Paul Auster
portal de los sueños, visité aquella región de
la
tierra donde se
encuentra la famosa Ciudad de
la Destrucción.
Nathaniel
Hawthorne
Éstas son las
últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más.
Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que
haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el
ritmo.
No espero que me
entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías
imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al
siguiente desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está
aquí. Incluso el clima cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno
de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado, después fresco;
viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y hoy, por ejemplo, en pleno
invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar
más que un jersey.
Cuando vives en
la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un momento, o
te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece
de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera
los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo
buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.
Así es como vivo
—continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para mantenerme en
pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar otro
paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo
activa. Deberías ver qué bien lo hago.
En la ciudad hay
muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante del
otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo
todo otra vez. Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me
muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible. No importa lo
que digan los demás; lo único importante es mantenerse en pie.
¿Recuerdas lo
que dijiste antes de que me fuera? Me dijiste que William había desaparecido y
que por más que buscara, nunca lo encontraría. Ésas fueron tus palabras.
Entonces yo te contesté que no me importaba lo que dijeras, que iba a encontrar
a mi hermano. Luego me subí a aquel barco espantoso y te dejé. ¿Cuánto tiempo
hace de aquello? Ya no puedo recordarlo; años y años, supongo. Pero sólo lo
adivino; hablando con franqueza, creo que he perdido el rumbo y ya nada podrá
arreglarse para mí.
Lo cierto es que
si no fuera por el hambre ya no sería capaz de seguir. Hay que acostumbrarse a
sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con
poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le
hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y,
al mismo tiempo; intenta quitarle la vida. No hay salida, lo logras o no lo
logras; si lo haces no puedes estar seguro de conseguirlo la próxima vez; si no
lo haces, no habrá próxima vez.
No sé muy bien
por qué te estoy escribiendo. Para serte franca, apenas si he pensado en ti
desde que llegué. Pero de repente, después de todo este tiempo, siento que
tengo algo que decir y que si no lo escribo rápidamente, mi cabeza estallará.
No importa si lo lees, ni siquiera importa si voy a enviar estas líneas,
suponiendo que eso pudiera hacerse. Tal vez te escriba sólo porque no sabes
nada, porque estás lejos de mí y no sabes nada.
Hay personas tan
delgadas —escribía— que a veces las arrastra el viento. El viento de la ciudad
es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus
oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura
a tu paso. No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos
o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas,
aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera.
Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las
glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan
que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las
piedras.
Es posible
acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de
la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el
hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son
los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos. Vagan por
las calles al acecho a todas horas, hurgando entre la basura por un bocado,
corriendo enormes riesgos por la migaja más insignificante. No importa cuánto
puedan conseguir, nunca será suficiente; comen sin llenarse nunca,
abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal, escarbando con sus dedos
huesudos y sin cerrar jamás las mandíbulas. Casi todo lo que comen se escurre,
baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos
minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una
locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero,
en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados.
Resulta evidente
que la comida es un asunto complicado y que a menos que uno aprenda a aceptar
lo que se le ofrece, no se sentirá nunca en paz consigo mismo. El
desabastecimiento es frecuente y el alimento que un día te brindó placer, casi
con seguridad, faltará al siguiente. Los mercados municipales son,
probablemente, los lugares más seguros y fiables para comprar, pero los precios
son altos y el surtido miserable. Un día sólo hay rábanos y, al siguiente,
tarta de chocolate rancia. Cambiar de dieta tan a menudo y de forma tan
drástica puede ser muy malo para el estómago; pero los mercados municipales
tienen la ventaja de estar custodiados por la policía y al menos uno sabe que
lo que compra acabará en su estómago y no en el de algún otro. El robo de
comida es tan común en las calles que ya ni siquiera es considerado un crimen.
Además, los mercados municipales constituyen la única forma legal de distribución
de alimentos. A lo largo de la ciudad, muchos vendedores se dedican a la venta
privada, pero corren el riesgo de que les confisquen la mercancía en cualquier
momento; incluso aquellos que pueden sobornar a la policía para continuar su
negocio, sufren la amenaza constante de los ladrones. Los ladrones también
constituyen una plaga para los clientes del mercado privado, y las
estadísticas prueban que una de cada dos compras acaba en robo. No vale la
pena, creo yo, arriesgar tanto a cambio del placer fugaz de comerse una naranja
o un trozo de jamón cocido. Pero la gente es insaciable; el hambre es una
maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero
tan grande como el mundo. A pesar de los obstáculos, el mercado privado hace un
buen negocio, se retira de un sitio y se muda a otro, sin parar nunca,
irrumpiendo en un lugar por una o dos horas y desapareciendo luego de la vista.
Sin embargo, cabe una advertencia: si uno debe proveerse de alimentos en el
mercado privado, tendrá que eludir a los tenderos tránsfugas, ya que el fraude
está muy difundido y hay gente capaz de vender cualquier cosa con tal de
obtener beneficios, huevos y naranjas rellenos de serrín, botellas con pis
simulando cerveza... La gente es capaz de cualquier cosa y cuanto antes te des
cuenta de ello, mejor te irá.
Cuando caminas
por las calles —continuaba ella—, debes dar sólo un paso por vez. De lo
contrario, la caída se hace inevitable. Tus ojos deben estar siempre abiertos,
mirando hacia arriba, hacia abajo, adelante, atrás; pendientes de otros seres, en guardia ante lo
imprevisible. Chocar con alguien puede ser fatal; cuando dos personas chocan
comienzan a golpearse con los puños o, en su lugar, se dejan caer y no intentan
levantarse nunca más. Antes o después llega el momento en que uno ya no intenta
levantarse. El cuerpo duele, ya ves, no existe ningún remedio contra esto y
aquí resulta mucho más terrible que en cualquier otro sitio.
Los escombros
constituyen un problema aparte. Para evitar tropezar y hacerse daño hay que
aprender a andar sobre surcos invisibles, inesperados montículos de piedras y
senderos llanos. Lo peor de todo son las ruinas, y hay que ser muy hábil para
esquivarlas. En medio de la calle, allí donde se han caído edificios o se ha
juntado basura, se levantan enormes montículos impidiendo el paso. Los hombres
construyen estas barricadas siempre que tienen los materiales a mano y se
suben a ellas armados con porras, rifles o ladrillos, esperando en sus puestos
a que pase alguien. Si uno quiere pasar, tiene que darles lo que ellos piden, a
veces dinero, otras comida o sexo. Las palizas son un lugar común y cada cierto
tiempo te enteras de que ha habido un asesinato.
Se levantan
nuevas ruinas y las antiguas desaparecen. Es imposible saber por qué calles se
puede caminar y cuáles hay que evitar. Poco a poco, la ciudad te despoja de
toda certeza, no hay ningún camino inmutable y sólo puedes sobrevivir si
aprendes a prescindir de todo. Debes ser capaz de cambiar sin previo aviso, de
dejar lo que estás haciendo, de dar marcha atrás. Al final todo se reduce a
esto, por lo tanto es necesario aprender a descifrar los signos. Si los ojos
fallan, la nariz puede resultar útil. Mi sentido del olfato se ha vuelto más
agudo de lo habitual; a pesar de los efectos secundarios —las náuseas
repentinas, el mareo, el temor que invade mi cuerpo junto con el aire fétido—
me protege al doblar las esquinas, allí donde el peligro es mayor. Las ruinas
despiden un hedor particular que uno aprende a reconocer, incluso a una gran
distancia. Compuestos por piedras, cemento y madera, estos montículos también
contienen basura y restos de yeso; el sol fermenta la basura produciendo las
más repulsivas emanaciones y la lluvia actúa sobre el yeso, astillándolo y derritiéndolo,
de modo que también despide su propio olor, y cuando uno se mezcla con el otro,
en los períodos consecutivos de sequía y humedad, la pestilencia de las ruinas
comienza a florecer. Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son
nocivos; incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como
si no la conocieras de antes. No importa cuántas veces, siempre debe ser la
primera. Esto es casi imposible, ya lo sé, pero es una regla absoluta.
Uno piensa que
tarde o temprano todo llegará a su fin; las cosas se desmoronan o desaparecen y
no se crea nada nuevo. La gente muere, pero los niños se niegan a nacer; en
todos los años que llevo aquí, no recuerdo haber visto ningún bebé recién
nacido y, aun así, siempre hay gente nueva reemplazando a aquellos que desaparecen.
Llegan en multitudes procedentes del campo o de poblaciones vecinas, empujando
carros repletos con sus pertenencias, sacando chispas con sus coches destrozados;
todos ellos hambrientos, todos sin hogar. Hasta que aprenden las leyes de la
ciudad, estos recién llegados resultan víctimas fáciles. Muchos de ellos son
despojados de su dinero antes de que acabe su primer día aquí. Algunos pagan
por apartamentos que no existen, a otros se les induce a entregar comisiones
por trabajos que nunca se materializarán y otros más gastan sus ahorros en
comida que al final resulta ser cartón pintado. Éstos son sólo los trucos más
comunes; yo conozco a un hombre que se gana la vida poniéndose enfrente del
viejo ayuntamiento y pidiendo dinero a los recién llegados cada vez que éstos
miran el reloj de la torre. Ante cualquier disputa, su asistente simula, con
actitud indiferente, cumplir con el ritual de mirar el reloj y pagar por ello,
de modo que el extraño crea que ésta es la práctica habitual. Lo más asombroso
no es que existan estos estafadores, sino que les resulte tan fácil hacer que
la gente les entregue su dinero.
Aquellos que
tienen un sitio donde vivir corren siempre el riesgo de perderlo. La mayoría de
los edificios no son propiedad de nadie y, por lo tanto, nadie tiene derechos
como inquilino, no hay ningún contrato, ninguna base legal a la que aferrarse
si algo sale mal. Es frecuente que se desaloje a la gente de sus casas; una
banda irrumpe con porras o rifles obligándolos a salir y, a no ser que uno
piense que puede vencerlos, ¿qué otra cosa puede hacer? Esta práctica es
conocida como asalto de casas y hay muy poca gente en la ciudad que no haya
perdido su hogar de este modo en un momento u otro. Pero incluso si uno tiene
la suerte de salvarse de esta forma peculiar de desalojo, nunca puede prever si
será víctima de uno de los falsos propietarios. Estos son chantajistas que
aterrorizan prácticamente a todos los barrios de la ciudad, obligando a la
gente a pagar dinero por el solo hecho de permitirles permanecer en sus
apartamentos. Se presentan a sí mismos como dueños del edificio, estafan a sus
ocupantes y casi nunca encuentran oposición.
Para aquellos
que no tienen un hogar, sin embargo, la situación es desesperante. No hay
ninguna vivienda desocupada pero, aun así, las agencias inmobiliarias siguen
con su negocio: se anuncian cada día en los periódicos, ofreciendo
apartamentos falsos, con el fin de atraer gente a sus oficinas y cobrarles por
sus servicios. Nadie resulta engañado por esta práctica y, sin embargo, mucha
gente está dispuesta a invertir hasta su último céntimo en estas promesas
vacías. Llegan a las oficinas a primera hora de la mañana y esperan pacientemente
haciendo cola, a veces durante horas, sólo para sentarse ante un agente durante
diez minutos y contemplar fotografías de casas con habitaciones confortables
situadas en calles arboladas, de apartamentos amueblados con alfombras y
mullidos sillones de cuero; plácidas escenas que evocan el olor del café
humeando en la cocina, el vapor de un baño caliente, los brillantes colores de
las plantas en sus macetas sobre el alféizar. A nadie parece importarle que
estas fotografías tengan más de diez años.
¡Tantos de
nosotros nos hemos convertido otra vez en niños! No es que lo hayamos buscado,
ya me entiendes, ni que seamos conscientes de ello. Pero cuando la fe
desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de
recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con
sueños, pequeñas fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir.
Hasta a la gente más endurecida le resulta difícil contenerse; de repente dejan
lo que están haciendo y se sientan a hablar de los deseos que han ido brotando
en su interior. La comida, por supuesto, es uno de los temas favoritos. Es
frecuente escuchar a un grupo de gente describiendo una comida hasta en sus más
mínimos detalles, comenzando con las sopas y aperitivos y explayándose,
lentamente, hasta llegar al postre, recreándose en cada sabor y especia, en
cada uno de los aromas y gustos, concentrándose primero en el método de
preparación, luego en el efecto que produce la comida, desde el primer indicio
de sabor en la lengua hasta esa sensación de paz que se expande, gradualmente,
a medida que la comida baja por la garganta camino al estómago. A veces, estas
conversaciones pueden prolongarse durante horas y cumplen con un riguroso
protocolo: uno no debe reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre le
consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos. Eso
conduciría a las lágrimas y no hay nada que estropee tan rápidamente una
conversación sobre comida como las lágrimas. Para obtener los mejores
resultados hay que dejarse llevar por las palabras de los demás, de este modo,
es posible olvidar el hambre y penetrar en lo que la gente llama «el ámbito del
nimbo alimentario». Incluso hay algunos que creen que estas conversaciones
pueden tener un valor nutritivo si se llevan a cabo con la concentración
suficiente y un sincero deseo de creer en las palabras de aquellos que
participan.
Todo esto
pertenece al «lenguaje fantástico». Hay muchas otras formas de hablar en esta
lengua, y casi todas comienzan cuando una persona le dice a la otra: «Yo
desearía...». Lo que deseen es totalmente irrelevante siempre y cuando sea algo
imposible: «desearía que el sol no se pusiera nunca», «desearía que el dinero
creciera en mis bolsillos», «desearía que la ciudad volviera a ser como en los
viejos tiempos». Te haces una idea, ¿verdad? Cuestiones absurdas e infantiles,
sin significado ni posibilidad de convertirse en realidad. Por lo general, la
gente sostiene la teoría de que por muy mal que la situación estuviera ayer,
siempre será peor hoy; lo que pasó hace dos días, mejor que lo de ayer. Cuanto
más atrás te remontas, más hermoso y deseable parece el mundo. Cada mañana
resurges forzosamente del sueño para enfrentarte a algo mucho peor que lo que
nos tocó vivir el día anterior; pero al hablar del mundo que existía antes de
ir a dormir puedes engañarte a ti mismo y creer que el día de hoy es sólo un
espejismo, ni más ni menos real que el recuerdo que guardas en tu interior de
todos los otros días.
Puedo entender
por qué la gente se presta a este tipo de juegos, pero yo no podría hacerlo.
Me niego a hablar el lenguaje fantástico y en cuanto escucho a otros
haciéndolo, me aparto o me cubro los oídos con las manos. Sí, las cosas han
cambiado mucho para mí. ¿Recuerdas qué fantasiosa era de pequeña? Nunca tenías
bastante con mis historias, con los mundos que solía imaginar en nuestros
juegos: «el castillo sin retorno», «la tierra de la tristeza», «el bosque de
las palabras olvidadas», ¿te acuerdas? ¡Cómo me gustaba contarte mentiras,
hacerte creer mis historias, y observar cómo tu cara se volvía seria mientras
te conducía de una a otra escena increíble. Entonces te confesaba que acababa
de inventarlo todo y tú comenzabas a llorar. Creo que adoraba esas lágrimas
tuyas tanto como tus sonrisas. Sí, es probable que fuera un poco cruel, incluso
en aquellos días, ataviada con esos vestiditos que me ponía mi madre, con las
rodillas huesudas y roñosas y mi pequeño coño de bebé, aún sin vello. Pero tú
me amabas, ¿verdad?; me amabas casi hasta el límite de la locura.
Ahora soy un
dechado de sentido común y frío cálculo. No quiero ser como los demás, me doy
cuenta de cómo les afectan sus fantasías y no permitiré que me pase lo mismo.
La gente que usa el lenguaje fantástico siempre muere mientras duerme. Durante
uno o dos meses andan con una extraña sonrisa en la boca y los rodea un extraño
halo de enajenación, como si ya hubieran comenzado a desaparecer. Los
síntomas, incluso sus primeros indicios, son inconfundibles: un ligero rubor
en las mejillas, los ojos un poco más grandes de lo normal, la forma de
arrastrar los pies en actitud de pasmo, el olor pestilente de la parte inferior
del cuerpo. Sin embargo, es posible que sea una muerte feliz, estoy dispuesta a
reconocerlo. Por momentos casi los envidio, pero no puedo dejarme llevar, no
voy a permitirlo. Voy a aguantar tanto como pueda, incluso si eso significa mi
muerte.
Otras muertes
son más dramáticas. Están los «corredores», por ejemplo, una secta que corre
por las calles a la mayor velocidad posible, sacudiendo los brazos de una forma
salvaje, golpeando el aire, gritando con todas sus fuerzas. Casi siempre van en
grupos, seis, diez, incluso veinte, arrojándose juntos a la calle, sin hacer un
solo alto en el camino, corriendo y corriendo hasta caer de agotamiento. La
cuestión es morir lo más pronto posible, forzarse a sí mismo hasta el punto en
que el corazón no pueda más. Los corredores dicen que nadie se atrevería a
hacer esto en solitario. Al correr juntos, cada miembro del grupo es arrastrado
por los demás, animado por los gritos, conducido al frenesí de una resistencia
autodestructiva. Resulta irónico, pero para poder matarse corriendo, primero
hay que entrenarse para ser un buen corredor, de lo contrario nadie tiene la
fuerza para llegar lo suficientemente lejos. Los corredores, sin embargo,
sufren una ardua preparación antes de alcanzar su destino y si se caen antes
de llegar a ese destino, saben cómo levantarse de inmediato para proseguir. Supongo
que es una especie de religión. Tienen varias oficinas en la ciudad, una en
cada una de las nueve zonas censadas, y para unirse a ellos es necesario
cumplir con una serie de complicados requisitos previos: aguantar la
respiración debajo del agua, hacer ayuno, poner la mano en la llama de una
vela, no hablar a nadie durante siete días. Una vez que uno ha sido aceptado,
debe someterse a las reglas del grupo, lo cual supone de seis a doce meses de
vida comunal, un programa estricto de ejercicios de entrenamiento y la
reducción progresiva del consumo de alimentos. El individuo está preparado para
la carrera de la muerte en el momento en que alcanza, de forma simultánea, su
mayor grado de fortaleza y debilidad. En teoría, podría correr indefinidamente;
pero, al mismo tiempo, el cuerpo ha consumido hasta sus últimos recursos. Esta
combinación produce el resultado deseado: el día señalado, uno sale temprano
con sus compañeros y corre hasta que logra escapar de su cuerpo, corre y grita
hasta que remonta el vuelo fuera de sí mismo. Por fin, el alma se escabulle
hacia la libertad, el cuerpo cae al suelo y uno muere. Los corredores
proclaman que su método resulta infalible en más del noventa por ciento de los
casos, lo cual significa que casi nunca es necesario repetir la carrera de la
muerte.
Las muertes
solitarias son todavía más frecuentes; pero incluso éstas se han transformado
en una especie de ritual público. La gente se sube a los lugares más altos con
el único propósito de saltar. Se le flama «el último salto» y debo admitir que
presenciarlo despierta un sentimiento conmovedor, la sensación de que un nuevo
mundo de libertad se abre en tu interior; ver la silueta dispuesta a saltar en
el borde del techo, luego, siempre un momento de duda, como un intento por
prolongar esos segundos finales, y la forma en que tu propia vida parece
agolparse en la garganta; entonces, de súbito, porque nunca puedes saber
exactamente cuándo va a suceder, el cuerpo se arroja al vacío, se lanza volando
hacia el suelo. El entusiasmo de la multitud te llenaría de asombro, escuchar
sus ovaciones frenéticas, ser testigo de su exaltación. Es como si la violencia
y la belleza del espectáculo los liberara de sí mismos, les hiciera olvidar la
miseria de sus propias vidas. El «último salto» es algo que todo el mundo es
capaz de comprender y que responde a los más íntimos deseos de la gente: morir
en el acto, desaparecer en apenas un instante breve y glorioso. A veces pienso
que la muerte es lo único que logra conmovernos, constituye nuestra forma de
creación artística, nuestro único medio de expresión.
A pesar de todo,
algunos de nosotros conseguimos sobrevivir. Porque incluso la muerte se ha
convertido en un medio de vida; con tanta gente intentando llegar a su fin,
meditando sobre todos los medios para abandonar este mundo, abundan las
oportunidades para obtener beneficios. Una persona lista puede vivir bastante
bien de la muerte de los demás, porque no todos tienen el coraje de los que
corren o de los que saltan, y necesitan ayuda para llevar su decisión a la práctica.
La capacidad para pagar por estos servicios es, naturalmente, un requisito
previo y por eso muy pocos, sólo los más ricos, pueden permitírselo. Sin
embargo, el negocio es bastante activo, sobre todo en las Clínicas de Eutanasia,
que ofrecen varios procedimientos de acuerdo con lo que uno esté dispuesto a
pagar. El método más rápido y seguro no lleva más de una o dos horas y aparece
anunciado como el «viaje de retorno». Uno se registra en la recepción de la
clínica, paga su billete y es conducido a una habitación pequeña con una cama
recién hecha. Un asistente lo arropa y le pone una inyección; entonces, uno se
queda dormido y no despierta nunca más. El sistema siguiente en la lista de
precios es el «viaje maravilloso», que tiene una duración de uno a tres días y
consiste en una serie de inyecciones, espaciadas a intervalos regulares, que
producen en el cliente una sensación exacerbada de euforia y felicidad hasta
que, por fin, se administra la inyección última y fatal. Luego está el «crucero
de placer», que puede prolongarse hasta dos semanas y donde los clientes son
invitados a participar en una opulenta forma de vida, atendidos de un modo que
recuerda al de los viejos hoteles de lujo. Hay comidas elaboradas, vinos,
diversión e incluso un burdel que atiende las necesidades tanto de hombres como
de mujeres. Todo esto eleva bastante el precio; pero, para algunos, la
oportunidad de vivir la buena vida, aunque sólo sea por tan poco tiempo,
constituye una tentación irresistible.
Las Clínicas de Eutanasia,
sin embargo, no son la única forma de comprar nuestra propia muerte. Tenemos
también los denominados «clubes de asesinatos», que últimamente han obtenido
una gran popularidad. Una persona que quiere morir, pero que tiene demasiado
miedo para suicidarse, se une al club de asesinatos de su zona por unos
honorarios relativamente modestos y allí se le asigna un asesino. Al cliente
no se le dice nada acerca de los arreglos para concretar su muerte y todo lo
que se refiere a este tema continúa siendo un misterio para él: la fecha, el
lugar, el método a emplear, la identidad de su asesino. En cierto modo, la vida
sigue como siempre; la muerte permanece en el horizonte, como una realidad
absoluta pero, aun así, un misterio en cuanto a su forma específica. Los
miembros del club de asesinatos tienen la oportunidad de aspirar a una muerte
rápida y violenta en un futuro cercano; una bala en la cabeza, un cuchillo en
la espalda, un par de manos alrededor del cuello en medio de la noche. A mí me
parece que el efecto que produce todo esto es el de volverlo a uno más
alerta, ya que la muerte deja de ser una abstracción y se convierte en una
posibilidad real que acecha en cada momento de la vida. En lugar de someterse
pasivamente ante lo inevitable, aquellos que van a ser asesinados tienden a
volverse más prevenidos, más ágiles en sus movimientos, más llenos de una
sensación vital, transformados ante una nueva concepción de las cosas. Incluso
muchos de ellos cambian de idea y vuelven a optar por la vida; pero esto no es
nada fácil porque una vez que se ingresa en un club de asesinatos no está
permitido arrepentirse. Sin embargo, si uno logra matar a su homicida será
liberado de su compromiso o, si lo prefiere, contratado como asesino. Aquí
residí el peligro del trabajo de asesino y es por eso que está tan bien pagado.
Es raro que un asesino resulte muerto, ya que él tiene siempre más experiencia
que su supuesta víctima, pero a veces sucede. Entre los más pobres, en especial
hombres jóvenes, hay muchos que esperan meses, incluso años, para poder
ingresar en un club de asesinatos. La idea es que acaben contratándolos como
asesinos para acceder a un nivel de vida más elevado.
Muy pocos lo consiguen. Si te contara la historia de muchos de estos
chicos, no podrías dormir durante una semana.
Todas estas
cuestiones traen como consecuencia un montón de problemas prácticos: los
cadáveres, por ejemplo. Aquí la gente no se muere como en los viejos tiempos,
expirando tranquilamente en sus propias camas o en el limpio santuario de un
hospital; mueren allí donde estén y eso, casi siempre, significa la calle. No estoy hablando tan sólo de los
corredores ni de los saltadores, ni de los miembros de los clubes de
asesinatos (éstos apenas constituyen una minoría), sino de amplios sectores de
la población. La mitad de la gente carece de vivienda y no tiene ningún lugar
adonde ir, así que hay cadáveres allí donde uno mire, en las aceras, en los portales,
incluso en la calle. No me pidas que te dé detalles, para mí ya es suficiente
contártelo, más que suficiente. Aunque no puedas creerlo, el verdadero problema
no es nunca la falta de compasión; aquí nada es tan frágil como el corazón.
Casi todos los
cadáveres están desnudos. Los traperos asuelan las calles a todas horas y nunca
pasa mucho tiempo antes de que a un muerto se le despoje de sus pertenencias.
Lo primero que desaparece son sus zapatos, ya que éstos tienen una gran
demanda y son muy difíciles de conseguir. Los bolsillos atraen la atención en
segundo lugar, pero por lo general desaparece todo, las ropas y cualquier cosa
que contengan. Luego llegan los hombres con pinzas y tenazas a extraer los
dientes de oro y plata de los muertos. Como no hay ninguna posibilidad de
escapar a este destino, muchas familias se encargan por sí mismas de estas
tareas, evitando dejarlas en manos de extraños. En algunos casos lo hacen por
el deseo de preservar la dignidad de sus seres queridos, en otros, simplemente
por egoísmo. Pero tal vez no sea una cuestión tan sutil; si el diente de tu marido
puede alimentarte durante un mes, ¿quién puede culparte por quitárselo? Este
tipo de actitud resulta aberrante, ya lo sé, pero aquí, si uno quiere
sobrevivir, debe aprender a dejar a un lado los principios.
Cada mañana el
ayuntamiento envía camiones a recoger los cadáveres. Ésta es la función
principal del gobierno y en ella se gasta más dinero que en cualquier otra. La
ciudad está totalmente rodeada por los crematorios —los denominados «centros de
transformación»— y puede verse el humo elevándose hacia el cielo día y noche.
Pero con las calles en tan mal estado, tantas de ellas reducidas a escombros,
este trabajo se vuelve cada vez más difícil. Los conductores se ven forzados a
parar los camiones y seguir la búsqueda de cadáveres a pie, lo cual demora
mucho la tarea. A todo esto se suman las constantes averías de los camiones y
las ocasionales explosiones de cólera de los mirones. Tirar piedras a los
trabajadores de los «camiones de la muerte» es una actividad muy común entre
los que carecen de vivienda. A pesar de que los camioneros van armados y se
sabe que han llegado a disparar a la multitud con ametralladoras, algunos de
los que arrojan piedras son muy hábiles escondiéndose y, a menudo, sus
tácticas de golpear y correr convierten el trabajo de recogida en un completo
fracaso. No existe ningún motivo coherente que justifique estos ataques;
surgen de la ira, el rencor y el aburrimiento y, como estos trabajadores son
los únicos representantes oficiales que se dejan caer por la vecindad, se convierten
en el blanco más fácil. Tal vez podría decirse que las piedras representan el
descontento del pueblo por un gobierno que no hace nada por ellos hasta que
mueren. Pero eso sería hilar demasiado fino; las piedras son una expresión de
infelicidad y eso es todo. En la ciudad no existe la política como tal; todos
están demasiado hambrientos, demasiado perturbados, demasiado enfrentados
entre sí como para pensar en eso.
El cruce llevó
diez días y yo era la única pasajera. Tú ya lo sabes, conociste al capitán y a
la tripulación, viste mi camarote, así que no hay necesidad de volver sobre
eso. Me pasé el tiempo mirando el agua y el cielo y apenas si abrí un libro en
todos esos días. Cuando llegamos a la ciudad era de noche y fue entonces cuando
empecé a sentirme un poco asustada. La costa estaba completamente oscura, sin
luces en ningún sitio, y yo tuve la sensación de que penetrábamos en un mundo
invisible, un lugar donde sólo vivirían los ciegos; pero tenía la dirección de
la oficina de William y eso me tranquilizó un poco. Pensé que sólo tenía que ir
allí y entonces todo se arreglaría. Al menos me sentía segura de que iba a
encontrar alguna pista sobre el paradero de William. Lo que no sabía era que la
calle ya no estaba allí. No es que la oficina estuviera vacía o el edificio
abandonado; no había edificio ni calle ni nada, sólo piedras y basura en metros
y metros a la redonda.
Más tarde
descubrí que ésta era la tercera zona censada y que, aproximadamente un año
antes, allí se había declarado una epidemia. El gobierno de la ciudad había
intervenido, había sitiado la zona y quemado hasta el último edificio; al
menos, eso era lo que contaban. No es que la gente tenga la intención de
mentir, sino que cuando se trata del pasado la verdad tiende a volverse turbia
muy pronto. Surgen leyendas en cuestión de horas, comienzan a circular historias
increíbles y los hechos pronto quedan enterrados bajo una montaña de teorías
disparatadas. La mejor política en la ciudad es creer sólo en lo que ven tus
propios ojos. Aunque ni siquiera ése es un método infalible ya que muy pocas
cosas son lo que aparentan ser, especialmente aquí con tanto que asimilar a
cada paso, con tantas cosas que desafían el entendimiento. Cualquier cosa que
veas tiene la capacidad de herirte, de hacerte sentir inferior a lo que eres,
como si por el mero hecho de ver algo te despojaran de parte de ti mismo. A
menudo uno siente que mirar puede ser peligroso y suele apartar la mirada o
incluso cerrar los ojos; por eso es fácil sentirse desconcertado o no estar
demasiado seguro de ver realmente lo que uno cree ver. Es posible que sólo lo
imagine, lo confunda con otra cosa o le recuerde algo que ha visto, tal vez
soñado, anteriormente. Ya ves qué complicado es, no es suficiente con mirar
algo y decir: «estoy mirando tal cosa», ya que eso lo puedes hacer cuando el
objeto que tienes delante es un lápiz o un trozo de pan, pero ¿qué pasa cuando
te encuentras mirando a un niño muerto, a una niña pequeña que yace en el suelo
desnuda, con la cabeza reventada y cubierta de sangre? ¿Qué piensas entonces?
No es tan simple, ya ves, decir lisa y llanamente: «estoy ante una criatura
muerta». Tu mente parece negarse a formar las palabras, no puedes forzarte a
pronunciarlas, ya que aquello que tienes delante no es algo que puedas separar
fácilmente de ti mismo. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de aquello que
te hiere; no puedes simplemente mirar porque, en cierto modo, cada cosa te
pertenece, forma parte de la historia que se desarrolla en tu interior.
Supongo que debe ser bueno endurecerse hasta tal punto que nada pueda afectarte
nunca más; pero entonces te quedarías solo, tan absolutamente al margen de los
demás que la vida se volvería imposible. Aquí hay algunos que logran hacerlo,
que encuentran el coraje para convertirse en monstruos; pero te sorprendería
saber qué pocos son. O, para decirlo de otra manera, todos hemos terminado por
convertirnos en monstruos pero no hay prácticamente nadie que no guarde en su
interior algún vestigio de lo que solía ser la vida.
Tal vez el mayor
problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero,
aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar. A
aquellos de nosotros que nacimos en otro lugar, o que tenemos la edad
suficiente como para recordar un mundo distinto de éste, el mero hecho de
sobrevivir de un día para el otro nos cuesta un enorme esfuerzo. No me refiero
sólo a la miseria, sino a que ya no sabemos cómo reaccionar ante los hechos más
habituales y, como no sabemos como actuar, tampoco nos sentimos capaces de
pensar. En nuestras mentes reina la confusión; todo cambia a nuestro alrededor,
cada día se produce un nuevo cataclismo y las viejas creencias se transforman
en aire y vacío. He aquí el dilema, por un lado queremos sobrevivir,
adaptarnos, aceptar las cosas tal cual están; pero, por otro lado, llegar a
esto implica destruir todas aquellas cosas que alguna vez nos hicieron sentir
humanos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Para vivir, es necesario morir, por
eso tanta gente se rinde, porque sabe que no importa cuán duramente pelee,
siempre acabará perdiendo y, entonces, ya no tiene sentido la lucha.
Los recuerdos se
nublan en mi mente, lo que ocurrió y lo que no ocurrió, las calles que vi por
primera vez, los días, las noches, el cielo sobre mi cabeza, las piedras
extendiéndose a lo lejos. Me parece recordar que miraba constantemente hacia
arriba, como si examinara el cielo por si faltara o sobrara algo, algo que lo
diferenciara de otros cielos;
como si el cielo pudiera explicar las cosas que veía a mi alrededor. Sin
embargo, es probable que me equivoque, es posible que esté confundiendo las
observaciones de una época posterior con las de aquellos primeros días. Aunque
no creo que tenga mucha importancia, ahora menos que nunca.
Después de un
estudio tan meticuloso, puedo asegurar, sin duda alguna, que el cielo de este
lugar es el mismo que ahora se encuentra sobre ti. Tenemos las mismas nubes y
la misma luminosidad, las mismas tormentas y la misma quietud, los mismos
vientos que lo arrastran todo consigo. Si la impresión que tenemos del cielo es
algo distinta es por lo que sucede debajo. Las noches, por ejemplo, no se
parecen del todo a las de allí. Hay la misma oscuridad y la misma inmensidad,
pero no ofrecen aquella sensación de calma sino la de una marea continua, un
murmullo que te empuja hacia adelante y hacia atrás, sin pausa. Y luego,
durante el día, hay una luminosidad a veces insoportable, un brillo que te
deslumbra y que hace palidecer todas las cosas, todos los relieves relucen y el
aire mismo es un débil resplandor. La luz se plasma de tal forma que los
colores se vuelven más y más distorsionados a medida que uno se acerca a ellos.
Hasta los contornos de las sombras se desdibujan con un movimiento fortuito y
agitado. Con esta luz hay que tener cuidado de no abrir demasiado los ojos,
sólo lo suficiente como para no perder el equilibrio. De lo contrario, uno
puede tropezar y no creo que sea necesario enumerar los riesgos de una caída.
A veces pienso que si no fuera por la oscuridad y las extrañas noches que
descienden sobre nosotros, el cielo se incendiaría. Los días acaban cuando
corresponde, justo en el momento preciso en que el sol parece haber consumido
las cosas que alumbra, cuando ya nada puede tolerar su resplandor; de lo
contrario, todo este mundo quimérico se derretiría y sería el fin.
La ciudad parece
estar consumiéndose poco a poco, pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí.
No hay forma de explicarlo; yo sólo puedo contarlo, pero no puedo fingir que lo
entiendo. En las calles se escuchan explosiones todos los días, como si a lo
lejos se cayera un edificio o se hundiera la acera. Pero nunca lo ves cuando
sucede, no importa cuán a menudo escuches estos ruidos, la causa es siempre invisible.
Cualquiera pensaría que, de vez en cuando, una de estas explosiones tendría que
producirse en su presencia; pero los hechos permanecen siempre en el terreno
de la probabilidad. No creas que son imaginaciones mías, estos ruidos no surgen
en mi mente. Los demás también los escuchan, aunque no les presten demasiada
atención. A veces se detienen a comentarlo, pero nunca se muestran
preocupados. Dicen cosas como: «ahora está un poco mejor» o «esta tarde parece
muy agresivo». Yo solía hacer muchas preguntas sobre estas explosiones, pero
nunca logré una respuesta, apenas una mirada inexpresiva, un movimiento de hombros.
Con el tiempo descubrí que hay ciertas cosas que no se preguntan, que incluso
aquí hay temas que nadie quiere discutir.
A los más pobres
sólo les quedan las calles, los parques y las antiguas estaciones de metro. Las
calles son el peor sitio porque allí te expones a todos los peligros e inconvenientes.
Los parques son un poco más tranquilos, sin el problema del tráfico y los
peatones, pero a no ser que seas uno de los pocos afortunados que tienen una
tienda o un cobertizo, estás siempre a merced del clima. Sólo en las estaciones
de metro es posible escapar de las inclemencias del tiempo, pero allí hay que
soportar otro tipo de molestias: la humedad, el hacinamiento y los gritos permanentes
de la gente, que parece hipnotizada por el eco de su propia voz.
Lo que más
llegué a temer aquellas primeras semanas fue la lluvia; el frío, en
comparación, es una menudencia ya que sólo es cuestión de un buen abrigo (que
yo tenía) y de moverse enérgicamente para mantener la circulación de la sangre.
También descubrí las ventajas que ofrece el papel periódico, sin duda el
material más barato y efectivo para reforzar la protección de la ropa. En los días
fríos hay que levantarse muy temprano por la mañana para asegurarse un buen
lugar en la cola frente a los puestos de periódicos. Es importante calcular
bien el tiempo de espera porque no hay nada peor que estar demasiado tiempo de
pie al aire helado de la mañana. Si uno cree que la espera va a ser mayor de
veinte o veinticinco minutos, lo más razonable es renunciar a la idea e irse.
Una vez que has
comprado el periódico, suponiendo que hayas conseguido uno, lo mejor es coger
una hoja, rasgarla en tiras y retorcerlas formando pequeños atados que servirán
de relleno en la punta de los zapatos, para tapar las rendijas por las que se
cuela el aire alrededor de los tobillos, o remendar los agujeros de la ropa.
Para el torso y las extremidades no hay nada mejor que hojas enteras cubriendo
unos cuantos de estos atados, mientras que para proteger el cuello lo más
efectivo es coger aproximadamente una docena de estas tiras retorcidas y
enlazarlas entre sí formando un collar. Este atuendo da un aspecto armado y
acolchado, que tiene la ventaja estética de disimular la delgadez. Hay gente
que está, literalmente, muriéndose de hambre, con el vientre hundido y
extremidades como palillos, pero va por ahí intentando aparentar que pesa
noventa o cien kilos. No engañan a nadie con este disfraz, se les nota desde
lejos; aunque tal vez ésa no sea la verdadera cuestión. Lo que parecen querer
decir es que saben lo que les ha ocurrido y que se avergüenzan de ello. Sus
cuerpos voluminosos son la más clara manifestación de lucidez, una expresión
de amarga autoconciencia. Se transforman en parodias grotescas de los prósperos
y bien alimentados y, en este intento frustrado y absurdo por despertar
respeto, prueban que son exactamente lo contrario de lo que aparentan y que lo
saben.
La lluvia, sin
embargo, es un obstáculo insuperable porque una vez que uno se moja, tiene que
pagar por ello horas e incluso días después. El peor error que uno puede
cometer es dejarse sorprender por una lluvia torrencial; no sólo se corre el
riesgo de un resfriado sino también de un montón de molestias: las ropas
empapadas, los huesos casi congelados, y el peligro constante de arruinar los
zapatos. Si mantenerse en pie es el objetivo fundamental, ya puedes imaginar
las consecuencias de no llevar los zapatos adecuados. Nada afecta de forma más
desastrosa a los zapatos que un buen remojón y esto puede conducir a todo tipo
de problemas: ampollas, juanetes, uñas encarnadas, llagas, malformaciones; y
cuando andar se vuelve doloroso, uno está perdido. Un paso primero, luego otro
y otro más, ésa es la regla de oro; si uno no es capaz ni siquiera de esto, ya
puede dejarse caer en el acto y dejar de respirar.
Pero, ¿cómo
evitar la lluvia, si acecha a todas horas? Hay momentos, muchas veces, en que
uno está afuera, yendo de un sitio a otro, de camino a algún sitio que no has
elegido y, de repente, el cielo se oscurece, las nubes chocan y ahí queda uno,
empapado hasta los huesos. Incluso si logras encontrar refugio cuando la
lluvia empieza a caer y te libras de ella, debes tener muchísimo cuidado una
vez que pare. Entonces, debes estar atento a los charcos que se forman en los
agujeros del pavimento, los lagos que a menudo surgen de las grietas e incluso
al barro traicionero que mana desde abajo y llega hasta el tobillo. Con las
calles en un estado tan lamentable, con tantas fisuras, grietas, baches y
perforaciones, no hay forma de escapar de estos momentos críticos. Tarde o
temprano estás destinado a llegar a un lugar donde no hay alternativa, donde
te encuentras rodeado por todas partes. Y no sólo hay que vigilar las
superficies, el mundo que tocas con los pies, también está el agua que gotea
desde arriba, que resbala desde los aleros y luego, aún peor, los vientos
fuertes que a menudo siguen a las lluvias, los terribles remolinos de aire
removiendo la superficie de lagunas y charcos y arrojando el agua de nuevo a la
atmósfera, arrastrándola como si se tratara de pequeñas agujas, dardos que pinchan
la cara, se arremolinan a tu alrededor y no te permiten ver nada en absoluto.
Cuando el viento sopla después de una tormenta, todos se chocan entre sí más de
lo habitual, en las calles estallan más peleas y el mismo aire parece cargado
de amenazas.
Sería distinto
si el tiempo pudiera preverse con cierto margen de exactitud; entonces, uno
podría hacer planes, saber cuándo es conveniente no salir a la calle,
prepararse de antemano. Pero aquí todo pasa tan rápido, los cambios son tan
súbitos que lo que parece cierto en un momento determinado ya no lo es al
siguiente. Yo he perdido mucho tiempo buscando indicios en el aire, intentando
estudiar el clima y descubrir pistas sobre qué tiempo iba a hacer y cuándo:
el color y el volumen de las nubes, la velocidad y dirección de los vientos,
los olores a una hora determinada, la textura del cielo por la noche, la forma
de las puestas de sol, la intensidad del rocío al amanecer. Pero nada de esto
me ha ayudado; tratar de vincular una cosa con la otra, establecer relaciones
entre una tarde nublada y una noche de viento, sólo conduce a la locura. Das
vueltas y vueltas en el torbellino de tus cálculos y entonces, justo cuando te
convences de que va a llover, el sol sigue brillando todo el día.
Lo que hay que
hacer, entonces, es estar preparado para cualquier cosa, aunque existen
diversas opiniones sobre la mejor forma de conseguirlo. Una pequeña minoría
cree, por ejemplo, que el mal tiempo proviene de los malos pensamientos. Ésta
es una visión bastante mística de la cuestión ya que sugiere que los
pensamientos pueden traducirse directamente en hechos del mundo material. De
acuerdo con esta teoría, cuando uno tiene un pensamiento oscuro o pesimista
produce una nube en el cielo y, si una gran cantidad de gente tiene
pensamientos negativos al mismo tiempo, comenzará a llover. Según ellos, esto
explica los cambios bruscos del tiempo y el hecho de que nadie haya podido
encontrar una justificación científica a nuestro absurdo clima. La solución
que proponen consiste en mantener una alegría inmutable, por más deprimentes
que sean las situaciones a nuestro alrededor; nada de enojos, ni suspiros
profundos, ni lágrimas. A estas personas se las denomina «los risueños» y en
la ciudad no existe otra secta más inocente e infantil. Están convencidos de
que si la mayoría de la gente se convirtiera a sus, creencias, el tiempo
acabaría por estabilizarse y la vida mejoraría, por lo cual hacen proselitismo
todo el tiempo siempre en busca de nuevos adeptos, aunque la suavidad de
modales que ellos mismos se han impuesto los hacen muy poco persuasivos. Rara
vez consiguen convencer a alguien para su causa y, por lo tanto, sus ideas no se han llevado a
la práctica ya que sin un gran número de creyentes no habrá los buenos
pensamientos necesarios para que repercuta en el clima. Esta falta de pruebas,
sin embargo, los vuelve aún más obstinados en su fe. Puedo imaginarte
meneando la cabeza, y sí, tienes razón, estoy de acuerdo contigo en que esta
gente es ridícula y está equivocada. Pero en el contexto de la vida cotidiana
de la ciudad, su argumento cobra una cierta fuerza y tal vez no resulte más
absurdo que otro cualquiera. Como personas, los risueños suelen ser una
compañía agradable ya que su dulzura y optimismo son un grato antídoto contra
la ofuscada amargura que encuentras en todos los otros sitios.
En el extremo
opuesto están «los rastreros», que creen que la situación continuará empeorando
hasta que demostremos, de un modo realmente persuasivo, qué avergonzados
estamos de la vida que llevábamos en el pasado. La solución, según ellos, consiste
en postrarse en el suelo y no levantarse otra vez hasta que aparezca alguna
señal de que la penitencia ha sido cumplida. La naturaleza de esta señal es
objeto de largos debates teóricos; algunos hablan de un mes de lluvia; otros,
de un mes de buen tiempo, y otros más aseguran que no lo sabrán hasta que les
sea revelado en el corazón. Dentro de esta secta hay dos facciones principales,
«los perros» y «las serpientes». Los primeros consideran que arrastrarse sobre
las manos y las rodillas demuestra el arrepentimiento adecuado, mientras que
los segundos sostienen que sólo es correcto arrastrarse sobre el vientre. A
menudo estallan batallas sangrientas entre los dos grupos, cada uno intentando
controlar al otro, pero ninguno ha ganado muchos seguidores y hoy en día,
según creo, la secta está en vías de extinción.
En realidad, la
mayoría de la gente no tiene ninguna opinión formada sobre estos temas. Si me
pongo a contar los distintos grupos que tienen una teoría coherente sobre el
tiempo («los tamborileros», «los apocalípticos», «los asociacionistas libres»),
dudo que sean más que unas pocas gotas en el océano. Yo creo que lo que
realmente cuenta es la suerte. El cielo está regido por el azar, por fuerzas
tan complejas y oscuras que nadie puede explicar por completo. Si te mojas con
la lluvia, has tenido mala suerte y eso es todo. Si logras no mojarte, pues
mucho mejor; pero no tiene nada que ver con las actitudes ni las creencias. La
lluvia no hace diferencias, en un momento o en otro, cae sobre todo el mundo y,
cuando cae, todos somos iguales, ninguno mejor ni peor, todos iguales sin distinción.
¡Quiero contarte
tantas cosas! Comienzo a decir algo y, de repente, me doy cuenta de lo poco que
comprendo. Me refiero a hechos concretos, información precisa sobre cómo
vivimos en la ciudad. Ése iba a ser el trabajo de William; el periódico lo
envió aquí para que investigara los hechos y escribiera un artículo por semana
sobre los antecedentes históricos, cuestiones de interés general, cosas por
el estilo. Pero no recibimos muchos, ¿verdad? Unos pocos informes breves y
luego silencio. Si William no pudo lograrlo, no sé cómo espero hacerlo yo; no
tengo idea de cómo la ciudad sigue funcionando e incluso si me pusiera a
investigar sobre estas cuestiones, es probable que me llevara tanto tiempo,
que la situación ya hubiera cambiado cuando descubriera algo. Dónde se cultiva
la verdura, por ejemplo, y cómo la transportan a la ciudad. No puedo darte las
respuestas y nunca conocí a nadie que las supiera. La gente habla de tierras
lejanas hacia al oeste, pero eso no quiere decir que sea verdad; aquí la gente
habla de cualquier cosa, sobre todo de aquellas de las que no sabe nada. Lo que
realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad
de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un
mundo desaparezca, mucho más de lo que puedas llegar a imaginar. Continuamos
viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su
propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es cierto que la
última película se exhibió hace más de cinco años, es cierto que el vino
escasea tanto que sólo los ricos pueden permitirse el lujo de beberlo. Pero,
¿es eso a lo que llamamos vida? Dejemos que todo se derrumbe y, luego, veamos
qué queda. Tal vez ésta sea la cuestión más interesante de todas: saber qué
ocurriría si no quedara nada y si, aun así, sobreviviríamos.
Las
consecuencias resultan muy curiosas, a menudo son lo contrario de lo que
esperas. La verdadera desesperación puede convivir con el ingenio más
asombroso; surgen la entropía y el florecimiento. Como quedan tan pocas cosas,
ya no se tira casi nada y han encontrado aplicaciones para materiales que
antes despreciaban como basura. Todo esto tiene que ver con una nueva forma de
pensar. La escasez conduce la mente hacia nuevas soluciones y uno se descubre
dispuesto a abrigar ideas que antes nunca se le hubieran ocurrido. Tomemos el
ejemplo de los desperdicios humanos, literales desperdicios. Aquí las instalaciones
sanitarias ya no existen, las tuberías se han corroído, los inodoros se han
roto y tienen pérdidas, el sistema de cloacas hace tiempo que desapareció. Para
que la gente no se las arregle como pueda y disponga de sus heces de cualquier
modo, lo que pronto conduciría al caos y a epidemias, se ha creado un sistema
por el cual una patrulla nocturna de recogida de desperdicios recorre cada
barrio. Pasan por las calles tres veces al día arrastrando y empujando sus
máquinas oxidadas sobre el pavimento ruinoso, haciendo sonar campanas para que
la gente del barrio salga a la calle y vacíe sus cubos en el depósito. El
olor, por supuesto, es insoportable, y cuando el sistema se puso en marcha los
únicos que querían hacer este trabajo eran prisioneros, a los cuales se les
ofreció la dudosa opción de una sentencia más larga si rehusaban y una más
corta si aceptaban. Sin embargo, las cosas han cambiado desde entonces y los
«fecalistas» ahora tienen el estatus de funcionarios públicos y se les concede
una vivienda equivalente a la de la policía. Es lo más justo, supongo; si este
trabajo no tuviera alguna ventaja, ¿por qué iba a hacerlo alguien? Esto
demuestra lo competente que puede llegar a ser el gobierno bajo ciertas
circunstancias. Cadáveres y mierda; cuando se trata de desterrar los peligros
para la salud, nuestros administradores son verdaderos romanos en su
organización, un modelo de lucidez y eficiencia.
No se acaba
aquí, sin embargo. Una vez que los fecalistas han recogido los desperdicios,
no se deshacen de ellos. Aquí la mierda y la basura son bienes importantísimos
y, con los recursos de carbón y petróleo descendiendo a niveles alarmantes,
éstos son los que nos proveen de gran parte de la energía que aún somos
capaces de producir. Cada zona censada tiene su propia central energética y
éstas se alimentan exclusivamente de desperdicios. El combustible para los
coches, el de la calefacción de las casas, todo proviene del gas metano
producido en estas centrales. Te sonará raro, me imagino, pero aquí nadie
bromea sobre esto. La mierda es un asunto muy serio y cualquiera que la tire
sin más a la calle es arrestado y, si lo hace por segunda vez, condenado a
muerte. Un sistema como éste tiende a aletargar tu sentido del humor; haces lo
que se te pide y muy pronto ni siquiera piensas en ello.
Lo más
importante es sobrevivir. Si pretendes seguir adelante, debes buscarte una
forma de ganar dinero, aunque hay muy pocos trabajos en el viejo sentido de la
palabra. Si no tienes contactos, no puedes apuntarte ni para el más
insignificante de los puestos públicos (oficinista, conserje, empleado del
Centro de Transformación, etc.). Lo mismo ocurre con los diversos negocios
legales o ilegales a lo largo de la ciudad (las Clínicas de Eutanasia, los
puestos de comestibles ilegales, los falsos propietarios). A menos que conozcas
a alguien es inútil pedir trabajo en cualquiera de estos sitios; por lo tanto,
la solución más común entre los más pobres es hacerse trapero. Éste es el
trabajo para los que no tienen trabajo y yo creo que al menos un diez o veinte
por ciento de la población se dedica a esto. Yo misma lo hice durante un tiempo
y la verdad es que una vez que empiezas te resulta casi imposible parar. Exige
tanto de ti, que no te queda tiempo para hacer ninguna otra cosa, ni siquiera
para pensar en hacerla.
Todos los
traperos entran en una de estas dos categorías básicas: recogedores de basura
o buscadores de objetos. El primer grupo es bastante más amplio que el segundo
y si uno trabaja duro, dedicándose con perseverancia unas doce o catorce horas
diarias, tiene la posibilidad de ganarse la vida. Hace ya muchos años que ha
dejado de funcionar el sistema municipal de recogida de basuras. En su lugar,
cada zona censada de la ciudad esta regida por un comisionista privado que
compra los derechos al gobierno de la ciudad para recoger la basura en su zona.
Para trabajar en esto, primero hay que obtener el permiso de uno de estos
agentes, por el cual se paga una cuota mensual que a veces asciende al
cincuenta por ciento de los ingresos. Trabajar sin permiso puede resultar
tentador, pero también es extremadamente peligroso ya que cada comisionista
tiene su propia plantilla de inspectores que vigilan las calles, solicitando
el permiso a todo el que ven recogiendo basura. Si no tienes los papeles
correspondientes, los inspectores tienen el derecho legal de multarte y, si no
puedes pagar la multa, arrestarte, lo cual significa la deportación a uno de
los campos de trabajo al oeste de la ciudad donde pasarás los siete años
siguientes. Algunos dicen que la vida en los campos es mejor que en la ciudad,
pero esto no es más que una especulación. Unos pocos llegaron a hacerse
arrestar a propósito, pero nadie los ha vuelto a ver.
Un recogedor de
basura debidamente registrado y con todos los papeles en orden, se gana la vida
reuniendo la mayor cantidad de basura posible y llevándola a la central
energética más cercana. Allí pagan tanto por kilo —una cantidad insignificante—
y arrojan la basura a los depósitos de procesamiento. El instrumento preferido
para transportar la basura es el carro de supermercado, similar a aquellos que
tenemos allí, en casa. Estas canastas metálicas sobre ruedas han demostrado ser
objetos resistentes y no hay duda de que funcionan con mayor eficacia que
cualquier otra cosa. Un vehículo más grande resultaría demasiado pesado para
transportar cuando se llenara y uno más pequeño requeriría demasiados viajes al
depósito (hace unos años se publicó un folleto sobre el tema que prueba la
exactitud de estos argumentos). Como consecuencia, estos carros tienen una gran
demanda y el primer objetivo de un recogedor de basura es conseguir uno. Esto
puede llevar meses, a veces incluso años, pero sin un carro, resulta imposible
dedicarse a esto. Como el trabajo deja tan poco, rara vez tienes la
oportunidad de ahorrar y, si lo haces, es a costa de privarte de algo
esencial, la comida, por ejemplo, sin la cual no tienes fuerza para hacer el
trabajo necesario para ganar el dinero para comprar el carro. Ya ves el
problema, cuanto más trabajas, más débil te vuelves; cuanto más débil te
vuelves, menos puedes trabajar. Pero esto es sólo el comienzo, porque incluso
si logras conseguir el carro, debes procurar mantenerlo en buen estado, las
calles estropean muchísimo el equipo y hay que tener especial cuidado con las
ruedas. Incluso si logras superar estos inconvenientes, tienes el deber
adicional de no perder de vista el carro nunca. Como se han vuelto tan
valiosos, son un bien especialmente codiciado por los ladrones y ninguna
calamidad es tan trágica como la de perder el carro. Por lo tanto, casi todos
los traperos invierten su dinero en comprar una especie de correa, conocida
como el «cordón umbilical», algo así como una cuerda, soga para perros o cadena
que se ata alrededor de la cintura y luego al carro. Esto hace que caminar se
convierta en un asunto muy complicado, pero vale la pena. A los traperos a menudo
se los llama «músicos» a causa del ruido que hacen estas cadenas mientras los
carros van dando tumbos por las calles.
Un buscador de
objetos debe hacer los mismos trámites para registrarse que un recogedor de
basura y se lo somete al mismo tipo de inspecciones esporádicas, pero su
trabajo es distinto. El recogedor de basuras busca desperdicios, el buscador
de objetos, cosas rescatables. Intenta encontrar objetos específicos,
materiales que puedan volver a usarse y, a pesar de que es libre para hacer lo
que quiera con las cosas que encuentra, por lo general las vende a uno de los
«agentes de resurrección» que hay a lo largo de la ciudad, empresarios privados
que convierten estas baratijas en nuevos objetos, que más tarde venden en el
mercado. Los agentes cumplen una función múltiple, por una parte chatarreros,
por otra fabricantes y, por fin, comerciantes; y como ya no hay ninguna otra
forma de producción en la ciudad, se encuentran entre los más poderosos y
ricos, compitiendo sólo con los comisionistas. Un buen buscador de objetos,
por consiguiente, puede aspirar a un tren de vida aceptable, pero debe ser
rápido, listo y saber dónde buscar. Los jóvenes suelen hacerlo mejor, por lo
que es raro ver a un buscador de objetos mayor de veinte o veinticinco años.
Aquellos que no tienen éxito deben buscarse pronto otro trabajo ya que no hay
garantías de sacar nada en limpio de tanto esfuerzo. Los recogedores de basura
son más viejos y más conservadores, están contentos de esforzarse porque saben
que así se ganarán la vida, al menos si trabajan hasta el límite de sus
fuerzas. Pero no hay nada realmente seguro, ya que la competencia en el mundo
de los traperos se ha vuelto feroz. Cuanto más escasean las cosas en la ciudad,
más reacia se vuelve la gente a desprenderse de algo; así como hace un tiempo
nadie se lo pensaba dos veces antes de tirar una cáscara de naranja a la calle,
ahora estas cáscaras se trituran hasta conseguir un puré que mucha gente come.
Una camiseta deshilachada, un par de calzoncillos rotos, el ala de un sombrero,
todas estas cosas se guardan para remendarlas y convertirlas en una nueva muda
de ropa. La gente se viste con los atuendos más variopintos y ridículos y cada
vez que te cruzas con alguna de estas personas vestidas a retazos, sabes que
probablemente acaba de dejar a un buscador de objetos sin trabajo.
A pesar de todo,
me dediqué a buscar objetos. Tuve la suerte de comenzar antes de gastarme todo
el dinero. Después de comprar la licencia (diecisiete glots), el carro (sesenta
y seis glots), la correa y un par de zapatos nuevos (cinco y setenta y un
glots, respectivamente), aún me quedaban más de doscientos glots. Fue una
verdadera suerte ya que así podía permitirme cierto margen de error y en aquel
momento necesitaba toda la ayuda que pudiera encontrar. Tarde o temprano
llegaría el día en que nadaría o me ahogaría, pero por el momento tenía algo a
lo que agarrarme, un trozo de madera flotante, los restos de un naufragio
donde apoyar mi peso.
Al principio no
me fue bien; entonces la ciudad era nueva para mí y siempre me perdía.
Malgastaba el tiempo en despojos que no daban ningún beneficio, falsas corazonadas
en calles yermas; me encontraba siempre en el lugar equivocado a la hora
errónea. Si lograba encontrar alguna cosa, era porque tropezaba
accidentalmente con ella. La casualidad era mi único método, el simple acto
gratuito de ver algo con mis propios ojos y agacharme a recogerlo. No tenía un
sistema como parecían tener los demás, ningún medio de saber de antemano dónde
ir, ni una sospecha sobre qué iba a encontrar y cuándo. Para llegar a ese punto
es necesario vivir años en la ciudad y yo era sólo una novata, una recién
llegada ignorante que apenas si podía encontrar el camino de una zona censada a
otra.
Aun así, no era
un completo fracaso; tenía mis piernas, después de todo, y un cierto
entusiasmo juvenil que me mantenía en pie, incluso cuando las perspectivas no
eran nada alentadoras. Yo correteaba por ahí errante y sin aliento, eludiendo
los desvíos peligrosos y las montañas de ruinas, corriendo caprichosamente de
una calle a la otra, siempre esperando hacer algún hallazgo maravilloso a la
vuelta de la esquina. Supongo que no es normal estar constantemente mirando el
suelo, siempre buscando objetos rotos o abandonados; después de un tiempo
seguramente afectará a la mente. Porque entonces ninguna cosa es realmente sí
misma, hay trozos de esto y trozos de aquello pero nada tiene que ver entre sí.
Aun así, por extraño que parezca, en el límite de este caos, todo comienza a
relacionarse otra vez. Finalmente, una manzana desmenuzada y una naranja
desmenuzada son la misma cosa, ¿verdad? Es imposible distinguir la diferencia
entre un buen vestido y uno malo si ambos están reducidos a harapos, ¿no es
cierto? Llega un momento en que las cosas se desintegran y se convierten en
estiércol, polvo o desechos y lo que queda es algo nuevo, algunas partículas o
aglomeración de materia que no pueden identificarse. Es un terrón, una mota, un
fragmento del mundo que no tiene sitio: la dimensión de lo esencial. No esperes
encontrar nunca algo entero, ya que sería un accidente, un descuido de la persona
que lo perdió, pero tampoco puedes pasarte todo el tiempo buscando aquello que
ya es totalmente inservible. Debes aspirar a algo intermedio, objetos que aún
guardan un parecido con su forma original, incluso si han perdido su utilidad.
Debes examinar, analizar minuciosamente y volver a la vida aquello que a otro
le pareció bien tirar: un trozo de cuerda, la tapa de una botella, una chapa
entera de un viejo automóvil estrellado; no puedes desperdiciar nada. Todas las
cosas se desmoronan, pero no todas las partes de esas cosas, al menos no al
mismo tiempo; el asunto es fijar el blanco en esas pequeñas islas donde todo
permanece intacto, imaginarlas unidas a otras islas iguales, éstas a otras y
otras, hasta crear un nuevo archipiélago de materia. Debes salvar lo salvable
y aprender a ignorar el resto. El truco consiste en hacerlo lo más rápidamente
posible.
Poco a poco mi
botín se volvía casi adecuado. Baratijas, por supuesto, pero también un montón
de cosas inesperadas: un telescopio plegable con una lente rota, una máscara
de Frankenstein de goma, una rueda de bicicleta, una máquina de escribir
cirílica a la que sólo le faltaban cinco letras y la barra espaciadora, el
pasaporte de un hombre llamado Quinn. Estos tesoros me compensaban por los días
malos y con el tiempo comenzó a irme lo suficientemente bien con los agentes de
resurrección como para no tocar mis ahorros. Supongo que podría haberme ido
mejor, si no fuera porque me impuse ciertas normas, tracé ciertos límites más
allá de los cuales me negué a pasar. Tocar a los muertos, por ejemplo. Uno de
los trabajos más rentables de los traperos es despojar a los muertos de sus
pertenencias, y muy pocos buscadores de objetos no aprovechan esa oportunidad.
Continuamente me decía a mí misma que era una tonta, una melindrosa niña rica
que no quería vivir, pero nada me ayudaba. Lo intenté; una o dos veces incluso
me acerqué, pero cuando llegó el momento de hacerlo, no tuve suficiente valor.
Recuerdo a un viejo y a una niña adolescente, cómo me arrodillé a su lado,
acerqué mis manos a sus cuerpos, tratando de convencerme de que no tenía
importancia. Y luego, una mañana temprano en Lampshade Road, un niño pequeño,
de unos seis años; sencillamente no pude forzarme a hacerlo. No es que me
sintiera orgullosa de haber tomado una profunda decisión moral, simplemente no
tenía el coraje de llegar tan lejos.
Otra cosa que me
afectaba es que estaba sola, no me mezclaba con otros traperos ni hacía ningún
esfuerzo por hacer amigos. Se necesitan aliados, especialmente para protegerse
de los «cuervos», traperos que se ganan la vida robando a otros traperos. Los
inspectores vuelven la espalda a este problema y concentran su atención en
aquellos que trabajan sin licencia. Para los traperos de buena fe, por lo
tanto, el trabajo es un alboroto continuo, con constantes ataques y
contraataques, con la sensación de que en cualquier momento puede ocurrir
cualquier cosa. Me robaban aproximadamente una vez por semana y la situación
llegó a tal punto que comencé a calcular las pérdidas de antemano, como si
fueran un aspecto normal de mi trabajo. Si hubiera tenido amigos, podría haber
evitado algunos de estos hurtos, pero a la larga no me parecía que valiera la
pena. Los traperos eran un montón de gente odiosa, los cuervos y los otros por
igual, y me revolvía el estómago escuchar sus opiniones, sus presunciones, sus
mentiras. Lo importante es que nunca perdí mi carro; eran mis primeros días en
la ciudad y aún tenía la fuerza necesaria para aferrarme a él y era lo
suficientemente rápida para escapar del peligro cuando debía hacerlo.
Ten paciencia
conmigo, ya sé que a veces me aparto del tema; pero tengo la impresión de que
si no escribo las cosas tal cual me sucedieron las olvidaré para siempre. Mi
mente ya no es lo que solía ser. Ahora es más lenta, más perezosa, menos ágil y
me agota profundizar hasta en el más simple pensamiento. Así es como empieza, a
pesar de mis esfuerzos; las palabras vienen sólo cuando pienso que ya no seré capaz
de encontrarlas, en el momento de desesperación en que creo que ya nunca
volverán a surgir. Cada día trae la misma batalla, el mismo vacío, el mismo
deseo de olvidar y de no olvidar. Comienza siempre aquí, nunca en otro sitio
que este límite donde el lápiz comienza a escribir. La historia nace y se
detiene, sigue adelante y luego se pierde y, en medio de cada palabra, cuántos
silencios, cuántas expresiones se escapan y desaparecen para no volver nunca
más.
Durante mucho
tiempo, intenté no recordar nada; restringiendo mis pensamientos al presente me
sentía más capaz de arreglármelas, más fuerte para evitar lamentaciones. La
memoria es una gran trampa, ya ves, y yo hice todo lo posible para mantenerme
firme, para asegurarme de que los pensamientos no se escabulleran a hurtadillas
hacia el pasado. Pero últimamente me he estado zafando, cada día un poco más, y
ahora hay días en que no puedo dejaros escapar, a mis padres, a William, a ti.
Yo era una joven tan indomable, ¿verdad? Crecí demasiado rápido para mi propio
bien y nadie podía decirme nada que yo no supiera de antemano. Ahora sólo puedo
pensar en cuánto herí a mis padres y en cómo lloraba mi madre cuando le dije
que me iba. Como si no fuera suficiente con haber perdido a William, ahora
también iban a perderme a mí. Por favor, si ves a mis padres, diles que lo
siento; necesito saber que alguien hará eso por mí y sólo puedo contar contigo.
Sí, me
avergüenzo de muchas cosas; a veces, mi vida no parece más que un puñado de
remordimientos, de decisiones erradas, de equivocaciones irreversibles. El
problema es que, cuando empiezas a mirar hacia atrás, te ves tal como eras y te
quedas desolado. Pero ya es demasiado tarde para disculpas, lo sé. Es tarde
para cualquier cosa que no sea seguir en pie. Por lo tanto, éstas son las palabras,
tarde o temprano intentaré decirlo todo y no tiene importancia en qué orden lo
haga, si lo primero es lo segundo o lo segundo lo último. Todo se arremolina a
la vez en mi mente y el solo hecho de recordar una cosa el tiempo suficiente
para decirla es toda una victoria. Si esto te confunde, lo siento; pero no
tengo elección, tengo que tomar las cosas tal como puedo asimilarlas.
Nunca encontré a
William —continuó ella—, tal vez no sea necesario decirlo. Nunca lo encontré y
nunca conocí a nadie que pudiera decirme dónde estaba. La razón me dice que
está muerto, pero tampoco puedo estar segura. No hay testimonios que apoyen ni
la más infundada de las suposiciones y, hasta tanto encuentre alguna prueba,
prefiero mantenerme abierta a todo. Sin información no hay lugar para la
esperanza ni para la desesperación; lo mejor que uno puede hacer es dudar y,
bajo estas circunstancias, la duda es una verdadera bendición.
Aunque William
no estuviera en la ciudad, podría estar en algún otro sitio. El país es enorme,
ya me entiendes, y puede haber ido a cualquier sitio. Pasando la zona agrícola
del oeste, se supone que hay varios cientos de millas de desierto. Más allá, se
habla de otras ciudades, de cadenas montañosas, de minas y fábricas, de vastos
territorios que se extienden hasta un segundo océano. Tal vez haya algo de
cierto en estas historias; si así fuera, William podría haber probado suerte en
cualquiera de estos sitios. No me olvido de lo difícil que es salir de la ciudad
pero ya sabemos cómo era William. Si hubiese habido la más mínima posibilidad
de salir, él lo hubiera conseguido.
Nunca te conté
esto, pero la semana antes de venirme me encontré con el director del periódico
de William. Debe de haber sido unos tres o cuatro días antes de despedirme de
ti y si no lo mencioné fue para evitar otra discusión; las cosas ya estaban lo
suficientemente mal y contártelo sólo hubiese servido para arruinar aquellos
últimos momentos. No te enfades conmigo ahora, te lo ruego, me parece que no
podría resistirlo.
El director se
llamaba Bogat, un hombre calvo y barrigón con unos tirantes anticuados y un
reloj en el bolsillo del chaleco. Me hizo acordar a mi abuelo, cansado de
trabajar, mordiendo la punta de los lápices antes de escribir, con un aire de
benevolencia matizada de astucia, una serenidad que parecía esconder un secreto
cariz de crueldad. Lo esperé en la recepción durante casi una hora. Cuando por
fin estuvo listo para recibirme, me guió por el codo hasta su oficina, me hizo
sentar en su silla y escuchó mi relato. Debo de haber hablado durante cinco o
diez minutos antes de que me interrumpiera; entonces, dijo que William no había
enviado un solo informe en los últimos nueve meses. Sí, él sabía que las
máquinas en la ciudad estaban rotas, pero ésa no era la cuestión; un buen
periodista siempre se las arregla para hacer llegar su artículo y William
había sido su mejor empleado. Un silencio de nueve meses sólo podía significar
una cosa: que William había tenido problemas y que no volvería más. Muy
contundente, sin rodeos. Yo encogí los hombros y le dije que sólo eran
suposiciones suyas.
—No lo hagas,
pequeña —dijo él—. Tienes que estar loca para ir allí.
—¡No soy una
niña pequeña! —dije yo—, tengo diecinueve años y puedo cuidar de mí misma
mejor de lo que usted piensa.
—¡Aunque
tuvieras cien años! Nadie sale de allí; es el fin de este maldito mundo.
Sabía que él
tenía razón; pero estaba decidida y nada me iba a hacer cambiar de idea. Ante
mi obstinación, Bogat comenzó a modificar sus tácticas.
—Mira —dijo—,
mandé otro hombre allí hace aproximadamente un mes y espero noticias suyas
pronto. ¿Por qué no esperas hasta entonces? Podrás obtener todas las respuestas
sin tener que viajar.
—¿Y eso que
tiene que ver con mi hermano?
—William también
es parte de la crónica. Si este reportero cumple, descubrirá qué le ha pasado.
Eso no me iba a
hacer cambiar de opinión y Bogat lo sabía. Me mantuve en mis trece, dispuesta a
defenderme de su ostentoso paternalismo y, poco a poco, comenzó a desistir. Sin
que yo se lo pidiera, me dio el nombre del nuevo reportero y luego, como último
gesto, abrió el cajón de un archivador que había detrás de su mesa y sacó la
foto de un hombre joven.
—Tal vez
debieras llevar esto contigo —dijo, tirando la fotografía sobre la mesa—, por
las dudas.
Era una foto del
reportero. Le eché una ojeada y la dejé caer en mi bolso para complacerlo. Era
el fin de nuestra charla, el encuentro había acabado en empate, sin que
ninguno de los dos cediera ante el otro. Creo que Bogat estaba enfadado y, al
mismo tiempo, algo impresionado.
—Recuerda que te
lo advertí —me dijo.
—No lo olvidaré
—contesté yo—. Cuando traiga a William de vuelta, volveré aquí y le recordaré
esta conversación.
Bogat estuvo a
punto de decir algo más; pero luego pareció pensarlo mejor, dejó escapar un
suspiro, dio unas suaves palmadas sobre la mesa y se levantó de la silla.
—No me
malinterpretes —dijo—, no estoy en contra de ti; sólo pienso que estás
cometiendo un error. No es lo mismo, tú lo sabes.
—Tal vez no;
pero aun así sería absurdo no hacer nada. La gente necesita tiempo y usted no
debería apresurarse a sacar conclusiones antes de saber de qué está hablando.
—Ése es el
problema —dijo Bogat—, sé exactamente de qué estoy hablando.
Llegado este
punto, creo que nos dimos la mano, o quizá sólo nos miramos fijamente el uno al
otro, por encima de la mesa. Entonces me condujo hacia los ascensores del
pasillo, pasando por la sala de prensa. Allí esperamos en silencio, sin
siquiera mirarnos. Bogat se balanceaba hacia adelante y atrás sobre los
talones, tarareando silenciosamente, en un susurro. Era obvio que ya estaba
pensando en otra cosa. Cuando las puertas se abrieron y entré en el ascensor,
me dijo, con tedio:
—Que tengas una
buena vida, pequeña.
Antes de que tuviera
tiempo de contestarle, se cerraron las puertas y el ascensor comenzó a bajar.
Al final aquella
fotografía lo cambió todo. Yo ni siquiera había pensado en llevármela; pero en
el último momento lo pensé mejor y la puse entre mis cosas. Entonces, yo no
sabía que William había desaparecido, por supuesto, esperaba encontrar a su
sustituto en las oficinas del periódico y empezar la búsqueda desde allí. Pero
nada salió como lo había planeado. Cuando llegué a la tercera zona censada y vi
lo que había ocurrido allí, de repente comprendí que esta fotografía era lo
único que me quedaba. Era mi último vínculo con William.
Su nombre era
Samuel Farr, pero aparte de eso, no sabía nada de él. Me había comportado de
un modo muy arrogante con Bogat como para pedirle detalles, y ahora no tenía
casi nada en lo que basarme; un nombre, una cara, eso era todo. Con la debida
humildad, me hubiese ahorrado una gran cantidad de dificultades. Finalmente
encontré a Sam, pero sin hacer nada para conseguirlo. Fue producto de la
casualidad, una de esas pizcas de suerte que caen del cielo. Pero pasó mucho
tiempo antes de que esto sucediera, mucho más del que me gustaría recordar.
Los primeros
días fueron los peores. Yo vagaba sin rumbo por ahí como una sonámbula, sin
saber dónde estaba, sin atreverme ni siquiera a hablar con alguien. Llegado
el momento, vendí mis maletas a un agente de resurrección, y eso me ayudó a
alimentarme durante bastante tiempo; pero, incluso después de que empezara a
trabajar como trapera, no tenía un sitio donde vivir. Dormí a la intemperie en
todo tipo de clima, buscando, cada noche, un lugar nuevo donde dormir. Sólo
Dios sabe cuánto tiempo pasé así, pero sin duda ésta fue la peor época, la que
estuvo más cerca de acabar conmigo. Duró dos o tres semanas como mínimo o,
tal vez, varios meses; me sentía tan desdichada que, aparentemente, mi mente
dejó de funcionar; me volví apagada por dentro, puro instinto y egoísmo. En
ese entonces me ocurrieron cosas terribles y, aún ahora, no sé cómo me las
arreglé para sobrevivir. Casi me viola uno de los hombres de las ruinas en la
esquina de Dictionary Square y Boulevard Muldoon. Una noche, en el atrio del
antiguo templo de los hipnotistas, le robé la comida a un viejo que intentó
atracarme, le arranqué la papilla de las manos y ni siquiera sentí pena por
él. Yo no tenía amigos, nadie a quien hablar, nadie con quien compartir una
comida. Si no fuera por la fotografía de Sam no sé si hubiera sobrevivido; el
mero hecho de saber que él estaba en la ciudad me hacía abrigar alguna esperanza.
«Éste es el hombre que te ayudará —me repetía a mí misma—, cuando lo
encuentres, todo será diferente.» Sacaba la fotografía de mi bolso unas cien
veces al día y después de un tiempo acabó tan arrugada y ajada que la cara era
casi irreconocible. Pero, para entonces, yo ya la conocía de memoria y la
fotografía en sí no tenía ningún valor; la guardaba como un amuleto, un pequeño
escudo para protegerme de la desesperación.
Entonces mi
suerte cambió. Debe de haber sido uno o dos meses después de que empezara a
trabajar como buscadora de objetos, aunque esto es sólo una suposición. Yo iba
caminando por las afueras de la quinta zona censada, cerca del sitio donde
antes se levantaba Filament Square, cuando vi a una mujer alta, de mediana
edad, empujando un carro sobre las piedras, dando tumbos lentamente y con
torpeza, sin duda con los pensamientos lejos de lo que estaba haciendo. Aquel
día el sol brillaba de ese modo deslumbrante que vuelve las cosas invisibles, y
el aire estaba caliente, lo recuerdo bien, tan caliente que te mareaba. Justo
cuando la mujer consiguió llevar el carro hasta la mitad de la calle, un grupo
de corredores dobló la esquina, a toda marcha. Eran doce o quince y corrían a
toda velocidad, muy juntos, chillando esa exaltada letanía que los
caracteriza. Vi que la mujer los miraba de repente, como si acabara de
despertar de un sueño; pero en lugar de huir de su paso, se quedó petrificada
en su sitio, en la actitud de un ciervo acorralado ante los faros de un coche. Por
alguna razón —aún hoy no sé por qué lo hice— me solté el cordón umbilical de la
cintura, corrí desde donde estaba y cogí a la mujer con los dos brazos, sacándola
del medio uno o dos segundos antes de que pasaran los corredores. Fue justo a
tiempo; si no lo hubiese hecho, tal vez la habrían matado a pisotones.
Así fue como
conocí a Isabel. Para bien o para mal, mi verdadera vida en la ciudad comenzó
en aquel momento. Todo lo demás había sido un prólogo, una ascensión a paso
tambaleante, de días y noches, de pensamientos que ya no recuerdo. Si no fuera
por ese momento absurdo en la calle, la historia que te estoy contando hubiese
sido otra; teniendo en cuenta el estado en que yo estaba entonces, dudo de que
hubiese habido algo que contar.
Quedamos tendidas
a un lado del camino, aún cogidas la una a la otra. Cuando el último de los
corredores desapareció detrás de la esquina, Isabel pareció empezar a
comprender lo que le había pasado. Se incorporó, miró a su alrededor, me miró
a mí, y luego, lentamente, comenzó a llorar. Para ella fue un momento de
terrible lucidez. No porque hubiese estado tan cerca de la muerte, sino porque
no se había dado cuenta de dónde estaba. Sentí lástima por ella, aunque también
un poco de miedo. ¿Quién era esta mujer delgada y temblorosa, de cara larga y
ojos hundidos? y ¿qué hacía yo tirada a su lado en la calle? Daba la impresión
de estar un poco loca y, una vez que recuperé el aliento, mi primer impulso fue
alejarme de allí.
—Mi pequeña niña
—dijo ella, intentando coger mi cara— mi querida, dulce niña pequeña, te has
cortado. Te arrojas a salvar a una vieja y eres tú la que resulta herida.
¿Sabes por qué te sucede eso? Es porque traigo mala suerte; todos lo saben,
aunque nadie tiene el coraje de decírmelo. Pero yo lo sé, lo sé todo, aunque
nadie me lo diga.
En la caída, yo
me había hecho un rasguño con una piedra y me salía sangre de la sien
izquierda; pero no era nada serio, nada de qué preocuparse. Estaba a punto de
decirle adiós y seguir mi camino cuando sentí un poco de remordimiento por
dejarla ahí.
«Tal vez debería
acompañarla a casa —pensé—, para asegurarme de que no le pase nada más.»
La ayudé a
levantarse y fui a buscar su carro que estaba en medio de la calle.
—Ferdinand se
pondrá furioso conmigo —dijo ella—. Éste es el tercer día consecutivo que
vuelvo a casa con las manos vacías. Unos días más así y será nuestro fin.
—Creo que de
todos modos debe irse a casa —dije yo—. Al menos por un rato; ahora no está en
condiciones de empujar ese carro.
—Pero Ferdinand
se pondrá como loco cuando vea que no llevo nada.
—No se preocupe
—dije yo—. Le explicaré lo que ha sucedido.
Por supuesto, yo
no tenía idea de lo que decía, pero algo se había apoderado de mí y no podía
controlarlo, una súbita sensación de piedad, una necesidad estúpida de hacerme
cargo de esta mujer. Quizás sean ciertas las antiguas historias acerca de
salvarle la vida a alguien; dicen que cuando ocurre, esa persona se convierte
en tu responsabilidad y, te guste o no, pertenecéis el uno al otro para
siempre.
Tardamos casi
tres horas en llegar a su casa; en circunstancias normales, hubiéramos
demorado la mitad, pero Isabel se movía tan lentamente, caminaba con pasos tan
inseguros, que cuando llegamos allí, el sol ya se estaba poniendo. No llevaba
cordón umbilical (dijo que lo había perdido unos días antes) y, cada tanto, el
carro se escapaba de sus manos y bajaba a los tumbos por la calle. Hubo un
momento en que casi lo roban, así que decidí sujetar su carro con una mano y
el mío con la otra, lo cual hizo que avanzáramos aún más lentamente. Caminábamos
alrededor de los límites de la sexta zona censada, eludiendo las montañas de
ruinas de la avenida Memory y atravesando el sector de oficinas de la calle
Pyramid, donde la policía tiene ahora sus cuarteles. Isabel me habló un poco de
su vida, de aquella forma vaga e inconexa que la caracterizaba. Su marido había
sido pintor de carteles comerciales, según dijo, pero con tantos negocios que
cerraban o no cubrían gastos, Ferdinand llevaba varios años sin trabajar. Durante
un tiempo había bebido mucho; robaba dinero del monedero de Isabel por las
noches o vagaba por los alrededores de la destilería en la cuarta zona
censada, pidiendo limosna a los obreros a cambio de bailar para ellos o
contarles chistes. Pero un día, un grupo de hombres le pegó una paliza y ya no
quiso salir nunca más. Ahora se negaba a hacer nada, sentado, día tras día, en
su pequeño apartamento, rara vez decía algo y no demostraba ningún interés en
su supervivencia. Dejaba todas las cuestiones prácticas en manos de Isabel y lo
único que le importaba era su afición: hacer barcos en miniatura y meterlos
dentro de botellas.
—Son tan hermosos —decía Isabel— que casi te dan
ganas de perdonarle su forma de ser. ¡Qué barcos tan hermosos, tan perfectos y
diminutos! Te dan ganas de encogerte hasta el tamaño de un alfiler para
subirte a bordo y alejarte navegando...
»Ferdinand es un
artista —continuaba ella—, incluso en los viejos tiempos era malhumorado, un
tipo de hombre impredecible; un momento contento, luego deprimido, siempre
había algo que lo ponía de un humor o de otro. Pero, ¡tendrías que haber visto
los carteles que pintaba! Todos querían que Ferdinand pintara para ellos e
hizo trabajos para todo tipo de tiendas: droguerías, tiendas de comestibles,
joyerías, tabernas, librerías, de todo. En esa época tenía su propio taller en
pleno centro comercial, en la zona de almacenes, un sitio precioso. Pero ahora
todo eso ha desaparecido, las sierras, los pinceles, los cubos de pinturas, el
olor a serrín y barniz. Todo se derrumbó durante la segunda depuración en la
octava zona censada y ése fue el final.
Yo no entendía
ni la mitad de las cosas que decía Isabel. Pero, leyendo entre líneas e
intentando rellenar los espacios en blanco por mí misma, comprendí que había
tenido tres o cuatro hijos, todos los cuales o habían muerto o se habían ido de
casa. Después de que Ferdinand perdiera su trabajo, Isabel se había convertido
en trapera. Era de esperar que una mujer de su edad se dedicara a la recogida
de basura, pero por extraño que parezca, ella escogió la búsqueda de objetos.
A mí me parecía la peor elección que podía haber hecho; no era rápida, no era
lista ni tenía nervio. Sí, ella lo reconocía, sabía todo eso; pero compensaba
sus deficiencias con algunas otras cualidades, un curioso don para saber a
dónde ir, un instinto para olfatear cosas en lugares olvidados, un magnetismo
profundo que, de algún modo, parecía empujarla hacia el sitio adecuado. Ni ella
misma podía explicárselo, pero el caso es que había hecho algunos hallazgos
asombrosos, una bolsa llena de ropa interior de encaje de la que ella y
Ferdinand habían vivido más de un mes, un saxofón en perfecto estado, una caja
entera de flamantes cinturones de cuero (directamente de fábrica, según parece,
a pesar de que el último fabricante de cinturones había quebrado cinco años
antes), y un Viejo Testamento, impreso en papel de arroz, encuadernado en piel
y con cantos dorados. Pero, según ella, aquello había ocurrido hacía mucho
tiempo y en los últimos seis meses le había perdido la mano. Estaba agotada,
demasiado cansada para mantenerse en pie durante mucho tiempo, y su mente se
escapaba constantemente del trabajo. Casi cada día, se encontraba caminando por
una calle que no reconocía, doblando una esquina sin saber de dónde venía,
entrando en un barrio y creyendo que estaba en otro. —Fue un milagro que
estuvieras allí —dijo ella cuando paramos a descansar en un portal—, pero no
fue un accidente. Le recé a Dios durante tanto tiempo, que por fin mandó
alguien a rescatarme. Ya sé que la gente no habla más de Dios, pero yo no puedo
evitarlo; pienso en él todos los días, le rezo cada noche cuando Ferdinand
duerme, le hablo todo el tiempo en mi corazón. Ahora que Ferdinand se niega a
hablar conmigo, Dios es mi único amigo, el único que me escucha. Ya sé que está
muy ocupado y que no tiene tiempo para una vieja como yo pero Dios es un
caballero y me tiene en su lista. Hoy, después de tanto tiempo, me ha hecho una
visita; te envió a ti como muestra de su amor. Tú eres la querida, dulce
criatura que Dios me ha enviado, y ahora yo cuidaré de ti, haré todo lo que
pueda por ti. Basta de dormir en la calle, basta de vagar por las calles de la
mañana a la noche, basta de pesadillas.
Todo esto se ha terminado, te lo prometo; mientras yo viva tendrás un lugar
donde vivir y no me importa lo que diga Ferdinand; desde hoy tendrás un techo
sobre tu cabeza y comida con que alimentarte. Así es como voy a agradecer a
Dios lo que ha hecho por mí; ha respondido a mis plegarias y ahora tú eres mi
querida, dulce criatura, mi amada Anna, que llegó a mí enviada por Dios.
Su casa estaba
en Circus Lane, en medio de una red de pequeñas callejuelas y senderos
mugrientos, en el corazón de la segunda zona censada. Ésta es la zona más
antigua de la ciudad y yo sólo había estado allí una o dos veces; es un área de
escaso rendimiento para los traperos y siempre había temido perderme en sus
calles laberínticas. Casi todas las casas eran de madera, lo cual producía un
efecto muy curioso; en lugar de ladrillos desgastados y escombros de piedras,
con sus pilas desmoronadas y restos polvorientos, aquí todo parecía inclinarse
y hundirse, doblarse sobre su propio peso, penetrar en el suelo retorciéndose
lentamente. Si los demás edificios estaban, en cierto modo, descascarándose a
trozos, éstos se marchitaban, como viejos que hubieran perdido su fuerza,
artríticos que ya no pudieran tenerse en pie. Muchos de los techos se habían
hundido, las ripias se habían pudrido hasta adquirir la textura de esponjas; y
a un lado y otro se veían casas ladeadas en sentido opuesto, precariamente en
pie, como paralelogramos gigantes, tan frágiles, que el roce de un dedo o un
pequeño suspiro podrían derrumbarlas.
Sin embargo, el
edificio donde vivía Isabel era de ladrillos. Había seis pisos con cuatro
pequeños apartamentos en cada uno, una oscura escalera de escalones gastados
y tambaleantes, y pintura descascarillada en las paredes. Hormigas y cucarachas
vagaban libremente por todos lados y el edificio entero olía a comida podrida,
ropa sucia y polvo. Pero la construcción parecía bastante sólida y yo no dudaba
de mi suerte. Ya ves qué rápido cambian las cosas; si antes de venir aquí
alguien me hubiese dicho que acabaría viviendo en este lugar, no lo hubiera
creído. Pero ahora me sentía afortunada, como si se me hubiese otorgado la
mayor de las bendiciones. Después de todo, la miseria y el confort son
términos relativos; sólo tres o cuatro meses después de llegar a la ciudad, me
sentía feliz de aceptar esta nueva casa sin el más mínimo
escrúpulo. Ferdinand no hizo problemas cuando Isabel le avisó que me quedaría a
vivir con ellos. Creo que ella empleó la táctica adecuada: no le pidió permiso
para que me quedara, simplemente le informó que, desde ahora, en casa seríamos
tres en lugar de dos. Como hacía ya mucho tiempo que Ferdinand había dejado
todas las cuestiones prácticas a su esposa, le hubiese resultado difícil
arrogarse autoridad en este asunto, sin admitir de forma tácita que debía
asumir otras responsabilidades. Isabel tampoco metió a Dios en esto, como lo
había hecho conmigo; presentó una
versión objetiva de los hechos, contándole cómo, dónde y cuándo yo la había
salvado, sin fiorituras ni comentarios. Ferdinand la escuchó en silencio,
simulando no prestar atención, echándome una mirada furtiva cada tanto, pero
sobre todo, mirando fijamente a través de la ventana, actuando como si nada de esto le
concerniera. Cuando Isabel acabó de hablar, él se quedó pensativo un momento y
se encogió de hombros; me miró a la cara por primera vez y dijo:
—No debiste
tomarte tantas molestias; esta vieja bolsa de huesos estaría mejor muerta.
Luego, sin darme
tiempo para contestarle, se fue a un rincón y siguió trabajando en su barco
diminuto.
Ferdinand no se
comportó tan mal como yo esperaba, al menos al principio. No colaboraba en
nada, claro, pero tampoco actuaba con malicia; tenía breves y furiosos
estallidos de malhumor; pero casi siempre estaba callado, se negaba a hablar,
rumiaba en su rincón como un animal extraño y malicioso. Ferdinand era un
hombre feo y no había nada en él que te hiciera olvidar su fealdad, ni encanto,
ni generosidad, ningún don rescatable. Era esquelético, jorobado, medio pelado
y tenía una nariz larga y torcida; el poco pelo que le quedaba era crespo y se
levantaba desaliñado a cada lado, y su piel tenía la palidez de un enfermo, un
blanco espectral, que se hacía más evidente por el vello oscuro de sus brazos,
piernas y pecho. Siempre sin afeitar, vestido con harapos y descalzo, parecía
la típica caricatura de un vagabundo; era como si su obsesión por los barcos le
llevara a interpretar el papel de un hombre abandonado en una isla desierta. O
tal vez fuera al contrario y, sintiéndose desamparado, hubiera comenzado a
construir barcos como señal de desesperación, como un ruego secreto para que lo
rescataran, aunque no esperara que alguien respondiera a su llamada. Ferdinand
no iba a salir de allí nunca más, y él lo sabía. Un día que estaba de un humor
aceptable, me confesó que no había puesto un pie fuera del apartamento en más
de cuatro años.
—Todo es muerte
allí fuera —me dijo, señalando la ventana—. En esas aguas hay tiburones y
ballenas que pueden tragarte entero. Aferrarse a la orilla, ése es mi consejo,
aferrarse a la orilla y hacer todas las señales de humo que uno pueda.
Sin embargo,
Isabel no había exagerado el talento de Ferdinand; sus barcos eran
extraordinarias pequeñas obras de ingeniería, de un diseño ingenioso y
construidas con asombrosa destreza; mientras estuviera bien provisto de
materia prima —restos de madera y papel, cola, hilo y una botella de tanto en
tanto— se quedaba tan absorto en su trabajo que no ocasionaba ningún problema
en casa. Yo aprendí que la mejor manera de llevarse bien con él era hacer como
si él no estuviera allí. Al principio, hice todo lo posible para demostrar mis
buenas intenciones; pero Ferdinand era demasiado cerrado, estaba tan
disgustado consigo mismo y con el mundo que mis esfuerzos no sirvieron de
nada. Las palabras amables no significaban nada para él y, la mayoría de las
veces, las interpretaba como amenazas. Una vez, por ejemplo, cometí el error
de alabar sus barcos en voz alta, diciendo que si alguna vez se decidía a
venderlos, le darían mucho dinero. Ferdinand se enfureció, saltó de su silla y
comenzó a pasearse por la habitación, blandiendo su cortaplumas frente a mí.
—¡Vender mi
flota! —gritó—. ¿Estás loca? Antes tendrías que matarme. ¡Nunca me separaré de
ninguno de mis barcos! Esto es un motín, eso es lo que es. ¡Una insurrección!
¡Si dices una sola palabra más, te condenaré a muerte!
Su otra pasión
consistía en capturar los ratones que vivían en los muros de la casa. Los
escuchábamos por las noches, mordisqueando los míseros residuos que encontraban;
a veces, el ruido era tan fuerte que nos despertaba, pero los ratones eran
listos y no se dejaban capturar fácilmente. Ferdinand construyó una pequeña
trampa con alambre y madera y cada noche la preparaba con diligencia dejando
algo de cebo. La trampa no mataba a los ratones; cuando se acercaban a buscar
la comida, la puerta se cerraba detrás de ellos atrapándolos en la jaula. Esto
ocurría sólo una o dos veces al mes, pero cuando Ferdinand se despertaba y
encontraba un ratón, se volvía loco de alegría; saltaba alrededor de la jaula,
aplaudiendo y soltando ruidosas risotadas nasales. Levantaba el ratón por la
cola y luego lo asaba con esmero sobre las llamas de la estufa. Era un
espectáculo horroroso, el ratón retorciéndose y chillando por conservar la
vida; pero Ferdinand seguía allí, totalmente concentrado en su tarea, mascullando
y parloteando para sí sobre el placer de un buen plato de carne.
—Un banquete
para el desayuno del capitán —anunciaba cuando acababa de asar el ratón.
Entonces, chomp,
chomp, comía babeando con una sonrisa demoníaca, devoraba la alimaña con piel y
todo, escupiendo con cuidado los huesos que luego ponía a secar en la ventana
y utilizaba en la construcción de sus barcos, como postes, mástiles o arpones.
Recuerdo que una vez separó las costillas de un ratón y las utilizó como remos
para una galera; en otra ocasión, usó una cabeza como mascarón de proa de un
barco pirata. Debo admitir que era una obra maestra, a pesar de que me
repugnara mirarla.
Cuando hacía
buen tiempo, Ferdinand ponía su silla frente a la ventana abierta, apoyaba la
almohada contra el alféizar y se sentaba allí horas y horas, encorvado hacia
adelante, con el mentón en las manos, mirando hacia abajo, a la calle. Era
imposible adivinar qué pensaba, ya que no pronunciaba palabra, pero de vez en
cuando, una o dos horas después de que acabara una de estas sesiones, comenzaba
a parlotear con voz enfurecida, profiriendo una sarta de desatinos
beligerantes.
—Muélanlos a
todos —prorrumpía—, muélanlos y desparramen el polvo. ¡Cerdos! ¡Todos y cada
uno de ellos! Tírame al suelo, lobo disfrazado de cordero, nunca me cogerás
aquí. ¡Enfurécete! Aquí estoy a salvo.
Soltaba un
disparate tras otro, como un veneno que se hubiera acumulado en su sangre.
Desvariaba y deliraba de este modo durante quince o veinte minutos y luego, de
repente, sin ninguna señal de advertencia, volvía a sumirse en el silencio,
como si su tormenta interior se calmara súbitamente.
Durante los
meses en que yo viví allí, Ferdinand comenzó a hacer los barcos cada vez más pequeños.
Pasó de las botellas de whisky y cerveza a las de jarabe para la tos y tubos de
ensayo, luego a los pequeños recipientes de perfume, hasta que, al final, acabó
construyendo barcos casi microscópicos. Para mí éste era un trabajo inconcebible,
y sin embargo Ferdinand nunca parecía cansarse; cuanto más pequeño era el
barco, más se encariñaba con él. Una o dos veces me levanté más temprano de lo
habitual y vi a Ferdinand levantando un barquito en el aire, jugando con él
como un niño de seis años, moviéndolo con un silbido, conduciéndolo a través de
un océano imaginario y susurrando en varias voces, como si interpretara los
distintos papeles del juego que había inventado. ¡Pobre, estúpido, Ferdinand!
—Cuanto más
pequeño mejor —me dijo un día, jactándose de sus logros como artista—. Algún
día haré un barco tan pequeño que nadie podrá verlo. Entonces sabrás con quién
estás tratando, pequeña ramera ignorante. ¡Un barco tan pequeño que nadie podrá
verlo! Seré tan famoso, que escribirán un libro sobre mí. Entonces verás,
pequeña e inmunda prostituta. Nunca sabrás lo que te ha tocado en suerte, no
tienes ni idea.
Vivíamos en una
habitación mediana, de unos cuatro metros por seis; había un fregadero, una
pequeña cocina de campaña, una mesa, dos sillas —luego serían tres— y un orinal
en un rincón, separado del resto de la habitación por una sábana fina.
Ferdinand e Isabel dormían separados, cada uno en un rincón, y yo, en un
tercero. No había camas, pero con una manta doblada para acolchar el suelo, no
me encontraba incómoda; en comparación con los meses que había pasado a la
intemperie, estaba muy cómoda. Mi presencia le facilitó las cosas a Isabel y,
durante un tiempo, pareció recuperar un poco sus fuerzas. Antes hacía todo el
trabajo sola —juntaba objetos por las calles, compraba la comida en el mercado
municipal, cocinaba, vaciaba el orinal por las mañanas—, y al menos ahora
tenía alguien con quien compartir las tareas. Las primeras semanas hacíamos
todo juntas. Ahora que ha pasado el tiempo, yo diría que ésos fueron los
mejores días: las dos juntas en la calle antes de la salida del sol, vagando
en la quietud del amanecer por callejuelas desiertas y amplias avenidas. Era
primavera, los últimos días de abril, creo, y el tiempo era increíblemente bueno,
tan bueno que daba la sensación de que nunca más volvería a llover, de que el
frío y el viento habían desaparecido para siempre. Dejábamos un carro en casa,
así que sólo llevábamos uno con nosotras; yo lo empujaba despacio, andando al
ritmo de Isabel, esperando a que ella se orientara, que juzgara las
posibilidades a nuestro alrededor. Todo lo que había contado sobre sí misma era
verdad: tenía un talento extraordinario para este tipo de trabajo y hasta
cuando se encontraba más débil, era mejor que cualquiera de los que yo había
visto trabajar. A veces me parecía un demonio, una bruja consumada que encontraba
las cosas por arte de magia. Siempre le pedía que me explicara cómo lo hacía,
pero ella no decía nada concreto; se detenía, pensaba seriamente durante unos
instantes, y luego hacía algún comentario vago sobre concentrarse en ello o no
perder la esperanza, en términos tan imprecisos que no me servían de nada. Al
final, todo lo que aprendí de ella lo aprendí mirándola, no escuchándola, lo
absorbí por una especie de osmosis, del mismo modo en que se aprende un nuevo
idioma. Salíamos sin destino, vagando casi sin rumbo, hasta que Isabel tenía
una premonición sobre dónde mirar; entonces, yo iba corriendo hacia aquel
lugar, mientras ella se quedaba cuidando el carro. Teniendo en cuenta la
escasez que había en aquella época, nuestras ganancias eran bastante
aceptables, al menos conseguíamos lo suficiente para mantenernos, y no había
duda de que juntas hacíamos un buen trabajo. Sin embargo, cuando estábamos en
la calle, no hablábamos mucho; Isabel me advirtió en varias ocasiones del
peligro de hacerlo.
—Nunca pienses
en nada —me decía—. Simplemente fúndete con la calle y haz de cuenta que tu
cuerpo no existe; sin pensar, sin alegrías ni tristezas, completamente vacía
por dentro, concentrándote sólo en el próximo paso que vas a dar.
De todos los
consejos que me dio, éste fue el único que pude comprender.
A pesar de mi
ayuda y de que cada día se ahorraba varios kilómetros de caminata, a Isabel
comenzaban a fallarle las fuerzas. Poco a poco, empezó a resultarle más
difícil salir a la calle, pasar largas horas de pie, y una mañana,
inevitablemente, los dolores en las piernas se hicieron tan fuertes que ya no
pudo volver a levantase y tuve que salir sin ella. A partir de aquel día, hice
todo el trabajo yo sola.
Éstos son los
hechos, te los estoy contando uno a uno. Yo me ocupé de las tareas cotidianas
de la casa; quedé a cargo, pasé a hacerlo todo. Estoy segura de que te dará
risa; recordarás cómo eran las cosas en casa: la cocinera, la criada, la ropa
limpia doblada y colocada en los cajones de mi cómoda cada viernes. Nunca tuve
que mover un dedo, tenía el mundo entero a mis pies y jamás le di ninguna
importancia; lecciones de piano, clases de arte, veranos en el campo junto al
lago, viajes al extranjero con mis amigos. Ahora me había convertido en una
esclava, el único sostén de dos personas que ni siquiera hubiese conocido si
mi vida hubiese seguido igual. Isabel, con su maniática pureza y su bondad;
Ferdinand, a la deriva con sus accesos de cólera groseros y dementes. Era todo
tan extraño, tan inverosímil. Pero lo cierto es que Isabel había salvado mi
vida igual que yo la suya y nunca se me ocurrió dejar de hacer todo lo posible
por ella. Dejé de ser la niña abandonada que habían recogido de la calle y me
convertí en lo único que los separaba de la ruina total; sin mí no hubiesen
sobrevivido más de diez días. No pretendo jactarme de lo que hice, pero por
primera vez en mi vida alguien dependía de mí, y yo no los abandoné.
Al principio,
Isabel insistía en que estaba bien, que no le pasaba nada que unos pocos días
de reposo no pudieran curar.
—Estaré de nuevo
en pie antes de lo que piensas —me decía cada mañana antes de que me fuera—, es
un problema pasajero.
Pero esta
ilusión se vino abajo pronto; pasaron semanas y semanas y su situación no
cambió. A mediados de la primavera, resultaba evidente para ambas que ya no iba
a mejorar. El golpe más duro fue cuando tuve que vender su carro y su licencia
de trapera a un comerciante del mercado negro, en la segunda zona censada; fue
como admitir por fin su enfermedad, pero no podíamos hacer otra cosa. El carro
quedaba arrumbado en casa día tras día, sin dejar provecho, y nosotros
necesitábamos el dinero con urgencia. La verdad es que fue la misma Isabel la
que sugirió que lo hiciera, pero eso no quita que fuera muy duro para ella.
Después de
aquello, nuestra relación cambió bastante; ya no éramos socias igualitarias y
como se sentía tan culpable por cargarme con tanto trabajo extra, se volvió
muy sobreprotectora, casi rozando la histeria en lo tocante a mi seguridad.
Poco tiempo después de que empezara a trabajar sola, se puso en campaña para
cambiar mi apariencia. Decía que yo era demasiado bonita como para andar sola
por las calles y que había que hacer algo al respecto.
—No puedo
soportar verte salir así cada mañana —decía—. A las chicas jóvenes les están
pasando cosas terribles todo el tiempo, cosas tan terribles que no me atrevo ni
a mencionarlas. Ay, Anna, mi querida pequeña, si ahora te perdiera, nunca me lo
perdonaría, moriría en el acto. Ya no hay lugar para la vanidad, ángel mío,
tienes que olvidarte de ella.
Isabel hablaba
con tal convicción, que acababa llorando, y yo comprendí que era mejor
seguirle la corriente que discutirle. A decir verdad, yo me sentía muy molesta;
pero ya había presenciado algunas de esas cosas de las que ella no se atrevía a
hablar, y no tenía muchos argumentos para contradecirla. Mi pelo fue lo primero
en desaparecer y para mí fue horrible; tuve que contenerme para no romper a
llorar y la presencia de Isabel sólo empeoraba las cosas; daba tijeretazos,
aconsejándome que fuera valiente, mientras ella misma temblaba, a punto de
expresar con sollozos una oculta tristeza maternal. Por supuesto, Ferdinand
también estaba allí, sentado en su rincón con los brazos cruzados, mirando la
escena con cruel insensibilidad. Mientras mi pelo caía al suelo, él se reía y
me decía que empezaba a parecerme a un marimacho y si no resultaba gracioso que
Isabel me hiciera esto, ahora que su coño se había secado como un trozo de
madera.
—No le escuches,
ángel mío —Isabel me repetía una y otra vez al oído—, no prestes atención a lo
que dice ese ogro.
Pero era difícil
no escucharlo, difícil no sentirme afectada por su risa maliciosa. Cuando por
fin acabó, Isabel me acercó un espejo y me dijo que me mirara. Al principio me
asusté; estaba tan fea que me costaba reconocerme, era como si me hubiese
convertido en otra persona.
—¿Qué me ha
pasado? —pensé—. ¿Dónde estoy?
Entonces, en ese
preciso instante, Ferdinand comenzó a reírse de nuevo, dándose una verdadera
panzada, con maldad; aquello, para mí, fue el colmo. Le arrojé el espejo a
través de la habitación y casi le pegué en la cara; pasó por encima de su hombro,
se estrelló contra la pared y cayó al suelo hecho añicos. Ferdinand quedó
boquiabierto un momento, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer;
luego se volvió hacia Isabel, temblando de furia.
—¿Has visto eso?
—dijo—, ha intentado matarme. ¡Esta maldita puta ha intentado matarme!
Pero Isabel no
estaba dispuesta a darle la razón y, minutos más tarde, Ferdinand se calló.
Después de aquello no volvió a decir una sola palabra sobre el asunto, nunca
volvió a hablar de mi pelo.
Finalmente, me
acostumbré, era la idea en sí lo que me había atormentado, pero cuando por fin
lo hicimos, no me parecía que quedara tan mal. Después de todo, Isabel no
estaba intentando hacerme pasar por un chico —nada de disfraces ni bigotes
falsos—, sino de disimular mis atributos femeninos, mis protuberancias, como
decía ella. En realidad, nunca fui nada masculina, y no hubiese podido simular
que era un chico. Recordarás mis lápices de labios, mis pendientes
extravagantes, mis faldas estrechas y cortas; siempre me gustó arreglarme y
vestir como una vampiresa, incluso cuando era pequeña. Lo que Isabel pretendía
era que llamara lo menos posible la atención, que las cabezas no se giraran a
mi paso; por eso, después de cortarme el pelo, me dio una gorra, una chaqueta
amplia, unos pantalones de felpa y un par de zapatos bastante aceptables que
se había comprado poco tiempo antes. Los zapatos eran una talla más grande que
la mía, pero con un par de calcetines extra eliminé el riesgo de hacerme
ampollas. Envuelta en este atuendo, los pechos y las caderas estaban bien
escondidos, lo cual dejaba muy poco estímulo para la lujuria. Se hubiese
necesitado una gran imaginación para adivinar lo que había debajo, y si de
algo carecemos en la ciudad, es de imaginación.
Así vivía; salía
temprano por la mañana, pasaba el día en la calle y volvía a casa por la noche.
Estaba demasiado ocupada para pensar, demasiado agotada para hacer planes
sobre el futuro; cuando llegaba la noche, todo lo que quería era tirarme a
dormir en mi rincón. Por desgracia, el incidente del espejo había provocado un
cambio en Ferdinand y entre ambos creció una tensión prácticamente
insoportable. A todo esto se sumaba el hecho de que ahora tenía que pasar el
día en casa con Isabel, lo cual lo privaba de libertad y soledad. Yo me
convertí en el blanco de su atención siempre que estaba en casa, y no me
refiero sólo a sus rezongos ni a sus constantes ironías sobre el dinero que
ganaba o lo que traía a casa para comer. No, todo eso era de esperar; el
problema era más grave, más desolador por el resentimiento que se escondía
detrás de todo aquello. Yo había pasado a ser el único desahogo de Ferdinand,
su única vía de escape ante Isabel; y como me despreciaba, como mi sola
presencia era un tormento para él, hacía todo lo posible para dificultarme las
cosas. Literalmente, saboteaba mi vida, molestándome a la menor oportunidad,
abrumándome con miles de pequeños ataques de los que no podía defenderme.
Antes yo tenía una cierta idea de cómo iban a acabar las cosas, pero no estaba
preparada para algo así y no sabía cómo defenderme.
Tú lo sabes todo
sobre mí; sabes lo que mi cuerpo necesita y lo que no, qué tormentas y
apetitos se agolpan en su interior. Estas cosas no desaparecen, ni siquiera en
un sitio como éste. Por supuesto, aquí tienes menos oportunidades de ceder a
esos pensamientos, cuando deambulas por las calles debes mofarte de tus más
íntimos deseos, alejar tu mente de cualquier digresión erótica; pero aun así,
hay momentos de soledad; por la noche en la cama, por ejemplo, con toda la
oscuridad a tu alrededor, resulta imposible no imaginarse a una misma en
ciertas situaciones. No puedo negar que me sentía muy sola en mi rincón; a
veces me parecía que todo esto me iba a volver loca, sentía un horrible dolor
clamando en mi interior, y sabía que si no hacía algo, no se acabaría. Dios
sabe cuánto intenté controlarme; pero hubo ocasiones en que no pude aguantar
más, momentos en que pensé que mi corazón iba a estallar. Cerraba los ojos e
intentaba dormirme; pero mi mente estaba tan confusa, proyectando imágenes del
día, provocándome con un infierno de calles y cuerpos y aumentando el caos con
los insultos de Ferdinand todavía frescos, que no podía dormir. Lo único que me
ayudaba un poco era masturbarme. Perdona que sea tan directa, pero no tendría
sentido que usara eufemismos; es una solución bastante común para todos
nosotros y bajo aquellas circunstancias, no tenía otra elección. Casi sin darme
cuenta, comenzaba a tocar mi cuerpo, imaginando que mis manos eran las de
otro, rozando levemente las palmas sobre mi estómago, acariciando el interior
de mis muslos, incluso a veces me cogía las nalgas y hundía mis dedos en
ellas, como si yo fuera dos personas a la vez, una en los brazos de la otra.
Sabía que esto no era más que un triste juego, pero a pesar de todo, mi cuerpo
respondía a estos trucos y, por fin, sentía que un cieno húmedo se acumulaba
allí abajo. El dedo medio de mi mano derecha hacía el resto y, cuando acababa,
la languidez se apoderaba de mis huesos, me pesaban los párpados y por fin me
quedaba dormida.
Todo muy bien,
tal vez; pero el problema es que en ese recinto tan estrecho era peligroso
hacer el más mínimo ruido y es posible que alguna vez haya dejado escapar un
susurro o un suspiro en el momento crucial. Lo digo porque pronto me enteré de
que Ferdinand me había estado escuchando y no demoró mucho en imaginarse lo
que hacía. Poco a poco, sus insultos se volvieron de un tono más sexual, un
cúmulo de insinuaciones y desagradables sarcasmos; a veces me llamaba «pequeña
prostituta obscena», y otras, decía que un hombre jamás tocaría a una bestia
frígida como yo; un insulto contradecía al otro, me atacaba desde todos los
ángulos, nunca se cansaba. Era un asunto sórdido por completo, y yo sabía que
iba a terminar mal para todos nosotros. Una semilla había caído en la mente de
Ferdinand y no había forma de sacarla; él estaba armándose de valor,
preparándose para la acción y cada día que pasaba yo lo notaba más osado, más
decidido para llevar adelante su plan. Yo ya había tenido aquella desagradable
experiencia con el hombre de las ruinas, en Muldoon Boulevard, pero aquello
había ocurrido fuera y había podido escapar. Esto era muy distinto, el
apartamento era demasiado pequeño y si algo me ocurría allí, estaría
acorralada. No se me ocurría qué hacer, aparte de no volver a quedarme
dormida.
Era verano, he
olvidado qué mes. Recuerdo el calor, los días largos, la sangre hirviéndome en
las venas y las noches asfixiantes. Aún después de que el sol se pusiera, el
aire caliente seguía allí, pesado, con sus olores irrespirables. Fue una de
aquellas noches cuando Ferdinand pasó a la acción; avanzó lentamente a gatas,
acercándose a mi cama con torpe disimulo. Por alguna razón que aún hoy no llego
a comprender, todo mi temor desapareció en el mismo momento en que me tocó. Yo
estaba echada en la oscuridad, simulando dormir, sin saber si debía intentar
resistirme o simplemente gritar con todas mis fuerzas. Pero, de repente, me di
cuenta de que no debía hacer ninguna de las dos cosas. Ferdinand puso una mano
sobre mi pecho y dejó escapar una risita tonta, uno de esos viles sonidos de
complacencia que sólo pueden provenir de alguien que está muerto; y en ese
momento supe lo que iba a hacer. Tuve la sensación, que nunca antes había
experimentado, de saberlo muy a conciencia. No me resistí, no grité; no
reaccioné con ninguna parte de mi cuerpo que pudiera sentir como propia. Ya
nada parecía importarme; yo misma ya no significaba nada; tenía una certeza en
mi interior que negaba todo lo demás. En el mismo instante en que Ferdinand me
tocó, supe que iba a matarlo; y esta seguridad era tan grande, tan poderosa,
que me sentí tentada a detenerlo y decírselo, sólo para que supiera lo que
pensaba de él y por qué merecía morir.
Acercó aún más
su cuerpo al mío, estirándose sobre el borde del camastro, y comenzó a frotar
su cara en mi cuello, murmurando que siempre había estado en lo cierto, que iba
a follarme y que yo iba a amar cada segundo de aquello. Su aliento olía a la
carne seca y a los nabos que habíamos comido, y ambos teníamos el cuerpo
cubierto de sudor. El aire de la habitación era sofocante, incluso sin moverse;
y cada vez que él me tocaba yo sentía el sudor salado deslizándose sobre mi
piel. No hice nada para detenerlo,
simplemente me quedé ahí quieta e indiferente, sin decir palabra. Después de
un rato, comenzó a perder el
control, yo lo advertí, sentía cómo buscaba afanosamente mi cuerpo; y entonces,
cuando comenzó a subírseme encima, le rodeé el cuello con las manos. Al
principio lo hice suavemente, como si al fin hubiese sucumbido a sus encantos,
sus irresistibles encantos, y por eso no sospechó nada. Luego comencé a apretar
y una pequeña arcada surgió de su garganta. En el preciso instante en que
comencé a apretar, sentí una enorme felicidad, una descarga, una sensación
incontrolable de éxtasis. Era como si hubiese cruzado un umbral en mi interior
y de repente el mundo se convirtiera en un lugar distinto, un sitio de
maravillosa sencillez. Cerré los ojos y comencé a sentir como si volara por el
espacio, deslizándome a través de una enorme noche oscura y estrellada.
Mientras apretara la garganta de Ferdinand, seguiría siendo libre, estaría más
allá de las fuerzas de la tierra, más allá de la noche, más allá de mis propios
pensamientos.
Luego ocurrió lo
más extraño de todo, justo cuando me di cuenta de que con unos minutos más de
presión acabaría con él, lo solté. No fue por debilidad ni por pena, la tensión
alrededor del cuello de Ferdinand era de hierro, y no iba a aflojarla por sus
sacudidas ni por sus pataleos. Ocurrió que de pronto me di cuenta del placer
que sentía, no sé de qué otro modo describirlo, pero justo entonces, echada
boca arriba en aquella sofocante oscuridad, apretando el cuello de Ferdinand
hasta dejar escapar su vida, comprendí que no lo estaba matando en defensa
propia; lo estaba matando por el puro placer de hacerlo. Espantosa conciencia,
espantosa, espantosa conciencia.
Solté el cuello
de Ferdinand y lo empujé con todas mis fuerzas. Sólo sentía asco, rabia y
amargura. En realidad no tenía ninguna importancia que hubiese parado, sólo
había sido una cuestión de segundos; pero ahora sabía que yo no era mejor que
Ferdinand, que no era mejor que nadie.
Un jadeo
tremendo y ruidoso surgió de los pulmones de Ferdinand, un sonido atroz e
inhumano, como el rebuzno de un burro; se retorcía en el suelo, cogiéndose la
garganta, jadeando presa del pánico, inspirando con desesperación,
barboteando, tosiendo, haciendo arcadas como para expulsar todo el drama de su
cuerpo.
—Ahora
comprenderás —le dije—, ya sabes a lo que te expones. La próxima vez que lo
intentes, no seré tan compasiva.
Ni siquiera
esperé a que se recuperara; estaba vivo y eso era suficiente, más que
suficiente. Me vestí de prisa y abandoné el apartamento, bajé las escaleras y
me alejé en la oscuridad. Todo había ocurrido tan rápido; me di cuenta de que,
en total, sólo habían pasado unos pocos minutos. Isabel no se había despertado
en ningún momento, eso era un verdadero milagro. Yo había estado a punto de
matar a su marido e Isabel ni siquiera se había movido en la cama.
Vagué sin rumbo
durante dos o tres horas y luego volví al apartamento. Eran casi las cuatro de
la madrugada y tanto Ferdinand como Isabel dormían en sus respectivos rincones.
Pensé que tendría tiempo hasta las seis, antes de que empezara la locura:
Ferdinand estallando en cólera, agitando los brazos, echando espuma por la
boca, acusándome de un crimen tras otro. No había forma de evitarlo; mi única
duda era cómo reaccionaría Isabel ante aquello.
Tenía la
intuición de que se pondría de mi parte, pero no podía estar segura; uno nunca sabe qué lealtades se
despertarán en los momentos críticos, qué problemas pueden surgir cuando menos
te lo esperas. Intenté prepararme para lo peor, sabiendo que si las cosas no
iban bien, yo volvería a la calle ese mismo día. Isabel se despertó primero,
como ocurría siempre. No era fácil para ella, ya que los dolores de piernas por
lo general eran más fuertes a la mañana, y a menudo pasaban veinte o treinta
minutos hasta que se armaba de valor para ponerse de pie. Aquella mañana los
dolores eran especialmente crueles, y mientras ella intentaba reanimarse, yo
andaba por el apartamento como de costumbre, tratando de actuar como si no
hubiese pasado nada, hirviendo agua, cortando el pan, poniendo la mesa, o sea,
siguiendo la misma rutina de siempre. Casi todas las mañanas, Ferdinand se
quedaba en la cama hasta último momento, rara vez se levantaba antes de oler la
papilla cocinándose en la estufa, y ahora ninguna de las dos le prestaba
atención. Tenía la cara vuelta hacia la pared, y en apariencia, estaba
intentando dormir un poco más de lo habitual. Teniendo en cuenta lo ocurrido la
noche anterior, me parecía bastante lógico y no le concedí ninguna importancia.
Sin embargo, con
el tiempo, su silencio se volvió sorprendente. Isabel y yo habíamos acabado
con los preparativos y estábamos listas para sentarnos a desayunar.
Normalmente, cualquiera de las dos hubiera despertado a Ferdinand, pero esa mañana en
particular, ninguna dijo una sola palabra. Había una extraña sensación de disgusto
en el aire, y después de un rato me di cuenta de que evitábamos el tema a
propósito, que las dos esperábamos que la otra hablara primero. Por supuesto,
yo tenía razones para quedarme callada, pero la conducta de Isabel era
inaudita. En ella se escondía un misterio, un vestigio de porfía y nervios
crispados, como si se hubiese producido un cambio imperceptible en ella. Yo no
sabía qué pensar; tal vez me había equivocado con respecto a lo de la noche
anterior; tal vez estuviera despierta, con los ojos abiertos, presenciando
aquel horrible asunto.
—¿Estás bien,
Isabel? —pregunté.
—Sí, querida;
por supuesto que estoy bien —dijo ofreciéndome una de sus sonrisas tontas y
angelicales.
—¿No crees que
deberíamos despertar a Ferdinand? Ya sabes cómo se pone cuando empezamos sin
él; será mejor que no piense que le estamos quitando parte de su ración.
—Sí, supongo que
sí —dijo ella, dejando escapar un leve suspiro—. Es que estaba disfrutando de
este momento de compañía. Últimamente tenemos tan pocas oportunidades de estar
solas... Hay algo mágico en una casa silenciosa, ¿no crees?
—Sí, Isabel,
pero también creo que es hora de despertar a Ferdinand.
—Si insistes...
Sólo estaba intentando retrasar el momento del reparto. Después de todo, la
vida es tan maravillosa, incluso en épocas como ésta. Es una pena que haya
gente que sólo piense en arruinarla.
No respondí a
sus enigmáticos comentarios; era obvio que pasaba algo y yo empezaba a
sospechar qué. Me acerqué al rincón de Ferdinand, me arrodillé a su lado y puse
una mano sobre su hombro. No sucedió nada. Le sacudí el hombro y, cuando vi
que tampoco así se movía, lo hice girar hasta quedar boca arriba. Durante los
primeros instantes, no vi nada en absoluto; era sólo una sensación, un
apremiante cúmulo de sensaciones que me inundaban.
«Este hombre
está muerto —me dije a mí misma—. Ferdinand está muerto, lo estoy viendo con
mis propios ojos.»
Fue entonces,
después de pronunciar estas palabras mentalmente, cuando advertí realmente el
estado de su rostro: los ojos sobresaltados de las cuencas, la lengua asomada
fuera de la boca y sangre seca coagulada alrededor de la nariz.
«Es imposible
que Ferdinand esté muerto —pensé—. Estaba vivo cuando me fui del apartamento, y
mis manos no pudieron haber hecho esto, de ningún modo.»
Intenté cerrarle
la boca, pero sus mandíbulas ya estaban rígidas y no pude moverlas. Para
lograrlo, hubiese tenido que romperle los huesos de la cara y no tenía fuerza
para ello.
—Isabel
—susurré—, será mejor que vengas.
—¿Algo va mal?
—preguntó.
Su voz no la
delató y yo no estaba muy segura de si sabía o no lo que iba a mostrarle.
—Ven aquí y
míralo tú misma.
Isabel vino
arrastrando los pies a lo largo de la habitación, como se veía obligada a
hacer últimamente, apoyándose en la silla. Cuando llegó al rincón de
Ferdinand, se sentó con esfuerzo en la silla, se detuvo para recobrar el
aliento y luego miró hacia el cadáver. Durante unos momentos, sólo miró fijamente,
completamente indiferente, sin demostrar la más mínima emoción. Luego, lentamente,
sin un gesto ni un ruido, comenzó a llorar —casi
de forma
inconsciente, las lágrimas le brotaban de los ojos y se deslizaban por las
mejillas, del mismo modo en que a veces lloran los niños pequeños—, sin
sollozos ni hipos, sólo agua manando tranquila de dos espitas idénticas.
—No creo que
Ferdinand vuelva a levantarse —dijo todavía mirando el cuerpo.
Era como si no
pudiera mirar hacia otro lado, como si sus ojos fueran a quedarse fijos en
aquel punto para siempre.
—¿Qué crees que
sucedió?
—Sólo Dios lo
sabe, querida. Yo no me atrevería a adivinarlo.
—Debe de haber
muerto mientras dormía.
—Sí, supongo que
eso parece. Debe de haber muerto mientras dormía.
—¿Cómo te sientes,
Isabel?
—No lo sé, es
muy pronto para explicarlo, pero ahora mismo creo que me siento feliz. Sé que
sonará horrible, pero soy muy feliz.
—No es horrible;
mereces un poco de paz, tanto como cualquiera.
—No, querida, es
horrible; pero no puedo evitarlo. Espero que Dios me perdone. Espero que en su
benevolencia no me castigue por lo que siento ahora.
Isabel se pasó
el resto de la mañana atareada con el cadáver de Ferdinand. No quiso dejarme
ayudar y durante varias horas, yo me quedé sentada mirándola. Era inútil vestir
a Ferdinand, por supuesto, pero Isabel no admitiría otra cosa. Quería que se
pareciera al hombre que había conocido hacía muchos años, antes de que la ira y
la auto-compasión acabaran con él.
Lo lavó con agua
y jabón, lo afeitó, le recortó las uñas y lo vistió con el traje azul que usaba
en ocasiones especiales. Durante muchos años había escondido ese traje bajo
una baldosa floja, temiendo que Ferdinand lo encontrara y la obligara a
venderlo. Ahora el traje le quedaba demasiado grande y tuvo que hacer otro
agujero en el cinturón para ajustarle los pantalones a la cintura. Isabel lo
arreglaba con una lentitud increíble, afanándose en cada detalle con una
precisión obsesiva, sin detenerse ni darse prisa. Después de un buen rato, comenzó
a ponerme nerviosa; yo quería que acabara lo antes posible, pero Isabel no
reparaba en mí. Mientras trabajaba, hablaba con Ferdinand sin parar, riñéndole
con voz queda, parloteando como si él pudiera oír cada palabra. Con el rostro
contraído en esa horrible mueca fatal, supongo que no tenía otra opción que
dejarla hablar; era su última oportunidad, después de todo, y él ya no podía
hacer nada para detenerla.
Isabel siguió
así hasta última hora de la mañana, peinando sus cabellos, cepillando su chaqueta,
arreglándolo y volviéndolo a arreglar como si estuviera acicalando a una
muñeca. Cuando por fin acabó, aún teníamos que decidir qué hacer con el
cadáver; yo quería que lo bajáramos por las escaleras y lo dejáramos en la
calle, pero a Isabel le parecía demasiado cruel. Al menos, decía, deberíamos
cargarlo en el carro y llevarlo a uno de los Centros de Transformación en las
afueras de la ciudad. Yo estaba en contra por varios motivos: en primer lugar,
Ferdinand era demasiado grande y empujarlo por las calles podría ser peligroso;
me imaginaba el carro volcando, Ferdinand cayendo fuera de él y los buitres
llevándoselos a ambos. Pero lo más importante era que Isabel no tenía fuerzas
para una salida de este tipo y yo temía que le hiciera daño, un día entero en
pie podía acabar con la poca salud que le quedaba y yo no iba a permitirlo, por
más que ella llorara o rogara para hacerlo.
Finalmente
encontramos una solución que entonces parecía muy razonable, aunque ahora, al
recordarla, me resulta grotesca. Después de muchas dudas e incertidumbre,
decidimos subir a Ferdinand al techo y tirarlo abajo. La idea era hacerlo pasar
por un saltador, ya que de este modo, según Isabel, los vecinos pensarían que
Ferdinand aún era capaz de un acto de valor. Mirarían cómo saltaba desde el
techo y se dirían a sí mismos que aquél era un hombre con el coraje necesario
para resolver las cosas por sí mismo. Era obvio que este pensamiento la entusiasmaba
mucho. Yo sugerí que imagináramos que lo estábamos tirando al agua, tal como hacen
los marineros cuando muere uno de sus compañeros en alta mar. Sí, a Isabel le
encantó la idea; subiríamos al tejado y simularíamos estar en la cubierta de
un barco; el aire sería el agua y el suelo el fondo del océano. Ferdinand
tendría el funeral de un marino y, a partir de entonces, pertenecería al mar.
Este plan era tan apropiado, que acabó con las discusiones; Ferdinand
descansaría en la tumba de David Jones y por fin los tiburones darían cuenta de
él.
Por desgracia,
no era tan fácil como parecía. El apartamento estaba en el último piso del
edificio, pero la única forma de acceso al techo era a través de una escalera
de hierro que conducía a un ventilete, una especie de altillo que se abría
empujando desde el interior. La escalera tenía unos doce escalones y no más de
un par de metros de altura; pero aun así habría que subir a Ferdinand con una
sola mano para mantener el equilibrio con la otra. Isabel no podía ayudar mucho
y yo tendría que hacerlo sola. Intenté empujarlo desde abajo, luego tirar de
él desde arriba, pero no tenía bastante fuerza, era demasiado pesado para mí,
demasiado grande, muy difícil de manejar; y en medio del calor sofocante del
verano, con las gotas de sudor humedeciéndome los ojos, no me explicaba cómo
iba a hacerlo. Comencé a preguntarme si no conseguiríamos un efecto similar
arrastrándolo de nuevo hasta el apartamento y tirándolo por la ventana; no
sería tan dramático, por supuesto, pero dadas las circunstancias parecía una
alternativa factible. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de rendirme,
Isabel tuvo una idea: envolveríamos a Ferdinand en una sábana y ataríamos otra
sábana a la primera, usándola como cuerda para levantar el cuerpo. Esto
tampoco era tarea fácil, pero al menos no tendría que trepar y cargarlo a la
vez. Subí al techo y comencé a levantar a Ferdinand de escalón en escalón; con
Isabel abajo, dirigiendo el bulto y asegurándose de que no se atascara, por fin
logramos subirlo. Entonces me tiré boca abajo y estiré el brazo para ayudar a
Isabel. No quiero recordar sus tambaleos, al borde del desastre, sus
dificultades para agarrarse a mí. Cuando por fin trepó a gatas hasta el
ventilete y se acercó lentamente a mi lado, estábamos las dos tan agotadas que
caímos sobre la superficie de alquitrán, sin poder levantarnos, incapaces de
hacer un solo movimiento. Recuerdo que me quedé echada boca arriba, mirando el
cielo, pensando que iba a salir volando de mi cuerpo, luchando para recuperar
el aliento, sintiéndome asfixiada bajo el sol ferozmente abrasador.
El edificio no
era demasiado alto, pero por primera vez desde mi llegada a la ciudad me
encontraba a tanta altura. Una brisa suave comenzó a agitar las cosas de un
lado a otro. Cuando al fin logré ponerme en pie y miré hacia el mundo
embarullado de allí abajo, me quedé asombrada ante la vista del océano, allí
en las afueras, un haz de luz de color azul grisáceo brillando a lo lejos. Era
muy extraño ver el océano de aquel modo y no puedes imaginarte cuánto me
afectó; por primera vez desde mi llegada tenía pruebas de que la ciudad no lo
era todo, de que algo existía más allá de ella, de que había otros mundos
además de éste. Fue como una revelación, como un soplo de oxígeno en mis
pulmones, y pensar en ello casi me embriagaba. Vi un techo junto a otro, el humo
surgiendo de los crematorios y de las centrales energéticas; escuché una
explosión procedente de una calle cercana; miré a la gente que caminaba abajo,
demasiado pequeña para ser humanos; sentí el viento en mi rostro y olí el hedor
del aire. Todo me parecía extraño, y allí arriba en el techo con Isabel a mi
lado, todavía demasiado agotada para hablar, de repente me sentí muerta, tan
muerta como Ferdinand en su traje azul, tan muerta como la gente que quemaban y
transformaban en humo a las afueras de la ciudad. Tuve una sensación de paz que
no había experimentado en mucho tiempo, me sentía casi feliz, pero de una
manera intangible, como si esa felicidad no tuviera nada que ver conmigo.
Entonces, de repente, comencé a llorar, a llorar de verdad, sollozando con
toda mi alma, con el corazón destrozado, ahogándome, gimiendo como no lo hacía
desde mi niñez. Isabel me abrazó y yo escondí mi cara en su hombro durante un
buen rato, llorando desconsoladamente sin ninguna razón en especial. No sabía
de dónde venían esas lágrimas, pero incluso meses más tarde, no me sentía la
misma. Seguía viviendo y respirando, moviéndome de un sitio a otro; pero no
podía escapar a la idea de que estaba
muerta y de que nada podía volverme a la
vida otra vez.
En algún momento
volvimos a lo nuestro, ya estaba entrada la tarde y el calor había comenzado a
derretir el alquitrán, convirtiéndolo en un almohadillado espeso y pegajoso. El
traje de Ferdinand no había resistido bien el viaje por la escalera, y después
de quitarle la sábana, Isabel se afanó de nuevo en largas preparaciones y
arreglos. Cuando por fin llegó el momento de cargarlo hasta el borde del techo,
Isabel insistió en que lo pusiéramos de pie, de lo contrario, la representación
sería inútil, decía, ya que teníamos que crear la ilusión de que Ferdinand era
un saltador, y los saltadores no se arrastraban, caminaban intrépidos hacia el
abismo con la cabeza alta. No podía refutar su lógica y así nos pasamos los
minutos siguientes con el cuerpo inerte de Ferdinand, empujándolo y tirando de
él hasta que logramos levantarlo. Te puedo asegurar que fue una comedia
horrible; Ferdinand, muerto de pie entre nosotras, tambaleándose como un
gigantesco muñeco de cuerda, el pelo enmarañado por el viento, los pantalones
caídos sobre las caderas y esa expresión de asombro y horror todavía en su
rostro. Mientras lo acercábamos a la orilla del techo sus rodillas se doblaban
y se trababan, y cuando por fin llegamos allí, se le habían salido los dos
zapatos. Ninguna de las dos tenía suficiente valor para acercarse al borde, así
que nunca supimos si en la calle había alguien mirando lo que pasaba. A un
metro del borde aproximadamente, sin atrevernos a seguir más allá, contamos a
la vez para aunar esfuerzos y dimos un fuerte empujón a Ferdinand, tirándonos
enseguida hacia atrás para que el impulso no nos arrastrara con él. Primero su
estómago golpeó el borde, haciéndolo tambalear un poco, y luego cayó al vacío.
Recuerdo que agucé el oído para escuchar el sonido de su cuerpo al caer sobre
el pavimento, pero sólo oí mi propio pulso, el sonido del corazón latiendo en
mi cabeza. Ya no volvimos a ver a Ferdinand; ninguna de las dos bajó a la calle
aquel día, y a la mañana siguiente, cuando salí a trabajar con el carro,
Ferdinand había desaparecido junto con todo lo que llevaba puesto.
Me quedé con
Isabel hasta el final, durante el verano y el otoño, e incluso un poco más,
casi hasta la llegada del invierno, cuando el frío comenzó a arreciar. En
todos esos meses, nunca hablamos de Ferdinand, ni sobre su vida, ni sobre su
muerte. A mí me costaba creer que Isabel hubiese tenido la fuerza o el valor
necesario para matarlo, pero era la única explicación que tenía sentido. Muchas
veces tuve la tentación de preguntarle a Isabel sobre lo ocurrido aquella
noche, pero nunca me atreví a hacerlo, después de todo, era asunto suyo y si
ella no quería hablar del tema, yo no me creía con derecho a preguntar.
Lo cierto es que
ninguna de las dos sentía pena por su ausencia. Un día o dos después de la
ceremonia en el tejado, reuní todas sus posesiones y las vendí —incluyendo sus
barcos en miniatura y un tubo de pegamento medio vacío—, sin que Isabel dijera
una sola palabra. Hubiese podido ser una época de nuevos horizontes para ella,
pero las cosas no salieron tan bien. Su salud continuó deteriorándose y nunca
tuvo la posibilidad de disfrutar de la vida sin Ferdinand; en realidad, después
de aquel día en el techo, nunca volvió a salir del apartamento.
Yo sabía que
Isabel se estaba muriendo, pero no esperaba que sucediera tan pronto. Todo
comenzó cuando no pudo volver a caminar y luego, poco a poco, su debilidad se
fue extendiendo hasta que no sólo no podía mover las piernas, sino nada desde
los brazos hasta la columna, y más tarde, ni siquiera la boca o la garganta. Era
una especie de esclerosis, según me dijo ella misma, que no tenía cura; su
abuela había muerto de la misma enfermedad hacía mucho tiempo e Isabel se
refería a ella simplemente como al «colapso» o la «desintegración». Yo intentaba
que estuviera cómoda, pero aparte de eso, no había nada que hacer.
Lo peor es que
tenía que seguir trabajando, tenía que seguir levantándome temprano y vagar por
las calles en pos de cualquier cosa que pudiera encontrar. Ya no podía
concentrarme y cada vez me resultaba más difícil encontrar objetos de valor.
Me quedaba rezagada, mis pensamientos iban en una dirección y mis pasos en
otra, era incapaz de hacer un movimiento rápido o seguro. Los otros buscadores
de objetos me ganaban de mano una y otra vez; parecían salir de la nada,
arrebatándome las cosas justo en el momento en que iba a cogerlas, así que
tenía que pasar cada vez más tiempo fuera para alcanzar mi cuota, siempre
angustiada por el pensamiento de que debería estar en casa cuidando a Isabel.
Me imaginaba que podría sucederle algo mientras yo no estaba, que moriría sin
tenerme a su lado, y esto era suficiente para deprimirme por completo, para
hacerme olvidar el trabajo que debía hacer. Si no lo hacía, no tendríamos qué
comer. Hacia el final, Isabel ni siquiera podía moverse sola; yo intentaba
acomodarla bien en la cama, pero como ya no tenía ningún control sobre sus
músculos, inevitablemente comenzaba a resbalarse a los pocos minutos. Para
ella, estos cambios de posición eran una verdadera agonía, e incluso el peso
de su propio cuerpo apretado contra el suelo la hacía sentir como si la
estuvieran quemando viva. Pero el dolor sólo era una parte del problema; el debilitamiento
de músculos y huesos finalmente alcanzó la garganta y entonces Isabel comenzó a
perder el habla. Un cuerpo que se desintegra es algo horrible, pero cuando la
voz también desaparece, es como si esa persona ya no estuviera allí. Todo
empezó con una cierta torpeza en la articulación, las palabras se desdibujaban
en los finales, las consonantes se volvían más suaves, menos claras y poco a
poco comenzaban a sonar como vocales. Al principio no presté mucha atención,
había cosas mucho más urgentes de las que ocuparse y entonces aún era posible
entenderle con un pequeño esfuerzo. Pero continuó empeorando hasta que tuve que
esforzarme mucho para comprender lo que quería decir; siempre lo conseguía de
una forma u otra, pero cada vez con mayor dificultad. Una mañana descubrí que
Isabel ya no hablaba, murmuraba y gemía, intentando decirme algo, pero alcanzando
apenas a producir un barboteo incomprensible, un ruido horrible que sonaba
totalmente caótico. La saliva resbalaba por las comisuras de su boca y aquel
sonido seguía saliendo de ella, como un salmo de inconcebible dolor y
confusión. Aquella mañana, cuando se escuchó a sí misma y vio mi expresión de
desconcierto, Isabel lloró, y creo que nunca sentí tanta pena por alguien, como
entonces por ella. Poco a poco, el mundo entero se había escabullido de sus
manos y ahora ya no le quedaba prácticamente nada.
Pero no era el
fin; durante unos diez días, Isabel aún tuvo fuerzas para escribirme mensajes
con un lápiz. Una tarde fui a un agente de resurrección y compré una libreta
grande de tapa azul; todas las hojas estaban en blanco, lo que la hacía bastante
cara, ya que era muy difícil encontrar libretas buenas en la ciudad. Me
pareció que ésta realmente valía la pena, costara lo que costase. El agente
era un hombre con el cual yo había hecho negocios antes —el señor Gambino, el
jorobado de China Street— y recuerdo que regateamos con uñas y dientes,
durante casi media hora. No pude conseguir que bajara el precio de la libreta,
pero al final agregó seis lápices y un pequeño sacapuntas de plástico sin
costo adicional.
Por extraño que
parezca, ahora estoy escribiendo en esa misma libreta azul. Isabel no pudo
aprovecharla mucho, no más de cinco o seis páginas, y cuando murió, no me
atreví a tirarla. La llevé conmigo en mis viajes y desde entonces me acompaña
allí donde voy, la libreta azul, los seis lápices amarillos y el sacapuntas
verde. Si no fuera porque el otro día encontré estas cosas en mi bolso, no creo
que hubiese comenzado a escribirte; pero allí estaba la libreta con todas esas
páginas en blanco y sentí la imperiosa necesidad de coger uno de los lápices y
comenzar esta carta. Ahora lo que realmente quiero es tener la oportunidad de
expresarme, de escribirlo todo en estas páginas antes de que sea demasiado
tarde. Tiemblo al pensar qué estrechamente ligadas están las cosas; si Isabel
no hubiera perdido la voz, ninguna de estas palabras existiría; porque ella se
quedó sin palabras, estas otras palabras brotan de mí. Quiero que lo
recuerdes, si no fuera por Isabel, ahora no habría nada, yo nunca hubiese comenzado.
Al final, la
mató lo mismo que le había quitado la voz; su garganta dejó de funcionar por
completo y ya no pudo tragar nada más. A partir de entonces no sólo no podía
comer alimentos sólidos, sino que incluso le resultaba imposible beber agua.
Todo lo que yo podía hacer era humedecer sus labios para evitar que se le
secara la boca, pero ambas sabíamos que ya era sólo cuestión de tiempo, que
estaba literalmente muriéndose de hambre, desahuciada por falta de alimentos.
Es increíble, pero una vez me pareció que Isabel me sonreía, justo al final,
cuando yo estaba sentada a su lado mojándole los labios. No puedo estar
totalmente segura, sin embargo, porque entonces ella ya estaba muy lejos de
mí, pero me gusta pensar que fue una sonrisa, incluso si Isabel no sabía lo
que hacía. Se había sentido tan culpable por caer enferma, tan avergonzada de
tener que depender de mí para todo... Pero la verdad es que yo la necesitaba a
ella tanto como ella a mí. Entonces, justo después de aquella sonrisa, si es
que fue una sonrisa, Isabel comenzó a ahogarse con su propia saliva. Ya no
podía tragarla, y a pesar de que intenté limpiarle la boca con los dedos,
mucha de esa saliva bajaba por su garganta impidiéndole respirar. Emitió un
sonido horrible, pero tan débil, tan desprovisto de resistencia, que no duró
demasiado.
Ese mismo día,
un poco más tarde, junté unas cuantas cosas del apartamento, las puse en el
carro y las llevé a Progress Avenue en la octava zona censada. No estaba completamente
lúcida —recuerdo que incluso entonces era consciente de ello—, pero eso no me
detuvo. Vendí platos, ropa, sábanas, ollas, cacerolas, sabe Dios cuántas cosas
más, todo lo que cayó en mis manos. Sentí alivio al deshacerme de todo, y en
cierto modo reemplacé así las lágrimas. No pude volver a llorar, ya ves, nunca más
desde aquel día en el techo, y después de la muerte de Isabel, sentí ganas de
destrozarlo todo, de poner la casa patas arriba. Cogí el dinero y me fui hasta
Ozone Prospect, al otro lado de la ciudad, donde compré el vestido más hermoso
que encontré. Era blanco, con puntillas en el cuello y en las mangas y con una
banda de raso en la cintura. Creo que Isabel se hubiera sentido feliz de
llevarlo. A partir de entonces, los recuerdos se me confunden. Estaba agotada,
como comprenderás, y tenía una nebulosa en la mente que me hacía sentir ajena a
mí misma, entrando y saliendo del estado consciente, incluso cuando estaba
despierta. Recuerdo que levanté a Isabel en mis brazos y que temblé al advertir
qué ligera se había vuelto; era como levantar a un niño, con aquellos huesos
livianos y ese cuerpo frágil y dúctil. Luego salí a la calle y atravesé la
ciudad llevándola en el carro. Estaba asustada y me parecía que, a nuestro
paso, todos miraban el carro con intenciones de atacarme y robarme el vestido
de Isabel. Después, llegué al tercer Centro de Transformación y esperé en la
cola junto a muchos otros hasta que me llegó el turno y uno de los oficiales me
pagó la cuota correspondiente. También él miró el vestido de Isabel con interés
especial y yo adiviné los planes de su pequeño y sórdido cerebro. Le mostré el
dinero que acababa de darme y se lo ofrecí a cambio de la promesa de quemar el
vestido junto con Isabel. Por supuesto aceptó, con un guiño cómplice y vulgar,
pero no tengo forma de saber si cumplió su promesa. Más bien creo que no, lo
cual explica por qué prefiero no pensar en esto para nada.
Cuando dejé el
Centro de Transformación, debo de haber estado vagando por ahí un buen rato,
con la cabeza en las nubes, sin saber dónde estaba. Más tarde me dormí en
algún sitio, probablemente en algún portal, y me desperté sin sentirme mejor,
quizás incluso peor. Pensé en volver al apartamento, pero luego lo deseché
porque aún no me sentía capaz de enfrentarme a aquello. Me horrorizaba la idea
de estar allí sola, de volver a aquella habitación y sentarme sin nada que
hacer. Pensé que tal vez unas cuantas horas más de aire fresco me vendrían
bien. Entonces, cuando me desperté del todo y advertí dónde estaba, descubrí
que ya no tenía el carro. El cordón umbilical aún estaba atado a mi cintura,
pero el carro había desaparecido. Lo busqué de un extremo a otro de la calle,
corriendo frenéticamente de portal en portal, pero fue inútil; o bien me lo
había dejado en el Crematorio, o me lo habían robado mientras dormía, mi mente
estaba tan confundida, que no sabía qué había pasado. Un minuto o dos en que la
atención se dispersa, eso es todo lo que se necesita, un solo segundo que dejas
de estar alerta, y lo pierdes todo, tu trabajo se esfuma de repente. El carro
era lo que más necesitaba para sobrevivir, y lo había perdido. Si me hubiese
cortado el cuello con una hoja de afeitar no me hubiera perjudicado tanto.
Era terrible,
pero lo extraño es que no pareció afectarme. Desde un punto de vista objetivo,
la pérdida del carro significaba un verdadero desastre, pero también me ofrecía
la posibilidad que yo esperaba desde hacía mucho tiempo: abandonar mi trabajo
de trapera. No lo había dejado antes por Isabel, pero ahora que ella ya no
estaba, no podía imaginarme a mí misma, siguiendo con él. Una parte de mi vida
se acababa y ahora tenía la oportunidad
de empezar de
nuevo, de tomar mi vida en mis propias manos y hacer algo con ella.
Sin detenerme
para nada, fui en busca de uno de los falsificadores de documentos en la quinta
zona censada, y le vendí mi licencia de trapera por trece glots. El dinero que
gané aquella mañana me mantendría por al menos dos o tres semanas, pero ahora
que había comenzado, no era mi intención detenerme allí. Volví al apartamento
llena de planes, calculando cuánto dinero más podría conseguir vendiendo los
otros objetos que había en la casa. Trabajé toda la noche, apilando cosas en el
medio de la habitación. Registré los armarios cogiendo hasta el último objeto,
dando vuelta las cajas, vaciando los cajones, y a eso de las cinco de la mañana
encontré un tesoro inesperado en el escondite de Isabel, debajo del suelo: un
cuchillo y un tenedor de plata, la biblia de páginas con rebordes dorados y
una pequeña bolsa con cuarenta y ocho glots en monedas. El día siguiente lo
pasé amontonando las cosas vendibles en una maleta y yendo a ver a distintos
agentes de resurrección a lo largo de la ciudad, vendiendo una tanda de cosas y
volviendo al apartamento para preparar otra. En total, reuní más de
trescientos glots (el cuchillo y el tenedor sumaban casi la tercera parte), y
de repente me encontré con dinero suficiente para vivir cinco o seis meses sin
trabajar. Dadas las circunstancias, era más de lo que podía desear; me sentía
rica, como una verdadera reina.
Sin embargo mi
alegría no duró mucho. Esa noche me fui a la cama agotada después de mis
expediciones de venta, y a la mañana siguiente, menos de una hora después del
amanecer, me despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Es increíble con qué
rapidez uno se da cuenta de lo que ocurre, aunque lo primero que pensé cuando
escuché los golpes fue que ojalá no me mataran. No alcancé a ponerme de pie;
los asaltantes forzaron la puerta y entraron con sus típicas cachiporras y
palos en las manos. Eran tres, y reconocí a los dos más grandes, los hijos de
los Gunderson, que vivían abajo. Las noticias vuelan, pensé. Hacía dos días que
Isabel estaba muerta y los vecinos ya se arrojaban sobre mí.
—Arriba de
prisa, muchachita —dijo uno de ellos—, es hora de irse. Muévete tranquila y sin
discusiones, y no te haremos daño.
¡Era tan
desolador, tan inadmisible!
—Dadme unos
minutos para preparar las maletas —dije, saliendo de entre las mantas.
Hice lo posible
para mantenerme tranquila, para contener mi rabia, sabiendo que cualquier
gesto de violencia de mi parte sólo serviría para que me atacaran.
—Vale —dijo
otro—, te damos tres minutos. Pero sólo un bolso. Pon tus cosas ahí adentro y
esfúmate.
Casi por
milagro, la temperatura había bajado drásticamente la noche anterior y yo me
había acostado vestida. Eso me ahorró la vergüenza de tener que vestirme
delante de ellos, pero además —y esto es lo que me salvó la vida—, tenía los
trescientos glots en los bolsillos de mis pantalones. No soy de las que creen
en la videncia, pero era como si yo hubiese sabido de antemano lo que iba a
ocurrir. Los matones me vigilaban de cerca mientras yo preparaba mi petate,
pero ninguno era lo suficientemente listo para imaginar dónde escondía el
dinero. Me marché de allí tan pronto como pude, bajando los escalones de dos en
dos. Me detuve un momento abajo para recuperar el aliento y abrí la puerta de
un empujón. El aire me golpeó como un martillo. El viento helado hacía un ruido
terrible, el invierno se agolpaba en mis oídos, y a mi alrededor, volaba toda
clase de objetos con un ímpetu feroz, chocándose a troche y moche sobre las
paredes de los edificios, rodando calle abajo, rompiéndose en pedazos como
trozos de hielo. Ya llevaba más de un año en la ciudad y no había sucedido
nada. Tenía algo de dinero en el bolsillo, pero no tenía trabajo ni un lugar
donde vivir. Después de tantas idas y venidas, estaba igual que al principio.
A pesar de lo
que puedas creer, los sucesos no son reversibles. El hecho de que hayas podido
entrar, no significaba que puedas salir; las entradas no se convierten en
salidas, y nadie te garantiza que la puerta por la que entraste hace apenas un
minuto esté aún allí cuando la busques un instante después. Así son las cosas
en la ciudad, cada vez que crees saber la respuesta a una pregunta, descubres
que la pregunta no tiene sentido.
Estuve varias
semanas intentando escapar. Al principio parecía que había varias
posibilidades, una larga lista de sistemas para volver a casa, y como yo tenía
algo de dinero con que contar, no pensé que pudiera resultar muy difícil.
Estaba equivocada, por supuesto, pero me llevó un tiempo llegar a admitirlo. Yo
había venido en el barco de una organización benéfica extranjera y me parecía
lógico suponer que podía regresar en él, así que me fui al puerto, totalmente
dispuesta a sobornar a cualquier oficial para reservar billete. Sin embargo,
no se veía ningún barco, e incluso los pequeños botes de pesca que había visto
hacía un mes habían desaparecido. Por el contrario, la costa entera estaba atestada
de obreros, calculé cientos y cientos de ellos, más hombres de los que era
capaz de contar. Algunos descargaban grava de los camiones, otros llevaban
ladrillos y piedras a la orilla, otros más estaban colocando los cimientos de
lo que parecía ser una enorme pared o fortificación frente al mar. Policías
armados vigilaban a los obreros desde plataformas, y el lugar bullía con
alboroto y confusión, el ruido de las máquinas, la gente corriendo de un lado a
otro, las voces de los capataces dando órdenes. Resultó ser nada menos que el
Proyecto del Muro Marítimo, una iniciativa de la empresa pública que el nuevo
gobierno acababa de poner en marcha. Aquí los gobiernos cambian con bastante
frecuencia y es difícil mantenerse al tanto de los cambios. Ésta era la primera
vez que oía hablar de él, y cuando le pregunté a alguien cuál era el propósito
del muro, me contestó que el de defendernos de una posible guerra. La amenaza
de una invasión extranjera se cernía sobre nosotros, según dijo, y era nuestro
deber como ciudadanos defender la patria. Gracias a los esfuerzos del gran
Fulano de Tal —fuera cual fuese el nombre del nuevo líder—, los materiales de
los edificios derrumbados servirían para nuestra defensa, y el proyecto
ofrecería trabajo a miles de personas.
—¿Cuánto pagan?
—pregunté.
—Nada de dinero
—dijo él—, pero un sitio donde vivir y una comida caliente al día. ¿Le
interesaría apuntarse?
—No, gracias
—contesté yo—. Tengo otras cosas que hacer.
—Bien —dijo él—,
tiene tiempo de sobra para cambiar de idea. El gobierno calcula que la
construcción del muro llevará al menos cincuenta años.
—Muy bien —dije
yo—, pero mientras tanto, ¿cómo hace uno para irse de aquí?
—No —dijo él,
meneando la cabeza—. Eso es imposible. Ya no se permite la entrada de barcos,
y si no entra ninguno, ninguno puede salir.
—¿Y un avión?
—¿Qué es un
avión? —preguntó él, sonriendo con asombro, como si acabara de decir un chiste
que él no comprendía.
—Un avión —dije
yo—, una máquina que vuela por el aire llevando a la gente de un sitio a otro.
—Eso es ridículo
—dijo él, mirándome con recelo—, no existe nada parecido, es imposible.
—¿No lo
recuerda?
—No sé de qué
está hablando y se puede meter en problemas si va por ahí divulgando ese tipo
de necedades. Al gobierno no le gusta que la gente invente historias, es malo
para la moral.
Ya ves a lo que
te expones aquí. No sólo desaparecen las cosas, sino que cuando lo hacen, el
recuerdo de ellas también se desvanece. Surgen zonas oscuras en la mente, y a
menos que uno haga el esfuerzo constante de computar las cosas que ya no
están, acabará perdiéndolas para siempre. Yo no soy más inmune que los demás
ante esta enfermedad y sin duda tengo muchas de estas zonas en blanco. Después
de todo, la memoria no es un acto voluntario, es algo que ocurre a pesar de
uno mismo, y cuando todo cambia permanentemente, es inevitable que la mente
falle, que los recuerdos se escapen. A veces, cuando me sorprendo a mí misma
buscando a tientas una idea que se me escabulle, vuelvo mis pensamientos a los
viejos tiempos en casa, recordando cómo eran las cosas cuando yo era pequeña y
nos íbamos de vacaciones en tren hacia el norte con toda la familia. Mi hermano
mayor, William, siempre me dejaba el asiento de la ventanilla, y yo casi
nunca hablaba con nadie, viajaba con la cara pegada al cristal mirando el
paisaje, escrudiñando el cielo, los árboles y el agua mientras el tren se
apresuraba a través de la espesura. Todo me parecía tan hermoso, tanto más
hermoso que las cosas de la ciudad, que cada año me repetía a mí misma: «Anna,
nunca viste algo tan bonito como esto, intenta recordarlo, intenta memorizar
todas las cosas maravillosas que estás viendo y de este modo siempre estarán
contigo, incluso cuando ya no puedas verlas». Creo que nunca miré el mundo con
tanta atención, como en aquellos viajes en tren hacia el norte. Quería que todo
me perteneciera, que toda la belleza pasara a formar parte de mí misma, y
recuerdo cómo me afanaba en recordarlo, intentando guardarlo para más adelante,
atraparlo para cuando realmente lo necesitara. Pero lo curioso es que nada de
aquello se quedó conmigo, lo he intentado con todas mis fuerzas, pero de un
modo u otro siempre acabo perdiéndolo, y al final todo lo que recuerdo son mis
esfuerzos por recordarlo. Las cosas pasaban demasiado rápido, y cuando lograba
verlas, ya estaban esfumándose de mi mente, reemplazadas por otras que
desaparecían antes de que pudiera verlas. Todo lo que me queda es una neblina,
una resplandeciente y maravillosa neblina; pero los árboles, el cielo y el agua,
todo aquello se ha desvanecido. Nunca estuvo allí, ni siquiera antes de que me
perteneciera.
Disgustarse, por
lo tanto, no sirve de nada. Todo el mundo es propenso al olvido, incluso en
circunstancias más favorables; y en un lugar como éste, con tantas cosas
desapareciendo del mundo material, puedes imaginarte cuántas caen en el olvido
permanentemente. En realidad, el problema no consiste en que la gente olvide
las cosas, sino en que nunca olvida las mismas. Lo que aún existe en la memoria
de una persona, puede haberse perdido definitivamente para otra, y esto crea
dificultades, barreras insuperables para la comprensión. Por ejemplo, ¿cómo
puedes hablar con alguien de aviones, si esa persona no sabe lo que es un
avión? Es un proceso de eliminación lento pero irreversible. Las palabras
suelen durar un poco más que las cosas, pero al final también se desvanecen,
junto con las imágenes que una vez evocaron. Desaparecen categorías enteras de
objetos —macetas, por ejemplo, o filtros de cigarrillos o bandas de goma—, y
por un tiempo uno es capaz de reconocer estas palabras, incluso si no puede
recordar lo que significan. Pero luego, poco a poco, las palabras se convierten
en simples sonidos, un conjunto fortuito de oclusivas y fricativas, un tumulto
de fonemas confusos, que finalmente acaba en una jerga. La palabra «maceta» no
tendrá más sentido que «splandigo». Tu mente la escuchará, pero la registrará
como algo incomprensible, un término de un idioma que no conoces, y como se
agregan más y más de estas palabras de sonido «extranjero», las conversaciones
resultan bastante confusas. De hecho, cada persona habla su propia lengua, y a
medida que disminuyen los conceptos con significado común, se hace más difícil
comunicarse con los demás. Tuve que abandonar la idea de volver a casa. De todo
lo que me había pasado hasta aquel momento, creo que esto fue lo más difícil de
aceptar. Hasta entonces yo me mentía a mí misma creyendo que podía volver
cuando quisiera; pero con la construcción del muro marítimo,
con tanta gente
movilizada para evitar las salidas, esta idea reconfortante se vino abajo.
Primero había muerto Isabel, luego había perdido el apartamento; mi único consuelo
era pensar en casa, y ahora también se me negaba esto. Por primera vez desde mi
llegada a la ciudad, me sentí sumida en el pesimismo.
Pensé en partir
en dirección opuesta; al oeste de la ciudad se levantaba la muralla de Fiddler,
y, en teoría, todo lo que se necesitaba para cruzarla era un permiso de viaje.
Presentía que cualquier cosa sería mejor que la ciudad, incluso lo
desconocido; pero después de ir y venir por varias oficinas del gobierno,
esperando en colas día tras día sólo para que me informaran que tenía que presentar
mi solicitud en otro departamento más, me enteré de que el precio del permiso
de viaje había subido a doscientos glots. Lo descarté enseguida, porque
hubiera significado gastar la mayor parte de mi dinero de una sola vez. Oí
hablar de una organización ilegal que sacaba a la gente de la ciudad por la
décima parte del precio oficial, pero mucha gente pensaba que en realidad era
un truco, una ingeniosa trampa dispuesta por el nuevo gobierno. Decían que la
policía esperaba al final del túnel y apenas uno cruzaba al otro lado, lo
detenían y lo enviaban a uno de los campos de trabajos forzados en las minas
del sur. Yo no tenía forma de saber si este rumor era cierto o no, pero no me
parecía que valiera la pena comprobarlo. Entonces llegó el invierno, y la
cuestión se resolvió por sí misma: cualquier proyecto de viajar tendría que
posponerse hasta la primavera, suponiendo que yo sobreviviera hasta entonces,
y dadas las circunstancias, nada me parecía tan incierto como aquello.
Fue el invierno
más duro que recuerdo, lo llamaban el invierno terrible, e incluso ahora, años
después, se lo recuerda como un suceso fundamental en la historia de la
ciudad, la línea divisoria entre una época y la siguiente. El frío continuó
durante cinco o seis meses. Una vez cada tanto había un breve período de
deshielo, pero estos momentáneos lapsos de calor sólo aumentaban las dificultades.
Nevaba durante una semana —tormentas enormes y cegadoras que sumían a la
ciudad en la blancura—, y después salía el sol calentando brevemente con una intensidad
propia del verano. La nieve se derretía y, a media tarde, las calles acababan
inundadas. Las canaletas de los tejados rebosaban con el agua que caía, y allí
donde miraras, había un frenético chisporroteo de agua y luz, como si
el mundo entero se hubiese convertido en un cristal enorme que se desintegraba.
Entonces, de repente, el cielo se oscurecía, caía la noche y la temperatura
volvía a bajar bajo cero, congelando el agua tan súbitamente que el hielo
formaba figuras fantásticas: protuberancias, ondas y espirales, rizos enteros
cristalizados en una semiondulación, una especie de frenesí geológico en
miniatura. Por la mañana, resultaba casi imposible caminar, la gente se
resbalaba, sus cabezas golpeaban contra el hielo, los cuerpos se desplomaban
inevitablemente sobre las superficies lisas y duras. Luego nevaba otra vez y
todo el ciclo volvía a repetirse. Siguió así durante meses, y cuando por fin
acabó, habían muerto miles y miles de personas. Para aquellos que no tenían
vivienda, la supervivencia era casi imposible, pero incluso los que estaban
bajo techo y bien alimentados sufrieron pérdidas innumerables. Muchos edificios
antiguos se derrumbaron bajo el peso de la nieve, y familias enteras quedaron
sepultadas. El frío volvía loca a la gente y quedarse sentado en un apartamento
con poca calefacción no era mucho mejor que estar afuera. La gente destrozaba
los muebles, quemándolos para obtener un poco de calor, y muchos de estos
fuegos se descontrolaban. Casi todos los días se destruía un edificio, a veces
urbanizaciones o barrios enteros. Cada vez que se producía uno de estos
incendios, una multitud de gente sin hogar se apiñaba a su alrededor durante el
tiempo que tardara en arder el edificio, deleitándose con el calor,
regocijándose con las llamas que subían hacia el cielo. Todos los árboles de la
ciudad fueron cortados y quemados para producir combustible, todos los animales
domésticos desaparecieron, mataron a todos los pájaros. La escasez de comida se
volvió tan grande que hubo que suspender la construcción del muro marítimo
—sólo seis meses después de comenzada—, para que toda la policía disponible
vigilara los envíos de alimentos a los mercados municipales. Aun así, hubo unos
cuantos disturbios por comida que acabaron en más muertos, más heridos, más
desastres. Nadie sabe exactamente cuánta gente murió ese invierno, pero he oído
que se calculaba entre un cuarto y un tercio de la población.
De un modo u
otro mi suerte siguió. A fines de noviembre estuve a punto de caer presa en
unos disturbios por alimentos en Ptolemy Boulevard. Ese día, como siempre, había
una cola interminable, y después de más de dos horas esperando sin avanzar bajo
el frío intenso, tres hombres que estaban delante de mí comenzaron a insultar
a la policía. El guardia sacó su porra y vino directamente hacia nosotros,
dispuesto a golpear al primero que se pusiera en su camino. La consigna era
pegar primero y preguntar después, y yo sabía que no tendría oportunidad de
defenderme. Sin detenerme a pensar, salí de la cola y comencé a correr calle
abajo, tan rápido como era capaz. El guardia, confundido por un momento, dio
dos o tres pasos hacia mí, pero luego paró, seguramente para no desviar su
atención de la multitud. Después de todo, si yo desaparecía de su vista, mucho
mejor para él. Justo cuando llegué a la esquina, escuché cómo la multitud
irrumpía en gritos brutales y hostiles, lo cual me produjo pánico porque sabía
que en pocos minutos toda la zona iba a estar tomada por un nuevo contingente
de policía antidisturbios. Seguí corriendo lo más rápido posible, lanzándome de
una calle a otra, demasiado asustada para mirar atrás. Por fin, después de un
cuarto de hora, me encontré a mí misma frente a un gran edificio de piedra, no
sabía si me perseguían o no, pero justo entonces se abrió una puerta unos
metros más arriba y me arrojé dentro. Un hombre delgado, de tez pálida y gafas,
se encontraba a punto de atravesar el portal, y me miró horrorizado cuando me
crucé en su camino. Había entrado en una especie de oficina, una habitación
pequeña con tres o cuatro mesas y un montón de libros y papeles.
—No puede entrar
aquí —dijo con impaciencia—, ésta es la biblioteca.
—Me da igual que
sea la mansión del gobernador —dije yo, inclinándome para recuperar el
aliento—. Ahora estoy aquí y nadie va a echarme fuera.
—Tendré que
denunciarla —dijo en un tono pomposo y remilgado—. Usted no puede irrumpir de
este modo; ésta es la biblioteca y no se permite la entrada a nadie sin un
pase.
Me sentía
demasiado confundida por su porte de mojigato para saber qué decir. Estaba
agotada, al límite de mi resistencia, y en lugar de intentar discutir con él,
lo empujé al suelo con todas mis fuerzas. Fue una actitud ridícula, pero no
pude contenerme. Al caer al suelo le saltaron las gafas y por un momento sentí
la tentación de romperlas a pisotones.
—Denúncieme si quiere
—le dije—, pero no me iré de aquí hasta que alguien me arrastre fuera.
Entonces, antes
de que pudiera contestarme, me di la vuelta y salí por la puerta situada en el
otro extremo de la habitación.
Entré en una
gran sala, una habitación amplia e impresionante con un alto techo en forma de
cúpula y suelos de mármol. El súbito contraste entre la pequeña oficina y
este espacio enorme resultaba asombroso. Mis pasos producían eco, y era casi
como si pudiera escuchar mi propia respiración resonando contra las paredes. Había
grupos de gente en todos lados, andando de aquí para allá, hablando bajo entre
ellos, obviamente absortos en serias conversaciones. Cuando entré en la sala,
algunas cabezas se giraron hacia mí, pero sólo por reflejo, y un momento después,
se dieron la vuelta. Pasé por al lado de esta gente con toda la discreción y
tranquilidad posibles, mirando hacia el suelo y simulando que sabía adonde iba.
Unos diez o doce metros más allá, encontré unas escaleras y comencé a subir.
Ésta era la
primera vez que estaba en la Biblioteca Nacional. Era un edificio magnífico,
con retratos de gobernadores y generales en las paredes, hileras de columnas de
estilo italiano y hermosas incrustaciones de mármol, uno de los edificios más
distinguidos de la ciudad. Sus mejores días habían quedado atrás, sin embargo,
como ocurría con todo lo demás. Un techo del segundo piso se había derrumbado,
las columnas se ladeaban y agrietaban, había libros y papeles tirados por todas
partes. Seguí topándome con gente que se arremolinaba en grupos —advertí que
casi todos eran hombres—, pero nadie reparó en mí. Al otro lado de los ficheros
de cartón, encontré una puerta tapizada en piel verde que conducía a una
escalera interior. Subí por ella hasta el piso siguiente y llegué a un pasillo
largo, de techo bajo, con muchas puertas a ambos lados. En el pasillo no había
nadie más, y como no se escuchaba ningún sonido detrás de las puertas, supuse
que las habitaciones estarían vacías. Intenté abrir la primera puerta a la
derecha, pero estaba cerrada con llave, me pasó igual con la segunda, y
entonces, cuando menos lo esperaba, la tercera puerta se abrió. Adentro había
cinco o seis hombres sentados alrededor de una mesa de madera, discutiendo
algo en un tono apremiante y ansioso. La habitación estaba desprovista de otros
muebles y no tenía ventanas, la pintura amarillenta se descascarillaba en las
paredes y el agua goteaba desde el techo. Todos los hombres tenían barba,
llevaban trajes oscuros y sombreros. Me sorprendí tanto, que dejé escapar un
suspiro y comencé a cerrar la puerta; pero el más viejo de los hombres se dio
la vuelta y me ofreció una hermosa sonrisa, tan cargada de calidez y cortesía
que me hizo dudar.
—¿Podemos hacer
algo por usted? —preguntó.
Tenía un fuerte
acento extranjero (pronunciaba las ces como eses y sus erres eran guturales)
pero no pude precisar de qué país procedía: «¿Podemos haserg algo porg usted?».
Entonces lo miré a los ojos y me invadió un temblor de reconocimiento.
—Creí que todos
los judíos habían muerto —murmuré.
—Aún quedamos
unos pocos —dijo, sonriéndome de nuevo—. No es fácil deshacerse de nosotros, ya
ves.
—Yo también soy
judía —aseguré ansiosa—. Mi nombre es Anna Blume y he venido aquí desde muy
lejos. He estado en la ciudad durante más de un año buscando a mi hermano.
Supongo que no lo conocerán. Su nombre es William, William Blume.
—No, querida
—dijo, meneando la cabeza—, nunca conocí a tu hermano.
Miró a sus
colegas por encima de la mesa y les hizo la misma pregunta, pero ninguno de
ellos sabía dónde estaba William.
—Ha pasado mucho
tiempo —dije—, y estoy segura de que, a menos que haya logrado escapar, estará
muerto.
—Es muy posible
—dijo el rabino con suavidad—. ¡Han muerto tantos! Es mejor no esperar
milagros.
—Yo ya no creo
en Dios, si es eso a lo que se refiere. Dejé de hacerlo cuando aún era una
niña.
—Es difícil
evitarlo —dijo el rabino—. Si nos atenemos a las evidencias, hay muy buenas
razones para que tantas personas piensen como tú.
—No irá a
decirme que usted sí
cree
en
Dios —dije yo.
—Hablamos con
él, pero si nos escucha o no es otra cuestión.
—Mi amiga Isabel
creía en Dios —continué—. Ella también ha muerto. Yo vendí su biblia al señor
Gambino, el agente de resurrección, por siete glots. Eso estuvo muy mal,
¿verdad?
—No necesariamente.
Después de todo, hay cosas más importantes que los libros. La comida está
primero que la oración.
Sentía algo muy
extraño ante este hombre, pero cuanto más hablaba con él, más me parecía a una
niña. Tal vez me recordara cómo eran las cosas cuando era muy pequeña, en
aquellos tiempos oscuros en que aún creía en lo que me decían mis padres y mis
maestros. No sé bien por qué, pero la verdad es que a su lado me sentía segura
y sabía que podía confiar en él. Casi inconscientemente, busqué en mis bolsillos
y saqué la foto de Samuel Farr.
—También busco a
este hombre —dije—. Su nombre es Samuel Farr, y es muy posible que sepa qué le
ocurrió a mi hermano.
Le pasé la foto
al rabino, y después de estudiarla durante unos minutos, meneó la cabeza y
dijo que no reconocía esa cara. Justo cuando empezaba a sentirme desilusionada,
habló un hombre que estaba en el otro extremo de la mesa. Era el más joven de
todos y tenía una barba rojiza más pequeña y espigada que la de los demás.
—Rabino —dijo
tímidamente—, ¿puedo decir algo?
—No necesitas
permiso, Isaac —dijo el rabino—, puedes decir lo que quieras.
—No es nada
seguro, por supuesto, pero creo que conozco a esa persona —dijo el joven—. Al
menos conozco a alguien con ese nombre.
—Echa una ojeada
a su retrato, entonces —dijo el rabino pasando la fotografía por encima de la
mesa.
Isaac la miró y
la expresión de su cara era tan sombría, tan poco elocuente, que enseguida
perdí la esperanza.
—No se parece
mucho —dijo, por fin—, pero ahora que he tenido la oportunidad de observarla,
creo que no hay dudas de que se trata del mismo hombre.
Su cara pálida
de estudiante se iluminó entonces con una sonrisa.
—He hablado con
él varias veces —continuó—. Es un hombre inteligente, pero demasiado escéptico.
No estamos de acuerdo prácticamente en nada.
Yo no podía
creer lo que oía. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, el rabino
preguntó:
—¿Dónde puede
encontrar a este nombre, Isaac?
—El señor Farr
no está lejos —dijo Isaac, sin poder resistir la tentación de hacer un juego
de palabras. *
Soltó una risita
tonta y agregó:
—Justamente vive
aquí, en la biblioteca.
—¿Es cierto?
—dije por fin—, ¿es realmente cierto?
—Por supuesto
que es cierto. Puedo llevarte allí ahora mismo, si tú quieres.
Isaac dudó un
momento y luego se volvió al rabino:
—Contando con su
permiso.
Sin embargo, el
rabino parecía preocupado.
—¿Este hombre
pertenece a alguna de las academias? —preguntó.
—Que yo sepa, no
—dijo Isaac—. Creo que es un independiente. Me dijo que solía trabajar para un
periódico, en algún sitio.
—Así es —dije—,
exactamente así. Samuel Farr es periodista.
—¿Y a qué se
dedica ahora? —preguntó el rabino, ignorando mi interrupción.
—Está
escribiendo un libro. No conozco el tema pero creo que tiene algo que ver con
la ciudad. En alguna ocasión hablamos abajo, en la sala principal. Hace unas
preguntas muy agudas.
—¿Está a favor?
—preguntó el rabino.
—Es neutral
—contestó Isaac—, ni a favor ni en contra. Es un hombre atormentado, pero
verdaderamente honrado, sin intereses personales.
El rabino se
volvió para explicarme:
—Comprenderás
que tenemos muchos enemigos —dijo—, nuestro permiso está en peligro pues ya no
tenemos rango académico y debemos proceder con mucho cuidado.
Asentí,
intentando aparentar que sabía de qué me hablaba.
—Pero en las
actuales circunstancias —continuó—, no veo qué mal puede hacerle a Isaac
enseñarte dónde vive este hombre.
—Gracias, rabino
—dije—, le estoy muy agradecida.
—Isaac te
acompañará hasta la puerta, pero no quiero que pase de allí. ¿Está claro,
Isaac? —Miró a su discípulo con un aire de serena autoridad.
—Sí, rabino
—contestó Isaac.
Entonces el
rabino se levantó de su silla y me estrechó la mano.
—Debes venir a
visitarme alguna vez, Anna —dijo, y de pronto se le vio muy viejo y muy
cansado—. Me gustaría saber cómo sale todo.
—Volveré —le
dije—, lo prometo.
La habitación
estaba en el noveno piso, el más alto del edificio. Isaac se escabulló tan
pronto como llegamos allí, susurrando una vaga excusa sobre no poder quedarse,
y de repente me encontré sola, de pie en la más absoluta oscuridad, con una
vela encendida en la mano izquierda. En la ciudad hay una ley que dice que
nunca debes llamar a una puerta si no sabes lo que hay detrás. ¿Había llegado
hasta aquí para toparme con una nueva calamidad? Samuel Farr sólo era un
nombre para mí, el símbolo de deseos imposibles y esperanzas absurdas. Lo
había usado como un sortilegio para seguir adelante, pero ahora que por fin
estaba ante su puerta, sentía pánico. Si no fuera porque la vela se consumía
demasiado rápido, tal vez nunca hubiese tenido el valor de llamar.
Una voz ruda y
hostil respondió desde el otro lado de la puerta.
—¡Váyase! —dijo.
—Estoy buscando
a Samuel Farr. ¿Es usted Samuel Farr?
—¿Quién le
busca? —preguntó la voz.
—Anna Blume
—dije yo.
—No conozco a
ninguna Anna Blume —respondió—. ¡Váyase!
—Soy la hermana
de William Blume —dije—, he intentado encontrarte durante más de un año. Ahora
no puedes echarme. Si no me abres la puerta, seguiré golpeando hasta que lo
hagas.
Escuché
arrastrar una silla por el suelo, seguí el sonido de unos pasos que se
acercaban y luego el de la cerradura que se abría. La puerta se abrió de
repente y quedé deslumbrada, un verdadero torrente de luz llegaba hasta el
pasillo procedente de una ventana de la habitación. Necesité unos cuantos
minutos para que mi vista se acostumbrara. Cuando por fin logré distinguir a
la persona que tenía delante, lo primero que vi fue un arma, una pequeña
pistola negra apuntando directamente a mi estómago. Era Samuel Farr, es
cierto, pero ya casi no se parecía a la fotografía. El hombre joven y fuerte de
la fotografía se había convertido en un personaje demacrado y barbudo con
bolsas oscuras bajo los ojos, de su cuerpo parecía surgir una energía
nerviosa, impredecible, y tenía el aspecto de no haber dormido en un mes.
—¿Cómo sé que
eres quien dices?
—Porque yo lo
digo. Porque serías un estúpido si no me creyeras.
—Necesito
pruebas. No te dejaré entrar a menos que me des alguna prueba.
—Todo lo que
tienes que hacer es escucharme hablar. Mi acento es igual al tuyo, venimos del
mismo país, de la misma ciudad. Incluso es probable que hayamos crecido en el
mismo barrio.
—Cualquiera
puede imitar un acento. Tendrás que darme otra prueba.
—¿Qué te parece
ésta? —dije, buscando en mi bolsillo y entregándole la fotografía.
La observó
durante diez o veinte segundos, sin decir una sola palabra, y poco a poco todo
su cuerpo pareció encogerse, hundirse en sí mismo. Cuando volvió a mirarme, vi
que había bajado la pistola.
—Dios mío —dijo
suavemente, casi en un murmullo—, ¿de dónde sacaste esto?
—Me la dio Bogat
antes de irme.
—Éste soy yo
—dijo—. Así es como era yo.
—Lo sé.
—Es difícil de
creer, ¿verdad?
—No tanto,
teniendo en cuenta el tiempo que hace que estás aquí.
Pareció hundirse
en sus pensamientos, y luego volvió a mirarme como si no me reconociera.
—¿Quién dijiste
que eras? —Sonrió en actitud de disculpa y vi que le faltaban dos de los
dientes inferiores.
—Anna
Blume, la hermana de William Blume.
—Blume, como en
fatalidad y penumbra, supongo.*
—Así es, como en
útero y tumba; puedes elegir.
—Me imagino que
querrás entrar, ¿verdad?
—Sí, para eso
estoy aquí, tenemos mucho de qué hablar.
Era una
habitación pequeña, pero con sitio suficiente para dos personas. Había un
colchón en el suelo, una mesa y una silla junto a la ventana, leña quemándose
en la estufa, montones de papeles y libros apilados contra una pared y ropa en
una caja de cartón. Me recordaba la habitación de un estudiante, no muy
distinta de la que tenías el año que fui a visitarte a la universidad. El techo
era bajo y se inclinaba de forma tan abrupta hacia la pared exterior, que era
imposible llegar a ese extremo de la habitación sin agacharse. La ventana, sin
embargo, era extraordinaria, una obra maravillosa en forma de abanico que
ocupaba casi toda la pared. Estaba construida con gruesos cristales segmentados
divididos por finas barras de hierro y formaba un dibujo tan intrincado como el
ala de una mariposa. A través de ella se veía a kilómetros de distancia,
incluso más allá de la muralla de Fiddler.
Sam me indicó
que me sentara en la cama con un gesto, luego se sentó en la silla del
escritorio y la volvió hacia mí. Me pidió disculpas por apuntarme con la
pistola, pero, según, dijo, su situación era precaria y no podía correr riesgos.
Llevaba más de un año en la biblioteca y se había corrido la voz de que
guardaba mucho dinero en su habitación.
—A juzgar por
las apariencias, nunca hubiese adivinado que eras rico.
—Yo no empleo el
dinero en mí mismo. Es para el libro que estoy escribiendo. Le pago a la gente
para que venga aquí a hablar; tanto por entrevista, según el tiempo que dure.
Un glot por la primera hora y medio glot por cada hora adicional. He hecho
cientos de entrevistas, una detrás de otra. La historia es tan grande que, ya
ves, es imposible que una sola persona pueda contarla toda.
Sam había sido
enviado por Bogat a la ciudad y aún ahora se preguntaba cómo había sido tan
loco para aceptar.
—Todos sabíamos
que a tu hermano le había ocurrido algo terrible —dijo—. No tuvimos noticias
de él durante más de seis meses, y quienquiera que le siguiera aquí corría el
riesgo de acabar metido en el mismo embrollo. A Bogat eso no le importaba en lo
más mínimo, por supuesto. Una mañana me llamó a su oficina y me dijo: «Ésta es
la oportunidad que has estado esperando, muchacho, te mandaré a reemplazar a
Blume». Mis instrucciones eran bien claras: escribir los informes, descubrir
qué le había ocurrido a William, mantenerme con vida. Tres días después, me
dieron una fiesta de despedida con cigarros y champaña. Bogat hizo un brindis
y todos bebieron a mi salud, estrecharon mi mano y me dieron palmaditas en la
espalda. Me sentí como un invitado en mi propio funeral, pero al menos no
tenía tres hijos y una pecera llena de pececillos de colores esperándome en
casa como Willoughby. Digas lo que digas del jefe, lo cierto es que es un
hombre de sentimientos, nunca le culpé por haberme elegido a mí. La verdad es
que probablemente yo quería venir, de lo contrario hubiese sido, fácil rehusar.
Así es como empezó, preparé las maletas, afilé los lápices y me despedí de
todos. Ya hace más de un año y medio y no necesito aclarar que nunca envié
ningún informe y que no encontré a William. Por el momento, parece que he
logrado mantenerme con vida, pero no podría asegurar que por mucho tiempo.
—Esperaba que
pudieras decirme algo más concreto sobre William —dije—, para bien o para mal.
—Nada es
concreto en este lugar. —Sam meneó la cabeza.— Teniendo en cuenta las
posibilidades, deberías estar contenta.
—No pienso
renunciar a la esperanza, no hasta que sepa algo seguro.
—Mejor para ti,
pero no creo que sea lógico esperar nada más que lo peor.
—El rabino me
dijo lo mismo.
—Cualquier
persona razonable te diría lo mismo.
Sam hablaba en
un tono agitado y desdeñoso, saltaba de un tema a otro de modo que me resultaba
difícil seguirlo. Daba la impresión de ser un hombre al borde de un ataque, de
alguien que se había esforzado tanto que apenas si podía tenerse en pie. Según
me contó, había acumulado más de tres mil páginas de notas y, si seguía
trabajando a ese ritmo, pensaba que podía terminar la primera parte del libro
en cinco o seis meses más. El problema era que se estaban agotando sus reservas
de dinero y que la suerte parecía haberse puesto en contra de él. Ya no podía
pagar las entrevistas, y como estaba tocando fondo sólo comía en días alternos.
Como es lógico, esto dificultaba aún más las cosas, se le estaban agotando las
fuerzas y había momentos en que se sentía tan mareado que no podía ver las palabras
que escribía. A veces, según me dijo, se dormía sobre su escritorio sin darse
cuenta.
—Te morirás
antes de acabar —le dije—. ¿Y qué sentido tendría? Deberías dejar el libro y
cuidarte un poco.
—No puedo
dejarlo. El libro es lo único que me mantiene en pie, me impide pensar en mí
mismo y hundirme en mis propios problemas. Si dejara de trabajar en él, no creo
que pudiera sobrevivir ni un día más.
—¡Nadie leerá tu
maldito libro! —dije enfadada—. ¿No lo ves? No importa cuántas páginas
escribas, nadie se enterará de lo que hagas.
—Te equivocas,
me llevaré el manuscrito a casa conmigo. El libro se publicará y todos sabrán
lo que está ocurriendo aquí.
—No sabes lo que
dices. ¿No has oído hablar del Proyecto del Muro Marítimo? Ya no es posible
salir de aquí.
—Estoy enterado
de lo del muro, pero ése es sólo uno de los lugares, hay otros, créeme. Hacia
el norte a lo largo de la costa, al oeste a través de los territorios abandonados.
Cuando llegue el momento, yo estaré preparado.
—No durarás
tanto. Cuando acabe el invierno, no estarás preparado para nada.
—Algo saldrá, y
aunque no fuera así, tampoco me importaría.
—¿Cuánto dinero
te queda?
—No lo sé, creo
que entre treinta o treinta y cinco glots.
Me quedé
asombrada de lo poco que era. Incluso tomando todas las precauciones posibles,
gastando lo absolutamente indispensable, treinta glots no podrían durar más de
tres o cuatro semanas. De repente comprendí el peligro de la situación de Sam,
se dirigía hacia su propia muerte y ni siquiera era consciente de ello.
Entonces las
palabras comenzaron a salir de mi boca, no sabía lo que quería decir hasta que
me escuché a mí misma, pero entonces ya era demasiado tarde.
—Tengo algo de
dinero —dije—, no demasiado, pero mucho más de lo que tienes tú.
—Mejor para ti
—dijo Sam.
—No me entiendes
—dije—, cuando digo que tengo dinero, quiero decir que estaría dispuesta a
compartirlo contigo.
—¿Compartirlo?
¿Y por qué diablos?
—Para
mantenernos vivos —dije—. Yo necesito un sitio donde vivir y tú necesitas
dinero. Si aunamos nuestros recursos, tendremos la posibilidad de sobrevivir
hasta después del invierno; de lo contrario, ambos moriremos. No creo que haya
ninguna duda, ambos moriríamos, y es estúpido dejarse morir si uno puede
evitarlo.
La brusquedad de
mis palabras nos sorprendió a ambos, y por unos instantes ninguno de los dos
dijo nada. Era todo tan crudo, tan descabellado... Aunque, de un modo u otro,
me las había arreglado para decir la verdad. Mi primer impulso fue pedir
perdón, pero a medida que las palabras se afianzaron en el aire entre nosotros,
comenzaron a cobrar más y más sentido y me negué a retractarme. Creo que
ambos entendimos lo que ocurría, pero eso no facilitó nada a la hora de
pronunciar la siguiente palabra. En una situación similar, la gente de la ciudad
se hubiese matado; es de lo más común asesinar a alguien por una habitación,
por un puñado de monedas. Quizás lo que nos impidió hacernos daño fue el simple
hecho de que no procedíamos de este lugar, no éramos de la ciudad. Nos
habíamos criado en otro sitio, y tal vez eso fuera suficiente para que
sintiéramos que sabíamos algo el uno del otro. No puedo asegurarlo, la
casualidad nos había reunido de un modo casi impersonal y eso parecía conceder
a este encuentro una lógica propia, una fuerza que no dependía de ninguno de
los dos. Yo había hecho una propuesta chocante, un ataque feroz a su
intimidad, y Sam no había dicho una sola palabra. Pensé que el mero hecho de
que guardara silencio era extraordinario, y cuanto más duraba, más parecía
convalidar lo que yo acababa de decir. Cuando por fin se rompió, no quedaba
nada por discutir.
—Este lugar es
muy pequeño —dijo Sam, mirando la habitación—. ¿Dónde vas a dormir?
—No importa
—dije—, ya nos arreglaremos.
—William solía
hablar de ti —dijo, dibujando una levísima sonrisa con la comisura de los
labios—. Incluso me advirtió cómo eras. Decía: «Ojo con mi hermanita, es una
cascarrabias». ¿Es cierto, Anna Blume? ¿Eso es lo que eres?
—Sé lo que estás
pensando —dije—, pero no te preocupes, no me meteré en tu camino. Después de
todo, no soy estúpida, sé leer y escribir, sé pensar. Conmigo, acabarás el
libro mucho antes.
—No estoy
preocupado, Anna Blume. Apareces aquí de la nada, te sientas en mi cama y me
propones convertirme en un hombre rico, ¿esperas que me preocupe?
—No exageres,
tengo menos de trescientos glots. No llegan a doscientos setenta y cinco.
—Lo que te
decía, un hombre rico.
—Si tú lo
dices...
—Claro que sí, y
también te digo algo más: es una gran suerte para los dos que la pistola
estuviera descargada.
Así fue como
sobreviví al invierno terrible. Viví en la biblioteca con Sam, y durante los
seis meses siguientes, aquella pequeña habitación fue el centro del mundo para
mí. Supongo que no te sorprenderá enterarte de que acabamos durmiendo en la
misma cama. Tendríamos que haber sido de piedra para resistirnos y, cuando por
fin ocurrió, la tercera o cuarta noche, los dos nos sentimos tontos por haber
esperado tanto. Al principio era sólo una cuestión física, un encuentro furioso
de cuerpos, una maraña de miembros, una ostentación de lujuria reprimida.
Experimentamos una enorme sensación de alivio, y durante los días siguientes
nos buscamos el uno al otro hasta agotarnos. Luego el ritmo se hizo más
pausado, como debía ser, y entonces, poco a poco, en las semanas siguientes,
nos enamoramos de verdad. No hablo sólo de ternura y de las ventajas de una
vida en común; nos enamoramos profunda, perdidamente, y al final era como si
estuviéramos casados, como si no fuésemos a separarnos nunca más.
Para mí ésta fue
la mejor época, no sólo aquí, ya me entiendes, la mejor época de mi vida. Es
extraño que pudiera ser tan feliz en tiempos tan difíciles, pero la vida con
Sam logró hacerlo realidad. Fuera, las cosas no cambiaron demasiado; seguían
las mismas batallas, cada día había que enfrentarse a los mismos problemas,
pero se me había concedido la posibilidad de la esperanza, y comencé a creer
que nuestros problemas se acabarían tarde o temprano. Sam sabía más de la
ciudad que cualquiera que yo haya conocido, podía recitar la lista de todos los
gobiernos de los últimos diez años, podía nombrar a los gobernadores, alcaldes
e innumerables suboficiales; podía contar la historia de los hombres de las
ruinas, describir la construcción de las centrales energéticas, dar informes
detallados hasta de las sectas más pequeñas. Lo que me convenció fue el hecho
de que supiera tanto y aun así estuviera seguro de que podríamos salir de allí.
Sam no era la clase de hombre que distorsiona los hechos; después de todo, era
un periodista, y se había entrenado para mirar al mundo con escepticismo. Si él
decía que era posible volver a casa, es porque sabía que lo era.
En general, Sam
no era muy optimista, difícilmente lo que se dice una persona apacible. Había
una especie de furia bullendo continuamente en su interior, e incluso cuando
dormía, parecía atormentado,
moviéndose entre las mantas como si peleara con alguien en sueños. Cuando me
mudé con él, estaba en baja forma, mal nutrido, tosía permanentemente, y me
llevó más de un mes devolverlo a un razonable estado de salud. Hasta entonces,
me ocupé prácticamente de todo, salía a comprar comida, vaciaba los
desperdicios, cocinaba y mantenía limpia la habitación. Más adelante, cuando
Sam estuvo restablecido como para enfrentarse otra vez con el frío, comenzó a
salir por las mañanas para hacer todas estas tareas, insistiendo en que yo me
quedara en la cama y recuperara el sueño perdido. Sam tenía una gran capacidad
de ternura y me amaba mucho, mucho más de lo que yo había esperado que alguien
me quisiera. Si bien es cierto que sus ataques de angustia lo separaban de mí,
siempre fueron un asunto íntimo. El libro continuaba siendo su obsesión y
tenía la tendencia a esforzarse demasiado, a trabajar más allá de su límite de
tolerancia. A veces, ante la necesidad de dar una forma coherente al material
tan dispar que había recogido, de repente perdía toda su fe en el proyecto. Lo
llamaba inútil, una pila de papeles insustanciales intentando decir algo que no
podía decirse; luego se hundía en una depresión que duraba de uno a tres días.
Después de este mal humor, siempre seguían períodos de mucha ternura; me
compraba pequeños regalos, una manzana, por ejemplo, un lazo para el pelo, o
un trozo de chocolate. Tal vez no fuera correcto gastar ese dinero extra, pero
me resultaba difícil no conmoverme ante aquellos gestos. Yo iba siempre a lo
práctico, era el ama de casa razonable, preocupada y tacaña; pero cuando Sam
llegaba a casa con alguna extravagancia de aquéllas, me sentía abrumada,
completamente colmada de felicidad. No podía evitarlo, necesitaba saber que me
quería, y estaba dispuesta a pagar ese precio, aunque ello significara que
nuestro dinero se acabaría un poco antes.
Ambos
desarrollamos una verdadera pasión por los cigarrillos. Aquí resulta muy
difícil encontrar tabaco, y si lo encuentras, es terriblemente caro; pero Sam
había hecho varios contactos con el mercado negro, investigando para su libro,
y a menudo conseguía paquetes de veinte cigarrillos por sólo un glot o un glot
y medio. Me refiero a cigarrillos de verdad, como los antiguos, aquellos que
se producen en fábricas y vienen en paquetes de colores envueltos en celofán.
Los que Sam compraba habían sido robados de alguno de los barcos de beneficencia
que llegaron aquí en el pasado, y los nombres de las marcas casi siempre
estaban escritas en lenguas que éramos incapaces de leer. Fumábamos al
anochecer, echados en la cama y mirando a través de la enorme ventana en forma
de abanico, observando el cielo y sus movimientos, las nubes pasando por
encima de la luna, las pequeñas estrellas, las ventiscas que arreciaban desde
allí arriba. Exhalábamos el humo por la boca y lo mirábamos flotar sobre la
habitación, dibujando sombras en la pared que se dispersaban al instante de
formarse. Había una maravillosa transitoriedad en todo aquello, la sensación
de que el destino nos arrastraba en su camino hacia ámbitos desconocidos del
olvido. A menudo hablábamos de casa, sumando todos los recuerdos posibles,
trayendo las imágenes más pequeñas y concretas en una especie de lánguido
encantamiento: los arces de Miro Avenue en octubre, los relojes con números
romanos en las aulas de las escuelas privadas, el gran cartel luminoso de un
dragón verde en el restaurante chino frente a la universidad. Éramos capaces de
compartir estas cosas, de volver a experimentar los innumerables
acontecimientos de un mundo que ambos conocíamos desde la niñez, y creo que
esto nos ayudaba a mantener el ánimo, a creer que algún día regresaríamos a
todo aquello.
No sé
exactamente cuánta gente vivía en la biblioteca en aquella época, pero creo que
más de cien, tal vez muchos más. Los residentes eran todos profesores o
escritores, supervivientes del Movimiento de Purificación que tuvo lugar
durante los disturbios de la década anterior. Según Sam, el gobierno en el
poder había implementado una política de tolerancia, alojando a los
intelectuales en varios edificios públicos de la ciudad: el gimnasio de la
universidad, un hospital abandonado, la Biblioteca Nacional. Estas viviendas
estaban totalmente subvencionadas (lo cual explica la presencia de una estufa
de leña en la habitación de Sam y el milagroso funcionamiento de los fregaderos
y los lavabos del sexto piso), y finalmente el programa se extendió, incluyendo
unos cuantos grupos religiosos y periodistas extranjeros. Sin embargo, dos años
más tarde, cuando el nuevo gobierno llegó al poder, este plan fue suspendido.
No se desalojó a los intelectuales de sus viviendas, pero tampoco se les
concedió ninguna ayuda oficial. Había un gran descontento general, como es
lógico, ya que muchos intelectuales se vieron forzados a salir en busca de otro
tipo de trabajo y los restantes quedaron abandonados a su suerte, ignorados
por los distintos gobiernos que entraban y salían del poder. Entre las
distintas camarillas de la biblioteca había surgido una cierta camaradería, al
menos hasta el punto de que muchos de ellos estaban dispuestos a reunirse para
hablar o intercambiar ideas, lo cual explica los grupos de gente que vi el
primer día en el vestíbulo. Cada mañana, durante dos horas (denominadas «horas
peripatéticas»), se llevaban a cabo coloquios públicos, y se invitaba a asistir
a todos los residentes. Sam había conocido a Isaac en una de estas sesiones,
aunque por lo general se mantenía al margen de ellas, ya que pensaba que los
intelectuales no demostraban ningún interés además de las repercusiones que
tenían los fenómenos para sí mismos. Casi todos se dedicaban a tareas bastante
esotéricas: la búsqueda de paralelismos entre los sucesos actuales y la
literatura clásica, análisis estadísticos de las tendencias demográficas, la
recopilación de datos para un nuevo diccionario y cosas por el estilo. Sam no
tenía ningún interés por este tipo de cosas, pero intentaba llevarse bien con
todo el mundo, sabiendo que los intelectuales pueden volverse rencorosos si
piensan que se están mofando de ellos. Yo llegué a conocer a muchos por
casualidad, haciendo cola con el cubo ante el fregadero del sexto piso,
intercambiando trucos de cocina con las mujeres, escuchando los cotilleos; pero
seguí los consejos de Sam y no hice amistad con ninguno de ellos, guardé las
distancias con una actitud cordial aunque reservada.
El rabino era la
única persona, aparte de Sam, con la que conversaba. Durante casi todo el
primer mes, lo visitaba siempre que tenía oportunidad, una hora libre al
atardecer, por ejemplo, o aquellos escasos momentos en que Sam estaba inmerso
en su libro y no había ningún trabajo pendiente. Con frecuencia, el rabino
estaba ocupado con sus discípulos y no siempre tenía tiempo para mí, pero
logramos tener unas cuantas conversaciones interesantes. Lo que más recuerdo de
él fue el comentario que me hizo en mi última visita; lo encontré tan
asombroso, que he seguido pensando en ello desde entonces.
—Cada judío
—dijo— cree pertenecer a la última generación. Siempre estamos al final,
siempre al límite del último momento, ¿y por qué esperar que las cosas sean
distintas esta vez?
Tal vez recuerde
tan bien estas palabras porque después de aquel día ya no volví a verle; la
siguiente vez que bajé al tercer piso, el rabino no estaba y otro hombre ocupaba
su lugar en la habitación, un hombre delgado y calvo con gafas de montura
metálica. Estaba sentado a la mesa y escribía ansioso en un cuaderno, rodeado
por pilas de papeles y por lo que parecían huesos y cráneos humanos. Cuando
entré en la habitación, me miró con expresión molesta, incluso hostil.
—¿Nunca le
enseñaron a llamar? —dijo.
—Busco al
rabino.
—El rabino se ha
ido —dijo con impaciencia, frunciendo los labios y mirándome con ira, como si
yo fuera idiota—. Todos los judíos se esfumaron hace dos días.
—¿De qué está
hablando?
—Los judíos se
esfumaron hace dos días —repitió, dejando escapar un suspiro de disgusto—, los
jansenistas se irán mañana y los jesuitas lo harán el lunes. ¿No está enterada
de nada?
—No tengo la
menor idea de lo que está hablando.
—Las nuevas
leyes. Los grupos religiosos han perdido su jerarquía académica. ¡No puedo
creer que haya alguien tan ignorante!
—No tiene por
qué ser desagradable al respecto. ¿Quién se ha creído usted que es?
—Mi nombre es
Dujardin —dijo—, Henri Dujardin. Soy etnógrafo.
—¿Y ahora ésta
es su habitación?
—Exacto, ésta es
mi habitación.
—¿Qué pasa con
los periodistas extranjeros? ¿También han cambiado de jerarquía?
—No tengo idea,
no es asunto mío.
—Supongo que
esos huesos y cráneos son asunto suyo.
—Eso es, estoy
analizándolos.
—¿A quién pertenecieron?
—Cadáveres
anónimos, gente que murió congelada.
—¿Sabe dónde
está el rabino ahora?
—De camino a la
tierra prometida, sin duda —dijo, con sarcasmo—. Ahora, por favor, váyase. Ya
me ha hecho perder bastante tiempo; tengo mucho que hacer y no me gusta que me
interrumpan. Gracias, y recuerde cerrar la puerta cuando salga.
Sam y yo nunca
sufrimos las consecuencias de esas leyes. El fracaso del Proyecto del Muro
Marítimo ya había debilitado al gobierno y antes de que abordaran la cuestión
de los periodistas extranjeros, un nuevo régimen subió al poder. La expulsión
de los grupos religiosos no había sido más que una absurda y desesperada
demostración de fuerza, un ataque arbitrario hacia aquellos que no podían defenderse
por sí mismos. La total inutilidad de este acto me dejó azorada y me hizo más
difícil aceptar la desaparición del rabino. Ya ves cómo son las cosas en este
país, todo desaparece, tanto las cosas como las personas, los vivos igual que
los muertos. Lamenté la pérdida de mi amigo, me sentía destrozada por lo que
significaba; ni siquiera tenía la certeza de su muerte para consolarme, nada
más que una especie de vacío, una ausencia voraz. Después de aquello, el libro
de Sam se convirtió en lo más importante de mi vida. Me di cuenta de que sólo
si trabajábamos en él, seguiríamos albergando la esperanza de un futuro
posible. Sam había intentado explicármelo el primer día, pero ahora lo entendía
por mí misma. Hice todas las tareas necesarias: clasifiqué páginas, corregí las
entrevistas y transcribí las versiones finales, haciendo a mano una copia
manuscrita en limpio. Hubiese sido mejor hacerla a máquina, por supuesto, pero
Sam había vendido su máquina portátil unos meses antes y no podía darse el
lujo de comprar otra. Tal como estábamos, ya era bastante difícil mantener las
reservas necesarias de lápices y plumas. El desabastecimiento de aquel
invierno había encarecido las cosas al máximo, y si no hubiese sido por los
seis lápices que yo tenía de antes y por los dos bolígrafos que encontré
casualmente en la calle, es probable que nos hubiésemos quedado sin materiales.
Teníamos papel en abundancia (Sam había traído consigo doce resmas el día que
se mudó), pero las velas constituían otro problema para el trabajo. Para
mantener bajos los gastos, necesitábamos la luz del día; pero allí estábamos, a
mediados del invierno, con el sol dibujando un tenue arco en el cielo durante
apenas unas pocas horas, y a menos que quisiéramos que el libro se prolongara
eternamente, tendríamos que hacer ciertos sacrificios. Intentamos limitar
nuestro consumo de cigarrillos a cuatro o cinco por noche, y finalmente Sam se
dejó crecer la barba otra vez. Después de todo, las hojas de afeitar eran casi
un lujo y había que optar entre una cara suave para él o unas suaves piernas
para mí. Ganaron las piernas por unanimidad.
De día o de
noche, se necesitaban luces para meterse en los archivos. Los libros estaban
situados en una habitación central del edificio, y por ende no había ventanas
en ninguna de las paredes. Como la luz eléctrica había sido cortada hacía mucho
tiempo, no había otra opción más que llevarse una luz propia. Decían que en una
época la Biblioteca Nacional albergaba más de un millón de volúmenes; este
número ya se había reducido mucho cuando yo llegué allí, pero aún quedaban
cientos de miles, un asombroso alud de palabras impresas. Algunos libros estaban
colocados verticalmente en los estantes, otros yacían de forma caótica en el
suelo, mientras unos cuantos más se apilaban en montones dispersos. Había
reglas estrictas que prohibían sacar libros de la biblioteca, pero a pesar de
ello muchos habían salido de contrabando y se vendían en el mercado negro. De
cualquier modo, era discutible si la Biblioteca seguía siendo o no una
biblioteca. El sistema de clasificación se había desorganizado por completo, y
con tantos libros desaparecidos, era casi imposible encontrar el volumen que
uno buscaba. Teniendo en cuenta que había siete pisos de archivos, el hecho de
que un libro estuviera fuera de sitio era lo mismo que si hubiese dejado de
existir; a pesar de que podía estar materialmente en algún lugar del edificio,
nadie iba a volver a encontrarlo. Yo di con el paradero de unos cuantos archivos
municipales para Sam, pero la mayoría de mis incursiones en este lugar eran
para coger libros al azar. No me gustaba mucho estar allí abajo, sin saber con
quién podía encontrarme, teniendo que oler aquella humedad, aquellas ruinas
mohosas. Juntaba todos los libros que podía entre los brazos y volvía corriendo
arriba, a nuestra habitación. Gracias a los libros nos mantuvimos calientes
todo el invierno; a falta de otro tipo de combustible, los quemábamos en la
estufa de hierro para producir calor. Sé que parece horrible, pero no teníamos
otra opción, había que escoger entre eso o morirnos de frío. Por supuesto, no
se me escapa la paradoja: todos esos meses trabajando en un libro y al mismo
tiempo quemando tantos otros para mantenernos calientes. Lo curioso es que yo
nunca sentí remordimientos, para ser sincera, creo que incluso disfrutaba
tirando aquellos libros a las llamas. Tal vez manifestara cierto rencor
oculto, tal vez fuera sólo el simple reconocimiento de que no importaba lo que
pasara con los libros. El mundo al que pertenecían había terminado, y al menos
ahora servían para algo. De cualquier modo, la mayoría de ellos no merecían
abrirse: novelas rosas, colecciones de discursos políticos, antiguos libros de
texto. Cuando encontraba alguno que parecía aceptable, lo guardaba para leerlo.
A veces, cuando Sam se sentía agotado, yo le leía antes de dormirse. Así leí a
Herodoto y un pequeño libro de Cyrano de Bergerac, sobre sus viajes a la luna y
al sol. Pero al final, todo acababa en la estufa, todo se convertía en humo.
Ahora que lo
recuerdo después de un tiempo, aún creo que nos podía haber ido bien.
Hubiésemos acabado el libro y, tarde o temprano, hubiéramos encontrado una
forma de volver a casa. Si no fuera por un estúpido error que cometí casi al
final del invierno, ahora estaría sentada a tu lado, contándote esta historia
personalmente. El hecho de que mi error fuera inocente, no alivia el sufrimiento
que provocó. Debería haber tenido más cuidado; sólo por actuar impulsivamente,
por creer en alguien a quien no tenía por qué creer, destruí toda mi vida. Lo
destruí todo gracias a mi propia estupidez, y nadie más que yo tiene la culpa.
Ocurrió así:
poco después de principios de año, descubrí que estaba embarazada. No sabía
cómo iba a tomarlo Sam, así que por un tiempo no se lo dije hasta que un día
amanecí muy indispuesta, con sudores fríos y vómitos, y acabé contándole la
verdad. Aunque parezca increíble, Sam se puso contento, tal vez más contento
que yo. No es que yo no quisiera el bebé, ya me entiendes, pero no podía evitar
estar asustada y a veces, cuando la idea de dar a luz a un niño en estas
condiciones me parecía una completa locura, sentía que los nervios me traicionaban.
Sin embargo, Sam estaba tan entusiasmado como yo preocupada, realmente animado
por la idea de convertirse en padre y, poco a poco, disipó mis dudas, me
convenció de que viera al embarazo como un buen presagio. Según él, el niño
significaba nuestra salvación, habíamos vencido los obstáculos y en adelante
todo sería diferente. Creando juntos una criatura, habíamos hecho posible el
comienzo de un mundo nuevo. Nunca había oído hablar así a Sam, expresando
conceptos tan osados e idealistas; casi diría que me asustó, aunque eso no
significa que me encantara. Me gustó tanto, que yo misma comencé a creérmelo.
Ante todo, no
quería desilusionarlo. A pesar de unas pocas mañanas malas en las primeras
semanas, mi salud siguió siendo buena e intenté cumplir con mi parte de trabajo,
tal como lo había hecho siempre. A mediados de marzo, ya había signos de que el
invierno comenzaba a desfallecer, las tormentas eran un poco menos frecuentes,
los períodos de deshielo duraban algo más, la temperatura no bajaba tanto por
las noches. No quiero decir que hiciera calor, pero había muchos pequeños
indicios que sugerían un cambio de clima, una levísima impresión de que lo peor
había terminado. Quiso la casualidad que justo para esta época se rompieran mis
zapatos, aquellos que Isabel me había regalado. Es imposible calcular cuántas
millas anduve con ellos. Habían andado conmigo durante más de un año,
absorbiendo cada paso, acompañándome hasta cada rincón de la ciudad; ahora se
veían completamente destrozados, las suelas desgastadas, la parte superior
reducida a jirones; y a pesar de que hice todo lo posible para rellenar los
agujeros con periódicos, las calles inundadas eran demasiado para ellos, e
inevitablemente mis pies acababan empapados cada vez que salía fuera. Supongo
que esto pasaba con demasiada frecuencia, así que un buen día cogí un
resfriado. Fue un resfriado de verdad, con dolores, escalofríos, ardor de
garganta y estornudos, el desfile completo de síntomas. Como Sam estaba tan
entusiasmado con mi embarazo, este resfriado lo alarmó hasta el punto de
ponerlo histérico y lo abandonó todo para cuidar de mí. Limpiaba el polvo de
alrededor de mi cama como una enfermera maniática y malgastaba el dinero en
artículos extravagantes como té o sopas enlatadas. Después de tres o cuatro
días, me sentía mucho mejor, pero entonces Sam dictaminó las reglas: hasta que no
consiguiéramos un par de zapatos nuevos, no me dejaría poner un pie en la
calle; él se encargaría de las compras y los recados. Le dije que me parecía
ridículo, pero él siguió en sus trece y no me permitió convencerlo de lo
contrario.
—No quiero que me
trates como a una inválida, sólo porque estoy embarazada —le dije.
—No eres tú
—dijo Sam—, son los zapatos. Cada vez que salgas, se te mojarán los pies. Es
probable que el próximo resfrío no resulte tan fácil de curar, ya lo sabes, ¿y
qué sería de nosotros si te enfermaras gravemente?
—Si tanto te
preocupa, ¿por qué no me dejas tus zapatos para salir?
—Son demasiado
grandes. Andarías torpemente, como un niño, y tarde o temprano acabarías
cayéndote. ¿Y entonces qué? Apenas cayeras al suelo, alguien te los quitaría.
—No puedo evitar
tener pies pequeños, nací así.
—Tienes unos
pies hermosos, Anna. Los más delicados piececillos que han sido creados. Adoro
tus pies, beso la tierra que pisan y por eso quiero protegerlos. Tenemos que
asegurarnos de que no sufran ningún daño.
Las semanas
siguientes fueron muy duras para mí. Veía cómo Sam perdía el tiempo en cosas
que podía haber hecho yo, y el libro casi no progresaba. Me exasperaba pensar
que un ridículo par de zapatos podía provocar tantos problemas. Mi embarazo
comenzaba a notarse y yo me sentía como una vaca inútil, una princesa
bobalicona que se pasaba el día sentada en casa mientras su señor y caballero
se aventuraba penosamente en la batalla.
«¡Si pudiera
conseguir un par de zapatos! —me repetía a mí misma todo el tiempo—, entonces
la vida comenzaría de nuevo.»
Comencé a
averiguar por ahí, preguntándole a la gente en la cola para el fregadero,
bajando incluso al vestíbulo para las horas peripatéticas para ver si alguien
podía echarme una mano. No conseguí nada, pero un día me encontré con Dujardin
en el pasillo del sexto piso y enseguida se puso a conversar conmigo,
charlando animadamente como si fuésemos viejos amigos. Yo me había mantenido
alejada de Dujardin desde el día de nuestro primer encuentro en la habitación
del rabino, y esta súbita cordialidad me resultó sospechosa. Dujardin era un
chivato engreído, y durante todos estos meses me había evitado con tanto
cuidado como yo a él. Ahora era
todo sonrisas y compasiva preocupación.
—He oído que necesita
un par de zapatos —dijo—. Si es así, creo que podría ayudarla.
Debería haber
supuesto que había algo extraño, pero al oír la palabra «zapatos», no pude
razonar. Estaba tan desesperada por conseguirlos, ya sabes, que no se me
ocurrió pensar en sus motivos para ofrecérmelos.
—La cosa es así
—continuó—, tengo un primo que está conectado con, mmm..., ¿cómo le diría?, con
el negocio de compra y venta. Ya sabe, objetos aprovechables, artículos de
consumo, ese tipo de cosas. A veces consigue zapatos, los que llevo puestos,
por ejemplo, y es probable que tenga otros en venta ahora. Casualmente esta
noche voy a su casa, y no me costará nada averiguar si tiene algo para usted.
Necesitaré saber su talla
—mmm..., no muy
grande parece—, y cuánto está dispuesta a pagar. Pero eso son sólo detalles,
simples detalles. Si podemos concertar una cita para mañana, es probable que
tenga cierta información para entonces. Naturalmente, todos necesitamos
zapatos, y a juzgar por lo que lleva usted en los pies en este momento, no me
extraña que haya estado averiguando por ahí. Jirones y harapos no servirán,
no con el tiempo que tenemos últimamente.
Le dije mi
número, el dinero que podía gastar, y concertamos una cita para la tarde
siguiente. A pesar de lo hipócrita que parecía, no pude evitar pensar que
Dujardin estaba intentando ser amable. Probablemente se quedara con una
comisión en las ventas de su primo, pero yo no veía nada malo en eso. Todos
teníamos que conseguir dinero de un modo u otro y si Dujardin tenía uno o dos
asuntos por ahí, tanto mejor para él. Evité mencionarle nada de esto a Sam en
todo el día. Todavía no era seguro que el primo de Dujardin tuviera algo para
mí, pero si el asunto salía bien, quería darle una sorpresa. Hice todo lo
posible para no ilusionarme; nuestros fondos habían descendido a menos de cien
glots y la cifra que yo le había ofrecido a Dujardin era ridículamente baja,
once o doce glots, creo, o tal vez sólo diez. Sin embargo, él no se había
asombrado de mi oferta, y eso era una buena señal, al menos lo suficiente para
mantener vivas mis esperanzas, y durante las veinticuatro horas siguientes viví
en un torbellino de expectación.
Nos encontramos
en la esquina noroeste de la sala principal a las dos en punto del día
siguiente. Dujardin llegó con una bolsa marrón de papel de embalar, y en cuanto
la vi, supe que le había ido bien.
—Creo que
tuvimos suerte —me dijo, cogiéndome del brazo en actitud de conspiración y
llevándome detrás de una columna de mármol donde nadie pudiera vernos—. Mi
primo tenía un par de su número y está dispuesto a venderlo por trece glots.
Siento no haber podido bajar el precio, pero hice todo lo que pude, y dada la
calidad de la mercancía, aún es una verdadera ganga.
Girándose hacia
la pared y dándome la espalda, Dujardin sacó con cuidado un zapato de la bolsa.
Era un zapato izquierdo de piel marrón, el material se veía realmente
auténtico y la suela estaba fabricada en goma de aspecto fuerte y duradero,
perfecta para desafiar las calles de la ciudad. Además, el zapato estaba casi
flamante.
—Pruébeselo
—dijo Dujardin—, veamos si calza bien.
Así fue. De pie,
deslizando los dedos sobre aquella plantilla suave, me sentí feliz por primera
vez en mucho tiempo.
—Me ha salvado
la vida —le dije—. Por trece glots, el negocio está hecho. Déme el otro zapato
y le pagaré enseguida.
Pero Dujardin
pareció dudar, y luego, con expresión avergonzada, me mostró la bolsa vacía.
—¿Qué clase de
broma es ésta? —le dije—. ¿Dónde está el otro zapato?
—No lo llevo
conmigo —contestó.
—Es sólo un
maldito señuelo, ¿verdad? Usted agita un buen zapato frente a mi nariz, me hace
pagar por adelantado y luego me presenta un trozo de basura para el otro pie.
¿No es cierto? Bien, lo siento pero no caeré en la trampa. No le daré un solo
glot hasta que me enseñe el otro zapato.
—No, señorita
Blume, usted no ha entendido bien.
No es así en
absoluto. El otro zapato está en el mismo estado que éste y nadie va a pedirle
que pague por adelantado. Me temo que es la forma de hacer negocios de mi
primo, insistió en que usted fuera a su oficina personalmente para completar
la transacción. Intenté hacerle desistir, pero no me escuchó. Según él, a tan
bajo precio no hay lugar para un intermediario.
—¿Me está
diciendo que su primo no se fía de usted por trece glots?
—Me pone en una
posición embarazosa, ya lo sé. Pero mi primo es una persona muy dura, cuando se
trata de negocios, no confía en nadie. Se puede imaginar cómo me sentí cuando
me dijo esto, puso en duda mi honestidad, y eso es difícil de digerir, se lo
aseguro.
—Si usted no
saca nada de esto, ¿por qué se preocupó en cumplir con la cita?
—Le había hecho
una promesa, señorita Blume, y no quise defraudarla. Eso sólo hubiese
confirmado las dudas de mi primo y yo tengo que pensar en mi dignidad, ¿sabe?, tengo
mi orgullo. Hay cosas más importantes que el dinero.
La
representación de Dujardin fue impresionante, no tenía defectos, ni la más leve
imperfección que delatara otra actitud que la de un hombre cuyos sentimientos
habían sido profundamente heridos. Yo pensé que quería ganar la confianza de
su primo, y por lo tanto hacerme este favor a mí. Para él era una prueba, y si
lograba pasarla con éxito, su primo le permitiría hacer ventas por sí solo. Ya
ves qué lista creía ser, pensaba que era más astuta que Dujardin y por eso no
sentí miedo en ningún momento.
Era una tarde
espléndida. El sol relucía y el viento ya no nos arrastraba entre sus brazos.
Me sentí como alguien que se recupera de una larga enfermedad, disfrutando
otra vez de la luz, sintiendo cómo se movían mis piernas al aire libre.
Caminamos de prisa, evitando numerosos obstáculos, desviándonos con agilidad
de los montones de despojos que había dejado el invierno, y apenas si
pronunciamos palabra en todo el camino. La primavera acababa de empezar, pero
aún había fragmentos de hielo y nieve en las sombras que se proyectaban a los
lados de los edificios; y en la calle, donde el sol era más ardiente, anchos
ríos corrían a lo largo de las piedras revueltas y los escombros del pavimento.
Después de diez minutos de frío remojón, mis zapatos quedaron en un estado
lamentable por dentro y por fuera, los calcetines empapados y los dedos
húmedos y resbaladizos. Es extraño que mencione estos detalles ahora, pero es
lo que recuerdo con mayor claridad de aquel día, la alegría del viaje, la sensación
enérgica de mis movimientos, casi de ebriedad. Luego, cuando llegamos a nuestro
destino, las cosas ocurrieron demasiado rápido para recordarlas. Si ahora las
veo, es sólo en grupos de imágenes dispersas, aisladas de todo contexto,
irrupciones de luz y sombras. El edificio, por ejemplo, no me dejó ninguna
impresión; recuerdo que estaba situado en las afueras del distrito de mayoristas,
en la octava zona censada, no muy lejos de donde Ferdinand había tenido su taller
de carteles; lo sé sólo porque Isabel me lo había señalado una vez al pasar y
entonces me pareció un lugar familiar. Es probable que estuviera demasiado
distraída para observar las cosas, sumida en mis propias cavilaciones, sin
pensar en otra cosa más que en lo contento que se pondría Sam cuando volviera.
Por eso, la fachada de la casa es un misterio para mí y lo mismo me ocurre con
los recuerdos de la entrada a través del portal y la subida de varios pisos por
las escaleras. Es como si nada de esto hubiera sucedido, a pesar de que sé con
seguridad que sí ocurrió. La primera imagen que recuerdo con claridad es la
cara del primo de Dujardin. No tanto la cara, supongo, sino que advertí que
llevaba las mismas gafas metálicas que Dujardin y me pregunté (apenas por un
segundo, el más breve instante) si las habrían comprado a la misma persona. No
creo que fijara la vista en esa cara más que un segundo o dos, porque justo entonces,
cuando vino hasta mí a estrecharme la mano, se abrió una puerta detrás de él —accidentalmente,
según creo, ya que el ruido de las bisagras al abrirse transformó su actitud de
cordialidad en una súbita, ansiosa preocupación, y se dio la vuelta de
inmediato para cerrarla sin preocuparse en darme la mano—, y en ese instante
comprendí que había sido engañada, que mi visita a este lugar no tenía nada que
ver con zapatos, dinero ni negocios de ninguna clase. Porque entonces, en el
pequeño intervalo transcurrido antes de que cerrara la puerta, pude ver claramente
el interior de la otra habitación y no había error posible en lo que vi: tres o
cuatro cuerpos humanos colgados desnudos de ganchos de carnicería y un hombre
con un hacha cortando los miembros de otro cadáver sobre una mesa. En la
biblioteca circulaban rumores de que existían carnicerías humanas, pero yo
nunca había creído en ellos. Ahora, sólo porque una puerta se había abierto
accidentalmente detrás del primo de Dujardin, yo podía echar un vistazo a lo
que esta gente había planeado para mí. Creo que en aquel momento comencé a gritar.
A veces, todavía me parece escucharme a mí misma gritando «¡Asesinos!» una y
otra vez. Pero aquello no duró mucho tiempo; es imposible reconstruir mis
pensamientos de aquel momento, imposible saber si realmente pensé en algo. Vi
una ventana a mi izquierda y me precipité hacia ella. Recuerdo que Dujardin y
su primo intentaron detenerme, pero yo corrí a toda velocidad, evitando sus
brazos extendidos, y me lancé por la ventana. Recuerdo el sonido del cristal
haciéndose añicos y el aire golpeando mi cara. Debe de haber sido una larga
caída; lo suficiente como para darme cuenta de que estaba cayendo, lo suficiente
como para saber que cuando me estrellara contra el suelo, me mataría.
Estoy intentando
contarte lo que sucedió poco a poco. No puedo evitar que haya lagunas en mi
memoria. Ciertas cosas se niegan a reaparecer, y no importa cuánto me
esfuerce, soy incapaz de desenterrarlas. Debo de haber quedado inconsciente
apenas di contra el suelo, pero no recuerdo ningún dolor ni el lugar donde caí;
de lo único que puedo estar segura es de que no me maté. Éste es un hecho que
aún hoy me asombra; más de dos años después de mi caída desde aquella ventana,
aún no puedo comprender cómo logré sobrevivir.
Me quejé cuando
me levantaron, según dicen, pero después permanecí inmóvil, apenas si
respiraba, apenas si emitía algún sonido. Pasó mucho tiempo, nunca me dijeron
cuánto, pero creo que fue más de un día, tal vez dos o tres. Cuando por fin
abrí los ojos, no fue una recuperación, sino una verdadera resurrección, el
despertar absoluto desde la nada. Recuerdo que vi un techo sobre mí y me
pregunté cómo había logrado entrar allí, pero un instante después me
atravesaba el dolor —en la cabeza, a lo largo de mi lado derecho y en el
vientre—, y me hacía tanto daño, que me quedaba sin aliento. Estaba en la cama,
una cama de verdad con sábanas y almohada, pero todo lo que podía hacer era
quedarme echada, gimoteando a medida que el dolor se apoderaba de mi cuerpo.
De repente reconocí a una mujer en mi campo de visión, mirándome con una
sonrisa. Tenía entre treinta y ocho y cuarenta años, pelo oscuro y ondulado y
grandes ojos verdes. A pesar de lo mal que me sentía en aquel momento, pude
apreciar que era hermosa, tal vez la mujer más hermosa que había visto desde mi
llegada a la ciudad.
—Debe de dolerte
mucho —dijo.
—No tienes por
qué sonreír —contesté—, no estoy de humor para sonrisas.
Dios sabe dónde
adquirí ese sentido del tacto, pero el dolor era tan fuerte que dije lo primero
que me vino a la cabeza. Sin embargo, la mujer no pareció sentirse afectada
por mis palabras y siguió ofreciéndome la misma sonrisa reconfortante.
—Me alegro de
ver que aún estás viva —dijo.
—¿Quieres decir
que no estoy muerta? Tendrás que probármelo para que te crea.
—Tienes un brazo
y un par de costillas rotas y un buen golpe en la cabeza. Sin embargo, por el
momento parece que estás viva. Creo que esa lengua que tienes resulta prueba
suficiente.
—¿Quién diablos
eres tú? —pregunté, negándome a abandonar mi petulancia—. ¿El ángel de la
guarda?
—Soy Victoria
Woburn, y ésta es la Residencia Woburn. Aquí ayudamos a la gente.
—Las mujeres
hermosas no pueden ser médicos, va contra las reglas.
—No soy médico;
mi padre lo era, pero ya murió. Él fue el fundador de la Residencia Woburn.
—Una vez escuché
a alguien hablar de este lugar, pero pensé que lo había inventado.
—Suele ocurrir,
ahora resulta difícil saber en qué creer.
—¿Tú me trajiste
aquí?
—No, lo hizo el
señor Frick, el señor Frick y su nieto Willie. Todos los miércoles por la tarde
salen en coche a hacer su ronda. No todos los que necesitan ayuda pueden venir
aquí por sus propios medios, así que salimos a buscarlos. De este modo,
intentamos recoger al menos a una persona por semana.
—¿Quieres decir
que me encontraron por casualidad?
—Pasaban por
allí cuando tú te arrojaste por la ventana.
—No estaba
intentando suicidarme —dije, a la defensiva—. No deberías pensar nada por el
estilo.
—Los saltadores
no se arrojan por las ventanas, y si lo hacen, primero se aseguran de que estén
abiertas.
—Nunca me
suicidaría —dije con énfasis, para dejarlo bien claro, pero apenas pronuncié
aquellas palabras, comencé a comprender una oscura verdad—. Nunca me suicidaría
—repetí—. Voy a tener un bebé, ¿y cómo podría suicidarse una mujer embarazada?
Tendría que estar loca para hacer algo así.
Por el modo en
que su cara cambió de expresión, supe inmediatamente lo que había ocurrido. Lo
supe sin necesidad de que me lo dijeran: mi bebé ya no estaba en mi interior.
La caída había sido demasiado para él, y ahora estaba muerto. No puedes
imaginarte lo desolada que me sentí en aquel momento; una cruda y feroz
desdicha se apoderó de mí, y no había imágenes ni ideas en su interior,
absolutamente nada para ver o pensar. Antes de que dijera una palabra más,
comencé a llorar.
—Para empezar,
es un milagro que hayas quedado embarazada —dijo, acariciando mi mejilla con la
mano—. Ya no nacen más niños, lo sabes tan bien como yo. No había ocurrido en
muchos años.
—No me importa
—dije enfadada, intentando hablar entre sollozos—. Estás equivocada, mi bebé
iba a vivir, sé que mi bebé iba a vivir.
Cada vez que mi
pecho se agitaba, las costillas me martirizaban de dolor. Intenté sofocar estas
convulsiones, pero eso sólo las hizo más intensas. Temblaba por el esfuerzo de
permanecer inmóvil, y a su vez ese esfuerzo desencadenaba una serie de espasmos
insoportables. Victoria trataba de consolarme, pero yo no quería su consuelo,
yo no quería el consuelo de nadie.
—Por favor, vete
—dije, por fin—. Ahora no quiero ver a nadie. Has sido muy amable conmigo, pero
necesito estar sola.
Pasó bastante
tiempo antes de que se me curaran las heridas, los cortes de la cara
desaparecieron sin dejar mayores señales (una cicatriz en la frente y otra
junto a la sien), y las costillas acabaron por sanarse en el tiempo apropiado.
Sin embargo, el brazo roto no evolucionó tan bien y aún me ocasiona unos
cuantos problemas: dolor cuando lo muevo con brusquedad o en la dirección
incorrecta, incapacidad para volver a extenderlo por completo. Llevé vendajes
en la cabeza durante casi un mes; los chichones y raspaduras sanaron, pero
desde entonces soy propensa a los dolores de cabeza, tengo migrañas como
puñaladas que me atacan en cualquier momento, un tedioso dolor ocasional que me
late en la base del cráneo. Con respecto a los otros golpes, dudo al referirme
a ellos; mi útero es un enigma y no tengo forma de juzgar la catástrofe que se
produjo en su interior.
Sin embargo, los
daños físicos sólo constituyen una parte del problema. Pocas horas después de
mi primera conversación con Victoria, hubo más malas noticias, y entonces
estuve a punto de rendirme, casi dejé de desear vivir. Al anochecer, ella
volvió a mi habitación con una bandeja de comida. Le dije lo urgente que era
que alguien fuera a la Biblioteca Nacional a buscar a Sam. Él estaría
preocupadísimo y yo necesitaba verlo ahora.
—¡Ahora! —grité,
de repente fuera de mí, llorando sin control.
Mandaron a
Willie, el joven de quince años, pero las noticias que trajo de vuelta fueron
desoladoras. Esa misma tarde se había producido un incendio en la Biblioteca,
y el techo se había derrumbado. Nadie sabía cómo había comenzado, pero el
edificio entero estaba siendo devorado por las llamas y se corría la voz de que
adentro había más de cien personas atrapadas. Aún no estaba claro si alguien
había logrado escapar, había rumores contradictorios al respecto. Pero incluso
si Sam era uno de los afortunados, ni Willie ni ningún otro podrían encontrarlo.
Si había muerto junto con los demás, para mí todo estaba perdido, no veía
salida; si aún vivía, era casi seguro de que no volvería a verlo nunca más.
Aquéllos fueron
los hechos con que tuve que enfrentarme en mis primeros meses en la Residencia
Woburn. Fue una época difícil para mí, mucho más difícil que cualquier otra. Al
principio, me quedaba arriba en la habitación. Tres veces al día venía alguien
a visitarme, dos a traerme comida y una a vaciar el orinal. Abajo siempre había
un tumulto de gente (voces, ruido de pies arrastrándose, quejidos, risas,
llantos y, por la noche, ronquidos), pero yo estaba demasiado débil y deprimida
para levantarme de la cama. Gesticulaba y me enfadaba, rumiaba bajo las
mantas, sollozaba de forma inesperada. Ya había llegado la primavera y me
pasaba casi todo el tiempo contemplando las nubes a través de la ventana,
estudiando el moho que subía por las paredes o mirando fijamente las grietas
del techo. En los diez o doce primeros días, creo que ni siquiera atravesé mi
puerta para salir al pasillo.
La Residencia
Woburn era un mansión de cinco pisos con más de veinte habitaciones, apartada
de la calle y rodeada de un pequeño parque privado. Había sido construida por
el abuelo del doctor Woburn hacía casi cien años, y era considerada una de las
propiedades privadas más elegantes de la ciudad. Cuando comenzaron los problemas,
el doctor Woburn fue uno de los primeros en advertir el creciente número de
gente sin hogar. Como era un doctor respetable y procedía de una familia
importante, sus ideas se publicitaron mucho, y pronto se puso de moda apoyar
su causa en los círculos de gente adinerada. Se organizaban comidas para
recaudar fondos, bailes benéficos y otras celebraciones de alta sociedad, y
finalmente unos cuantos edificios de la ciudad se convirtieron en refugios. El
doctor Woburn abandonó su consulta privada para dedicarse a la administración
de estas «residencias temporarias», como se las llamaba; y cada mañana, salía a
visitarlas en su coche conducido por un chofer, hablaba con los residentes y
les ofrecía sus servicios como
médico. Se convirtió
en un verdadero mito en la ciudad, conocido por su bondad e idealismo, y
siempre que la gente hablaba de la brutalidad de aquellos tiempos, se
mencionaba su nombre como prueba de que las acciones nobles aún eran posibles.
Pero esto fue hace mucho tiempo, antes de que nadie imaginara que las cosas se
desintegrarían hasta este punto. A medida que los hechos se hicieron más
graves, el éxito del proyecto del doctor Woburn se debilitó gradualmente. La
población sin vivienda aumentaba en progresión geométrica y el dinero para financiar
los refugios disminuía proporcionalmente. La gente rica se largaba, fugándose
del país con su oro y sus diamantes, y aquellos que quedaban ya no podían darse
el lujo de ser generosos. El doctor invertía grandes sumas de su propio dinero
en los refugios, pero eso no los salvó del fracaso, y uno a uno tuvieron que
cerrar sus puertas. Cualquier otro hombre se hubiese rendido, pero él se negó
a abandonar. Si no podía salvar a miles, decía, tal vez podría salvar a
cientos, y si no, quizás a veinte o a treinta. Los números ya no importaban.
Habían pasado demasiadas cosas y cualquier ayuda que pudiera ofrecer sería simbólica,
sólo un gesto contra la ruina total. Esto ocurría seis o siete años antes, y el
doctor Woburn ya había pasado los sesenta. Con la ayuda de su hija, decidió
abrir su casa a extraños y convirtió los primeros dos pisos de la mansión
familiar en una combinación de refugio y hospital. Compraron camas y
utensilios de cocina, y poco a poco fueron deshaciéndose de sus bienes para
mantener esta organización. Cuando el dinero en efectivo se acabó, comenzaron a
vender sus reliquias y antigüedades, vaciando gradualmente las habitaciones de
los pisos superiores. Con un duro y constante esfuerzo llegaron a alojar entre
dieciocho y veinticuatro personas por vez. Los indigentes podían quedarse diez
días y los enfermos muy graves más tiempo. Se les daba una cama limpia y dos comidas
calientes al día. Con esto no solucionaban nada, por supuesto, pero al menos le
daban un respiro a la gente, una posibilidad de juntar fuerzas para seguir.
—No podemos
hacer mucho —decía el doctor—, pero lo poco que podemos hacer, lo hacemos.
Yo llegué a la
Residencia Woburn cuatro meses después de la muerte del doctor. Victoria y los
demás hacían todo lo posible para seguir sin él, pero habían tenido que
introducir algunos cambios, especialmente en lo referente a las cuestiones
médicas, ya que nadie podía reemplazar el trabajo del doctor. Tanto Victoria
como el señor Frick eran enfermeros competentes, pero de ahí a diagnosticar
enfermedades y prescribir tratamientos había un largo trecho. Creo que eso
explica por qué yo recibía una atención tan especial de su parte: de todos los
heridos que habían llegado allí desde la muerte del doctor, yo era la primera
que respondía a sus cuidados, la primera que daba señales de recuperación. De
ese modo, servía para justificar su decisión de mantener abierta la
Residencia,| era su caso victorioso, el claro ejemplo de lo que aún eran
capaces de conseguir; y por eso me mimaron durante todo el tiempo que parecí
necesitar, me consintieron los malos modos, me concedieron todos los beneficios
de la duda.
El señor Frick
pensaba que yo había resucitado de entre los muertos. Él había sido chofer del
doctor durante mucho tiempo (cuarenta y un años, decía) y conocía la vida y la
muerte más íntimamente que la mayoría de la gente. Según él, nunca había habido
un caso como el mío.
—No señor,
señorita —decía—, usted ya estaba en la otra vida. Lo vi con mis propios ojos. Usted
estaba morida, y de repente vuelve a la vida.
El señor Frick
tenía una extraña forma de hablar que no respetaba ninguna regla gramatical, y
solía hacerse un lío cuando trataba de expresar sus ideas. Estoy segura de que
aquello no tenía nada que ver con su capacidad intelectual, sino simplemente
con que las palabras le creaban problemas, tenía dificultades para
pronunciarlas y a veces tropezaba con ellas como si fuesen objetos materiales,
verdaderas piedras que obstruían su boca. Por eso mismo, parecía especialmente
sensible a las cualidades intrínsecas de las palabras, sus sonidos divorciados
del significado, sus simetrías y contradicciones.
—Las palabras
son lo que me hace saber —me explicó una vez—. Así llegué a ser tan viejo. Mi
nombre es Otto, voy igual delante que atrás. No termino en ningún lado, sino
empiezo de nuevo. Así viviré el doble, el doble que cualquiera. Usted también,
señorita, usted tiene el mismo nombre mío. A-n-n-a, igual delante que atrás,
justo como Otto. Por eso volvió a nacer. Es una bendición de la suerte,
señorita Anna. Usted estaba morida y yo la vi nacer otra vez con mis propios
ojos. Es una gran bendición de la suerte.
Este viejo tenía
una gracia impasible, con su porte erguido, delgado y fino, y sus mejillas de
color marfil. Su lealtad con el doctor Woburn era incuestionable, y aún
entonces seguía manteniendo el coche que había conducido para él, un viejo
Pierce Arrow con estribo y asientos tapizados en piel. Este automóvil negro de
cincuenta años de antigüedad había sido la única excentricidad del doctor y
todos los martes por la noche, sin preocuparse por el trabajo pendiente, Frick
salía al garaje de atrás de la casa y se pasaba al menos dos horas limpiándolo
y puliéndolo, dejándolo en el mejor estado posible para la ronda del miércoles
por la tarde. Había adaptado el motor para que funcionara con gas metano, y tal
vez su habilidad manual fuera la razón principal por la cual la Residencia
Woburn no se había venido abajo. Había reparado las cañerías, instalado las
duchas y cavado un pozo nuevo. Éstas y otras muchas mejoras habían permitido
que la casa siguiera funcionando en las épocas más difíciles. Su nieto,
Willie, era su ayudante en todos estos proyectos, siguiéndolo silenciosamente
de un trabajo a otro; una pequeña figura adusta y raquítica enfundada en un
jersey verde con capucha. Frick pretendía enseñarle lo suficiente para que se
hiciera cargo de todo cuando él muriera, pero Willie no era un alumno muy
brillante.
—No hay que
preocuparse —me dijo un día Frick al respecto—, hay que entrar despacio en
Willie. No hay prisa por lo que sepa. Cuando yo esté listo para estirar la
pata, el chico también será un viejo.
Sin embargo, la
que más se interesaba por mí era Victoria. Ya he hablado de lo importante que
era para ella mi recuperación, pero creo que había algo más. Estaba ansiosa
por tener con quién hablar, y cuando comencé a recuperar mis fuerzas, venía a
verme más a menudo. Desde la muerte de su padre había llevado el refugio sola
con Frick y Willie, pero no tenía a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Poco a poco, yo me convertí en esa persona. No nos resultaba difícil hablar, y
a medida que nuestra amistad crecía, me daba cuenta de que teníamos muchas
cosas en común. Si bien es cierto que yo no procedía de la misma clase social
que Victoria, mi niñez había sido fácil, llena de ventajas y lujos burgueses;
había vivido con la sensación de que todos mis deseos estaban dentro del ámbito
de lo posible. Había asistido a buenos colegios y era capaz de hablar de
literatura. Conocía la diferencia entre un Beaujolais y un Bordeaux y
comprendía por qué Schubert era mejor músico que Schumann. Considerando que
Victoria había nacido en un sitio como la Residencia Woburn, yo estaba más
cerca de pertenecer a su propia clase que cualquier otra persona que hubiera conocido
en los últimos años. Con esto no quiero decir que Victoria fuera una esnob; el
dinero no le interesaba y había vuelto la espalda a aquellas cosas que antes
representaba. Pero compartíamos un cierto lenguaje, y cuando ella me hablaba
de su pasado, yo lo comprendía sin tener que pedirle explicaciones.
Había estado
casada dos veces, una vez por poco tiempo «en un espléndido arreglo social»,
como le llamaba con sarcasmo; y otra vez con un hombre al que llamaba Tommy,
aunque nunca supe su apellido. Aparentemente era un abogado, y con él había
tenido dos hijos, un niño y una niña. Cuando empezaron los conflictos, él se
había metido cada vez más en política, trabajando primero como subsecretario
del Partido Verde (en un momento dado, todos los grupos políticos eran
designados por colores), y luego, cuando el Partido Azul absorbió a su
organización en una maniobra de alianza estratégica, como coordinador urbano de
la zona oeste de la ciudad. En la época de las primeras concentraciones contra
los hombres de las ruinas, once o doce años antes, había quedado atrapado en
una manifestación en Nero Prospect y lo había matado una bala de la policía.
Después de la muerte de Tommy, el padre de Victoria le rogó que abandonara el
país con los niños (que entonces tenían tres y cuatro años), pero ella se negó.
En su lugar, envió a los niños a vivir a Inglaterra con los padres de Tommy.
Decía que no quería ser una de esas personas que lo abandonaban todo para
salir corriendo, pero tampoco quería someter a sus hijos a los desastres que
iban a venir. Yo creo que hay decisiones que nunca habría que verse forzado a
tomar, elecciones que dejan una carga demasiado grande en la conciencia. Elijas
lo que elijas, siempre vas a arrepentirte, y seguirás arrepintiéndote el resto
de tu vida. Los niños se fueron a Inglaterra y durante uno o dos años, Victoria
logró mantenerse en contacto con ellos por carta. Luego el sistema de Correos
comenzó a funcionar mal, las comunicaciones se volvieron esporádicas e
imprevisibles —la angustia permanente de la espera, los mensajes arrojados
ciegamente al mar—, y por fin pararon por completo. Hacía ocho años de esto;
Victoria no había sabido nada de ellos desde entonces y ya había perdido la esperanza
de volver a hacerlo.
Te cuento todo
esto para que veas los puntos en común de nuestras experiencias, los lazos que
ayudaron a crear nuestra amistad. La gente que ella había amado salió de su
vida igual que la gente que yo amaba de la mía. Nuestros maridos e hijos, su
padre y mi hermano, todos ellos se habían desvanecido en la muerte y en la
incertidumbre. Yo ya estaba recuperada como para irme (aunque ¿tenía adónde
ir?) y sin embargo me pareció lo más natural que me invitara a quedarme en la
Residencia Woburn, para trabajar como miembro de la administración. No era la
solución que yo hubiera deseado para mí, pero dadas las circunstancias no veía
otra alternativa. La filosofía caritativa del lugar me hacía sentir algo
incómoda; la idea de ayudar a la gente, de sacrificarse uno mismo por una
causa, eran conceptos demasiado abstractos para mí, demasiado ambiciosos y
altruistas. El libro de Sam me había dado algo en lo cual creer, pero Sam había
sido mi amor, mi vida, y yo me preguntaba si tendría capacidad para entregarme
a gente que no conocía. Victoria advirtió mi reticencia, pero no discutió
conmigo ni intentó hacerme cambiar de opinión. Creo que esta discreción de su
parte fue lo que finalmente me indujo a aceptar; no pronunció ningún discurso
ni intentó convencerme de que iba a salvar mi alma, simplemente dijo:
—Hay mucho
trabajo, Anna, mucho más del que podemos aspirar a hacer. No tengo idea de lo
que sucederá contigo, pero a veces un corazón roto sana con el trabajo.
La rutina era
interminable y agotadora. No resultó una cura sino más bien una distracción,
pero cualquier cosa que mitigara mi dolor era bien recibida. No esperaba milagros,
después de todo, ya había agotado mis reservas de esperanzas, y sabía que a
partir de entonces todo sería un corolario, una vida espantosa y póstuma que
seguiría su curso aun cuando para mí estaba acabada. El dolor, por lo tanto, no
desapareció, pero poco a poco comencé a notar que lloraba menos, que no siempre
empapaba la almohada antes de dormirme, y una vez incluso descubrí que había
pasado tres horas enteras sin pensar en Sam. Eran pequeños triunfos, lo admito,
pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podía burlarme de ellos.
Abajo había seis
habitaciones con tres o cuatro camas en cada una. En el segundo piso había dos
habitaciones privadas, aisladas para casos difíciles, y fue en una de ellas
donde pasé mis primeras semanas en la Residencia Woburn. Cuando empecé a
trabajar me asignaron una habitación particular en el cuarto piso, la de
Victoria se encontraba al final del pasillo y Frick y Willie vivían en una
sala más amplia arriba de la suya. La otra integrante del personal vivía abajo,
en una habitación contigua a la cocina. Era Maggie Vine, una mujer sordomuda de
edad imprecisa que hacía de cocinera y lavandera. Era muy baja, tenía muslos
gruesos y robustos y una cara ancha cubierta por una maraña de pelo rojo.
Aparte de las conversaciones por signos que mantenía con Victoria, no se
comunicaba con nadie más. Trabajaba en una especie de trance sombrío,
cumpliendo con cada tarea que se le asignaba de un modo obstinado y eficaz
durante tantas horas que a veces me preguntaba si alguna vez dormía. Rara vez
me saludaba o demostraba que advertía mi presencia, pero de vez en cuando,
cuando estábamos las dos solas, me tocaba el hombro, me ofrecía una radiante
sonrisa y acto seguido pasaba a imitar una elaborada pantomima de una cantante
de ópera interpretando un aria, con gestos histriónicos y garganta vibrante.
Luego saludaba con gracia, aceptando los aplausos de un público imaginario, y
de repente, volvía a su trabajo, sin transición ni pausa. Era una verdadera
locura, ocurrió seis o siete veces, y nunca supe si lo hacía para divertirme o
para asustarme. Según me dijo Victoria, en los ocho años que llevaba allí,
Maggie nunca había cantado para nadie más.
Todos los
residentes (así los llamábamos) tenían que aceptar ciertas condiciones antes de
quedarse en la Residencia Woburn. Nada de peleas o robos, por ejemplo, y buena
disposición para colaborar en las tareas: hacerse la cama, llevar su plato a la
cocina después de comer, cosas por el estilo. A cambio, se les daba habitación
y comida, una nueva muda de ropa, la oportunidad de ducharse cada día y el uso
irrestricto de las instalaciones. Esto incluía la sala de abajo —que tenía unos
cuantos sofás y sillones, y una biblioteca bien surtida y varias clases de
juegos— así como el patio de atrás de la casa, un lugar especialmente agradable
cuando hacía buen tiempo. Allí había un campo de croquet al fondo, una red de
badminton y unas cuantas sillas de jardín. Desde cualquier punto de vista, la
Residencia Woburn era un paraíso, un refugio idílico de la miseria y la
indigencia del exterior. Tú pensarás que cualquiera que tuviera la oportunidad
de pasar unos días en un lugar como éste, disfrutaría cada momento de su
estancia, pero no siempre era así. La mayoría estaba agradecida, por supuesto,
la mayoría apreciaba lo que se hacía por ellos, pero muchos otros lo pasaban
mal. Las peleas entre residentes eran muy comunes y prácticamente cualquier
cosa podía desencadenarlas: la forma en que alguien comía o se hurgaba la
nariz, la opinión de uno en contra de la de otro, el modo en que alguien
tosía o roncaba cuando los demás intentaban dormir; todas las pequeñas disputas
que se originan cuando un grupo de gente se ve obligada a convivir. Supongo que
no hay nada extraño en ello, pero siempre me pareció patético, una mezquina y
ridícula farsa interpretada una y otra vez. Casi todos los residentes de Woburn
habían estado viviendo en la calle durante mucho tiempo. Tal vez el contraste
entre aquella vida y ésta fuera un golpe muy duro para ellos. Uno se acostumbra
a preocuparse sólo por sí mismo, a pensar únicamente en su propio bienestar, y
de repente alguien le dice que tiene que cooperar con un montón de
desconocidos, la misma clase de gente de la que uno ha aprendido a desconfiar.
Sabiendo que le tocará volver a la calle en pocos días más, ¿vale realmente la
pena cambiar de personalidad?
Otros residentes
parecían casi desilusionados por lo que encontraron en la Residencia Woburn.
Eran aquellos que habían esperado tanto antes de ser admitidos que habían
exagerado sus expectativas más allá de lo razonable, convirtiendo a la
Residencia Woburn en un paraíso terrenal, en el objeto de todos los deseos
imaginables. La idea de llegar a vivir allí los había mantenido en pie de un
día para el otro, pero una vez que lograban entrar, solían sentirse
defraudados. Después de todo, no penetraban en un reino encantado. La
Residencia Woburn era un lugar muy agradable, pero seguía perteneciendo al
mundo real, y lo que allí encontraban era sólo otro aspecto de la vida; una
vida mejor, tal vez, pero aun así la vida que siempre habían conocido. Lo más
asombroso era ver con qué rapidez la gente se adaptaba a las comodidades
materiales que les ofrecía: camas, duchas, buena comida, ropa limpia y la
posibilidad de no hacer nada en absoluto. Después de dos o tres días, hombres y
mujeres que habían estado alimentándose de basura, se sentaban ante una gran
comida dispuesta sobre una mesa engalanada, con la misma naturalidad y
compostura de unos gordos ciudadanos burgueses. Quizás no sea tan extraño como
parece. Todos damos las cosas por sentadas, y cuando se trata de cuestiones tan
básicas como comida o techo, que probablemente nos correspondan por derecho
natural, no necesitamos mucho tiempo para sentirlas como algo inherente a
nosotros mismos. Sólo somos conscientes de lo que teníamos, cuando lo perdemos;
tan pronto como lo recuperamos, dejamos de apreciarlo nuevamente. Ése era el
problema con la gente que se sentía defraudada por la Residencia Woburn.
Habían vivido en la indigencia durante tanto tiempo, que no podían pensar en
otra cosa; pero cuando recuperaban lo perdido, se asombraban al descubrir que
en realidad no experimentaban grandes cambios. El mundo era el mismo de
siempre; ahora sus estómagos estaban llenos, pero ninguna otra cosa se había
modificado en lo más mínimo.
Siempre
tomábamos la precaución de advertir a la gente sobre las dificultades del
último día, pero creo que nuestros consejos nunca ayudaron demasiado a nadie.
Es imposible prepararse para algo así, y no había forma de predecir quién se
resistiría en el momento crucial, y quién no. Algunos se iban sin mayores
traumas, pero otros no podían enfrentarse a ello. Sufrían enormemente con el
mero pensamiento de tener que regresar a las calles, especialmente los más
amables, los más agradables, la gente más agradecida por la ayuda que les
habíamos brindado; y había momentos en que yo me preguntaba si todo esto valía
la pena, si no hubiese sido preferible no hacer nada, antes que enseñarles un
regalo y quitárselos de las manos un momento después. Había una crueldad
intrínseca en este asunto que a menudo me resultaba insoportable. Ver a
hombres y mujeres mayores caer de repente a tus pies y suplicarte por un día
más; ser testigo de sus lágrimas, los lamentos, los ruegos desesperados. Algunos
fingían enfermedades, se desmayaban y quedaban inmóviles, simulando estar
paralizados; otros llegaban a autolesionarse, cortándose las muñecas,
lastimándose las piernas con tijeras, amputándose dedos de las manos o de los
pies. Luego, los más radicales optaban por el suicidio; yo recuerdo al menos
tres o cuatro. Se suponía que en la Residencia Woburn estábamos ayudando a la
gente, pero había casos en que en realidad la destruíamos.
Sin embargo, el
dilema era inmenso. A partir del momento en que uno acepta la idea de que
puede haber algo positivo en un sitio como la Residencia Woburn, se sumerge en
un mar de contradicciones. No es tan simple como decir que los residentes
deberían quedarse más tiempo, en especial si uno pretende ser justo, porque
¿qué pasa con todos los otros que hacen cola afuera, esperando la oportunidad
de entrar? Por cada persona que ocupaba una cama en la Residencia Woburn, había
docenas suplicando ser admitidas. ¿Qué es mejor, ayudar un poco a muchas
personas o mucho a unas pocas? No creo que haya respuesta para esta pregunta.
El doctor Woburn había comenzado esta organización con un sistema determinado,
y Victoria estaba dispuesta a ajustarse a él hasta el fin. Eso no lo hacía
necesariamente más justo, pero tampoco lo contrario. El problema no residía en
el método, sino en la naturaleza misma de la cuestión. Había demasiada gente
que necesitaba ayuda, y no la suficiente para ayudarles. Las cifras eran
abrumadoras, implacables en la desolación que producían. No importaba cuánto
trabajaras, no había forma de escapar del fracaso. Ésta era la esencia de la
cuestión: a menos que estuvieras dispuesta a aceptar la total inutilidad de tu
trabajo, no tenía sentido continuar con él.
Me pasaba casi
todo el tiempo entrevistando a los futuros residentes, apuntando sus nombres
en una lista, resolviendo quién iba a ingresar y cuándo. Las entrevistas
tenían lugar entre las nueve de la mañana y la una del mediodía, y en general
hablaba con veinte o veinticinco personas por día. Les veía por separado, uno
después del otro, en el recibidor de la casa. Aparentemente en otros tiempos se
habían producido unos cuantos incidentes desagradables —ataques violentos,
grupos de gente tratando de entrar a la fuerza—, por lo cual siempre había un
guardia armado de servicio mientras se realizaban las entrevistas. Frick
vigilaba en las escalinatas de entrada con un rifle para asegurarse de que la
cola se movía en orden sin salirse de control. La cantidad de gente que
esperaba fuera era asombrosa, en especial en los meses cálidos. Lo más común es
que hubiera entre cincuenta y setenta y cinco personas en la calle todo el
tiempo. Esto significaba que casi toda la gente que yo veía había estado
esperando de tres a seis días sólo por la oportunidad de ser entrevistada,
durmiendo en la acera, avanzando lentamente en la cola, aguantando estoicamente
hasta que les llegara el turno. Uno a uno entraban a verme, vacilantes, un
torrente de gente interminable y sin pausa. Se sentaban frente a mí en una
silla tapizada en piel roja, y yo les hacía todas las preguntas pertinentes.
Nombre, edad, estado civil, ocupación anterior, último domicilio fijo,
etcétera. Esto no llevaba más que un par de minutos, pero la entrevista rara
vez acababa allí. Todos querían contarme su historia y yo no tenía más remedio
que escuchar. Cada relato era diferente, pero en el fondo todos eran iguales.
Las adversidades de la suerte, los errores de cálculo, el peso creciente de las
circunstancias. Nuestras vidas no son otra cosa que la suma de múltiples
contingencias, y no importa cuán distintas sean en sus detalles, todas comparten
una esencia fortuita: esto luego aquello, y a causa de aquello, esto otro. «Un
día me desperté y lo vi; me lastimé la pierna y entonces no puede correr lo
suficientemente rápido; mi mujer dijo, mi madre cayó, mi esposo olvidó».
Escuché cientos de estas historias, y había ocasiones en que pensaba que no
podría soportarlo más. Tenía que ser comprensiva, asentir en los momentos
indicados, pero los modales calmos y profesionales que intentaba mantener eran
una pobre defensa contra las cosas que oía. Yo no estaba hecha para escuchar la
historia de las chicas que trabajaban de prostitutas en las Clínicas de
Eutanasia, no me sentía capacitada para oír a las madres que contaban cómo
habían muerto sus hijos. Era demasiado horrible, demasiado implacable, y todo lo
que podía hacer era esconderme tras la máscara de mi trabajo. Apuntaba el
nombre de la persona en la lista y le daba una fecha; dos, tres e incluso
cuatro meses más adelante.
—Entonces
tendremos un hueco para usted —les aseguraba.
Cuando por fin
ingresaban en la Residencia, yo era la encargada de recibirlos. Ése era mi
trabajo principal por las tardes: enseñar el lugar a los recién llegados,
explicarles las normas, ayudarles a establecerse. Casi todos conseguían
acudir a la cita que habíamos acordado tantas semanas antes, pero algunos no
venían; no resultaba muy difícil adivinar la razón. Según las reglas,
guardábamos la plaza durante un día entero; si para entonces la persona no
aparecía, borrábamos su nombre de la lista.
El proveedor de
la Residencia Woburn era un hombre llamado Boris Stepanovich. Él nos traía la
comida necesaria, las tabletas de jabón, las toallas, alguna pieza ocasional
de un artefacto. Venía cuatro o cinco veces por semana, trayendo la mercancía
que habíamos pedido y llevándose algún otro tesoro del patrimonio Woburn:
una tetera de
porcelana, un juego de fundas de sillones, un violín o el marco de un cuadro,
todos los objetos que habían almacenado en la quinta planta y que aún seguían
manteniendo la Residencia Woburn. Boris Stepanovich llevaba muchos años con
ellos, según contaba Victoria, desde la época de los primeros refugios del
doctor Woburn. Aparentemente, los dos hombres habían sido amigos muchos años,
aunque teniendo en cuenta lo que yo había oído sobre el doctor Woburn, me
sorprendía que pudiera haberse relacionado con un personaje tan equívoco como
Stepanovich. Creo que tenía algo que ver con que una vez el doctor había
salvado la vida de Boris, o tal vez fuera lo contrario. Escuché varias
versiones distintas de la historia y nunca llegué a saber cuál era la
verdadera. Boris Stepanovich era un hombre robusto de mediana edad, casi gordo
para los estándares de la ciudad. Le gustaban las ropas estrambóticas (gorros
de piel, bastones, flores en la solapa), y en su cara redonda y brillante
había algo que recordaba a un jefe indio o a un potentado oriental. Todo lo que
hacía tenía un cierto estilo, incluso la forma en que fumaba sus cigarrillos,
sujetándolos estrechamente entre el pulgar y el índice, inhalando el humo con elegante,
despreocupada indiferencia, y luego soltándolo a través de sus abultados
orificios nasales como el vapor de una tetera hirviente. Por lo general resultaba
difícil seguir sus conversaciones, y cuando lo conocí mejor me acostumbré a
esperar una gran dosis de confusión cada vez que Boris Stepanovich abría la
boca. Era aficionado a los conceptos oscuros y alusiones indirectas, y
adornaba las frases más simples con imágenes tan barrocas que siempre me perdía
al intentar comprenderle. Boris tenía miedo de que lo detuvieran, y empleaba
las palabras como un medio de locomoción, estaba siempre en movimiento,
corriendo y desplazándose, desapareciendo y apareciendo en otro sitio poco
después. En distintas ocasiones, me contó tantas historias diferentes sobre sí
mismo, hizo tantos balances contradictorios de su vida, que dejé de intentar
creerle. Un día me aseguraba que había nacido en la ciudad y había pasado allí
toda su vida; al siguiente, como si hubiese olvidado la historia anterior, me
decía que había nacido en París y que era el hijo mayor de un emigrante ruso. A
causa de ciertas dificultades con la policía turca en su juventud, había
adoptado otra identidad, y desde entonces se había cambiado el nombre tantas
veces que ya no podía recordar con seguridad cuál era el verdadero.
—No importa
—decía—. Un hombre debe vivir el presente y ¿qué importa quién eras la semana
pasada, si sabes quién eres hoy?
Según decía, en
sus orígenes, había sido un indio algonquino, pero después de la muerte de su
padre, su madre se había casado con un conde ruso. Él no se había casado
nunca, o se había casado tres veces, dependiendo de la versión que más le
conviniera en ese momento, ya que siempre que Boris Stepanovich se embarcaba en
una de estas historias personales, era para probar alguna cuestión, como si
recurriendo a su propia experiencia pudiera arrogarse una verdadera autoridad
en cualquier tema concreto. Por lo mismo, había desempeñado todos los trabajos
imaginables, desde la más humilde tarea manual hasta el más encumbrado cargo
ejecutivo. Había sido lavaplatos, malabarista, vendedor de coches, profesor de
literatura, carterista, agente inmobiliario, director de un periódico y
gerente de unos grandes almacenes especializados en ropa de señoras. Sin duda
me estoy olvidando de algo, pero supongo que te harás una idea. Boris
Stepanovich nunca esperaba que le creyeras, pero al mismo tiempo no consideraba
que sus invenciones fueran mentiras. Formaban parte de un plan casi consciente
de crear un mundo más agradable para sí mismo, un mundo que cambiara a su
antojo, que no estuviera sujeto a las mismas leyes y tristes necesidades que
nos hundían a todos los demás. A pesar de que todo esto no lo convertía en un
hombre realista, en la acepción más estricta de la palabra, tampoco se engañaba
a sí mismo. Boris Stepanovich no era el pedante confabulador que parecía, y
debajo de sus fanfarronadas e insensibilidad, siempre había el indicio de algo
más, una perspicacia, quizás, un don de profunda comprensión. No iría tan lejos
como para decir que era una buena persona (no en el sentido en que lo eran
Isabel y Victoria), pero Boris tenía sus propias reglas y se ajustaba a ellas.
Al contrario de cualquier otra persona que yo había conocido aquí, él conseguía
permanecer por encima de las circunstancias. Hambre, asesinatos, las peores
formas de crueldad, pasaba al lado de ellas, incluso a través de ellas, y aun
así, siempre salía ileso. Era como si se hubiese imaginado todas las
posibilidades por adelantado, y por lo tanto nunca se sintiera sorprendido de
lo que ocurría. Inmanente a esta actitud había un pesimismo tan profundo, tan
desolador, tan a tono con los hechos, que casi le daba un aspecto
despreocupado.
Una o dos veces
por semana, Victoria me pedía que acompañara a Boris Stepanovich en sus
recorridos por la ciudad, sus «expediciones de compra y venta», tal como él las
llamaba. Yo no servía de mucha ayuda, pero siempre me alegraba la oportunidad
de dejar mi trabajo, aunque sólo fuera por unas pocas horas. Creo que Victoria
me entendía y tenía cuidado de no forzarme mucho. Mis ánimos seguían bajos, y
la mayor parte del tiempo me encontraba en un estado de frágil sensibilidad,
me alteraba con facilidad y estaba malhumorada e incomunicativa sin razón
aparente. Quizás Boris Stepanovich fuera una buena medicina para mí, y empecé a
esperar con ansiedad nuestras pequeñas excursiones que me arrancaban de la
monotonía de mis pensamientos.
Boris nunca me
llevaba a comprar (nunca supe dónde adquiría la comida de la Residencia Woburn
ni cómo lograba conseguir lo que le pedíamos), pero con frecuencia le vi
vender los objetos de los que Victoria había elegido desprenderse. Se llevaba
un diez por ciento de las ventas, pero al mirarlo negociar cualquiera pensaría
que lo estaba haciendo sólo para sí mismo. Boris tenía la regla de no visitar
a un mismo agente de resurrección más de una vez al mes. Como consecuencia,
recorríamos la ciudad entera, dirigiéndonos a un sitio nuevo cada vez, con
frecuencia incursionando en zonas que yo nunca había visitado. Boris había
tenido un coche (un Stutz Bearcat, según decía), pero el estado de las calles
se había vuelto demasiado imprevisible y ahora hacía todas sus salidas a pie.
Llevando bajo el brazo el objeto que Victoria le había dado, improvisaba la
ruta mientras caminábamos, siempre evitando las concentraciones de gente. Me
llevaba por pasadizos escondidos y callejuelas desiertas, andando metódicamente
sobre el pavimento acanalado, evitando los numerosos peligros y obstáculos,
girando ahora a la izquierda y luego a la derecha, sin romper el ritmo en
ningún momento. Se movía con una agilidad sorprendente para un hombre de su
tamaño y a menudo me resultaba difícil seguir su paso. Canturreando canciones
para sí, parloteando sobre cualquier tema, Boris correteaba con enérgico buen
humor mientras yo me apresuraba para alcanzarlo. Parecía conocer a todos los
agentes de resurrección y empleaba una táctica distinta con cada uno, entrando
ruidosamente con los brazos abiertos en algunos lugares, asomándose
silenciosamente en otros. Cada personalidad tiene su punto débil y Boris se
esforzaba en aprovecharlo. Si un agente tenía debilidad por los halagos, Boris
siempre lo halagaba; si otro tenía predilección por el color azul, Boris le
llevaba objetos azules. Algunos preferían una conducta respetuosa, a otros les
gustaba que los trataran como camaradas, otros más sólo se interesaban por los
negocios. Boris les daba el gusto a todos, mintiéndoles sin el más mínimo
cargo de conciencia. Pero eso era parte del juego y Boris nunca lo veía como
otra cosa. Sus historias eran descabelladas, pero las inventaba con tanta
rapidez, las adornaba con detalles tan elaborados y hablaba con tal aire de
convicción, que era difícil no caer en ellas.
—Mi querido
amigo —decía, por ejemplo—, mire atentamente esta taza de té. Cójala con sus
propias manos, si así lo desea. Cierre los ojos, llévesela a la boca e
imagínese que está bebiendo té, así como yo mismo lo hice hace treinta y un
años en la sala de la condesa Oblomov. En aquella época yo era un joven
estudiante de literatura en la universidad, delgado aunque no lo crea, delgado
y apuesto, con una hermosa cabellera de pelo ondulado. La condesa era la mujer
más maravillosa de Minsk, una joven viuda de increíbles encantos. El conde,
heredero de la gran fortuna de los Oblomov, había muerto en un duelo (un
asunto de honor que no voy a discutir ahora), y puede imaginarse el efecto que
esto produjo en los hombres de su entorno. Tenía una legión de pretendientes,
sus salones eran la envidia de todo Minsk. Era una mujer tan extraordinaria,
amigo mío, que el recuerdo de su belleza nunca me abandona: el cabello rojo y
brillante, sus senos pálidos y erguidos, sus ojos centelleantes de ingenio y
con un atisbo esquivo de malicia. Era suficiente para volverlo a uno loco.
Competíamos por su atención, la adorábamos, le escribíamos poesías, todos
estábamos locamente enamorados. Pero fui yo, el joven Boris Stepanovich, el que
logró ganarse los favores de esta peculiar vampiresa. Modestia aparte, si usted
me hubiese visto entonces hubiera sabido el porqué. Teníamos citas en lugares
alejados de la ciudad, encuentros nocturnos, visitas clandestinas a mi
buhardilla (viajaba disfrazada por la ciudad), y pasé un largo y espléndido
verano como invitado en su mansión campestre. La condesa me abrumaba con su
generosidad; no sólo con la entrega de su persona, que hubiese sido suficiente,
se lo aseguro, más que suficiente, sino con los regalos que me hacía, con la
infinita bondad que demostraba conmigo: las obras de Pushkin encuadernadas en
piel, una tetera de plata, un reloj de oro, tantas cosas que nunca podría
enumerarlas todas. Entre ellas se encontraba un exquisito juego de té que había
pertenecido a un miembro de la corte francesa (el duque de Fantomas, según
creo) que yo usaba sólo cuando ella venía a visitarme, guardándolo para
aquellos momentos en que la pasión la inducía a atravesar las calles nevadas
de Minsk para refugiarse en mis brazos. Sin embargo, el tiempo es cruel y el
juego ha sufrido el paso de los años: los platillos se han cuarteado, las tazas
se han roto, muchas de las piezas se han perdido. Pero a pesar de todo, esta
única reliquia ha sobrevivido, este último vínculo con el pasado. Trátela con
dulzura, amigo mío, tiene usted mis recuerdos en esa mano.
Creo que el
truco consistía en hacer que las cosas inertes cobraran vida. Boris Stepanovich
desviaba la atención de los agentes de resurrección de las cosas, convenciéndoles
de que aquello que les vendía no era la taza de té, sino la mismísima condesa
Oblomov. No importaba si estas historias eran verdaderas o no; una vez que la
voz de Boris comenzaba su trabajo, lograba liar por completo el asunto.
Aquella voz era probablemente su arma más poderosa, tenía una increíble gama de
timbres y matices, y en sus discursos alternaba sonidos fuertes y débiles,
permitiendo que las palabras ascendieran y cayeran en una profunda e intrincada
andanada de sílabas. Boris tenía debilidad por las frases trilladas y los
sentimentalismos literarios, pero a pesar de la vulgaridad de sus palabras,
las historias eran muy realistas. La interpretación era fundamental, y Boris no
dudaba en utilizar los trucos más rastreros. Si era necesario, derramaba
lágrimas verdaderas; si la situación así lo requería, arrojaba un objeto al
suelo destrozándolo. Una vez, para probar su fe en un par de gafas de
apariencia frágil, hizo malabarismos con ellas durante más de cinco minutos. Yo
siempre me sentía un poco avergonzada por estas representaciones, pero no había
duda de que funcionaban. Después de todo, los precios se establecen por la ley
de la oferta y la demanda, y en aquel entonces no había mucha demanda por aquellas
valiosas antigüedades. Sólo los ricos podían darse el lujo de adquirirlas —los
comerciantes del mercado negro, los comisionistas de basura, los propios
agentes de resurrección—, y Boris no hubiese conseguido nada poniendo énfasis
en su utilidad. La verdad es que eran extravagancias, objetos para poseer como
símbolos de riqueza y poder, de ahí las historias sobre la condesa Oblomov y duques
franceses del siglo dieciocho. Cuando alguien compraba un jarrón antiguo de
Boris Stepanovich, no sólo obtenía un jarrón, junto con él adquiría un mundo
entero.
El apartamento
de Boris estaba en un pequeño edificio de Turquoise Avenue, a no más de diez
minutos de la Residencia Woburn. Con frecuencia, después de terminar nuestros
negocios con los agentes de resurrección, volvíamos allí a tomar una taza de
té. A Boris le gustaba mucho el té y casi siempre lo acompañaba con alguna
clase de pasta, verdaderos lujos de la Casa de las Tartas de Windsor Boulevard:
buñuelos de nata, bollos de canela, leonesas de chocolate, todos adquiridos a
precios escandalosos. Sin embargo, Boris no podía renunciar a estas pequeñas
concesiones y las saboreaba lentamente, masticando al ritmo de un leve zumbido
musical en la garganta, un constante rumor, mezcla de risa y suspiro prolongado.
Yo también me deleitaba con estos tés, aunque no tanto por la comida como por
la insistencia de Boris en que la compartiera con él.
—Mi joven y
viuda amiga está demasiado demacrada —solía decir—. Debemos engordarla,
devolverle la lozanía a sus mejillas, debemos devolver el brillo a los ojos de
Anna Blume.
Resultaba
difícil no disfrutar de este tratamiento, y había momentos en que tenía la
sensación de que todo el entusiasmo de Boris era sólo una farsa representada en
mi provecho. Uno por uno, interpretaba los papeles de payaso, bribón o
filósofo; pero cuanto más lo conocía, más los veía como parte de una única
personalidad, blandiendo todas sus armas con el fin de volverme a la vida. Nos
volvimos muy buenos amigos, y tengo una deuda de gratitud con Boris por su
compasión, por los duros y constantes ataques que lanzaba contra la muralla de
mi tristeza.
El apartamento
era un miserable recinto con tres habitaciones, repleto de objetos acumulados
durante años: vajilla, ropa, maletas, mantas, alfombras y toda clase de
chucherías. Apenas llegaba a casa, Boris se metía en su habitación, se quitaba
el traje, lo colgaba cuidadosamente en el armario y se ponía un par de
pantalones viejos, zapatillas y una bata. Esta última era un recuerdo bastante
curioso de días pasados, una prenda larga realizada en terciopelo rojo con
cuello y puños de armiño, ahora completamente raída, con agujeros de polillas
en las mangas y la espalda deshilachada; pero Boris la usaba con su
acostumbrada desenvoltura. Después de alisar hacia atrás sus cabellos ralos y
mojarse el cuello con colonia, volvía al estrecho y polvoriento salón para
preparar el té.
Casi siempre me
contaba historias de su vida, pero algunas veces hablaba de las cosas que
tenía en la habitación, cajas de curiosidades, extraños tesoros, los restos de
miles de expediciones de compra y venta. Boris estaba especialmente orgulloso
de la colección de sombreros que guardaba en un gran baúl de madera situado al
lado de la ventana; no sé cuántos sombreros tenía pero creo que dos o tres
docenas, tal vez más. A veces escogía un par para que usáramos mientras bebíamos
el té. Este juego le divertía mucho y debo admitir que yo también disfrutaba
con él, aunque me costaría mucho explicar por qué. Había sombreros hongo, de
vaqueros, feces, cascos, birretes y boinas, cualquier tipo de tocado
imaginable. Cada vez que le preguntaba a Boris por qué los coleccionaba, me
daba una respuesta diferente. Una vez me dijo que usar gorros era parte de su
religión; otra vez me explicó que cada uno de esos sombreros había pertenecido
a un pariente y que los usaba para comunicarse con sus antepasados muertos.
Decía que al ponerse un sombrero, adquiría las cualidades de su antiguo dueño.
Lo cierto es que le había puesto un nombre a cada uno de ellos, aunque yo creo
que eran más bien manifestaciones de sus propios sentimientos hacia los
sombreros, antes que la representación de seres que habían existido realmente.
El fez, por ejemplo, era el tío Abduhl; el sombrero hongo, sir Charles; el
birrete, el profesor Solomon. Sin embargo, en otra ocasión, cuando volví a
mencionar el tema, Boris me dijo que le gustaba usar sombreros porque así
impedía que los pensamientos se le volaran de la cabeza. Si ambos los usábamos
mientras bebíamos el té, seguramente tendríamos conversaciones más inteligentes
y estimulantes.
—Le chapean
influence le cerveau —decía de repente en francés—. Si on protège la tete, la pensée n'est plus bête.
Sólo recuerdo
una ocasión en que Boris pareció bajar la guardia, y ésa es la conversación
que tengo más presente, la que permanece más vividamente. Aquel día llovía,
un aguacero interminable y monótono, y yo me quedé más de lo habitual,
resistiéndome a abandonar el calor del apartamento para volver a la Residencia
Woburn. Boris estaba de un humor extrañamente meditativo y yo había llevado la
voz cantante durante casi toda la visita. Cuando me armé de valor para ponerme
el abrigo y despedirme (recuerdo el olor al paño húmedo, el reflejo de las
velas en la ventana, la intimidad del momento, propio de un refugio), Boris
cogió mi mano y la apretó estrechamente en la suya, mirándome con una sonrisa
siniestra y enigmática.
—Debes
comprender que todo es un espejismo, querida mía.
—No estoy segura
de entenderte, Boris.
—La Residencia
Woburn está construida sobre cimientos de nubes.
—A mí me parece
perfectamente sólida. Estoy allí cada día, ya lo sabes, y la casa nunca se ha
movido. Ni siquiera ha temblado.
—Por ahora no.
Pero dale un poco de tiempo y verás lo que quiero decir.
—¿Cuánto es «un
poco de tiempo»?
—Lo que sea. Las
habitaciones del quinto piso ya no darán más de sí, ya me entiendes, y tarde o
temprano no quedará nada para vender. Las reservas ya están escaseando, y una
vez que algo se termina, no hay forma de recuperarlo.
—¿Y eso te
parece tan terrible? Todo se acaba, Boris, y no veo por qué la Residencia
Woburn habría de ser diferente.
—Para ti es
fácil decirlo, ¿pero qué pasará con la pobre Victoria?
—Victoria no es
tonta. Estoy segura de que ya ha pensado en estas cosas.
—Victoria
también es obstinada. Seguirá allí hasta que se le acabe el último glot y
entonces no acabará mejor que la gente a la que ha intentado ayudar.
—¿No crees que
es asunto suyo?
—Sí y no. Yo le
prometí a su padre que la cuidaría, y no pienso romper mi promesa. ¡Si la
hubieses visto cuando era joven, hace unos años, antes del colapso! ¡Era tan
hermosa, estaba tan llena de vida! Me aterra pensar que pueda sucederle algo.
—Me sorprendes,
Boris. Hablas como un verdadero sentimental.
—Me temo que
todos hablamos nuestro propio lenguaje fantástico. Puedo prever el futuro y lo
que veo no me gusta nada. Los fondos de la Residencia Woburn llegarán a su
fin. Yo tengo algunos recursos adicionales en esta casa, por supuesto —aquí
Boris abarcó todos los objetos en un solo gesto—, pero también éstos se
acabarán. A menos que empecemos a mirar hacia adelante, no tendremos mucho
futuro.
—¿Qué quieres
decir?
—Hacer planes,
considerar las posibilidades, actuar.
—¿Y esperas que
Victoria te siga?
—No
necesariamente. Pero tú estás de mi parte, al menos ésa es una ventaja.
—¿Qué te hace
pensar que yo pueda tener influencia sobre ella?
—Lo veo con mis
propios ojos. Sé lo que está pasando allí; Victoria nunca ha reaccionado ante
nadie como contigo. Está totalmente prendada de ti.
—Sólo somos
amigas.
—Hay mucho más
que eso, querida, mucho más.
—No sé de qué
estás hablando.
—Lo sabrás.
Tarde o temprano comprenderás todo lo que te digo, te lo garantizo.
Boris tenía
razón, con el tiempo lo comprendí. Por fin sucedieron todas esas cosas que
estaban a punto de suceder. Sin embargo, me costó bastante darme cuenta. De hecho,
sólo advertí lo que pasaba cuando lo tuve frente a mí, aunque tal vez eso pueda
excusarse, ya que soy la persona más ignorante que haya existido.
Ten paciencia.
Sé que ahora empiezo a balbucear, pero las palabras no acuden en mi ayuda para
decir lo que quiero. Debes tratar de imaginarte cómo eran las cosas para
nosotros entonces, la sensación de la fatalidad pesando sobre nosotros, el
aire de irrealidad que parecía acechar en todo momento. Lesbianismo es sólo una
palabra objetiva, pero no hace justicia a los hechos. Victoria y yo no nos
convertimos en pareja en el sentido habitual de la palabra. Más bien, cada una
de nosotras se convirtió en un refugio para la otra, el sitio donde podíamos
acudir a buscar consuelo para la soledad. Al final, el sexo era lo menos
importante. Después de todo, un cuerpo es sólo un cuerpo, y en realidad no
importa si la mano que te toca es la de un hombre o la de una mujer. Estar con
Victoria me brindó placer, pero también me infundió valor para vivir otra vez
en el presente. Esto era lo más importante; dejé de mirar hacia atrás todo el
tiempo, y poco a poco se fueron sanando las innumerables heridas que llevaba
conmigo. No volví a sentirme un ser completo, pero al menos dejé de odiar mi
vida. Una mujer se había enamorado de mí y yo descubrí que era capaz de
amarla. No te pido que lo entiendas, sólo que lo aceptes como un hecho. Hay
muchas cosas en mi vida de las cuales me arrepiento, pero ésta no es una de
ellas.
Comenzó hacia el
final del verano, tres o cuatro meses después de mi llegada a la Residencia
Woburn. Victoria vino a charlar a mi habitación por la noche; yo estaba
agotada, me dolía la espalda y me sentía más desanimada que de costumbre.
Comenzó a masajearme la espalda de forma amistosa, intentando relajar mis
músculos, del mismo modo cortés en que lo haría una hermana en las mismas
circunstancias. Sin embargo, nadie me había tocado en muchos meses (no desde la
última noche que pasé con Sam), y yo casi había olvidado lo bien que sentaba
un masaje como aquél. Victoria siguió deslizando sus manos hacia arriba y hacia
abajo de mi columna y finalmente las metió por debajo de la camiseta, tocando
la piel desnuda con sus dedos. Aquello era extraordinario y pronto comencé a
sentir que flotaba de placer, como si mi cuerpo estuviera a punto de estallar.
Incluso entonces, creo que ninguna de las dos sabía lo que iba a suceder. Fue
un proceso lento, avanzó sinuosamente paso a paso, sin un objetivo claro en
mente. Llegado un momento, la sábana dejó mis piernas al descubierto y no me
preocupé por subirla. Las manos de Victoria recorrían zonas cada vez más
amplias de mi cuerpo, abarcando mis piernas y nalgas, vagando sobre mis
costados hasta los hombros, y por fin no hubo parte de mi cuerpo que se
resistiera a sus caricias. Giré, apoyándome sobre la espalda, y allí estaba
Victoria inclinándose ante mí, desnuda bajo la bata, un pecho asomado por la
abertura.
—Eres tan
hermosa —le dije— que quisiera morir.
Me incorporé un
poco y comencé a besarle el pecho, aquel seno turgente y hermoso, tanto más
grande que los míos, rozando la aureola de color marrón claro, moviendo la
lengua a lo largo de la red de venas azules que se adivinaban casi en la
superficie. Me pareció algo grave y chocante, y en los primeros instantes sentí
que me hundía en un deseo que sólo se encuentra en las profundidades de los
sueños, pero ese sentimiento no duró mucho y me abandoné, me dejé arrastrar por
completo.
Durante los
meses siguientes seguimos acostándonos y por fin comencé a sentirlo como algo
natural. El tipo de trabajo de la Residencia Woburn era demasiado
desmoralizador si uno no tenía en quién apoyarse, sin un lugar permanente donde
expresar los sentimientos. Demasiada gente iba y venía, demasiadas vidas
pasaban a tu lado, y cuando llegabas a conocer a una persona, ésta ya tenía que
hacer las maletas para marcharse. Entonces vendría otra, dormiría en la misma
cama, se sentaría en la misma silla, caminaría sobre la misma parcela de
tierra; luego llegaría su hora de marchar y el proceso entero comenzaría de
nuevo. Por el contrario, Victoria y yo estábamos allí, la una para la otra, en
las buenas y en las malas como solíamos decir, y aquello era lo único inmutable
en medio de los cambios que se sucedían a nuestro alrededor. Gracias a este
vínculo, pude reconciliarme con mi trabajo, y eso a su vez tranquilizó mi
espíritu. Luego sucedieron otras cosas y ya no nos fue posible seguir. Hablaré
de esto en un momento, pero lo importante es que en realidad nada cambió. El
vínculo seguía allí, y yo descubrí de una
vez y para siempre que Victoria era una persona extraordinaria.
Fue a mediados
de diciembre, justo para las primeras oleadas importantes de frío. El invierno
no llegó a ser tan crudo como el anterior, pero entonces nadie podía predecirlo.
El frío trajo consigo todos los malos recuerdos del año anterior, y se podía
apreciar cómo crecía el pánico en las calles, la desesperación de la gente
preparándose para la embestida. Las colas a las puertas de la Residencia
Woburn se volvieron más largas que en los meses anteriores, y tuve que trabajar
horas extra para acoger esta demanda adicional. Recuerdo que aquella mañana en
particular había visto diez u once personas en rápida sucesión, cada una con
una horrible historia que contar. Una de ellas —su nombre era Felisa Reilly,
una mujer de unos sesenta años— estaba tan acongojada que se derrumbó y se puso
a llorar frente a mí, cogiéndome la mano y pidiéndome que la ayudara a
encontrar a su marido, que había salido en junio y no había vuelto a aparecer.
¿Qué esperabas que dijera?
—No puedo dejar
mi puesto e irme a vagabundear por ahí con usted —le dije—, tengo demasiado
trabajo aquí.
Sin embargo,
ella continuó haciendo una escena y acabé enfadándome por su insistencia.
—Mire —le dije—,
usted no es la única mujer en la ciudad que ha perdido a su marido. El mío ha
desaparecido igual que el suyo, y por lo que sé ambos estarán muertos. ¿Acaso
estoy llorando y tirándome de los pelos? Es algo que todos tenemos que
afrontar.
Me aborrecí a mí
misma por soltarle todos esos lugares comunes y por tratarla tan bruscamente,
pero me resultaba difícil razonar ante su histeria y sus cuentos sobre el
señor Reilly, sus tres hijos y el viaje de luna de miel que habían hecho
treinta y siete años antes.
—No me importa
lo que le haya pasado a usted —me dijo por fin—. Una zorra insensible como
usted no merece tener marido. Puede coger su elegante Residencia Woburn y
metérsela donde le quepa. Si el buen doctor la escuchara hablar, se revolvería
en su tumba.
Algo así, aunque
no recuerdo las palabras exactas. Entonces la señora Reilly se puso de pie y se
marchó con un último gesto de indignación. En cuanto salió, apoyé la cabeza
sobre el escritorio y cerré los ojos, preguntándome si no estaría demasiado
cansada para ver a más gente. La entrevista había sido un desastre sólo por
culpa mía, por sacar a relucir mis sentimientos. No tenía excusa, no había
justificación para descargar mis problemas sobre una pobre mujer que obviamente
estaba fuera de sí por el dolor. Debo de haberme adormecido, sólo unos cinco
minutos, tal vez apenas un instante, no puedo asegurarlo. Todo lo que sé es
que pareció mediar una distancia infinita entre aquel momento y el siguiente,
desde que cerré los ojos hasta que volví a abrirlos. Levanté la vista y allí
estaba Sam, sentado frente a mí para que lo entrevistara. Al principio pensé
que aún estaba dormida.
«Es un espejismo
—me dije a mí misma—, viene de esos sueños en que uno se imagina que ha
despertado, pero el despertar es sólo una parte más del sueño.»
Luego pronuncié
mentalmente su nombre —«Sam»—, y de inmediato comprendí que no podía ser otro
más que él. Era Sam, pero al mismo tiempo no lo era. Era Sam en otro cuerpo,
con cabello cano y magulladuras en la cara, con los dedos negros y encallecidos
y las ropas en harapos. Estaba allí sentado con una expresión tétrica y totalmente
ausente en la mirada, hundido en sí mismo, según me pareció, perdido por
completo. Lo vi todo en un instante, un torbellino, un parpadeo. Era Sam, pero
no me reconocía, no sabía quién era yo. Sentí cómo mi corazón latía con fuerza
y por un momento creí que iba a desmayarme. Entonces, lentamente, dos lágrimas
comenzaron a rodar por las mejillas de Sam. Se mordía el labio inferior y su
mentón temblaba, a punto de perder el control. De repente, todo su cuerpo
empezó a temblar, lanzó una bocanada de aire y no pudo contener más los
sollozos que había intentado reprimir. Giró la cabeza para que no le viera, aún
tratando de mantener el control, pero los espasmos siguieron convulsionando su
cuerpo y aquel sonido contenido y ronco continuó escapando de sus labios
cerrados. Yo me levanté de la silla, caminé vacilante hasta el otro lado del
escritorio y lo abracé. Apenas lo toqué, escuché el crujir de los periódicos
que acolchaban su abrigo. Un momento después, comencé a llorar y ya no pude
parar. Me aferré a él tan fuerte como pude, hundiendo mi cara en su abrigo, y
lloré sin parar.
Aquello sucedió
hace más de un año. Pasaron varias semanas antes de que Sam estuviera en
condiciones de hablar de lo que le había ocurrido, pero aun entonces sus
historias eran vagas, llenas de incoherencias y lagunas. Decía que todo parecía
mezclarse y que tenía dificultades para distinguir los límites de los hechos,
no podía separar un día del otro. Recordaba que había esperado que yo volviera,
sentado en la habitación hasta las seis o siete de la mañana, y que luego había
salido a buscarme. Había regresado después de medianoche y para entonces la biblioteca
ya ardía en llamas. Se quedó junto a la gente reunida para ver el incendio y
luego, cuando el techo por fin se derrumbó, vio cómo nuestro libro se quemaba
junto con todo lo demás en el edificio. Decía que podía verlo de verdad en su
imaginación, que supo en qué preciso momento las llamas penetraron en nuestra
habitación y devoraron las páginas de nuestro manuscrito.
A partir de ese
momento todo perdía nitidez. Tenía el dinero en el bolsillo, cargaba las ropas
a su espalda y eso era todo. Durante dos meses no hizo otra cosa más que
buscarme, durmiendo donde podía, comiendo sólo cuando no aguantaba más. De este
modo consiguió mantenerse a flote, pero a fines del verano ya casi no le quedaba
dinero. Lo peor, según dijo, fue que un buen día dejó de buscarme; estaba
convencido de que yo había muerto y no soportaba seguir torturándose con falsas
esperanzas. Se refugió en un rincón de Diógenes Terminal —la antigua estación
de trenes al noroeste de la ciudad— y vivió entre vagabundos y locos,
verdaderos espectros que vagaban por los largos corredores y las salas de
espera abandonadas.
«Fue como
convertirse en un animal —decía—, una alimaña subterránea en hibernación. Una o
dos veces a la semana trabajaba
levantando objetos pesados para los traperos, a cambio de la limosna que
pudieran darle, pero la mayoría del tiempo, no hacía nada; rehusaba moverse a
menos que fuera absolutamente necesario.
—Abandoné la
esperanza de ser alguien —decía—. El objetivo de mi vida era huir de lo que me
rodeaba, vivir en un sitio donde ya nada pudiera hacerme daño. Intenté destruir
mis lazos uno a uno, dejar escapar las cosas que me importaban. La idea era
lograr la indiferencia, una indiferencia tan poderosa y sublime que me
protegiera de cualquier ataque. Me despedí de ti, Anna, me despedí del libro,
del pensamiento de volver a casa, incluso intenté despedirme de mí mismo. Poco
a poco me volví tan calmo como un Buda, sentado en mi rincón sin prestar
atención al mundo que me rodeaba. Si no hubiese sido por mi cuerpo —las
demandas ocasionales de mi estómago y de mis instintos— tal vez no hubiese
vuelto a moverme. Me repetía a mí mismo que la solución perfecta consistía en
no desear nada, no tener nada, no ser nada. Al final llegué a vivir casi como
una piedra.
Le dimos a Sam
la habitación del segundo piso en la que yo había vivido al principio. Estaba
en un estado deplorable, y durante los primeros diez días, su vida pendió de
un hilo. Yo me pasaba casi todo el tiempo con él, escapándome de mis otras
tareas siempre que podía sin que Victoria se opusiera. Su actitud me parecía
extraordinaria, no sólo no se oponía, sino que hacía todo lo posible para
apoyarme. Había algo sobrenatural en su comprensión de los hechos, en su
capacidad para asimilar el súbito, casi violento final de la experiencia que
habíamos vivido. Yo esperaba que hiciera una escena, que expresara algún atisbo
de desencanto o celos, pero no sucedió nada de eso. Su primera reacción ante la
noticia fue de felicidad —felicidad por mi bien, felicidad porque Sam estaba
vivo—, y luego se afanó con tanto empeño como yo en su recuperación. Había
sufrido una pérdida personal, pero también sabía que la presencia de Sam
constituía una ganancia para la Residencia Woburn. La idea de tener a otro
hombre en plantilla, en especial un hombre como Sam —que no era ni como el viejo
Frick ni como el simplón e inexperto Willie—, era suficiente para cuadrar el
balance. Esta obsesión me asustaba, pero para Victoria no había nada más
importante que la Residencia Woburn, ni siquiera yo, ni siquiera ella misma,
si es que esto cabe en la imaginación. No quiero simplificar las cosas en
exceso, pero con el tiempo llegué a pensar que me había permitido enamorarme
de ella para que me repusiera. Ahora que yo estaba mejor, había centrado su
atención en Sam. La Residencia Woburn era su única realidad, ya lo ves, y no
había nada que pudiera apartarla de ella.
Finalmente Sam
vino al cuarto piso a vivir conmigo.
Fue engordando
poco a poco y comenzó a parecerse a la persona que había sido antes, pero las
cosas ya no podían ser iguales para él, ni ahora ni nunca. No me refiero sólo a
los pesares que había sufrido su cuerpo (el pelo prematuramente gris, los
dientes perdidos, el leve aunque persistente temblor de sus manos), sino
también a cuestiones espirituales. Sam ya no era el joven arrogante con el que
había vivido en la biblioteca; las experiencias lo habían cambiado, casi
vencido, y ahora sus modales eran de un tono más suave, más plácido. De vez en
cuando hablaba de volver a comenzar el libro, pero era evidente que no estaba
convencido. El libro ya no constituía una solución para él, y una vez perdida
esa obsesión, parecía más capaz de comprender las cosas que le habían sucedido,
las cosas que nos estaban sucediendo a todos. Recuperó sus fuerzas, y poco a
poco nos acostumbramos el uno al otro otra vez, aunque a mí me parecía que
ahora nos encontrábamos más que antes en términos de igualdad. Es posible que
yo también hubiera cambiado en aquellos meses, pero lo cierto es que sentía que
Sam me necesitaba más que antes, y la sensación de que me necesitaran tanto me
gustaba más que nada en el mundo.
Comenzó a
trabajar los primeros días de febrero. Al principio yo estaba totalmente en
contra del trabajo que Victoria le había asignado. Ella decía que después de
pensarlo mucho había decidido que la mejor manera de que Sam sirviera a los
intereses de la Residencia Woburn, era convirtiéndose en su nuevo médico.
—Te parecerá una
idea extraña —continuó—, pero desde la muerte de mi padre, hemos ido a los
tumbos. Ya no hay coherencia en este lugar, no hay un objetivo. Ofrecemos a la
gente comida y refugio por un tiempo breve y eso es todo, una mínima forma de
apoyo que apenas si le sirve a alguien. En los viejos tiempos la gente venía
porque quería estar cerca de mi padre, incluso cuando no podía ayudarles como
médico, estaba allí para hablarles y escuchar sus problemas. Eso era lo
fundamental, él hacía sentir mejor a la gente sólo por ser quien era. Si ahora
tuviéramos otro médico, tal vez podríamos recuperar el espíritu que una vez
tuvo este lugar.
—Sam no es
médico —dije yo—. Sería una mentira, y no veo cómo pretendes ayudar a la gente
si lo primero que haces es mentirle.
—No es una
mentira —contestó Victoria—, es una representación. Uno miente por razones
egoístas, pero en este caso no estaríamos buscando ningún provecho para
nosotros, sino para los demás. Sería una forma de devolverles la esperanza.
Mientras crean que Sam es un médico, confiarán en lo que les diga.
—Pero, ¿qué
pasaría si alguien se enterara? Estaríamos acabados, nadie se fiaría de nosotros
nunca más, ni siquiera cuando dijéramos la verdad.
—Nadie lo
descubrirá. Sam no podrá delatarse porque no practicará la medicina. Incluso
si quisiera hacerlo, no quedan medicinas para ello. Tenemos un par de tubos de
aspirinas, una o dos cajas de vendas y eso es todo. El hecho de que se haga
llamar doctor Farr no significa que vaya a actuar como médico. Hablará y la
gente le escuchará. Todo se resume en eso, será una forma de darle a la gente
la oportunidad de recuperar sus propias fuerzas.
—¿Qué pasaría si
Sam no pudiera hacerlo?
—Pues que no
podrá. Pero no lo sabremos a menos que lo intente, ¿verdad?
Finalmente Sam
aceptó prestarse al juego.
—No es algo que
se me hubiera ocurrido a mí —dijo—, ni aunque viviera cien años. A Anna le
parece cínico y creo que en el fondo tiene razón, ¿pero quién puede negar que
los hechos sean igualmente cínicos? La gente se está muriendo ahí afuera, y
aunque les demos un plato de sopa o les salvemos el alma, morirán igual. No
veo forma de evitarlo, y si Victoria cree que tener un falso doctor con quien
hablar les facilitará las cosas, ¿quién soy yo para decir que se equivoca? Dudo
mucho de que esta estratagema tenga alguna utilidad, pero tampoco creo que
pueda hacer ningún daño. Es una propuesta concreta y por eso estoy dispuesto a
prestarme a colaborar con ella.
No culpé a Sam
por aceptar, pero seguí enfadada con Victoria durante algún tiempo. Me había
impresionado verla defender su fanatismo con argumentos tan elaborados sobre
el bien y el mal. Lo llamara como lo llamara —una mentira, una representación,
un medio para un fin—, este plan me pareció una traición a los principios de su
padre. Yo tenía muchos escrúpulos acerca de la Residencia Woburn y si alguien
me había ayudado a superarlos, ésa había sido Victoria. Su sinceridad, la
claridad de sus motivaciones, el rigor moral que había encontrado en ella;
todas estas cosas habían constituido un ejemplo para mí, y me habían dado
fuerzas para continuar. Ahora, de repente, parecía haber algo oscuro en ella
que yo no había notado. Para mí fue una desilusión y por un tiempo llegué a
sentir rencor hacia ella, me defraudaba pensar que era como cualquier otra
persona. Pero luego, cuando comencé a comprender mejor la situación, mi enfado
se desvaneció. Victoria había logrado ocultarme la verdad, pero la Residencia
Woburn estaba al borde del abismo. La representación de Sam no era más que un
intento por salvar algo del desastre, una coda excéntrica que se agregaba a
una pieza ya interpretada. Todo había terminado, aunque yo aún no lo sabía.
Lo gracioso es
que Sam resultó un éxito en su papel de médico. Contaba con los accesorios —la
bata blanca, el estetoscopio, el termómetro—, y les sacaba todo el provecho
posible. No había duda de que parecía un médico, pero después de un tiempo
también comenzó a comportarse como uno de verdad. Esto era lo más increíble de
la cuestión. Al principio, yo me sentía bastante molesta por esta
transformación, incapaz de admitir que Victoria hubiera tenido razón, pero al
final tuve que aceptar la realidad. La gente respondía a Sam, él tenía una
forma de escucharles que les inducía a hablar, y las palabras manaban de sus
bocas en cuanto él se sentaba frente a ellos. Sin duda su formación como
periodista ayudaba, pero ahora parecía dotado de otra dimensión de la
dignidad, tal vez una personificación de la benevolencia, y como la gente se
fiaba de él, le decían cosas que nunca le habían contado a otros. Decía que era
como ser un confesor, y poco a poco comenzó a apreciar los resultados positivos
que se consiguen permitiendo que la gente se desahogue, el efecto saludable
de hablar, de pronunciar las palabras que componían sus historias. Supongo que
podía caer en la trampa de creerse el personaje, pero Sam conseguía mantener
las distancias. En privado bromeaba sobre ello e incluso llegó a inventarse
unos cuantos nombres para sí mismo: doctor Shamuel Farr, doctor Quackingsham,
doctor Bunk.* A pesar de estas bromas,
yo notaba que aquel trabajo significaba más para él de lo que estaba dispuesto
a admitir. De repente, su actitud como médico le había dado acceso a los
pensamientos íntimos de los demás, y estos pensamientos habían pasado a formar
parte de su propia personalidad. Su mundo interior se hizo más amplio, más
sólido, más capaz de asimilar las cosas que se le presentaban.
—Es mejor no
tener que ser yo mismo —me dijo una vez—. Si no tuviera esa otra persona detrás
de la cual esconderme (esa que lleva la bata blanca y una expresión
comprensiva en el rostro), creo que no lo soportaría, las historias me
destruirían. Pero así he encontrado el modo de escucharlos, de concederles el
lugar apropiado, junto a mi propia historia, a la historia del sujeto que no me
veo obligado a ser mientras esté escuchándoles.
Aquel año la
primavera llegó pronto y a mediados de marzo los azafranes florecían en el
jardín del fondo, estigmas amarillos y flores purpúreas brotando de los canteros
de hierba, el verde naciente mezclado con charcos de lodo que comenzaban a
secarse. Incluso las noches eran templadas, y a veces Sam y yo dábamos un
pequeño paseo por el jardín antes de irnos a dormir. Era hermoso estar allí
fuera un rato, las ventanas de la Residencia oscuras detrás de nosotros y las
estrellas reluciendo tímidamente sobre nuestras cabezas. Cada vez que tomábamos
uno de aquellos breves paseos, yo sentía que me enamoraba de él otra vez, en
medio de aquella oscuridad, cogida de su brazo, recordando cómo había sido todo
al principio, en los días del invierno terrible, cuando vivíamos en la biblioteca
y mirábamos cada noche a través de la enorme ventana en forma de abanico. Ya no
mencionábamos el futuro, no hacíamos planes ni hablábamos de volver a casa.
Ahora el presente nos ocupaba por completo, y con todo el trabajo que teníamos
que hacer cada día, con todo el cansancio que le seguía, no había tiempo para
pensar en nada más. Había un equilibrio fantasmal en esta vida, pero esto no la
hacía necesariamente mala, y por momentos casi me sentía feliz de vivirla, de
seguir con las cosas tal cual estaban.
Pero por
supuesto aquello no podía durar. Era un espejismo, como había dicho Boris
Stepanovich, y nadie podía detener los cambios que se avecinaban. A finales de
abril comenzamos a sentir la escasez. Por fin Victoria se desahogó y nos expuso
la situación; entonces comenzamos a reducir los gastos uno a uno. Las rondas
de los miércoles fueron lo primero en desaparecer. Decidimos que no tenía
sentido gastar dinero en el coche; el combustible era demasiado caro y ya
teníamos bastante gente esperando fuera, a nuestra propia puerta. Victoria
dijo que no había necesidad de salir a buscarlos y ni siquiera Frick pudo
objetar nada al respecto. Aquella misma tarde hicimos nuestro último recorrido
por la ciudad, Frick al volante, Willie a su lado y Sam y yo detrás.
Traqueteamos a lo largo de las avenidas periféricas, entrando ocasionalmente
en un barrio u otro para echar un vistazo, sintiendo los golpes mientras Frick
maniobraba el coche sobre los surcos y pozos. Nadie hablaba, sólo mirábamos el
panorama a medida que pasábamos a su lado, creo que algo apenados porque esto
no iba a repetirse, sentados en nuestros asientos y sintiendo un extraño
disgusto mientras girábamos en círculos. Después, Frick dejó el coche en el
garaje, cerró la puerta con llave y desde aquel día no creo que la volviera a
abrir. En una ocasión en que estábamos juntos en el jardín, señaló hacia el
garaje y me ofreció una sonrisa amplia y desdentada.
—Cosas que uno
ve cuando nunca más —dijo—, diles adiós y luego olvida. Ahora es un resplandor
en la cabeza, ¡puf... desaparece, ya ves, desaparece! Un resplandor y luego a
olvidar.
La ropa fue lo
siguiente en marchar, todas las mudas gratuitas que les dábamos a los
residentes, camisas, zapatos, chaquetas, jerseys, pantalones, sombreros,
viejos pares de guantes. Boris Stepanovich había comprado todas esas cosas en
una sola partida a un mayorista de la cuarta zona censada, pero este hombre
había dejado el negocio, en realidad un grupo de matones y agentes de resurrección
le habían forzado a dejarlo, y ya no teníamos forma de conseguir más ropa.
Incluso en las mejores épocas, la compra de ropa se había llevado el treinta o
cuarenta por ciento del presupuesto de la Residencia Woburn. Ahora que
estábamos en una mala época, no teníamos más remedio que suprimir este gasto.
Nada de recortes ni de reducciones graduales, todo el capítulo eliminado de una
sola vez. Victoria comenzó un plan que ella llamaba «reparación a conciencia»,
reuniendo todo tipo de material de costura —agujas, bobinas de hilo, parches de
tela, dedales, huevos de zurcir, etcétera— e hizo todo lo posible por remendar
la ropa que la gente tenía al llegar a la Residencia Woburn. La idea era
guardar todo el dinero posible para la comida, y como esto era lo más
importante, lo que más necesitaban los residentes, todos estuvimos de acuerdo
en que este enfoque era el más adecuado. Aun así, a medida que las habitaciones
del quinto piso se iban vaciando, ni siquiera el capítulo de la comida pudo
escapar al ahorro. Fuimos eliminando uno a uno determinados artículos:
azúcar, sal, mantequilla, fruta, las pequeñas raciones de carne que nos
permitíamos a veces y el ocasional vaso de leche. Cada vez que Victoria
anunciaba una nueva restricción, Maggie Vine hacía una escena, representando
la pantomima de una persona llorando, golpeando la cabeza contra la pared,
sacudiendo los brazos contra las piernas como si fuera a salir volando. Tampoco
fue nada fácil para nosotros. Todos nos habíamos acostumbrado a tener lo
suficiente para comer, y estas restricciones tuvieron un doloroso efecto sobre
nuestro organismo. Tuve que volver a meditar sobre este asunto, sobre lo que
significaba tener hambre, acerca de cómo separar la idea de la comida de la del
placer, cómo aceptar lo que teníamos sin ansiar más. A mediados del verano,
nuestra dieta se reducía a unas cuantas legumbres, harinas y verduras de raíz
(nabos, remolachas y zanahorias). Intentamos cultivar una huerta en el jardín
trasero, pero era difícil conseguir semillas y sólo logramos plantar unas
cuantas lechugas. Maggie hacía todo lo que podía para improvisar comidas,
preparando distintos caldos, mezclando enfadada legumbres y fideos, formando
bolas de masa cubiertas de harina, bolas pegajosas que nos provocaban náuseas.
En comparación con lo que comíamos antes, esto resultaba asqueroso, pero al
menos nos mantenía vivos. En realidad, lo terrible no era la calidad de la
comida, sino la certeza de que las cosas se pondrían peor. Poco a poco, la
diferencia entre la Residencia Woburn y el resto de la ciudad se iba haciendo
más pequeña. Estábamos siendo devorados, y ninguno de nosotros sabía cómo
evitarlo.
Entonces
desapareció Maggie. Un buen día ya no estaba allí, y no encontramos ninguna
pista que delatara dónde podía haber ido. Debe de haberse marchado mientras los
demás dormíamos, pero eso no explica por qué abandonó todas sus cosas. Si se
hubiese querido marchar, lo lógico hubiera sido que se llevara un bolso con sus
pertenencias. Willie estuvo buscándola por el vecindario dos o tres días, pero
no encontró ningún rastro, y ninguna de las personas con quienes habló sabía
nada de ella. A partir de ese momento, Willie y yo nos hicimos cargo de la
cocina. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a habituarnos al trabajo,
ocurrió algo más. De repente y sin ningún síntoma previo, murió el abuelo de
Willie. Intentamos consolarnos pensando que Frick era muy viejo (tenía casi
ochenta años, según Victoria), aunque eso no ayudaba mucho. Murió mientras
dormía, una noche a principios de octubre, y Willie descubrió su cuerpo; se
despertó por la mañana, advirtió que su abuelo aún estaba en la cama, y cuando
intentó levantarlo vio horrorizado cómo el viejo se desplomaba sobre el suelo.
Fue peor para Willie, por supuesto, pero todos sufrimos esta muerte a nuestra
manera. Sam sollozó acongojado y Boris Stepanovich no habló por más de cuatro
horas después de conocer la noticia, lo que para él debe de haber sido un
verdadero récord. Victoria no se mostró muy afectada, pero decidió hacer algo
terrible, y entonces me di cuenta de su desesperación. Enterrar a los muertos
está absolutamente prohibido por la ley. Todos los cadáveres deben ser
transportados a uno de los Centros de Transformación, y quien no cumpla con
estas leyes se arriesga a sufrir las más duras condenas: una multa de doscientos
cincuenta glots, a pagar al contado en el momento del requerimiento o el
destierro inmediato a uno de los campos de trabajos forzados al sudoeste del
país. A pesar de todo, una hora después de enterarse de la muerte de Frick,
Victoria anunció que pensaba organizar un funeral en el patio aquella misma
tarde. Sam intentó convencerla de que no lo hiciera, pero ella no dio el brazo
a torcer.
—Nadie se
enterará —dijo—. Pero incluso si la policía lo descubre, no importa. Debemos
hacer lo que corresponde; si permitimos que una ley estúpida se interponga en
nuestro camino, es que no servimos para nada.
Era un acto
imprudente, por completo irresponsable, pero en el fondo creo que lo hacía por
el bien de Willie. Willie era un chico de una inteligencia inferior a la
normal, y con diecisiete años aún vivía encerrado en un mundo totalmente ajeno
a lo que ocurría en el exterior. Frick había cuidado de él, había pensado por
él, literalmente lo había conducido paso a paso por la vida. Ahora Willie
necesitaba un gesto de nuestra parte, una demostración clara y contundente de
nuestra lealtad, la prueba de que seguiríamos a su lado sin importarnos las
consecuencias. El entierro constituía un enorme riesgo, pero incluso después
de lo que ocurrió, no creo que Victoria se haya equivocado al hacerlo.
Antes de la
ceremonia, Willie se metió en el garaje, desenroscó la bocina del coche y
estuvo casi una hora sacándole brillo. Era una de esas bocinas antiguas que uno
ve en las bicicletas de los niños, aunque más grande e impresionante, con una
gran trompeta de bronce y una perilla de goma negra casi del tamaño de un
pomelo. Luego, él y Sam cavaron una fosa al lado de los arbustos de espino en
el jardín trasero. Seis de los residentes cargaron el cadáver de Frick desde la
casa a la tumba, y cuando lo depositaron en el agujero, Willie puso la bocina
sobre el pecho de su abuelo para asegurarse de que la enterraban con él.
Después, Boris Stepanovich leyó un breve poema que había escrito para la
ocasión y Sam y Willie cubrieron el hueco con tierra. Fue una ceremonia
primitiva, sin plegarias ni canciones, pero bastante significativa dadas las
circunstancias. Todos estábamos fuera, los residentes junto a los miembros de
la plantilla, y cuando acabamos, la mayoría tenía los ojos llenos de lágrimas.
Colocamos una pequeña piedra señalando el lugar de la sepultura y volvimos a
entrar en la casa.
A partir de ese
momento, todos intentamos coger las riendas en lo referente a Willie. Victoria
le asignó nuevas responsabilidades, permitiéndole incluso hacer guardia con el
rifle mientras yo hacía las entrevistas; y Sam intentó tomarlo bajo su
protección, enseñándole a afeitarse correctamente, a escribir su nombre, a
sumar y a restar. Willie reaccionaba bien a estas atenciones y si no hubiera
sido por un funesto golpe de la suerte, creo que no hubiese tenido mayores
problemas. Sin embargo, unas dos semanas después del funeral de Frick, un
policía del distrito central nos hizo una visita. Era un personaje de aspecto
ridículo, regordete y de cara ruborosa, luciendo uno de los nuevos uniformes
asignados a los oficiales de este tipo de servicio: una túnica de color rojo
brillante, pantalones de montar blancos y unas botas negras ostentosas con la
gorra a juego. Apenas cabía en ese absurdo disfraz, y como insistía en sacar
pecho, pensé que en cualquier momento iba a hacer saltar los botones. Cuando
abrí la puerta, chocó los talones y saludó. Si no hubiese sido por la
ametralladora que llevaba a la espalda, le hubiese dicho que se marchara.
—¿Es ésta la
Residencia de Victoria Woburn? —preguntó.
—Sí, entre otros
—le contesté.
—Entonces hágase
a un lado, señorita —me dijo sacándome del medio y entrando en el vestíbulo—.
Vamos a hacer una investigación.
Te ahorraré los
detalles. La cuestión es que alguien denunció el entierro y habían venido a
comprobar si era cierto. Tuvo que haber sido uno de los residentes, pero éste
era un acto de traición tan increíble, que ninguno de nosotros pudo adivinar
cuál de ellos. Sin duda, se trataba de alguien que había presenciado el
funeral, que había tenido que marcharse de la Residencia Woburn después del
período acordado, y se había vengado por verse obligado a volver a la calle.
Tal vez la policía le había pagado, o quizás lo hiciera sólo por rencor. En
cualquier caso, la información era absolutamente exacta. El policía salió al
jardín trasero seguido de dos ayudantes, observó el lugar durante unos
instantes y señaló el lugar preciso en que se había cavado la tumba. Pidieron
palas y los dos
ayudantes se pusieron a trabajar de inmediato, buscando un cadáver que ya
sabían que estaba allí.
—Esto es
inaudito —dijo el policía—. El egoísmo de un entierro en estos días, ¡qué
atrevimiento! Sin cuerpos para quemar, acabaríamos en la ruina, todos nosotros
estaríamos perdidos. ¿De dónde sacaríamos combustible? ¿Cómo haríamos para
seguir con vida? En estos tiempos de emergencia nacional, todos debemos estar
alertas. No puede desperdiciarse ni un cuerpo, y aquellos que se atrevan a
incumplir esta ley, no deben salir impunes. Son malhechores de la peor calaña,
pérfidos criminales, una escoria de desertores. Deben ser erradicados y
castigados.
Todos estábamos
en el jardín, reunidos alrededor de la tumba mientras este estúpido continuaba
con su maligno y vacuo sermón. Victoria se puso pálida y creo que si yo no
hubiese estado allí para sostenerla, se hubiese desvanecido. Al otro lado del
hoyo, Sam vigilaba la reacción de Willie. El chico lloraba, y mientras los
ayudantes del policía continuaban cavando la tierra y echándola descuidadamente
sobre los arbustos, comenzó a gritar con voz de pánico:
—Esa es la
tierra del abuelo. No deberían tirarla, es del abuelo.
Gritaba tan
fuerte que el policía se detuvo, lo miró con desprecio, y justo cuando comenzó
a llevar la mano a la ametralladora, Sam cubrió la boca de Willie con la mano y
lo arrastró hacia la casa, luchando por controlarlo mientras el chico se
revolvía y daba patadas. Al mismo tiempo, unos cuantos residentes se habían
tirado al suelo, rogando al guardia que creyera en su inocencia. No sabían nada
de aquel horrible crimen, no estaban allí cuando sucedió; si alguien les
hubiese hablado de esas barbaridades, nunca se hubiesen alojado aquí; todos
eran prisioneros obligados a quedarse contra su voluntad. Una declaración humillante
detrás de otra, una manifestación colectiva de cobardía. Me sentí tan asqueada
que me dieron ganas de vomitar. Una vieja —su nombre era Beulah Stansky— cogió
la bota del guardia y comenzó a besarla. Él intentó soltarse, pero como ella no
lo dejaba, le pegó en el vientre con la punta de la bota y la arrojó volando,
quejándose y sollozando como un perro apaleado. Afortunadamente para todos
nosotros, Boris Stepanovich hizo su entrada justo en aquel momento. Abrió las
puertaventanas de la parte trasera de la casa, salió al jardín cautelosamente
y se acercó al gentío con una expresión calma, casi divertida. Era como si
hubiese presenciado esta escena cientos de veces y no lo turbaran ni la
policía, ni las armas, ni nada en absoluto. Cuando se unió a nosotros, estaban
sacando el cadáver del hoyo, y allí estaba el pobre Frick, estirado sobre el
césped, ya sin ojos, la cara cubierta de tierra y un enjambre de gusanos blancos
asomándole por la boca. Boris ni siquiera lo miró, caminó directamente hacia
el policía de chaqueta roja, le llamó general y lo llevó a un lado. No escuché
lo que decían, pero vi que Boris no dejaba de hacer muecas y fruncir las
cejas mientras hablaba. Por fin, sacó un paquete de billetes del bolsillo y se
los entregó uno tras otro al policía. Yo no sabía qué significaba esto, si
Boris había pagado la multa o si habían llegado a algún tipo de arreglo
privado, pero la operación se redujo a eso; un breve y rápido intercambio de
dinero y el asunto quedó arreglado. Los ayudantes cargaron el cuerpo de Frick
a lo largo del jardín, a través de la casa y de la puerta delantera, y ya
fuera lo subieron a una camioneta que estaba aparcada en la calle. El policía
nos sermoneó de nuevo muy severamente, empleando las mismas palabras que antes,
y luego hizo un último saludo, chocó los talones y se dirigió a la camioneta,
haciendo a un lado a los mirones con breves y rápidos golpecitos de la mano. En
cuanto se alejó con sus hombres, yo corrí al jardín a buscar la bocina. Pensé
en pulirla de nuevo y entregársela a Willie, pero no pude encontrarla. Incluso
me metí dentro de la tumba abierta, pero no estaba allí. Como tantas otras cosas,
la bocina había desaparecido sin dejar rastro.
Habíamos salvado
el cuello, al menos por un tiempo. Nadie iría a la cárcel, desde luego, pero
el dinero que Boris le había dado al policía casi terminó con nuestras
reservas. Tres días después de la exhumación de Frick, vendimos los últimos
objetos del quinto piso: un abrecartas chapado en oro, una mesa auxiliar de
caoba y las cortinas de terciopelo azul que cubrían las ventanas. Después,
logramos juntar otro poco de dinero vendiendo libros de la biblioteca de
abajo —dos estantes de Dickens, cinco ediciones de las obras completas de
Shakespeare (una de ellas con treinta y ocho volúmenes en miniatura más pequeños
que la palma de la mano), un libro de Jane Austen, otro de Schopenhauer y un Don
Quijote ilustrado—, pero el mercado de libros ya había tocado fondo y por
estas cosas se conseguían cantidades insignificantes. A partir de entonces,
Boris se hizo cargo de nosotros. Sin embargo, sus reservas de objetos estaban
lejos de ser infinitas y no nos engañamos a nosotros mismos pensando que
durarían mucho más. Nos dimos tres o cuatro meses como máximo, y con el invierno
aproximándose de nuevo, sabíamos que podía ser incluso menos. Lo más razonable
hubiese sido cerrar la Residencia Woburn de inmediato. Intentamos convencer a
Victoria, pero para ella era muy difícil dar ese paso y siguieron varias
semanas de incertidumbre. Entonces, justo cuando Boris parecía estar a punto
de convencerla, la decisión escapó de sus manos, escapó de todas nuestras
manos. El detonante fue Willie. En una visión retrospectiva, parece inevitable
que acabara así, pero te mentiría si dijera que alguien previó lo que iba a
ocurrir. Todos estábamos demasiado ocupados en las tareas que teníamos entre
manos, y cuando finalmente sucedió aquello, fue como un rayo inesperado, como
una explosión desde las entrañas de la tierra.
Después de que
se llevaron el cuerpo de Frick, Willie no volvió a ser el mismo. Siguió
haciendo su trabajo, pero en silencio, en la soledad de miradas ausentes e
indiferencia. Si alguien se le acercaba, sus ojos brillaban con hostilidad y
rencor, y una vez me quitó la mano de su hombro con brusquedad, como para
demostrarme que me haría daño si volvía a intentar tocarlo. Como trabajaba a
diario con él en la cocina, pasaba más tiempo a su lado que ningún otro. Hice
lo que pude para ayudarle, pero creo que mis palabras nunca llegaron a él.
—Tu abuelo está
bien, Willie —solía decirle—. Ahora está en el cielo y lo que le ocurra a su
cuerpo no es importante. Su alma está viva y a él no le gustaría que te preocuparas
así. Nadie puede hacerle daño, es feliz donde está y quiere que tú también seas
feliz.
Me sentía como
una madre intentando explicarle el sentido de la muerte a un niño pequeño,
soltándole las mismas necedades hipócritas que había oído de mis propios
padres. Sin embargo, no importaba lo que dijera, ya que Willie no me creía en
lo más mínimo. Era como un hombre prehistórico, y la única forma en que podía
reaccionar frente a la muerte era adorando a su antecesor fallecido, pensando
en él como en un dios. Victoria se había dado cuenta de un modo instintivo; la
sepultura de Frick se había convertido en tierra sagrada para Willie, y ahora
había sido profanada. El orden de las cosas había sido alterado, y mis
palabras nunca podrían restaurarlo.
Empezó a salir
por las noches y rara vez volvía antes de las dos o las tres de la madrugada.
Era imposible saber lo que hacía en la calle, ya que nunca hablaba de ello y
era inútil hacerle preguntas. Una noche no volvió a casa. Yo pensé que tal vez
se habría ido para siempre, pero entonces, antes de comer, entró en la cocina
y se puso a cortar las verduras sin decir una palabra, como si intentara impresionarme
con su arrogancia. Eran los últimos días de noviembre y Willie giraba en su
propia órbita, una estrella errante sin trayectoria definida. Dejé de esperar
que cumpliera con su parte del trabajo. Cuando estaba allí, aceptaba su ayuda;
cuando no estaba, hacía el trabajo yo sola. Una vez tardó dos días en regresar,
otra vez, tres. Estas ausencias cada vez más largas nos hicieron pensar que en
cierto modo se estaba distanciando de nosotros. Pensábamos que tarde o
temprano llegaría el día en que ya no volvería, más o menos como había ocurrido
con Maggie Vine. Pero entonces teníamos tanto que hacer, los esfuerzos por
mantenernos a flote eran tan grandes, que no solíamos pensar en Willie cuando
no estaba con nosotros. La última vez estuvo ausente seis días y todos pensamos
que ya no volveríamos a verle. Pero una noche muy tarde en la primera semana de
diciembre, nos despertamos sobresaltados por horribles golpes y ruidos procedentes
de las habitaciones de abajo. Mi primera reacción fue pensar que la gente de la
cola había asaltado la casa, pero luego, cuando Sam saltó de la cama y cogió la
escopeta que guardábamos en nuestra habitación, se escuchó un sonido de
ametralladora, una enorme explosión y estruendo de balas, cada vez más fuerte.
Escuché gritar a la gente, sentí cómo la casa temblaba con sus pasos, oí la
ametralladora disparando sobre las paredes, las ventanas, los suelos
astillados. Encendí una vela y seguí a Sam hasta el tope de las escaleras,
preparándome para ser acribillada a balazos. Victoria corría delante de
nosotros, y por lo que pude ver, iba desarmada. No era el policía, por supuesto,
aunque no me cabe duda de que era su ametralladora. Willie estaba en el
segundo piso, subiendo hacia nosotros con el arma en la mano. La vela estaba
demasiado lejos para permitirme divisar su cara, pero noté que se detenía al
ver que Victoria se acercaba.
—Es suficiente,
Willie —dijo ella—. ¡Tira el arma! ¡Tírala ahora mismo!
No sé si iba a
dispararle, pero lo cierto es que no tiró el arma. Sam ya había llegado al lado
de Victoria, y un instante después de que ella hablara, apretó el gatillo de
su escopeta. El proyectil hirió a Willie en el pecho y lo tiró hacia atrás,
haciéndolo volar por las escaleras hasta llegar abajo. Creo que murió antes de
llegar al suelo, antes de advertir que le habían disparado.
Esto fue hace
seis o siete semanas. De los dieciocho residentes que vivían con nosotros
entonces, siete resultaron muertos, cinco escaparon, tres fueron heridos y tres
salieron ilesos. El señor Hsia, un recién llegado que nos había enseñado
trucos con las barajas la noche anterior, murió a consecuencia de las heridas
de bala a las once de la mañana siguiente. El señor Rosenberg y la señora
Rudniki se recuperaron. Los cuidamos durante más de una semana, y una vez que
estuvieron fuertes para tenerse en pie, los hicimos marchar. Fueron los últimos
residentes de la Residencia Woburn. La mañana después del desastre, Sam
escribió un cartel y lo colgó en la puerta de entrada: residencia woburn cerrada. La gente que esperaba fuera no
se fue enseguida, pero luego empezó a hacer mucho frío, y como la puerta no se
abría, la multitud decidió dispersarse. Desde entonces estamos a la espera,
haciendo planes sobre el futuro próximo, intentando sobrevivir un invierno
más. Sam y Boris pasan un rato cada día en el garaje, probando el coche para
asegurarse de que siga funcionando. El plan consiste en alejarnos de aquí en
él tan pronto como el tiempo se vuelva templado. Incluso Victoria dice que
quiere venir, aunque no estoy muy segura de que sea verdad. Supongo que lo
sabremos cuando llegue el momento. A juzgar por el cielo de los dos últimos
días, no creo que tengamos que esperar mucho más.
Hicimos todo lo
posible para deshacernos de los cuerpos, arreglar los daños y limpiar la
sangre. Esto es todo lo que quiero decir sobre el tema. Terminamos a la tarde
siguiente, y entonces Sam y yo nos fuimos arriba a tomar una siesta, pero yo no
pude dormir. Sam se durmió enseguida, y como no quise molestarlo, me bajé de la
cama y me senté sobre el suelo, en un rincón de la habitación. Mi antiguo
bolso estaba allí por casualidad, y sin ninguna razón en particular, se me dio
por mirar en su interior. Fue entonces cuando redescubrí el cuaderno azul que
había comprado para Isabel. Las primeras páginas estaban llenas de mensajes,
las breves notas que me escribía en los últimos días de su enfermedad. Casi
todas eran bastante simples —tales como «gracias», «agua», o «mi querida
Anna»—, pero cuando vi aquella letra enorme y temblorosa y recordé cómo
luchaba para que las palabras fueran claras, dejaron de parecerme tan simples.
Miles de cosas me vinieron a la memoria al mismo tiempo. Sin apenas pensar en
ello, arranqué esas primeras páginas, las doblé con cuidado y las puse de
nuevo en mi bolso. Luego, cogiendo uno de los lápices que le había comprado al
señor Gambino hace tanto tiempo, apoyé el cuaderno sobre mis rodillas y
comencé a escribir esta carta.
He seguido con
ella desde entonces, agregando unas pocas páginas cada día, tratando de
explicártelo todo. A veces me pregunto cuántas cosas he omitido, cuántas están
perdidas para mí y ya nunca recuperaré, pero ésas son preguntas sin respuesta.
Ahora nos queda poco tiempo y no debo usar más palabras de las necesarias. No
pensé que llevaría tanto tiempo, sólo unos pocos días para contarte lo
esencial, nada más; pero he llenado casi todo el cuaderno, y apenas si he
rozado la superficie. Esto explica por qué hago la letra cada vez más pequeña a
medida que avanzo. He intentado dejar sitio para todo, he intentado llegar al
final antes de que sea demasiado tarde; pero ahora veo hasta qué punto me he
engañado a mí misma. Las palabras no permiten estas cosas. Cuanto más cerca
estás del final, más tienes que decir. El final es sólo imaginario, un destino
que te inventas para seguir andando, pero llega un momento en que adviertes que
nunca llegarás allí. Es probable que tengas que detenerte, pero será sólo
porque te ha faltado tiempo. Te detienes, pero eso no quiere decir que hayas
llegado al fin.
Las palabras se
hacen cada vez más pequeñas, tan pequeñas que tal vez resulten ilegibles. Me
hacen acordar a los barcos de Ferdinand, su flota liliputiense de barquitos y
goletas. Sólo Dios sabe por qué sigo, ya que no creo que esta carta llegue a
ti. Es como clamar en el vacío, como gritar en medio de un enorme y terrible
vacío. Luego, cuando me permito un momento de optimismo, tiemblo al pensar lo
que pasaría si llegara a tus manos. Te asombrarías de las cosas que he escrito,
te preocuparías muchísimo y cometerías el mismo error que cometí yo. Por
favor, no lo hagas, te lo ruego. Te conozco lo suficiente para saber que lo
harías. Por favor, si aún me quieres, no caigas en esa trampa. No puedo
soportar la idea de tener que preocuparme por ti, de pensar que podrías estar
vagando por estas calles. Es suficiente con que uno de nosotros haya
desaparecido. Lo importante es que te quedes donde estás, que yo sepa que
sigues allí. Yo estoy aquí y tú estás allí, éste es el único consuelo que
tengo, y no debes hacer nada para destruirlo.
Por otra parte,
incluso si este cuaderno llega hasta ti, no hay razón para que lo leas. No
tienes ninguna obligación, y no me gustaría pensar que te he forzado a hacer
algo en contra de tu voluntad. A veces me encuentro a mí misma deseando que sea
así, que simplemente no tengas el valor de empezar a leer. Ya sé que es una
contradicción, pero así es como lo siento en ocasiones. Si así fuera, las letras
que te escribo serían invisibles para ti. Tus ojos nunca las verán, tu cerebro
nunca recibirá la carga de la más mínima fracción de lo que he dicho aquí.
Quizás sea mucho mejor así. Sin embargo, no me gustaría que rompieras esta
carta o la tiraras. Si eliges no leerla, tal vez quieras pasársela a mis
padres. Estoy segura de que querrán tener el cuaderno, incluso si ellos tampoco
se atreven a leerlo. Podrían ponerlo en algún lugar de mi habitación. Creo que
me gustaría saber que acabó allí; sobre uno de los estantes encima de mi cama,
por ejemplo, junto con mis viejas muñecas y el disfraz de bailarina que usaba a
los siete años; una última cosa que les permita recordarme.
Ya no salgo
mucho, sólo cuando me toca el turno de hacer las compras, aunque incluso
entonces, Sam casi siempre se ofrece para hacerlo en mi lugar. He perdido la
costumbre de andar por las calles, y estas excursiones implican un gran
esfuerzo para mí. Este invierno he vuelto a sufrir fuertes dolores de cabeza, y
cuando tengo que caminar más de cincuenta o cien metros, siento que empiezo a
tambalear. A cada paso, tengo la sensación de que me voy a caer. Quedarme
adentro no me resulta tan duro. Sigo haciendo todas las comidas, pero después
de cocinar para veinte o treinta personas, hacerlo para cuatro me resulta muy
fácil. De todos modos, no comemos mucho. Lo suficiente para engañar el
estómago, no más. Estamos intentando ahorrar para el viaje y no debemos
apartarnos de esta dieta. El invierno ha sido bastante frío, casi tan frío como
el invierno terrible, aunque sin las nevadas persistentes y los fuertes
vientos. Mantenemos el calor desarmando la casa en pedazos y echándolos al
horno. La idea fue de Victoria, aunque no sé si eso significa que piensa en el
futuro o que ya no le importa nada. Hemos desmontado los pasamanos, los marcos
de las puertas, los tabiques. Al principio, sentíamos una especie de placer
anárquico destruyendo la casa y usándola como leña, pero ahora se ha vuelto
sumamente desagradable. Casi todas las habitaciones han quedado peladas, y
tenemos la sensación de estar viviendo en una antigua estación de autobuses, un
edificio en ruinas destinado a la demolición.
En las últimas
dos semanas, Sam ha salido casi cada día a observar las fronteras de la ciudad,
a investigar la situación a lo largo de las murallas, intentando descubrir si
hay tropas patrullando. Estos datos podrían ser fundamentales llegado el
momento de la partida. Por el momento, la muralla de Fiddler parece ser la
opción más lógica, ya que es la barrera más occidental y da directamente a una
calle que conduce al campo. También hemos pensado en la Puerta Milenaria, en
el sur. Dicen que hay más tráfico del otro lado; pero la Puerta en sí no está
custodiada muy estrictamente. La única salida que hemos eliminado por completo
es la del norte. Aparentemente, en esa región del país hay complicaciones y
peligros, y desde hace un tiempo la gente habla de una invasión, de ejércitos
extranjeros reunidos en los bosques preparándose para tomar por asalto la
ciudad tan pronto como se derrita la nieve. Por supuesto, hemos oído rumores
como éstos antes y es difícil saber qué creer. Boris Stepanovich ya ha
conseguido nuestros permisos de viaje sobornando a un oficial, pero aún pasa
varias horas al día en las oficinas municipales del centro de la ciudad,
esperando descubrir alguna información que pueda sernos útil. Tuvimos suerte
al conseguir los permisos de viaje, pero eso no significa que vayan a
servirnos. Podrían ser falsificados, en cuyo caso seríamos arrestados apenas se
los diéramos al supervisor de salidas, o éste podría confiscarlos sin ninguna
razón y hacernos volver. Cosas como éstas ya han ocurrido y debemos estar
preparados para cualquier contingencia. Por lo tanto, Boris sigue husmeando y
escuchando, aunque lo que oye es demasiado confuso y contradictorio para
servirnos de algo en concreto. Él cree que esto significa que el gobierno va a
caer pronto, y en tal caso podríamos aprovechar la confusión del momento, pero
hasta ahora no hay nada claro. Nada está claro, pero seguimos esperando.
Mientras tanto, el coche está en el garaje, cargado con nuestras maletas y
nueve bidones de combustible suplementario.
Boris se mudó
con nosotros hace aproximadamente un mes. Está mucho más delgado y a veces
tiene una expresión demacrada que me hace pensar que sufre alguna enfermedad.
Sin embargo, nunca se queja, por lo tanto es imposible saber cuál es su
problema. Es obvio que ha perdido gran parte de su prestancia física, pero eso
no parece haber afectado su espíritu, al menos de forma evidente. Ahora su
obsesión principal consiste en decidir qué haremos una vez que hayamos salido
de la ciudad. Casi cada mañana sale con un nuevo plan, cada uno más absurdo que
el anterior. El más reciente es el colmo, pero creo que en el fondo, es en el
que tiene más fe. Pretende que entre los cuatro creemos un espectáculo de magia
y que recorramos el campo interpretándolo a cambio de comida y alojamiento.
Por supuesto, él será el mago, vestido con traje de etiqueta y chistera de seda;
Sam será el pregonero; Victoria, la administradora; yo, la ayudante que se
pavonea con un breve vestido de lentejuelas. Mi función consistirá en pasarle
los instrumentos al maestro, y para el gran final, me meteré en una caja de
madera y seré serrada en dos. Entonces seguirá una larga y emocionante pausa,
y justo cuando se hayan perdido todas las esperanzas, saldré de la caja, en
actitud triunfante, soplando besos a la multitud con una sonrisa esplendorosa
y artificial. Teniendo en cuenta el futuro que nos espera, es agradable tener
estos sueños ridículos. Ya parece que el deshielo es inminente e incluso es
probable que salgamos mañana por la mañana. Eso es lo que convinimos antes de
irnos a la cama: si el cielo parece prometedor, nos iremos sin más discusiones.
Ahora es de noche y el viento sopla a través de las grietas de la casa. Todos
los demás están dormidos y yo estoy sentada abajo, en la cocina, tratando de
imaginar lo que nos espera en el futuro. No puedo imaginarlo, no puedo ni
siquiera comenzar a pensar en lo que sucederá allí afuera. Todo es posible, y
eso es prácticamente lo mismo que nada, casi como nacer en un mundo que nunca
ha existido. Tal vez cuando salgamos de la ciudad, encontremos a William, pero
intento no hacerme demasiadas ilusiones. Ahora todo lo que pido es tener la
oportunidad de vivir un día más.
Ésta es Anna
Blume, tu vieja amiga, desde otro mundo. Una vez que lleguemos a nuestro
destino, intentaré volver a escribirte, te lo prometo.
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