanca dentadura, el rostro enmarcado
por su abundante cabellera pelirroja. Una bruja adolescente, simpática y
cariñosa, pero una bruja al fin.
Yuri se limpió
los ojos y los labios. La mano le temblaba de tal forma que el bello rostro de
Mona parecía estar desenfocado.
Ash cogió la
fotografía por el borde con sus largos dedos. El Taltos se hallaba de pie junto
a Yuri, con una mano apoyada en el respaldo del sofá y la otra sosteniendo la
fotografía mientras la examinaba en silencio.
-¿Pertenece a
la misma rama familiar que la madre? -preguntó Ash suavemente.
Yuri le
arrebató bruscamente el retrato y lo oprimió contra su pecho. Luego se inclinó
de nuevo hacia delante, mareado, presa de un lacerante dolor en el hombro.
Ash se retiró
con discreción y se dirigió hacia la chimenea. El fuego casi se había apagado.
Apoyó las manos en la repisa de la chimenea y mantuvo la espalda erguida, en
una postura casi militar, su oscuro y largo cabello cubriéndole el cuello.
Desde el lugar donde se hallaba sentado, Yuri no distinguía sus canas, sólo su
cabello castaño oscuro.
-Supongo que
intentarán secuestrarla -dijo Ash, sin volverse, alzando la voz para que Yuri
le oyera-. O quizás intenten secuestrar a otra bruja de la familia.
-Sí -contestó
Yuri, ofuscado. ¿Cómo pudo pensar que no la amaba? ¿Cómo es posible que la
sintiera tan lejos de él?-. ¡Tratarán de raptarla! ¡Dios mío! ¡Les hemos dado
ventaja! -exclamó-. ¡Ordenadores! ¡Archivos! ¡El mismo sistema que utiliza la
Orden!
Yuri se levantó
apresuradamente. Sintió un intenso dolor en el hombro, pero no le importó.
Seguía estrechando la fotografía de Mona contra su pecho.
-¿A qué te
refieres? -preguntó Ash, volviéndose hacia él. El resplandor de las llamas
iluminaba su rostro de forma que sus ojos parecían verdes como los de Mona y su
corbata una mancha de sangre.
-¡A las pruebas
genéticas! -respondió Yuri-. Toda la familia se ha sometido a unas pruebas para
evitar que vuelva a nacer un Taltos. ¿No lo comprendes? En la clínica están
compilando unos historiales médicos en los que constan datos genéticos y ginecológicos.
Por medio de estos documentos esos canallas sabrán quién es una bruja y quién
no. Estarán mejor informados que el estúpido Taltos. Dispondrán de un arma de
la que él carecía. El Taltos intentó aparearse con numerosas mujeres de la
familia y las mató. Todas ellas murieron sin darle lo que él deseaba, una hija.
Pero...
-¿Me permites
ver de nuevo la fotografía de la joven bruja pelirroja? -preguntó Ash con
timidez.
-No -contestó
Yuri.
Le latían las
sienes y sintió que por su brazo se deslizaban unas gotas de sangre. Se le
había abierto la herida.
-No -repitió,
mirando a Ash.
Ash guardó
silencio.
-No me pidas
eso -dijo Yuri-. Te necesito. Necesito que me ayudes, pero no me pidas que te
enseñe ahora su rostro.
Ambos se
miraron y Ash asintió.
-Muy bien
-dijo-. No te lo pediré. Pero te advierto que es muy peligroso amar a una bruja
con tanta vehemencia. Supongo que lo comprendes, ¿no?
Yuri no
respondió. Durante unos momentos lo entendió todo: que Aaron había muerto, que
Mona corría peligro, que le habían arrebatado casi todo cuanto él amaba, que
apenas le quedaban esperanzas de alcanzar algún día la felicidad, que se sentía
demasiado cansado y dolorido para pensar con claridad, que deseaba tumbarse en
la cama del dormitorio, la primera que veía desde que lo habían herido.
Comprendió que jamás debió haber enseñado la fotografía a ese extraño que lo
observaba con fingida amabilidad e infinita paciencia. Y también comprendió que
él, Yuri, estaba a punto de derrumbarse.
-Vamos, Yuri
-intervino Samuel de forma repentina pero amable, encaminándose hacia él con su
torpe andar y extendiéndole su mano gruesa y deformeDebes dormir un rato.
Cuando te despiertes te tendremos preparada una suculenta cena.
Yuri dio unos
pasos pero se detuvo, resistiéndose a que el enano, que tenía tanta fuerza como
cualquier hombre de estatura normal, lo condujera hacia el dormitorio. Yuri se
volvió y miró a Ash, que permanecía junto a la chimenea.
Luego entró en
el dormitorio y se desplomó sobreel lecho, y el enano le quitó los zapatos.
-Lo siento
-dijo Yuri.
-No te
preocupes -contestó el enano-. ¿Quieres que te cubra con la colcha?
-No, hace
calor. Me siento cómodo, seguro.
Yurí oyó cómo
se cerraba la puerta, pero no abrió los ojos. Notó que empezaba a sumirse en un
profundo sueño que lo iba alejando de la realidad. De pronto vio a Mona sentada
a los pies de la cama, invitándolo a aproximarse, a abrazarla. El vello que
tenía entre las piernas era de un tono rojizo aún más oscuro que el de su
cabello. Yuri abrió los ojos. Durante unos instantes sólo fue consciente de la
oscuridad que lo rodeaba, una inquietante ausencia de luz. Luego advirtió que
Ash estaba de pie junto a la cama, observándolo. Un temor instintivo lo obligó
a permanecer inmóvil, con los ojos fijos en el abrigo de paño de Ash.
-Descuida, no
te robaré la fotografía mientras duermes -murmuró Ash-. He venido a decirte que
esta noche partiré hacia el norte para visitar el valle. Nos veremos mañana,
cuando regrese.
-He cometido un
error -respondió Yuri-. No debí enseñarte la fotografía. ¡Cuán estúpido he
sido!
Yuri siguió
contemplando el paño oscuro del abrigo. De pronto, ante su rostro vio los
blancos dedos de la mano derecha de Ash. Yuri giró la cabeza lentamente y alzó
la vista. La proximidad del rostro del gigante le horrorizó, pero no emitió
ningún sonido. Miró sus ojos vidriosos, que lo observaban con curiosidad, y sus
voluptuosos labios.
-Creo que me
estoy volviendo loco -dijo Yuri.
-No -contestó
Ash-, pero a partir de ahora procura ser más perspicaz. Duerme. No temas, estás
a salvo. Samuel se quedará contigo hasta que yo regrese.
4
El depósito de cadáveres
era pequeño, sucio, y consistía en unas pequeñas habitaciones con el suelo y
los muros revestidos de baldosas blancas, unas tuberías oxidadas y unas mesas
metálicas desvencijadas y tambaleantes.
Rowan, pensó que sólo en
Nueva Orleans podía existir algo semejante. Sólo allí dejarían que una joven de
trece años se acercara al cadáver para verlo y rompiera a llorar.
-Espérame fuera, Mona -dijo
Rowan-. Quiero examinar el cuerpo de Aaron.
Las piernas le temblaban
casi tanto como las manos. Era como el viejo chiste: Un hombre está sentado en
un banco, presa de violentos tics, y cuando alguien le pregunta a qué se dedica
contesta: «Soy neuro... neuro... neurocirujano.»
Con la mano izquierda
apoyada en la mesa para sostenerse, levantó la sábana ensangrentada. El coche
no había desfigurado su rostro; era Aaron.
Aquél no era lugar para
rendirle homenaje, para recordar su bondad y sus vanos intentos de ayudarla.
Sin embargo, en su mente conservaba una luminosa imagen capaz de borrar la
suciedad, el hedor, la ignominia del cuerpo de un noble ser humano tendido
sobre una mesa mugrienta.
Aaron Lightner en el
funeral de su madre; Aaron Lightner tomándola del brazo y ayudándola a avanzar
entre una multitud de parientes lejanos para aproximarse al féretro de su
madre, consciente de que eso era lo que ella deseaba y debía hacer: contemplar
el hermoso, maquillado-y perfumado cadáver de Deirdre Mayfair.
Ningún cosmético le había
sido aplicado al rostro de este hombre que yacía aquí, indiferente a cuanto le
rodeaba, con su cabello blanco lustroso como de costumbre, símbolo de su
sabiduría y extraordinaria vitalidad. Sus pálidos ojos estaban entornados, pero
inconfundiblemente muertos. Su boca mostraba una expresión amable y relajada,
testimonio de una existencia vivida sin apenas amargura, odio o sarcasmo.
Rowan apoyó la mano sobre
su frente y movió la cabeza de Aaron hacia un lado. Calculó que la muerte se
había producido hacía menos de dos horas.
Tenía el pecho aplastado.
La camisa y la chaqueta estaban empapadas de sangre. La muerte debió de ser
instantánea. Tenía los pulmones destrozados y, probablemente, también el
corazón.
Rowan le tocó suavemente
los labios, separándolos como una amante que se dispusiera a besarlo. Notó que
tenía los ojos húmedos y de repente experimentó una intensa sensación al
recordar los aromas del funeral de Deirdre, la abrumadora presencia de flores
blancas y perfumadas. Aaron tenía la boca llena de sangre.
Rowan observó sus ojos sin
vida. «Te quiero», murmuró, inclinándose sobre él. Sí, había muerto
instantáneamente a causa de las lesiones del corazón, no del cerebro. Rowan le
cerró los párpados con suavidad.
¿Quién, en este agujero de
mala muerte, podría practicar una autopsia? El hedor que brotaba de los cajones
de cadáveres era insoportable.
Irritada, Rowan retiró la
sábana con brusquedad. La pierna derecha estaba destrozada. Por lo visto, el
extremo inferior del pie se había separado del resto y lo habían vuelto a
introducir dentro del pantalón. La mano derecha mostraba sólo tres dedos; los
otros dos habían sido amputados brutalmente. ¿Habría recogido alguien los dedos
que faltaban?
Rowan oyó un chirrido de
pasos. Era el detective chino que acababa de entrar. Las losas del suelo
estaban tan sucias como el resto de la habitación.
-¿Se encuentra bien,
doctora? -preguntó el detective.
-Sí -respondió ella-. Casi
he terminado.
Rowan se dirigió al otro
extremo de la mesa y apoyó la mano sobre la frente y el cuello de Aaron
mientras pensaba, escuchaba y palpaba.
Aaron había muerto a causa
del accidente de tráfico; así de simple y brutal. Si había padecido, su
expresión no lo manifestaba. Si había luchado para no morir, Rowan tampoco
podía adivinarlo. Beatrice lo vio cómo intentaba esquivar el coche. Según dijo
Mary Jane: «Trató de evitar que éste lo atropellara, pero no lo consiguió.»
Rowan se apartó. Quería
lavarse las manos, pero no sabía dónde hacerlo. Al fin se dirigió al lavabo,
abrió el oxidado grifo y se las enjuagó. Luego cerró el grifo, se metió las
manos en los bolsillos de su chaqueta de algodón, salió de la habitación
seguida del policía y entró en la pequeña antesala donde se hallaban los
cajones con los cadáveres que nadie había reclamado.
Michael la estaba esperando
allí, con un cigarrillo en la mano y el cuello de la camisa desabrochado.
Parecía abrumado por el dolor y los problemas de una vida fácil.
-¿Quieres verlo? -preguntó
Rowan. Todavía le dolía la garganta, pero no le preocupaba-. Su rostro está
intacto, pero no mires el resto de su cuerpo.
-Prefiero no hacerlo
-contestó Michael-. Jamás me he encontrado en una situación semejante. Si dices
que está muerto, que el coche lo atropelló y que no se puede hacer nada, no
quiero verlo.
-Lo comprendo.
-Este olor me produce
náuseas. Mona se ha mareado.
-Yo ya estoy acostumbrada
-contestó Rowan.
Michael se acercó a ella,
la agarró por la nuca con su mano grande y curtida y la besó de forma torpe y
brusca, muy diferente a cómo la besaba durante las semanas que ella permaneció
en coma. Rowan se estremeció, separó sus labios y lo besó y abrazó con toda la
fuerza de que era capaz.
-Tengo que salir de aquí
-dijo Michael.
Rowan retrocedió unos pasos
y dirigió la vista hacia el ensangrentado cadáver que yacía en la otra habitación.
El policía chino había vuelto a cubrirlo con la sábana por respeto, o quizá
simplemente por costumbre.
Michael observó las hileras
de cajones alineados de la pared que había frente a él. El insoportable hedor
se debía a los cadáveres que contenían. Rowan advirtió que un cajón estaba
medio abierto, quizá porque no pudieron cerrarlo. De él asomaban el rostro
moreno- de un cadáver y los rosados pies de otro que yacía sobre el primero. El
rostro estaba cubierto de verdín, pero eso no era lo más espantoso, sino el
hecho de que los dos cadáveres se hallasen apilados en un cajón, en una postura
tan íntima como si fueran dos amantes.
-No soporto... -dijo
Michael.
-Lo sé, vámonos -contestó
Rowan.
Cuando subieron al coche,
Mona ya había dejado de llorar. Permanecía silenciosa, mirando por la
ventanilla y absorta en sus pensamientos, sin ganas de hablar. De vez en cuando
se giraba para ver a Rowan y ésta le devolvía la mirada, sintiendo su fuerza y
calor. Durante las tres semanas que había estado escuchando las confidencias de
aquella adolescente -unas hermosas y poéticas declaraciones que a veces Rowan
ni siquiera oía debido a su estado de ensoñación-, había acabado cogiéndole
cariño.
La heredera, la que parirá
el hijo a cuyas manos pasará el legado. Una adolescente dotada de un útero y
las pasiones de una mujer experimentada. Una adolescente entre cuyos brazos
había gozado Michael y que, en su generosidad e ignorancia, se olvidó de que
éste padecía del corazón y podía morir de un ataque cardíaco en cualquier momento
de frenesí sexual. Pero Michael no había muerto. Había abandonado su estado de
invalidez y se había preparado para recibir a su esposa tras una larga
ausencia. Los remordimientos abrumaban a Mona, haciendo que se sintiera
desorientada, confundida.
Nadie pronunció ni una sola
palabra mientras circulaban por la autopista.
Rowan iba sentada junto a
Michael, apoyada en él, resistiendo los deseos de dormir, de dejarse arrastrar
por unos pensamientos que fluían de forma ágil e imperturbable como las aguas
de un río, unos pensamientos como los que la habían rondado durante varias
semanas y a partir de los cuales irrumpían suavemente las palabras y las
acciones. Unas voces que le hablaban a través del murmullo del agua.
Rowan sabía lo que debía
hacer. Sería otro duro golpe para Michael.
Ninguno de ellos se
sorprendió al ver la casa llena de gente y rodeada de policías. Tampoco hizo
falta que nadie explicara a Rowan lo ocurrido. Nadie sabía quién había
contratado al asesino a sueldo que acabó con la vida de Aaron Lightner.
Celia había acudido con el
fin de tranquilizar a Bea, y dejó que ésta llorara y se desahogase en el cuarto
de húespedes que solía ocupar Aaron en el segundo piso. Ryan Mayfair también se
hallaba presente, como siempre vestido de forma impecable, ya fuese para
asistir a un baile o la iglesia, advirtiéndoles sobre las medidas que debían
adoptar.
Todos se volvieron para
mirar a Rowan. Ella había visto sus rostros junto a su lecho. Los había visto
desfilar ante ella mientras permanecía sentada en el jardín, inmóvil y
silenciosa.
Se sentía incómoda con
aquel vestido que Mona le había ayudado a elegir, y que no recordaba haber
visto antes. Pero eso era lo de menos. Rowan estaba desfallecida de hambre y
miró complacida el espléndido buffet al estilo Mayfair que habían dispuesto en
el comedor.
Michael se apresuró a
llenarle el plato antes de que lo hicieran otros. Rowan, sentada a la cabecera
de la mesa, observó mientras comía los pequeños grupos que deambulaban a su
alrededor. Se bebió con avidez un vaso de agua helada. Nadie le dirigía la
palabra, por respeto o debido a un sentimiento de impotencia. ¿Qué podían
decirle? La mayoría de ellos apenas estaban informados de lo ocurrido. Jamás
llegarían a comprender su secuestro, como ellos lo llamaban, su cautividad o
las agresiones que había sufrido. Eran buenas personas. La querían y se
preocupaban por ella, pero no podían hacer nada, salvo dejarla en paz.
Mona estaba sentada junto a
ella. De pronto, se inclinó hacia Rowan y la besó en la mejilla. Fue un gesto
pausado, deliberado. Rowan pudo habérselo impedido, pero no lo hizo. Por el
contrario, la asió de la muñeca, la atrajo hacia sí y le devolvió el beso,
sintiendo el suave tacto de su piel y pensando vagamente cuánto debió gozar
Michael al contemplar, acariciar y poseer esa piel.
-Voy a acostarme un rato
-dijo Mona-. Si quieres algo estoy arriba.
-Te quiero a ti -contestó
Rowan.
Lo dijo en voz tan baja que
seguramente Michael no lo oyó. Michael estaba sentado a su derecha, entretenido
con un plato colmado de comida y una cerveza helada.
-Bueno, voy a acostarme
-repitió Mona. Su rostro reflejaba cansancio, tristeza y temor.
-Nos necesitamos mutuamente
-dijo Rowan, con una voz tan queda que apenas resultaba audible.
Ambas se miraron fijamente,
en silencio.
Mona asintió con un
movimiento de cabeza y se marchó, sin ni siquiera despedirse de Michael.
«Una delicadeza, fruto del
remordimiento», pensó Rowan.
De golpe oyó una sonora
carcajada. Los Mayfair, con independencia de las circunstancias, siempre reían.
Mientras ella agonizaba y Michael lloraba junto a la cabecera de su cama, Rowan
había oído a menudo risas. Recordó que había pensado de forma fría y
desapasionada, como si nada tuviera que ver con ella, en el contraste entre
ambos sonidos. La risa es un sonido más perfecto que el llanto; fluye de forma
espontánea y violenta, siempre melodiosa. El llanto suele ser un sonido
reprimido, sofocado, humillante.
Michael se terminó el
rosbif, el arroz y la salsa y apuró la cerveza. Alguien se apresuró a colocar
junto a su plato otra lata de cerveza, y Michael se bebió la mitad de un trago.
-¿Crees que le conviene a
tu corazón? -preguntó Rowan.
Michael no contestó.
Rowan miró su plato, que
también estaba vacío. Eran unos glotones.
Arroz con salsa. Comida
típica de Nueva Orleans. Rowan hubiese querido decirle a Michael cuánto la
había conmovido que él mismo le diera de comer durante las semanas que
permaneció en coma. Pero ¿de qué hubiera servido? El
hecho de que él la amara era tan prodigioso como todo cuanto le había sucedido
a ella misma y a la gente de esta casa. Sí, todo había sucedido en esta casa.
Sentía que pertenecía a este lugar con tanta intensidad como jamás lo había
sentido con relación a ningún otro, ni siquiera al Sweet
Christine que navegaba a través del Golden Gate. Estaba
segura de que éste era su hogar, de que nunca dejaría de serlo, y mientras
miraba su plato recordó el día en que Michael y ella recorrieron juntos la
casa, cuando abrieron un armario en la cocina y encontraron esta maravillosa
vajilla de porcelana y cubertería de plata.
Sin
embargo, todo esto podía desaparecer, podía serle arrebatado a ella y a los
demás, por un remolino de aire caliente surgido de la boca del infierno. ¿Qué
fue lo que le había dicho su nueva amiga, Mona Mayfair, pocas horas antes?
«Esto no se ha terminado, Rowan.»
No,
no se había terminado. ¿Y Aaron? ¿Habían llamado a la casa matriz para
comunicar a sus viejos amigos lo sucedido? ¿O acaso iban a enterrarlo entre
sus nuevos amigos y parientes políticos?
Los
candelabros alumbraban la estancia desde la repisa de la chimenea. Aún no
había oscurecido del todo. A través de los laurocerasos Rowan contempló el legendario
color púrpura del cielo. Los murales mostraban sus reconfortantes colores en
la penumbra de la habitación, y las cigarras cantaban en las magníficas encinas,
unas encinas que ofrecían consuelo y refugio; el aire tibio de la primavera
penetraba en la habitación a través de las ventanas abiertas, aquí y en el
salón, y quizás a través de las ventanas posteriores que daban a la enorme
piscina desierta y a la tumba del jardín, donde yacían los cadáveres de sus
únicos hijos.
Michael
apuró su segunda cerveza, estrujó la lata y la depositó sobre la mesa con
cuidado, como si temiera que fuera a caerse. No miró a Rowan. Observaba los
laureles,
cuyas ramas rozaban las columnas del porche y los cristales de las ventanas de
la parte superior de la casa. Quizá miraba el cielo violáceo. Quizá escuchaba
los cantos de los estorninos, que aparecían en grandes bandadas para devorar a
las cigarras. Todo estaba traspasado por la muerte, ese baile, esas cigarras
que revoloteaban de un árbol a otro, aquellas bandadas de pájaros que
atravesaban el cielo al atardecer, sólo por la muerte, una especie que devoraba
a otra.
«Así
es», había dicho Rowan el día que despertó, con el camisón, las manos y los
pies manchados de barro, junto a la tumba recién cavada donde reposaban sus
hijos. «Así es, Emaleth. Una cuestión de supervivencia, hija mía.»
Por
una parte, deseaba regresar junto a la tumba del jardín, a la mesa de hierro
forjado que había debajo del árbol, a la danza macabra de los pájaros que
invadían el cielo violáceo con sus maravillosos cantos. Por otra parte, no se
atrevía. Temía que si volvía a sentarse a aquella mesa abriría los ojos y
comprobaría que había pasado una noche, o quizá más... La espantosa y trágica
muerte de Aaron la pillaría por sorpresa y le diría: «Despierta, te necesitan.
Ya sabes lo que debes hacer.» ¿O acaso fue el mismo espíritu de Aaron el que le
había susurrado al oído? No, no había sido nada tan claro o personal.
Rowan
miró a su marido. El hombre sentado con la espalda encorvada, estrujando una
lata de cerveza hasta convertirla en un objeto redondo y casi plano, con la
mirada fija en las ventanas.
Un hombre
al mismo tiempo maravilloso y terrible, increíblemente atractivo a sus ojos. El
horrible y vergonzoso hecho era que su amargura y sufrimiento lo habían vuelto
aún más atractivo; lo habían marcado maravillosamente. Ya no parecía tan
inocente como antes, tan diferente del hombre que era en realidad. Su
verdadero yo afloraba a través de su hermosa piel y
modificaba la textura de todo su ser, confiriéndole a su rostro cierta
ferocidad, junto a numerosos y sutiles matices.
Unos
colores apagados. Michael le había hablado una vez sobre los colores
«apagados», en los días felices de recién casados, antes de descubrir que su
hijo era un duende. Michael le explicó que en la época victoriana pintaban las
cosas con colores «apagados». Eso significaba oscurecer un poco los tonos para
hacerlos más sombríos, matizados y complejos. Todas las casas victorianas de
América estaban pintadas en esos tonos. Eso fue lo que le había dicho Michael.
A él le encantaban aquellos rojos marronáceos, el verde oliva y el gris plomizo,
pero no sabía qué palabra emplear para describir el gris del atardecer o el
verde profundo de las sombras, los tonos de la oscuridad que se cernía sobre la
casa violeta con sus alegres postigos.
Quizá
Michael se sentiera «apagado». ¿Era eso lo que le había ocurrido? ¿O no era ésa
acaso la palabra que definía la expresión melancólica de sus ojos, o la forma
en que su rostro revelaba tan poco, a primera vista, sin por ello mantener una
expresión mezquina y cruel?
Michael
la miró. Sus ojos cambiaban constantemente de expresión y hasta de color.
Cuando se volvían azules, casi parecían sonreír. «Hazlo otra vez -pensó Rowan-.
Mírame otra vez con esos ojos grandes y azules y deslumbrantes.» ¿Era quizás un
inconveniente tener unos ojos como los de Michael?
Rowan
extendió la mano y le acarició la incipiente barba que cubría su rostro,
barbilla y cuello. Luego acarició su fino cabello negro y las escasas canas, de
tacto más áspero, hundiendo los dedos en sus rizos.
Michael
se inclinó bruscamente hacia delante, como sobresaltado, volvió la vista de
forma lenta y cautelosa, sin mover la cabeza, y la miró.
Rowan
retiró la mano al mismo tiempo que se levantaba, y él también se puso en pie.
Michael
la tomó del brazo y Rowan advirtió que le temblaba la mano. Luego le apartó la
silla y ella dejó que sus cuerpos se rozasen al pasar junto a él.
Subieron
la escalera en silencio y con rapidez.
El
dormitorio presentaba el mismo aspecto de siempre, sereno, cálido, tal vez en
exceso. La cama estaba destapada para que ella pudiera acostarse en el momento
que lo deseara.
Rowan
cerró la puerta y echó el pestillo. Michael se quitó la chaqueta. Ella se
desabrochó la blusa, se la quitó y la dejó caer al suelo.
-Supuse
que la operación que te practicaron... -dijo él.
-No,
estoy bien. Quiero hacerlo.
Michael
se acercó y la besó en la mejilla, haciendo que girase la cabeza. Rowan sintió
su barba áspera, sus rudas manos estirándole del pelo mientras la
obligaba a echar la cabeza hacia atrás. Ella le tiró de la camisa.
-Quítatela
-dijo.
Al
desabrocharse la falda, ésta cayó al suelo. Estaba muy delgada, pero no le
importaba su aspecto. Quería verlo a él. Michael estaba desnudo, con el pene
erecto.
Rowan
le acarició el vello negro y rizado del pecho y le pellizcó los pezones.
-Me
haces daño -murmuró él, estrechándola entre sus brazos y aplastando sus pechos
contra el suyo. Ella introdujo la mano entre sus piernas y le acarició el
miembro, duro, dispuesto para penetrarla.
Rowan
se encaramó sobre la cama, avanzando por ella de rodillas, y se tumbó sobre la
sábana de algodón. Al cabo de unos segundos sintió el peso de él, sus gran
des
huesos aplastándola, su cabello, el dulce olor de su cuerpo y su perfume, sus
uñas arañándole la piel, sus movimientos bruscos y excitantes.
-Hazlo
rápido -exigió ella-. La segunda vez lo haremos más despacio. Vamos, quiero
sentirte dentro de mí.
Pero
él no necesitaba ningún otro estímulo. -¡Hazlo con fuerza! -murmuró ella,
apretando los dientes.
Michael
la penetró. El tamaño del miembro la sorprendió, y le produjo dolor. Pero era
un dolor exquisito, perfecto. Rowan intentó retener el pene, pero los músculos
de su vagina estaban débiles y doloridos y no obedecieron. Su maltrecho cuerpo
la había traicionado.
No
importaba. Michael la embistió con fuerza hasta conseguir que alcanzara el
orgasmo, súbitamente, sin gritos ni suspiros.
Rowan
se hallaba fuera de sí, con el rostro enrojecido, los brazos extendidos sobre
la sábana, intentando abrazarle el pene con la vagina sin importarle el dolor,
al tiempo que él seguía agitándose con fuerza, rítmicamente, hasta que se
corrió entre movimientos espasmódicos que parecían querer arrancarlo de sus
brazos; luego se desplomó sobre ella, húmedo, satisfecho e intensamente amado.
Michael.
Se
tendió junto a ella.
No
podría volver a hacerle el amor hasta pasado un rato. Era lógico. Tenía el pelo
húmedo, pegado a la frente. Rowan permaneció inmóvil, destapada, sintiendo el
aire que le secaba el sudor, observando el lento movimiento de las aspas del
ventilador que se hallaba instalado en el techo.
El
ventilador se movía muy despacio, como si quisiera hipnotizarla. «Deténte»,
ordenó Rowan a su cuerpo, a su sexo, a sus órganos internos. Temió rememorar
en sueños los momentos que había pasado entre los brazos de Lasher, pero afortunadamente
ya no le importaban; puede que éste hubiera sido un dios salvaje y apasionado,
pero el ser con el que acababa de hacer el amor era un hombre, un hombre brutal con un corazón inmenso y
generoso. Había sido una experiencia divina, feroz, deslumbrante, dolorosa y
simple.
Michael
se levantó de la cama. Rowan supuso que dormiría un rato, aunque ella misma no
podía conciliar el sueño.
Él
empezó a vestirse, con la ropa limpia que había sacado del armario del baño.
Estaba de espaldas a ella, y cuando se volvió la luz del baño iluminó su
rostro.
-¿Por
qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste con él? -gritó Michael.
-No
levantes la voz -contestó Rowan, llevándose un dedo a los labios-. Acudirán
todos corriendo. Comprendo que me odies...
-¿Odiarte?
¿Cómo puedes decir eso, cuando todos los días te repetía que te amaba?
-Michael se acercó, apoyó las manos en la barandilla del pie de la cama y la
miró furioso, tremendamente atractivo-. ¿Cómo fuiste capaz de abandonarme? ¿Por
qué lo hiciste? Luego se acercó a ella y la agarró del brazo, clavándole los
dedos en su desnuda carne.
-¡No
lo hagas! -exclamó ella, procurando no al zar la voz,
consciente de que ésta sonaba ronca y asustada-. No me pegues, te lo advierto.
Eso es lo que hacía él, pegarme, pegarme continuamente. ¡Si me pegas te
mataré!
Rowan
se soltó, se levantó de la cama y corrió hacia el baño. El frío mármol de las
baldosas le quemaba los pies.
¡Matarlo!
¡Dios Santo, si no se controlaba era capaz de matar a Michael con sus poderes
sobrenaturales! Cuántas veces había intentado matar a Lasher, escupiéndole a
la cara el odio que sentía hacia él, tratando de aniquilarlo. Él se había
reído. Pero Michael moriría si ella proyectaba sobre él su invisible rabia.
Moriría como todos aquellos otros a quienes ella había
matado; eran tantos los repugnantes y atroces asesinatos que habían configurado
su vida, que la habían llevado hasta esta casa, en estos momentos.
Rowan
sintió terror ante el angustioso silencio de la habitación. Se volvió
lentamente y miró a través de la puerta entreabierta. Michael estaba de pie
junto a la cama, observándola.
-Debería
temerte -dijo Michael-. Pero no te temo. Sólo me da miedo una cosa: que no me
quieras.
-Claro que te quiero -respondió ella-. Siempre
te he querido. Siempre.
Michael
la miró con tristeza durante unos instantes, unos segundos, y luego le dio la
espalda. Estaba herido, pero jamás volvería a aparecer tan vulnerable como hacía
unos momentos.
Había
dejado de ser el hombre tierno y amable de siempre.
Había
una silla junto al ventanal que daba a la terraza, y Michael se sentó en ella,
de espaldas a Rowan. «Voy a herirte de nuevo», pensó Rowan.
Deseaba
acercarse a él, hablarle, abrazarlo. Conversar con él como hicieron el día en
que ella despertó del coma y enterró a su hija, la única hija que tendría, bajo
la encina.
Deseaba
expresarle su amor con la misma alegría que sintió entonces, su amor infinito,
absurdo, total, incondicional.
Pero
aquello le costaba tanto como le había costado pronunciar las primeras palabras
tras recobrar la conciencia.
Rowan
se pasó las manos por el pelo. Luego, en un gesto mecánico, abrió los grifos de
la ducha.
Mientras
se duchaba empezó a pensar con mayor claridad. El sonido y la tibieza del agua
la ayudaron a serenarse.
Había
allí tanta ropa que no sabía qué elegir. No recordaba tener tantos vestidos
colgados en los armarios. Al fin eligió un pantalón de lana, un viejo pantalón
que había comprado hacía años en San Francisco, y un holgado jersey de
algodón.
Había
refrescado. Era una noche típica de primavera. Rowan se sintió a gusto vestida
con el tipo de prendas que solía usar. ¿Quién habría comprado todos aquellos
vestidos?
Se
cepilló el pelo, cerró los ojos y pensó: «Vas a perderlo, y con razón, si no
hablas ahora mismo con él, si no te sinceras, si no tratas de superar tu temor
instintivo a las palabras y hablas con él.»
Dejó
el cepillo sobre el tocador. Michael se encontraba de pie junto a la puerta.
Ella había dejado la puerta abierta mientras se duchaba y vestía.
Al
verlo y observar su expresión serena, resignada, Rowan se tranquilizó. Casi
rompió a llorar. Pero semejante comportamiento hubiera sido estúpido y egoísta.
-Te
quiero, Michael -dijo-. Te quiero mucho. Jamás he dejado de quererte. Lo hice
por vanidad y arrogancia; en cuanto al silencio, fue una debilidad del
espíritu, incapaz de sanar y recuperarse, o quizás el inevitable refugio que
buscaba el espíritu impulsado por su egoísmo.
Michael
la escuchó con atención, el ceño ligeramente arrugado, y una expresión
sosegada pero no inocente como antaño. Tenía los ojos húmedos, pero su mirada
era dura y estaba traspasada por la tristeza.
-No
comprendo cómo fui capaz de lastimarte hace un rato -dijo Michael-. No me lo
explico. -Michael, no...
-Déjame
decirlo. Sé lo que has pasado. Sé lo que él te hizo. No entiendo cómo he podido
culparte por lo sucedido, enfurecerme y herirte de ese modo.
-Lo
sé, Michael -respondió ella-. No sigas, me vas a hacer llorar.
-Yo
lo destruí, Rowan -dijo Michael, reduciendo su voz a un murmullo casi imperceptible
tal como suele hacer la gente cuando se refiere a la muerte-. Lo destruí, pero
no es suficiente. Yo... yo...
-No
sigas. Perdóname, Michael, perdóname por el daño que te he hecho a ti y a mí
misma. Perdóname. Rowan se inclinó hacia delante y lo besó con fuerza para
acallar su respuesta.
Michael
la abrazó con ternura, como si quisiera protegerla, y la hizo sentirse a salvo,
como cuando habían hecho el amor.
Puede
que existiera algo más hermoso que abandonarse en sus brazos y sentir la unión
de sus cuerpos, pero Rowan no fue capaz de imaginar qué era; en cualquier
caso, no sería la violencia de la pasión. Ese goce también existía,
naturalmente, pero lo que sentía ahora jamás lo había sentido con ningún otro
ser humano.
Al
cabo de unos minutos Michael se apartó, le cogió las manos y se las besó,
esbozando aquella pícara sonrisa que Rowan temía no volver a contemplar nunca.
Luego le guiñó el ojo y dijo con voz ronca, emocionado:
-Me
alegra saber que todavía me amas.
-Me
enamoré de ti hace años -contestó Rowan-, y siempre te amaré. Ven, acompáñame
hasta la encina. Quiero permanecer un rato junto a ellos. No sé por qué. Tú y
yo somos los únicos que sabemos que están enterrados juntos.
Bajaron
por la escalera trasera y cruzaron la cocina. El guardia que se hallaba junto
a la piscina les saludó con un gesto de la cabeza. El jardín estaba muy oscuro.
Cuando
alcanzaron la mesa de hierro forjado, Rowan le tendió los brazos al cuello y
Michael la abrazó con fuerza. «Me querrás durante un tiempo -pensó Rowan-, pero
luego me odiarás.»
«Sí,
me odiarás, estoy convencida de ello.» Rowan
le besó el cabello, la mejilla, restregando el rostro contra su barba.
Oyó a Michael suspirar suavemente, un suspiro profundo que le brotaba
del pecho.
«Sé
que me aborrecerás», pensó ella. Pero ¿qué otra persona sería capaz de
perseguir a los hombres que mataron a Aaron?
5
El
avión aterrizó en el aeropuerto de Edimburgo a las once de la noche. Ash
dormitaba con la cara apoyada en la ventana. Observó los faros de los coches
que avanzaban hacia él, negros, de marca alemana, unos sedanes que lo
trasladarían a él y a su pequeño séquito por las estrechas carreteras hasta
Donnelaith. Ya no era necesario hacer el viaje a caballo. Ash se alegraba de
ello, no porque no hubiera disfrutado durante esos periplos a través de las
escarpadas montañas sino porque quería llegar cuanto antes al valle.
«La
vida moderna hace que nos volvamos impacientes», pensó Ash. ¿Cuántas veces en
su larga vida había emprendido el camino de Donnelaith, decidido a visitar el lugar de sus más trágicas pérdidas y revisar de
nuevo su destino? En ocasiones había tardado varios años en atravesar
Inglaterra y alcanzar las tierras altas del norte; otras, sólo unos meses.
Actualmente
realizaba el trayecto en cuestión de horas, lo cual era una ventaja. El viaje
no era lo más problemático, sino la estancia en el valle.
Ash
se levantó del asiento mientras Leslie, la joven y solícita ayudante con la
que había hecho el viaje desde América, iba en busca de su abrigo, una manta y
una almohada.
-¿Tienes
sueño, querida? -le preguntó Ash con un leve tono de reproche. Esas jóvenes
hacían a veces cosas muy raras. No le habría sorprendido que se hubiera puesto
un camisón.
-Son
para usted, señor Ash. El viaje dura casi dos horas. Supuse que así estaría más
cómodo.
Ash
sonrió y se dirigió hacia la salida. ¿Qué sentía esta chica cada vez que él la
obligaba a emprender un vuelo nocturno hacia un lugar situado en el otro extremo
de la Tierra? Escocia no era sino uno de los numerosos lugares a los que
solían viajar. Nadie podía adivinar lo que esto significaba para él.
Cuando
bajó por la escalerilla del avión, le asombró la fuerza con que soplaba el
viento. Hacía más frío allí que en Londres. Su viaje le había llevado de un
círculo
de
hielo a otro y a otro. Nada más apearse del avión deseó haber permanecido en
el cálido y acogedor hotel londinense, una reacción un tanto pueril. Pensó en
el gitano que yacía en el dormitorio, esbelto y con la piel morena, una boca
cruel y unas cejas y unas pestañas negras, largas y rizadas como las de un
niño.
¿Por
qué tenían los niños unas pestañas tan largas? ¿Por qué se les caían más tarde?
¿Acaso necesitaban de pequeños esa protección? ¿Tenían también los Taltos unas
pestañas largas y rizadas cuando eran pequeños? Ash no recordaba haber tenido
infancia, aunque también existía ese periodo en la vida de los Taltos.
«La
memoria perdida...» Había escuchado esas palabras en innumerables ocasiones.
Era
terrible este regreso, negarse a avanzar sin mantener antes una amarga
consulta con el alma.
El
alma. «Tú no tienes alma», al menos eso han dicho.
A
través del cristal que separaba la parte delantera de la posterior Ash observó
cómo la joven Leslie ocupaba el asiento que tenía frente a él. Se alegraba de
disponer de todo el compartimento posterior y de que hubieran enviado dos
coches para conducirlo a él y a su pequeño séquito hacia el norte. Hubiera
resultado insoportable sentarse junto a un ser humano, escuchar el parloteo de
los humanos, percibir el olor de una hembra humana, joven y dulce.
Escocia.
El olor de los bosques; el olor del mar transportado por el viento.
El
coche circulaba suavemente, manejado por un experto conductor. Menos mal.
Habría sido intolerable verse zarandeado de un lado a otro hasta llegar a Donnelaith.
Durante unos instantes advirtió tras él el resplandor de los faros del coche
de su escolta, que lo seguía a todas partes.
De
repente sintió una terrible premonición. ¿Por qué someterse a ese trago tan
amargo? ¿Por qué había decidido ir a Donnelaith? ¿Por qué se disponía a subir a
la montaña y visitar los lugares de su pasado? Ash cerró los ojos y durante
unos segundos vio el brillante cabello rojo de la pequeña bruja de la que Yuri
estaba enamorado como un escolar. Vio sus ojos verdes, de mirada fría, que
contrastraban con el infantil lazo que llevaba en el pelo. ¡Cuán estúpido era
Yuri!
El
chófer pisó el acelerador.
Ash
no veía nada a través de los cristales tintados. Era lamentable. Intolerable.
Los automóviles de su propiedad no tenían cristales tintados. Nunca se había
preocupado de proteger su intimidad. Contemplar el mundo en sus colores
naturales era para él tan imprescindible como respirar.
Decidió
dormir un rato, confiando en que no le perturbaran los sueños.
De
pronto oyó una voz, la de la joven Leslie, por el equipo de megafonía que se
hallaba instalado en el techo del automóvil.
-He
llamado a la posada, señor Ash, y he comunicado nuestra llegada. ¿Quiere que
nos detengamos unos momentos?
-No,
deseo llegar cuanto antes. Trataré de dormir un rato. Es un viaje muy largo.
Pensó
de nuevo en el gitano, en su rostro delgado y moreno, en su deslumbrante
dentadura blanca y perfecta, la dentadura de un hombre moderno; tal vez fuera
un gitano rico. Era evidente que la bruja era rica, según pudo deducir de la
conversación que mantuvo con Yuri. Imaginó que le desabrochaba un botón de la
blusa que lucía en la fotografía. Deseaba contemplar sus pechos. Tenía los
pezones rosados, y tocó las venitas azules que se transparentaban bajo la piel.
Ash suspiró, dejando escapar un silbido, y volvió la cabeza.
El
deseo era tan intenso y doloroso que se vio obligado a borrar esas imágenes de
su mente. Luego se le apareció de nuevo la imagen del gitano. Vio su brazo largo
y moreno extendido sobre la almohada. Aspiró el olor de los bosques y el valle
que emanaba de él. «Yuri», murmuró en su fantasía, inclinándose sobre el joven
y besándolo en la boca.
La
situación se estaba poniendo al rojo vivo. Ash se incorporó, apoyó los codos en
las rodillas y se cubrió la cara con las manos.
«Un
poco de música», murmuró. Se reclinó en el asiento, y apoyó la cabeza en la
ventanilla, tratando de ver el paisaje a través de aquellos desagradables
cristales ahumados; y entonces empezó a tararear con voz de falsete una
canción que nadie comprendería salvo Samuel, y quizá ni siquiera él.
Eran
las dos de la mañana cuando Ash, le ordenó al conductor que se detuviera. No
podía continuar. Tras los cristales oscuros del coche se hallaba el mundo que
él estaba impaciente por contemplar.
-Casi
hemos llegado, señor.
-Lo
sé. La ciudad se encuentra a unos pocos kilometros. Ve allí directamente.
Espérame en la posada. Avisa a mis escoltas. Diles que te sigan. Quiero estar
solo.
Ash
no esperó a que se produjeran los inevitables argumentos y protestas.
Se
apeó apresuradamente del coche y cerró la portezuela antes de que el conductor
pudiera bajarse para ayudarlo. Tras despedirse de él con un ademán, echó a
caminar por el arcén hacia el bosque frondoso y frío.
El
viento había amainado. La luna, oculta entre las nubes, emitía una luz sutil e
intermitente. Ash aspiró el aroma de los pinos escoceses, la tierra oscura y
fría, las
primeras
e intrépidas briznas de hierba primaveral, el leve perfume de las flores
primaverales.
Sintió
el agradable tacto de la corteza de los árboles bajo sus dedos.
Caminó
durante un buen rato, a través de la oscuridad, tropezando de vez en cuando y
apoyándose en los gruesos troncos de los árboles. No quería detenerse para
descansar. Conocía bien el terreno. Conocía las estrellas que brillaban en lo
alto, aunque las nubes tratasen de ocultarlas.
El
espectáculo del cielo sembrado de estrellas le produjo una emoción extraña y
dolorosa. Al fin se detuvo sobre un promontorio. Las piernas le dolían un
poco, cosa que le pareció normal. Sin embargo, al detenerse en aquel lugar
sagrado, que significaba para él más que ningún otro del mundo, recordó la
época en que habría podido subir corriendo la colina sin que sus piernas se
resintieran ni tener que detenerse para recobrar el aliento
Pero
¿qué importaba que le dolieran un poco las piernas? Eso le permitía comprender
mejor el dolor y sufrimiento de los demás. Los seres humanos sufrían mucho.
Ash pensó de nuevo en el gitano que dormía en su cálido lecho, mientras soñaba
con su bruja. El dolor era dolor, ya fuera físico o psicológico. Ni siquiera el
más sabio de los Taltos sabría decir cuál era peor, si el del corazón o el de
la carne.
Al
cabo de un rato continuó trepando por la escarpada colina, avanzando con
cautela y sosteniéndose con ayuda de las gruesas ramas que colgaban de los árboles.
Soplaba
un ligero viento. Ash notó que tenía las manos y los pies fríos, pero no le
molestó. El frío más bien le tonificaba.
Gracias
a Remmick, había cogido su abrigo forrado de piel y tuvo la precaución de
ponerse unas prendas de lana; y gracias al cielo, el dolor que sentía en las
piernas no había aumentado, aunque le molestaba bastante.
Algunos
tramos del terreno eran peligrosos, pero los altos árboles formaban una barrera
que le impedía despeñarse y le permitía avanzar sin mayores dificultades.
Al
cabo de un rato giró y echó a andar por un sendero que conocía bien, el cual
serpenteaba entre dos pequeñas colinas cubiertas por unos vetustos árboles que
habían permanecido intactos durante siglos, al abrigo de los intrusos.
El
sendero descendía hacia un pequeño valle sembrado de grandes piedras que le
lastimaban los pies y lo hacían tropezar continuamente. Luego, Ash comenzó a
trepar de nuevo por una empinada colina, jadeante pero convencido
de que su voluntad conseguiría superar su cansancio.
Al
fin llegó a un pequeño claro, sin perder de vista la cima que se erguía ante
él. La frondosa vegetación le impidió hallar el sendero o un camino practicable,
y continuó avanzando por entre los matorrales. Al girar hacia la derecha, pudo
observar, a los pies de un profundo precipicio, las aguas del lago en las que
se reflejaba la pálida luz de la luna, y más allá las gigantescas ruinas de
una catedral.
Ash
se detuvo, impresionado. Ignoraba que hubieran reconstruido una gran parte de
la catedral. Divisó la nave de la iglesia, numerosas tiendas de campaña y cobertizos
y unas diminutas luces, apenas mayores que la cabeza de un alfiler. Ash se
apoyó en la roca y contempló ese panorama, sintiéndose entonces seguro, sin peligro
de resbalar o caer al vacío.
Sabía
lo que se sentía al precipitarse en un abismo, intentando agarrarse a algo y
gritando de terror, incapaz de frenar la caída, mientras el cuerpo adquiere
cada vez más peso y velocidad.
Se
había desgarrado el abrigo y tenía los zapatos húmedos debido a la nieve.
Durante
unos instantes se sintió abrumado por los intensos aromas de aquella tierra y
notó que un placer erótico le invadía el cuerpo.
Cerró
los ojos y dejó que la suave e inocua brisa le acariciara el rostro y le
refrescara las manos.
«Estás
muy cerca. Sólo tienes que subir un poco más y girar al llegar a esa roca gris
que aparece iluminada por la luna. Dentro de un momento las nubes volverán a tapar
la luna, pero te será muy fácil dar con la roca.»
De
pronto percibió un sonido lejano. Por unos instantes creyó haberlo imaginado,
pero al cabo de un rato oyó el batir de tambores y el sonido melancólico de
unas gaitas, sombrío y desprovisto de ritmo y melodía, que lo llenó de
angustia. El sonido se hizo cada vez más intenso, o al menos él lo iba
percibiendo con mayor claridad. Durante unos segundos el viento sopló con
fuerza, y luego amainó; el rugido de los tambores resonaba en el valle,
acompañado por el ruido de las gaitas. Ash trató de hallar en ese sonido un
esquema melódico, y al no hallarlo apretó los dientes y se tapó las orejas con
las palmas de las manos.
«La
cueva. Vamos, sigue adelante. Puedes refugiarte en ella. No hagas caso de los tambores.
Si supieran que estás aquí, ¿crees que tocarían una bonita canción para
atraerte? ¿Crees que recuerdan siquiera alguna canción?»
Ash
continuó su ascensión, y al llegar a la roca palpó su fría superficie con
ambas manos. A seiscientos metros de distancia se encontraba la boca de la
cueva, oculta por la vegetación, pero Ash reconocía las formaciones de piedra.
Siguió adelante, jadeando, arrastrando los pies. El viento silbaba entre los
pinos. Ash apartó las ramas para impedir que le arañaran el rostro. Al cabo de
un rato alcanzó la tenebrosa cueva. Entró en ella, se sentó con la espalda
apoyada en la pared, sin resuello, y cerró los ojos.
No se
oía nada; tan sólo el murmullo del viento, que por fortuna sofocaba el batir de
los lejanos tambores, suponiendo que siguieran emitiendo aquel espantoso
ruido.
-Estoy
aquí -murmuró Ash. Sus palabras quebraron el silencio, alcanzando los rincones
más recónditos de la cueva. Pero no obtuvo respuesta. Apenas se atrevía a
pronunciar su nombre.
Ash se levantó,
dio un paso, y después otro. Siguió avanzando, apoyándose en los muros de la
cueva y notando que su cabello rozaba el techo de la misma, hasta alcanzar un
punto donde el camino se ensanchaba; el eco de sus pasos le indicó entonces que
el techo de la cueva era allí más alto. No veía nada.
Durante
unos momentos sintió temor; quizás había avanzado con los ojos cerrados,
dejándose guiar por las manos y los oídos, y ahora, al abrir los ojos en busca
de una luz, sólo veía oscuridad. Temió caerse. Tuvo la sensación de que no se
hallaba solo, pero se negó a echar a correr, a salir huyendo como un pájaro
asustado, de forma humillante, con riesgo de sufrir un accidente.
Ash
trató de dominar su temor. La oscuridad seguía envolviéndolo. El único sonido
que percibía era el de su respiración.
-Estoy
aquí -repitió-. He vuelto. -Las palabras brotaban de sus labios y caían en el
vacío-. Por favor, una vez más, te lo ruego... -murmuró Ash. Silencio.
A
pesar del frío que reinaba en la cueva, estaba sudando. Sentía el sudor en la
espalda, bajo su camisa, y en la cintura, debajo del cinturón de cuero con que
sujetaba sus pantalones de lana. Sentía la frente impregnada de una humedad
grasienta y repugnante.
-¿Por
qué he venido? -preguntó. Su voz sonó débil y distante. Luego, alzando la voz,
añadió-: He venido con la esperanza de que vuelvas a coger mi mano, aquí, como
hiciste en otra ocasión, y me procures consuelo.
El
eco de sus vehementes palabras retumbó entre los muros de la cueva, haciéndolo
estremecer.
Sin
embargo, en lugar de contemplar una dulce aparición, le asaltaron los
recuerdos del valle que jamás lo abandonarían. La batalla, el humo, los gritos.
Oyó la
voz
de ella gritando entre las llamas: «¡Maldito seas, Ashlar!» El calor y la ira
hirieron cruelmente su corazón y sus tímpanos. Sintió de nuevo el viejo
terror, la vieja convicción.
«„.
espero que sufras hasta el fin de tus días.» Silencio.
Tenía
que volver sobre sus pasos, debía hallar el estrecho pasadizo que conducía a
la salida. Si permanecía allí, sin ver nada, incapaz de hacer otra cosa que no
fuese recordar, sufriría un accidente. Aterrado, dio media vuelta y echó a
andar apresuradamente hasta que palpó los fríos y ásperos muros de piedra de la
cueva.
Cuando
vio de nuevo las estrellas lanzó un profundo suspiro de alivio. Durante unos
momentos permaneció inmóvil, con la mano sobre el corazón, escuchando el
incesante batir de los tambores. Parecían más cercanos, quizá porque el viento
había dejado de soplar. Habían iniciado una cadencia, rápida y luego más lenta,
similar al redoble de tambor antes de una ejecución.
-No,
aléjate de mí -murmuró Ash.
Deseaba
huir de aquel lugar. Confiaba en que su fama y su fortuna le ayudarían a
escapar de allí. No podían dejarlo abandonado sobre aquella colina, soportando
el espantoso sonido de los tambores y las gaitas, que interpretaban una
siniestra melodía. ¿Por qué había cometido la locura de ir allí? Detrás de él,
a pocos metros, se abría la boca de la cueva.
Necesitaba
ayuda. ¿Dónde estaban las personas que obedecían todas sus órdenes? Había sido
un estúpido al separarse del resto del grupo para escalar solo la colina. Se
sentía tan solo y desgraciado que comenzó a gemir como una criatura.
Al
cabo de unos minutos empezó a descender por la cuesta. No le importaba
tropezar, ni desgarrarse el abrigo ni engancharse el cabello con las ramas de
los árboles. Siguió avanzando deprisa, pese a que los pies le escocían.
Los
tambores rugían cada vez más fuerte. Temía pasar junto a ellos y las gaitas,
las cuales emitían un desagradable sonido nasal y al mismo tiempo irresistible.
No debía pararse. No debía escuchar. Siguió descendiendo y, aunque se cubrió
los oídos con las manos, todavía oía las gaitas y la siniestra cadencia, lenta
y monótona, de los tambores, cuyo sonido parecía brotar de su cerebro, de sus
huesos, como si estuviera en medio de ellos.
Desesperado,
echó a correr, tropezando y perdiendo el equilibrio. Al caer se desgarró el
pantalón y se hizo daño en las manos, pero siguió corriendo hasta que de
pronto advirtió que los tambores y las gaitas lo rodeaban. La melancólica
canción lo atraía y atrapaba como una tela de araña, haciéndolo girar una y
otra vez, incapaz de huir. Al abrir los ojos vislumbró a través del frondoso
bosque la luz de unas antorchas.
No se
habían percatado de su presencia. No habían advertido su olor ni sus pasos. Por
suerte, el viento soplaba a su favor. Ash se apoyó en los troncos de dos pequeños
pinos como si fueran los barrotes de una prisión y contempló el pequeño
espacio oscuro en el que tocaban y bailaban formando un pequeño círculo. «¡Qué
movimientos más torpes!», pensó. Resultaban grotescos.
El
estrépito de los tambores y las gaitas era ensordecedor. Ash no podía moverse,
tan sólo limitarse a contemplar el espectáculo mientras aquellos seres
ridículos saltaban y brincaban como locos. Uno de ellos, un diminuto individuo
de cabello largo y canoso, se plantó en medio del círculo, alzó sus cortos
brazos y recitó en una antigua lengua:
-¡Oh,
dioses, tened misericordia de vuestros desgraciados hijos!
«Mira
observa -se dijo Ash, aunque la música no le permitiera apenas articular esas
sílabas en su imaginación-. Mira, observa, no dejes que la música te distraiga.
Fíjate en sus harapos, en las cartucheras que llevan colgadas del hombro.
Observa las pistolas que empuñan.» De improviso sonaron unos disparos que
rompieron el silencio de la noche, y Ash vio unas pequeñas llamas que brotaban
de los cañones de las pistolas. Una violenta ráfaga de aire apagó por un
instante las antorchas, pero su fuego volvió a avivarse de inmediato y a lucir
cual flores siniestras.
Ash
percibió el olor a carne chamuscada, pero no era real; tan sólo era un
recuerdo.
-¡Maldito
seas, Ashlar! -gritó una voz.
A
continuación, unos himnos entonados en la nueva lengua, la lengua de los
romanos, y el hedor, el hedor de carne devorada por las llamas.
De
pronto se oyó un alarido y la música cesó. Todos los instrumentos
permanecieron mudos, a excepción de un tambor, que ejecutó un par de notas
más.
Ash
se dio cuenta de que era él quien había gritado. «Corre -se dijo-. Pero ¿por
qué? ¿A dónde? Ya no tienes por qué huir. Ya no perteneces a este lugar. Nadie
puede lastimarte.»
Ash
observó en silencio, con el corazón acelerado, el pequeño círculo de individuos
que se iba ensanchando y lentamente, agitando las antorchas, se desplazaba en
su dirección.
-¡Taltos!
-gritaron.
Habían
percibido su olor. Los hombrecillos echaron a correr profiriendo gritos de
alarma. Luego volvieron a congregarse ante él.
-¡Taltos!
-gritó uno de ellos. Las antorchas se iban aproximando.
A
medida que avanzaban Ash distinguió cómo sus rostros lo observaban fijamente,
sosteniendo en alto las antorchas cuyas llamas proyectaban extrañas sombras
sobre los ojos, mejillas y bocas de los diminutos individuos. El hedor a carne
quemada que despedían las antorchas le produjo náuseas.
-¿Qué
habéis hecho, desgraciados? -les increpó Ash, blandiendo los puños-. ¿Acaso las
habéis sumergido en la grasa de un niño que no ha sido bautizado?
Se
oyó una carcajada, seguida de otra, hasta que todos estallaron en risotadas
histéricas.
Ash
se volvió y los contempló fijamente.
-¡Sois
despreciables! -gritó. Estaba tan rabioso que no le importaba su dignidad ni
las muecas que pudiera hacer.
-Taltos
-dijo un individuo, acercándose a él-. Taltos.
«Míralos,
fíjate en ellos.» Ash volvió a agitar los puños, dispuesto a defenderse a
golpes y patadas si era necesario.
-¡Aiken
Drumm! -exclamó Ash, reconociendo al anciano que lucía una larga barba
enmarañada que rozaba el suelo-. Robin y Rogart, también os he reconocido.
-¡Ashlar!
-Sí,
y Fyne y Urgart. ¡Hola, Rannoch!
De
pronto advirtió que no había ninguna mujer entre ellos. Todos los
rostros que lo observaban eran masculinos, pertenecían a unos hombres que él
conocía perfectamente. No, no había mujeres entre ellos gritando ni agitando
los brazos.
Ash
se echó a reír. ¿Era aquello real? Sí, completamente real. Comenzó a avanzar
hacia ellos, obligándolos a retroceder. Urgart levantó bruscamente su antorcha,
con la intención indefinida de golpearlo o poderle ver mejor el rostro.
-¡Urgart!
-gritó Ash, y haciendo caso omiso de la antorcha se abalanzó sobre el diminuto
individuo para agarrarlo del cuello y zarandearlo.
Los
demás echaron a correr profiriendo gritos de terror y dispersándose en la
oscuridad. Eran unos catorce individuos, todos hombres. ¿Por qué no se lo había
dicho Samuel?
Ash
cayó de rodillas, riendo a carcajadas, y se tumbó sobre el suelo del bosque;
en esa postura, contempló a través de las ramas de los pinos las estrellas que
resplandecían sobre las nubes mientras la luna se deslizaba suavemente hacia
el norte.
Debió
suponerlo. Debió haberlo calculado. Debió haberlo comprendido la última vez que
estuvo allí y las mujeres, viejas, enfermas y tullidas, le arrojaron piedras y
lo cubrieron de insultos. Había percibido el olor de la muerte del mismo modo
en que lo percibía ahora, pero no se trataba del olor de la
sangre de las mujeres sino del olor seco y corrosivo de los hombres.
Al
cabo de un rato se puso de costado, con el rostro descansando sobre la tierra,
y cerró los ojos. Oyó los sigilosos pasos de los hombrecillos.
-¿Dónde
está Samuel? -preguntó uno. -Dile a Samuel que regrese.
-¿Por
qué has venido? ¿Has conseguido librarte del maleficio?
-¡No
me hables del maleficio! -replicó Ash, incorporándose bruscamente-. No te
atrevas a dirigirme la palabra, cerdo -añadió, agarrando la antorcha que
sostenía el anciano. Al aproximársela a la nariz, percibió el inconfundible
olor a grasa humana y la arrojó al suelo.
-¡Maldítos!
¡Sois peores que la peste! -gritó. Uno de los individuos le pellizcó la pierna.
Otro le arrojó una piedra que le alcanzó la mejilla y le produjo una herida
superficial. Otros le lanzaron palos.
-¿Dónde está Samuel?
-¿Te
ha enviado él?
De
pronto Aiken Dumm soltó una risotada y dijo: -Pensábamos zamparnos a un
apetitoso gitano, hasta que Samuel se lo llevó para presentárselo a Ashlar.
-¿Dónde está nuestro gitano? -exigió Urgart. Más gritos, carcajadas e insultos.
-¡Que
el diablo te lleve y devore a pedazos! -gritó Urgart.
Los
tambores empezaron a sonar de nuevo. Los golpeaban con los puños, en tanto las
gaitas emitían una serie de notas desafinadas.
-¡Idos
al infierno! -exclamó Ash-. ¿Queréis que yo mismo os acompañe hasta allí?
Acto
seguido dio media vuelta y echó a correr sin saber qué dirección tomar. Al fin
decidió bajar por el mismo sendero por el que había escalado la colina,
sintiendo el crujido de las ramas bajo sus pies, el murmullo del roce de las
hojas y el silbido del aire. Por fin estaba a salvo de sus tambores, sus gaitas
y sus burlas.
Al
poco rato dejó de oír la música y las voces. Al fin se hallaba solo.
jadeante
y con el pecho, las piernas y los pies doloridos, avanzó despacio hasta que,
al cabo de un buen rato, llegó a la carretera. Al pisar el asfalto se sintió como
si estuviera soñando, aunque era consciente de haber regresado al mundo, frío,
desierto y silencioso. Las estrellas llenaban cada cuadrante del cielo. La luna
se asomaba y volvía a ocultarse tras las nubes, la brisa agitaba levemente los
pinos y el viento soplaba desde las montañas, impulsándole a seguir andando.
Cuando
llegó a la posada, Leslie, su joven ayudante, lo estaba esperando. Al verlo
hizo un gesto de asombro y se apresuró a ayudarlo a despojarse del abrigo, que
estaba roto y manchado. Al subir la escalera Leslie le tomó de la mano.
-Qué
calentita está la habitación -dijo él.
-Sí,
señor, la leche también está caliente -respondió la joven, ayudándole a
desabrocharse la camisa. Sobre la mesita de noche había un vaso grande de
leche.
-Gracias,
querida.
-Que
descanse -dijo Leslie.
Ash
se dejó caer sobre la cama. La joven lo cubrió con el edredón de plumas y le
colocó bien la almohada. El lecho lo acogió cual suave y cálido nido, y Ash no
tardó en sumergirse en el primer ciclo de sueño.
El
valle, su valle, el lago, su lago, su tierra. «Has traicionado a tu propia
gente.»
Por
la mañana desayunó de forma apresurada en la habitación mientras sus ayudantes
lo disponían todo para su inmediato regreso a Estados Unidos. Esta vez no iría
a visitar la catedral. Había leído los artículos en la prensa. San Ashlar, sí,
él también había oído esa historia. La joven Leslie lo miró perpleja.
-Creí
que el motivo del viaje era visitar la tumba del santo -dijo Leslie.
-Ya
volveremos algún día -le respondió él, encogiéndose de hombros.
En
otra ocasión quizá darían un paseo hasta la catedral.
Al mediodía aterrizó en Londres.
Samuel
lo esperaba junto al coche. Iba impecablemente vestido con un traje de
mezclilla, una camisa blanca y una elegante corbata. Parecía un caballero en
versión diminuta. Hasta se había peinado decentemente y su rostro presentaba
el respetable aspecto del de un bulldog inglés.
-¿Has
dejado solo al gitano?
-Se
marchó mientras yo dormía -confesó Samuel-. No lo oí salir. Se ha largado. No
dejó ningún mensaje.
Tras
reflexionar unos momentos, Ash dijo:
-Bien,
no importa. ¿Por qué no me dijiste que las mujeres habían desaparecido?
-No
seas idiota. ¿Acaso crees que te hubiera dejado ir allí si hubieran estado las
mujeres? Piensas poco. No cuentas los años. No razonas. Te dedicas a jugar con
tus juguetes y tu dinero y te olvidas de todo lo demás. Por eso eres feliz,
porque tienes la capacidad de olvidar. El coche partió del aeropuerto hacia la
ciudad.
-¿Vas
a refugiarte en tu maravilloso parque de juegos? -preguntó Samuel.
-No.
Sabes que debo hallar al gitano -respondió Ash-. Quiero descubrir el secreto de
Talamasca.
-¿Y
la bruja?
-Sí,
también debo encontrarla a ella -contestó Ash con una sonrisa y volviéndose hacia
Samuel-. Al menos para acariciar su cabello rojo, besar su piel pálida y
aspirar su perfume.
-¿Y
..?
-¿Cómo
quieres que lo sepa? -Creo que sí lo sabes.
-Entonces,
déjame en paz. Si ha de ser así, tengo los días contados.
6
Eran
las ocho cuando Mona abrió los ojos. El reloj dio la hora pausadamente, con un
sonido profundo y solemne. Pero no fueron las campanadas del reloj lo que la
despertó, sino una llamada de teléfono. Sonaba en la biblioteca, pero estaba
demasiado lejos para que ella lo cogiera y ya llevaba mucho rato sonando. Mona
se dio la vuelta, acomodándose en el sofá de terciopelo repleto de mullidos
cojines, y contempló el jardín, que aparecía inundado de sol.
El
sol penetraba por el amplio ventanal, dotando al suelo de la habitación situada
junto al porche lateral de un hermoso color dorado.
El
teléfono dejó de sonar. Seguramente habría contestado alguno de los nuevos
empleados de la casa, Cullen, el nuevo chófer, o Yancy, el joven mayordomo, o
quizá la vieja Eugenia, la cual miraba a Mona con aire serio cada vez que se
topaban.
La
noche anterior Mona se había quedado dormida en el sofá, sin ni siquiera
quitarse su nuevo vestido de seda; el mismo sofá en el que ella y Michael
habían hecho el amor. Aunque trató de soñar con Yuri, el cual le había
telefoneado para dejarle a Celia el recado de que estaba bien y de que
enseguida se pondría en contacto con ellos, acabó pensando en Michael, en
aquellos tres revolcones, la experiencia más transgresiva y erótica que Mona
había vivido hasta la fecha.
No es
que Yuri no fuera un amante maravilloso, que lo era. Pero ambos habían sido muy
prudentes, habían hecho el amor con excesiva cautela. Mona se arrepentía de no
haber sido más explícita con Yuri acerca de sus deseos, en una palabra, de no haberse
desmadrado.
Desmadrado.
Esa palabra le encantaba. Encajaba perfectamente con su forma de ser. «Te
estás desmadrando», le decía Celia o Lily. «Gracias por el cumplido -respondía
ella-. Tomo nota.»
Lamentaba
no haber hablado personalmente con Yuri. Celia le dijo a Yuri que llamara a la
casa de la calle Primera. ¿Por qué no lo había hecho? Mona jamás lo sabría.
Incluso
el tío Ryan se había molestado.
-Tenemos
que hablar con él, explicarle lo de Aaron -había dicho Ryan.
Eso
era lo más triste, que fuera Celia quien se lo comunicara. Nadie sabía lo que
Aaron significaba para Yuri, excepto Mona, con la cual se había sincerado. La
noche que estuvo con Yuri, su primera y única noche juntos, él había preferido
hablar a hacer el amor. Durante aquellas breves horas de pasión, Yuri le había
relatado, con sus negros ojos centelleantes de emoción y en un lenguaje claro
y conciso -el hermoso e idiomático inglés que utilizan las personas para las
que éste constituye su segundo idioma- los hechos más importantes de su
trágica y, sin embargo, afortunada historia.
-No
puedes darle de sopetón a ese chico, al gitano, una noticia así, que su mejor
amigo ha muerto atropellado por un loco.
De
pronto Mona recordó que hacía un rato había sonado el teléfono. Quizá fuera
Yuri, que deseaba hablar con ella. Pero nadie la había visto entrar allí la noche
anterior y nadie sabía que había dormido en el sofá. Mona se sintió cautivada
por Rowan desde el primer momento en que la tarde anterior ésta se había
puesto en pie y empezó a hablar. ¿Por qué le pidió Rowan que se quedara allí?
¿Qué quería decirle, a solas, en privado? ¿Qué es lo que se proponía?
Rowan
estaba perfectamente, de eso no cabía duda. A lo largo de toda la tarde y
durante la cena, Mona la estuvo observando y pudo comprobar que se encontraba
totalmente recuperada.
Rowan
no volvió a sumirse en el silencio en el que había permanecido atrapada durante
tres semanas. Por el contrario, tomó las riendas de la casa de inmediato.
Por la
noche, después de que Michael se retirase a su
habitación, bajó para consolar a Beatrice y animarla a que durmiera en
la vieja habitación de Aaron. Al principio Beatrice se había mostrado
reticente, pues temía sufrir una crisis emocional al ver las pertenencias de
Aaron, pero al final confesó que lo que deseaba hacer precisamente era
acostarse en la cama de Aaron, en el -cuarto de huéspedes.
-Notará
el olor de Aaron en la habitación -le dijo Rowan a Ryan-, y se sentirá segura.
Mona
pensó que se trataba de un comentario normal. Ése era justo el motivo de que
muchas personas decidieran dormir en la cama de su compañera o compañero una
vez muertos éstos: para consolarse. Según ;decían, era una terapia
muy eficaz. Ryan estaba muy preocupado por Bea. En realidad estaba preocupado
por todo el mundo, pero en presencia de Rowan mostraba el aire de un general,
serio y eficiente, que se hallase ante el jefe del Estado Mayor.
Rowan
había conducido a Ryan a la biblioteca y durante dos horas, con la puerta
abierta para que todos pudieran oír lo que decían, habían hablado de un sinfín de
cosas, desde los planes del Mayfair Medical hasta diversos detalles relativos
a la casa. Rowan quiso ver el historial médico de Michael. Si bien era cierto
que mostraba un aspecto tan saludable como el día en que se habían conocido,
ella insistió en ver su historial y Michael, para evitar una discusión, le
dijo que hablara con Ryan.
-Lo
importante es que tú te recuperes del todo. Quieren que vayas a hacerte unas
pruebas -dijo Ryan en el momento en que entró Mona a darles las buenas noches.
Yuri
había dejado el mensaje en la calle Amelia poco antes de medianoche, y Mona
había experimentado una serie de emociones tan intensas -odio, amor, dolor, pasión,
remordimientos, añoranza y preocupación- que acabó extenuada.
-No
tengo tiempo de hacerme esas pruebas -contestó Rowan-. Hay otras cosas más
importantes. Por ejemplo, ¿qué fue lo que encontrasteis en Houston cuando
abristeis la puerta de la habitación donde Lasher me tenía secuestrada?
En
aquel momento Rowan se interrumpió al ver a Mona entrar en la habitación.
Luego
se levantó, como si fuera a saludar a un importante personaje. Tenía los ojos
relucientes y una expresión más seria que distante, que a Mona no le pasó
inadvertida.
-No
quería interrumpiros -dijo Mona-. No me apetece volver a la calle Amelia. He
pensado que podría quedarme a dormir aquí...
-Desde
luego -contestó Rowan sin vacilar disculpa, te he dejado abandonada durante
horas.
-Sí y
no -respondió Mona, que prefería quedarse aquí a irse a su casa.
-Es imperdonable
-insistió Rowan-. ¿Hablamos mañana por la mañana?
-De
acuerdo -contestó Mona con cara de cansancio.
«Al
menos me trata como si fuera una mujer adulta -pensó Mona-, cosa que no hacen
los demás.» -Ya eres una mujer hecha y derecha -le había dicho Rowan,
dirigiéndole una sonrisa muy personal. Luego volvió a sentarse y reanudó su
conversación con Ryan.
-En
la habitación de Houston había un montón de papeles, unas notas que él había
tomado. Había redactado unas genealogías antes de que su memoria empezara a
deteriorarse...
«Vaya
-pensó Mona, alejándose de la biblioteca tan despacio como pudo-. Está hablando
con Ryan sobre Lasher, y Ryan, que es incapaz de pronunciar el nombre de
Lasher, se ve obligado a enfrentarse a unos hechos que le cuesta aceptar.
Papeles, genealogías, notas tomadas por ese monstruo que asesinó a Gifford, la
mujer de Ryan.»
Mona
comprendió de inmediato que no iba a quedarse al margen del asunto. Al fin y
al cabo, Rowan la trataba como si fuera una persona importante. Todo había
cambiado. Y si Mona preguntaba a Rowan en los próximos días qué contenían esos
papeles -las notas de Lasher-, es posible que Rowan se lo dijera.
Era
increíble haber visto sonreír a Rowan, observar que la fría máscara de poder se
había roto, que sus ojos grises la miraban con simpatía, así como captar en su
profunda
y hermosa voz una nota de calor y afecto que una sonrisa jamás llegaría a
expresar... Era prodigioso. Mona echó a andar más deprisa, con la idea de que
es mejor abandonar cuando uno todavía lleva ventaja. Además, estaba demasiado cansada para
espiarlos.
Lo
último que oyó fue a Ryan diciendo, con voz tensa, que todo lo de Houston había
sido examinado y clasificado.
Mona
recordaba el día en que esos objetos habían llegado a Mayfair y Mayfair. Recordaba
que las cajas desprendían un olor a él. Todavía lo percibía algunas veces en la
salita, aunque casi había desaparecido.
Mona
se había tumbado en el sofá de la salita, demasiado cansada para pensar en
esas cosas.
Los
demás ya se habían marchado, Lily dormía arriba, cerca de Beatrice. Vivían, la
tía de Michael, había regresado a su apartamento de la avenida de St. Charles.
La
salita estaba vacía, la brisa soplaba a través de las ventanas que daban al
porche lateral. Un guardia patrullaba el jardín, por lo que Mona supuso que no
era necesario que cerrara el ventanal. Así pues, se dejó caer en el sofá,
pensando en Yuri y en Michael, acomodó su cara entre el terciopelo y se quedó
profundamente dormida.
Dicen
que cuando te haces mayor no duermes de forma tan profunda. A Mona eso no le
preocupaba. Después de uno de esos sueños siempre se sentía estafada, como si
hubiera abandonado el universo durante un rato de forma involuntaria e
incontrolada.
Se
despertó a las cuatro, sin saber muy bien por qué. El ventanal permanecía
abierto, y el guardia se estaba fumando un cigarrillo en el jardín.
Medio
dormida, Mona percibió los sonidos de la noche, las voces de los pájaros en
las oscuras ramas de los árboles, el estruendo lejano de un tren circulando
junto al muelle, el murmullo de agua al caer en una fuente o una piscina.
Debió
de transcurrir así una media hora hasta que su atención se vio acaparada por el
sonido del agua. No había ninguna fuente, por lo que supuso que alguien se
estaba bañando en la piscina.
Con
la idea de que tal vez se encontraría con un simpático fantasma -la pobre
Stella, por ejemplo, o alguna otra aparición-, Mona salió descalza al jardín, atravesó el
césped. El guardia había desaparecido, pero si se tenía en cuenta la extensión
de la finca aquello no resultaba nada extraño.
Sin
duda había alguien nadando en la piscina.
A
través de las gardenias Mona avistó a Rowan, que desnuda se deslizaba a una
velocidad increíble de un extremo al otro de la piscina. Nadaba con la cabeza
inclinada a un lado, respirando de forma acompasada, como una nadadora
profesional, o mejor dicho como una profesional de la medicina preocupada por
mantenerse en un perfecto estado físico.
«No
es el momento de importunarla», pensó Mona todavía medio dormida, deseando
volver al sofá o tumbarse allí mismo, sobre la fresca hierba. Había visto algo,
sin embargo, que la había desconcertado. Quizá fuera el hecho de que Rowan
estuviera desnuda o de que nadara tan rápidamente; o quizá que el guardia se
hubiera esfumado y estuviera espiando a Rowan a través de los arbustos, lo
cual no le hizo ninguna gracia a Mona.
Sea
lo que fuere, Rowan sabía que había unos guardias encargados de vigilar la
casa. Había pasado una hora hablando sobre ello con Ryan.
Mona
volvió a su sofá.
Al
despertarse, lo primero que hizo fue pensar en Rowan, incluso antes de invocar
el rostro de Yuri o sentir los habituales remordimientos por lo de Michael, o
recordarse a sí misma, como si se pellizcara cruelmente el brazo, que Gifford
y su madre habían muerto.
Mona
contempló los rayos de sol que penetraban en la estancia, bañando el suelo y la
butaca de damasco dorado junto al ventanal. Puede que ése fuera el problema.
Desde la muerte de Alicia y Gifford, el mundo que rodeaba a Mona parecía sumido
en la penumbra; y ahora, desde que esa mujer había demostrado interés por ella,
esa misteriosa mujer que significaba tanto para Mona por múltiples razones, las
luces habían vuelto a encenderse.
La
muerte de Aaron era una tragedia, pero podía asumirla. De hecho, ahora sentía
la misma excitación egoísta que experimentó el día anterior, cuando Rowan había
mostrado por primera vez cierto interés en ella y le dirigió una mirada
confidencial y respetuosa. «Probablemente quiere preguntarme si deseo estudiar
en un internado», pensó Mona. Los zapatos de tacón alto yacían junto a la
butaca. No podía ponérselos ahora. Era agradable caminar descalza sobre el
parqué de la casa de la calle Primera. Desde que habían contratado a Yancy, el
nuevo mayordomo, los suelos aparecían siempre pulidos; incluso la vieja
Eugenia trabajaba más y protestaba menos.
Mona
se levantó e intentó alisarse el vestido de seda, que mostraba un aspecto
lamentable. Luego se acercó a la ventana que daba al jardín y dejó que el sol
la acariciara mientras sentía la humedad del aire y aspiraba los aromas; todas esas
cosas, en la calle Primera parecían cobrar una dimensión más maravillosa de lo
habitual y merecían que les prestara unos instantes de atención antes de
emprender sus tareas cotidianas.
Necesitaba
una buena dosis de proteínas, hidratos de carbono y vitamina C. Estaba muerta
de hambre. La noche anterior se había servido un espléndido bufé mientras toda
la familia trataba de consolar a Beatrice, pero Mona se había olvidado de
cenar.
«No
me extraña que te despertaras a las cuatro de la mañana», se dijo Mona. Cada
vez que se saltaba una comida le dolía la cabeza. De pronto pensó en Rowan
nadando sola en la piscina, desnuda, sin preocuparle la hora ni la presencia de
los guardias. «No seas idiota, es chica californiana. Allí están acostumbrados
a esas cosas.»
Después
de practicar unos pequeños ejercicios de estiramiento, Mona separó las piernas,
se tocó los dedos de los pies con las manos, se inclinó hacia atrás y sacudió
la cabeza de un lado a otro a fin de espabilarse. Luego salió de la habitación,
atravesó el largo pasillo y el comedor y entró en la cocina.
Huevos,
zumo de naranja, el brebaje que preparaba Michael. Quizá quedase un poco en el
frigorífico.
Le
sorprendió el aroma a café recién hecho. Cogió una taza negra del armario y
levantó la cafetera. Café exprés, bien cargado, como le gustaba a Michael, como
el que solía tomar en San Francisco. Pero Mona se dio cuenta de que no le
apetecía, sino que prefería algo frío y dulzón, como un zumo de naranja.
Michael siempre guardaba una jarra de zumo de naranja casero en el frigorífico.
Después de llenar la taza con zumo de naranja, volvió a tapar la jarra para
impedir que las vitaminas se evaporaran.
De
pronto advirtió que no estaba sola.
Al girarse
vio a Rowan sentada a la mesa de la cocina, observándola. Aspiró el humo del
cigarrillo que estaba fumando y echó la ceniza en un platito de porcelana
decorado con flores. Lucía un traje de chaqueta de seda negro, unos pendientes
y un collar de perlas. La chaqueta era cruzada, larga y ceñida, y la llevaba
abrochada, sin blusa ni camisa debajo, mostrando un discreto escote.
-No
te he visto -se disculpó Mona.
Rowan
asintió con un leve movimiento de cabeza. -¿Sabes quién me compró esta ropa?
-preguntó. Su voz sonaba tan dulce y aterciopelada como la noche anterior, una
vez disipada la tensión y frialdad.
-Probablemente
la misma persona que me compró a mí este vestido -respondió Mona-. Beatrice.
Tengo el ropero lleno de ropa adquirida por ella. Todo de seda.
-Yo
también tengo el ropero lleno de vestidos de seda -dijo Rowan, sonriendo
divertida. Rowan llevaba el cabello peinado hacia atrás, suelto, rozándole el
cuello de la chaqueta; tenía las pestañas largas y oscuras, y llevaba los
labios pintados de un rosa violáceo pálido que resaltaba su atractiva boca carnosa.
-¿Te
encuentras bien? -preguntó Mona. -Siéntate -contestó Rowan, indicando la silla
situada al otro lado de la mesa.
Mona
obedeció.
Rowan
olía a perfume caro, una mezcla de limón y agua de lluvia.
Su
traje de seda negro era realmente magnífico; en los días anteriores a la boda,
nadie había visto a Rowan vestida con algo tan deliberadamente sensual. Bea
tenía la costumbre de husmear en los roperos de las personas para comprobar su
talla, y no se limitaba a mirar la etiqueta sino que tomaba medidas con una
cinta métrica para luego vestirlas como ella creía que debían vestir.
En el
caso de Rowan había acertado.
«¡Y
yo he destrozado mi vestido azul!», pensó Mona. No estaba preparada para aquellas
exquisiteces, ni tampoco para unos zapatos de tacón alto como los que había
dejado tirados en el suelo de la salita.
Rowan
inclinó la cabeza mientras apagaba el cigarrillo. Un mechón de cabello rubio
le cayó sobre el pómulo. Su enjuto rostro tenía un aire profundamente
dramático, como si la enfermedad y el dolor lo hubieran afinado hasta
conferirle esa belleza por la que las aspirantes a estrellas y modelos se matan
de hambre.
Mona
no podía competir con aquella imponente belleza. Sólo podía presumir de su
melena pelirroja v de sus curvas; si a uno no le
gustaba ese tipo de mujer, no podía gustarle Mona.
Rowan
rió suavemente.
-¿Desde
cuándo haces eso? -preguntó Mona, bebiendo un sorbo de zumo de naranja. Estaba
delicioso-. Me refiero a adivinar lo que estoy pensando. ¿Lo haces siempre?
La
pregunta pilló a Rowan por sorpresa, pero sonrió divertida.
-No,
sólo a ratos. Cuando estoy preocupada y enfrascada en mis pensamientos. Es
como un destello, como si encendiera una cerilla.
-Me
gusta la metáfora. Comprendo lo que quieres decir -contestó Mona, bebiendo otro
trago de naranjada. Estaba tan fría que durante unos segundos sintió un
intenso dolor en las sienes. Mona trató de no mirar a Rowan con adoración. Era
como estar enamorada de la maestra, una experiencia por la que Mona nunca había
pasado.
-Cuando
me miras -dijo Rowan-, no puedo adivinar lo que piensas. Quizá sea porque tus
ojos verdes me deslumbran. No olvides mencionarlos en tu carné de identidad.
Un cutis perfecto, una mata de cabello pelirrojo espectacular, largo y
abundante, y unos inmensos ojos verdes; además de la boca, claro, y el cuerpo.
Creo que en estos momentos tienes una opinión de ti misma algo confusa. Quizá
se deba a que te interesan más otros temas, como el legado, la muerte de Aaron
o cuándo regresará Yuri.
A
Mona se le ocurrió una respuesta bastante ingeniosa, pero se le borró
enseguida de la mente. No era de las que se pasan horas delante del espejo.
Aquella mañana, sin ir más lejos, no se había mirado al espejo ni siquiera
para peinarse.
-No
dispongo de mucho tiempo -dijo Rowan, juntando las manos sobre la mesa-.
Hablemos sin rodeos.
-De
acuerdo -respondió Mona-. Adelante. -Comprendo que te hayan nombrado heredera
del legado. No existe ningún resentimiento por mi parte. Es lógico que te
hayan elegido a ti. Lo supe de forma instintiva en cuanto comprendí lo que
había sucedido. Ryan me lo explicó todo. Las pruebas y el perfil de muestran
que eres la persona ideal. Eres inteligente, fuerte y equilibrada. Tienes una
salud de hierro. Escierto que posees esos cromosomas extraordinarios, pero hace
siglos que existen en la familia Mayfair. No hay motivo para pensar que lo que
sucedió en Navidad vuelva a repetirse.
-Estoy
de acuerdo -contestó Mona-. Además, no tengo por qué casarme con alguien que
posea esos cromosomas adicionales. Ya sé que piensas que eso puede cambiar,
pero de momento no existe en mi vida ningún amor de infancia cargado de
peligrosos genes.
Rowan
reflexionó unos instantes y asintió con la cabeza. Luego se llevó la taza de
café a los labios, apuró las últimas gotas y volvió a depositarla en la mes.
-Quiero
que sepas que no te guardo ningún rencor por lo de Michael.
-Me
cuesta creerlo, porque lo que hice fue una barbaridad.
-Más
que una barbaridad, una imprudencia. Por otra parte, comprendo que sucediera. A
Michael no le gusta hablar de ello. No me refiero a la seducción, sino a las
consecuencias.
-Si
conseguí curarlo, supongo que no iré al infierno -dijo Mona, sonriendo con
tristeza. Su voz y su rostro denotaban un profundo sentimiento de culpa y
autodesprecio, y ella lo sabía. Pero se sentía tan aliviada que fue incapaz de
expresarlo con palabras.
-Si,
conseguiste curarlo. Quizás fuera ésa tu misión. Algún día hablaremos de los
sueños que tuviste y del Victrola que apareció en tu habitación.
-Así
que Michael te lo dijo.
-No,
me lo dijiste tú. Cada vez que pensaba en ello al recordar el vals de La
Traviata y al fantasma de JUlian incitándote a que lo hicieras. Pero eso no me
importa. Lo que me importa es que sepas que ya no te odio. Eres la heredera,
debes ser fuerte, sobre todo teniendo en cuenta la situación. No quiero que te
preocupes por cosas que no existen.
-Si,
tienes razón. Ahora sé que no me odias. Estoy segura de ello.
-Es
una pena que no te dieras cuenta antes -contestó Rowan-. Eres más fuerte que
yo. El adivinar los pensamientos y emociones de la gente es un truco. De niña
odiaba tener esa facultad. Me aterraba, como a muchos otros niños que poseen
poderes especiales. Pero más tarde aprendía a utilizarlo de forma sutil, casi
inconsciente. Espera un segundo después de que una persona te hay dicho algo,
sobre todo si sus palabras resultan confusas, y sabrás lo que piensa.
-Tienes
razón, así es, yo misma lo he comprobado.
-Es
una facultad que con el curso del tiempo se va perfeccionando y adquiriendo
fuerza. Conociéndote como te conozco -creo que bastante bien-, supongo que a ti
te resultará más fácil. Yo era una joven absolutamente normal, una excelente
estudiante que sentía pasión por la ciencia, y que se crió con todos los lujos
propios de una hija única de familia acomodada. Tú sabes lo que eres.
-¿Te
importa que fume?
-No
-contestó Mona-. Me gusta el olor del tabaco, siempre me ha gustado.
Pero
Rowan se detuvo, introdujo el cigarrillo en el paquete y dejó el encendor junto
a él.
Luego
miró a Mona. Su rostro adquirió de pronto una expresión dura, como si estuviera
inmersa en sus propios pensamientos y hubiera olvidado ocultar su dureza
interior.
Era
una expresión fría e implacable, casi masculina, que no concordaba con sus
hermosos ojos grises, sus cejas perfectamente perfiladas y su suave cabello
rubio. Parecía un ángel. Era, sin duda, una mujer muy bella. Mona se sentía tan
intrigada y fascinada que no conseguía apartar los ojos de Rowan.
En un
instante la expresión de Rowan se suavizó, tal vez deliberadamente.
-Me
voy a Europa -dijo-. Me marcho dentro de un rato.
-¿Por
qué? ¿A dónde vas? -inquirió Mona-. ¿Lo sabe Michael?
-No
-contestó Rowan-. Cuando se entere, sufrirá de nuevo.
-No
puedes hacerle eso, Rowan, espera un segundo. ¿Por qué te marchas?
-Porque
debo hacerlo. Soy la única persona capaz de descifrar el misterio de Talamasca.
La única que puede averiguar por qué mataron a Aaron.
-Tienes
que llevar a Michael contigo. Si lo abandonas de nuevo, ni siquiera una
adolescente de trece años podrá salvar su amor propio y su masculinidad.
Rowan
la observó pensativa.
Mona
se arrepintió al instante de haber dicho aquello, pero luego pensó que no había
dado suficiente énfasis a sus palabras.
-Si,
le va a doler -dijo Rowan.
-No
te hagas ilusiones -respondió Mona-, quizá no lo encuentres aquí cuando
regreses.
-¿Qué
harías tú en mi lugar? -preguntó Rowan.
Mona
reflexionó unos momentos mientras se bebía otro trago de zuma naranja.
-¿De
veras te interesa saberlo?
-Por
supuesto -contestó Rowan.
-Llevármelo
a Europa. ¿Por qué no? ¿Qué lo retiene aquí?
-Varias
cosas -contestó Rowan-. Es el único que comprende el peligro al que está
expuesta la familia. Además, es posible que él también corra un grave peligro.
-Si
esos tipos de Talamasca quieren matarlo, podrán hacerlo con mayor facilidad si
se queda en casa. Además, ¿has pensado en tu propia seguridad? Eres la persona
que más sabe sobre este asunto, aparte de Michael. ¿No crees que debe ir
contigo para protegerte? ¿De veras estás dispuesta a marcharte sola?
-No
estaré sola, estaré con Yuri.
-¿Yuri?
-Volvió
a llamar esta mañana, hace un rato.
-¿Por
qué no me lo dijiste?
-Te
lo digo ahora -contestó Rowan con frialdad-. Sólo disponía de unos minutos para
hablar. Llamaba desde una cabina pública de Londres. Le pedí que fuera a
recogerme al aeropuesto de Garwick. Partiré dentro de unos horas.
-Debiste
avisarme, Rowan, debiste...
-No
te exaltes. Yuri llamó para aconsejarte que permanecieras junto a tu familia y
tuvieras cuidado. Esto es lo más importente. Yuri teme que quieran
secuestrarte. Hablaba muy en serio. No quiso darme más detalls. Se refirió a
los historiales genéticos, a que ciertas personas pudieran acceder a las
historias clínicas y descubrir así que eres el miembro más poderoso del clan.
-Si,
hace tiempo que lo sospecho. Pero si persiguen brujas, ¿por qué no te persiguen
a ti?
-Porque
no puedo tener más hijos. Sin embargo, tú sí. Yuri cree que también quieren
secuestrar a Michael. Michael es el padre de Lasher. Según Yuri, esos canallas,
quienesquiera que sean, pretenden uniros a ti y a Michael. Creo que se
equivoca.
-¿Por
qué?
-Porque
eso de hacer que se unan una bruja y un brujo, confiando en que sus
genes originen un Taltos, me parece absurdo. Es demasiado complicado. Según la
historia de la familia, el único intento con éxito de unir a una bruja y un
brujo se produjo al cabo de trescientos años. Fue un plan perfectamente
estudiado. Mi participación fue decisiva. Puede que de no haber participado yo
hubiese fracasado.
-¿Y Yuri
cree que quieren obligarnos a Michael y a mí a hacer eso?
Rowan
mantenía los ojos fijos en Mona, escrutándola, sopesando cada una de las
palabras que ella pronunciaba.
-No
estoy de acuerdo con él -respondió Rowan-. Creo que los malos de la película
mataron a Aaron para ocultar su identidad, y también por ese motivo intentaron
acabar con Yuri. Quizá se propongan liquidarme simulando un accidente. Por
otra parte... -Entonces, tú también corres peligro. ¿Qué fue lo que le sucedió
a Yuri? ¿Cuándo y dónde ocurrió? -Ésa es la cuestión -contestó Rowan-. Quienes
nos hallamos implicados en este asunto no conocemos los límites del peligro que
corremos, y no los conocemos porque ignoramos los motivos de los asesinos. La
teoría de Yuri, de que no descansarán hasta conseguir que nazca un Taltos, es
la más pesimista y la más compleja. En cualquier caso, debemos protegeros a
Michael y a ti. En realidad, Michael es el único de la familia que sabe por
qué. Es imprescindible que permanezcáis en esta casa.
¿De
modo que vas a dejarnos a Michael y a m: aquí juntitos, bajo tu propio techo?
Rowan, debo decirte algo, por duro que resulte.
-Adelante,
no te cortes -contestó Rowan sin inmutarse.
-No
conoces bien a Michael. Lo estás subestimando en todos los aspectos. Si te
marchas sin comunicárselo, no se quedará aquí con los brazos cruzados. ¿Por
quién le tomas? Y suponiendo que decida acostarse conmigo, ¿cómo crees que voy
a reaccionar? Lo has planeado todo como si fuéramos unos peones que movieras a
tu antojo sobre el tablero de ajedrez. Pero te equivocas, Rowan.
Rowan
no contestó. Tras una breve pausa, sonrió y dijo:
-Sabes,
Mona, me gustaría llevarte conmigo. Me gustaría que me acompañaras.
-¡Iré
contigo! Te acompañaremos Michael y yo. Iremos los tres.
-La
familia no me lo perdonaría nunca, ni yo tampoco.
-¡Esto
es absurdo! ¿A qué viene esta conversación? ¿Por qué me preguntas cosas tales
como qué opino sobre lo que está sucediendo?
-Existen
múltiples razones por las que debes permanecer
aquí junto a Michael.
-¿No
te preocupa que tu marido y yo nos acostemos?
-Eso
es cosa tuya.
-Genial,
lo abandonas y se supone que yo debo consolarlo...
Rowan
sacó de nuevo un cigarrillo, se detuvo unos segundos antes de encenderlo,
suspiró y volvió a meterlo en el paquete.
-No me
molesta que fumes -dijo Mona-. Yo no fumo, debido a mi inteligencia superior,
pero...
-Dentro
de poco te molestará.
-¿Qué
quieres decir?
-¿Acaso
no lo sabes?
Mona
se quedó atónita, incapaz de responder.
-¿Te
refieres a que...? ¡Dios mío, debí suponerlo! -exclamó.
Mona
se reclinó en la silla, tratando de pensar con claridad. No sería la primera
falsa alarma que se producía. Estaba cansada de llamar a su ginecóloga para comunicarle
que se le había retrasado la regla.
-Esta
vez no se trata de una falsa alarma -dijo Rowan-. ¿Es hijo de Yuri?
-No
-contestó Mona-. Es imposible. Sir Galahad fue muy prudente. Es del todo
imposible. -Entonces es hijo de Michael.
-Sí.
¿Pero estás segura de que estoy embarazada? Hace sólo un mes de aquello y...
-Sí
-contestó Rowan-. La bruja y la doctora coinciden en su diagnóstico.
-Entonces
este niño podría ser el Taltos -dijo Mona.
-¿Buscas
un pretexto para desembarazarte de él?
-No, en absoluto. Nada ni nadie me obligará a
deshacerme de él.
-¿Estás
segura?
-Pues
claro -contestó Mona-. Somos una familia católica, Rowan. No nos
desembarazamos de los bebés. Además, no quiero abortar, sea quien sea el padre.
Y si es Michael, tanto mejor, porque forma parte de la familia. No nos conoces,
Rowan. Todavía note has enterado. Si es hijo de Michael... Si es cierto que estoy
embarazada...
-Termina
la frase, por favor. -¿Por qué no la terminas tú?
-No,
prefiero oírtelo decir a ti, si no te importa. -Si es hijo de Michael, eso
significa que Michael será el padre de la próxima generación que heredará esta
casa.
-En
efecto.
-Y si
fuera niña, la nombraré heredera del legado
tú y Michael seréis los padrinos. Así, todos estaríamos satisfechos.
Michael tendría un hijo y mi hijo tendría un padre al que todo el mundo quiere
y respeta.
-Sabía
que lo describirías de forma más pintoresca que yo -señaló Rowan suavemente,
no sin cierta tristeza-. Pero no me esperaba esto. Tienes razón.
Hay
muchas cosas que aún no conozco sobre esta familia.
-Celebraremos
el bautismo en la iglesia de San Alfonso, donde fueron bautizadas Stella,
Antha y Deirdre. Y me parece que... me parece que a ti también te bautizaron
allí.
-No
lo sabía.
-Creo
que me lo dijo alguien, ahora no recuerdo quién. Es lógico que te bautizaran en
esa iglesia. ¿Estás segura de que no quieres deshacerte del niño?
-¿Bromeas?
¡Ni hablar! Deseo tener un hijo. Voy a ser tan rica que podré adquirir lo que
me apetezca, pero nada puede sustituir a un hijo. Si conocieras mejor a la
familia, si no hubieras vivido en California, comprenderías que ésa es una
posibilidad que ni siquiera me planteo, a menos, claro está... Pero aun así...
¿Aun
así?
-Es
inútil preocuparse antes de tiempo. En caso de que fuera anormal, supongo que
habría alguna indicación, alguna señal.
-Puede
que sí y puede que no. Cuando estaba embarazada de Lasher... no advertí
ninguna señal antes del parto.
Mona
quiso responder, decir algo, pero estaba inmersa en sus pensamientos. Un hijo.
A partir de ahora no dejaría que nadie, absolutamente nadie, intentara
atropellarla. Iba a tener un hijo, lo cual la convertiría en ;una persona
adulta a pesar de su edad. Su propio hijo. De golpe empezó a visualizar una
serie de cosas. Vio una cuna. Vio a un niño, un bebé de carne y hueso, y se vio
a sí misma sosteniendo el collar de esmeraldas que colocó alrededor del cuello
del bebé.
-¿Se
lo explicarás a Yuri? -preguntó Rowan-. ¿Crees que lo comprenderá?
Mona
deseó responderle que sí, pero la verdad es que no lo sabía. Pensó en Yuri,
rápidamente, de una forma vaga. Lo vio sentado en la cama la noche que pasaron
juntos, diciéndole: «Existen diversas e importantes razones por las que debes
casarte con alguien de tu misma clase.» Ella no quería reconocer que era una jovencita
de trece años, rica y caprichosa. En cualquier caso, lo que menos le importaba
en aquel momento era si Yuri comprendería lo del bebé.
Ni
siquiera se había molestado en averiguar qué le había sucedido a Yuri, cómo
habían tratado de matarlo. Ni siquiera había preguntado si estaba herido.
-Trataron
de acabar con él de un tiro -dijo Rowan-, pero fracasaron. Lamentablemente, la
persona que consiguió salvarle la vida mató a su agresor. No será fácil hallar
el cadáver. Ni siquiera lo intentaremos. Tenemos otro plan.
-Escucha,
Rowan, sea cual sea vuestro plan, debes comunicárselo a Michael. No puedes
marcharte sin decírselo.
-Lo
sé.
-¿No
temes que esos tipos os maten a Yuri y a ti? -Tengo algunas armas secretas.
Yuri conoce bien la casa matriz. Creo que lograré entrar en ella. Hablaré con
uno de los miembros más ancianos, alguien respetado por sus compañeros y de
toda confianza. Necesito pasar quince minutos con él para averiguar si ese diabólico
plan es cosa de la Orden o de un pequeño grupo.
-No
creo que se trate de una sola persona, Rowan. Ha muerto mucha gente.
-Tienes
razón. Han muerto tres de sus hombres. Pero podría tratarse de un pequeño grupo
dentro de la Orden, o de unas personas ajenas a ella que conocen a algunos de
sus miembros.
-¿Crees
que conseguirás llegar hasta los responsables?
-Sí.
-¿Por
qué no me utilizas como cebo?
-¿Y
también al niño que llevas en el vientre? Si es hijo de Michael...
-Lo
es.
-En
tal caso tendrán más interés en apoderarse de él que de ti. Mira, no quiero
hacer conjeturas. No quiero pensar que las brujas constituyen un artículo de
lujo para las personas que saben manipularlas ni que algunas mujeres de la
familia han sido víctimas de una nueva especie de científicos locos. Estoy
harta de disparates científicos. Estoy harta de monstruos. Quiero acabar con
este asunto. Pero no puedes acompañarme, Mona. Ni tampoco Michael. Debéis
permanecer aquí.
Rowan
se arremangó un poco la manga de su chaqueta de seda negra y consultó un
pequeño reloj de oro. Mona la había visto lucir en otras ocasiones ese reloj.
Probablemente se lo había comprado Beatrice. Era pequeño y delicado, como los
relojes que solían llevar las mujeres cuando Beatrice era joven.
-Subiré
a hablar con mi marido -dijo Rowan.
-Gracias
a Dios que has recapacitado -contestó Mona-. Iré contigo.
-No,
por favor.
-Lo
siento, pero subiré contigo.
-¿Por
qué?
-Para
asegurarme de que le cuentas toda la verdad.
-De
acuerdo, acompáñame. Quizá sea mejor así. Darás a Michael un motivo para
colaborar conmigo. Pero permíteme que te lo pregunte una vez más, Jezabel:
¿tienes la certeza de que ese niño es suyo?
-Es
hijo de Michael. Incluso puedo decirte cuándo fue engendrado. Sucedió después
del funeral de Gifford. Volví a aprovecharme de él. No se me ocurrió tomar
ninguna precaución, como tampoco la tomé la primera vez. Gifford había muerto
y yo estaba poseída por el diablo, te lo juro. Poco después alguien trató de
colarse por la ventana de la biblioteca y yo percibí su olor.
Rowan
guardó silencio.
-Era
un hombre. Venía a por mí después de haber estado con mi madre. Estoy segura.
Cuando trató de entrar, me desperté. Entonces fui a verla, y ya estaba muerta.
-¿Era
un olor intenso?
-Sí,
mucho. A veces todavía lo percibo en el salón, y en el dormitorio del piso de
arriba. ¿No lo has notado?
Rowan
no contestó.
-Quiero
que me hagas un favor -dijo al cabo de unos instantes.
-¿Cuál?
-No
le digas a Michael lo del niño hasta después de haberte hecho los análisis.
¿Tienes a alguien en quien poder confiar como si fuera tu madre?
-No
te preocupes -respondió Mona-. Dispongo de mi propia ginecóloga secreta; tengo
trece años.
-Por
supuesto -dijo Rowan-. Pase lo que pase, regresaré antes de que te veas
obligada a contárselo a la familia.
-Eso
espero. Ojalá resuelvas cuanto antes este asunto. Pero ¿y si no regresas, y
Michael y yo no sabemos lo que os ha pasado a ti y a Yuri?
Rowan
reflexionó unos instantes. Luego se encogió de hombros y contestó:
-Descuida,
regresaré. Pero déjame que te haga una última advertencia.
-Adelante.
-Si
le revelas a Michael lo del niño y más tarde decides deshacerte de él, se
llevará un disgusto de muerte. En dos ocasiones creyó que iba a ser padre, y se
llevó una gran decepción. Si tienes alguna duda al respecto, no le digas nada
hasta estar bien segura de que deseas a ese niño.
-Estoy
impaciente por darle la noticia. Iré a ver a mi ginecóloga esta misma tarde. Le
diré que he tenido una crisis nerviosa y que es urgente, está acostumbrada a
que le organice esos números. Cuando los análisis confirmen que estoy
embarazada, se lo diré a Michael. No dejaré que nada, absolutamente nada, me
impida tener este niño.
Cuando
Mona se dispuso a levantarse, se dio cuenta de lo que acababa de decir y de que
Rowan nunca volvería a enfrentarse a ese tipo de dilema. Pero Rowan no parecía
ofendida por sus palabras, y menos aún dolida. Estaba pensativa, observando el
paquete de tabaco. -Haz el favor de salir de aquí para que pueda fumar en paz
-dijo Rowan, sonriendo-. Luego iremos a despertar a Michael. Dispongo de hora y
media para coger el avión.
-Rowan,
me arrepiento de haberme acostado con Michael, pero no de haberme quedado
embarazada.
-Yo
tampoco -contestó Rowan-. Si Michael gana con esto un hijo propio y una madre
que lo quiera y lo mime, quizá consiga perdonarme el daño que le he hecho. Pero
recuerda, Jezabel, que yo soy su esposa. Tú tienes la esmeralda y el niño. Pero
Michael es mío.
-De acuerdo -contestó Mona-. Me caes muy bien,
Rowan, de veras. Me gusta tu forma de ser, aparte de quererte por ser prima mía
y una Mayfair como yo. Si no estuviera embarazada te obligaría a llevarme
contigo a Europa por tu bien, por el de Yuri y por el de todos. -¿Y cómo me
obligarías?
-Yo
también tengo mis armas secretas.
Ambas
se miraron durante unos instantes. Luego, Rowan asintió con un movimiento de
cabeza y sonrió.
7
La
colina estaba cubierta de barro y hacía frío, pero a Marklin le encantaba
trepar por aquella pendiente resbaladiza, tanto en invierno como en verano,
para contemplar la maravillosa vista que se divisaba desde Wearyall Hill, junto
a Sacred Thorn. El paisaje que se extendía a su alrededor se mantenía siempre
verde, incluso en invierno, pero ahora presentaba los intensos colores de la
primavera.
Marklin
tenía veintitrés años y era rubio, de ojos azules y una piel muy blanca que
enrojecía con facilidad al contacto con el viento y el frío. Llevaba una gabardina
forrada de lana, unos guantes de piel y una gorrita de lana que, pese a su
reducido tamaño, le servía de abrigo.
Marklin
tenía dieciocho años cuando Stuart los llevó allí a Tommy y a él, ambos
excelentes estudiantes, enamorados de Oxford, enamorados de Stuart y pendientes
siempre de cada palabra que surgiese de sus labios.
Durante
su época de estudiantes en Oxford, habían visitado periódicamente aquel lugar.
Alquilaban unas habitaciones pequeñas y acogedoras en el George and Pilgrims
Hotel y se dedicaban a pasear por la calle mayor examinando las vitrinas de
las librerías y tiendas en las que se vendían amuletos y barajas de tarot,
comentando en voz baja sus secretas pesquisas y compartiendo su actitud
científica con respecto a temas que otros consideraban puramente mitológicos.
Ni los creyentes locales ni antiguos hippies o los fanáticos de la Nueva Era,
como tampoco los bohemios ni los artistas que andan siempre a la búsqueda del
encanto y la tranquilidad de un lugar semejante, les atraían lo más mínimo.
Marklin
y Tommy se dedicaban a descifrar el pasado, con avidez, haciendo uso de los
diversos instrumentos de que disponían. Stuart, su profesor de lenguas
antiguas, era también su sumo sacerdote, su enlace mágico con un auténtico
santuario: la biblioteca y los archivos de Talamasca.
El
año anterior, tras el descubrimiento de Tessa, en Glastonbury Tor, Stuart les
había dicho: «He hallado en vosotros lo que siempre he buscado en un estudiante,
un pupilo o un novicio. Sois los primeros a quienes deseo ofrecer todo cuanto
sé.»
A
Marklin aquello le pareció un honor supremo, más destacable que todos los
honores que pudieran concederle en Eton u Oxford, o en cualquier otro lugar del
mundo donde decidiera proseguir sus estudios.
Aquél
había representado incluso un momento más importante que su ingreso en la
Orden. Y ahora, al reflexionar sobre ello, comprendía que su ingreso en la
Orden lo llenó de orgullo precisamente porque significó mucho para Stuart,
quien había dedicado su vida a Talamasca y, según decía, pronto moriría entre
sus cuatro paredes.
Stuart
había cumplido ochenta y siete años y era uno de los miembros en activo más
ancianos de Talamasca, si es que el hecho de enseñar idiomas podía ser
considerado en mayor medida una actividad de la organización de Talamasca que
una pasión a la que se consagraba Stuart en su retiro. La referencia a la
muerte no era romántica ni melodramática. Y nada había cambiado en la actitud
que mantenía Stuart con respecto al Más Allá.
«Si
un hombre de mi edad que conserva sus facultades mentales no afronta la muerte
con valor, si no demuestra curiosidad e interés en ver qué sucede, significa
que ha desperdiciado su vida. Es un imbécil.»
Ni
siquiera el descubrimiento de Tessa consiguió despertar en Stuart un ansia de
alargar el tiempo de vida que le quedaba. Su amor por Tessa, su fe en ella, no
se fundaba en algo tan pueril. Marklin temía la muerte de Stuart mucho más que
el propio Stuart. Por otra parte, se daba cuenta de que había cometido un gran
error con él, que debía tratar de recuperar su amistad y su confianza. Dejar
que la muerte le arrebatara a Stuart era inevitable; perderlo antes de ese
momento, era impensable.
«Os
halláis en la sagrada tierra de Glastonbury -les había dicho Stuart aquel día,
cuando comenzó todo-. ¿Quién yace enterrado bajo este tolmo? ¿El mismo Arturo o
sólo los anónimos celtas que nos legaron sus monedas, sus armas, sus barcos
con los que surcaron los mares desde este lugar que antaño fuera la isla de Avalon?
jamás lo sabremos. Pero existen unos secretos que podemos desvelar, y el
significado de esos secretos es tan inmenso, tan revolucionario y tan insólito
que merece nuestra adhesión a la Orden, cualquier sacrificio que debamos
hacer. Si no estamos dispuestos a ello, somos unos hipócritas.»
Marklin
pudo haber evitado que Stuart les amenazara a Tommy y a él con abandonarlos,
que en su indignación ante lo ocurrido les volviera la espalda. No era
necesario revelarle todos los detalles de su plan. Marklin comprendía ahora
que su negativa a asumir el control de la operación era lo que había provocado
la disputa. Stuart tenía a Tessa... Había expresado sus deseos con toda
claridad y no tenía por qué enterarse de lo sucedido. Fue un error que Marklin
achacaba a su inmadurez y a su amor por Stuart, el cual le había incitado a
contárselo todo.
Marklin
estaba decidido a recuperar a Stuart. Éste había accedido a acudir.
Probablemente ya habría llegado y se habría detenido junto a Chalice Well,
como solía hacer antes de ascender por Wearyall Hill y conducirlos hasta el
tolmo. Marklin sabía lo mucho que Stuart lo quería. Conseguiría recuperar su
amistad hablándole desde lo más profundo del alma, con sentimiento y un
fervor sincero.
Marklin
no tenía la menor duda de que él mismo viviría muchos años, de que ésta era
sólo la primera de las numerosas y arriesgadas aventuras que emprendería.
Lograría apoderarse de las llaves del tabernáculo, del mapa del tesoro, de la
fórmula de la pócima mágica. Estaba convencido de ello. Si esta primera
empresa fracasaba, supondría para él un desastre moral. Seguiría adelante,
por supuesto, pero su juventud había constituido una cadena ininterrumpida de
éxitos y este plan también debía triunfar a fin de no detenerlo en su
ascensión.
Era
preciso ganar, debía ganar siempre. Jamás iniciaría una empresa que no pudiera
coronar con éxito. Ésta era la promesa que Marklin se había formulado a sí
mismo, y que siempre había cumplido.
En
cuanto a Tommy, era fiel a los votos que habían hecho los tres, al concepto y a la persona de Tessa. Tommy no le
preocupaba a Marklin. Estaba demasiado ocupado investigando con el ordenador,
con sus cronologías y gráficos. Los mismos motivos por los que no había
peligro de que Tommy desertara eran los que lo hacían tan valioso: era incapaz
de contemplar el proyecto en su totalidad o de cuestionar su validez.
En
los aspectos más elementales, Tommy jamás había cambiado.
Seguía
siendo el muchacho que Marklin conoció en su infancia, un coleccionista, un
rastreador, un archivo viviente, un investigador. Por lo que a Marklin se refería,
Tommy jamás hubiera existido sin él. Se conocieron cuando ambos tenían doce
años... en un internado de América. La habitación que ocupaba Tommy estaba
siempre llena de fósiles, mapas, huesos de animales, extraños artilugios
informáticos y una nutrida colección de libros de bolsillo de ciencia-ficción.
Marklin
solía pensar que en aquellos tiempos Tommy debía considerarlo un personaje de
esas novelas -Marklin detestaba el género- y que al conocerse,
Tommy
dejó de ser un observador para convertirse en un protagonista de un relato de
ciencia-ficción. La lealtad de Tommy nunca había sido puesta en entredicho. Es
más, durante los años en que Marklin ansiaba ser libre Tommy permaneció siempre
junto a él, dispuesto a hacerle cualquier favor. Marklin inventaba tareas para
mantener a su amigo ocupado y darse un respiro. Tommy jamás había protestado.
Marklin
empezó a sentir frío, pero no le importó. Glastonbury siempre sería para él un
lugar sagrado, aunque no creía en casi nada que estuviera relacionado con él.
Cada
vez que se dirigía a Wearyall Hill, con la íntima devoción de un monje,
imaginaba al honesto José de Arimatea plantando su vara en ese lugar. No le
importaba que la actual Santa Espina procediera del vástago de un vetusto
árbol, el cual ya había desaparecido, como tampoco muchos otros detalles. En
esos lugares experimentaba una emoción que lo estimulaba, una renovación
religiosa, por llamarlo así, que le daba fuerzas para perseguir
con más ahínco sus propósitos.
Alcanzar
sus propósitos. Eso era lo más importante, pero Stuart no lo había entendido
de ese modo.
Sí,
las cosas se habían complicado demasiado, no cabía la menor duda. Habían muerto
unos hombres cuya naturaleza e inocencia exigían mayor justicia. Pero Marklin
no tenía toda la culpa de eso. Y la lección que había extraído era que, a la
postre, nada de aquello importaba.
«Ha
llegado el momento de que yo instruya a mi maestro -pensó Marklin-. Nos
reuniremos de nuevo en este maravilloso paraje, a muchos kilómetros de la casa
matriz, como hemos venido haciendo durante tantos años. Nada se ha perdido.
Debo procurarle a Stuart la autorización moral de beneficiarse de lo que ha
sucedido.»
Tommy
ya había llegado.
Siempre
llegaba el segundo. Marklin observó cómo el viejo auto de Tommy bajaba
lentamente por la calle mayor. Después de aparcar, Tommy se apeó del coche sin
cerrar la portezuela con llave, como de costumbre, y empezó a subir por la
colina.
¿Y si
no se presentaba Stuart? ¿Y si ni siquiera se acercaba por allí? ¿Y si había
decidido abandonar a sus seguidores? Pero eso era imposible.
Stuart
se hallaba junto al pozo. Siempre bebía un trago de agua al llegar y otro
antes de marcharse. Sus peregrinajes eran tan rígidos como los del antiguo
druida o el monje cristiano. Viajaba de santuario en santuario.
Los
hábitos de su maestro siempre habían suscitado un sentimiento de ternura en
Marklin, al igual que sus palabras. Stuart los había «consagrado» a una vida
secreta dedicada a descubrir « el misterio y el mito, a fin de alcanzar el
horror y la belleza que subyacen en el núcleo».
Resultaba
razonablemente poético, tanto antes como ahora. Pero era preciso convencer de
ello a Stuart por medio de métaforas y nobles sentimientos.
Tommy
casi había alcanzado el árbol. Caminaba con cautela, para no resbalar en el
barro y caer. Marklin se había caído una vez, hacía años, al poco de iniciar
sus peregrinajes. Eso le había supuesto pasar una noche en el George and
Pilgrims Hotel, mientras le limpiaban la ropa. No se lamentaba de que hubiera
ocurrido, puesto que la velada fue maravillosa. Stuart había permanecido junto
a él. Marklin pidió prestada una bata y unas zapatillas, y se pasaron la noche
charlando en una habitación pequeña y encantadora. Ambos habían deseado en
vano subir al tolmo a medianoche para comunicarse con el espíritu del rey que
allí reposaba.
Por
supuesto, Marklin jamás creyó que el rey Arturo descansara bajo Glastonbury
Tor. De haberlo creído, hubiera cogido una pala y se habría puesto a cavar.
En su
vejez, Stuart había llegado a la conclusión de que el mito sólo era interesante
cuando tras él se ocultaba una verdad susceptible de ser desvelada, e incluso
obtener pruebas físicas de la misma.
«Los
eruditos de la Orden -pensó Marklin - tienen un defecto insalvable: para ellos
poseen el mismo valor las palabras que las acciones.» Ese era el motivo de la
confusión que se había producido ahora. Stuart, a los ochenta y siete años, se
había adentrado por primera vez en la realidad.
Realidad
y Sangre se mezclaban.
Tommy
se acercó a Marklin. Concentró su aliento sobre sus manos, que estaban heladas,
y luego se puso los guantes. Era muy propio de él subir a la colina sin ponerse
los guantes, olvidándose de que los llevaba en el bolsillo hasta ver los
guantes de piel de Marklin, que precisamente se los había regalado él.
-¿Dónde
está Stuart? -preguntó Tommy-. Sí, sí, los guantes. -Miró a Marklin con unos
ojos enormes que asomaban a través de sus gruesas gafas redondas, sin montura.
Era pelirrojo y llevaba el pelo corto y bien peinado, lo que le confería un
aspecto de abogado o banquero-. Vale, ya me pongo los guantes. ¿Dónde está?
Marklin se disponía a decirle que Stuart aún no había llegado
cuando lo vio apearse del coche en el aparcamiento, y subir el último tramo del
camino a pie. Marklin lo observó perplejo.
Stuart
presentaba el mismo aspecto de siempre: delgado bajo su amplio abrigo, con una
bufanda de cachemir cuyos extremos ondeaban al viento y su enjuto rostro que parecía
tallado en madera. Su pelo canoso, como de costumbre, parecía un nido de
pájaros.
Al acercarse,
Stuart miró a Marklin. Este se dio cuenta de que estaba temblando. Tommy
retrocedió unos pasos. Stuart se detuvo a un metro y medio de ellos, con los puños
crispados, y observó a ambos jóvenes con expresión angustiada.
-¡Vosotros
matasteis a Aaron! -exclamó Stuart-. ¡Fuisteis vosotros! Asesinasteis a Aaron.
¿Cómo pudisteis hacer semejante cosa?
Marklin se
quedó atónito. Su confianza y sus planes se desmoronaron en un instante. Apenas
podía dominar el temblor de sus manos. Sabía que si trataba decir algo,
su voz sonaría frágil y sin autoridad. No soportaba que Stuart se sintiera
enojado o decepción con él.
-¿Qué habéis
hecho, desgraciados? –prosiguió Stuart-. ¿Y qué he hecho yo para poner en
marcha ese infernal plan? ¡Dios mío! ¡Yo soy el culpable!
Marklin tragó
saliva, pero no pronunció palabra.
-Tú, Tommy,
¿cómo pudiste participar en esto? -inquirió Stuart-. Y tú, Mark, tú eres el
autor.
-Escúchame,
Stuart, te lo ruego -replicó Mark
-¿Que te
escuche? -dijo desafiante Stuart, aproximándose con las manos metidas en los
bolsillos del abrigo-. ¿Que te escuche? Permíteme que te haga una pregunta, mi
joven y valiente amigo en quien tenía depositadas todas mis esperanzas. ¿Qué te
impedirá matarme a mí, como has hecho con Aaron y Yuri Stefano?
-Lo hice por
ti, Stuart -insistió Marklin-. Si dejas que te explique, lo comprenderás. No
son más que unas flores de las semillas que plantaste cuando iniciamos esto
juntos. Era preciso acallar a Aaron, impedirle que regresara a la casa matriz y
presentara su informe. Yuri Stefano también constituía un peligro. Fue una
suerte que decidiera visitar Donnelaith, en lugar de regresar a casa
directamente desde el aeropuerto.
-Hablas de
circunstancias, de detalles -dijo Stuart avanzando otro paso hacia ellos.
Tommy
guardaba silencio, impasible, mientras el viento agitaba su pelo rojo.
Permanecía junto a Marklin, observando fijamente a Stuart a través de sus
gruesas gafas.
Stuart se
encontraba fuera de sí.
-Hablas de
métodos expeditivos, pero no de la vida y la muerte, mi distinguido alumno
-insistió-. ¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? ¿Cómo es posible que asesinaras a
Aaron?
La voz de
Stuart se quebró, demostrando el profundo dolor que sentía, tan inmenso como
su rabia.
-Si pudiera
yo mismo te destruiría, Mark. Pero soy incapaz de hacerlo, y supuse
ingenuamente que tú tampoco te atreverías a hacer algo semejante. Pero me
equivoqué contigo.
-Merecía la
pena hacer cualquier sacrificio, Stuart -respondió Marklin-. ¿Y qué valor tiene
un sacrificio si no es un sacrificio moral?
Stuart lo
miró horrorizado, pero ¿qué otra cosa podía hacer Marklin excepto lanzarse de
cabeza? Tommy debía decir algo, pensó Stuart, pero sabía que cuando éste expresara
su opinión él se mantendría firme.
-Acabé con
quienes podían detenernos -dijo Mark-. Ni más ni menos, Stuart. Lamentas la
muerte de Aaron porque lo conocías.
-No seas
idiota -replicó Stuart con amargura-. Me lamento por la muerte de un inocente,
por una estupidez monstruosa. ¿Crees que la Orden no ve la muerte de ese
hombre? Crees que conoces a Talamasca, que eres tan inteligente que te han
bastado unos pocos años para descifrar todos sus entresijos» Pero lo único que
has conseguido es captar sus debilidades organizativas. Aunque vivieras cien
años no llegaría a conocer bien Talamasca. Aaron era mi hermano. Has matado a
mi hermano. Me has fallado, Mark. Tú también, Tommy. Os habéis fallado a
vosotros mismos, a Tessa.
-No -dijo
Mark-, no estás diciendo la verdad, lo sabes. Mírame, Stuart, mírame a los
ojos. Me pediste que trajera a Lasher hasta aquí, me pediste que abandonara la
biblioteca y lo organizara todo, igual que a Tommy también. ¿Crees que podrías
haber orquestado el plan sin nosotros?
-Olvidas un
detalle muy importante, Mark -indicó
Stuart-. Has fracasado. No lograste rescatar al Taltos y traerlo hasta aquí.
Tus soldados eran idiotas, lo mismo que el general.
-Ten
paciencia con nosotros -intervino Tommy sin perder la calma-. Desde el primer día
comprendí que era imposible llevar a cabo el plan sin que alguien pagara con su
vida por ello.
-No me
dijiste nada de eso.
-Permíteme
que te recuerde -prosiguió Tommy secamente- que fuiste tú quien señaló que
debía impedir que Yuri y Aaron se inmiscuyeran... y que se debía borrar toda
evidencia de que había nacido un Taltos en la familia Mayfair. ¿Cómo querías
que lo hiciéramos a no ser de la forma que lo hicimos? No tenemos nada de que
avergonzarnos, Stuart. Nuestros fines justifican plenamente nuestros métodos.
Marklin trató
de contener un suspiro de alivio.
Stuart miró a
Marklin y a Tommy y luego contempló el pálido paisaje formado por las verdes
colinas onduladas y la cima de Glastonbury Tor. Al cabo de unos minutos se
volvió hacia el tolmo y agachó la cabeza como si estuviera comunicándose con
una deidad personal.
Marklin se
acercó y apoyó suavemente las manos sobre los hombros de Stuart. Era mucho más
alto que su amigo, pues Stuart había perdido unos centímetros en su vejez.
Marklin le murmuró al oído:
-La suerte
estaba echada cuando nos deshicimos del científico. No podíamos retroceder. En
cuanto al médico...
-No -contestó
Stuart, sacudiendo la cabeza con energía y con la vista fija en el tolmo-. Esas
muertes podrían atribuírsele al propio Taltos, ¿no lo comprendes? Ahí radica
lo bueno. La figura del Taltos anula las muertes de los dos hombres, que no
podían sino haber utilizado indebidamente la revelación que había llegado a sus
manos.
-Stuart -dijo
Mark, consciente de que su amigo no había tratado de liberarse de su leve
abrazo-, debes comprender que Aaron se convirtió en nuestro enemigo cuando se
convirtió en el enemigo oficial de Talamasca.
-¿Enemigo?
Aaron nunca fue un enemigo de Talamasca. Vuestra absurda excomunión le causó un
disgusto tremendo.
-Stuart
-insistió Mark-, comprendo que la excomunión fuera un error, pero en todo caso
fue nuestro único error.
-Aquello fue
inevitable -dijo Tommy secamente-. Nos arriesgábamos a ser descubiertos. Hice
lo que debía, y procuré que resultara lo más convincente posible. Hubiera sido
imposible mantener una correspondencia fingida entre los Mayores y Aaron. Era
demasiado peligroso.
-Reconozco
que fue un error -dijo Marklin-. Sólo su lealtad a la Orden hubiera impedido
que Aarón desvelara ciertas cosas que había visto y había empezado a sospechar.
Si cometimos un error, Stuart, lo cometimos los tres. No debimos enfrentar a
Aaron y a Stefano. Debimos haber jugado mejor nuestras cartas.
-La tela de
araña era demasiado compleja –dijo Stuart-. Os lo advierto. Acércate, Tommy. Os
lo vierto a los dos. No tratéis de atacar a la familia Mayfair. Ya habéis hecho
suficiente daño. Habéis matado al mejor hombre que he conocido en mi vida, y
por un motivo tan pueril que la Providencia se vengará de vosotros. ¡No hagáis
nada que pueda perjudicar a esa familia!
-Me temo que
ya lo hemos hecho -contestó Tommy con su acostumbrado tono práctico-. Aarón Lightner
se había casado hacía poco con Beatrice Mayfair; tenía mucha amistad con
Michael Curry, y con el resto del clan, por lo que esa unión no era necesaria
para consolidar su relación con la familia. Pero el caso es que se casaron, y
para los Mayfair el matrimonio constituye un lazo sagrado. Aaron se había
convertido en un miembro de la familia.
-Espero por
vuestro bien que te equivoques -sentenció Stuart-. En caso contrario, ya podéis
encomendaros a Dios. Si provocáis la ira de las brujas Mayfar nada ni nadie
podrá salvaros.
-Lo hecho,
hecho está; pensemos en lo que vamos hacer a partir de ahora -dijo Marklin-.
Bajemos al hotel, Stuart.
-¿Para que
otros puedan oír nuestra conversación? ¿Acaso estás loco?
-Llévanos
junto a Tessa, Stuart. Podemos hablar allí -insistió Marklin.
Era el
momento clave. Marklin lo sabía. Se había precipitado, no debió pronunciar aún
el nombre Tessa.
Stuart seguía
mirándolos con desprecio e indignación. Tommy permanecía impávido, con sus
enguantadas manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba el cuello ¿el abrigo
levantado, ocultándole la boca, por lo que sólo se veían sus fríos ojos.
Marklin temió
estar a punto de romper a llorar. No había llorado jamás en su vida.
-Puede que no
sea el momento oportuno para ir a verla -dijo Marklin, apresurándose a reparar
el daño.
-Quizá sea preferible que no volváis a verla
-murmuró Stuart con aire pensativo.
-No lo dirás
en serio -contestó Mark.
-Si os llevo
junto a Tessa, corro el riesgo de que me matéis también a mí.
-¿Cómo puedes
decir semejante cosa? Nos duele que pienses así de nosotros. No somos unos
canallas sin principios. Hemos consagrado nuestros esfuerzos a un mismo fin.
Aaron debía morir. Lo mismo que Yuri. Yuri nunca formó parte de la Orden.
Cuando las cosas se complicaron, se marchó apresuradamente.
-Sí, y
vosotros tampoco fuisteis nunca miembros de la Orden -replicó Stuart con
dureza.
-Estamos
consagrados a ti -respondió Marklin-. Estamos perdiendo un tiempo precioso,
Stuart. No nos lleves junto a Tessa si no lo deseas, pero eso no mermará mi fe
ni la de Tommy en ella. Nada impedirá que persigamos nuestro objetivo.
-¿Y cuál es
ese objetivo? -preguntó Stuart-. Lasher ha desaparecido, como si no hubiera
existido jamás. ¿O acaso dudas de la palabra de un hombre que siguió a Yuri por
tierra y mar para asesinarlo de un tiro?
-No podemos
hacer nada por Lasher -terció Tommy-. Creo que todos estamos de acuerdo en
ello. Lo que vio Lanzing no puede interpretarse de ninguna otra forma. Pero
Tessa está en tus manos, tan real como el día en que la descubriste. Stuart
sacudió la cabeza.
-Tessa es
real, está sola y siempre lo ha estado. La unión no se llevará a cabo. Mis ojos
se cerrarán siempre sin haber contemplado el milagro.
-Todavía es
posible, Stuart -respondió Marklin. La familia, las brujas Mayfair.
-¿Qué
pretendes? -le espetó Stuart, sin controlar el tono exaltado de su voz-. Si les
atacas te destruirán. Has olvidado la primera advertencia que te hice. Las
brujas Mayfair siempre derrotan a que tratan de perjudicarlas. ¡Siempre!
¡Individualmente o como familia!
Los tres
guardaron silencio durante unos minutos-
-¿Por qué
dices que le destruirán a él, Stuart -inquinó Tommy-. ¿Acaso no nos destruirán
a los tres ?
Stuart estaba
desesperado. Su cabello canoso, agitado por el viento, semejaba la pelambrera
de un borracho. Agachó la cabeza y fijó la vista en el suelo. Su nariz curva
relucía como un cartílago recién puljdo.
Parecía un águila, sí, pero no un águila vieja.
Stuart tenía
los ojos enrojecidos y llorosos, como si se hubiera resfriado. Marklin temió
que cayera enfermo. Observó el mapa de venitas azules que surca sus sienes.
Stuart temblaba violentamente.
-Tienes
razón, Tommy -contestó Stuart-. Los Mayfair nos destruirán a todos. ¿Por qué no
iban a hacerlo? -Stuart se volvió hacia Marklin y añadió-¿Qué crees que lamento
más de este asunto? ¿La muerte de Aaron? ¿El que no pueda celebrarse la unión
entre el macho y la hembra Taltos? ¿El fracaso de nuestro plan, que ha dado al
traste con la cadena de memorial que confiábamos descubrir, eslabón a eslabón
hasta sus orígenes? ¿O el hecho de que ambos os hayáis condenado por lo que
habéis hecho? En definitiva os he perdido No me importa que los Mayfair
nos destruyan a todos. Es justo que así sea.
-Rechazo esa
justicia -replicó Tommy-. No puedes volverte contra nosotros, Stuart.
-No puedes
afirmar que hemos fracasado –dijo Marklin-. Las brujas pueden volver a concebir
un Taltos.
_ ¿Dentro de trescientos años?
-preguntó Stuart- ¿O mañana?
-Escúchame,
te lo ruego -solicitó Marklin-. El espíritu de Lasher sabía lo que había sido,
y lo que podía ser, y la transformación que sufrieron los genes de Rowan
Mayfair y Michael Curry sucedió bajo la mirada vigilante del espíritu, a fin
de que éste alcanzara su propósito.
«Nosotros
también sabemos lo que es un Taltos, y lo que era, y cómo crearlo. ¡Y también
lo saben las brujas! Por primera vez, conocen el destino de la hélice gigante.
Y el hecho de que lo sepan les confiere tanto poder como a Lasher.
Stuart no
supo qué responder. Era evidente que no había pensado en ello. Tras observar a
Marklin durante unos instantes, le preguntó:
-¿Estás
convencido de ello?
-Su
conocimiento les confiere un poder aún mayor -intervino Tommy-. No debemos
subestimar la ayuda telequinética que podrían prestarnos en caso de que se
produjera un parto.
-Ha hablado
el científico -dijo Marklin, sonriendo con aire triunfal. La corriente estaba
cambiando. Podía percibirlo, lo veía en los ojos de Stuart.
-No olvidemos
-señaló Tommy- que el espíritu era torpe, se sentía confuso. Las brujas son muy
superiores, incluso las más estúpidas e ingenuas.
-No puedes
saberlo con certeza, Tommy.
-Hemos
llegado demasiado lejos, Stuart -dijo Marklin-. ¡No podemos dar marcha atrás!
-En
definitiva -terció Tommy-, nuestros logros no son insignificantes. Hemos
verificado la encarnación del Taltos, y si lográramos apoderarnos de las notas
escritas por Aaron antes de morir, quizá podríamos verificar lo que todos
sospechan: que no se trató de una encarnación, sino de una
reencarnación.
-Sé lo que
hemos conseguido -dijo Stuart- lo bueno y lo malo. No es
necesario que me lo resumas, Tommy.
-Sólo pretendía aclarar las cosas -le respondió
éste-. Las brujas no sólo conocen los viejos secretos de manera abstracta, sino
que creen en el milagro físico. Disponemos de diversas e interesantes
oportunidades para conseguir nuestros fines. .
-Confía en
nosotros, Stuart -terció Marklin.
Stuart miró a
Tommy y luego a Marklin. Ma.™, adivinó en sus ojos la vieja chispa, el amor que
sea! hacia él.
-No habrá más muertes, Stuart -le apostilló ».„.
lin-. Te lo aseguro. Los otros colaboradores involu. tarios serán apartados del
tema sin que se hayan en ten do de nuestro plan.
-¿Y Lanzing?
Debe de saberlo todo.
-Era un
empleado nuestro, Stuart –contestó Marklin-. No comprendía lo que veía. Además,
también ha muerto.
-Nosotros no
lo matamos -se apresuró a decir Tommy-. Hallaron una parte de sus restos al pie
del risco de Donnelaith. Su pistola había sido disparada dos veces.
-¿Una parte de sus restos? -inquirió Stuart.
Tommy se
encogió de hombros.
-Dijeron que había sido devorado por los
animales salvajes -respondió.
-En tal caso
no podéis estar seguros de que matara a Yuri.
-Yuri no
regresó al hotel -contestó Tommy-. No ha reclamado sus cosas. Yuri está muerto,
Stuart. Las dos balas iban destinadas a él. No sabemos cómo se despeñó Lanzing,
ni por qué, ni si fue atacado por algún animal, pero Yuri Stefano ha desaparecido
a todos los efectos.
-¿Acaso no lo
comprendes, Stuart? -preguntó Marklin-. A excepción del hecho de que se nos
escapara el Taltos, todo ha salido a pedir de boca. Podemos retirarnos a un
segundo plano y centrarnos en las brujas Mayfair. No es necesario recurrir de
nuevo a la Orden. Aunque descubran la interceptación, nadie puede acusarnos a
nosotros.
-¿No teméis a
los Mayores?
-No hay
motivo para tal cosa -contestó Tommy-. Los interceptadores siempre han
funcionado perfectamente.
-Hemos
aprendido de nuestros errores, Stuart -dijo Marklin-. Pero quizá lo que ha
sucedido tenía un motivo. No me refiero una razón sentimental. En general, el
balance es positivo. Las personas que han muerto nos estorbaban.
-Me repugna
que habléis con tanta crudeza de vuestros métodos -protestó Stuart-. ¿Qué me
decís de nuestro Superior General?
Tommy se
encogió de hombros.
-Marcus no
sabe nada -respondió-. Salvo que pronto podrá retirarse con una pequeña
fortuna. Jamás conseguirá unir todas las piezas del rompecabezas. Ni él ni
nadie. Nadie descubrirá nuestro plan.
-Necesitamos
unas semanas más -dijo Marklin- con objeto de protegernos.
-No estoy
seguro -terció Tommy-. Creo que sería preferible retirar cuanto antes los
interceptadores. Conocemos todo lo que Talamasca sabe sobre la familia Mayfair.
-No os
precipitéis ni os mostréis tan seguros de vosotros mismos -dijo Stuart-. ¿Qué
pasará cuando descubran vuestras falsas comunicaciones?
-Querrás
decir, nuestras falsas comunicaciones. -replicó Tommy-. En el peor de los casos,
se producirá cierta confusión, quizás una investigación. Pero nadie podrá
averiguar que somos los autores de las cartas ni de la interceptación. Por eso
mismo resulta imprescindible que sigamos representando el papel de novicios
leales, que no hagamos nada que despierte menor sospecha.
Tommy miró a
Marklin. La estrategia había terminado. El talante de Stuart
había cambiado. Era quien volvía a dar las órdenes... prácticamente.
-Todo se ha
hecho por vía electrónica -dijo Tommy-. No existen pruebas materiales de nada,
excepto unos papeles en mi apartamento de Regent's Park. Sólo tú, Mark y yo
sabemos dónde se encuentran esos papeles.
-Necesitamos
tu ayuda, Stuart -dijo Marklin-. Estamos a punto de entrar en la fase más
apasionan del plan.
-Silencio
-contestó Stuart-. Dejad que os vea bien, que os tome la medida.
-Adelante
-dijo Marklin-. Verás ante ti a unos intrépidos jóvenes, tal vez estúpidos,
pero valientes y decididos.
-Mark se
refiere a que nuestra posición es mejor de lo que habíamos imaginado -dijo Tommy-.
Lanzing asesinó a Yuri y luego se mató al caer del risco. Stolov y Norgan han
muerto. Sabían demasiado, eran un estorbo. Los hombres que contratamos para
liquidar a los otros no conocen nuestra identidad. Y nosotros estamos aquí,
como al principio, en Glastonbur
»Y Tessa está
en tus manos. Sólo nosotros tres conocemos su existencia.
-Os felicito
por vuestra elocuencia –murmuró Stuart-. Muy brillante.
-La poesía es
la verdad, Stuart -dijo Marklin- La
verdad suprema, y la elocuencia es un atributo de ésta.
Se produjo
una pausa. Marklin quería que Stuart iniciase el descenso de la colina. Le echó
un brazo alrededor de los hombros, en un gesto protector, y Stuart dejó que lo
hiciera.
-Bajemos al
hotel, Stuart -dijo Marklin-. Es hora de cenar. Hace frío y estamos
hambrientos.
-Si
pudiéramos volver a empezar -dijo Tommy-, lo haríamos mejor. Reconozco que no
era necesario matar a esas personas. Habría sido un reto más interesante
tratar de alcanzar nuestros propósitos sin lastimar a nadie.
Stuart,
enfrascado en sus pensamientos, miró distraídamente a Tommy. Se había vuelto a
levantar un viento helado, y Marklin empezó a tiritar. Temía que Stuart pillara
una pulmonía. Estaba impaciente por regresar al hotel y cenar en compañía de
sus amigos.
-No hemos sido
nosotros mismos, sabes, Stuart -dijo Marklin contemplando la población que se
extendía a sus pies, consciente de que sus dos amigos lo observaban-. Cuando
estamos juntos formamos un único ser que ninguno de nosotros conocemos bien,
quizás una cuarta entidad a la que deberíamos imponer un nombre puesto que es
más poderosa que cada uno de nosotros por separado. Quizá deberíamos aprender a
controlarla. Pero no podemos destruirla ahora, Stuart. Si lo hacemos, nos
traicionaríamos mutuamente. Por duro que parezca, la muerte de Aaron no
significa nada.
Había jugado
su última carta. Había dicho las mejores y peores cosas que debía decir, en lo
alto de esa colina azotada por el gélido viento, sin pensarlo previamente,
dejándose guiar tan sólo por su intuición. Al fin miró a su maestro y a su
amigo, y comprobó que ambos estaban impresionados por sus palabras, quizás incluso
más de lo que habría podido esperar.
-Sí, fue esa
cuarta entidad, como tú la llamas la que mató a mi amigo -respondió Stuart en
voz baja- Tienes razón. Y sabemos que el poder, el futuro de esa cuarta
entidad, es inimaginable.
-Exactamente
-murmuró Tommy con frialdad.
-Pero la muerte de Aaron es una tragedia
terrible. Os prohibo que volváis a mencionarla en mi presencia o que habléis de
ella con cualquiera.
-De acuerdo
-contestó Tommy.
-¡Pobre amigo
inocente -dijo Stuart-, que sólo pretendía ayudar a la familia Mayfair!
-Ningún
miembro de Talamasca es inocente -contestó Tommy.
Stuart se
volvió hacia él y lo miró entre enoja perplejo.
-¿A qué te
refieres? -preguntó.
-No se puede
pretender estar en posesión de tantos conocimientos sin que éstos influyan en
uno mismo. Cuando se sabe algo se actúa en consecuencia a ello, ya sea para
ocultarlo a quienes también se ven influidos por ello o bien para revelárselo.
Aarón era consciente de eso. La organización de Talamasca es perversa por naturaleza; ése es el precio que
se debe pagar por el privilegio de acceder a sus bibliotecas, archivos y discos
informáticos. Es algo parecido a Dios: ve que algunas de sus criaturas sufrirán
y que otras triunfarán, pero no les revela lo que sabe. La Orden de Talamasca
es más pérfida que el Ser Supremo, pero ésta no crea nada.
«¡Cuánta
razón tienes!», pensó Marklin, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta por
miedo a la respuesta de Stuart.
-Puede que tengas razón -farfulló Stuart. Parecía
derrotado, o quizá tratara de hallar algún argumento al que aferrarse.
-Es un
sacerdocio estéril -declaró Tommy con su acostumbrado tono inexpresivo,
ajustándose las gafas-. Los altares están desiertos; las estatuas han sido
retiradas. Los miembros de la Orden estudian por el mero hecho de estudiar.
-Basta.
-Permíteme
que hable de nosotros -respondió Tommy- Nosotros no somos estériles,
asistiremos a la sagrada unión y oiremos las voces de la memoria.
-Sí
-apostilló Marklin, incapaz de imitar el frío tono de su amigo-. Sí, nosotros
somos los auténticos sacerdotes. Los mediadores entre la Tierra y las fuerzas
de la naturaleza. Poseemos las palabras y el poder.
Se produjo
otro silencio.
¿Conseguiría
Marklin hacer descender a sus amigos de esa colina? Había ganado. Habían vuelto
a reunirse, y anhelaba el calor del hotel George and Pilgrims. Estaba excitado
e impaciente por celebrar su victoria.
-¿Y Tessa?
-preguntó Tommy-. ¿Cómo está?
-Como siempre
-respondió Stuart.
-¿Sabe que el
Taltos macho ha muerto?
-No sabe nada
de él -contestó Stuart.
-Ya.
-Vamos -dijo
Marklin-. Bajemos al hotel.
-Sí -contestó
Tommy-, aquí hace mucho frío.
Los tres
amigos comenzaron a bajar la colina. Tommy y Marklin sostenían a Stuart del
brazo para evitar que resbalara. Cuando llegaron al lugar donde Stuart había
dejado aparcado el coche, decidieron subirse a él en lugar de recorrer a pie
el largo trecho que quedaba hasta el hotel.
-Antes de
marcharme -dijo Stuart, entregando las llaves del coche a Marklin-, deseo
visitar Chalice Well.
-¿Para qué?
-inquirió Marklin con voz suave y respetuosa, como demostrando el cariño que
sentía por Stuart-. ¿Acaso pretendes lavarte la sangre de las manos?
Desengáñate, maestro, el agua del pozo ya está ensangrentada.
Stuart soltó
una amarga carcajada y respondió
-Pero es la
sangre de Jesús.
-Es la sangre
de las convicciones -contestó Marklin-. Iremos al pozo después de cenar, antes
anochezca. Te lo prometo.
Luego se
subieron al coche y se dirigieron al hotel.
8
Michael le
indicó a Clem que saldrían por la puerta delantera. Él mismo sacaría las
maletas. Sólo había dos, la de Rowan y la suya.
No se trataba
de un viaje de vacaciones, por lo que no era necesario coger los baúles y las
bolsas para colgar los trajes.
Michael echó
una ojeada a su diario antes de cerrarlo. Se detuvo en la página en que se
hallaba una larga frase filosófica que escribió la noche de Carnaval, sin
imaginar que poco después le despertaría una melancólica canción que sonaba en
el tocadiscos y vería a Mona, vestida con un camisón blanco, bailando como una
ninfa. Llevaba un lazo en el pelo y apareció tan lozana y fragante como pan
recién horneado, leche fresca y fresones.
No, no podía
pensar en Mona en estos momentos. Esperaba una llamada de Londres.
Además,
quería leer el párrafo, que rezaba así:
Creo, en
última instancia, que es posible adquirir cierta tranquilidad de espíritu pese
a todos los horrores y tragedias que puedan producirse. Sólo podemos lograrla
en la confianza de que las cosas cambiarán gracias a nuestra fuerza de voluntad
por encima de todo, de que haremos lo que
debemos hacer en los momentos adversos.
Habían
transcurrido seis semanas desde aquella noche en que, enfermo y trastornado por
el dolor, había plasmado por escrito esos sentimientos. En aquellos días, y
hasta el momento presente, había permanecido prisionero en casa. Michael cerró
el diario. Lo guardó en una bolsa de cuero, cogió la bolsa y las dos maletas
bajó la escalera, un poco nervioso porque no le quedaba una mano libre para
agarrarse a la balaustrada y temía marearse y caer rodando.
Y si estaba
equivocado respecto a lo que había escrito, en todo caso moriría con las botas
puestas.
Rowan estaba
en el porche hablando con Ryan. Mona también se hallaba presente y miraba a
Michael con los ojos llenos de lágrimas y una renovada devoción. Llevaba un
vestido de seda y estaba tan atractiva como siempre. Cuando Michael la miró,
advirtió lo que Rowan había notado en ella -lo que él mismo ha visto una vez en
Rowan-: la turgencia de sus pechos, el color de sus mejillas y el destello de
su mirada, junto con un ritmo levemente distinto en sus sutiles gestos.
«¡Mi Tesoro!»
Michael lo
creería cuando ella se lo confirmara. Hasta entonces, se negaba a pensar en
monstruos y genes. Soñaría con sostener a un hijo o una hija en brazos cuando
esa posibilidad fuese real.
Clem se
apresuró a coger las maletas y se dirigió hacia la verja. A Michael le gustaba
más el nuevo chofer que el antiguo. Le gustaba su sentido del humor y talante
sencillo y relajado; le recordaba a unos músicos que había conocido.
El chófer
cerró el maletero del coche. Ryan besó Rowan en ambas mejillas y Michael le oyó
decir:
-... alguna
otra cosa que quieras decirme.
-Sólo que
esta situación no durará mucho. Pero no debéis bajar la guardia. Y no dejes que
Mona salga sola bajo ningún concepto.
-Puedes
encadenarme a la pared -dijo Mona, encogiéndose de hombros-. Es lo que habrían
hecho con Ofelia, de no haberse ahogado en el río.
-¿Quién?
-preguntó Ryan-. Hasta ahora me he tomado esto bastante bien, Mona, teniendo en
cuenta que tienes trece años y...
-Tranquilo,
Ryan -replicó ella-. La que mejor se lo ha tomado he sido yo.
Mona sonrió
con tristeza y él la miró perplejo.
«Ahora viene
lo peor», pensó Ryan. No soportaba las largas despedidas de los Mayfair. Se
sentía confuso y preocupado.
-Me pondré en
contacto contigo en cuanto pueda -le dijo Michael a Ryan-. Visitaremos a los
compañeros de Aaron para averiguar lo que podamos. No tardaremos en regresar.
-¿Podéis
decirme exactamente a dónde vais?
-No -contestó
Rowan, dando media vuelta y dirigiéndose hacia la verja.
Mona bajó
corriendo los escalones del porche.
-¡Eh, Rowan!
-gritó, echándole los brazos al cuello y besándola en la mejilla.
Por un
momento Michael temió que Rowan no reaccionara, que permaneciera inmóvil como
una estatua debajo de la encina, sin corresponder a la fogosidad de Mona ni
tratar de liberarse de ella. Pero sucedió algo imprevisto. Rowan abrazó a Mona
con fuerza y la besó en la mejilla, acariciándole el cabello y la frente.
-No te
preocupes, no pasará nada -la tranquilizó Rowan-. Pero haz todo lo que te he
dicho.
Ryan bajó los
escalones detrás de Michael.
-No sé qué
decir, excepto desearos buena suerte -dijo Ryan-. Quisiera que me explicaras
más sobre este asunto, sobre lo que vais a hacer.
-Dile a Bea
que hemos tenido que marcharnos -respondió Michael-. A los demás explícales lo
imprescindible.
Ryan asintió,
receloso y preocupado, pero sobre todo resignado.
Rowan subió al coche. Michael se sentó junto a él y al cabo de unos
segundos partieron, enfilando el camino sombreado por las ramas de los árboles.
Mona Ryan ofrecían un simpático cuadro, de pie junto a la verja y saludando con
la mano; Mona con el rostro marcado por su espléndida melena, cual estrella
llameante, mientras que Ryan mantenía una expresión perpleja y preocupada.
-El pobre
está condenado a organizar la vida de unas personas que nunca le explican lo
que pasa -comentó Rowan.
-Lo
intentamos una vez -respondió Michael- pero fue inútil. En el fondo, Ryan no
desea enterarse de lo que pasa. Él cumplirá al pie de la letra lo que le hemos
dicho. Lo que no puedo asegurar es que Mona tambien lo haga. Pero de Ryan estoy
seguro.
-Todavía
estás enfadado.
-No -contestó
Michael-. Dejé de estarlo cuando regresaste a mí.
Sin embargo, no era cierto. Todavía se hallaba molesto por la intención
de ella de partir sola y dejarlo a él al cuidado de la casa y del bebé que Mona
llevaba en el vientre. De todos modos, sentirse molesto no era mismo que estar
enfadado.
Rowan giró el
rostro y miró hacia delante. Michael la observó de soslayo. Estaba todavía muy
delgada, pero nunca le había parecido tan guapa. El traje negro, las perlas y
los zapatos de tacón alto le conferían un conferían un aire provocativo, un
tanto perverso. Pero Rowan no precisaba de esos aditamentos para resultar
atractiva. Su belleza residía en su pureza, en la estructura ósea de su
rostro, en las cejas oscuras y bien perfiladas que realzaban su expresión, y
en su suave y alargada boca que él deseaba besar en aquellos momentos preso de
un brutal deseo masculino por despertarla, separar sus labios, sentir cómo su
cuerpo se doblegaba entre sus brazos y poseerla.
Ésa era la
única forma en que podía poseerla.
Rowan oprimió
el botón para subir el panel de vidrio instalado detrás del conductor. Luego
se volvió hacia Michael.
-Estaba
equivocada -dijo, sin rencor y sin tratar de justificarse-. Sé que querías a
Aaron. Me quieres a mí. Quieres a Mona. Estaba equivocada.
-Olvidemos el
tema -contestó Michael. Era duro para él mirarla a los ojos, pero estaba
decidido a hacerlo, a calmarse, a dejar de sentirse molesto, enfadado o lo que
fuera.
-Pero hay
algo que quiero que comprendas -insistió Rowan-. No pienso mostrarme amable y
civilizada con las personas que mataron a Aaron. No voy a responder ante nadie
de mis actos, ni siquiera ante ti, Michael.
Él se echó a
reír. Al contemplar sus grandes y fríos ojos grises se preguntó si ésa era la
expresión que veían sus pacientes unos segundos antes de que la anestesia
empezara a surtir efecto.
-Lo sé,
cariño -respondió Michael-. Cuando lleguemos, cuando nos encontremos con Yuri,
quiero averiguar lo que sabe. Quiero estar presente cuando hables con él. No
pretendo tener tu talento ni tu valor. Pero quiero estar presente.
Rowan asintió
con un leve movimiento de cabeza.
-Quién sabe,
quizás encuentres alguna tarea para mí-sugirió Michael.
Ya lo había
dicho. Era demasiado tarde para marcha atrás. Michael sabía que se había ruborizado}!
apartó su mirada de ella.
Cuando Rowan
contestó, lo hizo con una voz que Michael
jamás le había oído utilizar excepto con él, que durante los últimos meses
había adquirido nueva intensidad.
-Te amo,
Michael. Sé que eres un buen hombre pero yo no soy una buena mujer.
-No sabes lo
que dices, Rowan.
-Por supuesto
que lo sé. He estado con los duendes, Michael. He penetrado en su círculo
interno.
-Y has
regresado -respondió él, con su vista en ella e intentando contener la
explosión de los agitados sentimientos que lo invadían-. Has vuelto a ser
Rowan, estás aquí. Existen cosas más importantes que la venganza.
De modo que
no había sido él quien la había despertado de su letargo, sino la muerte de
Aaron.
Michael se
sentía tan herido, tan fuera de sí, que temió perder de nuevo el control.
-Te quiero,
Michael -dijo Rowan-. Te quiero mucho. Y sé cuánto has sufrido. No creas que no
soy consciente de ello.
Él asintió
con la cabeza. No quería contradecirla, pero quizá se estaba engañando a sí
mismo, y también a ella.
-Pero no
sabes lo que supone ser la persona que soy. Yo estuve presente durante el
parto, era la madre. Yo fui la causa, por decirlo así, el instrumento crucial.
Y he pagado por ello. He pagado un precio altísimo. Ya no soy la misma de
antes. Te quiero como te he querido siempre, mi amor hacia ti no mermó en
ningún momento; pero no soy ni puedo ser la misma. Lo comprendí cuando
permanecía sentada en el jardín, incapaz de responder a tus preguntas, de
mirarte o abrazarte. Lo comprendí perfectamente. Sin embargo te quería, y te
sigo queriendo. ¿Comprendes lo que intento decirte?
Michael
asintió de nuevo con un movimiento de cabeza.
-Deseas
herirme, lo sé -dijo Rowan.
-No, no deseo
hacerlo. No es eso. Sólo pretendo... arrancarte esa faldita de seda y esa
chaqueta de corte impecable para que te des cuenta de que estoy aquí. ¡Soy yo,
Michael! Qué vergüenza, ¿verdad? Qué salvajada, ¿no?, que desee poseerte de la
única forma en que puedo hacerlo, porque me abandonaste, me apartaste de tu
lado...
Michael se detuvo.
No era la primera vez que en medio de un arrebato de ira se daba cuenta de la
inutilidad de lo que hacía y decía. De nada servía enojarse. Michael
comprendió que no podía seguir así, que con aquello no conseguiría otra cosa
que deprimirse aún más.
Michael
permaneció inmóvil, y notó que su ira se iba disipando. Sus músculos empezaron
a relajarse y casi se sintió cansado. Se reclinó en el asiento y miró de nuevo
a Rowan.
Ella también
lo miró. No parecía asustada ni triste. Michael se preguntó si, en el fondo de
su corazón, estaba aburrida y se lamentaba de no haberlo dejado en casa
mientras ella planeaba los siguientes pasos que iba a dar.
«Quítate esos
pensamientos de la cabeza, tío, porque si no lo haces jamás conseguirás volver
a amarla.»
Michael sabía
que la amaba. Estaba seguro de ello, no le cabía la menor duda. Amaba su valor
y su frialdad. Así es como ella se había comportado en su casa de Tiburón,
cuando hicieron el amor bajo las vigas del techo, cuando pasaron horas
charlando sin sospechar que, a lo largo de todas sus respectivas vidas ambos se
habían ido aproximando el uno al otro.
Michael
acarició la mejilla de Rowan, consciente de que su expresión no se había
modificado, de que era totalmente dueña de sí misma y de la situación.
-Te quiero
-murmuró él.
-Lo sé
-respondió ella.
Michael soltó
una risita.
-¿Lo sabes?
-preguntó, sonriendo complacida Luego se rió de forma silenciosa y sacudió la
cabeza- ¡Lo sabes!
-Sí -contestó
ella-. Temo por ti, siempre lo hecho, y no porque no seas fuerte o capaz, ni
esas cosas. Temo por ti porque poseo un poder que tú no u tienes. Esa gente
-nuestros enemigos, los que mataron Aaron- también posee un poder especial, que
procede de una ausencia total de escrúpulos.
Rowan se
sacudió una mota de polvo de su corta y ceñida falda. Cuando
suspiró, el suave sonido invadió el coche como un perfume.
Luego agachó
la cabeza, un pequeño gesto que hizo que su sedoso cabello cayera hacia delante
y ocultase parcialmente su rostro. Al levantar de nuevo la cabeza sus pestañas
le parecían a Michael más largas y sus ojos más bellos y misteriosos.
-Llámalo
poder de bruja, si quieres. Quizá sea así de sencillo. Quizá lo lleve en los
genes. Quizá sea una facultad física que me permite hacer cosas que
los demás no pueden hacer.
-Entonces yo
también lo poseo -señaló Michael.
-No. De modo
fortuito quizá poseas la hélice larga -contestó Rowan.
-No se trata de una casualidad. Él me eligió para
ti, Rowan. Me refiero a Lasher. Hace años, cuando yo era un niño y me detuve
ante la puerta de aquella casa, él me eligió. ¿Por qué crees que lo hizo?
Seguro que no fue porque creyera que yo era un hombre honrado que podría
destruir aquel cuerpo mortal que tanto esfuerzo le había costado adquirir. Fue
por el extraño poder que yo poseía, Rowan. Tú y yo participamos de las mismas
raíces célticas. Lo sabes muy bien. Soy hijo de un obrero y no conozco mi
historia, pero sus orígenes son los mismos que los de la tuya. El poder está
ahí. Lo tenía en mis manos cuando era capaz de adivinar el pasado y el futuro
con sólo tocar a la gente; estaba ahí cuando oí la música interpretada por un
fantasma con objeto de conducirme hasta Mona.
Rowan frunció
el ceño, pensativa, entornando los ojos durante unos segundos.
-No hice uso
de ese poder para acabar con Lasher -dijo Michael-. Estaba demasiado aterrado
para hacerlo. Utilicé mi fuerza de hombre y unos simples instrumentos, tal
como me indicó Julien. Pero poseo ese poder. Estoy convencido de ello. Y si
tengo que utilizarlo para lograr que me ames, que me ames como yo deseo, no
dudaré en hacerlo. Ésa es mi intención.
-Mi querido e
inocente, Michael -respondió ella con un tono levemente perplejo.
Michael
sacudió la cabeza. Luego se volvió hacia ella y la besó. Quizá no fuera ése el
gesto más oportuno, pero no pudo contenerse. La sujetó por los hombros, la
obligó a reclinarse hacia atrás y le besó los labios. Sintió que Rowan
respondía sin vacilar con la misma pasión de antaño, abrazándolo y besándolo
con fuerza, arqueando su espalda a fin de buscar el mayor contacto entre sus
cuerpos.
Al cabo de
unos instantes, Michael se separó de ella.
El coche
circulaba a gran velocidad por la autopista. Estaban a punto de llegar al
aeropuerto y no quedaba tiempo para la pasión que él sentía, para expresar su
ira, su dolor y su amor.
Esta vez fue
ella quien se volvió hacia él y le tomó la cabeza entre las manos para besarlo.
-Michael,
amor mío -dijo Rowan-. Mi único y, verdadero amor.
-Estoy
contigo, cariño -respondió él-. Jamás trates de alejarme de tu lado. Lo que
tengamos que hacer por Aaron, por Mona, por el bebé, por la familia o por quien
sea, lo haremos juntos.
Cuando se
hallaban sobrevolando el Atlántico Michael cerró los ojos e intentó dormir.
Habían comido con avidez, habían bebido algo más de la cuenta y habían estado
charlando durante una hora sobre Aarón. El interior del avión se
encontraba en penumbra y en silencio, y ellos se habían arrebujado entre media
doce de mantas.
Necesitaban
descansar. Aaron les habría aconsejado que durmieran un rato.
Dentro de
ocho horas aterrizarían en Londres, estaría amaneciendo, aunque según su reloj
interno todavía sería de noche. Yuri estaría esperándolos, impaciente por
conocer todos los detalles sobre la muerte de Aaron. El dolor, la tristeza de
lo inevitable.
Michael
estaba empezando a caer en un profunde sopor, sin saber si se hundiría en una
pesadilla o en sueño alegre y absurdo como una mala historieta, cuando de
pronto advirtió que Rowan le tocaba el brazo.
Se volvió
perezosamente hacia ella. Rowan estaba; reclinada en el asiento, sosteniéndole
la mano.
-Si salimos
de esto -murmuró Rowan-, si no intentas entorpecer mis movimientos, si no
vuelvo a alejarme de ti...
-Sí...
-Entonces
nada se interpondrá entre nosotros. Nadie podrá separarnos jamás. Ni tampoco me
importará que tengas otra mujer más joven.
-No deseo
otra mujer -contestó Michael-. Durante el tiempo que permaneciste alejada de
mí ni siquiera soñé con otras mujeres. Quiero a Mona, sí, y siempre la querré,
pero eso forma parte de nuestra naturaleza. La quiero y deseo tener un hijo
suyo. Tengo tantas ganas de ser padre que me da miedo hablar de ello. Es
demasiado pronto. No quiero llevarme una decepción. Pero sólo te amo a ti,
desde el día en que nos conocimos.
Rowan cerró
los ojos, y apoyó su mano sobre el brazo de Michael, hasta que al cabo de unos
minutos ésta se deslizó y cayó, de forma natural, como si Rowan se hubiera
quedado dormida. Michael se volvió y contempló su rostro perfecto y sereno.
-He matado
-murmuró él, aunque no estaba seguro de que ella pudiera oírlo-. He matado a
tres personas, y no siento el menor remordimiento. Eso cambia a cualquiera.
Rowan no
respondió.
-Si fuese
necesario volvería a hacerlo -dijo Michael. Rowan movió los labios.
-Lo sé -dijo
suavemente, sin abrir los ojos, inmóvil, como si estuviera profundamente
dormida-. Yo lo haré tanto si es preciso como si no. Me han ofendido
mortalmente.
Rowan se
inclinó hacia Michael y lo besó de nuevo en los labios.
-Así, no
aguantaremos hasta llegar a Londres -dijo él. ,
-Somos los
únicos que viajamos en primera -contestó Rowan, alzando las cejas y besándolo
nuevamente-. Una vez, a bordo de un avión, sentí una especie de amor que jamás
había sentido. Fue el primer beso que me dio Lasher, por decirlo así. Fue un
beso salvaje, electrizante. Pero ahora deseo tus brazos, tu pene, tu cuerpo.
No puedo esperar hasta que nos encontremos en Londres. ¡Lo necesito ahora!
No hacía
falta que ella insistiera. De no haberse desabrochado Rowan la chaqueta, él le
habría arrancado los botones en un típico arrebato romántico.
9
Apenas se
advertían cambios. La imponente mansión se alzaba en medio de una especie de
parque o bosque particular con la verja abierta y sin perros que la
custodiaran; las ventanas en forma de arco y un sinfín de chimeneas enmarcaba
aquella inmensa superficie perfectamente cuidada. Al contemplarla, uno imaginaba
tiempos pasados y percibía el eco de las atrocidades, el oscurantismo y el
fuego en la noche negra y desierta.
Sólo los
vehículos aparcados a ambos lados del camino de grava, así como los que se
hallaban dispuestos en largas hileras en unos garajes al aire libre, indicaban
que se vivía en la época presente. Incluso los cables eléctricos permanecían
ocultos bajo tierra.
Ash se
encaminó a través de los árboles hacia el edificio, escudriñando la fachada en
busca de las puertas que recordaba. No vestía traje ni abrigo, sino ropa
sencilla, un pantalón de pana marrón, como un obrero, y un grueso jersey de
lana, la prenda favorita de los marinos.
A medida que
se acercaba, la silueta de la casa se volvía más gigantesca. Había encendidas
unas pocas y tenues luces. Los eruditos se hallaban en sus celdas.
A través de
una serie de ventanucos protegidos con barrotes avistó una cocina que se
hallaba en el sótano. Dos cocineras con uniformes blancos disponían la masa de
pan sobre una mesa para que creciera. De la cocina emanaba un potente aroma de
café recién hecho. Ash recordó que había una puerta de servicio. Caminó pegado
a la pared, fuera del alcance de las luces, palpando las piedras de la fachada
hasta alcanzar una puerta que parecía no haber sido utilizada desde hacía
tiempo y que estaba atrancada.
No obstante,
merecía la pena intentarlo. Además, iba preparado para ese tipo de
contingencias. Confiaba en que la puerta no estuviera dotada de un sistema de
alarma, como las de su casa. Al acercarse, observó su aspecto destartalado y
comprobó que en lugar de una cerradura tenía un simple pestillo y que sus
goznes estaban muy oxidados.
Ante su
asombro, al empujar la puerta ésta se abrió con un desagradable chirrido.
Frente a él vio un pasadizo de piedra y una pequeña escalera que conducía al
piso superior. Observó la huella de pisadas recientes en la escalera y percibió
una ráfaga de aire cálido y ligeramente enrarecido, típico de los ambientes que
permanecen cerrados en invierno.
Ash entró y
cerró la puerta. Una luz procedente de la cima de la escalera iluminaba un
cartel que rezaba NO DEJEN ESTA PUERTA ABIERTA.
Tras
cerciorarse de haberla cerrado, subió la escalera y llegó a un pasillo amplio y
oscuro.
Se trataba
del pasillo que recordaba. Echó a camina por él, sin intentar amortiguar el
sonido de sus zapatillas deportivas ni ocultarse entre las sombras. Al cabo de
unos minutos llegó a la biblioteca, no a los archivos que conservaban antiguos
y valiosos documentos, sino a aquella sala de lectura con largas mesas de
roble, cómodos sillones y montones de revistas de todas partes del
mundo; en la chimenea quedaban algunos rescoldos, entre los troncos quemados y
las cenizas.
Ash había
supuesto que la biblioteca estaría vacía, pero al entrar vio a un anciano
dormido en un sillón, un individuo corpulento, calvo, con unas pequeñas gafas
que descansaban sobre la punta de su nariz y ataviado con una bella toga que le
cubría la camisa y el pantalón.
No podía
empezar por aquella habitación, pues temía que sonara una alarma. Abandonó la
biblioteca de forma sigilosa, dando gracias a la Divina Providencia por no
haber despertado a aquel hombre, y se dirigió hacia la amplia escalera.
Antiguamente,
a partir del tercer piso se hallaban los dormitorios. En la confianza de que
todavía fuera así, subió rápidamente la escalera.
Cuando
alcanzó el extremo del pasillo del tercer piso, giró hacia la derecha y siguió
por otro pequeño corredor. Al ver una luz que se filtraba por debajo de una
puerta, decidió empezar por allí.
Sin
molestarse siquiera en llamar, giró la manecilla de la puerta y entró en un
pequeño pero elegante dormitorio. La única ocupante era una mujer de pelo entrecano
que se hallaba ante un escritorio, y que alzó la vista y lo miró con sorpresa
pero sin temor.
Ash se acercó
al escritorio con paso decidido.
La mujer
tenía la mano izquierda apoyada sobre un libro abierto, mientras con la derecha
subrayaba unas frases escritas en él.
El libro era De
topicis differentiis, de Boecio. La mujer había subrayado la siguiente
frase: «El silogismo es una argumentación en laque, establecidas ciertas cosas,
necesariamente resulta, por el hecho de haberlas establecido, una cosa
distinta a ellas.»
Ash soltó una
carcajada.
-Discúlpeme
-le dijo a la mujer.
Ella lo miró
sin inmutarse. No había movido un músculo desde que él entró en la habitación.
-Es cierto
pero a la vez gracioso, ¿verdad? Lo había olvidado.
-¿Quién es
usted? -preguntó ella.
Su voz ronca,
quizá debido a la edad, sorprendió a Ash. El cabello, abundante y salpicado de
canas, lo llevaba recogido en un anticuado moño en la nuca, en lugar de lucir
la anodina melena que solían lucir las mujeres en la actualidad.
-Soy un
grosero, lo sé -dijo Ash-. Sé cuándo cometo una torpeza, y le ruego que me
disculpe.
-¿Quién es
usted? -repitió la mujer casi con idéntico tono de voz que antes, excepto que
esta vez espació las palabras para darles mayor énfasis.
-¿Qué soy yo? -preguntó él-. Ésta es una pregunta más importante; ¿sabe
usted lo que soy yo?
-No -contestó
la mujer-. ¿Debería saberlo?
-No lo sé.
Fíjese en mis manos. Son extraordinariamente largas y delgadas.
-Delicadas
-rectificó la mujer con su voz profunda y ronca, observando brevemente las
manos de Ash y mirándole de nuevo a los ojos-. ¿Por qué ha venido?
-Utilizo los
métodos de un niño -contestó él- No conozco otro sistema más eficaz.
-No ha
respondido a mi pregunta.
-¿Sabe que
Aaron Lightner ha muerto?
La mujer lo
miró fijamente durante unos instantes. Luego se reclinó en la silla, soltando
el rotulador verde que sostenía en la mano derecha y apartando la vista
bruscamente, impresionada por la noticia.
-¿Quién se lo
ha dicho? -preguntó-. ¿Lo saben los demás?
-Creo que no.
-Sabía que él
no regresaría -dijo la mujer, apretando los labios de forma que las arrugas
que los circundaban aparecieron muy definidas y oscuras-. ¿Por qué ha venido a
comunicarme la noticia?
-Para
comprobar su reacción. Para averiguar si ha tenido algo que ver en su
asesinato.
-¿Cómo?
-Ya me ha
oído.
-¿Asesinato?
-repitió la mujer, levantándose lentamente y mirándolo con desprecio, sobre
todo al advertir su elevada estatura. Luego dirigió su vista hacia la puerta,
como si desease escapar. Entonces Ash alzó la mano con suavidad, rogándole que
tuviera paciencia. Su gesto la detuvo.
-¿Dice que
Aaron fue asesinado? -preguntó la mujer, frunciendo el ceño y observándolo
fijamente a través de sus gafas con montura plateada.
-Así es. Un
coche lo atropello de forma deliberada. Murió en el acto.
La mujer
cerró los ojos como si, incapaz de moverse y escapar, estuviese buscando la
forma de asimilar el impacto de la noticia. Durante unos instantes permaneció
inmóvil, como ajena a la presencia de Ash. Luego abrió los ojos y murmuró con
rabia:
-¡Las brujas
Mayfair! No debió haber ido ahí.
-No creo que las brujas tuvieran nada que ver
en ello-respondió Ash.
-Entonces
¿quién lo hizo?
-Alguien de
la Orden.
-¡Es
imposible! ¡No sabe lo que dice! Ninguno de nosotros haría algo semejante.
-Sé
perfectamente lo que digo -replicó Ash-. Yuri, el gitano, afirmó que fue
alguien de la Orden, y no tenía por qué mentir. No creo que Yuri sea un mentiroso.
-Yuri. ¿Ha
visto a Yuri, sabe dónde está?
-¿Acaso no lo
sabe usted?
-No. Se
marchó una noche, es lo único que sabemos. ¿Dónde está ahora?
-Está a
salvo, aunque de milagro. Los mismos canallas que asesinaron a Aaron trataron
de matarlo tambien a él. Tenían que hacerlo.
-¿Porqué?
-¿Realmente no sabe nada de este asunto? -preguntó Ash, ahora convencido
de la inocencia de la mujer.
-No, espere.
¿A dónde va?
-A descubrir
a los asesinos. Lléveme ante el Superior General.
La mujer no
esperó a que se lo repitiera dos vez. Se dirigió apresuradamente hacia la
puerta e indicó a Ash que la siguiera. Sus gruesos tacones resonaban sobre el
suelo pulido mientras caminaba por el pasillo con la cabeza agachada y los
brazos en un rítmico balanceo.
Recorrieron
el largo pasillo hasta llegar a una puerta de dos hojas. Ash la recordaba,
aunque antiguamente aparecía cubierta con varias capas de viejo barniz
presentaba un aspecto tan limpio y lustroso como ahora.
La mujer
llamó a la puerta. Ash temió que despertara a toda la casa, pero no había otra
forma de conseguir lo que él pretendía.
Al abrirse la
puerta la mujer se apresuró a entrar, y luego se volvió para indicar al hombre
que se encontraba en la habitación que iba acompañada de otra persona.
El hombre
miró hacia la puerta, y al descubrir a Ash su expresión de asombro se tornó de
inmediatamente un gesto de aprensión y recelo.
-Sabe lo que
soy, ¿verdad? -preguntó Ash con suavidad.
Acto seguido
entró en la habitación y cerró la puerta. Se trataba de un amplio despacho con
un dormitorio contiguo. En la habitación reinaba un ligero desorden, las
lámparas estaban mal distribuidas, la iluminación era deficiente y la chimenea
estaba vacía.
-Sí, lo sabe
-dijo Ash-. Y también que han asesinado a Aaron Lightner.
El hombre no
se mostró sorprendido, sino profundamente alarmado. Era alto y corpulento,
parecía gozar de buena salud y tenía el aire de un irritado general que se
sabe en peligro. Ni siquiera trató de fingir sorpresa. La mujer lo advirtió
enseguida.
-No sabía que
iban a hacerlo. Me dijeron que usted había muerto, que le habían matado.
-¿Yo?
El hombre
retrocedió unos pasos. Parecía aterrado.
-Yo no di
orden de que mataran a Aaron. Ni siquiera sé por qué la dieron, ni por qué
querían atraerlo a usted hasta aquí. No sé nada.
-¿Qué
significa todo esto, Antón? -inquirió la mujer-. ¿Quién es esta persona?
-Persona, no
es la palabra adecuada -respondió el hombre, cuyo nombre era Antón-. Tienes ante
ti a...
-¿Qué papel
desempeñó usted en este asunto? -le preguntó Ash al hombre.
-¡Ninguno!
-respondió éste-. Soy el General Superior. Me enviaron aquí para ocuparme de
que se cumplieran los deseos de los Mayores.
-¿Fueran
cuales fuesen esos deseos?
-¿Qué derecho
tiene a interrogarme?
-¿Ordenó a
sus hombres que hicieran regresar al Taltos aquí?
-Sí, pero fue
por mandato de los Mayores -contestó el hombre-. ¿De qué me acusa? ¿Qué he
hecho para que se presente aquí y me exija que responda a sus preguntas? Los
Mayores eligieron a esos hombres, no yo. -El hombre se detuvo, respiró hondo y
miró a Ash, examinando los pequeños detalles de su cuerpo-. ¿Acaso no comprende
mi posición? Si han matado a Aaron Lightner, ha sido por orden de los Mayores.
-Pero usted
lo ha aceptado. ¿Lo han hecho también los demás?
-No lo saben,
y no deben saberlo –respondió el hombre, indignado.
La mujer
soltó un pequeño gemido. Quizás hasta ese momento guardó la esperanza de que
Aarón no hubiera muerto. Ahora lo sabía con certeza.
-Debo
informar a los Mayores que está usted
aquí -dijo el hombre-. Debo comunicarlo de inmediato.
-¿ Cómo
piensa hacerlo?
El hombre
señaló el fax que había sobre la mesa del despacho era tan grande que Ash ni
siquiera se había fijado en el aparato, repleto de luces y bandejas para
papeles. La mesa estaba llena de cajones. Ash supo que en uno de ellos se
ocultaba una pistola.
-Tengo que
informarlos inmediatamente de su presencia -dijo el hombre-. Disculpe, pero
debo rogarle que se retire.
-No
-respondió Ash-. Es usted un corrupto, un perverso. Envió a unos hombres de la
Orden a que mataran a unos inocentes.
-Me lo
ordenaron los Mayores.
-¿Se lo
ordenaron... o le pagaron por ello?
El hombre
guardó silencio. Aterrado, se volvió hacia la mujer y dijo:
-Avisa a
alguien. -Luego miró a Ash y añadió-. Les ordené que le hicieran regresar aquí.
Lo que sucedio no fue culpa mía. Los Mayores me exigieron me trasladara aquí y
cumpliera sus órdenes.
La mujer
estaba visiblemente impresionada por lo que acababa de oír.
-Antón -murmuró, sin tratar siquiera de descolgar
el teléfono.
-Le daré una última oportunidad -dijo Ash-, para que
me diga algo que me impida matarlo.
Era mentira.
Ash lo comprendió tan pronto como hubo pronunciado la frase. De todos modos,
quizá la amenaza obligara al hombre a revelarle algo importante.
-¡Cómo se
atreve! -protestó el hombre-. ¡No tengo más que dar unas voces para que alguien
acuda de inmediato en mi ayuda!
-¡Adelante!
-contestó Ash-. Estos muros son muy gruesos, pero puede intentarlo si lo desea.
-¡Vera, avisa
a alguien! -dijo el hombre.
-¿Cuánto le
pagaron? -preguntó Ash.
-Usted no
sabe nada.
-Se equivoca.
Usted sabe lo que yo soy, pero nada más. Tiene una mente decrépita e inútil. Me
tiene miedo, y miente. Sí, miente. Probablemente no les costó ningún trabajo
corromperlo; le ofrecieron un anticipo, mucho dinero, y accedió a colaborar en
este diabólico plan.
Ash miró a la
mujer, que estaba horrorizada.
-No es la
primera vez que esto sucede en su Orden -dijo Ash.
-¡Fuera de
aquí! -exclamó el hombre.
Luego empezó
a gritar pidiendo ayuda. Su estentórea voz resonó en la inmensa estancia.
-Voy a
matarle -dijo Ash.
-¡Espere!
-exclamó la mujer, extendiendo las manos para detenerlo-. No puede resolver
las cosas de este modo. No es necesario que lo mate. Si han asesinado a Aaron,
debemos convocar de inmediato al Consejo. En estos momentos la casa está llena
de miembros veteranos de la Orden. Eso haremos. Venga, le acompañaré.
-Puede
convocarlo cuando yo me haya ido. Usted es inocente. No voy a matarla. Pero
usted, Antón, colaboró en este asunto, fue comprado. ¿Por qué no lo reconoce?
¿Quién le compró? No fueron los Mayores quienes le dieron las órdenes.
-Le aseguro
que fueron ellos.
El hombre trató
de huir pero Ash extendió sus largos brazos y lo agarró del cuello con una
fuerza superior a la de cualquier mortal. Empezó a apretar como si quisiera
acabar con él en el acto, confiando en imprimir la fuerza suficiente para
partirle el cuello, pero no lo consiguió.
La mujer se
apresuró a descolgar el teléfono para pedir ayuda. El hombre tenía el rostro
congestionado sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. Cuando perdió el
conocimiento, Ash siguió apretando con fuerza hasta asegurarse de que el hombre
estaba muerto y no se incorporaría al cabo de unos segundos, como sucedía en
ocasiones. Luego lo dejó caer al suelo. La mujer soltó el auricular y gritó:
-¡Dígame cómo
sucedió! ¡Quiero saber cómo mataron a Aaron! ¿Quién es usted?
Ash oyó unas
voces en el pasillo. ¡
-Rápido,
necesito el número que comunica con los Mayores.
-No puedo
dárselo -contestó la mujer-. Solo nosotros podemos saberlo.
-No sea
estúpida, señora. Acabo de matar a este hombre. Haga lo que le ordeno.
La mujer no
se movió.
-Hágalo por
Aaron -dijo Ash-, y por Yuri Stefano.
La mujer miró
la mesa mientras se llevaba una mano a los labios, como si dudara. Luego cogió
rápidamente una pluma, anotó algo en un papel y se lo entregó.
En aquel
momento sonaron unos golpes en la puerta. Ash miró a la mujer. No había tiempo
para seguir hablando.
Se volvió y
abrió la puerta. Ante él vio a un nutrido grupo de hombres y mujeres que lo
observaban con extrañeza.
Había algunas
personas viejas y otras jóvenes. El grupo estaba formado por cinco mujeres,
cuatro hombres y un muchacho, muy alto pero imberbe. En medio de ellos se
hallaba el anciano de la biblioteca.
Ash cerró la
puerta tras él, confiando en poder impedir que la mujer les contara lo
sucedido.
-¿Alguno de
ustedes sabe quién soy? -preguntó Ash, mirándolos detenidamente para memorizar
los rasgos de cada uno de ellos-. ¿Saben lo que soy? Si lo saben, les ruego que
me contesten.
Nadie dijo
nada, sino que se limitaron a observarlo desconcertados. Ash oyó cómo la mujer
lloraba en la habitación, emitiendo unos sollozos profundos y roncos como su
propia voz.
La alarma
empezó a cundir entre el grupo de curiosos. Al cabo de unos segundos apareció
otro joven.
-Es preciso
que entremos -dijo una mujer-. Debemos averiguar lo que ha pasado.
-¿No me
conocen? -insistió Ash. Luego se dirigió al joven que acababa de llegar y le
preguntó-: ¿No sabe quién soy ni por qué estoy aquí?
Ninguna de
aquellas personas parecía reconocerlo. Nadie sabía nada. Sin embargo todos
ellos eran miembros de la Orden, eruditos, no empleados del servicio. Eran
hombres y mujeres en la plenitud de sus vidas.
La mujer que
estaba dentro de la habitación empezó a tirar de la manecilla de la puerta
hasta que consiguió abrirla.
-¡Aaron
Lightner ha muerto! -gritó-. Lo han asesinado.
Sus compañeros
lanzaron exclamaciones de asombro y horror. Todos ellos eran la viva imagen de
la inocencia. El anciano de la biblioteca parecía mortalmente herido por la
noticia, y tan inocente como el resto. Había llegado el momento de desaparecer.
Ash se abrió camino entre el grupo de personas, se dirigió con rapidez hacia la
escalera y bajó los escalones de dos en dos antes de que
alguien pudiera seguirlo. La mujer gritó para que se detuviera e instó a los
demás a que no lo dejaran escapar. Pero Ash era más ágil y tenía las piernas
más largas que ellos.
Ash
alcanzó una puerta lateral antes de que sus perseguidores salvaran el primer
tramo de la escalera. Salió del edificio, atravesó rápidamente el húmedo césped
y, tras volverse un instante para comprobar si lo perseguían, echó a correr. No
se detuvo hasta que llegó a la verja, la cual superó de un salto. Luego se
encaminó hacia su coche, que estaba aparcado frente al edificio, indicó al
chófer que abriera la portezuela y partieron con premura.
Ash
se acomodó en el asiento mientras el coche circulaba a gran velocidad por la
autopista.
Entonces
cogió el papel que le había dado la mujer y observó el número de fax que allí
figuraba. Se trataba de un número que, según creyó recordar, pertenecía a
Amsterdam.
Ash descolgó
el teléfono que había junto a su asiento y le preguntó a la telefonista si
aquel número correspondía a Amsterdam.
En
efecto, así era.
Tras
memorizar el número, o al menos intentarlo, Ash dobló el papel y se lo guardó
en el bolsillo.
Ya de
regreso al hotel, anotó el número de fax, encargó la cena, se dio un baño y
aguardó pacientemente mientras los camareros disponían los suculentos platos
sobre una mesa cubierta con un mantel de hilo. Sus colaboradores, incluida la
joven y bonita Leslie, se hallaban de pie junto a él.
-Mañana
temprano quiero que me busques otro alojamiento -le dijo Ash a Leslie-. Un
hotel tan elegante como éste, pero más grande. Necesito poder disponer de un
despacho y de varias líneas telefónicas. Cuando lo tengas solucionado ven a
recogerme.
La
joven Leslie, que parecía encantada de que su jefe le hubiera encomendado una
tarea tan importante, salió de la habitación seguida de los otros. Tras ordenar
a los camareros que se retiraran, Ash empezó a devorar el apetitoso menú compuesto
por espaguetis con salsa de queso, una jarra de leche fría y carne de langosta,
que no le gustaba pero que, en definitiva, no dejaba de ser una carne blanca.
Luego
se echó a descansar en el sofá, dejándose arrullar por el crepitar del fuego y
confiando en que cayera una suave llovizna.
También
confiaba en que Yuri regresase. No era probable, pero había insistido en que
sus empleados permanecieran en el Claridge's por si Yuri decidía volver a
ellos.
Al
cabo de un rato llegó Samuel, tan borracho que apenas podía caminar. Llevaba la
chaqueta de mezclilla colgada del hombro, y su camisa blanca estaba sucia y
arrugada. Ash observó que era una camisa hecha a medida, al igual que el
traje, con objeto de adaptarse mejor al grotesco cuerpo de Samuel.
Samuel
se dejó caer torpemente junto al fuego. Ash se levantó, cogió unos cojines del
sofá y los colocó debajo de la cabeza del enano. Éste abrió los ojos y lo miró
como si no lo reconociera. Apestaba a alcohol y respiraba con dificultad, pero
eso no le importó a Ash, quien siempre había sentido un profundo cariño por
Samuel. Por el contrario se habría discutido con cualquiera que no coincidiera
con él en que Samuel poseía una rara y tosca belleza, como esculpida en
piedra. Pero ¿de -qué habría servido?
-¿Has
encontrado a Yuri? -preguntó Samuel. -No -contestó Ash, apoyado sobre una
rodilla para hablar con él sin necesidad de alzar la voz-. No he tratado de
buscarlo. Londres es muy grande. No hubiese sabido por
dónde empezar.
-Tienes razón, es una
ciudad sin principio ni fin -dijo Samuel, lanzando un profundo suspiro-. Yo lo
he buscado por todas partes. He visitado un montón de bares. Temo que intente
regresar y que lo maten.
-Cuenta con numerosos
aliados -respondió Ash-. Y uno de sus enemigos ha muerto. Toda la Orden está en
guardia. Supongo que eso favorece a Yuri. He matado al Superior General.
-¿Cómo se te ha ocurrido
hacer eso? -preguntó Samuel, apoyándose sobre un codo y esforzándose por
incorporarse hasta que al fin lo ayudó Ash.
Samuel se sentó con las piernas
cruzadas, al estilo indio, y miró a Ash fijamente.
-Lo hice porque ese
hombre era un corrupto y un embustero. Todo foco de corrupción dentro de Talamasca
representa un peligro. Además, sabía lo que yo era. Me confundió con Lasher.
Cuando le amenacé con matarlo atribuyó la culpa de todo a los Mayores.
Ningún miembro leal a la organización habría mencionado a los Mayores ante un
extraño, ni tampoco habría intentado justificarse de esa manera.
-Así que lo mataste.
-Con mis propias manos,
como de costumbre. Fue muy rápido. Apenas sufrió. Luego aparecieron otros
miembros. Ninguno de ellos me reconoció. En mi opinión, la corrupción se
encuentra entre las altas jerarquías y todavía no ha penetrado en las bases, y
si lo ha hecho, ha sido de forma confusa. No saben lo que es un Taltos, y ni
siquiera son capaces de reconocerlo cuando lo tienen ante sus propias narices.
-Quiero regresar al valle
-dijo Samuel.
-¿No prefieres ayudarme
para que el valle siga siendo un lugar seguro y tus repugnantes amigos puedan
bailar, tocar la gaita, asesinar a seres inocentes y hervir la grasa de sus
huesos en unas calderas?
-Tienes una lengua muy
afilada.
¿Tú crees? Quizá tengas
razón. -¿Qué vamos a hacer ahora?
-Ignoro cuál es el
siguiente paso. Si Yuri no ha regresado por la mañana, supongo que deberemos
marcharnos.
-Lástima, me gustaba el
Claridge's -protestó Samuel, arrojándose de bruces sobre un cojín y cerrando
los ojos.
-Refréscame la memoria,
Samuel -dijo Ash. -¿Qué quieres saber?
-¿Qué es un silogismo?
-¿Que te
refresque la memoria? -contestó Samuel con una carcajada-. Pero si nunca has
tenido ni idea de lo que es un silogismo. ¿Qué sabes tú de filosofía?
-Demasiado -respondió
Ash, esforzándose en recordar lo que era un silogismo: Todos los hombres son
bestias. Las bestias son salvajes. Por tanto, todos los hombres son salvajes.
Luego entró en el
dormitorio y se tumbó en la cama. Durante unos momentos vio de nuevo a la
hermosa bruja, la novia de Yuri. Imaginó
que ésta oprimía sus desnudos pechos contra su rostro, y que su
espesa cabellera se los cubría a modo de manto.
Al cabo de un rato se
quedó dormido. Soñó que recorría su museo de muñecas. Las baldosas de mármol
estaban recién pulidas y vio en ellas el reflejo de un sinfín de tonalidades,
cuyos matices variaban en función de los colores que se situasen junto a ellas.
Todas las muñecas que había en las vitrinas -las modernas, las antiguas, las
feas, las más bonitas- empezaron a cantar al unísono. Las francesas bailaban,
agitando sus pequeñas faldas acampanadas y exhibiendo una alegre sonrisas en
sus caritas redondas; las espléndidas muñecas Bru sus preferidas, los tesoros
de su colección, cantaban con voz de
soprano mientras les centelleaban los ojos ba jo las luces fluorescentes. Ash jamás había oído una música semejante. Se
sentía muy feliz.
«Crearé
unas muñecas capaces de cantar -se dijo Ash en sueños-. No como las antiguas,
que no eran más que unos juguetes mecánicos, sino unas muñecas dotadas de un
sistema electrónico que les permita cantar para siempre. Y cuando se produzca
el fin del mundo, las muñecas seguirán cantando entre las ruinas.
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