Anne Rice
Os
dedico este libro
con cariño a vosotros
y a todos los de vuestra especie.
LO QUE DIOS NO HABÍA PREVISTO
Duerme bien,
llora bien,
ve al pozo profundo
tan a menudo como puedas.
Trae agua
cristalina y reluciente.
Dios no había previsto que la conciencia
se desarrollara de forma tan
perfecta. Pues bien,
dile que
nuestro cubo se ha colmado
y que
puede irse al diablo.
Stan Rice,
24 de junio de 1993
LA OFRENDA
A
aquello tangible o intangible
que impide la nada,
como el jabalí de Homero,
que amenaza
con sus blancos colmillos
cual feroces estacas
con destrozar a seres humanos.
A ello ofrezco
el sufrimiento de mi padre
Stan Rice,
16 de octubre de 1993
DUETO EN LA
CALLE IBERVILLE
El hombre vestido de cuero negro
que compra una rata para alimentar a su
pitón
no pierde el tiempo en detalles
superfluos.
Se conforma con cualquier rata.
Cuando salgo de la tienda de animales
veo a un hombre en el garaje de un hotel
que talla un cisne en un bloque de hielo
con una sierra eléctrica.
Stan Rice,
30 de enero de 1994
PRÓLOGO
Me
llamo Lestat. ¿Sabéis quién soy? En caso afirmativo podéis saltaros los
párrafos siguientes. Para quienes no me conozcan, quiero que esta presentación
sea un amor a primera vista.
Fijaos en mí: soy vuestro héroe, la
perfecta imitación de un anglosajón rubio de ojos azules y metro ochenta de
estatura. Soy un vampiro, uno de los más poderosos que han existido jamás.
Tengo unos colmillos tan pequeños que apenas resultan visibles, a menos que yo
quiera, pero muy afilados, y cada pocas horas siento el deseo de beber sangre
humana.
No es que la precise con mucha
frecuencia. En realidad, desconozco la frecuencia con que la necesito, puesto
que jamás he hecho la prueba.
Poseo una fuerza monstruosa. Soy capaz
de volar y de captar una conversación en el otro extremo de la ciudad, e
incluso del globo. Adivino el pensamiento; puedo hechizar a la gente.
Soy inmortal. Desde 1789, no tengo edad.
¿Un ser único? Ni mucho menos. Que yo
sepa, existen unos veinte vampiros en el mundo. A la mitad de ellos los conozco
íntimamente, y a la mitad de éstos los amo.
Añadamos a esos veinte vampiros un
centenar de vagabundos y extraños a los que no conozco, pero de quienes oigo
hablar de vez en cuando, y, para redondear, otro millar de seres inmortales que
deambulan por el mundo con apariencia humana.
Hombres, mujeres, niños..., cualquier
ser humano puede convertirse en vampiro. Lo único que necesita es un vampiro
dispuesto a ayudarle, a chuparle una buena cantidad de sangre y después dejar
que la recupere mezclada con la suya. No es tan sencillo como parece, pero si
uno consigue superarlo vivirá para siempre. Mientras sea joven, sentirá una sed
irresistible y es probable que tenga que matar una víctima cada noche. Cuando
cumpla mil años parecerá y se expresará como un sabio, aunque se haya iniciado
en esto durante su juventud, beberá sangre humana y matará para obtenerla tanto
si la necesita como si no.
En el caso de que viva más tiempo, como
sucede con algunos vampiros, cualquiera sabe lo que puede pasar. Se convertirá
en un ser más duro, más pálido, más monstruoso. Sabrá tanto sobre el
sufrimiento que atravesará rápidos ciclos de crueldad y bondad, lucidez y
paranoica ceguera. Es probable que enloquezca; luego recuperará la cordura. Al
fin, es posible que olvide su propia identidad.
Personalmente, reúno lo mejor de la
juventud y la ancianidad vampíricas. Sólo tengo doscientos años y, por razones
que no vienen al caso, se me ha concedido la fuerza de los antiguos vampiros.
Poseo una sensibilidad moderna junto al impecable gusto de un aristócrata
difunto. Sé exactamente quién soy: rico y hermoso, veo mi imagen reflejada en
los espejos y escaparates. Me entusiasma cantar y bailar.
¿Que a qué me dedico? A lo que me place.
Piensa en ello. ¿Es suficiente para que
te decidas a leer mi historia? ¿Has leído algunas de mis crónicas sobre
vampiros?
Te confesaré algo: en este libro, el
hecho de ser vampiro carece de importancia. No influye en la historia. Es
simplemente una característica, como mi inocente sonrisa y mi voz suave y
acariciadora, con acento francés, y mi elegante modo de caminar. Forma parte
del paquete. Lo que ocurrió pudo haberle pasado a un ser humano; de hecho,
estoy seguro de que le ha sucedido a más de uno y de que volverá a suceder.
Tú y yo tenemos alma. Deseamos saber
cosas; compartimos la misma tierra, rica, verde y salpicada de peligros. Lo
cierto es que, digamos lo que digamos, ninguno de nosotros sabe lo que
significa morir. Si lo supiéramos, yo no escribiría esta historia y tú no
estarías leyendo este libro.
Lo que sí deseo dejar claro desde el
principio, cuando ambos nos disponemos a adentrarnos en esta aventura, es que
me he impuesto la tarea de ser un héroe de este mundo. Me conservo tan
moralmente complejo, espiritualmente fuerte y estéticamente relevante como en
mi juventud, un ser de extraordinaria perspicacia e impacto, un tipo que tiene
cosas que decirte.
De modo que si decides leer esta historia
hazlo por ese motivo, por el hecho de que Lestat ha vuelto a hablar, porque
está asustado, porque busca con desespero la lección, la canción y la raison
d'être, porque desea comprender su historia y quiere que tú la comprendas,
y porque en estos momentos es la mejor historia que puede ofrecerte.
Si no te resultan suficientes estas
razones, lee otra cosa.
Si te bastan, sigue leyendo. Encadenado,
dicté estas palabras a mi amigo y escriba. Acompáñame. Escúchame. No me dejes
solo.
1
Lo
vi en cuanto entró por la puerta del hotel. Alto, corpulento, ojos marrones,
cabello castaño oscuro y piel más bien morena, tal como la tenía cuando lo
convertí en un vampiro. Caminaba de forma demasiado apresurada, pero podía
pasar por un ser humano. Mi querido David.
Yo me encontraba en la escalera. Mejor
dicho, en la escalinata de uno de esos lujosos hoteles antiguos, divinamente
recargado, decorado en tonos escarlata y oro, cómodo y acogedor. Lo había
elegido mi víctima, no yo. Mi víctima estaba cenando con su hija. Según me
transmitió su mente, siempre se reunía con ella en Nueva York en este mismo
hotel, por la sencilla razón de que se hallaba situado frente a la catedral de
San Patricio.
David me vio de inmediato, es decir, vio
a un joven alto y desgarbado, rubio, con el cabello largo y bien peinado, para
variar, y el rostro y las manos bronceados, que lucía sus habituales gafas de
sol violeta y un traje azul marino cruzado de Brooks Brothers.
Lo vi sonreír con disimulo. Conocía mi
vanidad, y probablemente sabía que a principios de los noventa del siglo veinte
la moda italiana había saturado el mercado con tal cantidad de prendas holgadas
e informes, que uno de los atuendos más eróticos y atractivos que podía elegir
un hombre era un traje azul marino, impecablemente cortado, de Brooks Brothers.
Por lo demás, una espesa y larga mata de
pelo y un traje bien cortado constituyen una combinación muy sugerente. Nunca
falla.
Pero no insistiré más en mi atuendo. Al
diablo con la ropa y las modas. Lo cierto es que estaba orgulloso de ofrecer un
aspecto tan elegante y al mismo tiempo contradictorio: un joven melenudo, bien
trajeado y de porte aristocrático que, apoyado de forma indolente en la
balaustrada de la escalera, bloqueaba el paso.
David se me acercó de inmediato. Olía a invierno,
como las nevadas y embarradas calles por las que transitaba la gente procurando
no resbalar y perder el equilibrio. Su rostro mostraba el sutil y misterioso
resplandor que sólo yo era capaz de detectar, y amar, y apreciar y besar.
Nos dirigimos juntos hacia el fondo del
salón.
Durante unos instantes odié a David por
medir cinco centímetros más que yo. Pero me alegraba de verlo, de estar junto a
él. El rincón del amplio salón donde nos hallábamos, cálido y sumido en la
penumbra, era uno de los pocos lugares donde la gente no te miraba de forma
indiscreta.
—Has venido —dije—. No creí que lo
hicieras.
—Por supuesto —contestó David. Como de
costumbre, su suave y distinguido acento inglés me desconcertó.
Tenía ante mí a un anciano cuyo cuerpo
era el de un joven recién convertido en vampiro, y nada menos que por mí mismo,
uno de los exponentes más poderosos de nuestra especie.
—¿Qué esperabas? —preguntó en tono
confidencial—. Armand me informó de que habías llamado y también me lo dijo
Maharet.
—Bien, eso responde a mi primera
pregunta.
Sentí deseos de besarlo y de improviso
extendí los brazos en un gesto tentativo y educado para que pudiera zafarse si
lo deseaba. Al acogerme y corresponder de forma calurosa a mi abrazo, me
embargó una felicidad que no había experimentado en muchos meses.
Quizá no la había experimentado desde
que lo dejé con Louis. Los tres nos encontrábamos en un remoto y selvático
lugar cuando decidimos separarnos. De eso hacía ya un año.
—¿Tu primera pregunta? —inquirió David,
observándome con tanta atención como si me estuviera estudiando con todos los
medios de que dispone un vampiro para calibrar el estado de ánimo de su
creador, puesto que un vampiro no puede adivinar el pensamiento de éste, al
igual que tampoco el creador puede adivinar el pensamiento del neófito.
David y yo nos miramos de frente. He
aquí a dos seres cargados de dotes sobrenaturales, ambos con excelente aspecto,
conmovidos e incapaces de comunicarse excepto a través del sistema más sencillo
y eficaz: las palabras.
—Mi primera pregunta —empecé a
explicarle, a responder— era la siguiente: ¿Dónde has estado? ¿Te has topado
con los otros y han tratado acaso de hacerte daño? Ya sabes, las estupideces de
rigor. Luego iba a referirme a cómo rompí las normas al crearte y demás
cuestiones.
—Las estupideces de rigor —repitió
imitando mi acento francés, mezclado con cierto deje norteamericano—. ¡Qué
tontería!
—Vamos —dije—, entremos en el bar para
charlar con tranquilidad. Es evidente que nadie te ha hecho daño. No supuse que
podrían ni querrían hacértelo. Ni que se atreverían. No hubiera dejado que
deambularas por el mundo si creyera que corrías peligro.
David sonrió. Durante unos instantes se
reflejó una luz dorada en sus ojos marrones.
—¿No me dijiste eso unas veinticinco
veces antes de que nos separáramos?
Nos sentamos a una pequeña mesa que
había junto a la pared. El bar estaba medio lleno, justo en la proporción
ideal. ¿Qué aspecto teníamos David y yo? ¿La de dos jóvenes que trataban de
ligarse a algún hombre o mujer mortal? Ni lo sé ni me importa.
—Nadie me ha hecho daño —dijo David—, y
nadie ha mostrado la menor curiosidad hacia mí.
Alguien tocaba el piano, muy suavemente
por tratarse del bar de un hotel. Interpretaba una pieza de Eric Satie, por
fortuna.
—Tu corbata —dijo David, inclinándose
hacia delante mientras mostraba su resplandeciente dentadura, aunque sin dejar
ver los colmillos—, ese pedazo de seda que llevas alrededor del cuello, supongo
que no es de Brooks Brothers —dijo soltando una carcajada—. ¿Cómo se te ha ocurrido
ponerte esos zapatos puntiagudos? ¿A qué viene todo esto?
El camarero se acercó, proyectando una
enorme sombra sobre la mesa, y murmuró las frases de rigor, que no alcancé a
oír debido al alboroto.
—Me apetece una bebida caliente —dijo
David, lo cual no me sorprendió—. Un ponche de ron o algo por el estilo.
Yo asentí e indiqué al camarero con un
pequeño gesto que tomaría lo mismo.
Los vampiros siempre piden bebidas
calientes. No las beben, pero perciben su calor y aroma, lo cual resulta muy
reconfortante.
David me miró de nuevo, mejor dicho, ese
cuerpo familiar que ocupaba David. Para mí, David siempre sería el anciano
mortal que yo había conocido y apreciado, además de ese magnífico y bronceado
armazón de carne robado al cual él iba dando forma lentamente con sus
expresiones, modales y talante.
No te inquietes, querido lector, pues
David cambió de cuerpo antes de que yo lo convirtiera en vampiro. No tiene nada
que ver con esta historia.
—¿Vuelves a sentirte perseguido?
—preguntó David—. Eso fue lo que me dijo Armand y también Jesse.
—¿Dónde los viste?
—¿A Armand? En París —respondió David—.
Me lo encontré de forma casual por la calle. Fue al primero que vi.
—¿No trató de lastimarte?
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué me
habías llamado? ¿Quién te persigue? Explícate.
—Así que has visto a Maharet.
David se reclinó en la silla y meneó la
cabeza.
—Lestat —dijo—, he examinado unos
manuscritos que ningún ser humano ha visto jamás; he acariciado unas tablillas
de arcilla que...
—David el Erudito —le
interrumpí—. Educado por los miembros de Talamasca para ser el perfecto
vampiro, aunque jamás sospecharon que acabarías convirtiéndote precisamente en
esto.
—¿Es que no lo comprendes? Maharet me
condujo a los lugares donde conserva sus tesoros. No sabes lo que significa
sostener en las manos una tablilla cubierta de símbolos anteriores a la
escritura cuneiforme. En cuanto a Maharet... He vivido no sé cuántos siglos sin
conocerla, sin saber siquiera que existía.
Maharet era la única persona a quien
David temía. Supongo que ambos lo sabíamos. Mis recuerdos de Maharet no
contenían nada amenazador, sólo el misterio de una superviviente del milenio,
un ser tan anciano que cada gesto suyo parecía de mármol líquido y cuya suave
voz constituía la destilación de toda la elocuencia humana.
—Si Maharet te ha dado su bendición, no
tienes de qué preocuparte —dije, soltando un breve suspiro. Me preguntaba si
algún día volvería a verla. Era un encuentro que no deseaba en absoluto.
—También he visto a mi amada Jesse
—declaró David.
—Claro, debí suponerlo.
—Recorrí el mundo entero buscándola
desesperadamente, de la misma forma que tú me buscabas a mí.
Jesse. Pálida, menuda, pelirroja, nacida
en el siglo veinte, muy culta y dotada de poderes extraordinarios. David la
había conocido como humano; ahora la conocía como ser inmortal. Jesse había
sido su pupila en la orden de Talamasca. Ahora David era comparable a Jesse en
belleza y poder vampírico.
Jesse había sido introducida en la Orden
por la vieja Maharet, de la primera generación de vampiros y nacida como ser
humano antes de que los mismos humanos empezaran a escribir su propia historia
o supieran siquiera que tenían una historia. Maharet formaba parte de los
Mayores, era la Reina de los Malditos, un vampiro hembra, al igual que su
hermana muda, Mekare, de quien ya nadie hablaba.
Jamás había visto a un neófito
apadrinado por una persona tan anciana como Maharet. La última vez que la vi,
Jesse parecía una vasija transparente que contuviera una inmensa fuerza. Supuse
que a estas alturas debía de tener muchas historias que contar, su propias
andanzas y aventuras.
Yo había transmitido a David mi añeja
sangre mezclada con un linaje aún más antiguo que el de Maharet. Sí, sangre de
Akasha y del anciano Marius. También le había transmitido mi fuerza, que, como
todos sabemos, era incalculable.
De modo que David y Jesse se habían
hecho grandes amigos. ¿Qué había sentido Jesse al ver a su anciano mentor
vestido con la llamativa indumentaria de un joven macho humano?
De pronto sentí envidia y desesperación.
Yo había conseguido apartar a David de aquellas frágiles y blancas criaturas
que lo habían atraído hacia su santuario ubicado en tierras lejanas, donde sus
tesoros podían permanecer ocultos durante generaciones, al abrigo de cualquier
crisis o guerra. Recordé algunos nombres exóticos, pero no logré recordar
adonde habían ido las dos pelirrojas, la anciana y la joven, que habían
admitido a David en su santuario.
En aquel momento oí un ruido y volví la
cabeza. Después me acomodé de nuevo en la silla, avergonzado por haberme
sobresaltado delante de David, y me concentré en silencio en mi víctima.
Se hallaba aún en el restaurante del
hotel, muy cerca de donde nos encontrábamos nosotros, acompañada de su hermosa
hija. Esa noche no se me escaparía, de eso estaba seguro.
Al cabo de unos instantes suspiré y
aparté la vista. Hacía meses que seguía a mi víctima. Era muy interesante, pero
no tenía nada que ver con todo aquello. ¿O tal vez sí? Puede que la matara esa
misma noche, aunque lo dudaba. Después de haber espiado a la hija, y sabiendo
lo mucho que la quería, decidí aguardar a que ella regresara a casa. ¿Por qué
había de ser cruel con una joven tan bella? Sí, era evidente que su padre la
quería mucho. En esos momentos le estaba rogando que aceptara un regalo, algo
que acababa de hallar y que era muy valioso para él. Por desgracia, no logré
visualizar el regalo ni en la mente de él ni en la de ella.
Había resultado muy fácil seguir a mi
víctima, pues se trataba de un individuo llamativo, codicioso, a veces bondadoso
y siempre muy divertido.
Pero volvamos a David. Cuánto debía de
amar ese espléndido ser inmortal que estaba sentado ante mí al vampiro hembra
Jesse para convertirse en pupilo de la decrépita Maharet. Pero ¿es que no
sentía yo ningún respeto hacia los ancianos? ¿Qué demonios pretendía? No, ésa
no era la cuestión. La cuestión era... ¿Qué pretendían de mí? ¿De qué huía?
¿Por qué?
David aguardaba educadamente a que yo
volviera a centrar la vista en él, cosa que hice pero sin decir nada. No inicié
la conversación, de modo que él hizo lo que la gente educada suele hacer,
hablar despacio como si yo no lo estuviera mirando fijamente a través de las
gafas violeta, tras las cuales parecía ocultar un siniestro secreto.
—Nadie ha tratado de hacerme daño
—repitió con la típica flema británica—, nadie cuestiona que tú fuiste mi
creador, todos me han tratado con respeto y amabilidad, aunque querían saber
los detalles de cómo conseguiste sobrevivir al ladrón de cuerpos. No imaginas
lo mucho que te quieren y lo preocupados que estaban por ti.
David se refería a la última aventura,
gracias a la cual nos habíamos encontrado y yo lo había convertido en uno de
los nuestros. En aquel momento, no se había dedicado precisamente a alabarme
por ello.
—¿De veras crees que me quieren?
—pregunté, refiriéndome a los otros, los escasos representantes de nuestra
espectral especie que quedaban por el mundo—. Ninguno de ellos trató de
ayudarme —añadí, pensando en el ladrón de cuerpos, al cual había conseguido
derrotar.
Es posible que sin la ayuda de David no
hubiera ganado la batalla. Prefería no pensar en algo tan terrible, pero desde
luego tampoco deseaba pensar en mis brillantes y dotados colegas vampíricos,
que se habían limitado a presenciar la escena desde lejos sin mover un dedo para
ayudarme.
El ladrón de cuerpos había ido a parar
al infierno. El cuerpo en cuestión estaba sentado frente a mí, ahora ocupado
por David.
—Bien, me alegro que se preocuparan por
mí —dije—. Alguien me está siguiendo, David, y esta vez no se trata de un astuto
mortal que conoce los trucos de la proyección astral y la forma de apoderarse
del cuerpo de otra persona. Me siento perseguido.
David me miró fijamente, no con
expresión incrédula sino intentando asimilar lo que acababa de decirle.
—¿Te persiguen?
—Así es —asentí—. Estoy asustado, David,
muy asustado. Si te dijera lo que opino sobre... sobre esa cosa que me
persigue, te reirías.
—¿Estás seguro?
El camarero depositó sobre la mesa las
bebidas calientes. Despedían un vapor delicioso. El pianista seguía interpretando
suavemente a Satie. En aquellos momentos la vida casi merecía la pena de ser
vivida, incluso por un depravado monstruo como yo. De pronto se me ocurrió una
idea.
Hacía dos noches, en este mismo bar, oí
a mi víctima decirle a su hija:
—He vendido mi alma por lugares como
éste.
Yo me encontraba a muchos metros de
ellos, a una distancia insalvable para cualquier mortal, pero percibía cada
palabra que salía de labios de mi víctima, cuya hija me tenía cautivado; se
llamaba Dora. Era la única persona a la que esa extraña y apetecible víctima
amaba, su única hija.
Me di cuenta de que David me observaba
con curiosidad.
—Pensaba en la víctima que me ha atraído
hasta aquí —dije—, y en su hija. Esta noche no saldrán. Las calles están
nevadas y sopla un fuerte viento. Él acompañará a su hija a la suite, desde la
cual podrán contemplar las torres de San Patricio. No quiero perder de vista a
mi víctima.
—No te habrás enamorado de unos mortales
—dijo David.
—No. Se trata de un nuevo método de
caza, simplemente. Ese hombre es muy singular, posee unas características que
me atraen. Lo adoro. Sentí deseos de alimentarme de su sangre la primera vez
que lo vi, pero no deja de sorprenderme. Hace medio año que lo sigo por doquier
Volví a concentrarme en ellos. Sí, iban
a subir a la suite, tal como supuse. Acababan de levantarse de la mesa y se
disponían a abandonar el restaurante. Hacía una noche de perros y Dora, aunque
deseaba ir a la iglesia para rezar por su padre, y a su vez rogarle que se
quedara y rezara con ella, tenía miedo de salir. A través de sus pensamientos y
de algunas palabras sueltas que captaba advertí que compartían un recuerdo.
Dora era una niña cuando mi víctima la había llevado por primera vez a la
catedral.
Él no creía en nada, mientras ella era
una especie de líder religioso. Theodora. Predicaba sobre los valores morales y
el alimento del alma ante las audiencias de la televisión. ¿Y el padre? Decidí
que era preferible matarlo antes de averiguar más detalles sobre él, para
evitar que se me escapara ese magnífico trofeo por no lastimar a Dora.
Miré a David. Estaba sentado y apoyaba
los hombros contra la pared revestida de raso oscuro, mientras me observaba
atentamente. Bajo esa luz, nadie habría sospechado que no era humano, ni
siquiera uno de los nuestros. En cuanto a mí, seguramente parecía una
excéntrica estrella del rock ansiosa de que la atención del mundo entero la
aplastara lentamente hasta matarla.
—La víctima no tiene nada que ver en
ello —dije—. Otro día hablaremos de ese asunto. Estamos en este hotel porque la
seguí hasta aquí. Ya conoces mis costumbres, mi forma de cazar. Ya no necesito
sangre, como tampoco la necesita Maharet, pero no soporto la idea de no
conseguirla.
—¿Qué jueguecito te traes entre manos?
—preguntó el exquisitamente educado y británico David.
—Ya no busco a simples asesinos, a gente
malvada, sino a cierto tipo de criminal más sofisticado, alguien con la
mentalidad de Iago. Ese hombre es un narcotraficante. Excéntrico y brillante,
se dedica a coleccionar obras de arte y disfruta ordenando que liquiden a
alguien a tiros, gana billones en una semana con la cocaína y la heroína, y
quiere con locura a su hija, que dirige una iglesia televangélica.
—Estás obsesionado con esos mortales.
—Mira a mis espaldas. ¿Ves a esas dos
personas que se dirigen hacia los ascensores? —pregunté.
—Sí —respondió David, mirándolos
fijamente.
Se habían detenido en el lugar preciso.
Yo podía sentirlos, oírlos y olerlos, pero era incapaz de establecer con
exactitud dónde se encontraban a menos que me volviera. Allí estaban, el hombre
de tez oscura, sonriente, que miraba embelesado a su hija, una niña-mujer
pálida y con aspecto inocente, de unos veinticinco años de edad, si mis
cálculos no andaban errados.
—Conozco la cara de ese hombre —dijo
David—. Es un pez gordo a escala internacional. Tratan de imputarle los
suficientes cargos para encerrarlo en la cárcel, pero es un tipo listo. ¿No
organizó hace poco un asesinato bastante sonado?
—Sí, en las Bahamas.
—¿Cómo demonios diste con él? ¿Lo viste
en persona en alguna parte, ya sabes, como quien se encuentra una concha en la
playa, o viste su fotografía en los periódicos y revistas?
—¿Reconoces a la chica? Nadie sabe que
son padre e hija.
—No, no la reconozco —contestó David—.
¿Por qué? ¿Acaso es conocida? Es muy guapa y muy dulce. Supongo que no pensarás
alimentarte de su sangre...
Su caballerosa indignación ante
semejante atrocidad me hizo sonreír. Me pregunté si David pedía permiso a sus
víctimas antes de chuparles la sangre o si, cuando menos, insistía en que se
presentaran debidamente. No tenía idea de qué métodos empleaba para matar a sus
víctimas, ni con qué frecuencia necesitaba alimentarse de sangre humana. Yo le
había transmitido mi fuerza. Eso significaba que no tenía que hacerlo cada
noche, lo cual no dejaba de ser una ventaja.
—La chica canta himnos a Jesús en un
programa de televisión —dije—. Un día instalará la sede de su iglesia en un
viejo convento en Nueva Orleans. Actualmente vive sola, y graba sus programas
en unos estudios que se hallan en el Quarter. Creo que el programa se transmite
por un canal ecuménico vía satélite fuera de Alabama.
—Estás enamorado de ella.
—No, sólo estoy impaciente por matar a
su padre. Esa chica transmite por la pantalla un encanto muy especial. Habla
sobre teología con una sensatez aplastante; es el tipo de telepredicadora que
conmueve a las masas. ¿No hemos temido siempre que el día menos pensado
apareciera alguien como ella? Baila como una ninfa, o más bien una virgen de un
templo; canta como un serafín e invita a la audiencia que llena el estudio a
corearla. Una combinación de teología y éxtasis sabiamente dosificados, aparte
de las consabidas recomendaciones morales y éticas.
—La entiendo —contestó David—: eso añade
emoción a la perspectiva de chuparle la sangre a su padre. A propósito, el
padre no es un tipo que pase precisamente inadvertido. Ninguno de los dos
parece querer ocultarse. ¿Estás seguro de que nadie sabe que están
emparentados?
En aquellos momentos se abrieron las
puertas del ascensor. Mi víctima y su hija se dirigieron hacia las plantas
superiores del edificio.
—Él entra y sale de aquí cuando le
conviene. Tiene un montón de guardaespaldas. Ella se reúne aquí con él. Creo
que conciertan la cita por teléfono celular. Él es un gigante del negocio de la
cocaína, y ella una de sus operaciones secretas mejor guardadas. Los
guardaespaldas están por todo el vestíbulo. Si hubiera algún intruso husmeando
por el lugar, ella habría abandonado el restaurante antes que él. Pero él se
escurre como nadie de entre las manos de la justicia.
Hay una orden de busca y captura contra
él en cinco estados, pero eso no le impide asistir a un campeonato de pesos
pesados en Atlantic City. Se sienta en primera fila, delante de las cámaras de
televisión. Jamás le echarán el guante. Lo atraparé yo, el vampiro que está
deseando matarlo. ¿Verdad que es estupendo?
—Vamos a ver si me aclaro —contestó
David—. Dices que alguien te sigue, pero que no tiene nada que ver con tu
víctima, con ese narcotraficante, ni tampoco con su hija telepredicadora. Es
decir, te sientes perseguido y asustado, pero no lo suficiente para dejar de
perseguir a tu vez a ese tipo de aire siniestro que acaba de entrar en el
ascensor.
Yo asentí, aunque las palabras de David
me hicieron dudar durante unos segundos. No, no podía existir ninguna relación
entre ambas cosas.
Además, ese asunto que me tenía tan
preocupado había comenzado antes de que yo me fijara en mi víctima. Había
presentido por primera vez que me perseguían en Río, poco después de separarme
de Louis y David para regresar allí de «caza».
No sabía nada de mi nueva víctima hasta
que un día se cruzó en mi camino en mi propia ciudad, Nueva Orleans. Se había
trasladado allí para pasar un rato con Dora. Se habían encontrado en un pequeño
bar del barrio francés, y al pasar me fijé en aquel individuo que vestía un
atuendo de lo más chillón, y en el pálido semblante y los grandes y bondadosos
ojos de su hija. ¡Paf! Fue una atracción fatal, instantánea.
—No, no tiene nada que ver con él
—dije—. Empecé a notar que me perseguían hace meses, antes de elegir a mi
víctima. Él no sabe que lo estoy acechando. Yo tampoco noté que me perseguía
esa cosa, esa...
—¿Qué?
—Observar a ese hombre y a su hija es
como contemplar un culebrón. Es el tipo más perverso que he conocido jamás.
—Ya me lo habías comentado. Pero ¿qué es
lo que te persigue? ¿Una cosa, una persona o...?
—Deja que te hable primero de mi
víctima. Ha matado a un montón de gente. Esos tipos se alimentan de números.
Kilos, números de muertos, cuentas secretas. La chica, por supuesto, no es una
estúpida que se dedique a hacer milagros asegurando a los diabéticos que puede
curarlos a través de una imposición de manos.
—Estás divagando, Lestat. ¿Qué te
sucede? ¿De qué tienes miedo? ¿Por qué no matas de una vez a tu víctima y te
olvidas del asunto?
—Estás impaciente por regresar junto a
Jesse y Maharet, ¿no es cierto? —pregunté a David. De pronto me sentí
indefenso, impotente—. Quieres pasar los próximos cien años entre esas
tablillas y pergaminos, contemplando los angustiados ojos azules de Maharet,
escuchando su voz. ¿Sigue eligiendo siempre a víctimas con ojos azules?
Por la época en que Maharet se convirtió
en vampiro estaba ciega, le habían arrancado los ojos. En consecuencia, sacaba
los ojos a sus víctimas y los utilizaba hasta que volvía a caer en la ceguera,
por más que se esforzara en conservar la visión alimentándose de sangre humana.
Ésa era la trágica verdad de la reina de mármol de ojos sangrantes. ¿Por qué no
le había retorcido el cuello a un vampiro neófito para robarle los ojos? No se
me había ocurrido nunca. Quizá se había abstenido por lealtad hacia nuestra
especie. Puede que no hubiera funcionado. El caso es que Maharet tenía sus
escrúpulos, severos e inamovibles como ella misma. Una mujer de su edad
recuerda los tiempos en que no existía Moisés ni el código de Hammurabi; cuando
sólo los faraones atravesaban el Valle de la Muerte...
—Presta atención, Lestat —dijo David—.
Quiero saber lo que te preocupa. Es la primera vez que reconoces estar
asustado. Olvídate de mí durante unos momentos. Olvídate de tu víctima y de la
chica. Cuéntame lo que te pasa, amigo mío. ¿Quién te persigue?
—Antes de responder quiero hacerte unas
preguntas.
—No. Explícate. ¿Estás en peligro? ¿O
presientes que lo estás? Me mandaste llamar. Fue una clara petición de socorro.
—¿Son ésas las palabras que utilizó
Armand, «una clara petición de socorro»? Odio a Armand.
David sonrió e hizo un rápido gesto de
impaciencia con ambas manos.
—No odias a Armand, lo sabes de sobra.
—¿Qué te apuestas?
David me miró severamente, con aire de
reproche. Debía de ser cosa del internado inglés donde se educó.
—De acuerdo —dije—. Te lo contaré. Pero
primero debo recordarte algo. Una conversación que mantuvimos cuando aún
estabas vivo, la última vez que charlamos en tu casa de los Cotswolds, cuando
eras un encantador anciano que moría en el más absoluto desespero...
—Lo recuerdo —respondió David en tono de
resignación—. Antes de que partieras hacia el desierto.
—No, cuando regresé del desierto con
graves quemaduras y comprendí que no podía morirme tan fácilmente como había
supuesto. Tú me cuidaste. Luego me hablaste de ti, de tu vida. Dijiste algo
acerca de una experiencia que habías vivido antes de la guerra, en un café de
París. ¿Recuerdas esa anécdota?
—Desde luego. Te dije que en mi juventud
tuve una visión.
—Sí, que durante unos segundos te
pareció como si el tejido de la vida se hubiera desgarrado y entonces
vislumbraste unas cosas que jamás debiste ver.
David sonrió y dijo:
—Fuiste tú quien sugirió que era como si
se hubiera desgarrado el tejido de la vida, permitiéndome así contemplar
ciertas cosas. Sin embargo, yo no creía, ni lo creo ahora, que fuera algo
casual, sino una visión. Pero han pasado cincuenta años y apenas recuerdo el
asunto.
—Es lógico. Como vampiro, recordarás
todo lo que te suceda a partir de ahora con gran precisión, pero los detalles
de tu existencia mortal se irán difuminando, sobre todo los que guardan
relación con los sentidos, como el sabor del vino, etcétera.
David me rogó que me callara, pues mis
palabras le entristecían. Yo le aseguré que no había sido ése mi propósito.
Levanté mi copa y aspiré el aroma,
semejante al de los ponches navideños. Luego la deposité de nuevo en la mesa.
Tenía todavía las manos y el rostro bronceados debido a la excursión al
desierto, mi pequeño intento de volar hacia la faz del sol. Eso me ayudaba a
pasar por un ser humano. ¡Qué ironía! También hacía que mis manos fueran más
sensibles al calor.
Al notar el calor me estremecí de gozo.
Soy un tipo que disfruta con todo. No hay forma posible de disimular una
sensualidad como la mía; soy capaz de morirme de risa durante horas mientras
observo el dibujo de una alfombra en el vestíbulo de un hotel.
De pronto advertí que David me miraba
fijamente.
Parecía haber recobrado la compostura, o
al menos haberme perdonado por enésima vez el hecho de haber metido su alma en
el cuerpo de un vampiro sin su consentimiento, es decir, en contra de su
voluntad. Me miraba casi con amor, como si quisiera tranquilizarme.
Yo le devolví la mirada. Sí, necesitaba
calmarme.
—Según me contaste, en ese café de París
oíste una conversación entre dos seres —dije, regresando al tema de la visión
que había tenido David hacía años—. Eras muy joven. Todo sucedió de forma
gradual. De pronto comprendiste que en realidad esos seres no estaban allí, al
menos en un sentido material, y que se expresaban en una lengua que tú
comprendías aunque no sabías cuál era.
David asintió.
—En efecto —contestó—. Era como si
estuvieran hablando Dios y el diablo.
—El año pasado, cuando te dejé en la
selva me dijiste que no me preocupara, que no pensabas emprender un peregrinaje
en busca de Dios y el diablo en un café parisino. Me dijiste que habías
dedicado toda tu existencia mortal a buscar eso en Talamasca, pero que habías
cambiado.
—Sí, eso fue lo que te dije —reconoció
David—. La visión ha perdido nitidez desde el día en que te hablé de ella,
aunque todavía la recuerdo. Sigo creyendo que vi y oí algo extraordinario, pero
me he resignado a no descubrir jamás su misterio.
—De modo que, tal como me prometiste,
has decidido dejar los asuntos de Dios y el diablo para los de Talamasca.
—Dejo los asuntos del diablo a los de
Talamasca —respondió David—. No creo que a la Orden le interese Dios, sino más
bien otras cuestiones esotéricas y sobrenaturales.
Ese ámbito verbal me resultaba familiar.
Ambos manteníamos una discreta vigilancia sobre Talamasca, por decirlo así. Sin
embargo, sólo un miembro de aquella devota orden de eruditos había conocido la
verdadera suerte de David Talbot, antiguo superior general, y ese ser humano
había muerto. Se llamaba Aaron Lightner. La muerte del único ser humano que
sabía en qué se había convertido David, que había sido su amigo cuando David
era un ser mortal, al igual que David había sido amigo mío, le había causado
una profunda tristeza.
—¿Acaso has tenido una visión? —me
preguntó David, deseoso de retomar el hilo de la conversación—. ¿Por eso estás
asustado?
—No, no se trata de algo tan claro como
una visión —respondí—. Pero ese ser me persigue, de vez en cuando me permite
verlo brevemente, en un abrir y cerrar de ojos. A veces lo oigo conversar con
otros en un tono normal, o percibo sus pasos por la calle, siguiéndome. Cuando
me vuelvo, se esfuma. Lo reconozco, estoy aterrado. Las pocas veces que se
muestra ante mí suelo terminar completamente desorientado, tendido en la calle
como un borracho. A veces pasa una semana sin que lo vea o lo oiga. Luego, de
pronto, vuelvo a captar el fragmento de una conversación...
—¿Y qué dice?
—No puedo repetir esos fragmentos en
orden. Llevo oyéndolos desde hace mucho tiempo, antes de darme cuenta de su
significado. Sabía que oía una voz procedente de otra estancia, por decirlo
así, que no era un ser mortal que se encontrara en una habitación contigua.
Pero quizá tenga una explicación natural, una razón acústica.
—Comprendo.
—Son como fragmentos de una conversación
normal entre dos personas. De pronto, uno de ellos, el que me persigue, le dice
al otro: «No, es perfecto, no tiene nada que ver con la venganza. ¿Acaso me
crees capaz de hacer eso simplemente para vengarme?» Son frases sueltas —añadí,
encogiéndome de hombros.
—¿Y crees que esa cosa, o ese ser,
quiere que oigas algunas de las cosas que dice, de la misma forma que yo pienso
que alguien quería que yo tuviera aquella visión en el café de París?
—Exactamente. Este asunto me está
atormentando. En otra ocasión, hace dos años, me hallaba en Nueva Orleans
espiando a Dora, la hija de mi víctima. Reside en el viejo convento del que te
hablé, un edificio del siglo pasado, medio derruido y abandonado. Es como un
viejo castillo. Pero esa hermosa joven, que parece tan frágil e inocente, vive
allí sola.
»Pues bien, entré en el patio del
convento, que consta de un edificio principal, dos alas rectangulares y un
patio interior...
—El típico edificio construido en piedra
de finales del siglo diecinueve.
—Exacto. Estaba espiando a la chica a
través de las ventanas, cuando la vi avanzar por un pasillo oscuro como boca de
lobo. Llevaba una linterna y cantaba uno de sus himnos. Esas gentes que
predican por televisión son una curiosa mezcla entre lo medieval y lo moderno.
—Sí, creo que lo llaman la «Nueva Era»
—apuntó David.
—Algo así. Como te he dicho, esa joven
trabaja en una cadena religiosa ecuménica. Su programa es muy convencional.
Invita a los telespectadores a creer en Jesús para salvarse. Pretende conducir
a la gente hacia el cielo con sus cánticos y danzas, especialmente a las
mujeres, que siempre llevan la batuta.
—Continúa, decías que la estabas
espiando...
—Sí, y no dejaba de pensar en lo
valiente que era. Al fin llegó a sus habitaciones, que se hallan en una de las
cuatro torres del edificio, y la oí echar el cerrojo a las puertas. Pensé que
no había muchos mortales dispuestos a vivir solos en un edificio tan oscuro y siniestro
como aquél. Además, desde el punto de vista espiritual está contaminado.
—¿A qué te refieres?
—Está habitado por pequeños espíritus,
duendes... ¿Cómo los llamáis en Talamasca?
—Trasgos.
—Hay varios en ese edificio, aunque no
representan ninguna amenaza para esa joven; es demasiado valiente y fuerte para
dejarse intimidar por ellos.
»No así el vampiro Lestat, que la estaba
espiando. Como he dicho antes, me encontraba en el patio cuando de pronto oí
una voz junto a mí, como si a mi derecha hubiera dos individuos que estuviesen
manteniendo una amistosa charla. Uno de ellos, el que no se dedica a seguirme,
dijo: "No tengo la misma opinión de él que tú." Me volví
precipitadamente, tratando de hallar a esa cosa, atraparla mental y
espiritualmente, enfrentarme a ella, desafiarla. Estaba temblando como una
hoja. Esos pequeños espíritus a los que me he referido, cuya presencia advertí
en el convento... No creo que se dieran cuenta de que esa persona, o lo que
fuera, me estaba hablando al oído.
—Lestat, tengo la impresión de que has
perdido tu inmortal juicio —dijo David—. No, no te ofendas. Te creo. Pero
retrocedamos un poco. ¿Por qué estabas siguiendo a la chica?
—Porque quería verla. Mi víctima está
muy preocupada por lo que es, por los crímenes que ha cometido, por lo que las
autoridades saben sobre él. Teme que cuando consigan detenerlo y los periódicos
aireen el caso su hija salga perjudicada. Claro que nunca llegarán a juzgarlo,
pues pienso matarlo antes de que consigan detenerlo.
—Y con ese gesto salvarías la iglesia de
la chica, ¿verdad? Es decir, que vas a liquidarlo de forma expeditiva. ¿Me
equivoco?
—No haría daño a esa joven por nada del
mundo. Nada podría inducirme a lastimarla —contesté.
A continuación guardé silencio durante
unos minutos.
—¿Estás seguro de que no te has
enamorado de ella? —preguntó David—. Parece como si te hubiera hechizado.
Las palabras de David me hicieron
recordar que no hacía mucho me había enamorado de una mujer mortal, una monja.
Se llamaba Gretchen. La pobre había perdido la razón por culpa mía. David
conocía la historia. La había escrito yo mismo; también había escrito la
historia de David, de modo que él y Gretchen habían pasado a los anales de la
historia en forma de personajes de ficción. David estaba al corriente de ello.
—Jamás me comportaría con Dora como hice
con Gretchen —dije—. No. No voy a lastimarla. He aprendido la lección. Lo único
que me interesa es matar a su padre de forma que ella sufra lo menos posible y
obtenga el máximo beneficio. Ella sabe a qué se dedica su padre, pero no estoy
seguro de que esté preparada para afrontar todos los problemas que se le
echarían encima si lograran detenerlo y juzgarlo.
—Veo que sigues con tus jueguecitos.
—Tengo que hacer algo para distraerme,
para no pensar en esa cosa que me persigue. ¡Me está volviendo loco!
—Cálmate, hombre, no te pongas nervioso.
—No puedo evitarlo —contesté.
—Dame más detalles sobre esa «cosa»,
cuéntame más fragmentos de conversación.
—No merece la pena repetirlos. Se trata
de una discusión acerca de mí. Te aseguro, David, que es como si Dios y el
diablo estuvieran discutiendo sobre mí.
Me detuve bruscamente. El corazón me
latía con tal violencia que casi me dolía, lo cual resulta extraño tratándose
del corazón de un vampiro. Me apoyé en la pared y observé a los clientes del
bar, en su mayoría mortales de mediana edad, señoras enfundadas en anticuados
abrigos de piel y hombres calvos lo suficientemente bebidos para hablar a voces
y comportarse como si tuvieran veinte años.
El pianista interpretaba una melodía
popular muy triste y dulce, de una obra que se había representado en Broadway.
Una de las mujeres que había en el bar se balanceaba suavemente al compás de la
música mientras deletreaba en silencio las palabras de la canción con sus
grotescos labios pintados de rojo y se fumaba un cigarrillo. Pertenecía a una
generación que llevaba tantos años fumando que le resultaba imposible dejar de
hacerlo. Tenía la piel arrugada y áspera como un lagarto, pero era una vieja
inofensiva y encantadora. Todos eran inofensivos y encantadores.
¿Mi víctima? La oí arriba. Seguía
hablando con su hija. Trataba de convencerla de que aceptara otro regalo, creo
que un cuadro.
Era evidente que mi víctima estaba
dispuesta a mover montañas por su hija, pero ella no quería sus regalos y
tampoco iba a salvar su alma.
Me pregunté hasta qué hora permanecería
abierta la catedral de San Patricio. Dora deseaba ir allí a rezar. Como de
costumbre, rechazó el dinero que le ofreció su padre. «Lo que quiero es tu alma
—dijo—. No puedo aceptar tu dinero para la iglesia. Está sucio, manchado de
sangre.»
Fuera seguía nevando. La música del
piano empezó a sonar a un ritmo más acelerado y urgente. De lo mejorcito de
Andrew Lloyd Weber, pensé. Era una canción de El fantasma de la ópera.
De pronto volví a oír un ruido en el
vestíbulo y me volví bruscamente. Luego miré a David para comprobar si él había
notado algo, pero no parecía haber oído nada anormal. Al cabo de unos segundos
creí oír de nuevo algo así como unos pasos, unos pasos sigilosos y aterradores.
No, no era fruto de mi imaginación. Me eché a temblar. De repente el ruido
cesó. No oí ninguna voz hablándome al oído.
Miré a David.
—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó David,
preocupado—. Estás trastornado.
—Creo que el diablo ha venido a por mí
—contesté—. Voy a ir al infierno.
David me miró estupefacto. ¿Qué podía
responder? ¿Qué suele decir un vampiro a otro respecto a esos temas? ¿Qué
hubiera dicho yo si Armand, trescientos años mayor que yo e infinitamente más
malvado, me hubiera dicho que el diablo iba tras él? Me habría reído ante sus
narices. Habría soltado algún chiste sobre que se lo tenía bien merecido y que
estaría en buena compañía, rodeado de los de nuestra especie, sometido a un
tormento vampírico mucho peor que los que experimentan los pecadores mortales.
Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.
—Dios mío —murmuré.
—¿Dices que lo has visto? —preguntó
David.
—No exactamente. Yo estaba en... no
tiene importancia. Creo que había regresado a Nueva York, estaba con él...
—La víctima.
—Sí, lo estaba siguiendo. Había ido a
una galería de arte situada en el centro para cerrar un trato. Se dedica al
contrabando de obras de arte. El hecho de que le entusiasmen los objetos
antiguos y exquisitos, como a ti, David, forma parte de su extraña personalidad.
Cuando lo mate y me dé un festín, quizá te traiga uno de sus tesoros.
David no dijo nada, pero noté que la
idea de que yo birlara un objeto valioso a alguien a quien aún no había matado
pero a quien con toda certeza iba a matar, le disgustaba.
—Libros medievales, cruces, joyas,
reliquias, es el tipo de objetos que adquiere. El afán de poseer obras de arte
religiosas, como estatuas de ángeles y santos de incalculable valor que habían
sido robadas de las iglesias en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, es lo
que le llevó al tráfico de drogas. Sus tesoros más valiosos los mantiene a buen
recaudo en su casa del Upper East Side. Es su gran secreto. Creo que el dinero
de las drogas representa para él un medio para alcanzar un fin. No estoy
seguro. A veces me entretengo en adivinar su pensamiento, pero luego me canso y
lo dejo correr. Es un tipo malvado, esas reliquias no poseen ninguna magia y yo
acabaré en el infierno.
—No tan deprisa —dijo David—. Volvamos
al ser que te persigue. Dijiste que habías visto algo. ¿Qué fue lo que viste
exactamente?
Yo guardé silencio. Había temido este
momento. Ni siquiera había tratado de describir esas experiencias para mí
mismo. Pero tenía que seguir adelante. Había llamado a David para que me
ayudara. Tenía que darle una explicación.
—Nos encontrábamos en la Quinta Avenida;
él, la víctima, circulaba en un coche por el centro y yo conocía las señas de
la casa donde conserva sus tesoros.
»Yo iba andando por la calle, como
cualquier ser mortal. Me detuve ante un hotel y entré para admirar las flores.
Siempre que me siento a punto de perder el juicio debido a los rigores del
invierno entro en uno de esos hoteles lujosos y me deleito contemplando los
arreglos florales.
—Te comprendo —respondió David con un
breve suspiro.
—Me hallaba en el vestíbulo,
contemplando un inmenso ramo de flores. Quería... dejar un donativo, como si
estuviera en una iglesia..., para quienes habían confeccionado el ramo, y me
dije a mí mismo que podía matar a la víctima. De pronto..., te juro que fue así
como sucedió, David...
»... el suelo cedió bajo mis pies. El
hotel desapareció. Yo no estaba en ninguna parte, ni sujeto a nada, y sin
embargo me encontraba rodeado de personas que no cesaban de parlotear, gritar,
llorar y reír; sí, tal como te lo cuento, todo sucedía de forma simultánea. En
lugar de las clásicas tinieblas del infierno, había una luz cegadora. Traté de
agarrarme a algo, de recuperar el equilibrio, no con las manos, pues no tenía
manos, sino tensando cada músculo y nervio de mi cuerpo, cuando de repente
sentí que pisaba terreno firme y vi a ese ser ante mí. No tengo palabras para
describir lo que experimenté, David. Fue horripilante. Jamás había visto nada
tan espantoso. La luz brillaba a sus espaldas, proyectando su gigantesca sombra
sobre mí. Su rostro era muy oscuro y al mirarlo perdí el control. Creo que
proferí un alarido, aunque no sé si se oyó en el mundo de los mortales.
»Cuando me recuperé de la impresión
comprobé que yo seguía allí, en el vestíbulo del hotel. Todo presentaba un aspecto
normal. Tuve la sensación de haber permanecido años y años en aquel espantoso
lugar, y noté que mi memoria se desintegraba, que los fragmentos de mis
recuerdos se escapaban con tal rapidez que resultaba imposible atrapar siquiera
un pensamiento, una frase o una palabra.
»Lo único que recordaba con certeza es
lo que acabo de relatarte. Me quedé inmóvil, mirando las flores. Nadie en el
vestíbulo se fijó en mí. Fingí que todo era normal, pero al mismo tiempo me
esforzaba en recordar, perseguía esos fragmentos que habían huido de mi
memoria, unos retazos de conversación, unas palabras sueltas, una amenaza o una
descripción, mientras veía ante mí a aquel horripilante y siniestro ser, el
tipo de demonio que uno crearía si deseara conducir a alguien a la locura. No
dejaba de ver su rostro y...
—Lo he visto en otras dos ocasiones.
Me enjugué el sudor de la frente con la
servilleta que me había tendido el camarero, el cual se había acercado de nuevo
a la mesa. David le pidió que nos sirviera otras bebidas y luego se inclinó
hacia mí y dijo:
—De modo que crees que has visto al
diablo.
—Yo no me dejo impresionar fácilmente,
David —respondí—. Lo sabes tan bien como yo. No existe un vampiro capaz de
atemorizarme. Ni el más viejo, ni el más sabio, ni el más cruel. Ni siquiera
Maharet. Además, ¿qué sé yo acerca de lo sobrenatural, a no ser lo que nos
concierne a nosotros? Los pequeños espíritus, los poltergeist, lo que todos
conocemos y vemos... lo que tú invocas por medio de las artes de la macumba.
—Cierto —dijo David.
—Ese ser era el Hombre, el Macho Cabrío,
la encarnación del Mal.
David sonrió, pero sin ánimo de
ofenderme.
—Es decir, el mismísimo diablo —contestó
en tono suave y seductor.
Ambos nos echamos a reír, aunque con una
risa un tanto amarga, como suelen decir los escritores.
—La segunda vez fue en Nueva Orleans. Yo
estaba cerca de casa, del apartamento de la calle Royale. Estaba dando un
paseo. De pronto oí unas pisadas detrás de mí, como si la persona que me estaba
siguiendo quisiera que yo lo notara. Es un viejo truco que yo mismo he
utilizado en más de una ocasión para atemorizar a mis víctimas. Te aseguro que
funciona. ¡Dios, estaba aterrado! La tercera vez noté la presencia de esa cosa
aún más cerca. La misma puesta en escena; un ser alado gigantesco, o por lo
menos yo, debido al pavor que me invadía, lo había dotado de alas. En cualquier
caso se trata de un ser alado, grotesco, pero esa última vez conseguí retener
la imagen el tiempo suficiente para huir de ella, para escapar como un cobarde.
Luego me desperté, como de costumbre, en un lugar conocido, el mismo en el que
había tenido la visión. Todo parecía sumido en la más absoluta normalidad,
nadie mostraba ni un signo de alteración.
—¿No dice nada cuando se aparece ante
ti?
—No, nada. Creo que intenta volverme
loco. Trata de... obligarme a hacer algo. ¿Recuerdas lo que dijiste, David,
aquello de que no sabías por qué Dios y el diablo te habían permitido verlos?
—¿No se te ha ocurrido que este asunto
está relacionado con la víctima a la que persigues? ¿Que quizás algo o alguien
quiere impedirte que mates a ese hombre?
—Eso es absurdo, David. Piensa en el
sufrimiento que existe en el mundo, en las víctimas inocentes que mueren en
Europa oriental, en las guerras que se libran en Tierra Santa, en lo que sucede
en esta misma ciudad. ¿Crees que a Dios o al diablo les importa la suerte de la
humanidad? En cuanto a nuestra especie, durante siglos se ha dedicado a atacar
a las personas más débiles, atractivas e indefensas. ¿Cuándo ha impedido el
diablo que Louis, Armand, Marius o cualquiera de nosotros lleváramos a cabo
nuestras fechorías? ¡Ojalá pudiera invocar su augusta presencia y averiguar de
una vez por todas qué pretende de mí!
—¿De veras deseas averiguarlo? —inquirió
David.
Antes de responder, reflexioné unos instantes.
Luego sacudí la cabeza y dije:
—Quizá tenga una explicación lógica.
Detesto vivir atemorizado. Quizá me esté volviendo loco. Quizás el infierno
consista en eso, en que te vuelves loco y todos los demonios se ceban en ti.
—Dijiste que era la encarnación del Mal,
¿no es cierto?
Abrí la boca para responder, pero me
detuve. El Mal.
—Dijiste que era grotesco; describiste
un ruido insoportable y una luz cegadora. ¿Era el Mal? ¿Sentiste la presencia
del Mal?
—No, noté lo mismo que cuando percibo
esos fragmentos de conversaciones, una especie de sinceridad y determinación.
Te diré algo sobre ese ser que me persigue: posee una mente que no descansa en
su corazón y una personalidad insaciable.
—¿Cómo?
—Una mente que no descansa en su corazón
y una personalidad insaciable —insistí. Sabía que era una cita que había sacado
de algún libro, tal vez de una poesía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David.
—No lo sé. Ni siquiera sé por qué lo he
dicho. No sé por qué se me han ocurrido esas palabras. Pero es cierto. Posee
una mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable. No es
mortal. No es humano.
—«Una mente que no descansa en su
corazón —repitió David—. Una personalidad insaciable.»
—Sí. Es el Hombre, el Ser, el Macho
Cabrío. No, espera, no sé si se trata de un macho; quiero decir que no sé a qué
sexo pertenece. Digamos que no parece una hembra, y por consiguiente deduzco
que es un macho.
—Ya.
—Crees que me he vuelto loco, ¿no es
cierto? En el fondo confías en que me haya vuelto loco.
—No digas tonterías.
—Es lógico que prefieras pensar que
estoy loco, porque si ese ser no reside en mi mente, si existe fuera de ella,
también puede atacarte a ti.
David adoptó un aire pensativo y
distante, y guardó silencio durante un rato. Luego dijo algo muy extraño, algo
que no me esperaba.
—Pero no me persigue a mí, sino a ti.
Tampoco persigue a los otros, sino sólo a ti.
Sus palabras me hirieron en lo más
profundo. Soy un ser orgulloso, egocéntrico; me encanta llamar la atención;
deseo que me admiren, que me amen; deseo ser amado por Dios y por el diablo.
Deseo, deseo, deseo...
—No pretendo criticarte —dijo David—,
sólo digo que ese ser no ha amenazado a los otros. A lo largo de cientos de
años, ninguno de los demás, que sepamos, ha mencionado jamás una experiencia
semejante. Es más, en tus libros siempre has dejado bien claro que ningún
vampiro había visto jamás al diablo, ¿no es así?
Tuve que reconocer que David tenía
razón. Louis, mi querido pupilo, había atravesado una vez el mundo en busca del
vampiro más viejo, y Armand se le había adelantado con los brazos abiertos para
decirle que no existían ni Dios ni el diablo. Medio siglo antes, también yo
había emprendido la búsqueda del vampiro más viejo y había comprobado que era
Marius, creado en los tiempos de la antigua Roma, el cual me declaró lo mismo
que Armand: Dios no existía; el diablo no existía.
Permanecí inmóvil, consciente de ciertos
estúpidos detalles que me irritaban, como el calor que hacía en el bar, el
desagradable perfume que flotaba en el ambiente, la ausencia de lirios, el frío
que reinaba en el exterior, la incomodidad de no poder descansar hasta el
amanecer, el hecho de que aquélla iba a ser una noche muy larga y de que las
cosas que decía no tenían ningún sentido para David, quien probablemente acabaría
abandonándome. También sabía que ese ser podía aparecer de nuevo en el momento
más inesperado.
—¿Te quedarás junto a mí? —pregunté,
odiándome por haber formulado esa pregunta.
—Permaneceré a tu lado y trataré de
sujetarte si ese ser pretende llevarte consigo.
—¿Eso harás?
—Sí —contestó David.
—¿Por qué?
—No seas idiota —respondió David—. Mira,
no sé qué es lo que vi en aquel café. Jamás he vuelto a ver ni oír nada
parecido. En cierta ocasión te conté mi historia. Como sabes, fui a Brasil,
aprendí los secretos de la macumba. La noche que tú... me perseguiste, traté de
invocar a los espíritus.
—Y acudieron, pero eran demasiado
débiles para ayudarte.
—Cierto. Pero lo que pretendo decir es
que te amo, en cierto modo estamos ligados de una forma especial. Louis te
adora. Para él eres una especie de dios siniestro y temible, aunque finge
odiarte por haberlo creado. Armand te envidia y te observa más de lo que
imaginas.
—Oigo y veo con frecuencia a Armand,
pero hago caso omiso de él —respondí.
—Marius, como supongo que sabes, no te
ha perdonado que no te convirtieras en discípulo suyo, en su acólito, que no
creyeras en la historia como una suerte de coherencia redentora.
—Lo has expresado a la perfección, pero
te aseguro que está enojado conmigo por motivos mucho más serios. Tú no estabas
con nosotros cuando desperté a la Madre y al Padre. No estabas presente. Pero
ésa es otra historia.
—Sé lo que sucedió. Olvidas que he leído
tus libros. Leo tus obras en cuanto terminas de escribirlas, en cuanto las
lanzas al mundo de los mortales.
—Puede que el diablo también las haya
leído —dije soltando una amarga carcajada.
Insisto en que detesto sentirme
atemorizado. Me pone furioso.
—Descuida, prometo permanecer a tu lado
—dijo David.
Luego observó la mesa con aire distraído,
como solía hacer cuando era un ser mortal, cuando yo era capaz de adivinar su
pensamiento pero él me derrotaba, impidiéndome penetrar en su mente. Ahora se
trataba simplemente de una barrera. Jamás volvería a saber lo que pensaba
David.
—Tengo hambre —murmuré.
—Pues ve en busca de tu víctima.
Yo meneé la cabeza y contesté:
—Todavía no. La atraparé en cuanto Dora
abandone Nueva York y regrese a su viejo convento. Sabe que su padre está
condenado. Cuando yo acabe con él pensará que lo hizo uno de sus numerosos
enemigos, que su muerte fue una venganza por los males causados y ese tipo de
pensamientos bíblicos, cuando lo cierto será que lo mató una especie asesina
que rondaba por el jardín salvaje de la Tierra, un vampiro en busca de un
suculento mortal que fue a fijarse en su padre.
—¿Piensas torturar a ese hombre?
—¡David! Me choca que me hagas esa
pregunta tan indiscreta.
—¿Lo harás? —insistió David con timidez,
como si me implorara.
—No lo creo. Sólo quiero...
Miré a David sonriendo. Conocía de sobra
los detalles. Nadie tenía que explicarle lo de la sangre, el alma, la memoria,
el espíritu, el corazón. Yo no conocería a ese desdichado mortal hasta que
consiguiera atraparlo, atraerlo hacia mi pecho y abrirle la única vena honesta
que tenía en el cuerpo, por decirlo de alguna manera. Demasiados pensamientos,
demasiados recuerdos, demasiada rabia...
—Me alojaré contigo —dijo David—.
¿Tienes una suite en este hotel?
—Sí, pero es demasiado pequeña para los
dos. Busca un apartamento cómodo y espacioso. A ser posible cerca..., cerca de
la catedral.
—¿Por qué?
—¿No lo adivinas? Si el diablo se pone a
perseguirme por la Quinta Avenida, entraré corriendo en la catedral de San
Patricio, me acercaré al altar mayor, caeré de rodillas ante el Sagrado
Sacramento y rogaré a Dios que me perdone, que no me arroje a las llamas del
infierno.
—Creo que estás a punto de volverte
completamente loco.
—Te equivocas. Mírame. Soy capaz de
atarme los cordones de los zapatos yo solito, y también de ponerme el fular; no
creas, colocártelo con gracia, sin que parezca la bufanda de un payaso,
requiere cierta habilidad. Tengo las pilas cargadas, como dicen los mortales.
¿Te encargarás de buscar un apartamento para nosotros?
David asintió.
—Junto a la catedral hay un rascacielos
de cristal, un edificio monstruoso.
—La Torre Olímpica.
—Exacto. Averigua si disponen de algún
apartamento para alquilar. En realidad, puedo decir a mis agentes que se ocupen
de ello, no sé por qué te pido que te encargues de esos menesteres tan
humillantes...
—Lo haré encantado. Ahora es demasiado
tarde, pero mañana mismo alquilaré un apartamento a nombre de David Talbot.
—¿Te importa recoger el equipaje que
tengo en mi habitación? Me he inscrito con el nombre de Isaac Rummel. Se trata
de un par de maletas y unos abrigos. Estamos en invierno, ¿no?
Entregué a David la llave de mi
habitación. Era humillante, lo trataba como si fuera mi sirviente. Quizá
cambiase de opinión y decidiría alquilar nuestro nuevo apartamento bajo el
nombre de Renfield.
—Descuida, me ocuparé de todo. A partir
de mañana dispondremos de una suntuosa base de operaciones. Te dejaré las
llaves en recepción. Pero ¿qué harás tú entretanto?
Yo guardé silencio. Mi víctima seguía
hablando con Dora, que partiría al día siguiente.
Al cabo de unos minutos señalé hacia
arriba y contesté:
—Voy a matar a ese cabrón. Lo haré
mañana, al anochecer, si consigo atraparlo. Dora se habrá ido. ¡Dios, qué
hambre tengo! Ojalá tomase Dora un avión esta misma noche. Dora, Dora.
—Te gusta esa chica, ¿verdad?
—Sí. Me gustaría que la vieras en
televisión. Tiene un talento espectacular, y su mensaje encierra un elevado y
peligroso contenido emocional.
—De modo que es un dechado de virtudes.
—Así es. Tiene la piel muy blanca, el
pelo corto y negro, las piernas largas y esbeltas y baila con tal abandono, con
los brazos extendidos, que recuerda a un derviche o a un sufí, y cuando habla
no se expresa con humildad, sino con asombro. Todo cuanto dice es muy positivo.
—Es lógico.
—La religión no siempre fue una cosa
positiva. Ella no se pone a hablar sobre el apocalipsis ni amenaza con que el
diablo perseguirá a quienes no le envíen un cheque para su iglesia.
David reflexionó unos instantes y luego
dijo:
—Veo que te ha causado una honda
impresión.
—No, te equivocas. La quiero, sí, pero
pronto me olvidaré de ella. Lo que ocurre es que... su versión de la religión
me parece muy convincente, se expresa con gran seguridad y a la vez delicadeza.
Está convencida de que Jesús vino a la Tierra.
—¿Estás seguro de que ese ser que te
persigue no está de algún modo relacionado con su padre, tu víctima?
—Existe un medio de averiguarlo
—contesté.
—¿Cómo?
—Mataré a ese canalla esta noche. Quizá
lo haga después de que deje a su hija. Mi víctima no se aloja aquí con ella.
Tiene miedo de perjudicarla, de que su presencia suponga un peligro para ella.
Jamás se aloja en el mismo hotel que su hija. Posee tres casas en la ciudad. Me
sorprende que no se haya marchado todavía.
—Me quedaré contigo.
—No, vete, tengo que liquidar este
asunto. Te necesito, de veras, necesitaba contártelo, pero no te quiero a mi
lado. Sé que estás sediento de sangre. No es preciso adivinar tu pensamiento
para saberlo. Contuviste tus deseos para acudir de inmediato en mi ayuda. Vete
a dar una vuelta por la ciudad —dije sonriendo—. Nunca has deambulado por Nueva
York en busca de una víctima, ¿verdad?
David hizo un gesto negativo con la
cabeza. Sus ojos habían cambiado. Era el hambre lo que confería a su mirada una
expresión velada, como un perro que ha captado el olor de una perra en celo. Todos
mostramos a veces esa expresión animal, aunque no somos tan buenos y nobles
como las bestias. Ninguno de nosotros.
—No olvides alquilar un apartamento en
la Torre Olímpica —dije, al tiempo que me levantaba—, con vistas a San
Patricio. Procura que no esté situado en un piso demasiado alto, para sentirme
cerca de las torres de la catedral.
—¿Te has vuelto loco?
—No. Me marcho. Oigo su voz y sus pasos
arriba. Se está despidiendo de su hija con un casto y afectuoso beso. Su coche
le aguarda frente a la puerta del hotel. Cuando salga de aquí se dirigirá a la
casa que posee en la parte alta de la ciudad, donde guarda sus reliquias. Cree
que sus compinches y las autoridades no saben nada de ello, o que piensan que
son unas baratijas adquiridas en la tienda de un amigo. Pero yo sé que es
propietario de un auténtico tesoro, y también sé lo que significa para él. Le
seguiré hasta su casa... Debo irme, el tiempo apremia, David.
—Jamás me había sentido tan confundido
—contestó éste—. Estaba a punto de decir «ve con Dios».
Tras soltar una carcajada, me incliné y
lo besé rápidamente en la frente, para que nadie pudiera interpretar ese gesto
más que como una muestra de afectuosa amistad.
Dora lloraba en su habitación, en uno de
los últimos pisos del hotel. Estaba sentada junto a la ventana y contemplaba la
nieve llorando. Se arrepentía de haber rechazado el último regalo que le había
ofrecido su padre. Si al menos... La joven apoyó la frente contra el frío
cristal y rezó por su padre.
Atravesé la calle. La nieve me produjo
una sensación reconfortante, aunque, claro está, yo soy un monstruo.
Desde la parte trasera de la catedral de
San Patricio vi que mi víctima salía del hotel, echaba a andar apresuradamente
bajo la nieve y se instalaba en el asiento posterior de su elegante limusina
negra. Le oí dar al chófer una dirección próxima a la casa donde guardaba sus
tesoros. Adelante, Lestat, me dije, ésta es la tuya. Permanecerá allí, solo, un
buen rato.
Deja que el diablo venga a por ti. No te
dejes intimidar. No entres en el infierno temblando como un cobarde. ¡Ánimo!
2
Llegué
a la casa de mi víctima, en el Upper East Side, antes que él. Lo había seguido
hasta allí en numerosas ocasiones. Conocía sus costumbres. Los sirvientes se
alojaban en la planta inferior y en la superior, aunque no creo que supieran
quién era él. Su estilo era semejante al de un vampiro. El segundo piso de la
casa estaba ocupado por un sinfín de habitaciones, cerradas a cal y canto como
una prisión, a las que él accedía por una entrada trasera.
Mi víctima no descendía nunca del coche
delante de su casa, sino en Madison, daba un rodeo a la manzana y entraba por
la puerta trasera del edificio. A veces se apeaba en la Quinta Avenida.
Utilizaba dos rutas, y parte de los terrenos circundantes era de su propiedad.
Pero nadie, ni siquiera quienes le perseguían, sabía que tenía una casa allí.
Yo no estaba seguro de que su hija,
Dora, conociera la ubicación exacta de la casa. Su padre no la había llevado
allí ni una sola vez en todos los meses en que yo lo había estado vigilando,
relamiéndome al pensar en el festín que iba a darme. Tampoco había captado en
la mente de Dora una imagen precisa de la casa.
Sin embargo, Dora conocía la existencia
de su colección de obras de arte. Tiempo atrás no había tenido inconveniente en
aceptar sus regalos. Algunos de ellos los conservaba en el abandonado convento
de Nueva Orleans. Yo había intuido la presencia de dos de esas maravillosas
piezas la noche en que la había seguido hasta allí. Mi víctima seguía
lamentándose de que Dora hubiera rechazado su último regalo. Un objeto sagrado,
según deduje.
No tuve ninguna dificultad para entrar
en el apartamento.
En realidad, no se trataba exactamente
de un apartamento, aunque incluía un pequeño lavabo, sucio debido al estado de
abandono, y una serie de habitaciones atestadas de baúles, estatuas, figuras de
bronce y montones de cachivaches entre los que, sin duda, se escondían tesoros
de incalculable valor.
Me producía una extraña sensación el
hecho de estar dentro, oculto en una pequeña habitación trasera, pues antes
sólo había contemplado el interior a través de las ventanas. Hacía mucho frío.
Cuando llegara mi víctima, instauraría el calor y la luz con el mero gesto de
pulsar unos botones.
Presentí que él se encontraba todavía en
Madison debido a un atasco, y decidí explorar la casa.
Al salir de la habitación y toparme con
la estatua de mármol de un ángel me sobresalté. Era uno de esos ángeles que
solían hallarse junto a las puertas de las iglesias, ofreciendo agua bendita en
una concha. Yo los había visto en Europa y Nueva Orleans.
Se trataba de una estatua gigantesca, y
su cruel perfil contemplaba ciegamente las sombras. Al fondo del pasillo se
reflejaba la luz de la bulliciosa calle que daba a la Quinta Avenida. A través
de los muros se filtraba el ruido del tráfico de Nueva York.
El ángel estaba de pie, ligeramente
inclinado hacia delante, como si acabara de descender del cielo para ofrecer
agua bendita a los fieles. Le propiné una suave palmada en la rodilla y pasé de
largo. No me gustaba su aspecto. Noté un olor a pergamino y diversas clases de
metal. La habitación que había frente a mí estaba llena de iconos rusos. Las
paredes aparecían literalmente cubiertas de ellos y la luz se reflejaba en los
halos de las vírgenes de mirada triste y en las imágenes de Jesús.
Al entrar en otra habitación vi
numerosos crucifijos. Algunos de ellos poseían un inconfundible estilo español,
otros un estilo barroco italiano, y unos cuantos muy primitivos y raros,
representaban a un Cristo grotesco y desproporcionado, clavado en la tosca cruz
y mostrando una expresión de indecible sufrimiento.
De pronto comprendí que todas las obras
de arte que había allí eran religiosas. Claro que, bien pensado, buena parte de
las obras de arte que se crearon con anterioridad a nuestro siglo son
eminentemente religiosas.
El apartamento carecía de vida.
Apestaba a insecticida. Lógicamente, mi
víctima había saturado el lugar de insecticida para preservar sus estatuas de
madera. No oí ni percibí un olor a ratas, ni detecté la presencia de ningún ser
vivo.
El piso inferior estaba desierto, aunque
sus ocupantes habían dejado una pequeña radio encendida en el baño, que emitía
en esos momentos un boletín informativo.
Resultaba muy fácil eliminar aquel
pequeño sonido. Los pisos superiores estaban ocupados por unos mortales de edad
muy avanzada. Vi a un anciano sentado que llevaba unos pequeños auriculares en
los oídos y se balanceaba al compás de una esotérica música alemana, Wagner,
mientras unos desgraciados amantes se lamentaban del «odioso amanecer», o algo
parecido, entonando un reiterativo y estúpido canto pagano. El tema me ponía
enfermo. Había otra persona allí arriba, una mujer, pero era tan vieja y débil
que su presencia no me preocupó. Sólo capté una imagen de ella, sentada mientras
cosía o hacía punto.
Nada de aquello me importaba en la
medida suficiente como para intentar concentrarme en ello. Me sentía seguro en
el apartamento, y mi víctima no tardaría en aparecer, para llenar esas
habitaciones con el perfume de su sangre. Yo procuraría no partirle el pescuezo
antes de haberle chupado hasta la última gota. Sí, ésta era la noche.
Dora no se enteraría hasta la mañana
siguiente, cuando regresara a casa. ¿Quién iba a saber que yo había dejado el
cadáver de su padre allí?
Acto seguido entré en el cuarto de
estar. Era una estancia relativamente limpia, donde mi víctima descansaba,
leía, estudiaba y acariciaba sus preciados objetos. Estaba amueblada con unos
cómodos sofás repletos de cojines y unas lámparas halógenas de hierro negro tan
delicadas, ligeras, modernas y fáciles de manipular que parecían unos insectos
que se hubieran posado sobre las mesas y el suelo, e incluso sobre algunas
cajas de cartón.
El cenicero de cristal estaba lleno de
colillas, confirmándose que mi víctima prefería la seguridad a la limpieza.
Había copas de licor sobre las mesas cuyo contenido se había secado hacía
tiempo, dejando un poso reluciente como la laca.
Las ventanas estaban cubiertas por unos
deslucidos visillos, a través de los cuales se filtraba una luz sucia y
huidiza.
En la habitación había también unas
estatuas de santos: un pálido y emotivo san Antonio que sostenía en brazos a un
niño Jesús regordete; una corpulenta y remota Virgen, obviamente de procedencia
latinoamericana, y un monstruoso ser angélico de granito negro, más parecido a
un demonio mesopotámico que a un ángel, cuyos detalles ni siquiera unos ojos
tan perspicaces como los míos conseguirían captar en la penumbra.
Durante unos segundos ese monstruo de
granito hizo que me estremeciera. Se parecía a... no, eran sus alas las que me
recordaron al horripilante ser que había visto, esa cosa que me perseguía
implacablemente.
Pero no oí pasos. El tejido del mundo no
se desgarró. Era una estatua de granito, simplemente, una grotesca figura ornamental
que tal vez procediera de una siniestra iglesia repleta de imágenes del cielo y
el infierno.
En las mesas aparecían numerosos libros.
¡De modo que a mi víctima le gustaban los libros! Algunos eran tomos muy
antiguos, de pergamino, pero también había libros modernos, obras de filosofía
y religión, temas actuales, memorias escritas por conocidos corresponsales de
guerra, así como algunos volúmenes de poesía.
Mircea Eliade, la historia de las
religiones en varios volúmenes, un regalo muy adecuado para Dora, pensé yo, y
un libro que se había publicado recientemente, Historia de Dios, escrito
por una mujer llamada Karen Armstrong; también había una obra sobre el
significado de la vida, Comprender el presente, de Bryan Appleyard. Unos
mamotretos muy entretenidos. El tipo de libros que me gustan. Estaban
manoseados, lo que indicaba que habían sido leídos, e impregnados del olor de
él, no de Dora.
Por lo visto, mi víctima pasaba más
tiempo allí de lo que había imaginado.
Escruté las sombras, los objetos, y aspiré
el olor que exhalaba la estancia. Sí, mi víctima acudía aquí con frecuencia
acompañado de otra persona, y esa persona... había muerto aquí. No me había
dado cuenta de esa circunstancia, que añadía emoción al asunto. De modo que el
narcotraficante, el asesino, había hecho el amor con un joven en aquel
apartamento que no siempre había presentado este aspecto de desorden y
abandono. De pronto empecé a percibir una serie de flashes, más que
imágenes unas sensaciones muy intensas que me abrumaron. Esa muerte había
sucedido hacía poco tiempo.
De haberme cruzado con el padre de Dora
en esa época, cuando su amigo estaba a punto de morir, no lo hubiera elegido
como víctima. Pero tenía un aspecto tan llamativo...
De pronto lo oí subir por la escalera
trasera, una escalera secreta, con cautela, la mano apoyada en la culata de la
pistola que ocultaba debajo de la chaqueta, en plan hollywoodiense. No era un
tipo excesivamente previsible, pero ya se sabe que los traficantes de cocaína
suelen ser unos excéntricos.
Cuando llegó a la puerta trasera y
comprobó que alguien la había forzado, se puso furioso. Yo me escondí en un
rincón, frente a la imponente estatua de granito, entre dos santos cubiertos de
polvo. La habitación estaba en penumbra, por lo que mi víctima tendría que
encender una de las pequeñas lámparas halógenas, cuya luz no alcanzaba a
iluminar el rincón donde me había ocultado.
Mi víctima se detuvo, en un intento de
percibir algún ruido, presintiendo mi presencia. Le indignaba que alguien
hubiera forzado la puerta de su casa. Estaba rabioso y decidido a investigar
por su cuenta lo sucedido. Incluso escenificó mentalmente un breve proceso
judicial: no, era imposible que alguien conociera la existencia de aquel lugar,
decidió el juez. Maldita sea, pensó furioso, debía tratarse de un vulgar
ladrón.
Sacó la pistola y empezó a explorar
todas las habitaciones de la casa, sin olvidar algunas que yo me había saltado.
Le oí encender las luces y vi el resplandor en el pasillo mientras recorría el
apartamento de punta a punta.
¿Cómo podía estar segura mi víctima de
que no había nadie en la casa? Podía haber entrado cualquier intruso. Yo sabía
que no había nadie. Pero ¿por qué estaba ella tan segura? Quizás era justamente
eso lo que le había permitido sobrevivir, esa curiosa mezcla de creatividad e
imprudencia.
Al fin se produjo el delicioso momento
que yo anhelaba. Mi víctima llegó a la conclusión de que se hallaba sola.
Entró en la sala de estar, de espaldas
al pasillo, y examinó detenidamente la estancia, pero no me vio. Acto seguido
enfundó de nuevo la pistola de nueve milímetros y se quitó los guantes
lentamente.
Había suficiente luz para permitir
recrearme en los adorables rasgos de mi víctima.
El cabello suave y negro, un rostro
asiático que no podía identificar claramente como hindú, japonés o gitano;
incluso podría ser italiano o griego; los astutos ojos negros y la perfecta
simetría de su osamenta, uno de los pocos rasgos que había heredado su hija
Dora. Ella tenía la tez clara, probablemente como su madre. Su padre, en
cambio, era de piel color caramelo, mi preferido.
De pronto mi víctima se volvió de
espaldas a mí y clavó la vista en algo que sin duda lo había alarmado. En
cualquier caso, no tenía nada que ver conmigo. Yo no había tocado nada. Pero su
inquietud había erigido una barrera entre mi mente y la suya, pues ya no
pensaba de forma ordenada y racional.
Era muy alto, de porte erguido. Vestía
una chaqueta deportiva y calzaba unos elegantes zapatos ingleses, hechos a mano
en Savile Row. Al apartarse bruscamente comprendí, por las confusas imágenes
que logré captar, que era la estatua negra de granito lo que le había
sobresaltado.
Estaba claro. Mi víctima no sabía qué
era aquel objeto ni cómo había llegado hasta allí. Se acercó con cautela, como
temiendo que hubiera alguien oculto tras la estatua. Luego se volvió
precipitadamente y sacó la pistola.
Se le ocurrieron varias posibilidades.
Conocía a un marchante lo suficientemente torpe para llevarle la estatua y
dejar la puerta abierta, pero lógicamente le habría avisado antes de
presentarse en su casa.
¿Cual era la procedencia de ese objeto?
¿Mesopotamia, Asiria? De pronto mi víctima olvidó todas las consideraciones de
orden práctico y extendió la mano para tocar la estatua. Era perfecta. Se había
enamorado de ella y se estaba comportando de forma estúpida.
No se le ocurrió la posibilidad de que
hubiera un enemigo oculto en la habitación. Aunque, bien mirado, ¿qué motivo
tendría un gángster o un investigador federal para regalarle un objeto como
aquél?
El caso era que estaba entusiasmado con
aquella nueva adquisición. Yo no podía distinguir la estatua con claridad. De
haberme quitado las gafas violetas la habría visto con más detalle, pero no me
atrevía a moverme. No quería perderme el espectáculo, la adoración con que mi
víctima contemplaba la estatua. Sentí su deseo de poseerla, de conservarla en
el apartamento, esa pasión que había hecho que me sintiera atraído hacia él.
Mi víctima sólo pensaba en la estatua,
en el exquisito trabajo artesano, en que era una obra reciente, no antigua, por
motivos estilísticos obvios, tal vez del siglo diecisiete; una perfecta
representación de un ángel caído.
Un ángel caído. Mi víctima se hallaba
tan embelesada que por un instante pensé que iba a alzarse de puntillas para
besar la estatua. Pasó la mano izquierda por el rostro y el cabello de granito.
¡Maldita sea! La penumbra me impedía distinguir la figura con claridad. ¿Por
qué no se encendían las luces de la habitación? Claro que él estaba junto a
ella, mientras que yo me encontraba a seis metros de distancia, encajonado
entre dos santos, sin una buena perspectiva.
Al fin, se volvió y encendió una de las
lámparas halógenas, semejante a una mantis religiosa. Luego movió el delgado
brazo de metal negro para que la luz incidiera sobre el rostro de la estatua, y
entonces pude observar los perfiles de mi víctima y de la estatua con total
nitidez.
Mi víctima emitió unos pequeños gemidos
de gozo. La estatua era una pieza única. Se había olvidado del marchante, de la
puerta trasera, del posible peligro que corría. Enfundó la pistola de nuevo,
distraídamente, y se puso de puntillas para examinar en detalle la asombrosa
figura tallada. Poseía alas, efectivamente, no como las de los reptiles, sino
de plumas. Un rostro clásico, robusto, con la nariz larga, la barbilla... No
obstante, el perfil expresaba ferocidad. ¿Y por qué era negra? Quizá se trataba
de san Miguel arrojando enfurecido a los diablos al infierno. No, tenía el
cabello demasiado tupido y enmarañado. Iba cubierto con una armadura, un peto...
De pronto me fijé en un detalle muy revelador: la estatua tenía las patas de un
macho cabrío. Era el diablo.
Sentí de nuevo un escalofrío. Era como
el ser que había contemplado. Pero eso resultaba absurdo. No tenía la sensación
de que mi perseguidor me estuviera acechando. No me sentía desorientado ni
asustado. Tan sólo había sido un leve estremecimiento.
Permanecí inmóvil. Tómate tu tiempo,
pensé. Mide bien tus pasos. Tienes a tu víctima, y esa estatua no es más que un
detalle fortuito que viene a añadir emoción al asunto. Mi víctima encendió otra
lámpara halógena y la enfocó hacia la estatua. Mientras la examinaba con un
interés casi erótico, no pude por menos que sonreír. Yo también observaba de
forma erótica a ese hombre de cuarenta y siete años que poseía la salud de un
joven y la mentalidad de un criminal. Retrocedió unos pasos, olvidándose de
cualquier posible amenaza, y contempló su nueva adquisición. ¿De dónde
provenía? ¿A quién pertenecía? El precio le tenía sin cuidado. Si Dora... No, a
Dora no le gustaría ese objeto. Dora. Dora, que esa noche le había herido
profundamente al rechazar su regalo.
Su actitud cambió entonces por completo;
no deseaba pensar en Dora ni en las cosas que ésta le había dicho: que debía
renunciar a sus negocios, que jamás volvería a aceptar un centavo suyo para la
iglesia, que no podía evitar quererlo y sufriría si lo detenían y juzgaban, que
no quería aquel velo.
¿Qué velo? Su padre había insistido en
que se trataba de una imitación, la mejor que había descubierto hasta entonces.
¿Un velo? De golpe relacioné ese importante dato que acababa de recordar con un
objeto que colgaba en la pared que tenía frente a mí, un pedazo de tela
enmarcado que ostentaba el rostro de Cristo. Un velo. El velo de Verónica.
Hacía escasamente una hora que mi
víctima le había dicho a su hija:
—Es del siglo trece, una maravilla. Te
ruego que lo aceptes. ¿A quién voy a legar estos objetos si no es a ti?
De modo que el regalo que le había
ofrecido era ese velo.
—No aceptaré más regalos de ti, papá, ya
te lo he dicho. Me niego rotundamente.
Su padre había tratado de convencerla
haciéndole ver que podían exponer ese valioso objeto religioso, al igual que
todas las reliquias que él poseía, a fin de recaudar dinero para su iglesia.
Dora se había echado a llorar. Todo
aquello había sucedido en el hotel, mientras David y yo estábamos sentados en
el bar, a pocos metros de ellos.
—Supongamos que esos cabrones consiguen
arrestarme por una nimiedad, por algo que yo no había previsto. ¿Vas a decirme
que te niegas a aceptar estos objetos? ¿Que dejarás que vayan a parar a manos
de unos extraños?
—Son robados, Rogé —había replicado
Dora—. Están manchados.
Mi víctima no alcanzaba a comprender a
su hija. Por lo que recordaba, se había dedicado a robar desde niño. Nueva
Orleans; la pensión, la curiosa mezcla de pobreza y elegancia, su madre, que
estaba casi siempre borracha; el viejo capitán que regentaba la tienda de
antigüedades. De golpe acudieron a su mente esos viejos recuerdos. El capitán
ocupaba las habitaciones delanteras de la casa, y él, mi víctima, le llevaba
cada mañana la bandeja del desayuno, antes de ir a la escuela. La pensión, el
servicio, los distinguidos ancianos, la avenida de St. Charles. Al atardecer
los hombres se sentaban en las galerías, junto a las ancianas, tocadas con unos
curiosos sombreros. Una época que ya no volvería.
Mi víctima se hallaba inmersa en sus
pensamientos. No, a Dora no le gustaría la estatua. De pronto pensó que quizá
tampoco a él le acabara de convencer. Sostenía unos principios que a veces le
costaba explicar a los demás. Como si quisiera justificarse ante el marchante
que le había llevado este objeto, se dijo: «Es precioso, sí, pero resulta
demasiado barroco. Le falta ese elemento de distorsión que tanto me gusta.»
Yo sonreí. Me encantaba la mentalidad de
ese individuo. Y el olor a sangre, por supuesto. Aspiré profundamente, tratando
de captarlo, como un depredador salvaje. Despacio, Lestat. Llevas meses
esperando este momento. No te precipites. Este tipo es un monstruo. Ha matado a
gente de un tiro en la cabeza, o de una puñalada. Un día, en una pequeña tienda
de ultramarinos, mató a tiros a un enemigo suyo y a la esposa del propietario
con la más absoluta frialdad; la mujer le estorbaba. Luego salió de la tienda
tan tranquilo. Sucedió en Nueva York, al comienzo de su carrera de
narcotraficante, antes de Miami y Suramérica. Él recordaba perfectamente aquel
asesinato, y por eso yo estaba enterado de ello.
Él pensaba con frecuencia en los
asesinatos que había cometido, de ahí que yo estuviera al corriente.
Examinó las pezuñas de la estatua de ese
ángel, ese diablo, ese demonio. Me di cuenta de que sus alas alcanzaban el
techo. Sentí de nuevo un ligero escalofrío, pero estaba pisando terreno firme y
en la habitación no había ningún elemento que procediera de un ámbito
sobrenatural.
Mi víctima se quitó la chaqueta y se
quedó en mangas de camisa. Aquello era demasiado. Al desabrocharse la camisa
observé la piel de su cuello, el punto estratégico que se localizaba justo
debajo de la oreja, ese espacio entre el cogote y el lóbulo de la oreja, que
tanto tiene que ver con la belleza masculina.
No fui yo quien determinó la relevancia
del cuello. Todo el mundo conoce el significado de esas proporciones. El físico
de ese hombre me gustaba, pero lo más importante era su mente. Al diablo con su
belleza asiática y su ostentosa vanidad. Era su mente lo que me atraía, una
mente que en aquellos momentos estaba obsesionada con la estatua, hasta el
punto de olvidarse durante unos instantes de Dora.
Encendió otra lámpara halógena, la
agarró por la parte superior, sin temor a quemarse, y la orientó hacia una de
las alas del demonio, permitiéndome así apreciar su perfección, el elaborado
detallismo barroco. No, mi víctima no se dedicaba a coleccionar este tipo de
objetos. Le gustaba lo grotesco, y esa estatua era grotesca sólo de modo
circunstancial. Era horrible. Mostraba una feroz mata de pelo, una expresión
iracunda, como las que describe William Blake, y unos ojos redondos y enormes
que observaban con odio.
—¡Blake, sí! —exclamó de forma
inesperada el padre de Dora—. Blake. Esa cosa parece un boceto de Blake.
De pronto advertí que me estaba mirando.
Yo había proyectado ese pensamiento distraídamente, y él lo había captado. Al
comprobar que me miraba sentí una especie de descarga eléctrica. Quizá fueran
mis gafas, en las cuales se reflejaba la luz, lo que había captado su atención,
o puede que fuera mi pelo.
Salí despacio de mi escondite, sin
levantar los brazos. No quería que hiciera algo tan vulgar como sacar la
pistola. Él no se movió, sino que me miró estupefacto, deslumbrado por la luz
de la lámpara halógena, que proyectaba la sombra del ala del ángel sobre el
techo. Avancé un paso.
Mi víctima no dijo ni una palabra.
Estaba asustada o, mejor dicho, alarmada. Aún más: temía que ésa fuera su
última confrontación. Alguien había conseguido colarse en su casa y era
demasiado tarde para sacar la pistola o intentar algo parecido. Sin embargo, mi
presencia no le inspiraba pavor.
Enseguida se dio cuenta de que yo no era
humano.
Me acerqué a él con rapidez y le cogí la
cara entre las manos. Él se puso a temblar y a sudar, naturalmente, pero me
arrancó las gafas y las arrojó al suelo.
—¡Es maravilloso estar al fin junto a
ti! —murmuré.
Él no consiguió articular palabra.
Ningún mortal en su situación habría sido capaz de pronunciar más que una
oración, y él no conocía ninguna. Me miró a los ojos y me analizó lentamente,
sin atreverse a mover una pestaña, mientras yo sujetaba su lívido y frío
rostro. Sí, sabía que yo no era humano.
Su reacción me extrañó. Por supuesto, no
era la primera vez que un mortal me reconocía, había sucedido en diversos
países del mundo; pero ese reconocimiento iba siempre acompañado de una
oración, de una mirada enloquecida, de una desesperada reacción atávica.
Incluso en la vieja Europa, donde creían en Nosferatu, gritaban una oración
antes de que les clavara los colmillos.
Pero él me observaba con su ridícula
arrogancia criminal.
—¿Vas a morir como viviste? —murmuré.
De pronto un pensamiento le hizo
reaccionar: Dora. Empezó a forcejear en un intento desesperado de sujetarme las
manos, que lo mantenían atenazado, mientras se agitaba de forma convulsiva.
Pero fue inútil.
Súbitamente me invadió un inexplicable
sentimiento de compasión. No le atormentes de ese modo. Sabe demasiado.
Comprende demasiadas cosas. Has pasado meses vigilándole, no tienes por qué
prolongar su agonía. Aunque, por otro lado, no tropezarás fácilmente con otra
víctima como ésta.
Al fin, mi apetito superó todo
razonamiento. Apoyé la frente en su cuello mientras lo sujetaba por la parte
posterior de la cabeza, dejando que sintiera el roce de mi pelo, y escuché su
respiración entrecortada; entonces bebí con avidez.
Lo tenía atrapado. Le había abierto la
vena. Pude verlos, a él y al viejo capitán en la sala de estar mientras el
tranvía pasaba traqueteando frente a la pensión. El joven le decía al viejo
capitán: «Si vuelves a mostrármelo o me pides que te lo toque, te juro que no
volveré a acercarme a ti.» Entonces el viejo capitán juró que no volvería a
hacerlo. El viejo capitán lo llevaba al cine y a cenar al Monteleone, y en
avión a Atlanta, tras jurar repetidamente que no lo volvería a hacer. «Sólo te
pido que me dejes estar cerca de ti, hijo, no volveré a hacerlo, te lo juro.»
Su madre, borracha, lo observaba desde la puerta mientras se cepillaba el pelo.
«No creas que me engañas, sé lo que hacéis ese viejo y tú. ¿Ha sido él quien te
ha comprado esta ropa? ¿Crees que no me doy cuenta de lo que pasa?» Después vio
a Terry, una chica rubia con un balazo en el rostro, caer al suelo. El quinto
asesinato, y tenías que ser tú, Terry, precisamente tú. Él y Dora iban en la
furgoneta, y Dora lo sabía. Dora sólo tenía seis años, pero lo sabía. Sabía que
él había matado a su madre, a Terry. Pero jamás habían cruzado una palabra
sobre aquello. El cuerpo de Terry metido en una bolsa de plástico. Dios, una
bolsa de plástico. «Mamá se ha marchado», dijo él, aunque Dora no le había
hecho ninguna pregunta. Seis añitos, pero lo sabía. «¿Crees que dejaré que me
quites a mi hija? —había gritado Terry—. ¡Eres un hijo de puta! Esta noche me
marcho con Jake y me llevo a la niña.» ¡Bang! «Estás muerta, cariño. No
te aguanto más.» Terry yacía en el suelo como un pelele, la típica chica mona y
llamativa, de uñas ovaladas pintadas con esmalte rosa, labios en carmín fresco
y jugoso y cabello rubio teñido, pantalones cortos de color rosa y muslos
delgados.
Aquella noche él y Dora partieron en la
furgoneta, sin decir una palabra.
Pero ¿qué haces? ¡Me estás matando! ¡Me
estás robando la sangre, no el alma, ladrón...! ¡Dios mío!
—¿Me hablas a mí? —pregunté, apartándome
bruscamente, con los labios chorreando sangre. ¡Se dirigía a mí! Volví a
clavarle los colmillos y esta vez le partí el cuello, pero no conseguí silenciarlo.
Sí, a ti. ¿Quién eres? ¿Por qué me
chupas la sangre? ¡Dímelo, maldito seas!
Le partí los huesos de los brazos, le
disloqué el hombro, sorbí hasta la última gota de sangre. Metí la lengua en la
herida, ávido de más sangre...
¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Estaba muerto. Lo dejé caer al suelo y
retrocedí unos pasos.
¡Era increíble! No había cesado de
hablar mientras lo mataba, de preguntarme quién era yo.
—No dejas de sorprenderme —murmuré.
Sacudí la cabeza para despejarme. Me
sentía saciado, repleto de sangre. La paladeé unos minutos. Sentí deseos de
levantar su cuerpo del suelo y morderle las muñecas para sorber las últimas
gotas, pero habría sido una ordinariez, y además no deseaba tocarlo de nuevo.
Tragué el último sorbo de sangre que tenía en la boca y me pasé la lengua por
los dientes. Él y Dora en la furgoneta, una niña de seis años: «Mamá ha muerto
de un tiro en la cabeza y a partir de ahora estaré siempre con papá.»
—¡Fue el quinto asesinato! —me había
dicho en voz alta, lo había oído con toda claridad—. ¿Quién eres ?
—¡Como te atreves a dirigirte a mí,
cabrón! —exclamé, mirando su cuerpo tendido en el suelo.
Sentí palpitar la sangre en las yemas de
mis dedos y descender por mis piernas. Cerré los ojos y pensé: «Merece la pena
vivir para gozar de un instante como éste, para experimentar esta sensación.»
De pronto recordé sus palabras, el comentario que le había hecho a Dora en el
bar del hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.»
—¡Muérete de una vez! —murmuré. Deseaba
sentir la sangre fluyendo a través de mi cuerpo, pero estaba harto de él. Seis
meses era tiempo más que suficiente para un idilio entre un vampiro y un ser
humano.
De pronto alcé la vista y comprobé que
la figura negra no era una estatua. Me estaba mirando. Estaba viva, respiraba y
me observaba con sus feroces ojos negros.
—No, es imposible —dije en voz alta,
tratando de sumirme en la profunda calma que a veces me produce el peligro—. Es
imposible.
Propiné una pequeña patada al cadáver de
mi víctima para asegurarme de que seguía ahí, de que no me había vuelto loco,
temeroso de acabar desorientado como en otras ocasiones. Luego grité.
Me puse a chillar como un niño y salí
huyendo de la habitación.
Atravesé corriendo el pasillo y salí por
la puerta trasera. Había anochecido.
Trepé por los tejados y luego,
extenuado, me metí en un estrecho callejón y me tumbé en el suelo a descansar.
No, aquella visión no era cierta. Era una imagen que había proyectado mi
víctima y me la había transmitido en el momento de expirar para vengarse de mí,
haciendo que aquella estatua negra y alada, aquella figura con patas de macho
cabrío, cobrara vida...
—Eso debió de ser —dije.
Me limpié los labios. Me hallaba tendido
sobre la sucia nieve y había otros mortales en aquel callejón. No nos molestes.
No os preocupéis, no os molestaré.
—Sí, quiso vengarse de mí —murmuré en
voz alta—, por separarlo de sus tesoros, y me arrojó eso a la cara. Él sabía lo
que yo era. Sabía que...
Además, el ser que me perseguía nunca se
había mostrado tan sosegado, tan reflexivo. Siempre aparecía en medio de una
intensa y apestosa humareda, y aquellas voces... No, esa figura era simplemente
una estatua.
Me levanté, furioso conmigo mismo por
haber huido, por haberme perdido el último golpe de efecto en aquel asunto.
Estaba tan rabioso que pensé en regresar a casa de mi víctima y propinar una
serie de patadas al cadáver y a la estatua, la cual sin duda se habría
convertido de nuevo en granito al cesar por completo la actividad cerebral de
mi víctima.
Le había partido los brazos y los
hombros. Era como si mi víctima, reducida a una masa sanguinolenta, hubiera
aprovechado sus últimas fuerzas para invocar a aquel espíritu maléfico.
Dora se enterará de cómo murió su padre,
con los brazos, los hombros y el cuello destrozados.
Doblé hacia la Quinta Avenida y eché a
andar con el viento de frente.
Metí las manos en los bolsillos del blazer
azul marino, demasiado ligero para protegerme de la nieve, y seguí
caminando durante horas.
—De acuerdo, sabías lo que yo era y
durante unos instantes hiciste que esa estatua cobrara vida.
Me detuve en seco y contemplé, más allá
del tráfico, los oscuros árboles coronados de nieve de Central Park.
—Si todo esto guarda algún tipo de
relación ven a por mí —dije, dirigiéndome no a mi víctima ni a la estatua, sino
a mi perseguidor. Me negaba a dejarme intimidar por él. Me había vuelto
completamente loco.
¿Dónde estaba David? ¿Cazando? ¿Había
salido de caza como solía hacer cuando era un ser mortal en las selvas de la
India? Yo lo había convertido en el perpetuo cazador de sus hermanos.
Decidí regresar de inmediato al
apartamento, examinar la maldita estatua y convencerme de una vez por todas de
que era totalmente inanimada. Luego haría lo que debía hacer por Dora,
desembarazarme del cadáver de su padre.
Tardé unos pocos minutos en llegar a la
casa, subir la estrecha y oscura escalera posterior y entrar en el apartamento.
Más que atemorizado, me sentía furioso, humillado y, al mismo tiempo,
curiosamente excitado, como suelo sentirme ante lo desconocido.
El apartamento apestaba a cadáver, a
sangre derramada.
No oí ni presentí nada. Entré en una
pequeña estancia que antiguamente había sido una cocina y que aún conservaba
algunos utensilios de la época en que el mortal que había muerto mantenía
relaciones con su enamorado. Debajo del fregadero hallé una caja de bolsas de
basura de color verde, precisamente lo que andaba buscando para ocultar el
cadáver.
De pronto recordé que mi víctima había
ocultado también el cadáver de su esposa Terry en una bolsa de basura; yo lo había
visto y olido mientras le chupaba la sangre, de modo que había sido él mismo
quien me había proporcionado la idea.
Vi unos tenedores y cuchillos, pero nada
que me permitiera realizar un buen trabajo quirúrgico o artístico. Cogí el
cuchillo más grande que encontré, de acero inoxidable, entré decidido en el
cuarto de estar y me planté delante de la gigantesca estatua.
Las lámparas halógenas todavía estaban
encendidas y proyectaban su potente luz sobre los objetos que se hallaban
diseminados por la habitación.
Miré la estatua, el ángel con patas de
macho cabrío.
Eres un idiota, Lestat.
Me acerqué a la estatua y la analicé de
forma objetiva. Probablemente no pertenecía al siglo diecisiete, sino que era
actual, hecha a mano, sí, pero con la perfección de los objetos contemporáneos.
El rostro mostraba la sublime expresión de un ser malvado, feroz, con patas de
macho cabrío y unos ojos como los de los santos y pecadores de Blake,
rebosantes de inocencia e ira.
De golpe sentí el deseo de llevármela a
mi casa de Nueva Orleans, como recuerdo del terror que había experimentado y
que casi me había obligado a postrarme de rodillas a sus pies. La estatua se
alzaba fría y solemne ante mí. En cuanto descubrieran la muerte de mi víctima
confiscarían todas esas reliquias. Ese era el motivo por el que el padre de
Dora, temiendo que sus tesoros pasaran a manos extrañas, había intentado
convencer a su hija de que las aceptara como legado.
La frágil y menuda Dora se había vuelto
de espaldas a él y había roto a llorar desconsoladamente, abrumada por el
dolor, la angustia y la impotencia, incapaz de complacer a la persona que más
quería en el mundo.
Bajé la vista y miré el cuerpo que yacía
a mis pies, roto, exánime, asesinado por un manazas. Tenía el negro y sedoso
cabello alborotado, los ojos entreabiertos. La camisa blanca presentaba unas
siniestras manchas rosadas, producto de la sangre que había brotado de las
heridas que yo le había causado de forma involuntaria mientras lo aplastaba
entre mis brazos. El torso yacía en una curiosa posición con respecto a las
piernas. Le había partido el cuello y la espina dorsal.
Era preciso sacarlo de allí cuanto
antes. Me desembarazaría de su cadáver y durante mucho tiempo nadie tendría
noticia de lo ocurrido. Nadie sabría que mi víctima había muerto; los
investigadores no acosarían a Dora, haciéndola sufrir innecesariamente. Luego
ocultaría las reliquias en algún lugar para que más adelante, cuando las
autoridades hubieran archivado el caso de su padre, las heredara Dora.
Registré los bolsillos de mi víctima y
hallé varias tarjetas y documentos de identidad, todos ellos falsos.
Su nombre auténtico había sido Roger.
Yo lo sabía desde el principio, pero
sólo Dora lo llamaba así. En su trato con los demás mi víctima utilizaba una
serie de exóticos apodos con curiosas resonancias medievales. En el pasaporte
que sostenía en mis manos figuraba el nombre de Frederick Wynken. Un nombre
bastante cómico, Frederick Wynken.
Guardé todos sus documentos de identidad
en mis bolsillos para destruirlos más tarde.
Luego cogí el cuchillo y me puse manos a
la obra. Le amputé ambas manos, no sin sentir admiración ante la delicadeza de
éstas y sus cuidadas uñas. Mi víctima era un enamorado de sí mismo, y con
razón. Acto seguido le corté la cabeza, aunque de forma más chapucera que
artística, abriéndome paso con el cuchillo a través de tendones y huesos. No me
molesté en cerrarle los ojos. La mirada de los muertos no ofrece el menor
interés; es una burda imitación de la mirada de un ser vivo. Tenía la boca
fláccida, sin el menor rictus, y las mejillas suaves y tersas. Lo de costumbre.
Coloqué la cabeza y las manos en dos bolsas de basura, doblé el cuerpo, por así
decirlo, y lo introduje en una tercera bolsa.
La alfombra estaba manchada de sangre,
así como otras cuantas que cubrían el suelo de la estancia, que parecía un
bazar. Pero lo importante es que el cadáver estaba a punto de desaparecer. El
hedor a podredumbre no atraería la atención de los vecinos y, si no existía un
cadáver, es posible que nadie averiguara jamás lo que había sido de mi víctima.
Era mejor para Dora ignorarlo que verse obligada a contemplar unas fotografías
de la macabra escena que yo había organizado allí.
Eché un último vistazo al hosco
semblante del ángel, diablo o lo que fuera, con su feroz melena, sus bellos
labios y sus inmensos y pulidos ojos. Luego, cargado con los tres sacos, como
Papá Noel, salí del apartamento para deshacerme de los restos de Roger.
No me representó ningún problema.
Dispuse de una hora para pensar en ello
mientras me arrastraba por las nevadas calles desiertas de la parte alta de la
ciudad en busca de un solar abandonado o un vertedero donde se hubiera
acumulado la suciedad y la podredumbre, y no se le ocurriera a nadie examinar
lo que se hallaba enterrado allí.
Enterré la bolsa que contenía las manos
debajo de un paso elevado, entre un montón de basuras. Los escasos mortales que
pululaban por allí, envueltos en unas mantas y sentados junto a un fuego que
ardía en un bidón, ni siquiera se fijaron en lo que hacía. Sepulté la bolsa
debajo del montón de basura, a fin de que nadie intentase rescatarla. Luego me
acerqué a los mortales, que ni siquiera alzaron la vista, y dejé caer unos
billetes junto al fuego. En aquel momento se levantó una ráfaga de aire que por
poco se lleva el dinero. De pronto vi asomar la mano de uno de los vagabundos,
agarró apresuradamente los billetes y los ocultó debajo de la manta.
—Gracias, hermano.
—Amén —respondí.
Deposité la cabeza en otro montón de
desperdicios frente a la puerta trasera de un restaurante. Olía que apestaba.
No eché un último vistazo a la cabeza antes de enterrarla. No quería verla. No
la consideraba un trofeo. Jamás se me ocurriría conservar la cabeza de un
hombre a modo de trofeo. Me parecía una idea deplorable. No me gustaba notar su
duro tacto a través del plástico. Si la hallaban unos vagabundos hambrientos,
no se molestarían en denunciar el hallazgo. Además, los vagabundos acudían a
ese lugar en busca de restos de tomates, lechuga, espaguetis y trozos de pan
seco. El restaurante había cerrado hacía horas y los desperdicios estaban tan
helados que me costó bastante sepultar la cabeza debajo de aquel montón de
basura.
Regresé al centro a pie, cargado con la
última bolsa, la cual contenía el torso, los brazos y las piernas de mi víctima.
Enfilé la Quinta Avenida y pasé frente al hotel donde dormía Dora, la catedral
de San Patricio y los elegantes comercios. Los mortales atravesaban
apresuradamente los portales cubiertos por toldos y marquesinas; los taxistas
tocaban con furia el claxon para azuzar a las lujosas limusinas que circulaban
lentamente por la avenida.
Seguí andando. Me sentía tan irritado
conmigo mismo que propiné una patada a la sucia nieve que se acumulaba junto a
la alcantarilla. El olor del cadáver de mi víctima me ponía enfermo. Sin
embargo, me había dado un magnífico festín y, en cierto modo, aquello era como
recoger y ordenarlo todo después de una fiesta.
Los otros —Armand, Marius, todos mis
compinches, amantes amigos y enemigos inmortales— siempre me regañaban por no «deshacerme
de los restos». Pues bien, esta vez Lestat se había portado como un vampiro
pulcro y diligente.
Había llegado casi al Village cuando me
topé con otro lugar perfecto, un inmenso almacén, al parecer abandonado. Las
ventanas de los pisos superiores estaban destrozadas, y el interior estaba
lleno de todo tipo de desperdicios. Incluso percibí el olor a carne
descompuesta. Alguien había muerto allí hacía tres semanas. Sólo el frío
evitaba que el hedor se propagara hasta cualquier nariz humana. O puede que no
le importara a nadie.
Al penetrar en la cavernosa estancia
percibí un olor a gasolina, metal y ladrillos rojos. En el centro se alzaba una
gigantesca montaña de basura, como una pirámide mortuoria. Junto a ella había
una furgoneta aparcada que aún mantenía el motor caliente. Pero no vi un alma.
El montón más grande de basura contenía
al menos los restos diseminados de tres cadáveres, o quizá más. El hedor era
insoportable, de modo que no perdí el tiempo en analizar la situación.
—Adiós, amigo mío, entrego tus restos a
un cementerio —dije, hundiendo la bolsa entre los restos de botellas, latas,
fruta, cartón, madera y demás basura. Al hacerlo casi provoqué un alud. Durante
unos segundos la precaria pirámide tembló, pero por fortuna no llegó a derrumbarse.
Lo único que se oía era el sonido que producían las ratas. Una botella de
cerveza rodó hasta el suelo y fue a detenerse a unos pocos metros del
monumento, reluciente, silenciosa, solitaria.
Observé durante unos minutos la
destartalada y anónima furgoneta, la cual emitía un olor a seres humanos. ¿Qué
me importaba a mí lo que hicieran allí? El caso es que entraban y salían por
las grandes puertas metálicas para alimentar esos montones de basura o haciendo
caso omiso de ellos. Seguramente, pocas eran las veces que se fijaban en ellos.
¿Quién iba a aparcar la furgoneta junto al cadáver de un tipo al que acababa de
asesinar?
Pero en estas densas y modernas
ciudades, me refiero a las grandes metrópolis, esos centros de perversión
—Nueva York, Tokio o Hong Kong—, se dan las más extrañas configuraciones de
actividades humanas. Había empezado a sentirme fascinado por las múltiples
facetas de la criminalidad. Eso fue lo que me llevó hasta Roger.
Roger. Adiós, Roger.
Di media vuelta y salí del almacén.
Había dejado de nevar. El panorama era desolador, y triste. En la esquina de la
manzana yacía un colchón cubierto de nieve. Las farolas estaban rotas. No sabía
exactamente dónde me encontraba.
Eché a andar en dirección al río, hacia
el extremo de la isla, cuando de pronto vi una iglesia muy antigua, una de esas
iglesias que se remontan a los tiempos en que los holandeses ocupaban
Manhattan. Junto a ella, rodeado por una cerca, había un pequeño camposanto con
unas lápidas en las que figuraban unas fechas tan antiguas como 1704 e incluso
1692.
Se trataba de un hermoso edificio
gótico, una joya como San Patricio, posiblemente incluso más complejo y
misterioso, una maravilla arquitectónica en cuanto a detalle, organización y
convicción que destacaba entre los anodinos edificios de la gran ciudad.
Me senté en los escalones de la iglesia,
con la espalda apoyada en las venerables piedras, y admiré las superficies
labradas de los arcos de punta deseando sumirme en la oscuridad que ofrecía el
interior del templo.
Comprendí que mi perseguidor no andaba
al acecho, que los acontecimientos de la noche no habían propiciado una visita
del más allá ni la presencia de pasos sospechosos, que la estatua de granito no
era más que un objeto inanimado, que todavía guardaba en el bolsillo los documentos
de identidad de Roger y que eso proporcionaría a Dora un respiro de vanas
semanas o incluso meses, antes de que empezara a preocuparse por la
desaparición de su padre, cuyos detalles jamás llegaría a descubrir.
La aventura había concluido. Me sentí
mejor, mucho mejor que cuando había hablado con David. Había hecho bien en
regresar para examinar la monstruosa estatua de granito y cerciorarme de que no
era sino un objeto inanimado.
El único problema era que apestaba a
Roger. ¿Hasta cuándo había sido «la víctima»? De pronto había empezado a
llamarlo Roger. ¿Acaso era un síntoma emblemático de amor? Dora le había
llamado Roger, papá o Rogé indistintamente. «Cariño, soy Rogé —le había dicho
él al llamarla desde Estambul—. ¿Por qué no te reúnes conmigo en Florida para
que pasemos unos días juntos? Quiero hablar contigo...»
Saqué del bolsillo el pasaporte de
Roger. Soplaba un viento frío, pero había dejado de nevar y la nieve que cubría
el suelo se estaba endureciendo. Ningún mortal habría permanecido allí sentado,
en el portal de una iglesia gótica, pero yo me sentía a gusto.
Examiné el documento de identidad, tan
falso como los otros. Algunos estaban escritos en un idioma incomprensible para
mí. Había un visado expedido en Egipto, de donde seguramente había sacado
alguno de sus tesoros de contrabando. El apellido Wynken me hizo sonreír, pues
era uno de esos nombres absurdos que provocan la carcajada de los niños. Wynken, Blinken y Nod. ¿No era un poema infantil?
Sólo quedaba romper estos documentos en
pedacitos y dejar que se los llevara el viento. Los fragmentos de papel se
esfumaron como cenizas sobre las lápidas del pequeño camposanto, como si la
identidad de Roger hubiera sido incinerada y sus restos esparcidos a los cuatro
vientos en un último tributo a su persona.
Me sentía cansado, repleto de sangre,
satisfecho y ridículo por haber mostrado temor al hablar con David. David debía
de pensar que yo era un idiota. Pero ¿qué era lo que yo había constatado? Sólo
que la cosa que me perseguía no protegía a mi víctima ni tenía nada que ver con
ella. ¿Acaso no lo sabía ya? Aunque eso no significaba que mi perseguidor
hubiera desaparecido.
Significaba que mi perseguidor elegía
los momentos que le parecían más oportunos y que, probablemente, nada tenían
que ver con lo que yo hiciera o dejara de hacer.
Admiré la pequeña iglesia, ese
maravilloso e insólito tesoro que contrastaba con los edificios de la parte
baja de Manhattan, dejando a un lado el hecho de que nada en esta extraña
ciudad resulta insólito, pues la mezcla de los estilos gótico, antiguo y
moderno estaba muy de moda. El cartel indicador de la calle adyacente rezaba:
Wall Street.
¿Me había convertido en el idiota de
Wall Street? Me apoyé contra las piedras y cerré los ojos. David y yo nos
reuniríamos la noche siguiente. ¿Y Dora? ¿Dormía como un ángel en su lecho del
hotel frente a la catedral? ¿Me perdonaría a mí mismo por espiarla unos breves
instantes en su cama antes de archivar esta aventura? La aventura había
concluido.
Lo mejor era olvidarme de la chica;
olvidarme de la figura que atravesaba los inmensos y tenebrosos pasillos del
abandonado convento de Nueva Orleans con una linterna en las manos. ¡Qué
valiente era Dora! Tan distinta de la última mujer mortal a la que había amado.
No, no quería recordar ese episodio. Olvídate de ello, Lestat, ¿me oyes?
El mundo estaba lleno de posibles
víctimas, si uno lo pensaba en términos de modelo vital: el ambiente que
envolvía una existencia, una personalidad completa, por decirlo así. Quizá
regresara a Miami si conseguía que David me acompañara. La noche siguiente
David y yo charlaríamos.
Temía que David se enojara por haberlo
enviado a buscar refugio en la Torre Olímpica y ahora le anunciara que había
decidido trasladarme al sur. En cualquier caso, cabía la posibilidad de que no
lo hiciéramos.
Sabía que si en esos momentos percibía
unos pasos sospechosos, si intuía la presencia de mi perseguidor, la siguiente
noche temblaría entre los brazos de David. A mi perseguidor no le importaba
adonde me dirigiera, y era real.
Unas alas negras, la sensación de que
algo siniestro se cernía sobre mí, una densa humareda, y la luz. No pienses en
ello. Ya has pensado en bastantes cosas desagradables esta noche.
¿Cuándo volvería a tropezarme con un
mortal como Roger? ¿Cuándo vería a otro ser que emitiera una luz tan brillante
y especial? El muy cabrón no había dejado de preguntarme quién era yo mientras
le partía los huesos y le chupaba la sangre. Además había logrado hacer que la
estatua pareciera cobrar vida a través de un débil impulso telepático. Sacudí
la cabeza. No, debí de ser yo mismo quien provocó aquella reacción. Pero ¿cómo?
¿Qué es lo que había hecho?
¿Es posible que durante los meses que
había seguido a Roger hubiera llegado a amarlo hasta el punto de hablarle
mientras le estaba matando, a través de un silencioso soneto de amor? No, había
bebido su sangre y me había apoderado de él, de su vida. Roger estaba dentro de
mí.
En aquel momento apareció un coche que
circulaba lentamente en la oscuridad y se detuvo junto a mí; unos mortales me
preguntaron si no tenía dónde dormir. Respondí con un vago movimiento de
cabeza, atravesé el pequeño camposanto, pisando las tumbas mientras me abría
camino entre las lápidas, y me dirigí corriendo hacia el Village.
Supongo que los amables mortales se
quedaron estupefactos al ver a un joven rubio, con un elegante traje azul
marino y un vistoso foulard alrededor del cuello, sentado en los fríos
escalones de la pequeña iglesia, que de golpe se esfuma. Lancé una sonora
carcajada, cuyo eco se propagó entre los altos muros de ladrillo. Oí una música
que sonaba cerca, vi a unas parejas que iban cogidas del brazo, percibí voces
humanas, el aroma de comida. Por la calle transitaban numerosos jóvenes lo
bastante fuertes y sanos para sostener que los rigores del invierno resultaban
divertidos.
El frío empezaba a fastidiarme. Rayaba
en lo humanamente doloroso. Deseaba refugiarme en algún sitio.
3
Eché
a caminar y al cabo de unos minutos vi una puerta giratoria, entré en el
vestíbulo de un restaurante y me senté en el bar. Era justamente lo que andaba
buscando, un lugar medio vacío, oscuro, invadido por un calor sofocante, con
relucientes botellas dispuestas en el centro de la barra circular. A través de
las puertas abiertas se dejaba oír la amena charla de los comensales.
Apoyé los codos en la barra y los
tacones en el tubo de metal que se hallaba en la parte inferior. Permanecí allí
sentado, temblando, escuchando el parloteo de los mortales, las inevitables
estupideces que suelen decirse en un bar, con la cabeza agachada, sin mis gafas
de sol. ¡Maldita sea, había perdido mis gafas de color violeta! Por fortuna, el
local estaba muy oscuro, sumido en la languidez propia de la madrugada. Quizá
fuera un club. En cualquier caso, me tenía sin cuidado.
—¿Le sirvo algo, señor? —preguntó el
camarero. Su expresión era arrogante, indolente.
Pedí un agua mineral. En cuanto el
camarero depositó la bebida frente a mí, introduje los dedos en el vaso para
enjuagármelos. El camarero se había esfumado. Le importaba bien poco lo que yo
hiciera con el agua, aunque fuera a utilizarla para bautizar a los
parroquianos. Había varios clientes sentados a las mesas que se hallaban
diseminadas en la oscuridad. Una mujer, sentada en un rincón, no cesaba de
llorar mientras su compañero le advertía con acritud que estaba llamando la
atención. No era cierto. A nadie le importaba un comino lo que hiciera.
Me limpié la boca con la servilleta
enjugada en el agua.
—Más agua —dije, empujando el vaso
contaminado hacia el camarero. Éste me sirvió otra bebida con gesto de
fastidio. Era un joven sin personalidad, sin ambiciones. Luego volvió a
esfumarse.
De pronto oí una risita junto a mí.
Procedía del hombre que se hallaba sentado a mi derecha, dos taburetes más
allá, y que ya estaba en el bar cuando entré yo. Era más bien joven. Lo más
desconcertante es que no emitía el menor olor.
Irritado, me volví hacia él.
—¿Vas a salir corriendo de nuevo?
—murmuró. Era mi víctima.
Ahí estaba Roger, sentado en el bar,
junto a mí.
No tenía el cuerpo destrozado ni estaba
muerto. Intacto, conservaba sus manos y su cabeza. En realidad no estaba allí,
sólo lo parecía; sólido, sereno, sonriente, gozaba con mi terror.
—¿Qué pasa, Lestat? —preguntó con
aquella voz que me tenía seducido desde la primera vez que la oí, seis meses
atrás—. No irás a decirme que en todos estos siglos nunca ha regresado ninguna
de tus víctimas para atormentarte.
No contesté. Era imposible que él
estuviera allí. Imposible. Era material, pero de un material distinto al de los
otros. Traté de recordar la expresión que empleaba David: «De otra pasta.» En
este caso, la expresión resultaba patéticamente inadecuada. No conseguía salir
de mi estupor. Aparte de incredulidad, sentía una profunda rabia.
Roger se levantó y fue a sentarse en el
taburete que había junto al mío. Al cabo de unos segundos empecé a verlo con
mayor nitidez, con más detalle. Percibí algo similar a un sonido, un ruido
emitido por un ser vivo, aunque no un ser humano que estaba vivo y respiraba.
—Dentro de unos minutos me sentiré lo suficientemente
fuerte para pedir un cigarrillo o un vaso de vino —dijo.
Dicho esto, Roger introdujo la mano en
el bolsillo de la chaqueta, no la que llevaba cuando le maté sino una hecha a
medida en París y que le gustaba mucho, sacó un pequeño mechero de oro y lo
encendió, haciendo que brotara una larga llama, muy azul y peligrosa, de
butano.
Luego me miró. Observé que su pelo negro
y rizado estaba perfectamente peinado y que su mirada era límpida y serena. Era
un hombre muy guapo. Su voz sonaba exactamente como cuando estaba vivo:
originaria de Nueva Orleans y cosmopolita, carente de la meticulosidad
británica o la paciencia sureña. Una voz precisa, rápida.
—En serio, ¿es posible que en todos
estos años no haya regresado ni una sola de tus víctimas para atormentarte?
—preguntó de nuevo.
—Así es.
—Eres asombroso. No soportas sentir
miedo ni un instante, ¿verdad?
—No.
Roger presentaba una apariencia
totalmente sólida. Yo no sabía si los demás podían verlo. No tenía la menor
idea, pero sospechaba que sí. Ofrecía un aspecto de lo más normal. Observé los
botones de los puños de la camisa, así como el inmaculado cuello blanco que le
rozaba los pelos del cogote. Me fijé en sus pestañas, que siempre habían sido
extraordinariamente largas.
El camarero apareció de nuevo y depositó
un vaso de agua frente a mí, sin mirar a Roger. Yo no estaba seguro de que lo
hubiera visto. Nos encontrábamos en Nueva York, por lo que la grosería del
joven camarero no demostraba nada.
—¿Cómo lo has conseguido? —pregunté a
Roger.
—Como cualquier otro fantasma
—respondió—. Estoy muerto. Llevo muerto más de una hora y media, pero quería
hablar contigo. No sé cuánto tiempo podré permanecer aquí, ni cuándo empezaré
a... Dios sabe lo que pasará, pero debes escucharme.
—¿Por qué? —pregunté secamente.
—No seas tan antipático —murmuró en tono
ofendido—. Tú me asesinaste.
—¿Y tú? ¿A cuántas personas has
asesinado, aparte de la madre de Dora? ¿Acaso ha regresado ella alguna vez para
exigirte una entrevista?
—¡Lo sabía! —exclamó Roger, visiblemente
asustado—. ¡Así que conoces a Dora! ¡Dios bendito, arroja mi alma al infierno
pero no permitas que este canalla lastime a Dora!
—No digas ridiculeces. Jamás le haría
daño. Era a ti a quien perseguía. Te he seguido por medio mundo. De no haber
sido por el respeto que siento por Dora, te habría liquidado hace tiempo.
En aquel momento reapareció el camarero.
Roger lo miró sonriendo y dijo:
—Veamos, hijo, la última copa que me
tomé, si mal no recuerdo... Dame un bourbon. Me crié en el sur. ¿Tú qué vas a
tomar? O mejor, sírveme un Southern Comfort —dijo soltando una pequeña
carcajada, como si se tratara de un chiste privado.
Cuando el camarero se alejó, Roger se
volvió furioso hacia mí.
—¡Tienes que escucharme, repugnante
vampiro, demonio, diablo o lo que seas! ¡No consentiré que le hagas daño a mi
hija!
—No pienso hacérselo. Jamás le haría
daño. Vete al infierno, te sentirás más a gusto allí. Buenas noches.
—Eres un hijo de puta. ¿Cuántos años
crees que tenía? —preguntó.
Su frente estaba perlada de sudor y la
leve corriente de aire le agitaba un poco el pelo.
—Me importa un carajo —contesté—.
Deseaba chuparte la sangre.
—Te crees muy listo, ¿verdad? —replicó
ásperamente—. Pero no eres tan frívolo como aparentas.
—¿Eso crees? Te equivocas. Soy tan
frívolo y casquivano como una cortesana.
Mi respuesta lo dejó perplejo.
Confieso que a mí también. ¿De dónde
había sacado aquello? No acostumbro a emplear ese tipo de metáforas.
Roger me miró fijamente, captando mi
preocupación y mis evidentes dudas. ¿Cómo se manifestaban esos sentimientos?
¿Estaba quizás ensimismado, decaído, como un vulgar mortal, o simplemente
parecía confundido?
El camarero le sirvió la copa. Roger la
rodeó de forma cuidadosa con la mano, la levantó, se la llevó a los labios y
bebió un sorbo. De pronto parecía asombrado, agradecido y tan aterrado que creí
que iba a desintegrarse. La visión casi se desvaneció.
Sin embargo, logró dominarse. Resultaba
tan evidente que se trataba del hombre que yo acababa de matar y descuartizar,
para después desperdigar sus restos por todo Manhattan, que el hecho de mirarlo
me ponía enfermo. Sólo una cosa impedía que cayera presa del pánico: el hecho
de que me estuviera hablando. ¿No había dicho David en una ocasión, cuando aún
estaba vivo, que no mataría a un vampiro porque éste no dejaría de hablarle?
Pues aquel maldito fantasma tampoco dejaba de hacerlo.
—Tengo que hablarte sobre Dora —dijo.
—Ya te he dicho que jamás le haré daño,
ni a ella ni nadie como a ella —aseguré—. ¿Qué has venido a hacer aquí? Cuando
apareciste, ni siquiera sabías que conocía la existencia de Dora. ¿Acaso
deseabas hablarme sobre ella?
—Qué suerte la mía, he sido asesinado
por un ser realmente profundo, que siente profundamente mi muerte —dijo Roger
mientras bebía otro trago del Southern Comfort, un cóctel de olor
dulzón—. Era la bebida preferida de Janis Joplin, sabes —dijo, refiriéndose a
la cantante muerta de la que yo también había estado enamorado—. Escúchame,
aunque sólo sea por curiosidad. Deja que te hable de Dora y de mí. Deseo que
sepas algunas cosas. Quiero que sepas quién era yo realmente, no quien tú crees
que era. Quiero que cuides de Dora. En el apartamento hay algo que deseo que
tú...
—¿El velo de Verónica que está
enmarcado?
—No, eso no vale nada. Tiene cuatro
siglos de antigüedad, por supuesto, pero es una versión muy corriente del velo
de Verónica. Cualquiera que tenga dinero puede adquirirla. Supongo que habrás
registrado mi casa.
—¿Por qué querías regalar ese velo a
Dora?
Mi pregunta lo desconcertó.
—¿Nos oíste hablar?
—Innumerables veces.
Roger empezó a hacer conjeturas, a
sopesar aspectos. Parecía una persona totalmente razonable. Su oscuro rostro
asiático expresaba sinceridad e interés.
—¿Has dicho «quiero que cuides de Dora»?
—pregunté—. ¿Es eso lo que me has pedido que haga? ¿Que cuide de ella? Es una
proposición muy extraña, ¿no? ¿Y por qué demonios quieres contarme la historia
de tu vida? No soy yo ante quien debes dar cuenta de tus actos. Me tiene sin
cuidado cómo llegaste a ser lo que fuiste. ¿Por qué te interesan las cosas que
hay en el apartamento si ya no eres más que un fantasma?
Esa actitud despectiva que yo mostraba
no era totalmente sincera, y ambos lo sabíamos. Era normal que le preocuparan
sus tesoros. Pero era Dora lo que le había empujado a regresar de entre los
muertos.
Su cabello era más negro que antes y la
chaqueta había adquirido una textura más definida; observé la trama de seda y
cachemir. Contemplé también sus uñas, perfectamente arregladas por una manicura
profesional; las mismas manos que yo había arrojado a un montón de basura. Sólo
unos momentos antes, no había pensado en esos detalles.
—¡Dios! —murmuré.
Roger se echó a reír y dijo:
—Estás más asustado que yo.
—¿Dónde estás?
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Estoy
sentado junto a ti. Nos encontramos en un bar del Village. ¿A qué viene esa
pregunta? En cuanto a mi cuerpo, sabes tan bien como yo lo que hiciste con mis
restos.
—¿Es ése el motivo por el que has venido
a atormentarme?
—No. Me importa un comino lo que hayas
hecho con mi cuerpo. Dejó de interesarme en el mismo momento en que lo
abandoné.
—No. Me refiero a la dimensión en que te
encuentras; cómo es, qué viste cuando... qué...
Roger sacudió la cabeza y sonrió con
tristeza.
—Tú conoces la respuesta a eso. No sé
dónde me encuentro. De lo único que estoy seguro es de que algo me aguarda,
quizá simplemente el vacío, la oscuridad. Pero parece una entidad corpórea. No
aguardará eternamente. Aunque no puedo decirte cómo lo sé.
»No sé cómo he conseguido llegar a ti.
Tal vez se deba a mi fuerza de voluntad, que siempre me ha sobrado, dicho sea
de paso, o quizá se me han concedido estos momentos como una especie de gracia.
Sinceramente, lo ignoro. Te seguí cuando abandonaste el apartamento, cuando
regresaste a él y cuando saliste de nuevo cargado con el cadáver. He venido
aquí para charlar contigo. No me iré hasta que lo haya hecho.
—Así que tienes la sensación de que algo
te aguarda —murmuré impresionado. No me importa reconocerlo—. Y una vez que
hayamos charlado, si no te disuelves, ¿qué piensas hacer?
Roger sacudió la cabeza irritado y clavó
la vista en las botellas que había en el centro de la barra, un amasijo de luz,
colores y etiquetas.
—Cállate —respondió—. Me aburres.
Eso me fastidió. ¿Cómo se atrevía a
ordenarme que me callara?
—No puedo ocuparme de tu hija —dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó,
mirándome enojado. Luego tomó un trago de la bebida y le pidió al camarero que
sirviera otra.
—¿Es que piensas emborracharte?
—pregunté.
—No creo que lo consiga. Es preciso que
te ocupes de ella. Cuando se publiquen todos los detalles de mi vida, mis
enemigos irán a por ella simplemente por el hecho de ser hija mía. No sabes lo
que me esforzado en protegerla, pero ella es muy impulsiva, cree firmemente en
la divina providencia. Además hay que tener en cuenta al Gobierno, a sus
chacales, mis cosas, mis reliquias, mis libros...
Por espacio de unos tres segundos había
olvidado que me encontraba ante un fantasma. Aunque mis ojos no me daban
ninguna prueba de ello, aquel ser carecía de olor y el leve sonido que surgía
de él nada tenía que ver con los pulmones o el corazón de un ser humano.
—De acuerdo, te lo diré con mayor
claridad —prosiguió—: temo por ella. Tendrá que soportar una publicidad muy
desagradable y dejar pasar el tiempo hasta que mis enemigos se olviden de ella.
La mayoría ni siquiera conoce la existencia de Dora, pero puede que alguno esté
al corriente. Si tú lo sabías, es posible que otros también lo sepan.
—No necesariamente. Yo no soy humano.
—Debes protegerla.
—No puedo hacerlo. Me niego
rotundamente.
—Escúchame, Lestat.
—No deseo escucharte. Quiero que te
vayas.
—Lo sé.
—Mira, no tenía intención de matarte, lo
siento, fue un error. Debí elegir a otro... —Las manos me temblaban. Todo eso
me parecería muy interesante más tarde, pero en aquellos momentos rogué a Dios,
nada menos que a Dios, que pusiera fin a esa pesadilla.
—¿Sabes dónde nací? —preguntó Roger—.
¿Conoces la manzana de St. Charles, cerca de Jackson?
Yo asentí.
—Supongo que te refieres a la pensión
—contesté—. No me cuentes la historia de tu vida. No viene al caso. Tuviste la
oportunidad de escribirla cuando estabas vivo, como todo el mundo. ¿Qué
pretendes que haga?
—Quiero explicarte las cosas que
cuentan. ¡Mírame! Mírame, por favor, trata de comprenderme y amarme, y de amar
a Dora por ser hija mía. Te lo suplico.
No tenía que ver su expresión para
entender que sufría, que imploraba mi ayuda. ¿Existe algo en el mundo que nos
afecte más que ver sufrir a nuestros hijos, a nuestros seres queridos, a las
personas más próximas a nosotros? Dora, la diminuta Dora caminando por el
abandonado convento. Dora en la pantalla de televisión, con los brazos
extendidos, entonando un himno.
Creo que dejé escapar una exclamación.
No lo sé. Me recorrió un escalofrío. Algo. Durante unos momentos me sentí
aturdido y, sin embargo, no se trataba de nada sobrenatural; se debía a la
tristeza, al hecho de tenerlo ante mí, palpable, visible, pidiéndome un favor,
al hecho de ver que había conseguido llegar hasta mí, que había sobrevivido lo
suficiente bajo esa efímera forma para tratar de arrancarme una promesa.
—Sé que me amas —murmuró Roger. Se
mostraba sereno e intrigado a la vez. Estaba más allá de todo tipo de vanidad,
más allá incluso de lo que yo pudiera pensar de él.
—Lo que me atraía era tu pasión
—murmuré.
—Sí, lo sé. Me siento halagado. No he
muerto atropellado por un camión o a causa de los disparos de un asesino a
sueldo. Me has matado tú. Tú, que debes de ser uno de los mejores.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a los de tu especie, como
quiera que os llaméis. No eres humano. Me chupaste la sangre, te alimentaste de
ella. Supongo que no debes de ser el único de tu especie. —Roger apartó la
vista y continuó—: Vampiros. De niño solía ver fantasmas en nuestra casa de
Nueva Orleans.
—Todo el mundo ve fantasmas en Nueva
Orleans.
Roger soltó una breve y suave carcajada.
—Lo sé —dijo—. Te aseguro que he visto
fantasmas, y no sólo en nuestra casa sino en otros lugares. Pero nunca he
creído en Dios, en el diablo, en ángeles, en vampiros, en hombres lobos ni en
ningún ser capaz de influir en el destino y alterar el curso del caótico ritmo
que rige el universo.
—¿Crees en Dios ahora?
—No. Sospecho que conservaré esta forma
durante tanto tiempo como pueda —como todos los fantasmas que he visto—, y
luego empezaré a desvanecerme. Como una luz. Eso es lo que me aguarda. El
vacío, la nada. No es corpóreo. Creí que lo era porque mi mente, lo que queda
de ella, lo que se aferra al ámbito terrenal, no alcanza a concebir otra cosa.
¿Qué opinas al respecto?
—Sea lo que fuere, me aterra —respondí.
No estaba dispuesto a hablarle sobre mi perseguidor, ni preguntarle sobre la
estatua. Roger no tenía nada que ver con el hecho de que la estatua,
aparentemente, hubiera cobrado vida. En aquellos momentos estaba muerto y bien
muerto.
—¿Te aterra? —preguntó de forma
respetuosa—. Pero si a ti no te afecta. Tú haces que lo experimenten otros.
Deja que te hable sobre Dora.
—Es muy guapa. Yo... trataré de
protegerla.
—No, necesita algo más. Necesita un
milagro.
—¿Un milagro?
—Estás vivo, seas lo que fueres, pero no
eres humano. Puedes hacer milagros, ¿no? Te ruego que lo hagas por Dora. No
debe de ser complicado para un ser tan hábil como tú.
—¿Te refieres a una especie de falso
milagro religioso?
—Claro. Dora no conseguirá salvar al
mundo sin un milagro y ella lo sabe. ¡Tú podrías hacerlo!
—¿Has vuelto a la Tierra para venir a
jorobarme con esta proposición? —pregunté indignado—. Eres incorregible. Estás
muerto, pero mantienes la mentalidad de gángster y criminal. ¿Pretendes que
monte un falso espectáculo religioso para Dora? ¿Crees que ella lo aceptaría?
Roger se quedó estupefacto. No esperaba
que lo insultara de aquel modo.
Depositó el vaso sobre la barra y se
quedó allí sentado, compuesto y sereno, fingiendo que observaba el ambiente del
local. Ofrecía un aspecto muy digno y parecía diez años más joven que cuando lo
maté. Supongo que a nadie le gusta regresar como fantasma si no es bajo una
forma atractiva. Es natural. Sentí que aumentaba la inevitable y fatal
fascinación que sentía hacia él, por mi víctima. ¡Tu sangre fluye a través de
mi cuerpo, monsieur!
Roger se volvió bruscamente.
—Tienes razón —murmuró con tristeza—.
Toda la razón. No puedo pedirte que realices un falso milagro para Dora. Es
monstruoso. Ella jamás lo aceptaría.
—No te hagas el muerto agradecido —le
espeté.
Roger soltó otra breve y despectiva
carcajada. Luego, con sombría emoción, dijo:
—Debes cuidar de ella, Lestat... al
menos durante un tiempo.
Al ver que no obtenía respuesta,
insistió suavemente:
—Sólo durante un tiempo, hasta que los
periodistas dejen de darle la lata, hasta que haya recobrado la fe y vuelva a
ser la Dora de siempre. Tiene que vivir su vida. No quiero que sufra por mi
culpa, Lestat, no es justo.
—¿Justo?
—Llámame por mi nombre —me pidió Roger—.
Mírame.
Yo obedecí. Fue un momento
exquisitamente doloroso. Roger estaba muy triste. No sé si los seres humanos
son capaces de expresar una amargura tan intensa. Sinceramente, no lo sé.
—Me llamo Roger —dijo.
En aquellos momentos me pareció aún más
joven que antes, como si hubiera retrocedido en el tiempo, en su mente, o
hubiera recuperado cierta inocencia, como si los muertos, cuando deciden
quedarse un rato en la Tierra, tuvieran derecho a recobrar su inocencia
originaria.
—Sé como te llamas —respondí—. Lo sé
todo sobre ti, Roger. Roger, el fantasma. Nunca permitiste que el viejo capitán
te pusiera las manos encima; sólo dejaste que te adorara, te educara, te
llevara a sitios elegantes y te comprara cosas bonitas, pero nunca tuviste la
decencia de acostarte con él.
Le hablé, sin malicia, sobre las
imágenes que había absorbido junto con su sangre; algo así como una reflexión
sobre lo perversos y embusteros que éramos todos.
Roger guardó silencio durante unos
minutos.
Yo me sentía abrumado por la tristeza,
la amargura y el horror de lo que le había hecho, a él y a otros, por haber
lastimado a un ser vivo. Auténtico horror.
¿Cuál era el mensaje de Dora? ¿Cómo
pretendía que nos salváramos? ¿Se trataba acaso de la misma cantinela de
adoración?
Roger me observó. Era joven, decidido,
una magnífica imitación de la vida. El bueno de Roger.
—De acuerdo —dijo en voz baja, con tono
impaciente—. Es cierto, no me acosté con el viejo capitán, pero él tampoco
pretendía que lo hiciera, no era eso lo que quería de mí, era demasiado viejo.
No sabes de la misa la mitad. Puede que sepas que me siento culpable, pero
ignoras cuánto me arrepentí más tarde de no haberlo hecho, de no haber vivido
esa experiencia con el viejo capitán. No fue eso lo que me pervirtió; no se
debió a una gran desilusión o a un trauma. Me encantaban las cosas que me
enseñaba el capitán. Él me quería. Vivió dos o tres años más probablemente
gracias a mí. Sentíamos una gran admiración por Wynken de Wilde, leíamos juntos
sus libros. Las cosas pudieron haber sido distintas. Yo estaba con el viejo
capitán cuando murió. No me aparté ni un instante de su lado. Soy fiel a mis
amigos y a las personas que me necesitan.
—Como tu esposa, Terry, ¿no es cierto?
—contesté con cierta crueldad, aunque sin ánimo de herirlo, mientras veía el
rostro de la pobre mujer destrozado por un balazo—. Olvídalo. Lo siento. ¿Quién
demonios es Wynken de Wilde?
Me sentía profundamente deprimido.
—Deja de atormentarme —dije—. En el
fondo soy un cobarde. ¿Por qué has pronunciado ese nombre tan extraño? Da
igual, no quiero saberlo. No me lo digas. Estoy cansado. Me voy. Puedes
quedarte en este bar hasta el día del juicio. Búscate a otro primo a quien
soltarle el rollo.
—Escucha —dijo Roger—. Tú me amas. Me
elegiste como víctima. Sólo pretendo explicarte los detalles.
—Me ocuparé de Dora, trataré de
ayudarla, y también me ocuparé de las reliquias. Las pondré a buen recaudo
hasta que ella decida aceptarlas.
—¡Sí!
—De acuerdo, suéltame.
—Si no te estoy sujetando —protestó
Roger.
Es cierto, lo amaba. Deseaba mirarlo.
Deseaba que me lo explicara todo, hasta el último detalle. En un impulso, le
toqué la mano. No estaba viva; no era carne humana. Sin embargo, estaba llena
de vitalidad, poseía un tacto abrasador y excitante.
Roger sonrió.
Acto seguido me agarró la muñeca derecha
y me atrajo hacia él. Noté su cabello, un pequeño mechón que rozaba mi frente,
haciéndome cosquillas. Roger me miró con sus grandes ojos negros.
—Escucha —repitió. Su aliento no olía a
nada.
—Sí...
Roger empezó a relatar su historia en
voz baja y urgente.
4
—El
viejo capitán era un contrabandista, un coleccionista de obras de arte. Pasé
varios años junto a él. Mi madre me envió a Andover pero al cabo de un tiempo
me hizo regresar, pues no podía vivir sin mí. Estudié en una escuela de
jesuitas, me sentía como si no perteneciera a nadie ni a ningún sitio. El viejo
capitán era la persona ideal para mí. Lo de Wynken de Wilde empezó a raíz de mi
relación con el viejo capitán y las antigüedades que vendía en el Quarter,
generalmente objetos pequeños y fáciles de transportar.
»Wynken de Wilde no significa nada,
absolutamente nada, excepto un sueño que concebí un día, una idea perversa. La
pasión de mi vida, aparte de Dora, ha sido Wynken de Wilde, pero es posible que
después de esta conversación no quieras volver a oír hablar de él. Dora lo
detesta.
—¿Quién era ese Wynken de Wilde?
—El arte con mayúsculas, por supuesto.
La belleza. A los diecisiete años se me ocurrió fundar una nueva religión, un
culto basado en el amor libre, la generosidad para con los pobres, no alzar la
mano contra nadie; en definitiva, una especie de comunidad amish fornicadora.
Estábamos en 1964, la época de los hippies, la marihuana, Bob Dylan y sus
canciones sobre la ética y la caridad. Yo quería fundar una nueva Hermandad de
la Vida Común, una que estuviese en sintonía con los valores sexuales modernos.
¿Sabes qué principios regían esa hermandad ?
—Sí, el misticismo popular, los valores
del Medievo tardío, la posibilidad de que todos conocieran a Dios.
—¡Exacto! Me asombra que lo sepas.
—No era necesario ser un sacerdote o un
monje.
—En efecto. Los monjes estaban celosos,
pero por aquellas fechas mi concepto de ese nuevo culto se hallaba ligado a
Wynken, el cual se había dejado influir por el misticismo alemán y todos esos
movimientos populares, Meister Eckehart, etcétera, aunque trabajaba en el scriptorium
de un monasterio y confeccionaba a mano unos libros de oraciones en
pergamino. Los libros de Wynken eran completamente distintos del resto. Supuse
que si conseguía dar con ellos ganaría una fortuna.
—¿Distintos? ¿En qué sentido?
—Deja que te lo cuente a mi manera. Era
la típica pensión un tanto tronada pero elegante; mi madre no tenía que
ensuciarse las manos, disponía de tres criadas y un sirviente de color que se
encargaban de todo. Los ancianos, los huéspedes, contaban con unos ingresos
saneados y todo tipo de comodidades: limusinas aparcadas en un garaje en el
Garden District, tres comidas diarias, alfombras rojas, etcétera. La casa, de
estilo victoriano tardío, la diseñó Henry Howard. Mi madre la había heredado de
la suya.
—Lo sé, te he visto detenerte frente a
ella. ¿A quién pertenece ahora?
—Lo ignoro. Dejé que se me escapara de
entre las manos. He arruinado muchas cosas. Pero imagina una calurosa tarde de
verano, he cumplido quince años, me siento solo y el viejo capitán me invita a
entrar. Sobre la mesa del segundo salón (el capitán tenía alquilados los dos
salones de la parte delantera, vivía en una especie de mundo de fábula lleno de
objetos raros)...
—Puedo imaginar la escena.
—... yacían unos diminutos libros de
oración medievales. Por supuesto, conozco el aspecto de un breviario, pero no
el de un códice medieval. De niño fui monaguillo, solía asistir a misa todos
los días con mi madre, y por consiguiente conocía el latín litúrgico. El caso
es que comprendí que ésos eran unos libros de oración muy raros, y que el viejo
capitán pensaba venderlos.
»—Puedes tocarlos con cuidado, Roger —me
dijo el capitán.
»Durante dos años, me había permitido
escuchar sus discos de música clásica y a veces salíamos a dar un paseo. Pero
yo empezaba a atraerle sexualmente, aunque no me daba cuenta, y en cualquier
caso nada tiene nada que ver con lo que te contaré más adelante.
»El capitán hablaba por teléfono con
alguien sobre un barco que se encontraba en puerto.
»Al cabo de unos minutos, nos dirigimos
a visitar el barco. El capitán me llevaba con frecuencia a visitar los barcos
que atracaban en el puerto. Supongo que se trataba de contrabando, aunque jamás
lo averigüé. Lo único que recuerdo es al viejo capitán sentado frente a una
gran mesa redonda con toda la tripulación, creo que holandesa, y a un amable
oficial con acento extranjero que me enseñaba la sala de máquinas, los mapas,
la radio, etcétera. Nunca me cansaba de explorar esos barcos. Por aquellos tiempos
el puerto de Nueva Orleans era un nido de actividad, ratas y marihuana.
—Lo sé.
—¿Recuerdas aquellos largos cabos que se
extendían desde los barcos hasta el muelle y estaban cubiertos con unos discos
de acero para impedir que las ratas treparan por ellos?
—Sí.
—Aquella noche, al llegar a casa, en vez
de irme a mi habitación rogué al viejo capitán que me dejara ver aquellos
libros. Quería examinarlos antes de que los vendiera. Como mi madre no me
estaba esperando, supuse que se habría acostado.
«Permíteme que te describa brevemente a
mi madre y la pensión. Como he dicho, ésta poseía cierta elegancia. Los muebles
eran de estilo neorrenacentista, unos pesados armatostes fabricados en serie,
el tipo de muebles que se veían en todas las mansiones a partir de 1880.
—Sí, lo sé.
—La casa poseía una espléndida escalera
que ascendía majestuosamente frente a los vitrales que adornaban las paredes.
Justo en el hueco de esta maravillosa escalinata, una obra de arte de la que
Henry Howard debió sentirse muy orgulloso, se hallaba el enorme tocador de mi
madre. Imagínate, mi madre se sentaba ante el tocador, en la entrada, para
cepillarse el pelo. El mero hecho de recordarlo me produce jaqueca. Mejor
dicho, me producía jaqueca cuando estaba vivo. La imagen era realmente trágica
y, aunque la contemplara todos los días, no dejaba de pensar que un tocador con
mármoles, espejos, palmatorias y filigranas, frente al cual se sentaba una
anciana de cabello oscuro, no pinta nada en el vestíbulo de una mansión...
—¿Y los huéspedes lo aceptaban sin
protestar?
—Sí, porque la casa se hallaba
distribuida en vanas zonas destinadas a los huéspedes. El viejo señor Bridey se
alojaba en lo que antiguamente era el porche de los sirvientes, y la señorita
Stanton, que estaba ciega, en una pequeña alcoba del piso superior. En la parte
posterior de la casa, donde residían los sirvientes, mi madre había hecho
construir cuatro apartamentos. Soy muy sensible al desorden; a mi alrededor
suele reinar el más perfecto orden, o bien un caos como el que viste en el
lugar donde me mataste.
—Comprendo.
—Si heredara esa casa de nuevo... En
fin, no tiene importancia. Lo que pretendo decir es que creo en el orden, y
cuando era joven soñaba constantemente con él. Quería ser un santo, una especie
de santo secular. Pero volvamos a los libros.
—Continúa.
—Contemplé los libros sagrados que
yacían sobre la mesa. Saqué uno de ellos de su minúsculo saquito. Las diminutas
ilustraciones me entusiasmaron. Aquella noche les eché un vistazo y decidí
examinarlos más detenidamente a lo largo de los próximos días. Como es lógico,
no podía leer aquellos textos escritos en latín.
—Demasiado densos. Demasiados trazos de
pluma.
—Veo que sabes muchas cosas.
—¿Te sorprende? Continúa.
—Dediqué una semana a examinarlos a
fondo. Dejé de asistir a la escuela. De todos modos era muy aburrida. Yo iba
muy adelantado en mis estudios y quería hacer algo emocionante, como por
ejemplo asesinar a un personaje conocido.
—Un santo o un criminal.
—Sí, parece una contradicción. Sin
embargo, es una definición perfecta.
—A mí también me lo parece.
—El viejo capitán me explicó muchas
cosas sobre esos libros. El del saquito solían llevarlo los hombres sujeto al
cinturón; era un libro de oraciones. Otro de esos libros ilustrados, el de
mayor tamaño, era el Libro de las Horas. También había una Biblia en latín. El
viejo capitán no les daba excesiva importancia.
»Yo me sentía poderosamente atraído por
esos libros, aunque no sabría decirte por qué. Siempre he sentido atracción por
los objetos que brillan y parecen valiosos, y esa colección de libros
constituía un auténtico tesoro.
—Te comprendo —contesté con una sonrisa.
—Las páginas estaban llenas de oro, de
color rojo y de maravillosas figuritas. Cogí una lupa y me dediqué a estudiar
detenidamente esas ilustraciones. Fui a la vieja biblioteca de Lee Circle, ¿la
recuerdas?, para informarme sobre los libros medievales y el sistema que
empleaban los benedictinos para confeccionarlos. ¿Sabías que Dora posee un
convento? No está construido como la abadía de Saint-Gall, pero no deja de ser
un convento del siglo diecinueve.
—Sí, lo sé. La vi allí. Es muy valiente,
parece que no le impresionan la oscuridad ni la soledad.
—Cree en la divina Providencia hasta
extremos increíbles. Sólo conseguirá lo que se propone si no la destruyen. Me
apetece otra copa. Sé que hablo muy deprisa. No tengo más remedio.
Roger indicó al camarero que le sirviera
otra copa.
—Continúa —dije—. ¿Qué pasó, quién es
Wynken de Wilde?
—Wynken de Wilde era el autor de dos de
esos maravillosos libros que poseía el viejo capitán. No lo averigüé hasta al
cabo de unos meses. Después de estudiar las diminutas ilustraciones, llegué a
la conclusión de que dos de los libros eran obra del mismo artista y, aunque el
viejo capitán insistía en que no estaban firmados, encontré su nombre en varios
lugares en ambos libros. El capitán, como te he dicho, se dedicaba a vender
este tipo de objetos. Tenía tratos con una tienda que se hallaba en la calle
Royal.
Yo asentí.
—Yo temía el día en que el viejo capitán
me anunciara que iba a vender aquellos dos libros. Eran distintos a los demás.
En primer lugar, las ilustraciones eran detallistas en extremo. Algunas páginas
tenían como motivo decorativo una enredadera en flor a la que acudían los
pájaros a beber; en las flores aparecían unas figuritas humanas entrelazadas a
modo de guirnalda. Los libros contenían unos salmos. Al examinarlos por primera
vez creí que se trataba de los salmos de la Vulgata, la Biblia que aceptamos
como canónica.
—Sí...
—Pero no lo eran. Eran unos salmos que
no aparecían en ninguna Biblia. Lo averigüé al compararlos con unas separatas
en latín de la misma época, que saqué de la biblioteca. Eran obras originales.
Por otra parte, las ilustraciones no sólo mostraban pequeños animales, árboles
y frutas, sino también figuras humanas desnudas que hacían todo tipo de cosas.
—El Bosco.
—Exactamente, era como el lujurioso y
sensual paraíso que aparece en El jardín de las delicias, de El Bosco.
Por supuesto, yo no había visto todavía el cuadro que se encuentra en el Museo
del Prado. El caso es que en ambos libros aparecían las diminutas figuritas
retozando bajo los frondosos árboles. El viejo capitán me explicó que ese tipo
de imágenes del jardín del Edén eran muy frecuentes en la época. Sin embargo,
me sorprendió que ambos libros estuvieran repletos de ellas y decidí
estudiarlos y realizar una traducción precisa de cada palabra del texto.
»Entonces el viejo capitán me hizo el
mayor favor que podía hacerme, y gracias al cual pude haberme convertido en un
gran líder religioso. Confío en que Dora lo consiga, aunque su credo es muy
distinto al mío.
—Te regaló los libros.
—En efecto, me los regaló, y además
aquel verano me llevó de viaje por todo el país para mostrarme manuscritos
medievales. Visitamos la Biblioteca Huntington de Pasadena, y la Biblioteca
Newbury, en Chicago. Fuimos a Nueva York. Quería llevarme a Inglaterra, pero mi
madre se opuso.
»Tuve ocasión de contemplar todo tipo de
libros medievales y comprendí que los de Wynken eran distintos a todos los
demás. Eran unos libros blasfemos y profanos. En ninguna de esas bibliotecas
había obra alguna de Wynken de Wilde, aunque los conservadores conocían su
nombre.
»El capitán dejó que me quedara con los
libros y de inmediato me ocupé de su traducción. El viejo capitán falleció en
la habitación de la parte delantera, la primera semana del último año escolar.
Me negué a asistir a la escuela hasta que lo enterraron. Permanecí sentado día
y noche junto a él. El capitán cayó en coma y al tercer día su rostro estaba
tan desfigurado que resultaba irreconocible. No volvió a cerrar los ojos, tenía
la mirada vidriosa, la boca flácida y entreabierta, y respiraba con gran
dificultad. Te aseguro que no me moví de su lado.
—Te creo.
—Yo tenía diecisiete años, mi madre
estaba muy enferma y no había dinero para enviarme al instituto, que era el
sueño de todos mis compañeros de escuela en los jesuitas. Pero yo soñaba con
los hippies de Haight Ashbury, en California, mientras escuchaba las canciones
de Joan Baez y pensaba en trasladarme a San Francisco con el mensaje de Wynken
de Wilde para fundar un movimiento religioso.
»El mensaje lo descubrí a través de la
traducción. En esa tarea conté con la ayuda de un viejo sacerdote jesuita, uno
de esos brillantes estudiosos de latín que se pasaban la mitad de la jornada
intentando que los alumnos obedecieran. Se ofreció encantado a traducir los
textos, lo cual, por supuesto, implicaba el hecho de compartir cierta
intimidad, puesto que pasamos muchas horas encerrados a solas.
—¿De modo que te vendiste de nuevo, aun
antes de que muriera el viejo capitán?
—No. No es lo que piensas. Bueno, sí, en
cierto modo. Era un sacerdote auténticamente célibe, irlandés, de carácter
impenetrable. Esos individuos nunca hacían nada a los alumnos; dudo incluso que
se masturbaran. Lo que les gustaba era estar cerca de los chicos. A veces
notabas que jadeaban un poco o cosas por el estilo. Hoy en día la vida
religiosa no atrae a ese tipo de individuos sanos y reprimidos. Aquel hombre
era tan incapaz de abusar de un niño como yo de subirme en un altar y ponerme a
gritar.
—Quizá no se daba cuenta de que se
sentía atraído por ti, de que estaba haciéndote un favor especial.
—Justamente. Pasábamos muchas horas
juntos traduciendo los libros de Wynken. Gracias a él no me volví loco. Todos
los días venía a casa para visitar al viejo capitán. Si éste hubiera sido
católico, el padre Kevin le habría administrado la extremaunción. Trata de
comprenderlo, te lo ruego. No puedes juzgar a gente como el viejo capitán y el
padre Kevin.
—Ni a chicos como tú.
—Por otra parte, ese año mi madre se
echó un novio que era un desastre, un tipo remilgado que se hacía pasar por un
caballero, uno de esos tipos que se expresan correctamente, con los ojos
demasiado brillantes, un sujeto poco recomendable y de dudosos antecedentes.
Había demasiadas arrugas en su joven rostro; parecían grietas. Fumaba
cigarrillos du Maurier. Supongo que pensaba que al casarse con mi madre
heredaría la casa. ¿Me sigues?
—Desde luego. Así que cuando murió el
viejo capitán, el único amigo que te quedaba era el sacerdote.
—En efecto. Al padre Kevin le gustaba
trabajar conmigo en la pensión. Acudía en coche, lo aparcaba en la calle Philip
y subíamos a mi habitación del segundo piso, el dormitorio de la parte
delantera. Desde allí tenía una espléndida vista de los desfiles del martes de
Carnaval. De joven, yo creía que era normal que toda una ciudad enloqueciera
cada año durante dos semanas. El caso es que el padre Kevin y yo nos
encontrábamos en mi habitación la noche de uno de los desfiles, sin hacer el
menor caso, pues estábamos hartos de ver carrozas de cartón piedra, serpentinas
y antorchas...
—Esas horribles antorchas.
—Tú lo has dicho. —Roger se detuvo. El
camarero acababa de aparecer con la bebida y él se quedó mirándola.
—¿Qué pasa? —pregunté. Roger me había
contagiado su inquietud—. Mírame, Roger. No empieces a desvanecerte, sigue
hablando. ¿Quién reveló la traducción de los libros? ¿Eran profanos?
Contéstame, Roger.
Al cabo de unos minutos Roger rompió su
meditabundo silencio. Cogió la bebida y apuró la mitad de un trago.
—Es repugnante pero la adoro. La primera
bebida alcohólica que tomé de joven fue un Southern Comfort.
Luego me miró a los ojos.
—No me estoy desvaneciendo —me aseguró—.
Es sólo que durante unos momentos vi y olí de nuevo la casa; percibí el olor de
unas habitaciones ocupadas por ancianos, las habitaciones en las que mueren.
Pero era muy hermoso. ¿Por dónde iba? Pues bien, durante el desfile de Proteo,
uno de los desfiles nocturnos, el padre Kevin llegó a la increíble conclusión
de que Wynken de Wilde había dedicado los dos libros a Blanche de Wilde, su
benefactora y la esposa de su hermano Damien; la dedicatoria aparecía
disimulada entre las ilustraciones de las primeras páginas. Ese hallazgo arrojó
una nueva luz sobre los salmos, los cuales estaban llenos de lascivas
invitaciones y sugerencias, y posiblemente unas claves secretas en colores para
fijar las citas clandestinas. En los libros aparecía repetidas veces un
diminuto jardín (todas las ilustraciones eran minúsculas)...
—He visto numerosos ejemplos.
—En esos pequeños dibujos del jardín
figuraban siempre un hombre y cinco mujeres desnudos que bailaban alrededor de
una fuente situada dentro de los muros de un castillo medieval. A través de la
lupa se podían observar todos los detalles. Era perfecto. El padre Kevin se
moría de risa.
»—No es de extrañar que no haya un solo
santo ni una escena bíblica en estos libros —decía el padre Kevin, más
divertido que escandalizado—. Ese Wynken de Wilde era un hereje redomado. Era
un brujo o un demonólatra, y estaba enamorado de esa mujer, Blanche. Sabes,
Roger —me decía el padre Kevin—, si te pusieras en contacto con una casa de
subastas es posible que con los beneficios que te reportase la venta de esos
libros pudieras cursar tus estudios en Loyola o Tulane. No se te ocurra
venderlos aquí. Piensa en Nueva York; Butterfield and Butterfield o Sotheby's.
»A lo largo de los dos últimos años el
padre Kevin había copiado a mano para mí unos treinta y cinco poemas en inglés,
perfectamente traducidos del latín, los cuales repasamos de forma metódica,
estudiando las reiteraciones e imágenes, hasta que empezó a aflorar una
historia.
»En primer lugar nos dimos cuenta de que
en su origen debían haber existido varios libros, y que los que obraban en
nuestro poder eran el primero y el tercero. En el tercero los salmos reflejaban
no sólo una adoración por Blanche, a quien Wynken comparaba con la Virgen
debido a su pureza y luminosidad, sino las respuestas a una especie de
correspondencia en la que la dama en cuestión exponía lo que había padecido a
manos de su esposo.
»Estaba hecho con gran inteligencia.
Tienes que leerlo. Tienes que regresar al apartamento donde me mataste para
recoger esos libros.
—Así pues, ¿no los vendiste para matricularte
en Loyola o Tulane?
—Por supuesto que no. Las orgías que se
montaba Wynken con Blanche y unas amigas de ésta me tenían fascinado. Wynken
era mi santo en virtud de su talento, su sexualidad era mi religión porque
había sido la suya, y cada palabra filosófica que escribió contenía, en clave,
su pasión por la carne. Ten en cuenta que en realidad yo no profesaba ningún
credo ortodoxo. En mi opinión, la Iglesia católica estaba moribunda y el
protestantismo era una broma. Tardé varios años en comprender que el enfoque
protestante es fundamentalmente místico, dirigido a la unión con Dios que
Meister Eckehart habría alabado y sobre la cual escribió Wynken.
—Te muestras muy generoso con el enfoque
protestante. ¿De modo que Wynken escribió sobre la unión con Dios?
—Sí, a través de la unión con las
mujeres. Era cauteloso pero claro: «En tus brazos he conocido a la Trinidad de
forma más auténtica que en las enseñanzas de los hombres», y cosas por el
estilo. Era un sistema nuevo, sin duda. Yo sólo conocía el protestantismo como
mero materialismo, esterilidad, a través de los visitantes baptistas que se
emborrachaban en la calle Bourbon porque no se atrevían a hacerlo en su ciudad
natal.
—¿Cuándo cambiaste de opinión? —pregunté
a Roger.
—Estoy hablando en general —respondió—.
Las religiones que existían en Occidente en nuestra época no me inspiraban la
menor confianza. Dora opina lo mismo, pero ya llegaremos a eso.
—¿Conseguiste acabar la traducción de
esos libros?
—Sí, poco antes de que trasladaran al
padre Kevin. No volví a verlo. Me escribió una carta, pero yo ya me había
escapado de casa.
»Me encontraba en San Francisco. Me
había marchado sin la bendición de mi madre y había tomado un autocar de la
compañía Trailway porque costaba unos centavos menos que los de Greyhound. No
llevaba ni setenta y cinco dólares en el bolsillo. Había dilapidado todo el
dinero que me había dado el capitán, y cuando éste murió, sus parientes de
Jackson, Mississippi, dejaron sus habitaciones limpias.
»Se lo llevaron todo. Siempre pensé que
el capitán me había dejado un pequeño legado. Pero no me importó. Su mejor
regalo fueron esos libros y los almuerzos en el hotel Monteleone. Siempre
pedíamos sopa de quingombó y yo disfrutaba desmenuzando las galletitas en la
sopa hasta que parecía una papilla.
»¿Por dónde iba? Compré un billete para
California y reservé algo de dinero para tomarme un pedazo de tarta y un café
en cada parada. Sucedió algo muy curioso. Llegamos a un punto sin retorno. Es
decir, al pasar una población en Tejas comprendí que, aunque quisiera, no tenía
suficiente dinero para regresar a casa. Era de noche. Creo que estaba en El
Paso. De todos modos, yo sabía que jamás regresaría.
»Me dirigía hacia el Haight Ashbury, en
San Francisco, donde pensaba fundar un culto religioso basado en las enseñanzas
de Wynken, que propugnaban el amor y la unión carnal, alegando que ésta
equivalía a la unión con Dios, y mostraría sus libros a mis seguidores. Era mi
gran sueño, aunque a decir verdad Dios no me inspiraba ningún sentimiento
personal.
»Al cabo de tres meses comprobé que mi
credo no era una rareza. Toda la ciudad estaba llena de hippies que creían en
el amor libre y subsistían de las limosnas que les daban. Aunque di varias
conferencias sobre Wynken ante unos círculos de amigos, sosteniendo en alto sus
libros y recitando los salmos, los más recatados, claro...
—Ya lo supongo.
—... mi tarea principal consistía en
trabajar como representante de tres músicos de rock que querían hacerse famosos
y siempre estaban demasiado pirados para recordar sus compromisos de trabajo o
cobrar el dinero que habían ganado. Uno de ellos, a quien llamábamos Blue,
cantaba muy bien; tenía voz de tenor y un registro muy amplio. El grupo sonaba
francamente bien. Al menos, eso creíamos.
»Cuando recibí la carta del padre Kevin
me había instalado en el ático de la Mansión Spreckles, en Buena Vista Park.
¿Conoces esa casa?
—Sí. Es un hotel.
—Exacto. En aquellos días era una casa
particular. El ático consistía en una sala de baile con un baño y una cocinita.
Eso fue mucho antes de que la restauraran. Todavía no se había inventado lo del
«alojamiento y desayuno», así que alquilé la sala de baile y los músicos
tocaban allí; todos usábamos el asqueroso baño y la cocina, y durante el día,
cuando los otros dormían tirados en el suelo, yo soñaba con Wynken. Deseaba
averiguar más cosas sobre ese hombre y el significado de sus poemas de amor. No
dejaba de pensar en él.
»Me pregunto qué habrá sido de aquel
ático. Tenía unas ventanas que daban a tres puntos cardinales y unos asientos
adosados a la pared que estaban cubiertos con unos raídos cojines de
terciopelo. Disfrutábamos de una amplia vista de San Francisco, excepto por el
este, según creo recordar, pero tal vez me equivoque, pues carezco de todo
sentido de la orientación. Nos encantaba sentarnos junto a los ventanales y
charlar durante horas. Mis amigos me pedían que les hablara sobre Wynken.
Queríamos escribir unas canciones inspiradas en sus poemas, pero no llegamos a
hacerlo.
—Estabas obsesionado con ese hombre.
—Absolutamente. Lestat, en cuanto
acabemos de hablar quiero que vayas a recoger esos libros, sea cual fuere la
opinión que yo te merezca. Todos los libros que escribió Wynken están en el
apartamento. Dediqué mi vida entera a reunirlos. Me introduje en el negocio de las
drogas a causa de ellos. En realidad, empecé con eso en Haight.
»Te hablaba sobre el padre Kevin. En su
carta me decía que había consultado el nombre de Wynken de Wilde en unos
manuscritos y así averiguó que éste había sido el líder de un culto herético y
que murió ejecutado. Wynken de Wilde había fundado una religión cuyos
seguidores eran únicamente mujeres, y sus obras habían sido condenadas
formalmente por la Iglesia. El padre Kevin dijo que eso era «historia», y me
recomendó que vendiera aquellos libros. Prometió volver a escribirme, pero no
lo hizo. Dos meses más tarde cometí un múltiple asesinato de forma espontánea,
sin premeditación, que cambió el curso de mi vida.
—¿Debido al negocio de las drogas?
—Sí, aunque no fui yo quien metió la
pata. Blue estaba más introducido en el tráfico de drogas que yo. Las
transportaba en una maleta. Yo las vendía en saquitos y eso me reportaba unos
beneficios parecidos a lo que ganaba con el grupo. Blue las compraba por kilos
y un día perdió dos kilos. Nadie sabía lo que había pasado. Supusimos que se
los había dejado en un taxi, aunque nunca conseguimos averiguarlo.
»En aquella época abundaban los jóvenes
estúpidos e incautos. Se metían en el negocio de las drogas sin darse cuenta de
que los peces gordos eran unos canallas que no tenían el más mínimo reparo en
cargarse a alguien de un tiro. Blue creyó que podría convencerlos de su
inocencia, explicarles que le habían timado unos amigos. Decía que sus
contactos se fiaban de él, que incluso le habían facilitado una pistola.
»La pistola estaba en el cajón de la
cocina. Los individuos con los que trataba Blue le habían dicho que quizá
tendría que utilizarla algún día, pero él nos aseguró que no lo haría jamás.
Supongo que cuando uno está tan zumbado como él, cree que los demás también lo
están. Esos hombres, según dijo Blue, no eran más que unos yonquis como
nosotros, y no le preocupaban lo más mínimo. Estaba convencido de que no
tardaríamos en ser tan famosos como Big Brother, la Holding Company o Janis
Joplin.
»Vinieron a buscarlo de día. Yo era el
único que estaba en casa, aparte de Blue.
»Blue se encontraba en el salón de
baile, junto a la puerta, hablando con esos hombres y tratando de justificarse.
Yo estaba en la cocina y no prestaba atención a lo que decían; probablemente
estaba estudiando los libros de Wynken. El caso es que poco a poco me fui dando
cuenta de lo que pretendían.
»Esos dos hombres iban a matar a Blue.
Repetían con voz fría y monótona que no se preocupara, que todo estaba bien,
que tenía que acompañarlos, que se diera prisa, tenían que irse, no, no tenía
que ir ahora mismo, no, tenía que apresurarse. Al fin uno de ellos dijo con voz
áspera: "Venga, no perdamos más tiempo." Por primera vez Blue se
quedó mudo, incapaz de seguir con sus pláticas hippies del tipo "la verdad
acabará imponiéndose" y "no soy culpable de ningún delito,
hermano". Se produjo un denso silencio y comprendí que iban a matarlo y
arrojar su cuerpo a un vertedero o algo por el estilo. No sería la primera vez
que se cargaban a un joven camello. Estaba cansado de leer ese tipo de noticias
en los periódicos. Sentí que se me erizaba el vello del cogote. Sabía que Blue
no tenía escapatoria.
»No pensé en lo que iba a hacer. Ni
siquiera me acordé de la pistola que había en el cajón de la cocina. De forma
impulsiva, entré en el salón. Los dos individuos que hablaban con Blue eran
unos tipos de mediana edad, duros, nada hippies; ni siquiera eran unos Ángeles
del Infierno. Eran unos matones, sin más. Ambos se quedaron bastante cortados
al comprobar que no les sería tan fácil llevarse a mi amigo de allí.
»Ya me conoces, sabes que soy tan
vanidoso como tú. Estaba convencido de que yo era especial, de que tenía una
importante misión en la vida, por lo que me dirigí hacia esos individuos
echando chispas, con gesto arrogante y seguro. Si algo tenía claro, era que si
mataban a Blue también podían matarme a mí, y no iba a permitir que esos tíos
se salieran con la suya, ¿comprendes?
—Lo comprendo.
—Empecé a hablar precipitadamente, como
una especie de filósofo psicodélico, utilizando palabras de cuatro sílabas
mientras me dirigía a ellos para condenar la violencia, quejándome de que con
sus voces me habían molestado a mí y a «los otros» que había en la cocina. Les
dije que estábamos estudiando.
»De pronto uno de ellos sacó una
pistola. Supongo que pensó que iba a liquidarnos sin mayor problema. Recuerdo
perfectamente cómo ocurrió. Sacó la pistola y me apuntó con ella, pero yo se la
arrebaté, le propiné una patada y lo maté a él y a su compañero de un balazo.
Roger se detuvo.
Yo no dije nada. Me sentí tentado de
sonreír. Me gustaba su historia. Pero me limité a asentir. Era lógico que
hubiera empezado así. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? No era un asesino
nato; en tal caso, no me habría parecido tan interesante.
—Así fue como me convertí en un asesino
—dijo Roger—. Imagínate, en un abrir y cerrar de ojos. Los dejé secos en el
acto.
Roger bebió otro trago y se quedó
ensimismado durante unos momentos, evocando aquel episodio. Parecía hallarse
bien dentro de su cuerpo de fantasma, acelerado como una moto.
—¿Qué hiciste después? —pregunté.
—En aquellos instantes decisivos cambió
el curso de mi existencia. Pensé en entregarme a la policía, en acudir a un
sacerdote, en que iría al infierno, en llamar a mi madre, en que había
destrozado mi vida, en llamar al padre Kevin, en arrojar la hierba por el
retrete, en pedir auxilio a los vecinos y muchas cosas más.
»Luego cerré la puerta, Blue y yo nos
sentamos y no paré de hablar durante una hora. Él no despegó los labios. Yo
confiaba en que nadie hubiera visto el coche de esos individuos aparcado frente
a nuestra casa, pero si sonaba el timbre estaba preparado, porque tenía una
pistola con el cargador lleno de balas y me había apostado frente a la puerta.
«Mientras hablaba y esperaba, sin dejar
de observar los dos cadáveres que yacían en el suelo, pensé en la forma de
salir de aquel atolladero; Blue tenía la mirada perdida en el infinito, como si
estuviera bajo los efectos del LSD. ¿Por qué iba a pasarme el resto de la vida
en la cárcel por haber matado a aquellos cabrones? Tardé una hora en llegar a
una conclusión lógica.
—Ya.
—Blue y yo limpiamos inmediatamente el
apartamento, retiramos todas nuestras pertenencias, llamamos a los otros dos
músicos y les dijimos que fueran a recoger sus cosas a la estación de
autobuses. Les explicamos que temíamos que la policía registrara la casa. Jamás
se enteraron de lo ocurrido. El ático estaba tan repleto de huellas dactilares
debido a nuestras fiestas, orgías y sesiones de rock, que era imposible que
dieran con nosotros. Ninguno de nosotros teníamos antecedentes penales. Además,
disponía de pistola.
»Cogí el dinero que llevaban los
individuos. Blue no quería tocarlo, pero yo necesitaba pasta para salir de
allí.
»Blue y yo nos separamos y jamás
volvimos a vernos. Tampoco volví a ver a Ollie y a Ted, los otros dos músicos.
Creo que se trasladaron a Los Angeles. Supongo que Blue se convertiría en un
drogadicto terminal. En cualquier caso, yo seguí mi camino. Me tenía sin
cuidado lo que hicieran mis compañeros. Aquel episodio me marcó para siempre y
nunca volví a ser el mismo.
—¿En qué sentido te marcó? —pregunté—.
¿A qué te refieres exactamente? ¿Te divirtió matar a esos tipos?
—No. Más que divertirme, fue un éxito.
Matar nunca me ha parecido divertido. Es un trabajo duro y arriesgado.
Comprendo que a ti sí te divierta matar a la gente, puesto que no eres humano.
No, no fue eso. Fue el hecho de haberlo conseguido, de acercarme a aquel cabrón
y arrebatarle la pistola sin darle tiempo a reaccionar, porque ni siquiera
llegó a sospechar que fuera a hacerlo, y cargármelos a los dos sin vacilar.
Murieron con la estupefacción pintada en sus rostros.
—Creyeron que Blue y tú erais un par de
críos.
—Creyeron que éramos unos soñadores. Es
cierto, yo era un soñador. Durante el viaje a Nueva York no cesaba de pensar en
que me aguardaba un destino fantástico, que iba a convertirme en algo grande, y
que este poder, el poder de liquidar a dos tipos, venía a ser la epifanía de mi
fuerza.
—¿Una epifanía divina?
—No, una epifanía del destino. Ya te he
dicho que Dios no me inspiraba ningún sentimiento personal. En la Iglesia
católica dicen que si uno no siente devoción hacia la Virgen, lo más seguro es
que se condene. Yo nunca sentí devoción hacia la Virgen. Jamás sentí ninguna
devoción hacia una deidad personal ni ningún santo. No me inspiraban la menor
emoción. Ése fue el motivo por el que la inclinación religiosa de Dora me
sorprendió tanto. Dora es muy sincera. Pero ya hablaremos más adelante de eso.
Cuando llegué a Nueva York, comprendí que mi culto no se fundaría en unos
principios religiosos sino en el mundo real, con multitud de seguidores, poder
y todo tipo de lujos y excesos.
—Comprendo.
—Ésa había sido la visión de Wynken, el
mensaje que había comunicado a sus seguidoras: no merecía la pena esperar a
morirse para disfrutar del paraíso. Todo debía hacerse aquí y ahora, cometer
todo tipo de pecados... ¿No era eso lo que propugnaban los herejes?
—En parte, sí. Al menos, eso decían sus
enemigos.
—El siguiente asesinato lo cometí
puramente por dinero. Me contrataron para liquidar a un tipo. Yo era el chico
más ambicioso de la ciudad. Trabajaba como representante de otro grupo musical,
una pandilla de vagos que no habían logrado alcanzar el éxito de otras estrellas
del rock. De paso, traficaba con drogas, pero me lo había montado mejor que
antes. Personalmente, detestaba las drogas. Era la época dorada en que la gente
transportaba la hierba en unos pequeños aviones, como si fuera una aventura del
Oeste.
»Me enteré de que el tipo figuraba en la
lista negra de un mafioso que estaba dispuesto a pagar treinta mil dólares para
que alguien se lo cargara. El tipo era un cabrón. Todo el mundo lo temía. Sabía
que iban a por él. Se paseaba a plena luz del día, pero nadie se atrevía a
mover un dedo.
»Pensé en la forma más segura de
liquidarlo. Había cumplido diecinueve años y me vestí como un universitario,
con un jersey de cuello redondo, un blazer y un pantalón de franela. Me
corté el pelo al estilo de Princeton y cogí unos libros. Averigüé que ese
individuo vivía en Long Island, de modo que una noche, cuando se apeó del
coche, me acerqué a él y lo maté de un tiro a un par de metros de su casa,
donde su esposa y sus hijos estaban cenando.
Roger se detuvo durante unos momentos y
luego dijo con tono solemne:
—Hay que ser un animal para hacer eso y
no sentir el menor remordimiento.
—Sin embargo, no lo torturaste como yo
hice contigo —contesté suavemente—. Al menos, eres consciente de lo que has
hecho. Comprendes tus motivaciones. Yo, en cambio, no tenía una idea cabal de
ti mientras te seguía. Supuse que eras un tipo más perverso, convencido de tu
importancia. Un iluso.
—¿Dices que me torturaste? —preguntó
Roger—. No recuerdo haber sentido dolor, sólo ira porque sabía que iba a morir.
El caso es que maté a ese hombre en Long Island por dinero. Su muerte no
significaba nada para mí. Ni siquiera me sentí aliviado después de haberlo
liquidado, sólo una especie de fuerza, de satisfacción por haberlo conseguido,
y el deseo de repetir cuanto antes la experiencia.
—Te habías convertido en un asesino
profesional.
—Absolutamente. Un excelente
profesional, con mucho estilo. Cuando se trataba de un asunto complicado se
tenía que llamar a Roger. Era capaz de colarme en un hospital vestido como un
joven doctor, con una tarjeta de identificación colgada en la bata y un
historial médico en la mano, y liquidar de un tiro a un tipo postrado en la
cama antes de que alguien pudiera darse cuenta.
»De todos modos, no me hice rico como
asesino a sueldo. Primero fue la heroína, luego la cocaína. Con la cocaína viví
algo así como las aventuras de vaqueros que había conocido antes, los cuales se
encargaban de transportar la mercancía a través de la frontera por las mismas
rutas, con los mismos aviones. Ya conoces la historia. Todo el mundo lo hace
hoy en día. Los traficantes de antaño utilizaban unos métodos más toscos. Los
aviones que se empleaban eran más veloces que los del Gobierno y a veces,
cuando aterrizaban, estaban tan repletos de cocaína que el piloto no podía
salir de la cabina. Nosotros corríamos a descargar la mercancía del avión, la
cargábamos en el coche y nos largábamos a toda velocidad.
—Lo sé.
—Actualmente existen verdaderos genios
en el negocio, gente que sabe utilizar teléfonos celulares, ordenadores y
técnicas de blanqueo de dinero para borrar cualquier pista. En mi época, yo era
el genio de los narcotraficantes. A veces la operación era tan dura y pesada
como mover muebles. Yo lo organizaba todo, elegía a mis confidentes y a mis
mulas para cruzar las fronteras. Antes de que la cocaína se pusiera de moda,
por decirlo así, tenía unos contactos muy importantes en Nueva York y Los
Ángeles entre la gente rica, ya sabes, el tipo de clientes a quienes entregas
personalmente la mercancía. Ni siquiera tienen que abandonar sus mansiones
palaciegas. Recibes una llamada y te presentas con la mercancía, la más pura
que existe en el mercado. Incluso les caes bien. Pero al fin tuve que dejarlo.
No quería depender de eso.
»Yo era muy listo. Hice unos negocios
inmobiliarios realmente brillantes, puesto que disponía del dinero y, como bien
sabes, en aquellos días había una inflación galopante. Gané una fortuna.
—¿Pero cómo conociste a Terry, la madre
de Dora?
—Por pura casualidad. O quizá fuera el
destino. ¿Quién sabe? Regresé a Nueva Orleans para ver a mi madre, conocí a
Terry y la dejé embarazada. Fui un imbécil.
»Yo tenía veintidós años, mi madre se
estaba muriendo y me pidió que regresara a casa. Aquel estúpido novio con el
rostro lleno de arrugas había muerto y ella se había quedado sola. Yo solía
enviarle dinero con regularidad.
»La pensión se había convertido en la
casa particular de mi madre, disponía de dos doncellas y un chófer para
pasearla en Cadillac cuando le apeteciera. Se lo pasaba estupendamente y jamás
me hacía preguntas sobre la procedencia del dinero. Yo había empezado a
coleccionar los libros de Wynken. Por aquella época adquirí otros dos libros
suyos y la casa donde guardar mis tesoros en Nueva York, pero de eso hablaremos
más tarde. De todos modos, ten presente el nombre de Wynken.
»Mi madre nunca me había pedido nada.
Ocupaba el dormitorio principal, que se hallaba en el piso superior. Me dijo
que hablaba con todos los que la habían precedido: su pobre y difunto hermano
Mickey, su difunta hermana Alice y su madre, la doncella irlandesa —fundadora
de nuestra familia, por decirlo así—, quien había heredado la casa de una
señora loca de remate que vivía allí. También me contó que hablaba con
frecuencia con Little Richard, un hermano suyo que había muerto a los cuatro
años de edad a causa del tétanos. Mi madre dijo que Little Richard la seguía
por todas partes, repitiéndole que había llegado el momento de reunirse con
ellos.
»Mi madre estaba empeñada en que yo
regresara a casa. Me quería en aquella habitación, junto a ella. Yo lo
comprendía. Ella había atendido a varios huéspedes que habían fallecido en la
pensión sin apartarse de su cabecera, al igual que había hecho yo con el viejo
capitán. De modo que regresé a casa.
»No revelé a nadie a dónde me dirigía,
ni mi verdadero nombre ni de dónde provenía, de forma que me resultó muy fácil
abandonar Nueva York sin que nadie se diera cuenta. Me dirigí a la casa de la
avenida St. Charles y me senté junto al lecho de mi madre, dispuesto a sostener
bajo su barbilla el recipiente para que vomitara, a limpiarle las babas y
obligarla a utilizar el orinal para enfermos que guardan cama cuando la agencia
no podía enviar una enfermera. Teníamos sirvientes, sí, pero mi madre no quería
que ellos la atendieran, sobre todo la chica de color, como ella la llamaba; ni
tampoco la horrible enfermera. Descubrí con asombro que esas cosas no me
repugnaban tanto como había supuesto. He perdido la cuenta de las sábanas que
lavé. Por supuesto, teníamos una lavadora, pero había que cambiarle las sábanas
cada dos por tres. De todos modos, no me importaba. Quizá nunca fui una persona
muy normal. El caso es que hice lo que debía hacer. Lavaba el orinal mil veces
a lo largo del día, lo secaba, le echaba unos polvos de talco y lo colocaba
junto a su lecho. No existe ningún hedor que dure eternamente.
—Al menos, en la Tierra —murmuré.
Afortunadamente, Roger no me oyó.
—Esa situación se prolongó durante dos
semanas. Mi madre no quería que la ingresara en el hospital Mercy. Contraté a
dos enfermeras, que se turnaban día y noche, para que me ayudaran y le tomaran
las constantes vitales cuando yo me asustaba. Cumplí con las obligaciones de
rigor, como rezar el rosario en voz alta con mi madre y todo lo que suele
hacerse cuando una persona está a punto de morir. De dos a cuatro de la tarde
mi madre recibía visitas. «¿Dónde está Roger?», preguntaron unos viejos primos
a los que hacía tiempo no veía. Yo me negué a aparecer.
—Deduzco que su agonía no te afectó en
exceso.
—No me trastornó, si te refieres a eso.
Mi madre estaba consumida por el cáncer y ni todo el dinero del mundo habría
podido salvarla. Yo quería que muriera de la forma más rápida, pues no
soportaba contemplar su sufrimiento, pero siempre he tenido un carácter duro e
hice lo que debía hacer. Permanecí con ella en su habitación, sin dormir, día y
noche hasta que murió.
»Mi madre hablaba mucho con los
fantasmas, pero yo no los oía ni los veía. Yo no hacía más que repetir:
"Little Richard, ven a buscarla. Tío Mickey, si ella no puede ir a
reunirse con vosotros, ven a buscarla."
»Un día antes de producirse el desenlace
apareció Terry, una enfermera no diplomada que mandó la agencia porque las
otras estaban ocupadas. Un metro setenta, rubia, la tía más vulgar y atractiva
que he visto en mi vida. Todo encajaba. La chica era basura, aunque en un
envoltorio muy apetitoso.
—Uñas con laca de color rosa, labios
rosas y jugosos —apunté con una sonrisa. Había visto su imagen en la mente de
Roger.
—Cada detalle rezumaba vulgaridad: el
chicle, la esclava dorada en el tobillo, las uñas pintadas de los pies, la
forma en que se quitaba los zapatos para que pudiera verlas, los botones
desabrochados de su bata de nailon blanca, que dejaban entrever el canalillo, y
sus ojos de párpados caídos y mirada estúpida, bien perfilados con lápiz y
rímel. Solía limarse las uñas delante de mí. Pero, ya te digo, jamás había
visto algo tan acabado, tan... Era una obra de arte.
Ambos soltamos una carcajada.
—La encontraba irresistible —prosiguió
Roger—. Era como un pequeño animal desprovisto de pelo. Me la tiraba cada vez
que se presentaba la ocasión. Mientras mi madre dormía lo hacíamos en el baño,
de pie. En un par de ocasiones nos acostamos en uno de los dormitorios; nunca
tardábamos más de veinte minutos, cronometrados. Terry se bajaba las braguitas
de color rosa hasta los tobillos. Apestaba a un perfume que se llamaba Vals
Azul.
Yo sonreí.
—Te comprendo perfectamente —dije—. Y, a
pesar de todo, te enamoraste de ella.
—Me encontraba a tres mil doscientos
kilómetros de mis mujeres y mis chicos de Nueva York y de ese poder barato que
ofrece el negocio de las drogas, de los guardaespaldas que se apresuran a
abrirte la puerta de la limusina y las chicas que te dicen que están locas por
ti mientras te prestan sus favores en el asiento trasero sólo porque ha corrido
la voz que la noche anterior te cargaste a un tipo.
—Somos más parecidos de lo que había
imaginado. He vivido una mentira basada en los dones que poseo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Roger.
—No tengo tiempo de explicártelo. No es
necesario que me conozcas. Sigue hablándome de Terry. ¿Cómo es que nació Dora?
—Terry se quedó embarazada. Me dijo que
tomaba la píldora. Creía que yo estaba forrado. Le tenía sin cuidado que yo no
la amara; tampoco ella me quería. Era la persona más estúpida e ignorante que
he conocido. Me pregunto si no sientes nunca la tentación de chupar la sangre a
cretinos como ella.
—Y nació Dora.
—Sí. Terry me amenazó con abortar si no
me casaba con ella, de modo que hicimos un trato; utilicé un alias, por lo que
nunca fue legal excepto sobre el papel, lo cual es una ventaja porque de este
modo Dora y yo no estamos legalmente emparentados. Le ofrecí cien mil dólares
cuando nos casáramos y otros cien mil cuando naciera la niña. Después le
concedería el divorcio y me quedaría con mi hija.
—«Nuestra hija», imagino que diría ella.
—Exacto, «nuestra hija». Fui un imbécil.
No tuve en cuenta algo que saltaba a la vista, que esa mujer, esa enfermera de
ojos pintados, zapatos con suela de goma y un flamante anillo de brillantes que
se pasaba el día limándose las uñas y mascando chicle, aunque fuera estúpida no
dejaba de ser un mamífero y no estaba dispuesta a que nadie le arrebatara a su
retoño. De modo que el juez fijó los días en que yo podía visitar a mi hija.
»Me pasé seis años yendo y viniendo de
Nueva Orleans para pasar un rato con Dora, para abrazarla, hablar con ella y
llevarla de paseo. ¡Era mi hija! Carne de mi carne. En cuanto me veía echaba a
correr y se arrojaba en mis brazos.
»A veces íbamos en taxi al Quarter y nos
paseábamos por el Cabildo; a Dora le encantaba contemplar la catedral. Luego
íbamos a comprar muffaletas, unos bocadillos rellenos de aceitunas, a la
tienda de ultramarinos.
—Ya lo sé.
—Dora me contaba todo lo que había
sucedido durante la semana, desde la última vez que nos habíamos visto. Me
sentía tan feliz que me ponía a bailar y cantar con ella en medio de la calle.
Dora siempre ha tenido una voz preciosa, que por cierto no ha heredado de mí.
Mi madre poseía una bonita voz, y Terry también. Supongo que la heredó de
ellas. Dora era una niña muy inteligente. Cogíamos el transbordador y dábamos
un paseo por el río. Nos situábamos junto a la barandilla para ver el paisaje y
cantábamos. La llevaba a D. H. Holmes y le compraba unos vestidos muy bonitos.
A su madre no le importaba que le comprara ropa y, de paso, también compraba
algo para Terry con el fin de tenerla contenta: un sostén de encaje, un estuche
con productos cosméticos de París o un perfume que costaba a cien dólares los
30 mililitros. ¡Cualquiera menos el Vals Azul! Dora y yo nos divertíamos mucho.
A veces pensaba que era capaz de soportarlo todo con tal de poder verla cada
pocos días.
—Era una niña muy expresiva e
imaginativa, como tú.
—Sí, siempre llena de sueños y visiones.
Dora es muy ingenua, sabes. Es una teóloga. Qué curioso, ¿no? Le atrae lo
espectacular, como a mí. Pero su fe en Dios, en la teología, no sé de quién la
ha heredado.
Teología. Esa palabra me hizo
reflexionar.
—Al cabo de un tiempo Terry y yo
empezamos a odiarnos. Cuando llegó el momento de enviar a Dora a la escuela
comenzaron las peleas. Yo quería que estudiara en el Sagrado Corazón y
asistiera a clases de baile y música, así como llevármela dos semanas a Europa.
Terry
me odiaba. Dijo
que no permitiría que convirtiera a su hija en una esnob. Entretanto, Terry
había dejado la casa de la avenida St. Charles, pues decía que era vieja y le
producía escalofríos, para mudarse a una chabola prefabricada de estilo
ranchero que se hallaba en una calle sin plantas ni árboles de los suburbios.
Se llevó a mi hija del Garden District para instalarla en un lugar donde el
monumento arquitectónico más próximo era la carretera comarcal 7-Once. Yo
estaba desesperado. Dora se iba haciendo mayor, quizá demasiado para tratar de
arrebatársela en el plano afectivo a su madre, a quien quería mucho. Existía
algo inexpresable entre ellas, una relación que nada tenía que ver con las
palabras. Terry se sentía muy orgullosa de Dora.
—Entonces apareció ese novio en escena.
—Exacto. De haberme presentado un día
más tarde, no habría encontrado a mi esposa ni a mi hija allí. Terry iba a
abandonarme. Estaba dispuesta a renunciar a mis generosos cheques para largarse
a Florida con un electricista medio muerto de hambre.
»Dora, que no sabía nada, estaba jugando
en la acera que había frente a la casa. Terry tenía el equipaje preparado. Maté
de un tiro a Terry y a su novio en aquella ridícula casa prefabricada en
Metairie, donde Terry había decidido criar a mi hija en lugar de la casa de St.
Charles. Los maté a los dos. Dejé la moqueta de poliéster del salón y la
encimera de fórmica de la cocina empapadas de sangre.
—Me lo imagino.
—Arrojé los cadáveres a la ciénaga.
Hacía mucho tiempo que no me ocupaba directamente de una operación de ese tipo,
pero no tuve dificultades. La furgoneta del electricista estaba aparcada en el
garaje, así que metí los cuerpos en unas bolsas y los cargué en la furgoneta.
Enfilé la autopista Jefferson y me deshice de ellos. No, quizá cogí por Chef
Menteur. Sí, era Chef Menteur, cerca de uno de los viejos fuertes que hay junto
al río Rigules. Se hundieron en el lodo.
—A mí también me han dejado tirado a
veces en el lodo.
Roger estaba demasiado excitado para
comprender lo que farfullaba.
—Luego regresé para recoger a Dora, que
estaba sentada en los escalones, con los codos apoyados en las rodillas,
preocupada porque nadie acudía a abrirle la puerta. Al verme empezó a gritar:
«¡Sabía que vendrías, papaíto!» No me atreví a entrar en la casa para recoger
su ropa. No quería que ella viera la sangre. De modo que la subí a la furgoneta
del novio de Dora y nos largamos de Nueva Orleans. Abandoné la furgoneta en
Seattle, Washington. Ésa fue mi odisea con Dora.
»Fue una locura. Recorrimos cientos de
kilómetros, los dos solos, hablando sin parar. Creo que trataba de explicarle
las cosas que había aprendido. Nada perverso ni destructivo, naturalmente, nada
que pudiera perjudicarla, sino todo lo que había aprendido sobre la virtud y la
honestidad, lo que corrompe a la gente y lo que merece la pena defender.
»—No puedes cruzarte de brazos y no
hacer nada en esta vida, Dora —le dije—. No puedes dejar este mundo tal como lo
has encontrado. —También le expliqué que de joven había decidido convertirme en
un líder religioso y que ahora me dedicaba a coleccionar objetos hermosos,
obras de arte religiosas procedentes de Europa y Oriente. Le hice creer que
trataba con antigüedades para quedarme con las piezas que me interesaban, que
así era como me había hecho rico, lo cual en cierto modo era verdad.
—Y ella sabía que habías matado a Terry.
—No. Estás equivocado. Noté que esas
imágenes se agolpaban en mi mente mientras me chupabas la sangre, pero Dora
sólo sabía que me había librado de Terry, mejor dicho, que la había librado a
ella de Terry, y que a partir de entonces viviría y viajaría siempre con papá.
Dora no sabe que yo asesiné a su madre. Un día, cuando tenía doce años, se echó
a llorar y me suplicó: «Dime dónde está mamá, dime adonde fue cuando se marchó
a Florida con aquel hombre.» Yo le seguí el juego, pues no quería que supiera
que Terry había muerto. Gracias a Dios que existe el teléfono. Soy un artista
con el teléfono. Me gusta. Es como hablar por la radio.
»Pero volvamos a Dora. En aquel entonces
tenía seis años. Su papá la llevó a Nueva York y la instaló en una suite en el
Plaza. A partir de aquel momento, Dora tuvo todo lo que su papá podía
comprarle.
—¿Lloraba al recordar a su madre?
—Sí. Probablemente fue la única persona
que lloró por ella. Antes de casarnos, la madre de Terry me dijo que su hija
era una zorra. Se odiaban. El padre había sido policía. Era buena gente, pero
tampoco quería a su hija. Terry no era buena persona. Era mezquina; no merecía
la pena pasar siquiera una noche con ella, y mucho menos enamorarte y casarte
con ella.
»Su familia creyó que se había fugado a
Florida y nos había abandonado a Dora y a mí. Es lo único que el viejo y la
vieja supieron hasta el día de su muerte, me refiero a los padres de Terry. Sus
primos siguen creyendo que se largó a Florida. En realidad no me conocen, no
saben quién soy, aunque supongo que habrán visto los artículos en los
periódicos y las revistas. No lo sé, me tiene sin cuidado. Dora lloró por su
madre, sí, pero después de la mentira que le conté cuando tenía doce años, no
volvió a preguntarme por ella.
»Debo reconocer que el cariño de Terry
hacia Dora fue tan perfecto como el de cualquier madre del género de los
mamíferos: instintivo, protector, antiséptico. Le procuraba una alimentación
sana y equilibrada. La vestía con ropa cara, la llevaba a clase de baile y
charlaba con las otras madres. Se sentía orgullosa de Dora, pero apenas hablaba
con ella. A veces pasaban días sin que ni siquiera se cruzaran sus miradas. Era
una relación esencialmente mamífera. Todo en la vida de Terry era así.
—Es curioso que te casaras con una
persona como ella.
—No, fue cosa del destino. Engendramos a
Dora. Terry le dio su voz y su belleza. Dora ha heredado también de su madre
una especie de dureza, aunque dicho así suene peyorativo. En el fondo, Dora es
una mezcla de los dos, una mezcla excelente.
—También ha heredado tu belleza.
—Sí, pero cuando los genes se
encontraron sucedió algo mucho más interesante y provechoso. Ya has visto a mi
hija. Es muy fotogénica, y bajo el carisma que ha heredado de mí, posee la sensatez
de Terry. Es capaz de convertir a la gente a través de la televisión. «¿Cuál es
el auténtico mensaje de Jesús?» pregunta, mirando fijamente a la cámara. «Jesús
está en cada extraño con el que te topas por la calle, en los pobres, los
hambrientos, los enfermos, en vuestros vecinos.» Y el público lo cree.
—Sí, la he visto en televisión. Podría
llegar adonde quisiera.
Roger suspiró.
—Envié a Dora a estudiar lejos de Nueva
York. En aquella época yo ganaba una fortuna. Tuve que poner muchos kilómetros
de distancia entre mi hija y yo. La cambié tres veces de colegio antes de que
se graduara, lo cual fue muy duro para ella, pero jamás protestó por esas
maniobras ni por el misterio que rodeaba siempre nuestros encuentros. Le decía
que tenía que viajar cuanto antes a Florencia para evitar que unos gamberros
destrozaran un mural, o a Roma para explorar una catacumba que se acababa de
descubrir.
»Cuando Dora empezó a interesarse de
forma seria por la religión, me pareció una decisión espiritualmente elegante.
Supuse que mi nutrida colección de estatuas y libros la habían inspirado.
Cuando a los dieciocho años me comunicó que la habían aceptado en Harvard y que
había decidido estudiar teología comparada, sonreí e hice un comentario
típicamente machista: estudia lo que quieras y luego cásate con un hombre rico,
pero ahora deja que te muestre mi último icono o estatua. Sin embargo, el
fervor de Dora y su afición a la teología eran mucho más fuertes de lo que yo
había imaginado. Cuando Dora cumplió diecinueve años hizo un viaje a Tierra
Santa. Antes de graduarse regresó aún en dos ocasiones. Dedicó los dos años
siguientes a estudiar las diversas religiones que existen en el mundo. Luego me
propuso la idea de aparecer en un programa por televisión: quería dirigirse a
la gente. Gracias a la televisión por cable existen numerosas cadenas
religiosas; no tienes más que darle al mando para contemplar a un pastor
protestante o a un sacerdote católico.
»—¿Estás decidida? —pregunté a Dora. No
sabía que le hubiera dado tan fuerte. Dora quería defender unos ideales que
nunca llegué a comprender que yo mismo le había transmitido.
»—Papá, consígueme una hora en
televisión tres veces a la semana y proporcióname dinero para utilizarlo como
yo quiera —me dijo Dora—, y verás lo que es bueno.
»Empezó a hablar sobre cuestiones
éticas, sobre la forma de salvar nuestra alma en el mundo actual. Había pensado
un programa que incluía breves alocuciones aderezadas con cánticos y bailes.
Sobre el tema del aborto pronuncia unos discursos apasionados y lógicos,
recalcando que ambos bandos tienen razón: explica que toda vida es sagrada,
pero que una mujer tiene derecho a hacer lo que quiera con su cuerpo.
—He visto el programa.
—¿Te das cuenta de que se transmite por
setenta y cinco cadenas de televisión por cable? ¿Te das cuenta del perjuicio
que la noticia de mi muerte puede ocasionar a la iglesia de mi hija?
Roger hizo una pausa para reflexionar.
Al cabo de unos minutos empezó a hablar con tanta rapidez como antes:
—Creo que nunca tuve ninguna aspiración
religiosa, un meta espiritual, por así decirlo, que no encerrase un trasfondo
materialista y atrayente. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Desde luego.
—Pero Dora es distinta. A Dora no le
importan las cosas materiales. Las reliquias e iconos no significan nada para
ella. Dora cree, contra todo razonamiento de orden psicológico e intelectual,
que Dios existe.
Roger se detuvo de nuevo y meneó la
cabeza como si sintiera lástima de su hija.
—Tenías razón en lo que me dijiste hace
un rato. Soy un gángster. Incluso era capaz de estafar y matar por mi querido
Wynken. Dora no es como yo.
Recordé su comentario en el bar del
hotel: «He vendido mi alma por lugares como éste.» En aquel momento comprendí
lo que quería decir, y ahora también.
—Volvamos a mi historia. Hace años, como
ya te he dicho, renuncié a la idea de fundar una religión secular. Cuando Dora
inició su programa de televisión, hacía años que me había olvidado de aquellas
aspiraciones. Tenía a Dora y a Wynken, el cual seguía constituyendo mi
obsesión. Había conseguido más libros suyos, y a través de mis contactos había
logrado adquirir cinco cartas escritas en aquella época que hacen referencia a
Wynken de Wilde, a Blanche de Wilde y a su marido, Damien. Había encargado a
mis agentes que buscaran ese tipo de objetos raros en Europa y América. Me
atraía el misticismo alemán.
»Mis agentes hallaron una versión
abreviada de la historia de Wynken en un par de textos alemanes, en la que se
hacía referencia a mujeres que practicaban los ritos de Diana, hechizos y artes
mágicas. Wynken había sido expulsado del monasterio y acusado públicamente. Las
actas del juicio, lamentablemente, se habían perdido.
»No habían sobrevivido a la Segunda
Guerra Mundial. Pero existían otros documentos y cartas secretas en otros lugares.
Era cuestión de utilizar la palabra clave, "Wynken", y saber lo que
andabas buscando.
»Cuando disponía de una hora me dedicaba
a examinar las figuritas desnudas que aparecían en los libros de Wynken y a
memorizar sus poemas de amor. Conocía tan bien esos poemas que era incluso
capaz de cantarlos. Cuando veía a Dora los fines de semana —nos reuníamos
siempre que podíamos— se los recitaba y le mostraba mi último hallazgo.
»Dora toleraba mi "trasnochada
versión hippy sobre amor libre y el misticismo", según decía ella.
»—Te quiero, Rogé —decía Dora—, pero
eres un romántico y un iluso si crees que ese sacerdote pervertido era un
santo. Su único mérito era acostarse con mujeres. Los libros constituían el
medio de comunicarse con su cuñada... de fijar una cita.
»—Pero Dora —protestaba yo—, la obra de
Wynken de Wilde no contiene una sola palabra cruel o desagradable. Compruébalo
tú misma. —Poseía seis libros de Wynken. Todos versaban sobre el amor. El
traductor que trabajaba para mí en aquella época, un profesor de Columbia,
había quedado maravillado ante el misticismo de los poemas, la combinación de
amor por Dios y el acto carnal. Pero a Dora no la convencía. Estaba obsesionada
con sus cuestiones religiosas. Leía a Paul Tillich, William James, Erasmo y
numerosas obras sobre el estado en que se encuentra el mundo. La obsesión de
Dora es precisamente el estado en que se encuentra el mundo.
—De modo que aunque rescate los libros
de Wynken Dora los rechazará.
—En estos momentos no quiere saber nada
de mi colección de obras de arte —contestó Roger.
—No obstante quieres que yo proteja esos
objetos —dije.
—Hace dos años —contestó Roger con un
suspiro de resignación— aparecieron unos artículos sobre mí. Ninguno de ellos
mencionaba a Dora, pero me ponían al descubierto. Ella llevaba algún tiempo
sospechando; dijo que era inevitable que acabara intuyendo que mi dinero no era
limpio.
Roger meneó la cabeza con tristeza y
repitió:
—Dijo que no era limpio. El último
regalo que permitió que le hiciera fue el convento. Pagué un millón de dólares
por el edificio, además de otro millón para eliminar todas las reformas y
dejarlo como en tiempos de las monjas, en el siglo diecinueve, con una capilla,
un refectorio, unas celdas y unos amplios pasillos...
»No obstante, lo aceptó con reservas. En
cuanto a mi colección de obras de arte, olvídalo. Jamás aceptará de mí el
dinero que necesita para instruir a sus seguidores, su orden o comoquiera que
se llame. La televisión por cable no es nada comparado con lo que yo podía
haber hecho por ella, remozando el convento para que lo utilizara como sede de
su iglesia. Imagina la riqueza de que dispondría si aceptara mi colección de
estatuas e iconos... Un día le dije: "Podrías llegar a ser tan importante
como Billy Graham o Jerry Falwell. Por el amor de Dios, no rechaces mi
dinero."
Roger sacudió la cabeza con amargura.
—Si acepta verme es por compasión, una
virtud de la que mi hermosa hija anda sobrada. De vez en cuando me permite que
le haga un pequeño obsequio. Esta noche, sin embargo, se negó en redondo. En
cierta ocasión, cuando el programa estaba a punto de hundirse, aceptó la
cantidad de dinero suficiente para salvar la situación. Pero no quiere saber
nada de mis santos y mis ángeles. Detesta mis libros y mis tesoros.
»Ambos sabemos que su reputación corre
peligro. En el fondo le has hecho un favor eliminándome, pero no tardará en
aparecer publicada la noticia de mi desaparición. Imagino los titulares:
"Una célebre telepredicadora, financiada por el rey de la cocaína".
¿Cuánto tiempo podrá mantener oculto su secreto? Tanto ella como su secreto
deben sobrevivir a mi muerte. ¡A cualquier precio! ¿Me oyes, Lestat?
—Sí, Roger, te oigo perfectamente. Pero
Dora todavía no corre peligro.
—Mis enemigos son implacables y el
Gobierno... ¿Quién sabe quién es el Gobierno ni qué demonios hace?
—¿Crees que Dora teme que estalle el
escándalo?
—No. Puede que se sienta deprimida por
mi desaparición, pero el escándalo no la afectará. Quería que renunciara a mis
negocios. Ésa era su línea de ataque. No le importaba que la gente descubriera
que éramos padre e hija. Quería que renunciara a todo. Temía por mí, como haría
cualquier hija o esposa de un gángster.
»—Permíteme ayudarte a construir tu
iglesia —le rogué—. Acepta el dinero.
»La televisión ha servido para demostrar
que Dora es una joven de carácter, pero poco más. Su situación es complicada.
Carece de fondos. Tendrá que subir ella sola la escalera que conduce al cielo.
No puedo ayudarla. Depende exclusivamente de sus seguidores para obtener los
millones que necesita.
»¿Has leído las obras de las místicas a
las que se refiere con frecuencia, Hildegard de Bingen, Julia de Norwich y
Teresa de Ávila?
—Sí, he leído las obras de todas ellas
—contesté.
—Unas mujeres inteligentes que desean
ser oídas por otras mujeres inteligentes. Dora ha empezado a atraer una
audiencia que incluye ambos sexos. En este mundo no consigues nada si te
diriges sólo a un sexo. Es imposible. Hasta yo lo sé, el magnate, el genio de
Wall Street. Dora atrae a todo tipo de personas. Ojalá dispusiera de otros dos
años para levantar su iglesia antes de que Dora descubriera...
—Estás equivocado. Deja de arrepentirte.
Si hubieras construido una iglesia importante habrías precipitado el escándalo.
—No, una vez que la iglesia estuviera
edificada y consolidada el escándalo no habría tenido importancia. El problema
radica en que es una iglesia pequeña, y cuando eres pequeño e insignificante un
escándalo puede hundirte —replicó Roger con enojo. Estaba muy agitado, pero su
imagen había adquirido mayor fuerza—. No puedo destruir a Dora...
Roger se detuvo bruscamente y se
estremeció. Luego se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Cómo crees que acabará todo esto,
Lestat?
—Dora tiene que seguir adelante
—contesté—. Tiene que conservar la fe después de que se descubra tu muerte.
—Sí. Yo soy su mayor enemigo, vivo o
muerto, y su iglesia está en una situación precaria; mi hija no es una
puritana. Considera a Wynken un hereje, pero no se da cuenta de que su propia
compasión por las debilidades de la carne es justamente a lo que se refería
Wynken.
—Comprendo. Pero ¿qué pretendes que haga
yo? ¿Que salve también a Wynken?
—En realidad, Dora es un genio
—prosiguió Roger, sin molestarse en responder—. A eso me refería cuando te dije
que era una teóloga. Ha conseguido dominar el griego, el latín y el hebreo,
aunque de niña no era bilingüe. Ya sabes lo difícil que es aprender esas
lenguas.
—Sí, no para nosotros, pero... —Me
detuve bruscamente. Se me había ocurrido una terrible idea.
La fuerza de ese pensamiento lo
interrumpió todo.
Era demasiado tarde para convertir a
Roger en un ser inmortal. ¡Estaba muerto!
No me había dado cuenta de que durante
todo el rato, mientras él me relataba su historia, yo había dado por sentado
que si me apetecía podía atraerlo hacia mí, retenerlo aquí, evitar que
desapareciera. Pero de golpe comprendí con un atroz sobresalto que Roger era un
fantasma. Estaba hablando con un hombre que ya estaba muerto.
La situación era tan dolorosa,
desesperante y anómala, que de no haber tenido que disimular para que Roger
continuara su relato me habría puesto a gemir.
—¿Qué te pasa? —preguntó Roger.
—Nada. Cuéntame más sobre Dora. Cuéntame
de qué tipo de cosas habla Dora.
—Habla sobre lo estéril que es esta
época, dice que la gente necesita aferrarse a algo. Deplora los crímenes que se
cometen en el mundo y la falta de aspiraciones de la juventud. Quiere fundar
una religión en la que nadie lastime a nadie. Es el sueño americano. Se conoce
de memoria las Sagradas Escrituras, ha leído los libros apócrifos, los escritos
de Agustín, Marción y Maimónides; está convencida de que la prohibición contra
el sexo destruyó el cristianismo, lo cual no es una idea original suya, y
complace a las mujeres que la escuchan...
—Sí, lo comprendo, ¿pero no siente Dora
ninguna simpatía o admiración hacia Wynken?
—Los libros de Wynken no significan para
ella lo mismo que para mí: una serie de visiones.
—Entiendo.
—A propósito, los libros de Wynken no
son sólo perfectos, sino singulares en muchos aspectos. Wynken realizó su obra
a lo largo de los veinticinco años previos a que Gutenberg inventara la
imprenta. Sin embargo, Wynken se encargó de todo. Fue el escriba, el autor de
las letras ornamentales y también el miniaturista que añadió las figuritas
desnudas triscando en el jardín del Edén, así como las parras y enredaderas que
decoran todas las páginas. Tuvo que hacerlo todo él solo en una época en que
esas funciones se distribuían en el scriptorium.
«Permíteme que termine con Wynken. Ya sé
que estás pensando en Dora, pero deja que siga con él. Es preciso que vayas a
buscar esos libros.
—Genial —respondí secamente.
—Deja que te explique con detalle. Esos
libros te van a encantar, aunque Dora los deteste. Poseo los doce libros que
escribió Wynken, como creo que ya te dicho. Era un católico alemán que de joven
fue obligado a ingresar en la orden de los benedictinos y estaba enamorado de
Blanche de Wilde, la esposa de su hermano. Ella mandó que se confeccionaran
esos libros en el scriptorium. Así comenzó su relación secreta con el
monje, su amante. Poseo unas cartas que se intercambiaron Blanche y su amiga
Eleanor. He logrado descifrar algunas de las anécdotas que contienen los
poemas.
»Las cartas que Blanche escribió a
Eleanor cuando Wynken fue ejecutado son muy tristes. Blanche envió las cartas
clandestinamente a Eleanor, y ésta las remitió a Diane. Había otra mujer
envuelta en el asunto, pero existen muy pocos fragmentos escritos de su puño y
letra.
»Según he podido deducir, Wynken y las
mujeres se encontraban en el castillo de los De Wilde para realizar sus ritos.
No era el jardín del monasterio, como había supuesto con anterioridad. Ignoro
qué métodos utilizaba Wynken para llegar hasta allí, pero en algunas cartas se
deja entrever que salía disimuladamente del monasterio y seguía un sendero
secreto que conducía hasta la casa de su hermano.
»Por lo visto, esperaban a que Damien de
Wilde se retirase a hacer lo que solían hacer los condes o duques en aquella
época, y entonces se reunían para bailar alrededor de la fuente y hacer el
amor. Wynken se acostaba con cada una de las mujeres por turno, o bien
organizaban distintos cuadros. Esto es lo que consta en los libros. Al fin, los
descubrieron.
»Damien castró y apuñaló a Wynken
delante de las mujeres, a quienes echó de su casa, y conservó los restos de su
hermano. Luego, tras un interrogatorio que se prolongó varios días, las
aterradas mujeres confesaron su amor por Wynken y la forma en que él se había
comunicado con ellas a través de los libros. Damien cogió los doce libros de su
hermano, todo lo que el artista había creado...
—Su inmortalidad —murmuré yo.
—¡Exactamente, su progenie! ¡Sus libros!
Damien los enterró junto con los restos de Wynken en el jardín del castillo,
junto a la fuente que aparece en las pequeñas ilustraciones de los libros.
Blanche contemplaba cada día desde su ventana el lugar donde Wynken había sido
sepultado. No hubo juicio ni acusación de herejía ni ejecución. Sencillamente
Damien, su hermano, lo había asesinado. Es probable que pagara a los monjes del
monasterio una importante suma para comprar su silencio. ¿Quién sabe si era
necesario? Puede que sus compañeros no sintieran ningún afecto por Wynken.
Actualmente el monasterio se halla en ruinas y los turistas acuden a tomar
fotografías del mismo. En cuanto al castillo, fue destruido por los bombardeos
durante la Primera Guerra Mundial.
—¿Y qué pasó luego? ¿Cómo consiguieron
los libros salir del ataúd? Es posible que los libros que posees sean unas
copias...
—No, poseo los originales de los doce
libros que escribió. He visto algunas copias, bastante burdas por cierto,
hechas por encargo de Eleanor, la prima y confidente de Blanche, pero según
tengo entendido dejaron de hacerlas. Sólo existen doce libros. No sé cómo
aparecieron, aunque me lo imagino.
—¿Qué es lo que imaginas?
—Que Blanche salió una noche con las
otras mujeres, desenterró el cadáver y sacó los libros del ataúd, o lo que
fuera que contuviese los restos del desgraciado Wynken.
—¿Crees que fueron ellas?
—Sí. Imagino a las cuatro mujeres
cavando en el jardín, a la luz de unas velas. ¿No lo crees posible?
—Sí.
—Creo que lo hicieron porque sentían lo
mismo que yo. Amaban la belleza y la perfección de esos libros. Sabían que
constituían un tesoro, Lestat. Lo hicieron empujadas por su obsesión y su amor
hacia Wynken. Quién sabe, quizá querían conservar los huesos de Wynken. Vete a
saber. Puede que una de las mujeres se quedara con el fémur y otra con los
huesos de los dedos y...
La macabra visión me remitió al instante
a las manos de Roger, que yo había amputado con un cuchillo de cocina y había
enterrado envueltas en una bolsa de plástico. Contemplé esas manos ante mí,
moviéndose sin cesar, acariciando el borde del vaso, golpeando nerviosamente la
superficie de la barra.
—¿Has podido seguir la pista a esos
libros? —pregunté.
—En parte. En mi profesión, me refiero a
la de anticuario, no es fácil averiguar el destino de un objeto. Los libros han
aparecido de uno en uno, en ciertos casos de dos en dos. Algunos proceden de
colecciones particulares, otros de museos que fueron bombardeados durante las
dos guerras mundiales. En un par de ocasiones he pagado un precio irrisorio por
ellos. Comprendí lo que eran en cuanto los vi, pero los otros ignoraban su
valor. Encargué a mis agentes que buscaran esos códices medievales por todo el
mundo. Soy un experto en este campo. Conozco el lenguaje del artista medieval.
Tienes que salvar mis tesoros, Lestat, no permitas que se pierdan los libros de
Wynken. Dejo mi legado en tus manos.
—¿Pero qué quieres que haga con esos
libros y con las otras reliquias, si Dora no quiere saber nada de ellos?
—Dora es joven, cambiará de parecer.
Tengo la esperanza de que en mi colección —olvídate de Wynken—, entre las
estatuas y las reliquias, exista un objeto decisivo que ayude a Dora a levantar
su iglesia. ¿Te crees capaz de calcular el valor de lo que viste en el
apartamento? Tienes que conseguir que Dora vuelva a tocar esos objetos, que los
examine, que aspire su olor. Tienes que hacerle comprender la grandeza de esas
estatuas y cuadros, que son expresión de la búsqueda de la verdad por parte del
hombre, la misma búsqueda que la obsesiona a ella, aunque todavía no lo sepa.
—Pero dijiste que a Dora no le importan
esos cuadros y esas estatuas.
—Haz que cambie de opinión.
—¿Yo? ¿Cómo? Puedo conservar esos
objetos, sí, ¿pero cómo voy a hacer que Dora se enamore de esas obras de arte?
Es impensable. ¿Pretendes que establezca contacto con tu preciosa hija?
—Dora te encantará —contestó Roger en
voz baja.
—¿Cómo dices?
—Encuentra un objeto milagroso en mi
colección para obligarla a cambiar de parecer.
—¿El Santo Sudario de Turín?
—Me haces gracia, de veras. Sí,
encuentra algo significativo, algo que la transforme, algo que yo, su padre,
adquirió y conservó con cariño, algo que pueda ayudarla.
—Estás tan loco ahora como cuando estabas
vivo. Tratas de comprar tu salvación con un pedazo de mármol o un montón de
pergaminos. ¿O acaso crees realmente que los objetos que posees son sagrados?
—Por supuesto que creo que son sagrados.
¡Es lo único en lo que creo! Y tú también. Sólo crees en lo que brilla, en lo
que es de oro.
—Me dejas atónito.
—Por eso me asesinaste allí, entre mis
tesoros. Pero debemos apresurarnos. El tiempo apremia. Volvamos a nuestro
asunto. Tu carta de triunfo para convencer a mi hija es su ambición.
»Dora deseaba el convento para alojar en
él a sus misioneras, su orden, las cuales difundirían un mensaje de amor con el
mismo fervor con que lo han difundido otros misioneros. Dora quería enviar a
sus misioneras a los barrios pobres para que predicasen la importancia de iniciar
un movimiento de amor desde la base, desde el pueblo, que con el tiempo
alcanzaría a los gobiernos de todo el mundo, a fin de acabar con la injusticia.
—¿Qué es lo que distinguiría a esas
mujeres de otras órdenes o misioneros, desde los franciscanos a otros
predicadores...?
—En primer lugar, el hecho de ser unas
predicadoras femeninas. Las monjas trabajan de enfermeras, maestras,
sirvientas, o bien permanecen enclaustradas para rezar a Dios, como un rebaño
de ovejas. Las misioneras de Dora serían doctores de su iglesia, predicadoras.
Conmoverían a las masas con su fervor personal; se dirigirían a las mujeres,
especialmente a las pobres y marginadas, y las ayudarían a reformar el mundo.
—Una visión feminista conjugada con la
religión.
—Era una idea viable. Tan viable como
cualquier otro movimiento de ese tipo. ¿Quién sabe por qué un monje del siglo
catorce se volvió loco y otro se convirtió en santo? Dora sabe enseñar a la
gente a pensar. Yo no poseo ese don. Debes hallar la forma de convencerla, es
preciso.
—Y de paso salvar los ornamentos de la
iglesia —repliqué.
—Sí, hasta que Dora los acepte o los
utilice para conseguir algo positivo. La convencerás si le haces ver que por
medio de mis tesoros puede conseguir algo positivo.
—Eso puede convencer a cualquiera
—contesté con cierta melancolía—. Así es como me has convencido a mí.
—Entonces, ¿lo harás? Dora cree que yo
estaba equivocado. Dijo: «No creas que conseguirás salvar tu alma, después de
todos los crímenes que has cometido, legándome esos objetos religiosos.»
—Es evidente que te quiere —afirmé—. Lo
noté desde la primera vez que os vi juntos.
—Lo sé. Estoy convencido de ello. No
tenemos tiempo de entrar en detalles. La visión de Dora es inmensa, te lo
aseguro. Todavía es un personaje poco importante, pero aspira a cambiar el
mundo. No le basta con fundar un culto como el que yo quería instaurar y
limitarse a ser un gurú rodeado de dóciles seguidores. Dora piensa que hay que
cambiar el mundo, y se ha propuesto hacerlo ella misma.
—¿No es eso lo que piensa toda persona
religiosa?
—No. No todo el mundo sueña con ser
Mahoma o Zaratustra.
—¿Y Dora sí?
—Ella sabe lo que quiere.
Roger meneó la cabeza, bebió otro trago
y echó un vistazo a su alrededor. Luego frunció el ceño, como si siguiera
dándole vueltas al tema.
—Un día Dora me dijo: «La religión no
procede de las reliquias y los textos. Éstos son una mera expresión de
aquélla.» Siguió hablando durante horas sobre la cuestión. Tras estudiar las
Sagradas Escrituras, había llegado a la conclusión de que lo que contaba era el
milagro interior. Al final acabé por dormirme. Te ruego que no hagas uno de tus
chistes crueles.
—¡Jamás se me ocurriría tal cosa!
—¿Qué va a ser de mi hija? —murmuró
Roger con desesperación—. Observa el patrimonio que le he legado. Soy apasionado,
extremista, gótico y un loco. He perdido la cuenta de las iglesias que hemos
visitado Dora y yo juntos, los crucifijos de incalculable valor que le he
mostrado, antes de venderlos para obtener un beneficio, las horas que hemos
pasado contemplando los techos de una iglesia barroca en Alemania. Le he
regalado magníficas cruces auténticas engastadas en plata y rubíes. He
adquirido numerosos velos de Verónica, unas obras de arte que te dejarían
estupefacto. ¡Dios mío!
—¿Crees que esa actitud de Dora pueda
deberse a cierto concepto de expiación, a un sentimiento de culpa?
—¿Por dejar que Terry desapareciera de
su vida sin una explicación, sin una pregunta, hasta años más tarde? Lo he
pensado con frecuencia. En todo caso, si lo hubo, Dora ya lo ha superado. Dora
cree que el mundo necesita una nueva revelación, un nuevo profeta. Pero un
profeta no se improvisa. Dice que la transformación debe producirse a través de
la vista y el sentimiento, pero no se trata de un experimento
popular-milagrero.
—Los místicos nunca admiten que se trate
de una experimento popular-milagrero.
—Tienes razón.
—¿Dirías que Dora es una mística?
—¿Qué crees tú? La has seguido, la has
observado. No, Dora no ha visto el rostro de Dios ni ha oído su voz, ni tampoco
mentiría jamás sobre ello, si a eso te refieres. Pero es lo que busca. Espera
el momento, el milagro, la revelación.
—La aparición del ángel.
—Exacto.
Ambos guardamos silencio durante unos
minutos. Roger probablemente pensaba, al igual que yo, en su propuesta inicial,
es decir, que yo montase el simulacro de un milagro, yo, el ángel perverso que
una vez conduje a una monja católica a la locura, a hacer que sangrara a través
de los estigmas de sus manos y pies.
De pronto Roger tomó la decisión de
continuar, con lo que se eliminó la tensión que se había creado.
—Al construirme una existencia de lujos
y comodidades —dijo—, dejé de preocuparme por cambiar el mundo. Mi mundo era mi
vida, ¿comprendes? Pero Dora ha abierto su alma de un modo muy sofisticado a...
algo. Mi alma está muerta.
—Según parece, no es así —contesté.
La idea de que antes o después Roger
pudiera desvanecerse, me resultaba intolerable, y mucho más aterradora que su
aparición inicial.
—Vayamos al grano —dijo Roger—. Me estoy
poniendo nervioso.
—¿Por qué?
—Escucha y no me interrumpas. Hay un
dinero que he reservado para Dora y que nadie puede relacionar conmigo. El
Gobierno no puede tocarlo, porque gracias a ti no consiguieron detenerme ni
acusarme de nada. La información está en el apartamento, en una carpeta de cuero
negra que hay en un archivador, junto con los recibos de unos cuadros y
estatuas. Quiero que pongas todo eso a buen recaudo. Dejo en tus manos el
trabajo de toda mi vida, mi patrimonio, con el fin de que lo conserves para
Dora. ¿Me harás este favor? No es necesario que te apresures, fuiste tan hábil
al deshacerte de mis restos que tardarán un tiempo en descubrir mi muerte.
—Lo sé. Me pides que actúe como un ángel
guardián, que me encargue de velar por Dora y que reciba le herencia que le
corresponde...
—Sí, amigo mío, esto es lo que te ruego
que hagas. Sé que puedes hacerlo. Y no olvides la obra de Wynken. Si Dora no
quiere aceptar esos libros, quédate tú con ellos.
Roger me tocó el pecho con la mano.
Sentí un leve golpecito, como una llamada en la puerta de mi corazón.
Roger prosiguió:
—Cuando mi nombre aparezca en toda la
prensa, suponiendo que pase de los archivos del FBI a los teletipos, haz que
Dora reciba el dinero. Con él podrá construir su iglesia. Dora tiene una
personalidad carismática. Puede conseguirlo, si dispone del dinero. ¿Me sigues?
Puede hacerlo, al igual que Francisco, Pablo y Jesús. De no haberse convertido
en teóloga, habría llegado a ser un personaje importante en cualquier otro
ámbito. Cualidades no le faltan. Es muy cerebral. Su teología es lo que la
distingue del resto de la gente.
Roger se detuvo. Hablaba muy rápido y yo
sentí un escalofrío. Percibía su temor. Pero ¿de qué?
—Voy a repetirte algo que me dijo Dora
anoche. Habíamos leído unos párrafos de un libro de Bryan Appleyard, ¿te suena
el nombre? Es un columnista de un periódico inglés. Escribió una obra llamada Comprender
el presente. Tengo un ejemplar que me regaló Dora. En ese libro Appleyard
dice cosas en las que Dora cree firmemente, como que todos estamos
«espiritualmente empobrecidos».
—Estoy de acuerdo.
—Pero fue otra cosa, algo acerca del
dilema de la humanidad, de que uno puede inventar todos los sistemas teológicos
que quiera, pero para que funcionen tienen que brotar de lo más profundo de tu
ser... Dora dijo... Appleyard lo denomina «la totalidad de la experiencia
humana».
Roger se detuvo, distraído.
—Sí, es evidente que eso es lo que Dora
busca, que está abierta a esa experiencia —dije, esforzándome por retener la
atención de Roger asegurándole que comprendía lo que me decía.
De pronto me di cuenta de que me
aferraba a él con la misma desesperación que él a mí.
Pero Roger estaba ensimismado.
Sentí de pronto tal tristeza que no pude
articular ni una sola palabra. ¡Yo había matado a ese hombre! ¿Por qué motivo?
Sabía que era un individuo interesante y malvado, pero, joder, pude haber... Si
permanecía junto a mí tal como aparecía ahora, bajo la forma de un fantasma,
¿por qué no podía convertirse en mi amigo?
Era una idea pueril, egoísta y absurda.
Estábamos hablando sobre Dora, sobre teología. Por supuesto que entendía el
argumento de Appleyard. Comprender el presente. Imaginé el libro. Sí,
iría a recogerlo. Lo archivé en mi memoria vampírica. Lo leería de inmediato.
Roger permanecía inmóvil, sin decir
palabra.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté—.
¡No vayas a desvanecerte! —exclamé agarrándome a él, sintiéndome insignificante
y vulnerable, casi sollozando al pensar que yo lo había matado, que le había
arrebatado la vida, y ahora deseaba con todas mis fuerzas aferrarme a su espíritu.
Roger no respondió. Parecía aterrado.
Yo no era el monstruo osificado que
creía ser. No corría el peligro de volverme inmune contra el sufrimiento
humano. Era un estúpido sentimental.
—¡Mírame, Roger! Sigue hablando.
Roger murmuró algo acerca de que confiaba
en que Dora hallara lo que él no había hallado jamás.
—¿Qué? —pregunté.
—Teofanía.
¡Qué palabra tan maravillosa! La palabra
preferida de David. Yo la había oído por primera vez sólo unas horas antes, y
ahora acababa de pronunciarla Roger.
—Creo que vienen a por mí —dijo Roger de
pronto al tiempo que abría los ojos desmesuradamente. Más que asustado, parecía
perplejo. Ladeó la cabeza, como si oyera algo. Yo también lo percibí—. Recuerda
mi muerte —dijo de improviso, como si acabara de recordarla—. Cuéntale a Dora
cómo sucedió. Convéncela de que mi muerte ha purificado el dinero. Ése es el
argumento que debes utilizar. He pagado con mi muerte. El dinero ya no está
sucio. Los libros de Wynken, todos mis tesoros, ya no están manchados. Mi
sangre los ha purificado. Utiliza tu ingenio para convencerla, Lestat.
Oí aquellos funestos pasos.
El ritmo de algo que avanzaba
lentamente... y el murmullo de unas voces, cantando, hablando. Noté que me
mareaba, que iba a caerme de la silla. Me agarré a Roger, a la barra.
—¡Roger! —grité.
Supongo que todos los clientes del bar
oyeron mi exclamación. Roger me miró con una expresión extraordinariamente
pacífica, sin mover un músculo. Parecía extrañado, desconcertado.
Vi alzarse las alas sobre mí, sobre él.
Vi una inmensa oscuridad que lo envolvía todo, como si brotara de una grieta
volcánica en la tierra, y tras ella la luz, una luz hermosísima, cegadora.
—¡Roger! —grité de nuevo.
El ruido de las voces, los cantos, se
volvió ensordecedor mientras la figura crecía hasta adquirir unas dimensiones
gigantescas.
—¡No te lo lleves! ¡Yo soy el culpable!
—exclamé enfurecido, oponiendo mi voluntad a la de aquel ser, dispuesto a
despedazarlo con tal de que soltara a Roger. Pero no lo distinguía con
claridad. No sabía dónde me encontraba. De pronto se produjo una densa y
potente humareda, imparable, y en medio de aquel caos, durante un segundo,
mientras la imagen de Roger se iba desvaneciendo, vi el rostro de la estatua de
granito, sus ojos, precipitándose hacia mí...
—¡Suéltalo!
El bar no existía, el Village no
existía, ni tampoco la ciudad ni el mundo. ¡Sólo ellos!
Tal vez los cánticos no fueran más que
el sonido producido por un vaso al romperse.
Luego me sumí en la oscuridad. En la
quietud.
Silencio.
Tenía la impresión de haber permanecido
inconsciente durante largo rato en un lugar insólitamente apacible.
Al despertarme, aparecí tumbado en la
calle.
El camarero estaba inclinado sobre mí,
tiritando, y me preguntaba con aquella irritante voz nasal:
—¿Se encuentra bien?
Los hombros de su chaleco negro y las
mangas blancas de su camisa estaban salpicados de copos de nieve.
Asentí y me levanté apresuradamente para
que el camarero me dejara en paz. Llevaba puesto el foulard y tenía la
chaqueta abrochada. Las manos estaban limpias.
La nieve, inmaculada y espléndida, caía
suavemente a mi alrededor.
Atravesé de nuevo la puerta giratoria y
me detuve en la puerta del bar. Vi el lugar donde Roger y yo habíamos estado
sentados, vi su copa sobre la barra. Aparte de eso, el ambiente era el mismo.
El camarero hablaba con expresión aburrida con un cliente, no había visto nada
más que a mí saliendo disparado del bar para caer de bruces en la calle.
Cada nervio de mi cuerpo me decía: huye.
¿Pero adónde? ¿Qué podía hacer? ¿Echar a volar? Me habría atrapado en un
instante. No, era mejor mantener los pies bien plantados en el gélido suelo.
¡Te has llevado a Roger! ¿Es por eso por
lo que me seguiste hasta aquí? ¿Quién eres?
El camarero alzó la vista sobre el
polvoriento mostrador y me miró perplejo. Supongo que debí decir o hacer algo
extraño. No, sólo estaba farfullando. Permanecí de pie, en la puerta, llorando
estúpidamente. Cuando el que llora es un servidor, significa que derrama
lágrimas de sangre. Había llegado el momento de hacer mutis por el foro.
Di media vuelta y salí del bar. Seguía
nevando. Pronto amanecería. No tenía por qué caminar bajo aquel frío intenso
hasta que despuntara el alba. Lo mejor era ir en busca de una tumba donde
acostarme y dormir un rato.
—¡Roger! —sollocé, secándome las
lágrimas con la manga de la chaqueta—. ¿Dónde estás? ¡Maldita sea! —El eco de
mi voz resonó entre los edificios—. ¡Maldita sea!
De pronto recordé que había oído unas
voces confusas y había luchado contra aquella cosa que poseía rostro. ¡Una
mente que no descansa en su corazón y una personalidad insaciable! Vas a
marearte, no trates de recordar. Alguien abrió una ventana y gritó:
—Deja de dar esos alaridos.
No trates de reconstruir la escena.
Volverás a desmayarte.
De pronto vi la imagen de Dora y temí
caer redondo al suelo, tembloroso e impotente y farfullando cosas
ininteligibles.
Ésta era la experiencia más cósmicamente
espantosa que había vivido.
¿Qué significaba la expresión que
mostraba Roger justo antes de desvanecerse? ¿Era una expresión de paz, calma,
resignación, o simplemente la de un fantasma que empezaba a perder vitalidad, a
desprenderse de su forma fantasmal?
Comprendí que me había puesto a gritar.
Un gran número de mortales se había asomado a las ventanas de sus casas para
ordenarme que callara.
Seguí caminando.
Me hallaba solo. Lloré en silencio. La
calle estaba desierta, nadie podía oírme.
Avancé lentamente, como si me
arrastrara, doblado hacia delante, entre amargos sollozos. No noté que nadie se
detuviera para mirarme o que alguien se fijara en mí. Deseaba reconstruir
mentalmente la escena, pero temía volver a perder el conocimiento. Roger,
Roger... Mi monstruoso egoísmo me instaba a ir a ver a Dora, a caer de rodillas
ante ella y confesarle que había matado a su padre.
Me encontraba en el centro, supongo. Vi
unos abrigos de visón en un escaparate. La nieve se posaba suavemente sobre mis
párpados. Me quité el foulard y me enjugué el rostro para eliminar
cualquier rastro de sangre procedente de mis lágrimas.
Acto seguido entré en un pequeño hotel.
Alquilé una habitación, pagué al
contado, di al conserje una generosa propina para que nadie me molestara
durante veinticuatro horas, subí a la habitación, eché el cerrojo, corrí las
cortinas, cerré la desagradable calefacción, me metí debajo de la cama y me quedé
dormido.
El último y extraño pensamiento que se
me ocurrió antes de sumirme en un letargo mortal —faltaban unas horas para el
amanecer, tenía mucho tiempo para soñar— fue que David se enojaría cuando le
explicara lo sucedido, pero que Dora posiblemente lo creería y comprendería...
Creo que dormí durante unas horas. Podía
oír los murmullos de la noche en el exterior.
Cuando me desperté, empezaba a clarear.
La noche casi había tocado a su fin. El día me ayudaría a olvidar la pesadilla
que había vivido. Era demasiado tarde para pensar. Decidí sumirme de nuevo en
el profundo sueño de un vampiro. Muerto junto con todos los seres «no muertos»
que pululan por ahí, tratando de ocultarse de la luz del día.
De pronto me sobresalté al oír una voz.
—No va a ser tan sencillo —decía ésta
con toda claridad.
Me levanté de forma precipitada,
volcando la cama, y miré hacia donde creía haber oído la voz. La pequeña
habitación del hotel era como una sórdida trampa.
En el rincón había un hombre, un hombre
normal y corriente, ni alto, ni bajo, ni apuesto como Roger ni vistoso como yo,
ni muy joven ni muy viejo. Era un hombre de aspecto agradable que mantenía los
brazos cruzados y un pie cruzado sobre el otro.
El sol apareció sobre los edificios. Su
fuego me cegó, impidiéndome por completo la visión.
Me desplomé en el suelo, levemente
chamuscado y maltrecho. La cama cayó sobre mí, protegiéndome.
Esto es todo. Quienquiera que fuese
aquella aparición, tan pronto como el sol brilló en el cielo sobre el blanco y
espeso manto de la mañana invernal yo quedé indefenso.
5
—Muy
bien —dijo David—. Siéntate. Deja de pasearte arriba y abajo. Cuéntame otra vez
todos los detalles. Si necesitas beber sangre para reponer fuerzas, saldremos
y...
—¡Te lo he repetido mil veces! No
necesito beber sangre. La deseo, me encanta, pero no la necesito. Anoche me di
un festín con Roger, le chupé la sangre como un demonio glotón. Olvida el tema
de la sangre.
—¿Quieres hacer el favor de sentarte?
David se refería a que me sentara a la
mesa, frente a él.
Yo me encontraba de pie junto al muro de
cristal, contemplando el tejado de San Patricio.
David había alquilado un apartamento
ideal en la Torre Olímpica, justo encima de las torres de la catedral. Era un
apartamento inmenso, que excedía nuestras necesidades, pero no dejaba de ser un
domicilio perfecto. La proximidad a la catedral era imprescindible. Desde mi
posición podía ver el tejado cruciforme, las elevadas agujas de las torres;
eran tan afiladas que parecían capaces de traspasar a un hombre. El cielo estaba
cubierto por un suave y silencioso manto de nieve, igual que la noche anterior.
Yo suspiré.
—Lo siento, pero no deseo volver a
hablar de ello. No puedo. O lo aceptas tal como te lo he contado o... acabaré
loco.
David permaneció sentado tranquilamente.
Había alquilado el apartamento ya amueblado. Ostentaba el llamativo estilo del
mundo de los ejecutivos, con mucha caoba, cuero, pantallas de color crema,
tapicerías en tonos tostado y oro que, supuestamente, no ofendían el buen gusto
de nadie. También había flores. David había encargado muchas flores, y el
ambiente estaba impregnado de perfume.
La mesa y las sillas eran armoniosamente
orientales, de influencia china, muy en boga por aquel entonces. Creo recordar
que había también un par de urnas.
Más abajo alcanzaba a ver la fachada de
San Patricio que daba a la calle Cincuenta y uno, así como la gente que
circulaba por la Quinta Avenida bajo la nieve. El apacible espectáculo de la
nieve.
—No disponemos de mucho tiempo —dije—.
Tenemos que ir al apartamento de Roger y cerrarlo a cal y canto o trasladar
todos sus tesoros. No permitiré que nadie toque la herencia de Dora.
—Está bien, pero antes quiero que
describas otra vez a ese hombre, no el fantasma de Roger ni la estatua ni el
ser alado, sino al individuo que viste de pie en un rincón de la habitación del
hotel, cuando salió el sol.
—Era de lo más corriente, ya te lo he
dicho. ¿Anglosajón? Quizá. ¿Con aspecto decididamente irlandés o nórdico? No.
Un hombre vulgar y corriente. No creo que fuera francés. No, tenía cierto aire
americano. Un hombre de mediana estatura, de complexión similar a la mía, pero
no tan excesivamente alto como tú. Sólo pude verlo durante cinco segundos.
Había salido el sol. El colchón me cubría, y cuando me desperté él había
desaparecido, como si se tratara de una visión. Pero era real.
—Gracias. ¿Y el pelo?
—Rubio ceniza, casi gris. Ya sabes que a
veces el rubio ceniza acaba convirtiéndose en un castaño pálido grisáceo, un
color indefinido, o totalmente gris.
David hizo un breve gesto para indicar
que estaba de acuerdo.
Yo me apoyé con cautela en el muro de
cristal. Temía que pudiera romperse de forma accidental a causa de mi fuerza.
No quería cometer una torpeza. David quería que yo le contara más cosas, y yo
intenté complacerlo. Recordaba al hombre con bastante claridad.
—Tenía un rostro muy agradable. Era el
tipo de individuo que no te impresiona por su estatura o físico, sino más bien
por su mirada perspicaz y su inteligencia. Parecía muy interesante.
—¿La ropa?
—Nada fuera de lo común. Negra, creo,
algo manchada de polvo. No era de un negro intenso ni reluciente, ni nada
espectacular.
—¿Recuerdas sus ojos?
—Tenían una mirada inteligente, pero no
eran grandes ni de un color especial. Parecía un tipo normal, inteligente.
Tenía las cejas oscuras, pero no excesivamente tupidas, una frente normal y el
cabello espeso, bien peinado, aunque no lucía un corte a la moda como tú o como
yo.
—¿Y estás seguro de que pronunció unas
palabras?
—Por completo. Le oí con toda claridad.
Me llevé un susto de muerte. Estaba despierto. Vi el sol. Fíjate, tengo la mano
quemada.
No estaba tan pálido como cuando partí
hacia el desierto de Gobi, desafiando al sol a que acabara conmigo, pero los
rayos del sol me habían provocado una quemadura en la mano y me escocía la
mejilla derecha, aunque no había ninguna señal visible porque seguramente había
vuelto la cabeza.
—De modo que cuando te despertaste
estabas debajo de la cama y ésta se había volcado.
—Así es. También había derribado una
lámpara. No fue un sueño, como tampoco lo fue mi encuentro con Roger. Quiero
que me acompañes a su apartamento y veas sus obras de arte.
—Iré encantado —contestó David,
levantándose de la mesa—. No me lo perdería por nada en el mundo. Pero quiero
que descanses un poco más, que trates de...
—¿Cómo quieres que me calme, después de
haber hablado con el fantasma de una de mis víctimas y haber visto a ese
extraño individuo en mi habitación? ¡Después de ver cómo ese ser se llevaba a
Roger, ese ser que me ha perseguido por todo el mundo, que va a volverme loco,
que...!
—Pero en realidad no viste cómo se lo
llevaba, ¿verdad?
Tras reflexionar unos instantes,
contesté:
—No estoy seguro. Roger presentaba un
aspecto muy sereno, casi inanimado. Luego se desvaneció y durante unos segundos
vi el rostro de ese ser, o esa cosa. Yo estaba completamente confuso, había
perdido el sentido del equilibrio, de la orientación. No recuerdo si Roger
empezó a desvanecerse cuando ese ser se lo llevó a la fuerza o si aceptó su
suerte con resignación.
—Es decir, no estás seguro de lo que
pasó. Sólo sabes que el fantasma de Roger desapareció y en aquel mismo momento
apareció ese ser. Es lo único que sabes con certeza.
—Así es.
—Yo creo que tu perseguidor decidió
manifestarse y su presencia eliminó al fantasma de Roger.
—No. Ambos hechos están relacionados.
Roger lo oyó aproximarse. Supo que se acercaba incluso antes de que yo
percibiera sus pasos. Afortunadamente, no puedo transmitirte mi temor.
—¿Qué quieres decir?
—Que no tienes ni idea de lo sentí en
aquellos momentos. Fue algo espantoso. Sé que me crees, lo cual es más que
suficiente de momento, pero si supieras lo que experimenté, perderías tu típica
flema británica.
—Es posible. Anda, vamos. Quiero ver los
tesoros de Roger. Tienes razón, no puedes permitir que arrebaten a esa chica su
patrimonio.
—No es una chica sino una mujer; joven,
pero hecha y derecha.
—Luego intentaremos localizarla.
—Ya lo hice antes de venir aquí.
—¿En el estado en que te encontrabas?
—Cuando logré sobreponerme, fui al hotel
para comprobar si se había marchado. Tenía que hacerlo. Me dijeron que una
limusina la había trasladado al aeropuerto de La Guardia a las nueve de la
mañana. Habrá llegado a Nueva Orleans esta tarde. En cuanto al convento, no sé
cómo localizarla allí. Ni siquiera sé si tiene teléfono. De momento se
encuentra a salvo, al menos en la misma medida que cuando vivía su padre.
—De acuerdo. Vamos al apartamento de
Roger.
A veces el temor constituye una
advertencia. Es como si alguien te pusiera la mano en el hombro y te dijera:
«No pases de aquí.»
Cuando entramos en el apartamento,
durante unos segundos sentí pánico. No pases de aquí.
Pero era demasiado orgulloso para
manifestarlo y David estaba impaciente por contemplar los tesoros de Roger. Me
precedió por el pasillo notando sin duda, al igual que yo, que el apartamento
carecía de vida. Supongo que también él percibió el olor a una muerte reciente.
Me pregunté si le resultaba menos repulsivo que a mí, puesto que él no había
matado a Roger.
¡Roger! De pronto, la fusión en mi mente
del cadáver desmembrado y el fantasma de Roger me dejó helado.
David se dirigió al cuarto de estar
mientras yo me detenía para contemplar el ángel de mármol blanco que sostenía
una concha para el agua bendita. Pensé que se parecía mucho a la estatua de
granito. Blake. William Blake lo sabía; había visto ángeles y demonios y
conocía sus proporciones. Lamenté que Roger y yo no hubiéramos hablado de
Blake... Pero eso había terminado. Yo estaba ahí, en el pasillo del
apartamento.
De golpe la perspectiva de seguir avanzando,
de colocar un pie delante del otro hasta alcanzar el cuarto de estar y ver la
estatua de granito, me resultó insoportable.
—No está aquí—dijo David.
No había adivinado mi pensamiento.
Simplemente, constataba un hecho. Se hallaba de pie en el cuarto de estar, a
unos quince metros de distancia. Las lámparas halógenas proyectaban una parte
de su concentrada luz sobre él.
—Aquí no hay ninguna estatua negra de
granito —repitió David.
—Me iré al infierno —dije, suspirando.
Veía a David con toda nitidez, aunque
ningún mortal habría podido distinguirlo con tal detalle. Su silueta estaba en
la penumbra. De pie, de espaldas a la tenue luz que penetraba por las ventanas,
parecía muy alto y fuerte. La luz de las lámparas halógenas arrancaba pequeños
destellos a los botones de metal de su chaqueta.
—¿Hay sangre?
—Sí, y también están tus gafas. Tus
gafas violetas. Una bonita prueba.
—¿Una prueba de qué?
Era absurdo que permaneciera allí, en
medio del pasillo, hablando casi a voces con David. Eché a andar como si me
dirigiera a la guillotina y entré en el cuarto de estar.
El espacio que había ocupado la estatua
estaba vacío; ni siquiera tenía la seguridad de que fuera lo suficientemente
grande para acogerla. La sala estaba atestada de estatuas de santos e iconos,
algunos tan antiguos y frágiles que se hallaban protegidos por un cristal. La
noche anterior no me había dado cuenta de que hubiera tantos colgados en las
paredes, reluciendo bajo los destellos de luz que despedían las lámparas
halógenas.
—¡Es increíble! —exclamó David.
—Sabía que te encantaría —murmuré. Yo
también me habría entusiasmado ante la visión de aquellas obras de arte de no
estar atenazado por el pánico.
David examinó detenidamente todos los
objetos, empezando por los iconos y luego los santos.
—Son magníficos —dijo—. Es una colección
extraordinaria. Supongo que no te das cuenta del valor que representa todo
esto.
—Más o menos —respondí—. No soy un
analfabeto en materia de arte.
—¿Reconoces esos iconos? —preguntó
David, señalando una larga hilera de frágiles iconos.
—No —confesé.
—El velo de la Verónica —dijo David—.
Son unas copias primitivas del célebre velo, que supuestamente desapareció hace
siglos, quizá durante la cuarta Cruzada. Esta copia es rusa, una obra perfecta
y esa otra italiana; y ahí, apiladas en el suelo, están las estaciones del vía
crucis.
—Roger estaba obsesionado por hallar
reliquias para regalárselas a Dora. Además, gozaba coleccionando estos objetos.
Había adquirido recientemente en Nueva York esa copia rusa del velo de Verónica
para regalársela a Dora. Anoche, él y Dora discutieron porque ella se negó a
aceptar el regalo.
Roger se había esmerado en describir a
Dora el exquisito trabajo y valor de aquel objeto. Era como si lo conociese
desde mi juventud; habíamos hablado largo y tendido de estos objetos, los
cuales estaban impregnados de la admiración y el cariño que sentía Roger por
ellos, incluso de su compleja personalidad.
Las estaciones del vía crucis. Por
supuesto. Las conocía a la perfección, como cualquier católico. Solíamos seguir
las catorce estaciones de la pasión y el viaje al Calvario a través de la
sombría iglesia, deteniéndonos y doblando la rodilla delante de cada una de
ellas para pronunciar la oración pertinente; o bien el sacerdote y los
monaguillos recorrían la iglesia en procesión mientras los fieles recitábamos
con ellos las meditaciones sobre la pasión de Cristo.
David examinaba un objeto tras otro.
—Este crucifijo es una pieza muy
antigua, capaz de impresionar a cualquiera.
—Supongo que como todas las demás, ¿no?
—Desde luego, pero no me refería a Dora
ni a su religión, sino a que se trata de unas obras de arte fabulosas. Tienes
razón, no podemos dejar todo esto en manos del azar. Esta estatuilla, por
ejemplo, podría pertenecer al siglo noveno, es celta, de un valor increíble, y
esta otra probablemente procede del Kremlin.
David se detuvo ante el icono de una
Virgen y el Niño. Eran unas figuras muy estilizadas, como todas. El niño, a
punto de perder una sandalia, se apoyaba en su madre mientras unos ángeles lo atormentaban
con pequeños símbolos de su próxima pasión. La madre mantenía la cabeza
tiernamente inclinada sobre su hijo. El halo de la Virgen casi rozaba al del
niño. El cuadro representaba al niño Jesús huyendo del futuro y refugiándose en
los brazos protectores de su madre.
—¿Comprendes el principio fundamental de
un icono? —me preguntó David.
—Que está inspirado por Dios.
—No realizado por manos humanas —dijo
David—, sino supuestamente impreso sobre el material del fondo por Dios mismo.
—¿Del mismo modo que el rostro de Jesús
quedó impreso sobre el velo de la Verónica?
—Exacto. Fundamentalmente, todos los
iconos eran obra de Dios. Una revelación materializada. En ocasiones podía
obtenerse una nuevo icono a partir de otro con sólo oprimir un lienzo nuevo sobre
el original, y la imagen quedaba grabada en éste como por arte de magia.
—Comprendo. Se suponía que nadie lo
había pintado.
—Justamente. Fíjate en esta reliquia de
la auténtica Cruz, en el marco adornado con piedras preciosas, y en ese
libro... ¡Dios mío, es imposible! ¡Pero si se trata del Libro de las Horas que
se perdió en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial!
—Haremos el inventario más tarde, ¿de
acuerdo? Lo importante es decidir lo que debemos hacer ahora, David.
Mi temor se había disipado, aunque de
vez en cuando miraba de reojo el lugar que había ocupado el diablo de granito.
Eso era lo que era, el diablo. Estaba
convencido de ello. Pensé que si no nos poníamos pronto manos a la obra
acabaría obsesionándome de nuevo con él.
—¿Qué hacemos con estos objetos hasta
que Dora los reclame? ¿Dónde podemos guardarlos? —preguntó David—. Venga,
empecemos por los archivos y los cuadernos, pongamos un poco de orden,
busquemos los libros de Wynken de Wilde, hay que tomar una decisión y trazarse
un plan.
—No se te ocurra meter a tus aliados
mortales en este asunto —advertí a David de forma brusca y desagradable, lo
confieso.
—¿Te refieres a los de Talamasca?
—preguntó David, volviéndose hacia mí con el valioso Libro de las Horas en la
mano. Las tapas eran tan frágiles como el hojaldre.
—Todo esto pertenece a Dora —dije—.
Debemos conservarlo en buen estado. Si ella no quiere los libros de Wynken, me
los quedaré yo.
—Por supuesto, lo comprendo
perfectamente —respondió David—. ¿Pero crees que todavía mantengo contacto con
los de Talamasca? Sé que podría fiarme de ellos en ese sentido, pero no quiero
volver a tener tratos con mis aliados mortales, como tú los llamas. A
diferencia de ti, no quiero que guarden mi expediente en sus archivos: «El
vampiro Lestat.» No deseo que me recuerden más que como su superior general,
muerto a causa de la vejez. Venga, pongámonos manos a la obra.
La voz de David expresaba rencor y
tristeza. Recordé que la muerte de Aaron Lightner, su viejo amigo, había
supuesto la gota que desborda el vaso, la causa de la ruptura entre David y la
orden de Talamasca. La muerte de Lightner había estado rodeada de cierta
polémica, pero nunca averigüé los detalles de la misma.
El archivador se encontraba en una sala
adyacente al cuarto de estar, junto con unas cajas que contenían unas carpetas.
Encontré de inmediato los documentos financieros, que repasé mientras David
examinaba el resto del material.
Como quiera que poseo numerosos bienes,
conozco perfectamente la jerga de los documentos legales y los trucos que
emplean los bancos internacionales. El legado de Dora procedía de unas fuentes
impecables, y quienes pretendían hacerse con él para resarcirse de los crímenes
de Roger no podían tocarlo. Todo estaba a nombre de ella, Theodora Flynn, su
nombre legítimo debido al seudónimo nupcial de Roger.
Había tantos documentos que resultaba
imposible calcular el valor de las obras, el cual había ido en aumento con el
tiempo. De haberlo querido así, Dora habría podido emprender una nueva cruzada
para arrebatar Estambul a los turcos. Al examinar unas cartas comprobé que dos
años antes Dora había rechazado toda ayuda de dos fondos fiduciarios de cuya
existencia estaba enterada. En cuanto al resto, me pregunté si Dora tenía idea
de la envergadura de todo aquello.
La envergadura es lo más importante en
materia de dinero, eso y una buena dosis de imaginación. Sin esos ingredientes
no se puede tomar una decisión moral. Quizá suene frío y calculador, pero no es
así. El dinero significa poder para alimentar a los hambrientos, para vestir a
los pobres. Pero uno tiene que saberlo. Dora poseía un sinfín de fondos
fiduciarios, que a su vez le permitían pagar los impuestos sobre esos mismos
fondos.
Recordé con tristeza que había intentado
ayudar a mi amada Gretchen —la hermana Marguerite—, pero mi mera presencia dio
al traste con mis buenos propósitos. De modo que me aparté de su vida, con mis
cofres llenos de oro. Las cosas suelen acabar así. Yo no era un santo. No me
dedicaba a dar de comer a los hambrientos.
De pronto se me ocurrió que Dora se
había convertido en mi hija. Se había convertido en mi santa, al igual que lo
había sido para Roger. Ahora tenía otro padre rico, yo.
—¿Qué pasa? —preguntó David, alarmado.
Estaba revisando una caja llena de papeles—. ¿Has vuelto a ver al fantasma?
Durante un momento temí echarme de nuevo
a temblar, pero conseguí dominarme. No dije nada, pero la situación se me
representaba con toda claridad.
Cuida de Dora. Por supuesto que cuidaría
de Dora e intentaría convencerla de que aceptara el legado de su padre. Quizá
Roger no había sabido utilizar los argumentos más convincentes, pero sus
tesoros lo habían convertido en un mártir. Sí, sus últimos momentos lo habían
redimido. Había purificado sus tesoros con su sangre. Quizá si se lo explicara
a Dora debidamente... Estaba distraído. De repente descubrí los doce libros de
Wynken de Wilde, cada uno envuelto en un pedazo de plástico, sobre el estante
superior de un pequeño escritorio, junto al archivador. Los reconocí de
inmediato. Al acercarme vi que Roger había enganchado en ellos unas pequeñas
etiquetas blancas sobre las que había escrito con letra menuda: «W de W.»
—Mira —dijo David, incorporándose y
sacudiéndose el polvo de los pantalones, pues había estado de rodillas—. Aquí
tienes todos los documentos legales sobre la compra de las obras. Todo está
aquí, se trata de unas operaciones claras y a simple vista legítimas, aunque
puede que sirvieran para blanquear dinero. Hay docenas de recibos y
certificados de autenticidad. Opino que deberíamos trasladar estos papeles.
—Sí, pero ¿cómo y adonde?
—¿Cuál es el lugar más seguro? Tu casa
de Nueva Orleans no, desde luego. Tampoco podemos depositar estas cosas en un
almacén en una ciudad como Nueva York.
—Exactamente. He alquilado una
habitación en un hotelito que hay al otro lado del parque, pero...
—Sí, recuerdo que me dijiste que el
ladrón de fantasmas te siguió hasta allí. Pero ¿no te habías cambiado de hotel?
—No importa. De todos modos, estas cosas
no cabrían en la habitación del hotel.
—Pero sí cabrían en nuestro fastuoso
apartamento de la Torre Olímpica —respondió David.
—¿Lo dices en serio? —pregunté.
—Naturalmente. ¿Dónde estarán más
seguras? Vamos, tenemos mucho qué hacer. No podemos pedirle a ningún mortal que
nos ayude en este asunto. Tendremos que hacerlo todo nosotros solitos.
—¡Uf! —exclamé con fastidio y
resignación—. ¿Pretendes que envolvamos todo esto y lo saquemos de aquí ahora?
David se echó a reír y contestó:
—¡Sí! Hércules también tuvo que hacer
esas cosas, igual que los ángeles. ¿Cómo crees que se sintió Miguel cuando tuvo
que ir de puerta, en puerta en Egipto, matando al primogénito de cada familia?
Venga, ánimo. Es muy sencillo, todo consiste en envolver bien esos objetos con
plásticos. Es preferible que los traslademos nosotros mismos. Será como una
aventura. Treparemos por los tejados.
—No hay nada más irritante que la
energía de un vampiro neófito —contesté con resignación.
Pero sabía que David tenía razón.
Nuestra fuerza era infinitamente superior a la de cualquier mortal que pudiera
ayudarnos. Es probable que consiguiéramos trasladarlo todo esa misma noche.
¡Menuda nochecita!
Reconozco que el trabajo duro constituye
un eficaz antídoto contra la angustia, la tristeza y el temor a que el diablo
te agarre por el pescuezo y te arrastre hasta el pozo en llamas.
Reunimos una ingente cantidad de un
material aislante con burbujas de aire atrapadas en plástico, capaz de proteger
la reliquia más frágil sin riesgo a que se rompiera. Recogí los documentos
financieros y las obras de Wynken, cerciorándome de que no me había equivocado
de libros, y luego pasamos a otras tareas más arduas.
Transportamos los objetos pequeños en
unos sacos a través de los tejados, tal como había sugerido David, sin ser
observados por ningún mortal; dos sigilosas figuras negras volando como unas
brujas para asistir al aquelarre.
Los objetos grandes los transportamos en
brazos con gran cuidado. Yo evité cargar con el enorme ángel blanco de mármol.
David lo hizo encantado y no dejó de hablarle a la estatua durante todo el trayecto,
hasta que llegamos a nuestro destino. Transportamos todos los objetos por la
escalera de servicio, como hubiera hecho cualquier mortal, y los depositamos en
nuestro apartamento de la Torre Olímpica.
Nuestros pequeños relojes disminuyeron
de velocidad cuando aterrizamos en el mundo de los mortales, en el que
penetramos rápidamente. Parecíamos unos distinguidos caballeros que se
dispusieran a decorar su nueva residencia con unas valiosas obras de arte
cuidadosamente envueltas.
Al poco rato las pulcras y enmoquetadas
habitaciones situadas sobre San Patricio aparecían atestadas de fantasmagóricos
paquetes, algunos de los cuales parecían momias o, cuando menos, unos cuerpos
torpemente embalsamados. El gigantesco ángel de mármol blanco con su concha de
agua bendita destacaba sobre los demás objetos. Los libros de Wynken, envueltos
y sujetos con un cordel, yacían sobre la mesa oriental del comedor. Aún no
había tenido ocasión de examinarlos detenidamente, pero aquél no era el momento
de hacerlo.
Me senté en un sillón en la sala de
estar, jadeante, aburrido y furioso de tener que hacer una tarea tan poco
gratificante. David, en cambio, estaba eufórico.
—La seguridad aquí es perfecta —dijo.
Su joven cuerpo masculino parecía
animado por su espíritu personal. A veces, cuando lo miraba, veía al mismo
tiempo al anciano David y al joven anglo-indio. Pero la mayoría de las veces
era simplemente perfecto, el vampiro neófito más fuerte que yo había creado.
Ello se debía no sólo a la potencia de
mi sangre y a las tribulaciones que había tenido que superar antes de
convertirlo en un vampiro. Mientras lo creaba, yo le había proporcionado más
sangre que a los otros. Había puesto en peligro mi propia supervivencia, pero
lo daba por bien empleado.
Permanecí allí sentado observándolo con
cariño, contemplando mi propia obra. Me había ensuciado de polvo.
Habíamos realizado una excelente labor.
Allí estaban las alfombras enrolladas, e incluso la alfombra empapada con la
sangre de Roger, una reliquia de su martirio. Cuando hablara con Dora omitiría
ese detalle.
—Tengo que salir de caza —murmuró David,
interrumpiendo mis ensoñaciones.
Yo no respondí.
—¿Me acompañas?
—¿Quieres que vaya contigo? —pregunté.
David me miró con una expresión muy
extraña. En su rostro bronceado y juvenil no se reflejaba ningún reproche
palpable o indicio alguno de enojo.
—Claro, ¿por qué no? ¿No te gusta
presenciarlo, aunque no participes?
Yo asentí. Jamás había soñado que David
me dejara acompañarlo. A Louis no le gustaba que yo estuviera presente. El año
anterior, cuando los tres habíamos estado juntos, David se había mostrado
receloso y nunca me invitó a acompañarlo cuando salía en busca de una presa.
Nos dirigimos hacia la densa oscuridad
de Central Park. Oímos a los ocupantes nocturnos del parque roncar, mascullar,
captamos pequeños fragmentos de conversación, vimos unas pequeñas columnas de
humo. Eran unos individuos recios, capaces de sobrevivir en la selva en medio
de una ciudad conocida por su crueldad hacia los seres desasistidos por la
fortuna.
David no tardó en encontrar lo que
andaba buscando: un joven con una gorra de lana y unos zapatos a través de los
cuales asomaban los dedos de los pies, un caminante de la noche, solo y drogado
e insensible al frío, que hablaba en voz alta a unas gentes que habían
desaparecido ya hacía rato.
Me oculté entre los árboles, sin hacer
caso de la nieve que caía inexorable. David propinó una palmadita en el hombro
del joven y cuando éste se volvió lo atrajo hacia sí y lo abrazó. El método
clásico. Cuando David se inclinó para chuparle la sangre, el joven empezó a
reírse y hablar a la vez. De pronto se quedó callado, paralizado, hasta que
David depositó su cuerpo suavemente al pie de un árbol desprovisto de hojas.
Hacia el sur resplandecían los
rascacielos de Nueva York; las cálidas lucecitas del East y el West Side nos
rodeaban. David permaneció inmóvil, sumido en sus impenetrables pensamientos.
Parecía haber perdido la capacidad de
moverse. Me dirigí hacia él. La diligencia y serenidad de que había hecho gala
un rato antes habían desaparecido. Era evidente que estaba sufriendo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Lo sabes de sobra —me respondió—. No
sobreviviré mucho tiempo.
—¿Lo dices en serio? Con los dones que
posees...
—Debemos desterrar la costumbre de decir
cosas que ambos sabemos que son inaceptables.
—¿Y decir sólo la verdad? De acuerdo.
Esta es la verdad. En estos momentos crees que no sobrevivirás. Es lo que
piensas ahora, cuando su sangre está caliente y fluye a través de tu cuerpo, y
es natural. Pero pronto dejarás de sentirte así. Esa es la clave. No quiero
hablar más sobre este tema. Traté de poner fin a mi vida, pero no funcionó.
Además, tengo otras cosas en que pensar, como por ejemplo en ese ser que me
persigue y en ayudar a Dora antes de que mi perseguidor logre atraparme.
David guardó silencio.
Echamos a andar, al estilo de los
mortales, a través del oscuro parque, sintiendo cómo nuestros pies se hundían
en la nieve. Caminamos bajo los desnudos árboles, apartando sus ramas húmedas y
negras, sin perder de vista los gigantescos edificios del centro.
Yo permanecí alerta, pendiente del
sonido de unas pisadas sospechosas. Me sentía nervioso y de mal humor. De
pronto se me ocurrió que el monstruoso ser que se me había revelado, el diablo
o quienquiera que fuera, en realidad perseguía a Roger.
Pero entonces, ¿quién era aquel extraño,
aquel individuo anónimo, corriente y vulgar que había visto poco antes del
amanecer?
A medida que nos aproximábamos a las
luces de Central Park South, los gigantescos edificios se erguían ante nosotros
con una arrogancia digna de Babilonia. Percibimos entonces los gratificantes
sonidos propios de la gente bien vestida, de hombres de negocios que se dirigen
a sus oficinas, el incesante clamor de los taxis que no hacía sino intensificar
la baraúnda del tráfico.
David estaba serio, melancólico.
—Si hubieras visto al ser que yo vi, no
te mostrarías tan impaciente por precipitarte al próximo estadio —dije,
suspirando con tristeza. No estaba dispuesto a volver a describir al monstruo
alado.
—Te aseguro que me siento muy tentado
—confesó David.
—¿De ir al infierno? ¿Con un diablo como
ése?
—¿Tuviste la sensación de que era
horrible? ¿Sentiste la presencia del Mal? Te lo pregunté antes, en el bar del
hotel. ¿Sentiste la presencia del Mal cuando ese ser se llevó a Roger? ¿Crees
que Roger sufría?
Las preguntas de David eran ganas de
buscarle los tres pies al gato.
—No seas tan optimista respecto a la
muerte —contesté—. Te lo advierto. He cambiado de opinión. El ateísmo y el
nihilismo de mi juventud me parecen triviales, una postura provocadora.
David sonrió condescendiente, como solía
hacer cuando era mortal y ostentaba los laureles de su venerable edad.
—¿Has leído las historias de Hawthorne?
—me preguntó con suavidad.
Al alcanzar la calle, la atravesamos y
dimos la vuelta a la fuente que había frente al Plaza.
—Sí —contesté—. Prácticamente todas.
—¿Recuerdas a Ethan Brand y su búsqueda
del pecado imperdonable?
—Creo que sí. Fue en busca de él dejando
atrás a sus congéneres.
—Te refrescaré la memoria —dijo David.
Doblamos por la Quinta Avenida, una vía
que jamás está desierta ni oscura, mientras David recitaba el siguiente
párrafo:
—«Había perdido el control de la cadena
magnética de la humanidad. Ya no era un hombre-hermano que abría cámaras
subterráneas o mazmorras de nuestra naturaleza común con la llave de la
sacrosanta comprensión, lo cual le daba derecho a compartir todos sus secretos;
era un frío observador que contemplaba a la humanidad como un experimento,
convirtiendo al hombre y a la mujer en meras marionetas, tirando de sus hilos a
fin de obligarlos a cometer los delitos necesarios para su estudio.»
Yo guardé silencio. Deseaba protestar,
pero no hubiera sido honesto por mi parte. Quería decir que jamás manipularía a
los seres humanos como si fueran marionetas. Lo único que había hecho era
observar a Roger, y a Gretchen, debatiéndose en la selva. No había tirado de
sus hilos. Era precisamente la honradez lo que nos había perdido a Gretchen y a
mí. Pero comprendí que David, al pronunciar aquellas palabras, no se refería a
mí sino a él mismo, a la distancia que lo separaba de los humanos. Había
comenzado a convertirse en Ethan Brand.
—Permíteme que continúe —dijo David
respetuosamente. Luego siguió citando a Hawthorne—: «Ethan Brand se convirtió
en un monstruo. Empezó a serlo desde el preciso instante en que su naturaleza
mortal dejó de estar en sintonía con su intelecto...»
David se detuvo.
Yo no respondí.
—Ésa es nuestra perdición —murmuró
David—. Nuestro progreso moral ha llegado a su fin, mientras que nuestro
intelecto crece a pasos agigantados.
Yo guardé silencio. ¿Qué podía decir?
Conocía el sentimiento de desesperación tan bien como David, pero me olvidaba
de él al contemplar un decorativo maniquí en un escaparate. El espectáculo de
las luces alrededor de un rascacielos bastaba para borrarlo. La gigantesca y
fantasmagórica silueta de San Patricio hacía que desapareciera. Pero luego
volvía a aparecer.
No tiene ningún sentido, pensé, casi
pronunciando las palabras en voz alta, aunque me limité a decir:
—Tengo que pensar en Dora.
Dora.
—Sí, y gracias a ti yo también tengo que
pensar en ella —respondió David.
6
¿Cómo,
y cuándo y qué debía contarle a Dora? Ésa era la cuestión. Al día siguiente,
por la tarde, David y yo partimos hacia Nueva Orleans.
No había ni rastro de Louis en la casa
de la calle Royale, lo cual no resultaba extraño. Louis se ausentaba cada vez
con más frecuencia. David lo había visto en cierta ocasión en París, acompañado
de Armand. La casa estaba impecable, como un sueño de otra época, llena de
muebles Luis XV, mis preferidos, las paredes elegantemente tapizadas y los
suelos cubiertos de suntuosas alfombras orientales.
David, por supuesto, conocía la casa,
aunque no la había pisado desde hacía un año. En uno de mis numerosos y
espléndidos dormitorios, decorado con sedas de color azafrán y espectaculares
mesas y mamparas turcas, se hallaba todavía el ataúd en el que había dormido
durante su breve y primera estancia después de transformarse en un vampiro.
El ataúd, por supuesto, quedaba perfectamente
disimulado. David había insistido en dormir en un ataúd, como suelen hacer
todos los neófitos a menos que sean nómadas por naturaleza. Éste se hallaba
guardado en una pesada arca de bronce que Louis había adquirido con
posterioridad, un armatoste rectangular tan singular como un piano cuadrado y
sin ninguna abertura visible, aunque, claro está, si uno pulsaba un resorte
secreto se alzaba de inmediato la tapa.
Había construido mi lugar de descanso
tal como me había prometido a mí mismo cuando se restauró esta casa en la que
Claudia, Louis y yo habíamos vivido en otros tiempos. Lo ubiqué no en mi viejo
dormitorio, que ahora sólo albergaba el inmenso lecho y el tocador de rigor,
sino en la buhardilla, donde había creado una celda de metal y mármol.
En suma, David y yo disponíamos de una
confortable casa, y me sentí francamente aliviado de que Louis no estuviera
para decirme que no creía una palabra de lo que aseguraba haber visto. Observé
que sus habitaciones estaban en orden y que había añadido más libros a su
colección. También me fijé en un nuevo y espléndido cuadro de Matisse. Aparte
de esos detalles, todo estaba igual que antes.
En cuanto nos instalamos, y tras
cerciorarnos de que el sistema de alarma funcionaba, como suelen hacer los
mortales, aunque nos disgustaba seguir sus pautas de comportamiento, decidimos
que fuera yo solo a visitar a Dora.
Yo no había vuelto a saber nada de mi
perseguidor, aunque había pasado poco tiempo desde su última aparición; tampoco
había vuelto a ver al Hombre Corriente.
David y yo temíamos que uno u otro se
presentaran en el momento más inesperado.
No obstante, me separé de David y dejé
que fuera a explorar la ciudad.
Antes de abandonar el Quarter para
dirigirme a la parte alta de la ciudad fui a ver a Mojo, mi perro. En caso de
que el lector no haya leído El ladrón de cuerpos y no sabe quién es
Mojo, lo describiré brevemente: es un gigantesco pastor alemán, lo cuida una
amable mujer mortal en un edificio de mi propiedad y me quiere, un rasgo que
encuentro irresistible. Se trata de un perro, ni más ni menos, aunque posee un
tamaño muy superior al de otros de su raza y un pelo muy tupido, y no puedo
permanecer mucho tiempo alejado de él.
Pasé un par de horas jugando con él en
el jardín, revoleándonos por el suelo, contándole las últimas novedades. Pensé
en llevármelo a ver a Dora. Su rostro oscuro y alargado, semejante al de un
lobo y aparentemente malvado, expresaba, como de costumbre, una gran bondad y
paciencia. Es una lástima que Dios no nos haya hecho a todos perros.
En realidad, Mojo me proporcionaba una
sensación de seguridad. Si aparecía el diablo y yo estaba con Mojo... ¡Qué idea
tan absurda! Sería capaz de enfrentarme al mismísimo diablo con tal de defender
a un perro de carne y hueso. En fin, supongo que los humanos han defendido
cosas más extrañas.
Poco antes de marcharme, pregunté a
David:
—¿Qué opinas de todo esto? Me refiero a
mi perseguidor y al Hombre Corriente.
David contestó sin vacilar:
—Creo que ambos son fruto de tu
imaginación, que te castigas a ti mismo; es la única forma en que sabes
divertirte.
Debí sentirme ofendido, pero no fue así.
Dora era real.
Al fin, comprendí que no podía llevarme
a Mojo. Iba a espiar a Dora y el perro sería un obstáculo. Besé a Mojo y me
marché. Más tarde lo llevaría a dar un paseo por nuestros parajes preferidos,
justo debajo del River Bridge, entre la hierba y las basuras. De momento, nadie
podía arrebatarme esos instantes con Mojo.
Pero regresemos a Dora.
Por supuesto, ella ignoraba que Roger
había muerto. Era imposible que lo supiera, a menos que se le hubiera aparecido
el fantasma de Roger. Sin embargo, Roger no me había indicado que pensara hacer
tal cosa. El esfuerzo de aparecerse ante mí había consumido todas sus energías.
Además, quería demasiado a su hija para gastarle esa broma pesada.
Pero ¿qué sabía yo sobre fantasmas?
Salvo algunas apariciones puramente mecánicas e indiferentes, jamás había
hablado con uno hasta esa noche.
A partir de ahora me acompañaría siempre
la indeleble impresión de su gran amor por la hija, así como su peculiar mezcla
de conciencia y sublime seguridad en sí mismo. Bien pensado, su visita era una
clara muestra de esta última característica. El hecho de que se me apareciera
no tenía nada de particular, pues el mundo está lleno de interesantes y creíbles
historias de fantasmas. Sin embargo, el hecho de entablar una conversación
conmigo, de convertirme en su confidente, sin duda requería una aplastante
seguridad en uno mismo.
Me dirigí a pie hacia la parte alta de
la ciudad, como los mortales, aspirando el olor del río y satisfecho de
hallarme de nuevo entre mis robles de corteza negra, las mansiones tenuemente
iluminadas de Nueva Orleans y la hierba, las enredaderas y las flores que
proliferaban por doquier. Me sentía en casa.
Al poco rato llegué al viejo convento de
ladrillos que se hallaba en la avenida Napoleón, donde residía Dora. La avenida
era como tantas otras hermosas calles de Nueva Orleans, con una amplia vía
central por la que antiguamente circulaban los tranvías. En la actualidad hay árboles
plantados en el centro de la avenida, los cuales ofrecen generosa sombra, así
como ante la fachada del convento.
Era la parte más frondosa de la zona
alta de la ciudad, de evidente sabor Victoriano.
Me acerqué despacio al edificio para que
cada detalle del mismo quedara grabado en mi mente, lo cual demostraba lo mucho
que yo había cambiado desde la última vez que había espiado a Dora.
El convento era de estilo Segundo
Imperio, con la típica buhardilla que cubría la parte central del edificio y
sus extensas alas. Observé que se habían desprendido algunas tejas de la
buhardilla, cuyo centro era cóncavo, lo cual le confería un aire singular. La
mampostería, las ventanas abovedadas, las cuatro torres que se elevaban en cada
esquina del edificio y el porche de dos pisos —igual al de las haciendas de las
plantaciones— que presidía la fachada del edificio central, de columnas blancas
y verja de hierro negra, recordaba vagamente el estilo italianizante de Nueva
Orleans. El edificio guardaba unas exquisitas proporciones. En la base del
tejado asomaban unos canales de cobre. No había postigos, pero seguro que
antiguamente debió haberlos.
En el segundo y el tercer piso se veían
numerosas ventanas, altas, abovedadas y enmarcadas por unos ladrillos pintados
de blanco, ya algo desteñidos.
Un amplio y austero jardín cubría la
parte frontal del edificio que daba a la avenida, y el interior debía de
albergar un enorme patio. Toda la manzana estaba presidida por este pequeño
universo en el que las monjas y las huérfanas, muchachas de todas las edades,
residían antiguamente. Las ramas de los gigantescos robles pendían sobre la
acera. En una calle lateral que daba al sur vi una hilera de vetustos mirtos.
Al dar la vuelta al edificio contemplé
las grandes vidrieras de la capilla, que constaba de dos pisos. En su interior
parpadeaba una pequeña luz, como si estuviera presente el Sagrado Sacramento,
cosa que dudaba. Por último me dirigí hacia la parte posterior del convento y
salté la tapia.
Algunas puertas estaban cerradas, pero no
todas. El edificio permanecía sumido en el silencio, y en medio del invierno de
Nueva Orleans —templado pero invierno al fin— advertí que el frío era más
intenso dentro que fuera.
Me adentré en el pasillo de la planta
baja con cautela, admirando las hermosas proporciones, la anchura y longitud de
los pasillos, el intenso olor de las paredes de piedra y el aroma a madera
noble de los desnudos suelos de pino amarillo. Todo exhalaba un aire rústico,
muy en boga entre esos artistas de las grandes ciudades que se instalan en
viejos almacenes y llaman a sus inmensos apartamentos «buhardillas».
Pero esto no era un almacén. Esto había
sido una morada sagrada. Anduve lentamente por el largo pasillo hacia la
escalera que se hallaba al nordeste. Arriba, a mi derecha, vivía Dora, en la
torre del nordeste del edificio, por decirlo así. Sus aposentos privados se
hallaban en el tercer piso.
No intuí la presencia de ninguna persona
en el edificio. Tampoco el olor ni los pasos de Dora. Oí el sonido de ratas e
insectos, y de algo mayor que una rata, tal vez un mapache, que comía en el
desván. Luego me detuve en un intento de captar la presencia de los pequeños
espíritus, o poltergeist.
Cerré los ojos y escuché. Parecía como
si en el silencio recogiese las emanaciones de unas personalidades, pero eran
demasiado débiles y confusas para alcanzar mi corazón o mi mente. Sí, había
algunos fantasmas, pero no presentí una turbulencia espiritual, una tragedia
sin resolver o una justicia pendiente. Antes bien, noté una profunda calma y
firmeza espiritual.
El edificio estaba intacto y exhibía su
auténtica personalidad.
Creo que el convento se sentía
complacido de haber vuelto a adquirir su fisonomía primitiva; incluso las vigas
del techo, aunque no hubieran sido construidas para mostrarse a la vista,
resultaban hermosas tal cual: en ellas podía apreciarse la oscura y recia
madera y el excelente trabajo de carpintería que se hacía en aquellos tiempos.
La escalera era original. Yo había
subido y bajado por miles de escaleras semejantes en Nueva Orleans. El edificio
contenía por lo menos cinco. Noté la huella de cada pisada de los niños que un
día habitaron el convento, el sedoso tacto de la balaustrada que había sido
encerada innumerables veces a lo largo de un siglo. Reconocí el tipo de descansillo
que daba directamente a una ventana exterior, ajeno a la forma y la existencia
de la ventana, dividiendo la luz que provenía de la calle.
Cuando llegué al segundo piso, comprendí
que me hallaba ante la puerta de la capilla. Desde el exterior no daba la
impresión de tener aquellas dimensiones.
Era tan grande como muchas iglesias que
había visitado en mi vida. A ambos lados del pasillo central había unos veinte
bancos colocados en hilera. El techo de yeso estaba cubierto y coronado por
unas decorativas molduras. Observé unos viejos medallones de los que, sin duda,
antiguamente debieron colgar unos candelabros de gas. Los vitrales de colores,
aunque no incluían figuras humanas, estaban muy bien realizados, según ponía de
relieve la luz que procedía de una farola y penetraba en la capilla; los
nombres de los santos patrones aparecían inscritos con unas letras muy
decorativas en los paneles inferiores de cada vidriera. La luz del sagrario no
estaba encendida; la única iluminación consistía en unas velas delante de una
Regina María, es decir, una virgen que lucía una vistosa corona.
El lugar parecía conservar el mismo
aspecto que cuando fue vendido y las hermanas se vieron obligadas a
abandonarlo. Había todavía una fuente de agua bendita, aunque no estaba sostenida
por un ángel; se trataba simplemente de un pila de mármol sobre una peana.
Al entrar, pasé debajo de la galería del
coro y quedé maravillado ante la pureza y simetría de su diseño. ¿Qué siente
uno al vivir en un edificio que dispone de capilla propia? Doscientos años
antes me había arrodillado más de una vez en la capilla de mi padre, pero se
trataba tan sólo de una pequeña estancia de piedra construida dentro de nuestro
castillo. Sin embargo, este inmenso convento, con sus viejos ventiladores eléctricos
para refrescar el ambiente en verano, parecía no menos auténtico que la pequeña
capilla de mi padre.
Esta capilla parecía destinada a la
realeza, todo el convento se me antojó de pronto un palacio más que un edificio
religioso. Por unos instantes imaginé que vivía allí, no con la austeridad que
habría querido Dora, sino rodeado de gran esplendor, y que a través de los
kilómetros de suelos pulimentados me dirigía cada noche a este inmenso
santuario para rezar mis oraciones.
Me sentía a gusto en este lugar. De
golpe se me ocurrió la idea de comprar un convento y convertirlo en mi
residencia, para vivir en él a salvo y con todo lujo y confort, en un olvidado
rincón de una ciudad moderna. Sentí una profunda envidia o, mejor dicho, sentí
que mi respeto hacia Dora aumentaba.
Multitud de europeos vivían todavía en
este tipo de edificios con varios pisos y alas distribuidas alrededor de
amplios y suntuosos patios privados. En París existían muchas mansiones así,
pero la idea de vivir en un edificio como éste en América, rodeado de toda
clase de lujos, resultaba muy tentadora.
Sin embargo, ése no había sido el sueño
de Dora. Ella deseaba instruir allí a sus misioneras, a las predicadoras que
extenderían la palabra de Dios con el fervor de san Francisco o Buenaventura.
En cualquier caso, si la muerte de Roger
arrebataba a Dora su fe, siempre podría vivir ahí como una princesa.
¿Qué poder tenía yo para influir en el
sueño de Dora? ¿Qué deseos se cumplirían si lograba convencerla de que aceptara
la enorme riqueza que le había legado su padre y se convirtiera en la princesa
de este palacio? ¿Los de un ser humano feliz de haberse salvado del dolor que
genera la religión?
No era una idea tan absurda como pueda
parecer. En cualquier caso, típica de mí, algo así como imaginar el cielo en la
Tierra, pintado en tonos pasteles, exquisitamente pavimentado y dotado de
calefacción central.
Eres terrible, Lestat.
¿Quién era yo para pensar esas cosas?
Dora y yo podíamos vivir allí como la Bella y la Bestia. Solté una sonora
carcajada. Sentí un escalofrío que me recorrió la columna dorsal, pero no oí
pasos sospechosos.
De pronto me sentí solo. Me detuve para
escuchar, alarmado.
—No te atrevas a acercarte a mí en estos
momentos —murmuré a mi perseguidor, cuya presencia no había detectado—. Estoy
en una capilla, tan a salvo como si me encontrara en una catedral.
Me pregunté si mi perseguidor se estaría
riendo de mí. Son imaginaciones tuyas, Lestat.
No te preocupes. Camina por el pasillo
de mármol hacia el comulgatorio. Sí, todavía había un comulgatorio. Mira al
frente y no pienses en nada.
La voz urgente de Roger resonó en el
oído de mi memoria. Pero yo amaba a Dora, me encontraba allí para ayudarla.
Simplemente me estaba tomando mi tiempo.
Mis pasos sonaron a través de la
capilla. No me importaba. Las estaciones del vía crucis, pequeñas, grabadas en
relieve sobre el yeso, estaban colocadas entre las vidrieras, en el orden
acostumbrado, y el altar había desaparecido del nicho que lo albergaba para ser
sustituido por un gigantesco Cristo crucificado.
Los crucifijos siempre me han fascinado.
Existen muchos modos de representar diversos detalles, y el arte del Cristo
crucificado ocupa buena parte de los museos actuales así como las catedrales y
basílicas que se han convertido en museos. El crucifijo que tenía ante mí era
impresionante, inmenso, antiguo y realizado según los cánones realistas del
siglo diecinueve. Examiné detenidamente cada detalle, el breve taparrabos de
Jesús agitado por el viento, el rostro enjuto, traspasado por el dolor.
Supuse que era un hallazgo de Roger.
Resultaba demasiado grande para colocarlo en el nicho del altar, y mostraba un
soberbio trabajo artesanal. En cambio, los santos de yeso que permanecían sobre
sus pedestales —la previsible y dulce santa Teresa de Lisieux ataviada con su
túnica de carmelita, su cruz y su ramo de rosas; san José sosteniendo un lirio;
e incluso la María Regina con su corona, dentro de una hornacina junto al
altar—, si bien eran unas estatuas de tamaño natural y estaban minuciosamente
pintadas, no eran unas obras maestras.
El crucifijo te impelía a adoptar algún
tipo de resolución: o bien «odio el cristianismo con toda su crueldad», o bien
un sentimiento más doloroso, quizá como cuando uno, de joven, imagina sus
propias manos atravesadas por aquellos clavos. La cuaresma. Las meditaciones.
La Iglesia. La voz del sacerdote entonando las palabras. Padre nuestro.
Sentí al mismo tiempo odio y dolor.
Entre las sombras, mientras observaba el reflejo de las luces de la calle en
las vidrieras, evoqué unos recuerdos de mi infancia, o digamos que los toleré.
Luego pensé en el cariño que sentía Roger por su hija, y mis recuerdos,
comparados con aquel cariño, resultaban insignificantes. Subí los escalones que
antaño conducían al altar y al tabernáculo. Extendí la mano y toqué el
crucifijo. Noté el tacto de la vieja madera. Percibí el leve y secreto sonido
de los himnos. Miré el rostro del Cristo pero no vi un semblante crispado por
el dolor, sino sabio y sereno en los últimos instantes previos a la muerte.
De pronto oí un ruido cuyo eco resonó en
todo el edificio. Retrocedí de forma apresurada, casi perdiendo el equilibrio,
y me volví. Alguien se hallaba en la planta baja y se dirigía con pasos
moderadamente rápidos hacia la escalera por la que yo había accedido a la
capilla.
Me encaminé con rapidez hacia la entrada
del vestíbulo. No oí ninguna voz ni detecté el menor olor. «¡Esto es
intolerable!», murmuré desmoralizado. Estaba temblando. Lo cierto es que
algunos olores humanos no son fáciles de detectar debido a factores como la
brisa o las corrientes de aire, que en aquel lugar abundaban.
La misteriosa persona estaba subiendo la
escalera.
Me coloqué detrás de la puerta de la
capilla para observar el descansillo. Si se trataba de Dora, me ocultaría
enseguida.
Pero no era Dora. Ascendía la escalera
con paso rápido y ligero, en dirección adonde yo me encontraba. Cuando se
detuvo ante mí, lo reconocí de inmediato.
Era el Hombre Corriente.
Permanecí inmóvil, mirándolo de hito en
hito. Era algo más bajo que yo; más flaco; absolutamente normal y corriente,
tal como lo recordaba. Emanaba de él cierto olor, extraño, mezclado con sangre,
sudor y sal, y percibí los leves latidos de su corazón...
—No te atormentes —dijo con voz cortés y
diplomática—. Estoy dudando. No sé si hacerte mi proposición ahora o antes de
que te líes con Dora. No sé qué es lo más aconsejable.
El extraño se encontraba a menos de un
metro y medio de distancia.
Me apoyé en el marco de la puerta del
vestíbulo, crucé los brazos y lo miré con arrogancia. A mis espaldas quedaba la
capilla, iluminada por las velas. ¿Parecía asustado? ¿Estaba asustado? ¿Iba a
desmayarme de pánico?
—Ya sabes quién soy —dijo el extraño con
un tono reticente y directo.
De pronto advertí algo que me llamó la
atención: la regularidad de las proporciones de su cuerpo y su rostro. No
poseía ningún rasgo fuera de lo común. Era un tipo absolutamente corriente, del
montón.
—Sí —dijo sonriendo—. Es la forma que
prefiero adoptar en todo momento y lugar para no llamar la atención. —Su voz era
cordial—. No es cuestión de pasearse con unas alas negras y patas de macho
cabrío para asustar a los mortales.
—Quiero que salgas de aquí antes de que
aparezca Dora —dije. De pronto me había vuelto loco de remate.
El extraño se volvió, se dio una palmada
en el muslo y soltó una carcajada.
—No te pongas chulo conmigo, Lestat
—dijo sin alzar la voz—. Con razón tus compinches te llaman el Engreído. No
puedes darme órdenes.
—¿Ah, no? ¿Y si te echo de aquí?
—¿Quieres intentarlo? ¿Quieres que
adopte mi otra forma? Puedo hacer que mis alas...
Oí el sonido confuso de unas voces y mi
visión empezó a nublarse.
—¡No! —grité.
—De acuerdo.
La transformación se interrumpió. El mal
momento pasó. El corazón me latía con violencia, como si estuviera a punto de
saltar de mi pecho.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo el
extraño—. Dejaré que resuelvas el asunto con Dora, puesto que estás obsesionado
con ello y no piensas en otra cosa. Luego, cuando hayas solventado lo de esa
chica y sus sueños, hablaremos.
—¿Sobre qué?
—Sobre tu alma, por supuesto.
—Estoy dispuesto a ir al infierno
—contesté, mintiendo descaradamente— Pero no creo que seas quien pretendes ser.
Eres algo, sin duda, algo similar a mí y para lo que no existen explicaciones
científicas, pero detrás de ello hay una serie de datos que al final lo pondrán
todo al descubierto, incluso la textura de cada pluma de tus alas.
El extraño frunció ligeramente el ceño,
pero no parecía enojado.
—A este paso, no llegaremos a ningún
sitio —dijo—. Sin embargo, de momento dejaré que sigas pensando en Dora. Está a
punto de llegar. Acaba de aparcar el coche en el patio. Me marcho por donde
vine. Pero antes te daré un consejo, para el bien de los dos.
—¿Cuál? —pregunté.
El extraño dio media vuelta y empezó a
bajar la escalera con tanta rapidez y agilidad como la había subido. Al llegar
abajo se volvió. Yo ya había captado el olor de Dora.
—¿Qué consejo?—insistí.
—Que te olvides de ella. Deja que sus
abogados se ocupen de sus asuntos. Aléjate de este lugar. Tenemos cosas más
importantes de que hablar. Todo esto te tiene obsesionado.
Tras pronunciar estas palabras
desapareció por una puerta lateral, que cerró de un portazo.
Casi de inmediato oí cómo Dora entraba
por la puerta trasera y se dirigía al centro del edificio, al igual que habíamos
hecho yo y el extraño. Luego enfiló el pasillo.
Mientras avanzaba se puso a cantar, o a
canturrear para ser más precisos. Percibí el dulce olor de su menstruación,
intensificándose así el suculento aroma de la joven que se aproximaba hacia
donde yo me encontraba.
Me oculté de nuevo entre las sombras del
vestíbulo. De esa forma Dora no descubriría mi presencia mientras subía por la
escalera hacia su habitación, que se hallaba en el tercer piso.
Al llegar al segundo piso noté que
salvaba los escalones de dos en dos. Llevaba una mochila al hombro y lucía un
bonito vestido de algodón de estilo retro, con flores estampadas y mangas
ribeteadas de encaje blanco.
Cuando se disponía a subir el tercer
tramo de escalera, se detuvo bruscamente y se volvió hacia donde estaba yo. Me
quedé helado. Era imposible que me hubiera visto.
A continuación se dirigió hacia mí,
alargó la mano y vi que sus dedos tocaban algo en la pared. Era el interruptor
de la luz, un simple interruptor de plástico blanco. De pronto la bombilla que
colgaba del techo inundó la sala de luz.
Imagínate la escena: un intruso alto y
rubio, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol violetas, limpio y aseado,
sin rastro de la sangre del padre de Dora, vestido con una chaqueta y unos
pantalones de lana de color negro.
Alcé las manos, en un gesto que venía a
indicar «no temas, no voy a hacerte daño». Me había quedado mudo del susto.
Acto seguido desaparecí.
Es decir, pasé junto a ella con tal
rapidez que no me vio. La rocé ligeramente, como una corriente de aire. Eso fue
todo. Subí dos pisos hasta alcanzar el desván y atravesé una puerta que se
hallaba sobre la capilla; allí dentro sólo unas pocas ventanas permitían el
paso de la luz de la calle. Una de las ventanas estaba rota. Se me ocurrió huir
a través de ella pero me senté en un rincón y allí me quedé absolutamente
quieto, sin atreverme apenas a respirar. Encogí las rodillas, me coloqué bien
las gafas y contemplé la puerta por la que había entrado.
No oí ningún grito, nada. A Dora no le
había dado ningún ataque de histeria; no corría como una loca por el edificio.
No había hecho sonar la alarma. Era admirable. Ni siquiera el hecho de haber
visto a un intruso le había hecho perder la serenidad. ¿Qué puede ser más
peligroso para una mujer sola que un joven macho, aparte de un vampiro?
Noté que me castañeteaban los dientes.
Oprimí el puño derecho contra la palma de la mano izquierda. ¡Maldito seas! A
qué viene presentarte de este modo, advirtiéndome que no hable con ella,
utilizando tus sucios trucos, si jamás pensé en hablar con ella. ¿Qué demonios
voy a hacer ahora, Roger? ¡No pretendía que Dora me sorprendiera de ese modo!
No debí acudir sin David. Necesitaba el
apoyo de un testigo. ¿Acaso se habría atrevido el Hombre Corriente a aparecer
si David hubiera estado conmigo? ¡Cómo odiaba a ese ser, hombre, demonio o lo
que fuera! Estaba hecho un lío. Temía no sobrevivir a esta aventura.
¿Significaba eso acaso que ese ser iba a
matarme?
De pronto oí que Dora subía la escalera,
lenta y sigilosa. Un mortal no habría percibido sus pasos. Llevaba una linterna
en la que yo no había reparado antes. Vi el haz de luz a través de la puerta
abierta del desván proyectarse sobre las oscuras tablas del techo.
Dora entró en el desván, apagó la
linterna y echó una mirada a su alrededor. En sus ojos se reflejaba la luz
blanquecina que penetraba por las ventanas. La luz de las farolas iluminaba
suavemente la estancia.
De pronto me vio.
—¿Por qué está asustado? —me preguntó
con voz tranquilizadora.
Yo la miré. Estaba encogido en el
rincón, con las piernas cruzadas, las rodillas debajo de la barbilla y los
brazos alrededor de las piernas.
—Lo... lo siento —contesté—. Temí...
haberla sobresaltado. Ha sido una torpeza imperdonable.
Dora se acercó con paso decidido. Su
olor invadió lentamente el desván, como los vapores del incienso.
Era alta y esbelta. El vestido de flores
con mangas de encaje le sentaba muy bien. Su pelo negro, corto y rizado le
cubría la cabeza como un casquete. Tenía unos ojos grandes y oscuros, parecidos
a los de Roger.
Su mirada era espectacular, capaz de
inquietar al más feroz depredador. La luz ponía de relieve sus delicados
pómulos, su boca de expresión serena y carente de toda emoción.
—Si quiere, me marcho—dije con timidez—.
Me levantaré muy despacio y me iré sin lastimarla. Se lo juro. No se alarme.
—¿Por qué usted? —preguntó Dora.
—No entiendo —contesté. No sabía si
estaba llorando o simplemente temblaba como una hoja—. ¿Qué quiere decir con
esa pregunta?
Dora avanzó unos pasos y me miró
fijamente. Se hallaba tan cerca de mí que podía verla con toda claridad.
Quizá le llamara la atención mi cabello
rubio, mis gafas violetas o mi aspecto juvenil.
Observé sus largas pestañas rizadas, su
barbilla menuda pero firme y la suave curva de sus pequeños hombros debajo del
vestido de flores y encaje. Era hermosa y esbelta como un lirio. Imaginé que su
cintura, bajo el holgado vestido, era tan estrecha que casi podría rodearla con
una sola mano.
Había algo en su presencia que me
intimidaba, aunque no daba la impresión de ser fría ni cruel. Tal vez era su
aura de santidad. No recordaba haber estado en presencia de un santo de carne y
hueso. Yo tenía mis propias definiciones para esa palabra.
—¿Por qué ha venido a comunicármelo
usted? —preguntó Dora con suavidad.
—¿Comunicarle qué, querida?
—Lo de Roger. Que ha muerto —respondió
Dora, arqueando ligeramente las cejas—. Por eso ha venido, ¿no es cierto? Lo
supe en cuanto le vi. Comprendí que Roger había muerto. Pero ¿por qué ha venido
usted?
Dora se arrodilló delante de mí.
Solté un sonoro y prolongado gemido. ¡Me
había adivinado el pensamiento! Mi gran secreto. Mi gran decisión. ¿Hablar con
ella? ¿Razonar con ella? ¿Espiarla? ¿Engañarla? ¿Aconsejarla? De golpe mi mente
le había transmitido la alegre noticia: ¡Lo siento, guapa, Roger ha muerto!
Dora se aproximó algo más. Demasiado. No
debió hacerlo. Dentro de unos instantes se pondría a gritar. Al ver que alzaba
la linterna dije:
—No encienda la linterna.
—¿Por qué no quiere que la encienda? No
le deslumbraré, se lo prometo. Sólo quiero verle.
—No.
—No me inspira ningún miedo, se lo
aseguro —dijo Dora con sencillez, sin aspavientos, mientras un sinfín de
pensamientos se agolpaban en su mente y me observaba sin perder detalle.
—¿Y eso? —pregunté.
—Dios no dejaría que una criatura como
usted me hiciera daño. Estoy convencida de ello. No sé si es un diablo, un
espíritu maligno o un espíritu bondadoso. Quizá desaparezca si me santiguo,
aunque no lo creo. Lo que no me explico es por qué está tan asustado. No creo
que le intimide la presencia de la virtud...
—Un momento, recapitulemos. ¿Se refiere
a que se ha dado cuenta de que no soy humano?
—Sí. Lo veo, lo presiento. He visto a
otros seres como usted. Los he visto en las grandes ciudades, brevemente,
mezclados entre multitud. He visto muchas cosas. No voy a decir que siento
lástima de usted, porque sería una tontería, pero no le tengo miedo. Es usted
terrenal, ¿no?
—Desde luego —contesté—, y espero seguir
siéndolo siempre. Mire, no pretendía sobresaltarla con la noticia de la muerte
de su padre. Yo le quería.
—¿De veras?
—Sí. Y... sé que él la quería a usted
mucho. Me pidió que le explicara ciertas cosas. Pero, por encima de todo, me
pidió que cuidara de usted.
—No le creo capaz de hacerlo, parece
demasiado asustado. ¡Si hasta está temblando!
—No es usted quien me inspira temor,
Dora —contesté irritado—. No sé lo que está pasando. Soy terrenal, sí, es
cierto. Y yo... yo maté a su padre. Soy culpable de su muerte. Más tarde se me
apareció y me pidió que cuidara de usted. Ahora ya lo sabe. No es a usted a
quien temo, sino a la situación. Jamás me había encontrado en semejantes
circunstancias, nunca había tenido que responder a este tipo de interrogatorio.
—Comprendo —dijo Dora. Estaba
profundamente impresionada. Su rostro brillaba como si estuviera sudando. El
corazón le latía aceleradamente. Agachó la cabeza. Su mente resultaba
impenetrable. Sin embargo, era evidente que estaba muy apenada, y las lágrimas
empezaron a rodar por sus mejillas. No soportaba verla de ese modo.
—Dios mío, esto es un infierno
—murmuré—. No debí matarlo. Yo... lo hice por una razón muy sencilla. Él... se
cruzó en mi camino. Fue un trágico error. Pero luego se me apareció y charlamos
durante horas, tranquilamente, su fantasma y yo. Me habló sobre usted, sobre
las reliquias y Wynken.
—¿Wynken? —repitió Dora, mirándome con
extrañeza.
—Sí, Wynken de Wilde, ya sabe, el autor
de los doce libros que posee su padre. Mire, Dora, me gustaría cogerle la mano
para consolarla, pero no desearía que se echase a gritar.
—¿Por qué mató a mi padre? —increpó. Su
pregunta significaba algo más. En realidad, me estaba diciendo: «¿Cómo es
posible que un ser que se expresa como tú sea capaz de cometer semejante
atrocidad?»
—Deseaba chuparle la sangre. Me alimento
de la sangre de los demás. Por eso me conservo joven y sigo vivo. ¿No cree en
los ángeles? Pues crea en los vampiros. Crea en mí. Existen peores cosas en el
mundo.
Dora me miró estupefacta.
—Nosferatu —dije suavemente—. Verdilak.
El vampiro. Lamia. Seres terrenales —añadí, encogiéndome de hombros. Me sentía
totalmente desarmado—. Existen numerosas especies extrañas. Pero Roger apareció
ante mí en forma de fantasma para hablarme de usted.
Dora empezó a sacudir la cabeza y
sollozar. Sin embargo, no era un ataque de histeria. Tenía los ojos llenos de
lágrimas y la cara crispada en una mueca de dolor.
—Dora, le aseguro que no le haré daño,
se lo juro. No quiero lastimarla.
—¿Es cierto que mi padre está muerto?
—preguntó Dora. De pronto rompió a llorar desconsoladamente, con el rostro
oculto entre las manos. Sus delgados hombros se agitaban de forma violenta—.
¡Dios mío, ayúdame! —murmuró—. ¡Roger! ¡Roger!
Luego se santiguó y permaneció sentada
en el suelo, llorando.
Yo aguardé mientras la observaba. Sus
lágrimas y su dolor se nutrían de sí mismos. Su desconsuelo iba en aumento. Al
cabo de unos minutos se inclinó hacia delante y se tumbó de bruces. Resultaba
evidente que no me temía. Era como si yo no estuviera presente.
Me levanté despacio y abandoné mi
escondite. Por fortuna, el techo del desván era bastante alto. Luego me acerqué
a Dora y apoyé las manos sobre sus hombros.
Ella no opuso resistencia. Siguió
llorando y moviendo la cabeza de un lado a otro como si estuviera bebida,
agitando las manos como si quisiera atrapar el aire.
—¡Dios, Dios, Dios! —exclamó—. ¡Dios...
Roger!
La cogí en brazos. Era tan ligera como
había sospechado, aunque en ningún caso su peso hubiera representado un
obstáculo para alguien tan fuerte como yo. Dora apoyó la cabeza en mi pecho.
—Lo sabía, me di cuenta cuando me besó
—dijo con voz entrecortada—. Entonces comprendí que no volvería a verlo. Lo
sabía...
Dora continuó pronunciando una serie de
frases ininteligibles. Parecía tan frágil y vulnerable... La sostuve con
cuidado, procurando no lastimarla. Cuando echó la cabeza hacia atrás, observé
que estaba muy pálida. Su indefensión habría sido capaz de conmover incluso al
mismísimo diablo.
Me dirigí hacia la puerta de su
habitación. Dora yacía en mis brazos como una muñeca de trapo, sin oponer
resistencia alguna. Al abrir la puerta de su habitación advertí una corriente
de aire cálido.
La habitación, que antiguamente debió de
cumplir las funciones de aula o dormitorio de las alumnas, era muy grande.
Estaba ubicada en una esquina del edificio. En dos lados de la estancia había
unas grandes ventanas por las que penetraba la luz de las farolas.
El resplandor del tráfico iluminaba la
habitación.
El lecho de Dora estaba adosado a la
pared que se hallaba frente a la puerta. Era un viejo camastro de hierro
forjado, pintado de blanco, sencillo y estrecho como el lecho de un convento,
con un marco rectangular del que antiguamente debió de colgar una mosquitera.
La pintura se había desprendido en algunas de las delgadas varas de hierro. Vi
unas estanterías llenas de libros. Había montones de libros por doquier,
algunos abiertos, otros apoyados en unos improvisados atriles; y su reliquias,
centenares de cuadros, estatuas y todo tipo de objetos que quizá le había
regalado Roger antes de que ella averiguara la verdad. En los marcos de madera
de las puertas y las ventanas aparecían escritas unas palabras en cursiva con
tinta negra.
Me dirigí hacia el lecho y deposité a
Dora en él. Ella apoyó la cabeza en la almohada, agradecida de poder tumbarse
sobre el mullido colchón. La habitación estaba inmaculadamente limpia y ofrecía
un aire alegre y moderno.
Entregué a Dora mi pañuelo de seda. Ella
lo cogió, lo miró y dijo:
—Es demasiado bueno.
—No, úselo. No tiene importancia. Tengo
muchos pañuelos.
Dora me observó en silencio y se secó
los ojos y las mejillas. El corazón le latía ahora más despacio, pero la
intensa emoción que había sentido al enterarse de la muerte de su padre había
intensificado su olor.
Pensé en su menstruación, absorbida por
una compresa de algodón blanco que llevaba entre las piernas. Era un olor muy
intenso, deliciosamente penetrante. La idea de lamer esa sangre empezó a
atormentarme. Aunque no sea propiamente sangre, la contiene, y sentí la
tentación que experimentaría cualquier vampiro en mi lugar: lamer la sangre que
fluía entre sus piernas, alimentarme de ella sin hacerle daño.
Naturalmente, dadas las circunstancias
eso era una idea absolutamente disparatada.
Se produjo un largo silencio.
Yo me senté en una silla de madera.
Sabía que ella estaba junto a mí, sentada en la cama, con las piernas cruzadas,
enjugándose los ojos y sonándose con unos pañuelos de papel que había hallado
en la mesita de noche. Todavía sostenía en la mano mi pañuelo de seda.
Mi presencia la excitaba pero no le
infundía miedo. Estaba demasiado deprimida para gozar de esta confirmación de
millares de creencias: un ser no humano vivo, con aspecto de hombre y que se
expresaba como un mortal. En esos momentos no podía asimilarlo, pero resultaba
evidente que se sentía impresionada. Su valor era auténtico coraje. Dora no era
estúpida. Se encontraba en un plano moral tan superior que ningún cobarde
habría alcanzado a entenderlo.
Algunos imbéciles lo habrían
interpretado como fatalismo. Pero no era eso. Era la facultad de pensar más
allá del instante presente, evitando así caer presa del pánico. Algunos
mortales quizás experimenten esa sensación poco antes de morir, cuando el juego
ha tocado a su fin y todo el mundo se ha despedido. Dora lo contemplaba todo
desde esa perspectiva fatal, trágica, infalible.
Yo miré hacia el suelo. No vayas a
enamorarte de ella.
Las tablas de pino amarillo habían sido
lijadas, lacadas y enceradas. Eran de color ámbar. Preciosas. Quizá todo el
palacio sería un día así. La Bella y la Bestia. Aunque, para ser una bestia,
les aseguro que no estoy nada mal.
Me odiaba a mí mismo por disfrutar en
unos momentos tan delicados para Dora, imaginando que bailaba con ella por los
pasillos. Pensé en Roger, lo cual me devolvió a la realidad, y en el Hombre
Corriente, aquel monstruo que me estaba esperando.
Contemplé el escritorio de Dora, los dos
teléfonos, el ordenador, más pilas de libros y, en un rincón, aquel pequeño
televisor, un instrumento de estudio, cuya pantalla no medía más de cuatro o
cinco pulgadas, aunque estaba conectado a un largo cable negro que, a su vez,
conectaba el aparato al resto del mundo.
Había muchos otros artilugios
electrónicos. No era la celda de una monja. Las palabras que aparecían
inscritas en los marcos de puertas y ventanas consistían en frases como: «El
misterio se opone a la teología», «Extraña conmoción» y, la más curiosa de
todas, «Escucho las tinieblas».
Sí, pensé, el misterio se opone a la
teología, eso era lo que Roger había tratado de decirme, que Dora no había
alcanzado la fama que se merecía porque en ella se conjugaba lo místico con lo
teológico y le faltaba fuego o magia. Roger había insistido en que su hija era
una teóloga. También estaba convencido de que sus reliquias eran misteriosas,
lo cual era cierto.
De nuevo evoqué un remoto recuerdo de mi
infancia, cuando ante el crucifijo que había en nuestra iglesia de la Auvernia
me sentí impresionado por la sangre que brotaba de las manos y los pies de
Jesús. Yo era muy pequeño. A los quince años ya me acostaba con las jóvenes
aldeanas en la parte posterior de la iglesia, lo cual constituía un auténtico
prodigio en aquellos tiempos. Claro que en nuestra aldea se suponía que el hijo
del terrateniente tenía que ser una especie de sátiro. Mis hermanos, de talante
excesivamente conservador, habían defraudado a la mitología local al
comportarse siempre como auténticos caballeros. Su mezquina virtud era capaz
incluso de afectar a las cosechas. Sonreí. Por fortuna, mis proezas amatorias
compensaban con creces las deficiencias de mis hermanos. Sin embargo, al
contemplar el crucifijo —yo debía de tener unos siete u ocho años a lo sumo—
había exclamado: «¡Qué forma tan horrible de morir!» Mi madre se había echado a
reír ante aquella ocurrencia, pero mi padre se había sentido humillado.
El tráfico que circulaba por la avenida
Napoleón generaba un leve ruido previsible y tranquilizador.
Al menos, a mí me parecía
tranquilizador.
Oí suspirar a Dora. Luego advertí que
apoyaba la mano en mi brazo y lo oprimía con delicadeza, como si quisiera
sentir la textura que yacía bajo la armadura de la ropa.
A continuación noté que sus dedos me
rozaban la cara.
Por alguna razón, es lo que suelen hacer
los mortales cuando quieren asegurarse de que somos de carne y hueso: flexionan
los dedos hacia dentro y nos tocan la cara con los nudillos. Es una forma de
tocar a alguien superficialmente. Supongo que hacerlo con la palma de la mano o
con las suaves yemas de los dedos sería un gesto demasiado íntimo.
No me moví. Dejé que me palpara el
rostro como si estuviera ciega y aquél fuera un gesto de cortesía. Noté sus
dedos en mi cabello, del cual me sentía muy orgulloso; sabía que lo tenía
sedoso y brillante. Pese a sentirme desorientado y confuso, seguía siendo el
mismo individuo vanidoso y egocéntrico de siempre.
Dora se santiguó de nuevo. Pero no me temía.
Supongo que lo hizo para confirmar algo, aunque, bien pensado, no sé
exactamente qué. Luego rezó en silencio.
—Yo también sé rezar —dije—. «En el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» —Repetí toda la letanía
en latín.
Dora me miró con asombro y emitió una
suave risita.
Yo sonreí. El lecho y la silla que Dora
y yo ocupábamos respectivamente, a escasa distancia uno del otro, se hallaban
en un rincón. Había una ventana por encima del hombro de Dora y otra detrás de
mí. Ventanas y más ventanas; era un palacio lleno de ventanas. La madera oscura
del techo se encontraba a casi cinco metros de altura. Me fascinaba la escala
de aquel edificio; en Europa eso era normal. Por fortuna, no había sido
sacrificado a las dimensiones modernas.
—La primera vez que entré en Notre Dame
—dije— después de haberme convertido en esto, en un vampiro, lo cual no fue
idea mía dicho sea de paso... era completamente humano y más joven que usted,
me obligaron a ello, no recuerdo si recé cuando sucedió, pero sí que luché como
un desesperado, y consta por escrito. Pero, como le iba diciendo, la primera
vez que entré en Notre Dame me extrañó que Dios no me fulminara.
—Debe de reservarle un lugar en el
esquema de las cosas.
—¿Usted cree?
—Sí. Jamás imaginé encontrarme cara a
cara con un ser como usted, pero tampoco me parecía imposible o siquiera
improbable. Durante años he esperado una señal, una confirmación. De no haberse
producido me habría resignado, pero en el fondo siempre tuve la sensación... de
que esa señal iba a producirse.
Dora tenía una voz atiplada, típicamente
femenina, pero se expresaba con aplastante seguridad y sus palabras poseían
tanta autoridad como si las hubiera pronunciado un hombre.
—De repente se presenta aquí, me
comunica que ha matado a mi padre y me dice que su fantasma habló con usted. No
soy dada a despachar este tipo de cosas a la ligera. Lo que dice me interesa,
posee una retórica que me atrae. De joven, lo que más me gustaba de la Biblia
era su calidad retórica. He percibido cosas que se salen de lo común. Le
confiaré un secreto. En cierta ocasión deseé que mi madre muriera, y ese mismo
día, al cabo de una hora, mi madre desaparecía de mi vida para siempre. Deseo
aprender de usted. Según me ha explicado, entró en la catedral de Notre Dame y
Dios no le fulminó.
—Le contaré algo divertido —dije—.
Sucedió hace doscientos años. En París, antes de la Revolución. Por aquel
entonces vivían numerosos vampiros en París, en Les Innocents, un enorme
cementerio que ya no existe. Vivían en las catacumbas y no se atrevían a pisar
Notre Dame. Cuando me vieron entrar allí, creyeron que Dios iba a fulminarme.
Dora me observaba plácidamente.
—Destruí su fe, dejaron de creer en Dios
y en el diablo —dije—. Y eran unos vampiros. Unas criaturas terrenales, como yo,
medio demonios y medio humanos, estúpidas, torpes, que creían que Dios las
destruiría si se atrevían a poner un pie en la catedral.
—¿Y antes del episodio que me ha
relatado eran creyentes?
—Sí, tenían su propia religión
—contesté—. Se consideraban siervos del diablo, lo cual era un honor. Vivían
como vampiros, pero llevaban una existencia desgraciada y deliberadamente
penitente. Yo era, por decirlo así, un príncipe. Me paseaba por París con una
capa roja forrada con pelo de lobo. Ésa era mi vida humana, la capa. ¿Le
impresiona el hecho de que unos vampiros creyeran en Dios? Como le he dicho,
destruí su fe. Creo que jamás me lo han perdonado, me refiero a los escasos
vampiros que todavía hay desperdigados por el mundo. Nuestra especie casi se ha
extinguido.
—Un momento —dijo Dora—. Me interesa
mucho lo que dice, pero antes quiero hacerle una pregunta.
—Adelante.
—Mi padre... ¿Cómo murió? ¿Fue una
muerte rápida y...?
—No sufrió, se lo aseguro —respondí,
volviéndome hacia ella y mirándola a los ojos—. Él mismo me lo dijo. No sintió
el menor dolor.
Dora me miró con sus ojos negros muy
abiertos, los cuales contrastaban con la palidez de su rostro. En realidad, su
aspecto era un tanto fantasmagórico. Seguro que de haber aparecido un mortal en
aquellos momentos se habría asustado al verla tan pálida, casi exangüe, con los
ojos a punto de salirse de las órbitas.
—Su padre perdió el conocimiento antes
de morir —dije—. Se sumió en un trance pleno de variadas imágenes y luego
perdió el conocimiento. Su alma abandonó su cuerpo antes de que el corazón
cesara de latir. No sintió ningún dolor. Mientras le chupaba la sangre, una vez
que hube... No, le garantizo que no sufrió.
Dora estaba sentada con las piernas
encogidas, dejando a la vista unas rodillas muy blancas.
—Más tarde hablé con Roger durante dos
horas —dije—. Dos horas. Regresó por un motivo muy concreto, para que le
prometiera cuidar de usted, impedir que las autoridades la molestaran y que los
enemigos de su padre, la gente con la que él estaba relacionado, pudieran
lastimarla. En definitiva, regresó para evitar que su muerte... la perjudicara.
—¿Por qué lo consentiría Dios? —murmuró
Dora.
—¿Qué tiene que ver Dios en este asunto?
Escuche, querida, no sé nada sobre Dios. Ya se lo he dicho. Entré en Notre Dame
y no pasó nada, nunca he temido...
Eso era una descarada mentira. ¿Y el
otro? Presentándose allí disfrazado de Hombre Corriente, dando portazos, con
esa prepotencia, qué se había figurado ese cabrón...
—Me cuesta creer que fuera designio de
Dios —dijo Dora.
—¿Habla en serio? —pregunté—. Podría
relatarle infinidad de historias. Lo de los vampiros de París que creían en el
diablo no es nada comparado con lo que podría contarle. Mire...
De pronto me detuve.
—-¿Qué pasa? —preguntó Dora.
Percibí de nuevo aquel sonido, aquellas
pisadas lentas y medidas. En cuanto se me ocurrió pensar en él de aquel modo,
enfurecido, maldiciéndole, noté sus pasos.
—Iba... a decir... —empecé de nuevo,
procurando no hacer caso.
Le oí aproximarse. Sí, eran las
inconfundibles pisadas que anunciaban la presencia de aquel ser alado y cuyo
eco resonaba a través de la gigantesca cámara donde transcurría mi existencia,
independiente de todo cuanto existía en la habitación.
—Tengo que marcharme, Dora.
—¿Por qué?
Las pisadas sonaban cada vez más cerca.
—¡No te atrevas a aparecer estando ella
presente! —grité, levantándome de un salto.
—¿Qué pasa? —insistió Dora mientras se
situaba de rodillas sobre el lecho.
Yo retrocedí hasta alcanzar la puerta.
El ruido de las pisadas se hizo más débil.
—¡Maldito seas! —murmuré.
—¿Volveré a verlo? ¿Se marcha para
siempre? —preguntó Dora.
—No, claro que no. He venido para
ayudarla. Escuche, Dora, si me necesita llámeme —dije, apoyando un dedo en la
sien—. Hágalo una y otra vez, insista. Es como rezar, ¿comprende? No tema, no
es idolatría, no soy un dios maligno. No deje de llamarme. Debo irme.
—¿Cómo se llama?
Percibí de nuevo las pisadas, distantes
pero resueltas, persiguiéndome, aunque resultaba imposible determinar su
posición en aquel inmenso edificio.
—Lestat —respondí, pronunciando mi
nombre de forma lenta y clara, acentuando la segunda sílaba y remarcando la
última «t»—. Nadie sabe lo de su padre. Tardarán un tiempo en averiguarlo. Hice
todo lo que él me pidió. Sus reliquias están en mi poder.
—¿Los libros de Wynken?
—Sí, todo los objetos que él valoraba...
Quería que todo cuanto poseía fuera para usted. Una fortuna... Debo irme.
Me pareció que las pisadas se habían
desvanecido, pero no estaba seguro. En cualquier caso, no podía correr el
riesgo de quedarme.
—Volveré en cuanto pueda. ¿Cree en Dios?
Pues aférrese a él, Dora, porque quizá tenga toda la razón en lo que respecta a
Dios.
Salí de allí a la velocidad de la luz,
subí la escalera, atravesé la ventana del desván que estaba rota y me encaramé
al tejado; me movía con tal rapidez que no tuve tiempo de pensar en si alguien
me seguía o no. Mientras, la ciudad que yacía a mis pies se había convertido en
un espectacular torbellino de luces.
7
Al
cabo de unos instantes ya me encontraba en el jardín posterior de mi casa en el
barrio francés, en la calle Royale, contemplando las ventanas iluminadas, unas
ventanas que hacía mucho tiempo que me pertenecían, y confiando en que David
siguiese allí.
Estaba furioso, me fastidiaba huir de
aquel ser. Me detuve unos minutos con el fin de calmarme. ¿Por qué había salido
huyendo? ¿Para no verme humillado delante de Dora, que de buen seguro sólo me
habría visto a mí caer redondo al suelo, aterrado ante la visión de aquella
criatura?
Por otro lado, era posible que ella
hubiera visto a mi perseguidor.
Mi intuición me decía que había obrado
con sensatez al marcharme y evitar que éste se acercara a Dora. Al fin al cabo,
me perseguía a mí. Yo tenía que proteger a Dora. Tenía una excelente razón para
luchar contra ese ser, no sólo por mi bien, sino también por el de ella.
Fue entonces cuando la bondad de Dora
asumió una forma definida en mi mente, cuando pude hacerme una idea cabal de
ella sin dejarme influir por el olor de la sangre que brotaba de entre sus
piernas y por su rostro pálido y fantasmagórico. Los mortales van dando tumbos
por la vida desde que nacen hasta que mueren. Una vez cada siglo, uno se cruza
con un ser como Dora: una inteligencia elegante y la encarnación de la bondad,
junto a la otra cualidad que Roger había tratado de describir, su magnetismo,
que aún no se había liberado de la maraña de fe y teología que lo mantenían
atrapado.
Hacía una noche cálida y sensitiva.
Aquel invierno los plátanos de mi jardín
no se habían visto afectados por una helada, y crecían altos y vigorosos contra
los muros de piedra. Las balsamináceas y la lantana relucían en los
desbordantes parterres, y la fuente, con su querubín, creaba una música
cristalina a medida que el agua caía del cuerno del querubín a la pila.
Nueva Orleans, los aromas del barrio
francés.
Subí apresuradamente la escalera del
jardín que daba acceso a la puerta trasera de mi casa, entré y eché a correr
por el pasillo en un visible estado de confusión mental. De pronto avisté una
sombra en la sala de estar.
—¡David!
—No está aquí.
Me detuve en seco.
Era el Hombre Corriente.
Se hallaba de espaldas al escritorio de
Louis, entre los dos ventanales que daban a la fachada, con los brazos
cruzados. Su rostro expresaba un intelecto paciente y una inquebrantable
seguridad en sí mismo.
—No vuelvas a huir —dijo sin rencor—. Te
seguiré allá donde vayas. Te pedí que dejaras a esa chica al margen, ¿no es
cierto? Sólo trataba de agilizar las cosas.
—Nunca he huido de ti —repliqué sin
demasiada convicción, pero resuelto a no volver a dejarme intimidar por él—. No
quería que te acercaras a Dora. ¿Qué quieres?
—¿Tú qué crees?
—Ya te lo dije —contesté, haciendo
acopio de todo mi valor—. Si has venido a buscarme, estoy dispuesto a ir al
infierno.
—Sudas sangre —dijo—. Estás aterrado. Es
cuanto necesito para llegar a alguien como tú —añadió con tono razonable—.
¿Acaso pretendes convertirte en un ser mortal? —preguntó—. Pude haber aparecido
ante ti sólo una vez para decirte lo que te tenía que decir. Sin embargo, has
trascendido demasiados estadios, tienes muchas bazas que jugar, y por eso deseo
apoderarme de ti en estos momentos.
—¿Bazas? ¿Te refieres a que puedo
zafarme de esto? ¿A que no vas a llevarme al infierno? ¿A que vamos a celebrar
una especie de juicio? ¿A que puedo solicitar la presencia de un Daniel Webster
moderno que me defienda?
Me expresaba con desprecio e ironía,
pero la pregunta era lógica y quería obtener también una respuesta lógica.
—Lestat —contestó mi perseguidor con
tono paciente mientras avanzaba un paso—, el asunto se remonta a David y a su
visión en el café. La pequeña anécdota que te contó. Yo soy el diablo y te
necesito. No he venido para llevarte al infierno por la fuerza. En cualquier
caso, no sabes nada sobre el infierno. No es como imaginas. He venido para
pedirte que me ayudes. Estoy cansado y te necesito. Estoy ganando la batalla, y
es imprescindible que no la pierda.
Sus palabras me dejaron perplejo.
Durante unos minutos el diablo me miró
fijamente y luego empezó a transformarse; su cuerpo adquirió mayor volumen y se
oscureció, las alas se elevaron hacia el techo envueltas en una densa humareda.
Oí unas voces mezcladas con una exquisita música y vi aparecer una luz casi
cegadora tras él. Sus peludas patas de macho cabrío avanzaron hacia mí. Sentí
que el suelo se hundía bajo mis pies, no tenía donde agarrarme y me puse a
gritar. Sus plumas negras refulgían, sus gigantescas alas se alzaban más y más,
mientras la algarabía de voces y música alcanzaba un nivel ensordecedor.
—¡No, esta vez no! —grité, abalanzándome
sobre él. Mis dedos se aferraron a su negra y peluda muñeca y contemplé su
inmenso rostro, el rostro de la estatua de granito, animado por una magnífica
expresión. El horripilante estruendo de cánticos y voces ahogaba mis palabras.
De pronto el diablo abrió la boca y frunció su oscuro ceño mientras abría
desmesuradamente los ojos, rasgados y de mirada inocente, en los que se
reflejaba un extraño resplandor.
Yo seguí sujetando su poderoso brazo con
la mano izquierda, convencido de que estaba tratando de liberarse de mí sin
conseguirlo. ¡Aja! ¡No podía liberarse de mí! Luego le propiné un puñetazo en
la cara. Noté su extraordinaria dureza, como si hubiera golpeado a uno de mi
misma especie. Pero lo que tenía ante mí no era una forma vampírica sólida.
El diablo parpadeó y la imagen comenzó a
perder volumen. Al cabo de unos instantes recobró la compostura y empezó a
crecer de nuevo. Yo le propiné un empujón con todas mis fuerzas, apoyando las
manos sobre su negra armadura. Su reluciente peto estaba a escasos centímetros
de mis ojos y vi las figuras e inscripciones que había grabadas en el metal. De
pronto agitó sus monstruosas alas como si quisiera intimidarme. Se alzaba ante
mí como una gigantesca y amenazadora figura, sí, pero yo había logrado
repelerlo de un empujón. Eufórico, lancé un grito de guerra y me precipité de
nuevo sobre él, aunque ignoro qué extraña fuerza me impelía hacia delante.
De repente se produjo un remolino de
plumas negras y refulgentes y noté que me caía. Pero no grité. Pasara lo que
pasase, no gritaría.
Sentí que me precipitaba en un vacío
insondable, como en una pesadilla, un vacío tan perfecto que me resulta
imposible describir.
Sólo la luz permanecía, una luz que lo
ofuscaba todo, tan hermosa que de pronto perdí el sentido de mis brazos y
piernas, de mis órganos, de las partes de que se compone el cuerpo. No tenía
forma ni peso. Caí presa del terror de precipitarme en el vacío, atraído
inexorablemente por la ley de la gravedad. El sonido de las voces iba en
aumento.
—¡Están cantando! —exclamé.
Cuando recobré el sentido me hallaba
tendido en el suelo.
Lentamente, palpé la rugosa superficie
de la moqueta, aspiré el olor a polvo y a cera, los olores de mi casa, y
comprendí que me encontraba en la misma habitación.
El diablo estaba sentado en la silla de
Louis, frente al escritorio, mientras yo yacía de espaldas, contemplando el
techo y sintiendo un intenso dolor en el pecho.
Me incorporé de inmediato, crucé las
piernas y lo miré con actitud desafiante.
—Está claro —dijo con aire perplejo.
—¿Qué?
—Eres tan poderoso como nosotros.
—No lo creo —contesté furioso—. No poseo
alas, no sé crear música.
—Sí puedes, sabes crear imágenes ante
los mortales, atraparlos con tus hechizos. Eres tan poderoso como nosotros. Has
alcanzado una etapa muy interesante en tu desarrollo. Sabía que no me
equivocaba contigo. Me has dejado impresionado.
—¿Impresionado? ¿De mi independencia?
Deja que te diga algo, Satanás, o como quiera que te llames.
—No pronuncies ese nombre, lo detesto.
—Basta que digas eso para que lo repita
una y otra vez.
—Soy Memnoch —dijo con calma, haciendo
un gesto un tanto ambiguo—. Memnoch, el diablo. Tenlo bien presente.
—Memnoch, el diablo.
—Así es —asintió—. Así es como firmo.
—Bien, pues deja que te diga, alteza,
príncipe de las tinieblas, que no pienso ayudarte en nada. ¡No soy tu siervo!
—Creo que puedo hacerte cambiar de
opinión —dijo Memnoch sin perder la compostura—. Creo que llegarás a ver las
cosas desde mi perspectiva.
De golpe me sentí exhausto y
desesperado.
Típico.
Me tumbé boca abajo, coloqué el brazo
debajo de la cabeza y me eché a llorar como un niño. Estaba muerto de
cansancio. Me sentía roto, deprimido, y me encanta llorar. No puedo evitarlo.
De modo que di rienda suelta a mis lágrimas, lo cual me proporcionó un gran
alivio.
¿Saben lo que pienso sobre el llanto?
Pues que algunas personas no saben llorar. Sin embargo, una vez que has
aprendido a llorar no existe nada comparable. Compadezco a la gente que no
sabe. Es como silbar o cantar.
De todos modos, estaba demasiado
deprimido para que el hecho de sentirme aliviado por unos instantes en medio de
aquel torrente de lágrimas teñidas de sangre me procurara un consuelo duradero.
Pensé en aquel episodio de años atrás,
cuando entré en Notre Dame mientras mis perversos colegas aguardaban en la puerta
para verme caer fulminado por un rayo divino; unos vampiros al servicio de
Satanás. Pensé en mi forma mortal, en Dora y en Armand, el joven líder inmortal
de los Elegidos de Satanás que se reunían junto al cementerio, el cual se había
convertido en un siniestro santo que enviaba a sus feroces bebedores de sangre
a atormentar a los mortales, a sembrar el terror y la muerte como una plaga. A
todo esto, yo no paraba de llorar.
—¡No es cierto! —creo que dije—. No
existe ni Dios ni el diablo. No es cierto.
Memnoch no respondió. Al cabo de un rato
me incorporé y me enjugué las lágrimas con la manga de la chaqueta. No llevaba
pañuelo. Se lo había dado a Dora. Mi ropa exhalaba un ligero olor a ella, que
había apoyado la cabeza sobre mi pecho mientras la transportaba en brazos a su
habitación. Era un olor dulzón, a sangre. Dora. No debí dejarla en aquel
estado. Estaba obligado a velar por su cordura. Maldita sea.
Miré a Memnoch.
Este permaneció sentado frente a mí, con
el brazo apoyado en el respaldo de la silla de Louis, sin dejar de observarme.
—¿Es que no vas a dejarme nunca en paz?
—pregunté, con un suspiro de resignación.
Memnoch me miró perplejo y soltó una
carcajada. Cuando se reía, su rostro asumía un aire extraordinariamente
simpático.
—No, por supuesto que no —contestó con
tono pausado y solemne, como intentando evitar así que me alterara más—. Llevo
siglos esperando a alguien como tú, Lestat. Te he estado observando durante
todo el tiempo. No, me temo que no voy a dejarte en paz. Pero no quiero que estés
triste. ¿Qué puedo hacer para que te calmes? ¿Un pequeño milagro, un regalo,
para que dejes de llorar y podamos hablar con tranquilidad?
—¿Hablar con tranquilidad?
—Te lo contaré todo —respondió Memnoch—,
para que comprendas por qué es necesario que gane esta batalla.
—¿Insinúas que puedo negarme a cooperar
contigo? —pregunté.
—Desde luego. Nadie puede ayudarme si no
desea hacerlo. Estoy cansado. Cansado de mi trabajo. Necesito ayuda. Eso es lo
que oyó tu amigo David en el café, cuando experimentó aquella fortuita
epifanía.
—¿De modo que fue una epifanía fortuita?
¿Cómo es aquella palabra que utilizó David? No la recuerdo. ¿Así que no
pretendíais que David os viera hablando a Dios y a ti?
—Es muy complicado de explicar.
—¿Acaso os he fastidiado el plan al convertir
a David en uno de los nuestros?
—Sí y no. Esa parte que oyó David es
correcta. Mi tarea es ardua y estoy cansado. El resto de las ideas de David
sobre aquella breve visión... —Memnoch meneó la cabeza para indicar que le
parecían un disparate—. He venido a buscarte, a solicitar tu ayuda, pero es
necesario que lo dejes todo resuelto antes de tomar una decisión.
—No creía que fuese tan perverso
—murmuré con voz temblorosa, a punto de romper de nuevo a llorar—. Con todas
las barbaridades que han cometido los humanos en el mundo, los crímenes que han
perpetrado contra sus semejantes, el indecible sufrimiento que han padecido
mujeres y niños a manos de la humanidad, y vienes a buscarme precisamente a mí.
¡Debo de ser un monstruo! Supongo que David era demasiado bueno. No se
convirtió en un consumado degenerado como imaginabas.
—Por supuesto que no eres un monstruo
—respondió Memnoch para tranquilizarme. Luego soltó un breve suspiro.
Empecé a fijarme en más detalles de su
aspecto. No es que ahora se me revelasen con mayor nitidez, como había sucedido
cuando el fantasma de Roger apareció en el bar, sino que yo me había sosegado.
Observé que tenía el pelo rubio oscuro, suave y rizado. Las cejas no eran
negras sino del mismo color, y las mantenía fruncidas en un gesto que no
encerraba la menor vanidad ni arrogancia. No parecía estúpido, desde luego. La
ropa era corriente, aunque no creo que fueran unas prendas como las que se
venden en las tiendas. Eran de material real, pero la chaqueta resultaba
demasiado simple, sin botones, y la camisa blanca demasiado sencilla.
—Siempre has tenido conciencia —dijo
Memnoch—. Eso es precisamente lo que me gusta de ti. Conciencia, razón,
voluntad, dedicación. ¡Pero si eres un portento! Y te diré algo más: fue como
si me hubieras llamado.
—Imposible.
—Vamos, piensa en todos los retos que
has lanzado al diablo.
—Eso era poesía, versos burlescos o como
quieras llamarlo.
—No es cierto. Piensa en todas las cosas
que has hecho. Recuerda cuando despertaste a aquel vejestorio y lo dejaste
suelto por el mundo —dijo Memnoch lanzando una breve carcajada—. ¡Como si no
tuviéramos suficientes monstruos creados por la evolución! Y después tu
aventura con el ladrón de cuerpos. Tuviste la oportunidad de reencarnarte, y la
rechazaste para volver a ser lo que eras antes. No sé si sabrás que tu amiga
Gretchen se ha convertido en una santa. Vive en la selva.
—Sí, he leído la noticia en los
periódicos.
Gretchen, mi monja, mi amor durante el
breve tiempo en que fui mortal, no había vuelto a pronunciar una palabra desde
la noche en que huyó de mí para refugiarse en su capilla misionera e hincarse
de rodillas ante el crucifijo. Permaneció en aquella aldea en medio de la selva
rezando día y noche, sin apenas probar bocado. Los viernes la gente recorría centenares
de kilómetros, desde Caracas y Buenos Aires, para ver cómo sangraba a través de
los estigmas de sus manos y pies. Ese había sido el fin de Gretchen.
De pronto, en medio de aquella delicada
situación, se me ocurrió que quizá Gretchen estuviera realmente con Jesús.
—No, no lo creo —dije secamente—.
Gretchen perdió la razón; está sumida en un permanente estado de histeria y yo
soy el culpable. Es simplemente una mística más, como tantas otras, que sangra
por unas heridas como Jesús.
—No pretendo juzgar ese incidente —dijo
Memnoch—. Pero volvamos a nuestro asunto. Te decía que lo habías intentado todo
menos pedirme directamente que acudiera. Has desafiado a la autoridad, has
vivido todo tipo de experiencias. Te has enterrado vivo en dos ocasiones y una vez
trataste de elevarte hasta el sol para convertirte en un montón de cenizas. Lo
único que te faltaba era... llamarme. Era como si me hubieras preguntado: «¿Qué
más puedo hacer, Memnoch?»
—¿Se lo has contado a Dios? —pregunté
con frialdad, negándome a caer en sus redes, evitando no mostrarme curioso ni
excitado.
—Naturalmente —contestó Memnoch.
Me quedé tan perplejo que no conseguí
articular palabra.
No se me ocurría nada ingenioso. Pensé
en plantearle algunos problemas de carácter teológico o ciertas preguntas
complicadas, del tipo: «¿Cómo es que Dios no estaba enterado?» Pero no venía a
cuento.
Tenía que pensar, concentrarme en lo que
me decían mis sentidos.
—¡Tú y Descartes! —exclamó Memnoch con
desprecio—. ¡Tú y Kant!
—No me metas en el mismo saco que a los
demás —protesté—. Soy el vampiro Lestat, único e irrepetible.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—¿Cuántos vampiros quedan en el mundo?
No me refiero a otros seres inmortales, monstruos, espíritus malignos y
criaturas semejantes a ti, sino a vampiros. No hay ni un centenar, y ninguno es
como Lestat.
—Estoy completamente de acuerdo contigo.
Deseo que seas mi ayudante.
—¿No te ofende que no te respete, que no
crea en ti ni te tema, aun después de lo que ha sucedido? ¿No te fastidia que
estemos en mi casa y yo me esté burlando de ti? No creo que Satanás lo
consintiera. Yo, en tu lugar, no lo permitiría. A veces me he comparado
contigo. Lucifer, el hijo de la mañana. Les he dicho a mis detractores e
inquisidores que era el diablo, o que si alguna vez me topaba con Satanás lo
arrojaría de la Tierra.
—Memnoch —me rectificó éste—. No
pronuncies el nombre de Satanás, te lo ruego, ni ninguno de estos otros:
Lucifer, Belcebú, Azazel, Sammael, Marduk, Mefistófeles, etcétera. Me llamo
Memnoch. Pronto comprobarás que los otros representan diferentes combinaciones
de orden alfabético o bíblico. Memnoch es un nombre intemporal. Adecuado y
agradable. Memnoch, el diablo. No lo busques en ningún libro, porque no lo
hallarás.
No contesté. Estaba dándole vueltas a
algo que me intrigaba. El diablo podía cambiar de forma, pero debía de existir
una esencia invisible. ¿Me había topado quizá con la fuerza de esa esencia
invisible al atizarle el puñetazo? No sentí el tacto de su rostro, sólo una
fuerza que oponía resistencia. Si me lanzaba ahora sobre él, ¿comprobaría que
esa apariencia humana estaba llena de la esencia invisible, de tal modo que era
capaz de repeler mi agresión con una fuerza equiparable a la del ángel negro?
—Sí —dijo Memnoch—. Imagina lo que
supondría intentar convencer a un mortal de esas cosas. Pero ése no es el
motivo por el que te elegí. Te elegí no tanto porque sabía que no te costaría
tanto comprenderlo todo, sino porque eres perfecto para esa tarea.
—La tarea de ayudar al diablo.
—Sí, de ser mi mano derecha, por decirlo
así, mi bastón cuando me siento fatigado. Mi príncipe.
—Estás muy equivocado. ¿Te parece
divertido el sufrimiento que me causa mi conciencia? ¿Crees que me gusta la
maldad o que pienso en ella cuando contemplo algo tan hermoso como el rostro de
Dora?
—No, no creo que te guste la maldad
—respondió Memnoch—. Ni a mí tampoco.
—¿Que no te gusta la maldad? —repetí,
mirándolo con recelo.
—La odio. Y si no me ayudas, si dejas
que Dios siga haciendo las cosas a su modo, la maldad, que en realidad no es
nada, acabará destruyendo el mundo.
—¿Dios desea que el mundo se destruya?
—pregunté arrastrando lentamente las palabras.
—Quién sabe —replicó Memnoch con
frialdad—. Aunque no creo que Dios levantase ni un dedo para evitar que
sucediera. Yo no lo deseo, desde luego. Pero mi sistema es el más eficaz,
mientras que los de Dios son cruentos y devastadores, y muy peligrosos. Lo
sabes tan bien como yo. Tienes que ayudarme. Estoy ganando la batalla, te lo
aseguro. Pero este siglo ha sido insoportable para todos.
—De modo que pretendes decirme que no
eres malvado...
—Exactamente. ¿Recuerdas que tu amigo
David te preguntó que si ante mi presencia intuías la maldad, y respondiste con
una negativa?
—El diablo es un embustero reconocido.
—Mis enemigos también son de todos conocidos.
Ni Dios ni yo mentimos por naturaleza. Mira, no espero que creas lo que te
digo. No he venido aquí para convencerte de nada con mi charla. Si quieres te
conduciré al infierno y al cielo, y así podrás hablar con Dios todo el tiempo
que quieras. No precisamente con el Dios Padre, no En Sof, pero...
bueno, ya lo irás comprendiendo todo más adelante. Ahora es inútil que trate de
explicarte las cosas si no estás dispuesto a renunciar a tu vida frívola y
vacía para consagrarte a una batalla crucial con el fin de salvar el mundo.
No contesté. No sabía qué decir. Memnoch
y yo estábamos a muchas leguas del punto en el que habíamos iniciado la
conversación.
—¿Ver el cielo? —murmuré, tratando de
asimilarlo todo poco a poco—. ¿Ver el infierno?
—Por supuesto —respondió Memnoch con
tono paciente.
—Necesito una noche para pensarlo.
—¿Cómo?
—He dicho que quiero pensarlo durante
una noche.
—No me crees. ¿Acaso quieres una señal?
—No, estoy empezando a creerte
—respondí—. Por eso tengo que pensarlo. Tengo que sopesar los pros y los
contras.
—Estoy dispuesto a responder a cualquier
pregunta que desees formularme, a mostrarte lo que quieras.
—Entonces, déjame tranquilo durante dos
noches. Esta noche y la de mañana. Creo que es una petición razonable, ¿no?
Ahora, déjame tranquilo.
Memnoch parecía desilusionado, quizás
incluso un poco receloso. Pero yo había dicho lo que pensaba. No hubiese podido
ser de otro modo. Reconocí la verdad en cuanto brotó de mis labios, pues el
pensamiento y la palabra estaban estrechamente unidos en mi mente.
—¿Es posible engañarte? —pregunté.
—Desde luego —respondió Memnoch—. Yo
confío en mis dotes, al igual que tú en las tuyas. Tengo mis límites, como tú.
Cualquiera puede engañarte, lo mismo que a mí.
—¿Y a Dios?
—¡Uf! —contestó Memnoch con desprecio—.
Esa es una pregunta irrelevante. No imaginas cuánto te necesito. Estoy cansado.
—Su voz había adquirido una elevada carga emocional—. En cuanto a lo de engañar
a Dios... digamos, para decirlo piadosamente, que está por encima de esos
temas. Te concedo esta noche y la de mañana. No te molestaré ni te acosaré.
Pero ¿puedo preguntarte qué piensas hacer?
—¿Por qué? ¡O me concedes las dos noches
para meditarlo o no!
—Todos sabemos que eres bastante
imprevisible —respondió Memnoch, sonriendo con afabilidad.
Descubrí otra cosa en la que no había
reparado antes. No sólo tenía unas proporciones perfectas, sino que carecía de
cualquier defecto; era el paradigma del Hombre Corriente.
Ignoro si adivinó lo que yo estaba
pensando en aquellos momentos, pero no observé ninguna reacción. Se limitó a
esperar educadamente mi respuesta.
—Debo ir a ver a Dora.
—¿Por qué? —preguntó Memnoch.
—No tengo por qué darte más
explicaciones.
Memnoch me miró perplejo.
—¿No vas a ayudarla a resolver ese lío
referente a su padre? ¿Por qué no se lo explicas con claridad? Quisiera saber
hasta qué punto estás dispuesto a comprometerte, qué es lo que vas a revelar a
esa mujer. Estoy pensando en el tejido de las cosas, por utilizar la palabra
que empleó David. Es decir, ¿qué será de esa mujer cuando te vengas conmigo?
No contesté.
Memnoch suspiró y dijo:
—Está bien, llevo siglos esperándote.
Qué más da que espere otras dos noches. Estamos hablando sólo de mañana por la
noche, ¿de acuerdo? Pasado mañana, al anochecer, vendré a por ti.
—De acuerdo.
—Te haré un pequeño regalo, que te
ayudará a creer en mí. No es tan fácil descifrar lo que piensas y lo que crees.
Estás lleno de paradojas y conflictos. Te daré algo que te sorprenderá.
—Muy bien.
—Éste es mi regalo, llamémoslo un signo.
Pregunta a Dora sobre el ojo del tío Mickey. Pídele que te cuente la verdad,
que te explique lo que Roger nunca supo.
—Parece un juego espiritista de salón.
—¿Tú crees? Pregúntaselo.
—De acuerdo. La verdad sobre el ojo del
tío Mickey. Permíteme que te haga una última pregunta. Eres el diablo. Está
claro. Pero dices que no eres malvado. ¿Cómo se entiende eso?
—Otra pregunta irrelevante. Te
responderé de forma algo misteriosa. Resulta completamente innecesario que yo
sea malvado. Tú mismo lo comprobarás. Todavía tienes mucho que aprender.
—Pero ¿no eres opuesto a Dios?
—¡Naturalmente, es mi adversario!
Lestat, cuando veas todo lo que quiero mostrarte y oigas todo lo que tengo que
decirte, cuando hayas hablado con Dios y comprendas su punto de vista, así como
el mío, te unirás a mí en contra de él. Estoy seguro de ello.
Memnoch se levantó, dando así por
terminada la entrevista.
—Me marcho. ¿Te ayudo a levantarte del
suelo?
—Irrelevante e innecesario —dije
enojado—. Voy a echarte de menos —solté de forma inesperada.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—Me has concedido dos noches de plazo
—dije—. Recuérdalo.
—¿No comprendes que si me acompañas
ahora ya no habrá noches ni días? —respondió Memnoch.
—Es una propuesta muy tentadora —dije—,
pero ésa es vuestra especialidad, ¿no? Tentar a la gente. Necesito meditar y
consultarlo con otras personas.
—¿Para qué? —preguntó Memnoch,
sorprendido.
—No voy a marcharme con el diablo sin
decírselo antes a nadie —respondí—. Eres el diablo. ¿Por qué habría de fiarme
de ti? ¡Es absurdo! Tú juegas según tus normas, como todo el mundo, y yo no
conozco esas normas. Hemos quedado en que lo pensaré durante dos noches.
Entretanto, déjame en paz. Júralo.
—¿Por qué? —preguntó Memnoch
educadamente, como si hablara con un niño terco y rebelde—. ¿Para liberarte del
temor de oír mis pasos?
—Es posible.
—¿De qué sirve que te lo jure si no
crees una palabra de lo que te he dicho? —preguntó Memnoch, meneando la cabeza
como si se hallara ante un imbécil.
—¿Eres capaz de jurarlo o no?
—Te lo juro —dijo, llevándose la mano al
corazón, o al lugar donde se suponía que estaba su corazón—. Con absoluta
sinceridad, por supuesto.
—Gracias, así me quedo más tranquilo
—dije.
—David no te creerá —afirmó Memnoch con
suavidad.
—Lo sé.
—La tercera noche —dijo Memnoch,
asintiendo con la cabeza para subrayar sus palabras— vendré a buscarte aquí, o
dondequiera que te encuentres.
Así, con una última sonrisa tan afable
como la anterior, desapareció.
No fue una despedida como la que yo
habría previsto, pues Memnoch se largó a una velocidad que ningún humano
hubiera podido captar.
Puede decirse que se esfumó en el acto.
8
Me
levanté temblando, me sacudí los pantalones y la chaqueta, y constaté sin
sorpresa que la habitación estaba tan intacta como cuando había entrado en
ella. Por lo visto, la batalla se había librado en otra dimensión. Pero ¿en
cuál?
Tenía que encontrar a David. Faltaban
menos de tres horas para que amaneciera, así que partí de inmediato en su
busca.
No podía adivinar el pensamiento de
David, ni tampoco llamarlo, puesto que sólo disponía de un instrumento
telepático. Es decir, sólo podía explorar las mentes de los mortales con los
que me tropezaba para tratar de captar alguna imagen de David al pasar éste por
un lugar reconocible.
No había recorrido aún tres manzanas,
cuando comprendí que no sólo había detectado una poderosa imagen de David, sino
que me la transmitía la mente de otro vampiro.
Cerré los ojos y traté con todas mis
fuerzas de ponerme en contacto con David. Al cabo de unos segundos, ambos
captaron mi mensaje, David a través del ser que estaba junto a él. Se hallaba
en un lugar boscoso que reconocí enseguida.
En mis tiempos, la carretera Bayou
cruzaba esa zona en dirección a la campiña. En cierta ocasión, cerca de allí,
Claudia y Louis, tras intentar asesinarme, habían dejado mis restos flotando en
las aguas del pantano.
Actualmente la zona se había convertido
en un parque que de día se llenaba de madres y niños, además de contar con un
museo que albergaba obras muy interesantes, y de noche ofrecía un denso follaje
donde ocultarse.
En esa zona crecían los robles más
vetustos de Nueva Orleans, y una hermosa e inmensa laguna serpenteaba bajo el
pintoresco puente que se hallaba en el centro del parque.
No tardé en encontrar allí a los dos
vampiros, comunicándose a través de la densa oscuridad, lejos de los caminos
señalizados. David, como de costumbre, iba impecablemente vestido.
Sin embargo, al ver al otro me quedé
perplejo.
Se trataba de Armand.
Estaba sentado en un banco y su postura
era desenfadada, como la de un chiquillo, con un pie apoyado en el asiento,
observándome con su mirada inocente, cubierto de polvo y luciendo una larga
melena castaña, rizada y alborotada.
Vestía unos ceñidos vaqueros y una
cazadora. Podía pasar por un ser humano, desde luego un vagabundo, aunque su
rostro estaba pálido como la cera y más suave que la última vez que nos
habíamos visto.
En cierto modo, me recordaba a un muñeco
con ojos de cristal de color pardo, ligeramente brillantes, un muñeco que
hubiera sido hallado en un desván. Sentí deseos de cubrirlo de besos,
limpiarlo, pulirlo, procurarle un aspecto aún más radiante.
—Eso es lo que deseas siempre —dijo
Armand. Su voz me desconcertó. Había perdido cualquier rastro de acento francés
e italiano. Su tono era melancólico y estaba desprovisto de rencor—. Cuando me
hallaste bajo Les Innocents —dijo—, querías bañarme con perfume y vestirme con
una bata de terciopelo y grandes mangas bordadas.
—Sí, y peinar tu maravilloso pelo
castaño —contesté irritado—. Tienes buen aspecto, lo suficiente como para
abrazarte y amarte.
Ambos nos miramos durante un momento.
Luego Armand se levantó y avanzó hacia mí en el preciso instante en que yo me
aproximaba para abrazarlo. Su gesto no era tentativo, pero sí
extraordinariamente delicado. Yo podría haber retrocedido, pero no lo hice.
Permanecimos abrazados unos momentos. Un cuerpo frío y duro abrazado a otro
cuerpo frío y duro.
—Pareces un querubín —dije. Luego hice
una cosa bastante descarada y atrevida: le revolví el pelo de forma juguetona.
Armand es más bajo que yo, pero mi gesto
no pareció ofenderlo.
De hecho, sonrió complacido y se alisó
el cabello con la mano. Al sonreír, sus mejillas adoptaron el aspecto de unas
manzanas tersas y sonrosadas y la expresión de sus labios se suavizó. Luego
levantó la mano derecha y me atizó un puñetazo en el pecho, también
juguetonamente.
Fue un puñetazo en toda regla. Armand
siempre ha sido un bravucón. De todos modos, sonreí amablemente.
—No recuerdo ningún problema entre
nosotros —dije.
—Ya lo recordarás —contestó Armand—. Y yo
también. ¿Pero qué importa?
—Cierto —dije—. Lo importante es que
ambos estamos aquí.
Armand soltó una carcajada, sonora pero
profunda, y meneó la cabeza mientras dirigía a David una mirada que dejaba
entender que se conocían muy bien, tal vez demasiado. No me hacía gracia que se
conocieran. David era mi David; Armand, mi Armand.
Me senté en el banco de piedra.
—De modo que David te lo ha contado todo
—dije, mirando a Armand y luego a David.
David sacudió la cabeza en sentido
negativo.
—No sin tu permiso, Príncipe Engreído
—dijo David con desdén—. Jamás me atrevería a hacerlo. El único motivo que ha
traído a Armand hasta aquí es su preocupación por ti.
—¿De veras? —pregunté con sarcasmo
—Sabes que es cierto —respondió Armand.
Armand mostraba una actitud desenfadada.
Se notaba que había recorrido mucho mundo, que había aprendido. Ya no parecía
el objeto ornamental de una iglesia. Mantenía las manos en los bolsillos, como
un tipo duro.
—No me busques las cosquillas —dijo
Armand lentamente, sin rencor—. Te crees el amo del mundo, ¿no es cierto? Esta
vez quería hablar contigo antes de que ocurra un desastre.
—De modo que te has convertido en mi
ángel guardián —dije con sorna.
—Así es —contestó Armand sin parpadear—.
¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contármelo o no?
—Vamos a dar un paseo —respondí.
David y Armand me siguieron y nos
dirigimos a paso de mortal hacia un lugar donde crecían unos robles milenarios,
cubierto de hierbajos y abandonado, donde ni siquiera el vagabundo más
desesperado buscaría refugio.
Nos hicimos un pequeño claro entre las
raíces negras volcánicas y la tierra. La brisa que soplaba del lago, fresca y
límpida, barría los aromas de Nueva Orleans, de la ciudad. Henos aquí a los
tres, reunidos de nuevo.
—Dime en qué andas metido —insistió
Armand. De pronto se inclinó hacia mí y me besó de una forma infantil, muy
europea—. Es evidente que te encuentras en un aprieto. Todo el mundo lo sabe.
Los botones metálicos de su cazadora
eran helados al tacto, como si sólo hiciera unos minutos que hubiera regresado
de un lugar donde el invierno era mucho más crudo.
Nunca estamos muy seguros sobre los
poderes de nuestros colegas. Es como un juego. No se me habría ocurrido
preguntar a Armand cómo había llegado hasta allí, ni por qué medios, de la
misma forma que tampoco se me ocurriría preguntar a un mortal cómo hacía el
amor con su mujer.
Observé a Armand detenidamente,
consciente de que David yacía sobre la hierba, apoyado en un codo, mientras nos
estudiaba.
Al cabo de unos minutos dije:
—El diablo se ha aparecido ante mí y me
ha pedido que le acompañe con objeto de mostrarme el cielo y el infierno.
Armand no contestó. Se limitó a fruncir
un poco el entrecejo.
—Es el mismo diablo en el que te dije
que no creía —continué— hace siglos, cuando tú sí creías en él. Tenías razón,
al menos en una cosa: existe. Lo he visto y he hablado con él. Me ha concedido
esta noche y la noche de mañana para consultarlo con quien quiera. Desea
mostrarme el cielo y el infierno. Afirma que no es malvado.
David tenía la vista perdida en el infinito.
Armand me observaba atentamente, en silencio.
Les conté toda la historia. Relaté a
Armand la historia de Roger y la aparición de su fantasma. Luego les expliqué a
ambos mi accidentada visita a Dora, la conversación que había mantenido con
ella y que, al dejarla, el diablo me había perseguido hasta mi casa, además de
la pelea que se produjo entre ambos.
Les conté todos los pormenores. Les
hablé con total franqueza, sin reservas, dejando que Armand sacara sus propias
conclusiones.
—No quieras humillarme —le advertí—. No
me preguntes por qué huí de Dora ni por qué le comuniqué de una forma tan torpe
la muerte de su padre. No consigo librarme de la presencia de Roger, de la
sensación de su amistad hacia mí y su cariño hacia su hija. Ese Memnoch, el
diablo, es un individuo bastante razonable y cordial, muy convincente. En
cuanto a nuestra pelea, no sé cómo acabó, pero creo que lo dejé impresionado.
Dentro de dos noches vendrá a buscarme y, si la memoria no me falla, cosa que
sucede con frecuencia, dijo que me encontraría dondequiera que estuviera.
—Sí, eso está claro —dijo Armand en voz
baja.
—Veo que no te divierten mis desgracias
—tuve que reconocer con un pequeño suspiro de resignación.
—Por supuesto que no me divierte
—contestó Armand—. Aunque, como de costumbre, no pareces sentirte desgraciado.
Estás a punto de vivir una fantástica aventura, sólo que esta vez te muestras
más prudente que cuando dejaste que aquel mortal se largara con tu cuerpo y tú
le arrebataste el suyo.
—No es prudencia, es pánico. Creo que
ese ser, Memnoch, es realmente el diablo. Si hubieras tenido aquellas visiones,
tú también lo creerías. No eran artes de magia, todos sabemos hacer esos
trucos. Te aseguro que luché contra él. Posee una esencia capaz de habitar
cuerpos mortales. Él mismo es objetivo e incorpóreo, de eso estoy seguro. ¿El
resto? Quizá fuera un encantamiento. Me dio a entender que dominaba esas artes
tan bien como yo.
—Estás describiendo a un ángel —terció
David—, un ángel caído.
—El mismo diablo... —dijo Armand—. ¿Qué
pretendes de nosotros, Lestat? ¿Que te aconsejemos? Pues bien, yo que tú no me
iría con él.
—¿Por qué? —preguntó David antes de que
yo pudiera meter baza.
—Sabemos que existen seres terrenales
que no podemos clasificar, localizar ni controlar —respondió Armand—. Sabemos
que existen algunas especies mortales y ciertos tipos de mamíferos que parecen
humanos pero no lo son. Esa criatura podría ser cualquier cosa. Hay algo muy
sospechoso en la forma en que se aparece ante ti, con tanta parafernalia pero
sin perder los buenos modales.
—No obstante, quizá se trate realmente
del diablo, en cuyo caso todo encajaría —declaró David—. Dices que es un ser
razonable, Lestat, tal como suponías que era. No es un idiota moral, sino un
ángel auténtico, y desea tu colaboración. Ha empleado la fuerza en su primera
aparición ante ti, pero no quiere seguir haciéndolo.
—Yo no creo en él —dijo Armand—. ¿Qué
significa que quiere que le ayudes? ¿Que tendrás una existencia simultánea en
la Tierra y en el infierno? No, no me convence su imaginería, su vocabulario.
Ni tampoco su nombre. Memnoch. Suena malvado.
—Esas cosas ya os las había contado en
diversas ocasiones —dije.
—Jamás he visto al príncipe de las
tinieblas con mis propios ojos —dijo Armand—. He asistido a muchos siglos de
superstición, a portentos realizados por seres demoníacos como nosotros. Tú has
visto más cosas que yo, Lestat. Pero tienes razón. Ya me habías hablado de esas
cosas, y yo te digo que no debes creer en el diablo ni en que eres hijo de él.
Eso mismo le dije una vez a Louis, cuando éste acudió a mí en busca de una
explicación sobre Dios y el universo. Yo no creo en el diablo. Te aconsejo que
no creas lo que te dice ese misterioso ser ni tengas más tratos con él.
—En cuanto a Dora —dijo David
suavemente—, creo que obraste de forma imprudente, pero quizá puedas subsanar
esa torpeza.
—No lo creo —contesté.
—¿Por qué? —inquirió David.
—Permitidme que os haga una pregunta:
¿creéis lo que os he contado?
—Sé que nos has dicho la verdad
—contestó Armand—, pero ya te lo he dicho, no creo que esa criatura sea el
diablo ni que vaya a llevarte al cielo ni al infierno. Francamente, si fuera
cierto... razón de más para que no tengas más tratos con él.
Observé a Armand durante unos minutos en
un intento de distinguir sus rasgos en la oscuridad, de descifrar lo que
realmente pensaba sobre aquel asunto, y al fin comprendí que era sincero. No me
tenía envidia ni me guardaba rencor; no estaba resentido ni se sentía engañado.
Todas esas cosas eran agua pasada, suponiendo que alguna vez le hubieran
obsesionado. Quizás habían sido imaginaciones mías.
—Quizá —dijo Armand, como si me hubiera
adivinado el pensamiento—. Pero no te equivocas al creer que te hablo con
sinceridad. Te aconsejo que desconfíes de esa criatura, y rechaces la propuesta
de una colaboración verbal con ella.
—El concepto medieval de un pacto —dijo
David.
—¿Qué diantres significa? —pregunté, sin
ánimo de ser descortés.
—Hacer un pacto con el diablo —contestó
David—, acordar algo con él. Es lo que Armand te advierte que no debes hacer.
No hagas un pacto con él.
—Exacto —dijo Armand—. Me parece más que
sospechosa su insistencia en el aspecto moral de vuestro acuerdo. —Su rostro
juvenil reflejaba preocupación y los hermosos ojos lanzaban destellos en la
oscuridad—. ¿Por qué tienes que acceder de forma voluntaria?
—No recuerdo con exactitud los términos
en los que me expresé —respondí. Estaba confundido—. Pero le dije algo sobre
las normas del juego.
—Quiero hablar contigo sobre Dora —dijo
David en voz baja—. Tienes que remediar de inmediato el daño que le has
causado, o al menos prométenos que no...
—No voy a prometeros nada respecto a
Dora —respondí—. No puedo.
—No destruyas a esa joven, Lestat —dijo
David con firmeza—. Si es cierto que nos encontramos en un ámbito donde los espíritus
de los muertos pueden rogar que les ayudemos, también pueden perjudicarnos.
¿Has pensado en eso?
David se incorporó, furioso, tratando de
dominar su distinguida voz, de no perder su flema británica.
—No le hagas daño a esa chica —dijo—. Su
padre te pidió que velaras por ella, no que la trastornes hasta hacerla
enloquecer.
—No sigas con tu discurso, David. Sé
adonde quieres ir a parar. Pero estoy solo. Solo con Memnoch, el diablo. Los
dos habéis sido buenos amigos míos; pertenecemos a la misma especie. Pero no
creo que nadie pueda aconsejarme sobre lo que debo hacer, excepto Dora.
—¡Dora! —exclamó David, atónito.
—¿Acaso piensas contarle esta historia?
—preguntó Armand tímidamente.
—Sí, eso es lo que pienso hacer. Ella es
la única que cree en el diablo. En estos momentos necesito apoyarme en un
creyente, un santo, un teólogo, y por eso voy a recurrir a Dora.
—Eres perverso, obstinado, destructivo
—dijo David. Sonaba como una maldición—. ¡Siempre has de salirte con la tuya!
Estaba furioso. En aquellos momentos
habían aflorado todas las razones que tenía para despreciarme, y no había nada
que yo pudiera decir en mi defensa.
—Espera —dijo Armand con suavidad—.
Lestat, esto es una locura. Es como consultar con la sibila. ¿Pretendes que esa
chica asuma el papel de oráculo, te diga lo que ella, como mortal, opina que
debes hacer?
—No es una simple mortal, es diferente.
No le inspiro ningún temor. No teme nada. Es humana y, sin embargo, parece de
una especie distinta. Es una santa, Armand, tal como debía de ser Juana de Arco
cuando condujo a los ejércitos. Dora sabe cosas sobre Dios y el diablo que yo
desconozco.
—Hablas de fe, lo cual sin duda atraerá
a Dora —dijo David— igual que atrajo a tu amiga la monja, Gretchen, que ahora
está irremediablemente loca.
—Loca y muda —apostillé—. No dice una
palabra, tan sólo reza, al menos eso dicen los periódicos. Pero ten presente
que, antes de aparecer yo en escena, Gretchen no creía realmente en
Dios. En su caso, la fe y la locura son una misma cosa.
—¡Nunca aprenderás! —exclamó David.
—¿Qué es lo que debo aprender?
—pregunté—. Iré a ver a Dora, David. Es la única persona a la que puedo
recurrir. Además, no puedo dejar las cosas tal como han quedado entre ella y
yo. Debo volver y reparar mi torpeza. En cuanto a ti, Armand, quiero que me
prometas una cosa; supongo que imaginas a qué me refiero. He arrojado una luz
protectora alrededor de Dora, ninguno de nosotros puede tocarla.
—¿Me crees capaz de lastimar a tu amiga?
Me duele que pienses eso de mí —protestó Armand, ofendido.
—Lamento haberlo dicho —respondí—. Pero
sé lo que es la sangre y sé lo que es la inocencia, y ambas cosas constituyen
una mezcla muy tentadora. Confieso que yo mismo me siento tentado por esa
joven.
—Entonces, serás tú quien caiga en la
tentación —me espetó Armand—. Como sabes, ya no me molesto en elegir a mis
víctimas. Sólo tengo que colocarme delante de una casa y esperar a que las
personas que lo deseen se arrojen en mis brazos. Puedes estar seguro que no
haré daño a esa chica. ¿Acaso crees que vivo en el pasado? ¿No comprendes que
uno cambia con cada era? ¿Qué demonios puede decirte Dora para ayudarte?
—No lo sé —contesté—. Pero iré a verla
mañana por la noche. Si no fuera tan tarde, iría ahora mismo. Si algo me
sucediera, David, si desapareciera, si... la herencia de Dora está en tus
manos.
David asintió.
—Tienes mi palabra de honor de que
velaré por los intereses de esa joven, pero te ruego que no vayas a verla.
—Si me necesitas, Lestat... —dijo
Armand—. Si ese ser trata de llevarte con él a la fuerza...
—¿Por qué te preocupas por mí?
—pregunté—. Después de todas las malas pasadas que te he jugado, ¿por qué?
—No seas idiota —respondió con
suavidad—. Hace tiempo me convenciste de que el mundo es un jardín salvaje.
¿Recuerdas tus viejas poesías? Dijiste que las únicas leyes verdaderas, las
únicas que te merecían respeto, eran las leyes estéticas.
—Sí, lo recuerdo muy bien. Me temo que
es cierto. Siempre he temido que fuera cierto, desde que era un niño mortal.
Una mañana, al despertarme, comprobé que no creía en nada.
—Pero en tu jardín salvaje brillas con
luz propia —dijo Armand—. Te paseas por él como si te perteneciera y pudieras
hacer lo que te viniera en gana. He recorrido el mundo entero, pero siempre
regreso a ti para contemplar los colores del jardín a tu sombra o reflejados en
tus ojos, o para escuchar tus últimas locuras y obsesiones. Además, somos
hermanos, ¿no es así?
—¿Por qué no me ayudaste la última vez,
cuando me metí en un lío por haber cambiado mi cuerpo por el de un ser humano?
—Si te lo digo no me lo perdonarás
—contestó Armand.
—Dímelo.
—Porque confiaba en que permanecieras en
aquel cuerpo inmortal y salvaras tu alma, y recé por ello. Creí que te habían
concedido el mayor don, me sentía eufórico por ti, por tu triunfo. No debía
inmiscuirme. ¡No podía hacerlo!
—Eres infantil e idiota, siempre lo has
sido.
Armand se encogió de hombros.
—Por lo visto, tienes otra oportunidad
de salvar tu alma. Espero que esta vez sepas hacer uso de tu fortaleza y tu
talento, Lestat. No me fío de ese Memnoch, creo que es mucho peor que todos los
enemigos humanos a los que te enfrentaste cuando estabas atrapado en aquel
cuerpo humano. No creo que ese Memnoch tenga nada que ver con el cielo. ¿Por
qué habían de dejarte entrar con él?
—Una excelente pregunta.
—Lestat —intervino David—, no vayas a
ver a Dora. Recuerda que, de haber seguido mi consejo, te habrías evitado
muchos problemas la última vez que te viste en un aprieto.
Habría mucho que comentar sobre eso,
pues en tal caso él no se habría convertido en lo que era ahora, una espléndida
criatura. Por más que quisiera, no podía arrepentirme de que estuviera ahí, de
que hubiera ganado el trofeo carnal del ladrón de cuerpos. Sencillamente, no
podía.
—Creo que el diablo quiere apoderarse de
ti.
—¿Por qué? —pregunté.
—Te ruego que no vayas a ver a Dora
—dijo David con aire solemne.
—Debo hacerlo, está a punto de amanecer.
Os quiero.
Ambos me miraron perplejos, recelosos,
con incertidumbre.
Hice lo único que podía hacer. Me largué
de allí.
9
La
noche siguiente abandoné mi escondite del desván y salí en busca de Dora. No
deseaba encontrarme otra vez con David o Armand. Por más que lo intentaran, no
conseguirían disuadirme.
El problema era qué hacer respecto a
Dora. David y Armand, sin quererlo, habían confirmado varias cosas: yo no
estaba loco de remate ni había imaginado todo lo que estaba sucediendo a mi
alrededor. Tal vez una parte, pero no todo.
Sea como fuere, decidí utilizar con Dora
un método radical que, de buen seguro, ni David ni Armand habrían aprobado.
Puesto que conocía bastante bien sus
costumbres y los lugares que frecuentaba, fui a su encuentro cuando salía de
los estudios de televisión de la calle Chartres, en el barrio francés. Había
pasado la tarde grabando un programa de una hora y charlando luego con sus
seguidores. Aguardé en el portal de una tienda mientras Dora se despedía de sus
«hermanas» o seguidoras. Eran unas mujeres jóvenes, aunque no unas
adolescentes, convencidas de que debían ayudar a Dora a cambiar el mundo.
Tenían un aire informal, inconformista.
Cuando desaparecieron, Dora se dirigió
hacia la plaza donde había dejado aparcado el coche. Vestía un abrigo de lana
negra, con medias también de lana y calzaba unos zapatos de tacón alto, como
los que le solía ponerse para bailar en el programa. Su atuendo, rematado por
su casquete de cabello negro y rizado, le daba un aspecto muy dramático y
frágil, tremendamente vulnerable en un mundo de hombres mortales.
La agarré por la cintura antes de que
pudiera advertir mi presencia. Nos elevamos a tal velocidad que era imposible
que ella consiguiera ver o comprender nada.
—Estás a salvo —le dije al oído.
Luego la estreché entre mis brazos para
impedir que el viento y la velocidad a la viajábamos pudieran lastimarla, y
seguí ascendiendo con ella, indefensa y vulnerable, mientras permanecía atento
al ritmo de su corazón y respiración.
Al cabo de unos momentos noté que se
relajaba entre mis brazos, mejor dicho, que confiaba en mí. Su reacción no dejó
de sorprenderme, como todo lo referente a ella. Dora hundió el rostro en mi
chaqueta, como si temiera mirar a su alrededor, aunque creo que era más bien
para defenderse del frío. Yo la protegí con mi chaqueta y seguimos volando. El
viaje duró más de lo previsto, pues no podía volar con un ser humano tan frágil
como Dora a una altitud excesiva, pero resultó mucho menos aburrido y peligroso
que en un reactor; esos trastos contaminan la atmósfera con sus emanaciones y
siempre existe el riesgo de que estallen.
En menos de una hora aterrizamos en el
vestíbulo de la Torre Olímpica. Dora recobró el conocimiento en mis brazos,
como si despertara de un profundo letargo. Fue inevitable: había perdido el
conocimiento, por diversos motivos físicos y psicológicos, aunque se recuperó
de inmediato. Me miró con sus enormes ojos de búho y luego contempló la fachada
lateral de San Patricio, que se alzaba ante nosotros en su inexorable gloria.
—Vamos, te enseñaré las cosas de tu
padre —dije, mientras la conducía hacia el ascensor.
Dora me siguió sin titubear, tal como
los vampiros soñamos que se comporten los mortales ante nosotros y jamás
sucede, igual que si no existiera el menor motivo para que sintiera miedo de
mí.
—No dispongo de mucho tiempo —dije.
Subimos al ascensor y pulsé el botón que correspondía a mi apartamento—. Me
persigue algo y no sé lo que quiere de mí. Pero tenía que traerte aquí.
Descuida, me ocuparé de que regreses a casa sana y salva.
Le expliqué que no conocía ninguna
entrada al edificio por el tejado, pues hacía poco que me había mudado a mi
nuevo apartamento, y ése era el motivo por el que habíamos cogido el ascensor.
Era una forma de disculparme por obligarla a utilizar este lento y anacrónico
medio de transporte después de haber cruzado un continente en una hora.
Cuando se abrieron las puertas del
ascensor, entregué a Dora las llaves del apartamento y la conduje hacia él.
—Abre tú misma la puerta, todo lo que
contiene te pertenece.
Dora me miró perpleja durante unos
instantes, luego se alisó el pelo con la mano, introdujo la llave en la
cerradura y abrió la puerta.
—Las cosas de Roger —fueron las primeras
palabras que pronunció al entrar en el apartamento.
Las reconoció por su olor, tal como
cualquier anticuario habría reconocido aquellos iconos y reliquias. Luego
descubrió el ángel que había instalado en el pasillo, con el ventanal al fondo,
y creí que iba a desmayarse en mis brazos.
Dora se desplomó hacia atrás, como si ya
hubiera previsto mi apoyo. La sostuve con las yemas de los dedos, temeroso de
lastimarla.
—¡Dios mío! —murmuró. Su corazón latía
aceleradamente, pero era joven y fuerte, capaz de resistir la impresión—.
Estamos aquí. Veo que no me has mentido.
Dora se apartó de mí antes de que yo
pudiera responder, pasó frente al ángel y se dirigió con paso decidido hacia la
amplia sala de estar. Las torres de San Patricio asomaban justo por debajo del
nivel de la ventana. La sala se hallaba atestada de paquetes envueltos en
plástico, a través del cual se detectaba la forma de un crucifijo o de un
santo. Los libros de Wynken yacían en la mesa, pero no quise abordar ese tema
en aquellos momentos.
Dora se volvió hacia mí y me analizó
detenidamente. Soy muy sensible a este tipo de escrutinio, hasta el extremo de
creer que mi vanidad reside en cada una de mis células.
Dora murmuró unas palabras en latín,
pero no las capté ni tampoco se produjo una traducción automática en mi mente.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
—Lucifer, el Hijo de la Mañana —murmuró
Dora al tiempo que me observaba con franca admiración.
Acto seguido tomó asiento en un sillón
de cuero, uno de los anodinos muebles que contenía el apartamento, destinados a
hombres de negocios aunque sumamente confortables. Dora no retiró la vista de
mí.
—No, no soy Lucifer —respondí—. Sólo soy
lo que te dije, nada más. Pero él es quien me persigue.
—¿El diablo?
—Sí. Te lo contaré todo y luego quiero
que me aconsejes. Entretanto... —me volví hacia el archivador— tu herencia, las
obras de arte, el dinero que posees y cuya existencia ignorabas, limpio y
legítimo, todo aparece detallado en unas carpetas negras que hay dentro del
archivador. Tu padre murió con el deseo de que utilizaras su herencia para
construir tu iglesia. Si la rechazas, no estés tan segura de que eso sea la
voluntad de Dios. Recuerda, tu padre ha muerto. Su sangre ha purificado el
dinero.
¿Estaba convencido de lo que acababa de
decir? En todo caso, era lo que Roger quería que le transmitiera.
—Roger me pidió que te lo dijera —añadí,
tratando de mostrarme seguro de mí mismo.
—Te comprendo —contestó Dora—. Te
preocupas por algo que ya no tiene importancia. Acércate, deja que te abrace.
Estás temblando.
—¿Que estoy temblando?
—Aquí hace calor, pero tú no pareces
notarlo. Anda, acércate.
Me arrodillé delante de ella y la abracé
como había abrazado a Armand. Luego apoyé la cabeza contra la suya. Tenía la
mejilla fría, pero ni siquiera el día en que la enterrasen estaría tan fría
como lo estaba yo en aquellos momentos. Yo había absorbido todo el frío del
invierno como si fuera un mármol poroso, lo cual quizá fuera cierto.
—Dora, Dora, Dora —murmuré—. No sabes lo
mucho que te quería tu padre. Deseaba ayudarte a conseguir todo lo que te
habías propuesto.
El olor que exhalaba su persona era muy
poderoso, pero yo también.
—Explícame lo del diablo, Lestat —dijo
Dora.
Me senté en la moqueta con objeto de
poder contemplar su rostro. Dora estaba sentada en el borde del sillón, con las
rodillas a la vista. Entre las solapas del abrigo asomaba el extremo de una
bufanda dorada. Su semblante estaba pálido pero animado por una expresión muy
vivaz que le daba un aire radiante y ligeramente mágico, como si no fuera
humana.
—Ni siquiera tu padre fue capaz de
describir tu belleza —dije—. Eres como la virgen de un templo, una ninfa de los
bosques.
—¿Es eso lo que te dijo mi padre?
—Sí. Por cierto, el diablo, o lo que
fuera, me pidió que te hiciese una pregunta. Me pidió que te preguntara la
verdad sobre el ojo del tío Mickey. —Acababa de recordarlo. No se me había
ocurrido contar esa anécdota a David ni a Armand, pero no tenía importancia.
Dora me miró sorprendida.
—¿El diablo te pidió que me preguntaras
eso? —preguntó, visiblemente impresionada.
—Dijo que era un regalo que me hacía.
Quiere que le ayude. Afirma que no es un ser maligno. Dice que Dios es su
adversario. Te lo explicaré todo, pero antes contesta a mi pregunta. El diablo
quiso hacerme ese regalo, un pequeño obsequio para convencerme de que es quien
asegura ser.
Dora se llevó la mano a la sien al
tiempo que sacudía la cabeza, en un gesto que indicaba confusión.
—Espera. ¿Estás seguro de que fue el
diablo quien te dijo que me preguntaras la verdad sobre el ojo del tío Mickey?
¿No te habló mi padre de él?
—No, ni tampoco capté ninguna imagen de
tu tío en la mente o el corazón de tu padre. El diablo dijo que Roger no
conocía la verdad. ¿A qué se refería?
—Es cierto, mi padre no sabía la verdad
—respondió Dora—. Su madre nunca se la contó. Mickey era tío suyo, el hermano
de mi abuelo. Fueron los padres de mi madre, la familia de Terry, quienes me
explicaron la historia. Según me dijeron, la madre de mi padre era muy rica y
poseía una magnífica casa en la avenida St. Charles.
—Conozco la historia de esa casa. Roger
conoció a Terry allí.
—Exacto, pero mi abuela de joven había
sido pobre. Su madre trabajaba de sirvienta en el Garden District, como tantas
otras chicas irlandesas. El tío Mickey era un tipo amable y campechano, que no
se daba ninguna importancia.
»Mi padre desconocía la verdadera
historia del tío Mickey. Los padres de mi madre me la contaron para demostrarme
que era absurdo que mi padre se diera tantos aires, teniendo en cuenta que
provenía de una familia humilde.
»Mi padre quería mucho al tío Mickey.
Éste murió cuando mi padre aún era un niño. El tío Mickey tenía una fisura en
el paladar y un ojo de cristal. Recuerdo que mi padre me enseñó su fotografía y
me contó la historia de cómo había perdido el ojo. Le encantaban los fuegos
artificiales y un día, mientras jugaba con unos cohetes, se le disparó uno
accidentalmente y le hirió en el ojo. Ésa es la historia sobre el tío Mickey
que yo había creído siempre. Lo conocía sólo de verlo en fotografías. Mi abuela
y mi tío abuelo murieron antes de que yo naciese.
—Y un día la familia de tu madre te
contó la verdad.
—Mi abuelo materno era policía. Conocía
la historia de la familia de Roger. Me dijo que el abuelo de Roger había sido
un borracho, igual que el tío Mickey. De joven, el tío Mickey trabajaba para un
corredor de apuestas. En cierta ocasión se quedó con el dinero en lugar de
apostarlo por un determinado caballo, y éste ganó la carrera.
—Ya.
—El tío Mickey, que era muy joven y me
imagino que estaría muerto de miedo, se encontraba en el Corona's Bar, en el
Canal Irlandés.
—En la calle Magazine —dije—. Ese bar
estuvo allí durante años, quizás un siglo.
—Sí. Los matones del corredor de
apuestas se presentaron en el bar y arrastraron al tío Mickey hasta la parte
trasera del local. El padre de mi madre presenció toda la escena. Estaba allí,
pero no podía intervenir. Nadie se atrevía a hacer nada. El caso es que mi
abuelo vio cómo aquellos individuos propinaban una soberana paliza al tío
Mickey. Ellos fueron quienes le causaron esa fisura en el paladar que lo
obligaba a hablar de una forma muy rara. También le vaciaron un ojo de una
patada. Cada vez que mi abuelo me relataba esa historia, me decía: «Esos tipos
pudieron haber salvado el ojo, Dora, pero lo pisotearon salvajemente con sus
zapatos puntiagudos.»
Dora se detuvo.
—Y Roger nunca supo la verdad.
—La única persona viva que lo sabe soy
yo —contestó Dora—. Mi abuelo ha muerto. Que yo sepa, todas las personas que
presenciaron la escena han muerto. El tío Mickey falleció a principios de los
cincuenta. Roger me llevaba de vez en cuando al cementerio para visitar su
tumba. Roger siempre sintió un gran cariño por el tío Mickey, con su extraña
forma de hablar y su ojo de cristal. Todo el mundo lo quería, según me dijo
Roger. Hasta lo decían los padres de mi madre. Era un encanto. Cuando murió
trabajaba de vigilante nocturno. Vivía en una pensión de la calle Magazine,
sobre Baer's Bakery. Murió en el hospital de una neumonía, aunque nadie de la
familia sabía que estuviera enfermo. Roger jamás supo la verdad sobre el ojo
del tío Mickey. De haberlo sabido, me lo habría comentado, como es natural.
Permanecí sentado en la moqueta,
reflexionando sobre lo que me acababa de contar Dora. No captaba ninguna imagen
de su mente, que mantenía totalmente cerrada a mí, pero se había expresado con
suficiente generosidad. Yo conocía el Corona's Bar, como cualquiera que hubiera
pasado por la calle Magazine en la época de los irlandeses. Conocía al tipo de
criminales que había descrito Dora, capaces de pisotear un ojo humano con sus
puntiagudos zapatos.
—Lo pisotearon y lo aplastaron —dijo
Dora, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Mi abuelo siempre decía:
«Podían haber salvado el ojo, de no haberlo pisoteado con sus zapatos
puntiagudos.»
Al cabo de unos minutos de silencio,
dije:
—Eso no demuestra nada.
—Demuestra que tu amigo, o enemigo,
conoce algunos secretos.
—Pero no demuestra que sea el diablo
—insistí—. Me pregunto por qué se le ocurrió elegir esa anécdota.
—Quizá se hallaba presente —contestó
Dora sonriendo con amargura.
Ambos soltamos una pequeña carcajada.
—Dices que era el diablo, pero sin
embargo declaró que no era maligno —dijo Dora. Hablaba en un tono persuasivo,
sincero y controlado.
Tenía la sensación de haber obrado de
forma sensata al buscar su consejo. Dora me observó fijamente.
—Cuéntame lo que hizo ese diablo —me
rogó Dora.
Le expliqué toda la historia. Tuve que
reconocer que había seguido a su padre durante un tiempo, acechando cada uno de
sus movimientos, y que el diablo había hecho lo mismo conmigo. Se lo conté
todo, sin omitir ningún detalle, tal como había hecho con David y Armand.
Concluí con estas enigmáticas palabras:
—Te diré lo siguiente sobre ese ser,
quienquiera que sea: posee una mente que no descansa en su corazón y una
personalidad insaciable. Es la pura verdad. La primera vez que utilicé estas
palabras para describirlo, se me ocurrieron de pronto, sin más. No sé de dónde
las saqué. Pero son ciertas.
—¿Puedes repetirlas? —preguntó Dora.
Yo hice lo que me pedía.
Dora guardó un profundo silencio.
Permaneció sentada con una mano apoyada en la barbilla y los ojos
entrecerrados.
—Voy a pedirte un favor que te parecerá
absurdo, Lestat —dijo Dora al cabo de unos instantes—. Encarga que nos suban
algo para comer y beber. O ve tú a por ello. Debo meditar sobre lo que me has
contado.
—Desde luego —respondí, levantándome de
un salto—. ¿Qué te apetece?
—Me da lo mismo. Lo que sea. No he
probado bocado desde ayer. Me siento demasiado débil para pensar con claridad.
Ve a comprar algo para comer y vuelve aquí. Necesito estar sola para rezar,
reflexionar y deambular entre las cosas de mi padre. Espero que al diablo no se
le ocurra apoderarse de ti antes del tiempo acordado...
—No lo creo, aunque sólo sé lo que te he
dicho. Voy enseguida a comprar algo.
Salí de inmediato, caminando como un
mortal, en busca de un restaurante del centro donde me vendieran algún plato
preparado y caliente. También compré varias botellas de agua mineral, puesto
que es lo que los mortales suelen beber en estos tiempos, y regresé cargado con
los paquetes.
Pero cuando se abrieron las puertas del
ascensor en el tercer piso, me di cuenta de que había hecho algo que se salía
por completo de lo normal. Yo, un vampiro de doscientos años, feroz y orgulloso
por naturaleza, había ido a hacer un recado para una joven mortal sólo porque
ella me lo había pedido.
Claro que las circunstancias
justificaban mi conducta. Había secuestrado a Dora y la había llevado a Nueva
York. La necesitaba. ¡La amaba!
Aquel episodio me demostró un hecho
palpable: Dora tenía la facultad, como suelen tener los santos, de hacer que
los demás la obedecieran. Yo había salido tan contento a comprarle algo para
comer, como si fuera ella quien me hubiera hecho un favor a mí al pedírmelo.
Entré en el apartamento con los paquetes
y los coloqué sobre la mesa.
La atmósfera del apartamento estaba
impregnada de los aromas de Dora, incluyendo su menstruación, esa sangre
especial que fluía entre sus piernas. Todo el lugar estaba saturado de su
presencia y su olor.
Me esforcé en dominar el intenso deseo
de chuparle la sangre hasta dejarla muerta.
Dora seguía sentada en el sillón, con
las manos entrelazadas y aspecto pensativo. Vi que las carpetas negras yacían
abiertas en el suelo. De modo que había examinado los documentos de su
herencia, o una parte de los mismos.
Sin embargo, Dora no miraba las
carpetas, sino que estaba inmersa en sus pensamientos. Cuando entré ni siquiera
alzó la vista.
Al cabo de unos segundos se levantó y se
dirigió hacia la mesa, como sumida en un trance. Entretanto, fui a la cocina en
busca de unos platos y unos cubiertos. Tras revolver en los armarios y cajones,
cogí un plato de porcelana y unos tenedores y cuchillos de acero inoxidable de
aspecto inofensivo. Los coloqué en la mesa y abrí los paquetes que contenían
unas humeantes raciones de carne y verduras. También le había comprado un
postre. Todo aquello me resultaba completamente extraño, como si no hubiera
habitado recientemente un cuerpo mortal y jamás hubiera probado los alimentos
que comen los humanos. En cualquier caso, era una experiencia que prefería no
recordar.
—Gracias —dijo Dora distraídamente, sin
mirarme siquiera—. Eres un encanto.
Luego abrió una botella de agua mineral
y bebió con avidez.
Mientras Dora bebía observé su cuello.
Aunque procuraba apartar de mi mente cualquier tentación, su intenso olor era
capaz de volverme loco.
Si crees que no podrás dominar este
deseo, me dije, es mejor que te marches y no vuelvas a verla.
Dora comió sin fijarse en lo que
ingería, de forma mecánica. De pronto me miró y dijo:
—Disculpa. Siéntate, por favor. No
puedes comer estas cosas, ¿verdad?
—No —respondí—, pero puedo sentarme.
Tomé asiento junto a ella, procurando no
observarla ni aspirar su aroma. Con el fin de distraerme, dirigí la vista hacia
el ventanal. Parecía que nevaba, porque todo estaba cubierto por un espeso
manto blanco. Eso, sin duda, significaba que o bien Nueva York había
desaparecido sin dejar rastro, o que estaba nevando.
Dora tardó menos de seis minutos y medio
en devorar la comida. Jamás había visto a nadie comer a esa velocidad. Luego lo
recogió todo y lo llevó a la cocina. Yo insistí en que no era necesario que
lavara el plato y los cubiertos y la conduje de nuevo a la sala de estar, lo
cual me dio la oportunidad de sostener sus manos cálidas y frágiles entre las
mías y aproximarme a ella.
—¿Qué me aconsejas? —pregunté.
Dora se sentó y reflexionó durante unos
minutos antes de contestar.
—Creo que no tienes nada que perder si colaboras
con ese ser. Es evidente que si quisiera destruirte ya lo habría hecho. Fuiste
a dormir a tu casa aun sabiendo que él, el Hombre Corriente, como tú lo llamas,
conocía la dirección. Es obvio que no le temes en un sentido material. Cuando
se transformó en un diablo, conseguiste apartarlo de ti. ¿Qué arriesgas
cooperando con él? Supongamos que sea capaz de llevarte al cielo o al infierno.
Siempre puedes negarte a ayudarle, ¿no? Puedes decirle, utilizando su
distinguida forma de expresarse: «Lo siento, no veo las cosas desde el mismo
punto de vista que tú.»
—Cierto.
—Quiero decir que si te muestras
dispuesto a hacer lo que te pide, ello no significa que le aceptes. Por el
contrario, es él quien tiene la obligación de hacerte ver las cosas desde su
óptica, ¿no crees? Además, siempre puedes romper las reglas.
—¿Te refieres a que no conseguirá
llevarme al infierno con engaños?
—¿Bromeas? ¿Crees que Dios permitiría
que el diablo se llevara a las personas al infierno por medio de engaños?
—Yo no soy una persona, Dora. Soy lo que
soy. No pretendo trazar ningún paralelismo con Dios en mis reiterativos
epítetos. Sólo pretendo decir que soy malvado. Muy malvado. Lo sé. Desde que
empecé a alimentarme de sangre humana. Soy Caín, el asesino de su hermano.
—En tal caso, Dios podría arrojarte al
infierno en cualquier momento, ¿no es cierto?
—Ojalá lo supiera —contesté, sacudiendo
la cabeza—. Ojalá supiera por qué Dios no me ha arrojado ya al infierno. Pero,
si lo he entendido bien, lo que dices es que el poder se halla repartido entre
ambos.
—Es evidente.
—Y que creer que el diablo pueda
embaucarme es casi una superstición.
—Justamente. Si vas al cielo, si hablas
con Dios...
Dora se detuvo.
—Si te pidiera que le ayudaras, si te
asegurara que no es malvado, aunque sea el adversario de Dios, ¿estarías
dispuesta a aceptar que es capaz de cambiar tu forma de pensar?
—No lo sé —contestó Dora—. Es posible.
Conservaría mi libre albedrío durante la experiencia, pero es posible que
aceptara.
—De eso se trata. El libre albedrío. Temo
perder mi voluntad y el juicio.
—Creo que estás en plena posesión de
ambas cosas, así como de una enorme fuerza sobrenatural.
—¿No intuyes la maldad en mí?
—No, eres demasiado hermoso, lo sabes de
sobra.
—Pero debe de existir algo podrido y
perverso en mí que presientes y ves.
—Quieres que te consuele y no puedo
hacerlo —respondió Dora—. No, no lo presiento. Creo lo que me has dicho.
—¿Por qué?
Dora reflexionó durante largo rato.
Luego se levantó y se dirigió al ventanal.
—He elevado una petición a las fuerzas
sobrenaturales —contestó Dora mientras contemplaba el tejado de la catedral,
que yo no alcanzaba a ver—. Les he pedido que me concedan una visión.
—¿Y crees que yo puedo ser la respuesta
a tu petición?
—Posiblemente —contestó Dora volviéndose
hacia mí—. Aunque ello no signifique que todo esto esté sucediendo debido a
Dora y a lo que Dora desea. Al fin y al cabo, te está ocurriendo a ti. Pero he
rogado por una visión, y he asistido a varios hechos en apariencia prodigiosos;
y, sí, te creo, lo mismo que creo en la existencia y la bondad de Dios.
Dora se acercó a mí, procurando no pisar
las carpetas que yacían en el suelo, y añadió:
—Nadie sabe por qué Dios permite que
exista el mal.
—Cierto.
—Ni cómo irrumpió en el mundo. Pero el
mundo está lleno de millones de personas —gentes que creen en la Biblia,
musulmanes, judíos, católicos, protestantes, descendientes de Abraham— que se
ven envueltas en situaciones en las que el mal se halla presente, en las que
está el diablo, en las que existe un elemento que Dios permite que exista, un
adversario, por utilizar el lenguaje de tu amigo.
—Sí. Adversario. Esa es la palabra que
él empleó.
—Creo firmemente en Dios —dijo Dora.
—Y piensas que también yo debería
hacerlo.
—¿Qué puedes perder? —preguntó Dora.
No respondí.
Dora comenzó a pasearse por la
habitación, con la cabeza inclinada y aire pensativo. Un mechón de pelo negro
le rozaba la mejilla; sus largas piernas, enfundadas en unas medias, eran muy
delgadas pero resultaban atractivas. Se había quitado el abrigo y me fijé en
que llevaba un sencillo vestido de seda negro. Noté de nuevo su olor, el olor
de su sangre femenina, íntima, fragante. Turbado, aparté la vista.
—Yo sé lo que puedo perder en estas
cuestiones. Si creo en Dios, y si Dios no existe, estaría perdiendo mi vida.
Podría acabar lamentándome en mi lecho de muerte de haber desperdiciado la
única experiencia real del universo que podía haber vivido.
—Exactamente eso es lo que yo pensaba
cuando estaba vivo. No quería desperdiciar mi vida creyendo en algo que era
indemostrable y disparatado. Quería conocer lo que podía ver, sentir y saborear
en la vida.
—Sí, pero tu situación es distinta. Eres
un vampiro. Desde un punto de vista teológico, eres un demonio. Eres poderoso y
no puedes morir de forma natural. Eso te da una ventaja.
Las palabras de Dora me hicieron
reflexionar.
—¿Sabes lo que ha sucedido hoy en el
mundo? —preguntó Dora—. Siempre iniciamos nuestro programa con unos boletines
informativos y preguntamos a la audiencia: ¿Sabéis cuántas personas han muerto
hoy en Bosnia, Rusia o África? ¿Sabéis cuántas escaramuzas se han librado hoy
en el mundo, cuántos asesinatos se han cometido?
—Ya te entiendo.
—Me refiero a que no es probable que ese
ser tenga el poder de embaucarte. Por tanto, deja que te muestre lo que te ha
prometido. Si resulta que estoy equivocada... si haces que me condene, entonces
habré cometido un trágico error.
—No, habrás vengado la muerte de tu
padre, eso es todo. Pero estoy de acuerdo contigo. No creo que pretenda
embaucarme. Me lo dice mi instinto. Y te diré algo más sobre Memnoch, el
diablo, algo que te sorprenderá.
—¿Que te cae bien? Lo sé. Lo comprendí
enseguida.
—¿Cómo es posible? Yo no me gusto. Me
amo, me amaré hasta el día en que muera, pero no me gusto.
—Anoche dijiste algo —respondió Dora—.
Dijiste que si te necesitaba no tenía más que llamarte en mis pensamientos, en
mi corazón.
—Así es.
—Pues bien, quiero que tú hagas lo
mismo. Si te marchas con ese ser, y me necesitas, llámame. Si no consigues
librarte de él por tu propia voluntad y necesitas que interceda, llámame y le
pediré a Dios que te ayude. No por una cuestión de justicia sino de
misericordia. ¿Me prometes hacerlo?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Dora.
—Pasar contigo las horas que me quedan y
ocuparme de tus asuntos. Me aseguraré, a través de mis numerosos aliados
mortales, de que nadie pueda perjudicarte en lo referente a tu herencia.
—Ya lo ha hecho mi padre —contestó
Dora—. Créeme. Lo ha dejado todo bien atado.
—¿Estás segura?
—Sí, lo ha resuelto con su habitual brillantez.
Ha dejado una gran suma de dinero que irá a parar a manos de sus enemigos,
superior a la fortuna que me ha legado a mí. No tienen necesidad de acosarme.
En cuanto se enteren de que ha muerto, se apresurarán a apoderarse de sus
bienes.
—¿Lo sabes con certeza?
—Sí. Dedícate esta noche a poner orden
en tus asuntos. No te preocupes de los míos. Prepárate para embarcarte en la
aventura que te espera.
Observé a Dora durante unos minutos.
Todavía permanecía sentado a la mesa. Ella estaba de pie, de espaldas al
ventanal. Su silueta, aparte de su pálido rostro, parecía dibujada con tinta
negra.
—¿Existe Dios? —pregunté a Dora en voz
baja. ¡Cuántas veces había formulado esa pregunta! Incluso se lo había
preguntado a Gretchen mientras yacía en mis brazos.
—Sí, Dios existe, Lestat —respondió
Dora—. Puedes estar seguro. Es posible que le hayas estado rezando durante
tanto tiempo y con tanta insistencia, que al final ha oído tus ruegos. A veces
me pregunto si no lo hará adrede, me refiero a no atender nuestros ruegos.
—¿Prefieres quedarte aquí o te acompaño
a casa?
—Prefiero quedarme. No quiero volver a
emprender otro viaje como el anterior. Pasaré el resto de mi vida tratando de
recordar cada detalle, pero sé que no lo conseguiré. Quiero permanecer en Nueva
York, junto a las cosas de mi padre. En cuanto al dinero, has cumplido tu
misión.
—Así pues, ¿aceptas las reliquias, la
fortuna?
—Desde luego. Conservaré los preciados
libros de Roger hasta el momento en que pueda mostrárselos a otros, las obras
de su admirado y herético Wynken de Wilde.
—¿Necesitas algo más de mí? —pregunté.
—¿Crees que... crees que amas a Dios?
—Rotundamente, no.
—¿Por qué lo dices?
—¿Cómo quieres que lo ame? —repliqué—.
¿Cómo quieres que lo ame nadie? ¿Recuerdas lo que dijiste hace un rato sobre
las cosas que ocurren en el mundo? Todo el mundo odia a Dios. No es que Dios
haya muerto en el siglo veinte, es que todo el mundo le odia. Al menos, ésa es
mi opinión. Quizá fuera eso lo que trataba de decirme Memnoch.
Dora me miró perpleja y disgustada.
Quería decir algo. Hizo un gesto ambiguo, como si tratara de atrapar unas
flores en el aire para mostrarme su belleza.
—Le odio —dije.
Dora se santiguó y unió las manos en
señal de oración.
—¿Vas a rezar por mí?
—Sí —respondió—. Aunque no vuelva a verte
después de esta noche, aunque jamás me tropiece con una prueba que demuestre tu
existencia ni que estuviste aquí conmigo, que mantuvimos esta conversación,
nuestro encuentro me ha transformado para siempre. Tú eres mi milagro, por
decirlo así. Eres la mayor prueba que se le podría conceder a un mortal. No
sólo confirmas la existencia de lo sobrenatural, lo misterioso y lo prodigioso,
sino que confirmas justamente lo que yo creo.
—Comprendo —respondí. Todo parecía
perfectamente lógico, simétrico y cierto. Sacudí la cabeza, sonriendo, y
añadí—: Me disgusta tener que dejarte.
—Vete —contestó Dora. De golpe apretó
los puños y dijo furiosa—: Pregúntale a Dios qué quiere de nosotros. Tienes
razón. ¡Todos le odiamos!
Durante unos instantes sus ojos
expresaron una intensa ira. Luego recuperó la compostura y me miró con los ojos
llenos de lágrimas:
—Adiós, cariño —dijo.
Fue una despedida muy dolorosa para
ambos.
Al salir del apartamento comprobé que
estaba nevando con intensidad.
Las puertas de la imponente catedral de
San Patricio permanecían cerradas a cal y canto. Me detuve en los escalones de
piedra y contemplé la Torre Olímpica, preguntándome si Dora podía verme ahí de
pie, tiritando de frío, mientras la nieve se deslizaba con suavidad por mi
rostro de modo persistente, doloroso, maravilloso.
—De acuerdo, Memnoch —dije en voz alta—.
No es necesario perder más tiempo. Puedes venir a por mí cuando quieras.
De inmediato, oí resonar sus pasos a
través del túnel monstruoso y desierto de la Quinta Avenida, entre las grotescas
torres de Babel.
Mi suerte estaba echada.
Me volví a un lado y a otro, pero no
había un alma a la vista.
—¡Estoy listo para ir contigo, Memnoch!
—grité.
Estaba muerto de pánico.
—Demuéstrame que tienes razón, Memnoch.
¡Te lo exijo!
Los pasos sonaban cada vez con más
fuerza. Era uno de sus trucos favoritos.
—Recuerda, tienes que hacer que vea las
cosas desde tu perspectiva. ¡Eso fue lo que prometiste!
De pronto se levantó un fuerte viento,
aunque no sé de dónde soplaba.
La metrópoli parecía vacía, congelada,
como si se hubiera convertido en mi tumba. La nieve caía en espesos copos sobre
la catedral, ocultando las torres.
Al cabo de unos instantes oí su voz
junto a mí, incorpórea, íntima.
—Bien, querido amigo —dijo—. Empezaremos
ahora mismo.
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