ABUELA
La madre de George fue hasta la puerta, vaciló un instante y
volvió para acariciarle el pelo.
—No quiero que te preocupes —dijo—. No te pasará nada. Y a
Abuela, tampoco.
—Claro que no me pasará nada. Dile a Buddy que se lo tome con
filosofía.
—¿Cómo?
George sonrió.
—Que esté tranquilo.
—Ah, qué gracioso —sonrió también, con una sonrisa distraída,
como si no sonriera a nadie en particular—. George, ¿estás seguro...?
—Todo saldrá bien.
«¿Estás seguro de qué? ¿Estás seguro de que no te asusta quedarte
a solas con Abuela? ¿Qué es lo que iba a preguntar?»
Si era eso, la respuesta era no. Después de todo, ya no tenía
seis años, como cuando llegaron de Maine para cuidar a Abuela y gritó de terror
cuando ésta le tendió sus enormes brazos desde aquel sillón de vinilo blanco
que olía siempre a huevos pasados por agua y aquel polvo dulzón que Mami le
ponía en la piel. Abuela abría sus blancos brazos para estrecharlo contra su
inmenso cuerpo de elefante. A Buddy ya le había tocado el turno, se había
dejado engullir por el ciego abrazo de Abuela y había salido con vida de la
experiencia..., pero Buddy tenía dos años más que él.
Ahora Buddy estaba ingresado en el Hospital CMG de Lewiston, con
una pierna rota.
—¿Tienes el número del médico, por si pasara algo? Que no pasará,
¿verdad?
—Verdad —contestó George, sonriente, tragando con la garganta
seca. ¿Resultaba natural su sonrisa? Seguro, seguro que sí. Además, ya no le
temía a Abuela. Después de todo, ya no tenía seis años. Mami se iba al hospital
para ver a Buddy y él se quedaba y «se lo tomaba con filosofía». No había
problema en pasar algún tiempo a solas con Abuela.
Mami fue hasta la puerta por segunda vez, dudó nuevamente y
retrocedió una vez más, con aquella sonrisa dirigida a nadie en particular.
—Si se despierta y te pide la infusión...
—Ya sé —contestó George, vislumbrando la preocupación de Mami y
su aprensión, bajo aquella sonrisa distraída. Estaba preocupada por Buddy,
Buddy y su estúpida Liga Pony. El
entrenador había llamado diciendo que Buddy se había hecho daño durante un
partido en el gimnasio. George se acababa de enterar de la noticia. Había
vuelto de la escuela y estaba engullendo una galleta y un vaso de leche con
cacao, cuando oyó a su madre al teléfono con voz entrecortada:
—¿Herido? ¿Buddy? ¿Muy grave?
—Ya sé lo que tiene Buddy, Mami. Es muy fácil. Se llama
transpiración negativa. Anda, vete.
—Sé buen chico, George y no te asustes. Abuela ya no te asusta,
¿verdad?
George carraspeó, sonriendo. Le gustó su propia sonrisa, la
sonrisa de un chico que «se lo tomaba con filosofía», la sonrisa de un chico
que lo entendía todo, la sonrisa de un chico que había dejado atrás los seis
años definitivamente. Tragó saliva. Era una gran sonrisa, pero, un poco más
allá, en la oscuridad, sentía la garganta muy seca, como forrada de algodón.
—Dile a Buddy que siento que se haya roto la pierna.
—De tu parte —contestó Mami y se dirigió hacia la puerta de
nuevo. El sol de las cuatro de la tarde entró en un haz oblicuo por la
ventana—. Gracias a Dios, suscribimos el seguro de deportes, Georgie. Porque no
sé qué hubiéramos hecho ahora sin él.
—Dile que confío en que le haya dado una buena tunda a ese
imbécil.
Mami volvió a sonreír, distraída, una mujer de más de cincuenta
años, con dos hijos pequeños, uno de trece, otro de once, y sin marido.
Finalmente, Mami abrió la puerta y un fresco susurro de octubre se coló en la
casa.
—Y recuerda, el doctor Arlinder...
—Sí, Mami —dijo George—. Será mejor que te vayas; si no, llegarás
cuando ya le hayan puesto el yeso.
—Seguramente Abuela dormirá todo el tiempo—añadió Mami—. Te
quiero, Georgie, eres un buen hijo— y cerró la puerta.
George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda
prisa al viejo Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite,
mientras hurgaba en el bolso en busca de las llaves.
Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba,
la sonrisa distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y
preocupada por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le
inspiraba exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al
suelo y sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras
le golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a
aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como
un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía
aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George
se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la
hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que
a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó
tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo,
gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE,
PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una
locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida,
pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A ver si ahora me vas a dar con la Cuchara
de la Tortura del Bárbaro Chino con la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí,
chaval, te voy a dar con ella
CADA DÍA.
El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba
a ambos lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí.
Tenía que recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la
carretera principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.
El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de
polvo en el aire brillante de la tarde de octubre.
Se quedó solo en la casa.
Con Abuela.
Tragó saliva.
—¡Ja! ¡Transpiración
negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?
—Verdad —dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por
el sol. Era un chico bien parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen
humor en los ojos de un gris oscuro.
Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en
los campeonatos del 5 de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga
Pee Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de
tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi sollozando
del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había roto la
pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan asustada, se
hubiera alegrado.
Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para
tomar notas y un lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una
Abuela campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo
blanco recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De
su boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía:
«¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa
caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681
- 4330. No es que Mami hubiera
apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres
semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela.
George descolgó el teléfono.
«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »
Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se
pasaba la vida al teléfono y, si era por la tarde, siempre tenía puesta la
televisión como fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con
Abuela (desde la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no
tomara vino en la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George
sentía, porque cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de
cuando era joven), Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba
hasta las tripas. Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca
y dijo: «No le digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír
también. Acabaron los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue
tal que Abuela se despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!» con
aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente.
Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche.
Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía
dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía
como le daba la gana.
Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del
tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega.
Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno
de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que
nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y
farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami
se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE
CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que
veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de
que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando
varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve
y abriendo una o dos tumbas. Profanado era
la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a
todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre
cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le
preguntó a Buddy qué quería decir profanado
y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero
George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad.
Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la
mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía
tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de
franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con
pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.
Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue
quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse
desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel
tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.
«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una
chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.»
Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y
puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se
despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le
quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama
de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo,
contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la
taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas
agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y
tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente,
mientras te miraba con sus ojos ciegos...
George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de
la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había
dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de
colores, sin ningún entusiasmo.
Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.
Pero no quería.
Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.
«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra
vez, dejaría que me abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y
por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como
lo hace Buddy.»
Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite
de ricino y los labios blancos de tan apretados. Entreabrió la puerta y allí
estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada
como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se
movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que había
que fijarse muy bien para asegurarse de que no estuviera muerta.
«¡Dios mío! ¿Y qué pasa si se muere mientras Mami está en el
hospital?»
«No se morirá. No se morirá.»
«Si, pero, ¿y si se muere?»
«No se morirá, no seas mariquita.»
Una de las manos de Abuela, del color de la cera derretida, se
movió lentamente sobre la colcha. Sus largas uñas rascaron la tela, con un
sonido casi imperceptible. George cerró la puerta de golpe, con el corazón en
la boca.
«Está tranquila como una piedra, idiota, ¿no lo ves? Fría como el
hielo.»
Volvió a la cocina para ver cuánto hacía que se había ido su
madre, si una hora o una hora y media... Si fuera una hora y media, ya podía
empezar a esperar su regreso. Miró el reloj y tuvo un disgusto: hacía veinte
minutos que estaba solo. Ella ni siquiera habría llegado al hospital, de modo
que regresaría... Se quedó escuchando el silencio, inmóvil. Sólo se oía el
zumbido de la nevera y el del reloj eléctrico. Y el murmullo de la brisa de la
tarde, fuera. Pero, más lejos aún, en el límite mismo de lo audible, el roce
casi imperceptible de unas uñas sobre la tela... de unas manos arrugadas y
huesudas deslizándose sobre la colcha.
Elevó una oración en una sola bocanada de aire.
«PorfavorDiosmíonodejesquesedespiertehastaqueMamihayavueltoporJesucristoAmén.
»
Se sentó y acabó la galleta y el vaso de cacao. Pensó que sería
divertido encender la tele para ver algo, pero temía que Abuela se despertara y
empezara a llamar con aquella voz aguda, imperiosa: ¡RUUUUUTH! ¡RUTH! ¡TRÁEME
LA INFUSIÓN! ¡LA INFUSIÓN! ¡RUUUUUUUUTH!
George se pasó una lengua muy seca por unos labios más secos
todavía, diciéndose a sí mismo que no tenía que ser tan cobarde. Abuela no era
más que una pobre anciana condenada a permanecer en la cama. Tampoco podía
levantarse para hacerle algo malo, ni se iba a morir justamente aquella tarde,
a pesar de que ya tenía ochenta y tres años.
Descolgó el teléfono otra vez y se puso a escuchar.
«...el mismo día! ¡Además, sabía
que estaba casado! ¡Jesús, odio esas lagartas que se creen más listas que
nadie! Así que un día que estuve en la Granja, fui y dije, dije... »
George sabía que Henrietta estaba hablando con Cora Simard.
Henrietta se colgaba del teléfono cada día desde la una hasta las seis de la
tarde, primero con La esperanza de Ryan y
luego con Vivir su vida y más tarde
con Todos mis hilos y después con En busca del mañana y Dios sabe cuántas
telenovelas más. Por otra parte, Cora Simard era una de sus más fieles
corresponsales telefónicas y la conversación versaba siempre sobre:
1) quién iba a dar la próxima comida campestre y qué refrescos se
iban a servir, 2) las lagartas esas que se creían más listas que nadie, y 3) lo
que le había dicho a Fulanita y Menganita en 3-a) la Granja, 3-b) la feria de
antigüedades que celebraba la parroquia cada mes, o 3-c) el supermercado.
«... que si volvía a verla por allí, yo, mi deber de ciudadana es
llamar a... »
Volvió a colgar el teléfono. Buddy y él se burlaban siempre de
Cora al pasar por delante de su casa, como los demás chicos de la vecindad. Cora
era muy gorda y una chismosa y una dejada y por eso le cantaban «¡Cora-Cora de
Bora-Bora, comió caca de perro y quiere más ahora!» Mami los hubiera matado, de
haberse enterado de todo aquello. Pero ahora, en cambio, se sentía muy feliz de
que Henrietta Dodd y Cora Simard estuviesen parloteando por teléfono toda la
tarde. Es más, si por él fuera, se podían pasar hasta el día siguiente. Además,
no le tenía tanta tirria a Cora, después de todo. Una vez, George, que corría
porque Buddy le estaba persiguiendo, se cayó frente a la puerta de Cora y se
hizo un corte en la rodilla. Ella le limpió y le curó la herida y les dio un
caramelo a cada uno. Aquella vez, se sintió avergonzado de haberle cantado tan
a menudo aquello de la caca de perro y todo lo demás.
George tomó el libro de lecturas del aparador, lo tuvo en sus
manos durante unos segundos y volvió a dejarlo donde estaba. Aunque el curso no
había hecho más que empezar, ya había leído todos los cuentos del libro. En
realidad, leía mucho mejor que Buddy, aunque Buddy le superara en los deportes.
«Ahora, con la pierna rota, no me va a sacar ventaja durante algún tiempo»,
pensó con regocijo.
Tomó el libro de historia, se sentó en la mesa de la cocina y
empezó a leer cómo Cornwallis había rendido su espada en Yorktown, aunque no
tenía la cabeza en el tema y perdía el hilo constantemente. No pudo más, se
levantó y se dirigió al pasillo otra vez. La mano amarilla seguía inmóvil y
Abuela no dejaba de dormir, su rostro un círculo gris hundido en la almohada,
un sol agonizante rodeado por la salvaje aureola de pelo blanco amarillento.
Para George, no tenía precisamente el aspecto de quien ha ido envejeciendo y
está a punto de morir, ni un aspecto sereno como el de una puesta de sol. A él
le parecía loca y...
(y
peligrosa)
si, señor, peligrosa, como
una osa salvaje capaz de pegarte un buen zarpazo cuando menos te lo esperas.
George recordaba bastante bien el traslado a Castle Rock para
cuidar de Abuela después de morir Abuelo. Hasta entonces, Mami había sido
empleada en la Lavandería Stratford, de Stratford, Connecticut. Abuelo era tres
o cuatro años más joven que Abuela y había trabajado como carpintero hasta el
mismísimo día de su muerte, de un ataque al corazón.
Ya por aquel entonces Abuela mostraba algunos síntomas de
senilidad y tenía ataques de vez en cuando. De todas formas, siempre había
representado un problema para toda la familia con su temperamento volcánico.
Había sido profesora de instituto durante quince años, con intervalos en los
que, o bien tenía un hijo más, o bien se metía en trifulcas con la Iglesia
Congregacional, a la que pertenecía la familia. Mami siempre decía que Abuela
había dejado de enseñar a la vez que dejaba, junto con Abuelo, la Iglesia
Congregacional. Pero una vez, hacía casi un año, vino Tía Flo desde Salt Lake
City para visitarlos, y George y Buddy se quedaron escuchando hasta muy tarde
la conversación de su madre y su tía. Mami y su hermana hablaban y hablaban,
pero la historia no tenía nada que ver con la que les habían contado. A Abuela
la echaron del instituto porque había hecho algo malo, algo que tenía que ver
con libros, y a los dos los habían echado también al mismo tiempo de la
Iglesia. George no llegaba a entender cómo se podía echar a alguien del trabajo
y de la Iglesia por unos libros. Por eso, cuando Buddy y él se metieron en la
cama, George preguntó por qué había pasado todo aquello.
—Hay muchas clases de libros, estúpido —dijo Buddy en voz baja.
—Sí, ¿pero qué clase?
—¿Y yo qué sé? ¡Vete a dormir!
Silencio... George siguió pensando.
—¿Buddy?
—¿Qué? —contestó Buddy con sorda irritación.
—¿Por qué Mami nos dijo que Abuela se fue por su propia voluntad
del instituto y de la iglesia?
—¡Porque hay un esqueleto en el armario, por eso!
George tardó mucho en dormirse. Se le iban los ojos hacia la
puerta del armario, apenas visible a la luz de la Luna. ¿Qué pasaría si la
puerta se abriera de golpe y saliera un esqueleto de dentro, todo dientes y
huesos y sin ojos? ¿Gritaría? ¿Qué había querido decir Buddy con aquello de «un
esqueleto en el armario»? ¿Qué tenían que ver los esqueletos con los libros?
Acabó por dormirse sin darse cuenta y soñó que volvía a tener seis años y que
Abuela le buscaba con sus ojos ciegos y le tendía los brazos para abrazarlo,
diciendo, con aquella horrible voz suya: «¿Dónde está el pequeño, Ruth? ¿Porqué
llora? Si no quiero más que meterlo en el armario... con el esqueleto».
George no dejaba de pensar en todo aquello. Hasta que por fin,
cuando ya hacía un mes que se había ido Tía Flo, le dijo a su madre lo que había
oído. Entonces ya había averiguado lo que quería decir tener un esqueleto en el
armario, porque se lo había preguntado a la señora Redenbacher en la escuela.
Dijo que tener un esqueleto en el armario quería decir tener un escándalo en la
familia, y un escándalo era algo que daba mucho que hablar a la gente.
—¿Igual que Cora Simard, que no para de hablar todo el tiempo?
La señora Redenbacher puso una cara muy rara y le temblaron los
labios.
—George, eso no se dice... aunque supongo que sí, algo por el estilo.
Cuando George se confió a su madre, ésta puso una cara muy tensa
y sus manos se posaron sobre el solitario que estaba haciendo.
—¿A ti te parece bien lo que has hecho, George? ¿Es que tu
hermano y tú tenéis la costumbre de espiar conversaciones?
George, que tenía entonces sólo nueve años, bajó la cabeza.
—Mami, es que Tía Flo nos gusta mucho. Sólo queríamos oírla un
poco más.
Y era la verdad.
—¿Fue idea de Buddy?
Sí que lo había sido, pero él no se lo iba a decir. No quería
pasarse todo el tiempo volviendo la cabeza, lo que sucedería con toda seguridad
si Buddy se enteraba de que se había chivado.
—No, mía.
Mami siguió sentada sin decir palabra durante un buen rato y
luego empezó a echar las cartas otra vez, muy lentamente, mientras hablaba.
—Tal vez haya llegado el momento de que lo sepas —dijo—. Mentir
es aún peor que escuchar conversaciones, supongo, y todos hemos mentido a
nuestros hijos sobre Abuela. Yo creo que hasta nos mentimos a nosotros mismos,
aunque no nos demos cuenta.
Empezó a hablar con una amargura repentina, como si se le
escapara por entre los dientes un ácido. George sintió el calor de aquellas
palabras en la cara y retrocedió un paso.
—Excepto yo —prosiguió—. Yo tengo que vivir con ella y no puedo
permitirme el lujo de mentir.
Mami le explicó que Abuela y Abuelo se habían casado y tenido un
niño que nació muerto. Un año más tarde, tuvieron otro niño, y también nació
muerto. El médico le dijo a Abuela que nunca podría tener un embarazo completo
y que todos sus niños nacerían muertos o morirían nada más salir a este mundo.
Hasta que uno de ellos muriese demasiado pronto para que su cuerpo pudiera
expulsarlo y se le pudriese dentro y la matara a ella también.
Poco después, empezó lo de los libros.
—¿Libros para tener niños?
Pero Mami no pudo —o no quiso— decir qué clase de libros eran o
de dónde los había sacado Abuela o cómo sabía de dónde sacarlos. Después de
aquello Abuela volvió a quedar embarazada y esa vez el niño vivió y creció muy
bien, sin problemas, y era el Tío Lucas Larson. Después, la Abuela quedó
embarazada otras veces y tuvo otros hijos y vivieron todos. Pero, una vez,
Abuelo le dijo que tirara los libros y trataran de hacerlo sin necesidad de
ellos. Aunque no pudieran, Abuelo creía que ya habían tenido suficientes hijos.
Pero Abuela se negó. George preguntó a su madre por qué.
—Creo que los libros habían llegado a ser tan importantes para
ella como sus propios hijos —contestó.
—No lo entiendo —dijo George.
—Bueno —contestó Mami—. No es que yo lo entienda muy bien
tampoco. Además, recuerda que yo era muy pequeña. Todo lo que sé de cierto es
que los libros tenían un cierto poder sobre ella. Abuela dijo que no había más
que hablar sobre el asunto y nunca se volvió a tocar el tema, porque ella era
la que llevaba los pantalones en casa.
George cerró de repente el libro de historia. Miró el reloj y vio
que ya eran cerca de las cinco. El estómago empezaba su música cotidiana. Se
dio cuenta, con una sensación muy cercana al horror, de que si Mami no estaba
de vuelta alrededor de las seis, Abuela se despertaría y empezaría a pedir la
cena a gritos, y es que Mami parecía tan preocupada por lo de Buddy, que se
había olvidado de darle instrucciones al respecto. Pensó que, en todo caso,
siempre podría darle una de sus cenas congeladas especiales. Abuela seguía una
dieta sin sal, además de tomar mil píldoras diferentes al día.
En cuanto a él mismo, no tenía más que calentar las sobras de los
macarrones con queso de la noche anterior. Con un poquito de ketchup por encima, estaría para
chuparse los dedos.
Sacó los macarrones de la nevera y los puso en una sartén, al
lado de la tetera, que seguía esperando en caso de que Abuela se despertara y
pidiera lo que a veces llamaba «la fusión». George empezó a servirse un vaso de
leche, pero se detuvo y descolgó el teléfono otra vez.
«... y no daba crédito a mis ojos, cuando...» La voz de Henrietta
Dodd se quebró, elevándose a un tono estridente. «¡Me gustaría a mí saber quién
es la fisgona que no hace más que escucharnos, vamos a ver...!»
George colgó el teléfono de golpe, con la cara roja de vergüenza.
«No sabe quién es, imbécil —se dijo—. ¡Hay seis teléfonos
conectados a esa línea! »
De todas maneras, no estaba bien escuchar conversaciones ajenas.
Ni siquiera cuando estuviese a solas con Abuela, aquel enorme bulto que dormía
en una cama de hospital en la habitación contigua. Ni siquiera cuando le
resultara imprescindible oír otra voz humana porque Mami estaba muy lejos, en
Lewiston, iba a oscurecer muy pronto y Abuela seguía en la otra habitación y
Abuela parecía como
(sí,
oh, sí, sí que lo parecía)
una osa descomunal que podía darte el último zarpazo mortal con
sus garras sebosas.
George se sirvió la leche.
Mami había nacido en 1930, Tía Flo en 1932 y Tío Franklyn en
1934. Tío Franklyn murió de un ataque de apendicitis en 1948 y Mami guardaba
todavía una foto suya y se le caía una lágrima cuando la sacaba para mirarla.
Mami decía que Frank había sido el mejor de todos los hermanos y que no se
merecía haber muerto de aquella manera y que Dios había jugado sucio al
llevarse a Frank.
George miró por la ventana encima del fregadero. La luz tenía
ahora un tinte más dorado y el sol estaba más bajo. La sombra del porche se
había ido alargando sobre el césped. Si Buddy no se hubiera roto su estúpida
pierna, Mami estaría ahora aquí, preparando chile o algo así, además de la
comida sin sal de la Abuela, y todos hablarían y reirían y quizás hasta
jugarían a las cartas después de cenar.
George encendió la luz de la cocina, aunque todavía fuese
temprano, y decidió calentar los macarrones. Pensaba constantemente en Abuela,
sentada en su sillón de vinilo blanco, como una enorme oruga con camisón, la
aureola salvaje de pelo esparcida sobre la bata de rayón rosa, extendiendo los
brazos para cogerlo, y él agarrándose a las faldas de Mami, gritando como un
desesperado.
—Dámelo, Ruth, quiero darle un abrazo.
—Está un poco asustado, mamá. Ya te abrazará dentro de un tiempo.
Pero la voz de Mami revelaba que también ella estaba asustada.
«¿Asustada? ¿Mamá?»
George se quedó pensando. ¿Era verdad? Buddy dice que la memoria
juega malas pasadas. ¿Realmente parecía Mami asustada?
Sí. Lo parecía.
La voz de Abuela se elevó, autoritaria.
—¡No mimes al niño, Ruth! Dámelo. Quiero abrazarlo.
—No. Está llorando.
Abuela bajó sus pesados brazos con aquellos colgajos blancos de
carne. Una sonrisa senil, pero astuta, se dibujó en su boca sin dientes.
—¿Es cierto que se parece a Franklyn, Ruth? Una vez me dijiste
que se parecía mucho.
Lentamente, George removió los macarrones con el queso y el ketchup. No había vuelto a recordar
aquel incidente, hasta ese momento. Tal vez el silencio se lo hubiese traído a
la memoria. El silencio y el hallarse solo con Abuela en la casa.
Por lo visto, Abuela tuvo hijos y siguió enseñando en el
instituto, para gran asombro de los médicos que la habían desahuciado, y Abuelo
trabajó como carpintero y ganó más y más dinero, sin que le faltara nunca
trabajo, incluso en lo más negro de la Gran Depresión, hasta que, al final, la
gente empezó a murmurar, dijo Mami.
—¿Qué decían? —preguntó George.
—Bah, nada importante —contestó Mami, recogiendo las cartas de
repente—. Decían que tus abuelos tenían demasiada suerte para ser gente normal,
eso es todo.
Poco después se descubrió lo de los libros. Mami no añadió nada
más, sino que el consejo del instituto encontró varios y un investigador que
habían contratado encontró unos cuantos más. Hubo un gran escándalo y los
abuelos no tuvieron más remedio que irse a vivir a Buxton y ése fue el final de
todo aquel jaleo.
Los hijos crecieron y tuvieron sus propios retoños,
convirtiéndose todos en tías y tíos. Mami se casó y se fue a vivir a Nueva York
con Papá, al que George ni siquiera recordaba. Mientras, nació Buddy. Después
se trasladaron a Stratford y en 1969 nació George. En 1971 Papá murió arrollado
por un coche que conducía «el borracho que tuvo que ir a la cárcel».
Cuando Abuelo tuvo el ataque al corazón hubo muchísimas cartas
entre los tíos y tías, arriba y abajo arriba y abajo. No querían meter a la
vieja en un asilo, ella tampoco quería ir. Y cuando Abuela decidía algo, todos
se guardaban muy bien de llevarle la contraria. Ella se proponía pasar los
últimos años de su vida con uno de sus hijos. Pero todos estaban casados, y las
mujeres y los maridos de los hijos no deseaban tener en casa una vieja senil y
con frecuentes y muy desagradables arranques. La única que no tenía marido era
Ruth.
Lo de las cartas continuó durante un buen tiempo y, al final, no
le quedó a Mami más remedio que resignarse. Dejó su trabajo y se vino a Maine
para cuidar a Abuela. Entre todos los hermanos habían reunido ahorros para
comprar una casita en las afueras de Castle View, donde los precios no eran
demasiado altos. Cada mes le enviarían un cheque para que pudiera mantener a la
vieja y hacerse cargo de ella misma y sus niños.
«Lo que pasa es que mis hermanos me tendieron una trampa»,
recordó George haberle oído una vez.
No estaba muy seguro de lo que eso significaba, pero lo había
dicho con un tono tan amargo, como el de quien quiere reír una broma, pero se
atraganta como con un carozo de aceituna. George sabía, porque Buddy se lo
había contado, que Mami había accedido porque toda la familia le había
asegurado que Abuela no duraría mucho. Tenía demasiados problemas, presión
alta, uremia, obesidad, palpitaciones y otros achaques, para durar eternamente.
Probablemente, no pasaran más de ocho meses, dijeron Tía Flo, Tía Stephanie y
Tío George (en honor a ese tío le habían puesto George a él). A lo sumo, un
año. Pero ya llevaba cinco años, lo cual no está mal para una vieja que tiene
tantos problemas...
No estaba mal lo que estaba durando, de acuerdo. Como una osa en
su madriguera, esperando, esperando... ¿qué?
(«Ruth, tú sabes cómo llevarla. Ruth, tú sabes hacerla callar.»)
George se detuvo en medio de uno de sus viajes a la nevera para
leer las instrucciones del envase de una de las cenas especiales de Abuela. Se
quedó helado. ¿De dónde había salido aquella voz que oía dentro de su cabeza?
De pronto, se le puso la piel de gallina. Se metió la mano por
debajo de la camisa y se tocó una de las tetillas. Estaba dura como una piedra.
Retiró el dedo rápidamente.
Era el Tío George, el que llevaba su mismo nombre, el que
trabajaba para Sperry-Rand en Nueva York. Había sido su voz. Al venir con su
familia para verlos, hacía dos —no, tres— años, dijo algo que George escuchó y
no pudo olvidar.
—Es más peligrosa ahora, desde que está senil.
—George, cállate. Los niños andan por ahí.
George permaneció de pie junto a la nevera, la mano en el tirador
de cromo descascarillado, pensando, recordando, mirando la creciente oscuridad.
Buddy no estaba el día en que Tío George hizo aquel comentario. Estaba fuera,
jugando y haciendo esquí sobre hierba en la colina de Joe Camber. Pero George
se había quedado en casa y andaba buscando algo en la cajonera de la entrada,
un par de calcetines gruesos que hicieran juego. ¿Y acaso era culpa suya que
Mami y el Tío George estuvieran hablando en la cocina? George creía que no.
¿Era culpa de George que Dios no le hubiera dejado sordo en aquel preciso instante
o, al menos, hubiese hecho inaudible la conversación de los mayores? George
creía que tampoco eso era culpa suya. Como su madre había dicho en más de una
ocasión, Dios, a veces, jugaba sucio.
—Ya sabes a qué me
refiero —dijo Tío George.
Su mujer y sus tres hijas se habían ido a Gates Falls para hacer
unas compras de Navidad de última hora y Tío George estaba bastante alegre,
como aquel «borracho que tuvo que ir a la cárcel». George lo notó porque las
palabras se le hacían un lío en la lengua.
—Ya sabes lo que le pasó a Franklyn cuando se enfadó con ella.
—¡Cállate o voy a tirar la cerveza en el fregadero!
—Bueno, no es que ella quisiera, en realidad... Fue él quien se
fue de la lengua. Peritonitis...
—¡George, cállate!
«Tal vez —recordó George haber pensado en aquel momento— no sea
sólo Dios el que juega sucio.»
Interrumpió el hilo de sus recuerdos y sacó una de las cenas
congeladas de la Abuela de la nevera. Era ternera con un acompañamiento de
guisantes. Había que precalentar el horno a 80 grados y meterla en él. Era muy
fácil. Además, lo tenía todo dispuesto. El agua para la infusión estaba ya
caliente, por si Abuela lo requería. Podría tener la cena preparada en un
periquete si Abuela se despertaba y se la pedía a gritos. Infusión o cena, un
pistolero rápido con dos pistolas. El número del doctor Arlinder estaba en el
tablero, para casos de emergencia. Todo estaba bajo control, así que, ¿por qué
preocuparse?
Nunca le habían dejado solo con Abuela, eso es lo que le
preocupaba.
«Dame el chico Ruth.
Dámelo... »
«No, está llorando.»
«Es más peligrosa
ahora... Ya sabes a qué me refiero.»
«Todos mentimos a
nuestros hijos sobre Abuela.»
Ni a él, ni a Buddy. A ninguno de los dos los habían dejado jamás
solos con la Abuela. Hasta ahora.
De pronto, sintió la boca muy seca. Llenó un vaso con agua del
grifo y se lo bebió de un trago. Se sentía... raro. Todos esos pensamientos,
todos esos recuerdos, ¿por qué salían a la luz precisamente ahora?
Tenía la sensación de hallarse ante un rompecabezas y sin
posibilidad de recomponerlo. Tal vez fuese mejor así, porque la imagen que
apareciera podría ser, bueno, bastante horrible. Podría...
En la otra habitación, donde Abuela vivía de día y de noche, se
oyó de pronto un sonido con algo de tos ahogada, algo de jadeo.
George se atragantó al inhalar aire, quedándose sin aliento. Se
volvió hacia la habitación de Abuela y no pudo andar, tenía los zapatos
clavados al suelo. El corazón le latía violentamente. Los ojos desmesuradamente
abiertos. «Andad», le decía el cerebro a los pies, y ellos se cuadraban y
respondían: «¡De ninguna manera,
señor!».
Abuela nunca había hecho un ruido como aquél.
Abuela nunca había
hecho un ruido como aquél.
Otra vez aquel gemido, que se alzó por un momento, para luego
bajar, cada vez más, hasta morir lentamente... George consiguió moverse al fin.
Recorrió la distancia que separaba la habitación de Abuela de la cocina.
Entreabrió la puerta y atisbó por la rendija. El corazón le golpeaba en el
pecho como un martillo. Ahora sí que tenía la garganta llena de algodón. No
había manera de tragar saliva.
Primero pensó que Abuela estaba durmiendo y que no había pasado
nada. No había sido más que un sonido raro,
eso era todo; tal vez algo que hiciera habitualmente mientras Buddy y él
estaban en la escuela. Sólo un ronquido. Abuela estaba bien. Durmiendo.
Eso fue lo primero que pensó, pero un detalle atrajo su atención:
la mano que antes reposaba sobre la colcha, ahora colgaba inerte, al lado del
lecho, las uñas casi rozando el suelo. Y tenía
la boca abierta, tan oscura y arrugada como un agujero en una fruta podrida.
Muy tímidamente, vacilando, George se acercó a la cama.
Se quedó junto a ella durante un largo rato, mirando a Abuela sin
atreverse a tocarla. El leve movimiento del pecho bajo la colcha parecía
haberse detenido.
Parecía.
Esa era la palabra clave: Parecía.
«Lo que pasa es que
estás asustado, George. No eres más que un maldito estúpido, como dice Buddy.
No es más que un juego que le está haciendo tu cerebro a tus ojos. Respira la
mar de bien, ella... »
—¿Abuela? —dijo, y todo lo que salió de su garganta fue un
susurro incomprensible. Se asustó y retrocedió de un salto, aclarándose la
garganta.
—¿Abuela? ¿Quieres la infusión ahora? ¿Abuela?—dijo, esta vez un
poco más alto.
Nada.
Tenía los ojos cerrados.
La boca abierta.
La mano colgando.
Fuera, el Sol poniente brillaba entre los árboles como una
naranja rojiza.
De pronto, volvió a verla sentada en su sillón de vinilo blanco,
tendiendo los brazos, con una estúpida sonrisa de triunfo. Y recordó uno de sus
ataques, cuando Abuela empezó a gritar palabras extrañas, palabras que parecían
de una lengua extranjera.
—¡Gyaagin! ¡Gyaagin! ¡Hastur degryon Yos-sothoth!
Mami los envió inmediatamente fuera, gritándole a Buddy: «¡VETE!»
cuando el chico se entretuvo para buscar sus guantes en la cajonera de la
entrada, y Buddy la miró por encima del hombro, tan asustado por el tono de su
madre, que no gritaba jamás, y salieron los dos y se quedaron fuera un buen
rato, con las manos metidas en los bolsillos por el frío, preguntándose qué
demonios estaba pasando...
Más tarde, Mami salió y los llamó para cenar, como si no hubiese
pasado nada.
(«Tú sabes cómo
llevarla, Ruth, tú sabes cómo hacerla callar.»)
George no había vuelto a pensar en aquel ataque hasta hoy. Sólo
que ahora, mirando a Abuela, que yacía de una forma tan extraña en su cama de
hospital, recordó con creciente horror que al día siguiente de aquel ataque se
habían enterado de que la señora Harham, que vivía cerca de allí y a veces
visitaba a Abuela, había muerto en la cama por la noche.
Los «ataques» de la Abuela.
Ataques.
Las brujas tienen poderes mágicos y eso es precisamente lo que
las hace brujas, ¿no es así? Manzanas envenenadas, príncipes convertidos en
sapos, casas de mazapán, Abracadabra. Hechizos.
Las piezas sueltas del rompecabezas volaban ante los ojos de
George como por arte de magia.
«Magia», pensó George, con un escalofrío.
¿Cuál era la imagen resultante del rompecabezas? Era Abuela,
naturalmente. Abuela y sus libros. Abuela,
a quien habían echado del pueblo. Abuela, que primero no podía tener niños y
luego sí. Abuela, a quien habían expulsado de la Iglesia igual que del pueblo.
La imagen final era Abuela, amarilla y gorda y arrugada y sucia, con la boca
sin dientes curvada en una sonrisa hundida, con los ojos ciegos y desvaídos,
pero con la mirada astuta e inquietante, con un sombrero negro cónico sobre la
cabeza, salpicado de estrellas de plata y cuartos crecientes babilónicos y
rutilantes, con ladinos gatos a los pies, los ojos amarillos como la orina, entre
olores de cerdo y de humedad, de cerdo y de fuego, viejas estrellas y luces de
velas tan oscuras como la tierra en la que reposan los ataúdes, con palabras de
libros antiguos, cada palabra como una piedra, cada frase como una cripta en un
pestilente osario, cada párrafo una caravana de pesadillas con los muertos de
las plagas caminando hacia la hoguera. Los ojos infantiles de George se
abrieron en un instante al profundo pozo de la negrura.
Abuela había sido una bruja, igual que la Bruja Malvada de El mago de Oz. Y ahora estaba muerta.
Aquel sonido que había hecho con la garganta, aquel ronquido ahogado había sido
un... un... estertor de muerte.
—¿Abuela? —susurró otra vez y pensó locamente:
«Pin pon pin puerto, la bruja ha muerto».
No obtuvo respuesta. Puso la mano delante de la boca de Abuela.
Ni una ligera brisa quedaba en ella. Había calma chicha, y velas caídas y
quilla inmóvil en medio del agua. El terror había cedido un poco. Ahora podía
pensar más serenamente. Recordó que Tío Fred le había enseñado a mojarse un
dedo para ver si hacía viento y de dónde venía. Se pasó la lengua por toda la
palma de la mano y la sostuvo delante de la boca de Abuela.
Nada.
Pensó que lo mejor sería llamar al doctor Arlinder, pero se
detuvo. ¿Y si llamaras al doctor y no estuviese muerta del todo? Haría un
ridículo espantoso.
«Tómale
el pulso.»
Se paró en el vestíbulo, mirando por la puerta entreabierta
aquella mano inerte y aquella muñeca blanca, que la manga del camisón había
revelado al quedar un poco remangada. Pero no sabía cómo hacerlo. Una vez,
después de una visita del doctor, la enfermera le tomó el pulso. Cuando ambos
se fueron, George lo intentó por sí mismo, buscando frenéticamente aquel
latido, pero sin éxito. Si por él fuera, estaba tan muerto como Abuela.
Además, en realidad, no quería... bueno... tocar a Abuela. Aun
cuando estuviera muerta. Mejor dicho, especialmente
si estaba muerta.
Se quedó en la entrada, mirando ora a la Abuela, ora el número
del doctor Arlinder en el tablero. No tenía otra alternativa, tendría que
llamar, tendría que...
¡...busca
un espejo!
¡Claro que sí! Si respiras delante de un espejo, se cubre de
vaho. Una vez, había visto en una película cómo un doctor se lo había hecho a
un chico. El cuarto de Abuela comunicaba con un cuarto de baño y George se
apresuró a buscar el espejo de Abuela. Era neutro por un lado y de aumento por
el otro, de los que se usan para depilarse las cejas y todo eso.
George volvió al lado de la cama y sostuvo el espejo delante de
la boca abierta de Abuela hasta casi tocarla. Contó hasta sesenta, sin dejar de
mirar la cara de la anciana. Nada, el espejo estaba tan limpio y brillante como
antes. No le cabía duda, Abuela había muerto.
Abuela estaba muerta.
George pensó, con cierta sorpresa, pero con alivio, que ahora sí
podía sentir piedad por la vieja. Tal vez hubiese sido bruja. O tal vez no. O
tal vez solamente hubiese creído serlo. Fuera lo que fuese, había muerto. Como
un adulto, pensó que las cosas de la realidad concreta tomaban un aspecto, no
menos importante, sino menos vital, vistas
a la luz de la muerte. Pensó como un adulto y sintió el alivio de un adulto.
Era una huella en el alma. Como las impresiones infantiles de los adultos. Sólo
más tarde el niño se da cuenta de que estaba siendo formado por experiencias diversas.
Devolvió el espejo al cuarto de baño y volvió a cruzar el
dormitorio, sin dejar de mirar el gran bulto en la cama. El Sol poniente
pintaba de rojo y naranja aquella horrible cara. George miró hacia otro lado.
Cruzó de nuevo la entrada y fue hasta el teléfono, dispuesto a
actuar como creía que había que hacerlo. Se sentía interiormente superior a
Buddy. Cada vez que se burlara, le diría tan sólo: «Estaba solo en casa cuando
Abuela murió y lo hice todo por mí mismo».
Lo primero que había que hacer era llamar al doctor Arlinder, y
decirle: «Mi Abuela acaba de morir. ¿Puede usted decirme lo que tengo que
hacer? ¿Cubrirla o algo así?».
No.
«Creo que mi Abuela acaba de morir.»
Sí. Sí, era mucho mejor así. Al fin y al
cabo, todo el mundo cree que un niño no sabe hacer nada por sí mismo.
O:
«Estoy casi seguro de
que mi Abuela ha muerto... »
¡Ya estaba! ¡Eso era lo mejor!
Y contarle lo del espejo y lo del estertor y todo lo demás. Y el
doctor vendría enseguida y después de examinar a la Abuela, diría: «Abuela, te pronuncio muerta», y luego,
a George, «Has estado muy sereno en una
situación difícil, George, te felicito». Y George diría algo modesto, como
requería la ocasión.
George miró el número del doctor Arlinder y aspiró profundamente
un par de veces para darse ánimo. Descolgó el auricular. El corazón seguía
latiéndole fuertemente, pero ya no con el terror de antes. Abuela había muerto.
Lo peor ya había sucedido y, en el fondo, era mucho mejor que oírla gritar que
quería su infusión.
El teléfono también se había muerto.
Sólo le llegó el vacío desde el auricular, los labios todavía
abiertos como para decir: «Lo siento,
señora Dodd, soy George Bruckner y tengo que llamar al doctor para mi Abuela». Pero
no había ni conversaciones, ni señal para marcar, ni nada. Sólo un vacío
muerto, como el de la otra habitación.
Abuela
está...
está...
(Oh, está)
Abuela
está fría como un témpano.
Otra vez la piel de gallina. Miró con ojos inciertos la tetera
Pirex en el fogón, la taza sobre el mostrador, con la bolsita de hierbas
dentro. Abuela nunca más tomará su infusión. Nunca.
(está fría)
George se estremeció.
Apretó la horquilla del teléfono con el dedo, una, dos, muchas
veces. El teléfono seguía muerto. Tan muerto como...
(tan
frío como)
Colgó el auricular de un golpe y se oyó un leve timbrazo. George
lo volvió a coger en un segundo, con la esperanza de que la línea hubiera
vuelto en aquel preciso instante. En vano. Lo volvió a colgar muy lentamente.
Otra vez sentía palpitaciones.
Estoy solo en la casa
con un cadáver.
Cruzó la cocina muy lentamente, se paró junto a la mesa un minuto
y después encendió la luz. La casa estaba empezando a quedarse a oscuras.
Pronto el Sol se habría ido y sería de noche.
Espera. Eso es todo lo
que puedes hacer. Esperar a que regrese Mami. Después de todo, es mejor así. Si
el teléfono no funciona, es mejor que se haya muerto a que hubiera tenido uno
de sus ataques o algo así... con espuma en la boca y todo eso y a lo mejor se
caía de la cama...
No le gustaba nada todo aquello. Si no fuera por el teléfono, lo
hubiera hecho todo tan bien...
Cómo estar completamente
solo en medio de la oscuridad, pensando en cosas muertas que viven todavía,
viendo formas y sombras en las paredes y pensando en la muerte y en los muertos
y todas esas cosas y cómo deben apestar y moverse en la oscuridad, pensando
esto y pensando aquello, pensando en los gusanos corriendo y enterrándose en la
carne muerta, ojos que brillan en la oscuridad, el crujido de los tablones en
el piso de arriba, algo cruza la habitación, a través de las franjas de luz que
vienen de la ventana, oh, sí.
En la oscuridad, los pensamientos dibujan un círculo perfecto. Da
lo mismo que trates de pensar en flores, o en Jesús, o en el fútbol, o en ganar
la medalla de oro en las Olimpiadas, porque, al final, todo vuelve hacia
aquella forma con garras y ojos abiertos.
—¡Demonios! —gritó, pegándose una bofetada a sí mismo, bien
fuerte. Ya estaba bien, caramba, no hacía más que asustarse él solo. Además, ya
no tenía seis años. Estaba muerta, eso era todo. Aquella cabeza ya no tenía más
pensamientos que los que pudiera tener el mármol, o el suelo, o un pomo de la
puerta, o la esfera de la radio, o...
Una voz interior, extraña, le tomó por sorpresa. Tal vez fuese
sólo la voz de la supervivencia.
¡George, cállate y
dedícate a tus cosas!
Sí, está bien, está
bien, pero...
Volvió hasta la puerta del dormitorio para asegurarse.
Allí seguía Abuela, una mano colgando fuera del lecho, casi
tocando el suelo, la boca desencajada. Abuela era como un mueble. Podías
meterle la mano otra vez en la cama o tirarle del pelo o echarle un vaso de
agua o ponerle auriculares en las orejas y tocar Chuck Berry hasta que se
hundiera el techo... a ella le daba lo mismo. Abuela estaba, como decía a veces
Buddy, fuera de sí. Abuela se había ido a pasear.
Un golpeteo continuo y bajo le sobresaltó y lanzó un grito. Era
la puerta exterior, que Buddy había instalado la semana anterior y que daba
bandazos en el viento helado.
George abrió la puerta de la cocina, se inclinó y atrapó la
puerta exterior en su viaje de vuelta. El viento le alborotó el pelo. Sujetó la
puerta, preguntándose de dónde había salido ese viento tan repentino. Cuando
Mami se fue, el aire estaba en calma. Claro que, cuando se fue Mami, era pleno
día y ahora estaba anocheciendo.
George volvió a mirar cómo estaba Abuela otra vez y probó el
teléfono otra vez. Nada, muerto todavía. Se sentó, se levantó, se sentó
nuevamente y optó por pasearse por la cocina, pensando.
Una hora más tarde era noche cerrada.
El teléfono seguía sin línea. George supuso que el viento, que
ahora era casi un huracán, habría derribado algún poste, probablemente cerca de
Beaver Bog, donde había tantos. El teléfono dejaba escapar un sonido de vez en
cuando, pero de manera lejana y fantasmal. Fuera, el viento gemía por las
esquinas de la casa. George pensó que ya tenía una historia que contar en la
próxima acampada de los Boy Scouts... sentado solo en la casa, con su Abuela
muerta en la habitación de al lado, sin teléfono, y el viento arrastrando
velozmente las nubes bajas, nubes negras por arriba y del color de la grasa
rancia por debajo, el color de las garras, quiero decir, manos de la Abuela.
Era, como decía Buddy, un clásico.
Ojalá pudiera contarlo ya y toda la historia estuviese pasada y
enterrada. Se sentó en la mesa de la cocina, con el libro de historia abierto,
dando un respingo con cada ruido.., y ahora que el viento había crecido, cada
rincón de la casa crujía en forma siniestra.
Volverá muy pronto.
Volverá y ya no tendré que preocuparme por nada. Nada.
(no le has cubierto la
cara)
volverá pro...
(no le has tapado la
cara)
George saltó como si alguien le hubiese hablado en voz alta y
miró con los ojos muy abiertos toda la cocina y el inútil teléfono. Hay que
tapar la cara de un muerto con una sábana. Como en las películas.
¡Al diablo! ¡Yo no entro
en ese dormitorio!
¡No! Y no había razón alguna para que lo hiciera. ¡Mami le
cubriría la cara cuando volviese! ¡O el doctor Arlinder, cuando llegara! ¡O el
hombre de las Pompas Fúnebres!
Alguien, cualquiera, menos él.
No tenía por qué hacerlo.
A él no le importaba y seguro que a Abuela tampoco.
Oyó la voz de Buddy.
Si no tenias miedo,
¿cómo es que no le cubriste la cara?
No me importaba.
¡Miedoso!
A Abuela tampoco le
hubiera importado.
¡Miedoso! ¡Cobardica!
Sentado a la mesa, con aquel libro de historia que no había
manera de leer, empezó a pensar que si no le cubría la cara a Abuela con la
colcha, no podría presumir de haber hecho todo como debía y entonces Buddy
volvería a tener ventaja sobre él (a pesar de la pierna rota).
Se veía a sí mismo, contando la historia de miedo de Abuela
muerta en medio de la acampada, delante del fuego, llegando al final feliz de
cuando los faros del coche de Mami barrieron la fachada de la casa —la
reaparición de los adultos, restableciendo y confirmando el concepto del orden—
cuando, de pronto, entre las sombras se alza una figura oscura y una piña
explota en el fuego y resulta que la figura en la sombra es Buddy, riéndose: Si eres tan valiente, so cobardica, ¿cómo es
que no le tapaste LA CARA?
George se levantó, recordándose a sí mismo que Abuela estaba fuera de si, que Abuela había muerto, que Abuela estaba más fría que un témpano y que Abuela se había ido a pasear.
Si quisiera, podría ponerle la mano sobre la cama otra vez,
meterle una bolsita de infusión por la nariz, ponerle auriculares tocando Chuck
Berry a todo volumen, etc., etc., y nada molestaría a Abuela, porque eso es lo que significaba estar muerto,
nada podía molestar a un muerto. Una persona muerta era la persona tranquila
por excelencia, y el resto no era más que sueños inexorables y apocalípticos y
febriles, sueños de puertas abriéndose de golpe en la boca muerta de la
medianoche, de rayos de luna azul bañando los huesos en los cementerios...
Susurró: «¿Quieres hacer el favor de parar? Deja de ser tan...».
(macabro)
Se levantó. Había decidido ya lo que iba a hacer: entrar en el
dormitorio y cubrirle la cara con la sábana y así Buddy no tendría ninguna
ventaja sobre él. Le administraría unos cuantos rituales sencillos y le
cubriría la cara. Y después —se le
iluminó la cara por el simbolismo de la situación— retiraría su taza y su
bolsita de infusión sin usar. Sí, eso era lo que iba a hacer.
Entró en el dormitorio, cada paso un esfuerzo de voluntad. La
habitación estaba a oscuras, el cuerpo no era más que un enorme bulto encima de
la cama. Buscó el interruptor torpemente durante lo que parecía ser una
eternidad, sin explicarse cómo no estaba donde él creía que debía estar. Por
fin dio con él y una luz amarilla llenó la estancia.
Abuela estaba en la cama, la mano inerte, la boca abierta. George
la contempló, oscuramente consciente de que unas gotas de sudor se deslizaban
por su propia frente. Se preguntó si no bastaría con tomar aquella mano tan
fría y colocar el brazo sobre la cama, a lo largo del cuerpo. Pero decidió que
no, que su mano debía estar colgando hacía bastante rato ya, que era demasiado,
que no podía tocarla, que cualquier cosa, menos eso...
Lentamente, como si flotara en una nube, se acercó a Abuela y se
quedó mirándola fijamente, casi encima de ella. Tenía la cara amarilla, en
parte por la luz, pero sólo en parte.
George respiraba por la boca, ansiosamente, como tratando de
darse fuerzas. Tomó la colcha y la subió sobre la cara de Abuela, pero resbaló
un poco y volvió a bajar, revelando el nacimiento del pelo y las cejas, George
se alzó de puntillas y volvió a tomar la colcha con mucho cuidado separando
bien las manos, para no rozarle la cara, y la volvió a subir. Esta vez, la
colcha permaneció en su sitio. Por fin la había enterrado. Si, era por eso que se tapaba la cara de un muerto, y
eso era lo que se debía hacer: enterrarlo.
Era un gesto definitivo.
Miró la mano que colgaba, que había quedado sin enterrar, y se
dio cuenta de que sí, de que ahora podía tocarla ya, meterla debajo de la
colcha y enterrarla con el resto de la Abuela.
Se inclinó para agarrar la mano y la levantó.
La mano se volvió y le agarró la muñeca.
George dio un grito tremendo. Se tambaleó hacia atrás, gritando
en aquella casa vacía, gritando más fuerte que el viento que silbaba en el
alero, gritando por encima de todos aquellos crujidos de la casa. Al
retroceder, tiró del cuerpo de Abuela, que quedó inclinado bajo la colcha. La
mano volvió a caer, retorciéndose, viva, intentando agarrar algo... hasta que
volvió a colgar inerte.
No pasa nada, no ha sido
nada, no era más que un reflejo.
George asintió a su propia aseveración. Pero volvió a recordar
cómo aquella mano fría se había vuelto y le había agarrado la muñeca. Volvió a
gritar. Se le salían los ojos de las órbitas, el pelo, completamente erizado,
era como un sombrero cónico sobre su cabeza. El corazón corría como en
estampida. La habitación se inclinó locamente hacia la izquierda, luego se
enderezó por un segundo, para inclinarse otra vez a la derecha. Cada vez que
intentaba pensar racionalmente, el pánico le ponía la piel de gallina. Quería
salir de aquella habitación a toda velocidad, meterse en otro sitio, a cuatro
kilómetros de distancia, si pudiera. Dio media vuelta y salió corriendo, estampándose
contra la pared: la puerta estaba abierta a un metro de distancia. Cayó de
rebote al suelo, con un tremendo golpe en la cabeza, que empezó a dolerle, a
pesar del pánico. Se tocó la nariz y se manchó la mano de sangre, igual que la
camisa, sobre la que goteaba. Se levantó como pudo y miró la habitación lleno
de terror.
La mano colgaba de la cama como antes, pero el cuerpo de Abuela
ya no estaba inclinado, sino que estaba recto otra vez, bajo la colcha.
Todo había sido fruto de su imaginación. Había entrado en el
dormitorio y el resto no había sido más que una película.
No.
El dolor le aclaró las ideas. La gente muerta no te agarra la
muñeca. Muerto quiere decir muerto. Cuando estabas muerto podías servir de
perchero, o meterte en el neumático de un tractor y lanzarte ladera abajo,
etc., etc. Cuando estabas muerto, la gente te podía hacer cosas a ti (por
ejemplo, un niño podía tomar tu mano y subirla a la cama), pero tus días
activos —por decirlo de alguna manera— habían terminado.
A menos que seas una
bruja. A menos que elijas morirte cuando la casa está sola y no hay más que un
niño, porque así puedes... puedes... ¿puedes qué?
Nada. Era una estupidez. Había imaginado todo porque estaba
asustado y ésa era toda la verdad. Se limpió la nariz con el brazo y gimió de
dolor. Una mancha de sangre cubría su antebrazo.
Lo que no iba a hacer era entrar en la otra habitación, eso era
todo. Realidad o alucinación, no iba a hacer el tonto con Abuela. La llamarada
de pánico había cedido un poco, pero continuaba asustado, muy asustado, y todo
lo que quería era que su madre llegase cuanto antes y se ocupara de todo.
George salió del dormitorio de espaldas, sin perder de vista la
cama, y fue hasta la cocina. Suspiró con un aliento largo, ahogado. Quería
pasarse un trapo mojado por la nariz. Sintió ganas de vomitar. Se inclinó y
tomó un trozo de tela de debajo del fregadero —uno de los pañales viejos de la
Abuela— y lo puso bajo el grifo de agua fría, mientras se sorbía la sangre como
si fueran mocos.
Se acababa de poner la tela mojada en la nariz cuando desde la
otra habitación le llegó una voz.
—Ven aquí, pequeño —llamaba Abuela con su voz de
ultratumba—. Ven aquí. Abuela quiere
abrazarte.
George trató de gritar, pero abrió la boca y no pudo emitir
sonido alguno, nada. En cambio, en la otra habitación, allí sí que se estaban
produciendo sonidos. Sonidos como los que oía cuando Mami entraba para bañar a
la Abuela, dándole la vuelta, levantándola, dejándola caer, dándole la vuelta
otra vez.
Sólo que esos sonidos eran diferentes ahora. Eran como si Abuela
estuviera.., estuviera levantándose de la cama.
—¡Niño! ¡Ven aquí,
pequeño! ¡Ahora MISMO! ¡Ven hacia aquí!
Vio con horror cómo sus pies obedecían la orden. Les mandó
detenerse, pero ellos seguían, uno, dos, uno, dos, ep, aro, ep, aro,
deslizándose sobre el linóleo. Su cerebro era prisionero del cuerpo.
«Es una bruja, es una
bruja y tiene uno de sus ataques. Ay, sí, es un ataque y es muy malo, REALMENTE
muy malo, muy malo. Ay, Dios mío, ay, Jesús, ayúdame, ayúdame. . . »
George atravesó la cocina y entró en el dormitorio.
ABUELA ESTABA FUERA DE LA CAMA, sentada en su sillón de vinilo
blanco, el que no había usado desde hacía cuatro años, desde que se puso
demasiado gorda para poder andar y demasiado senil para saber hacer nada.
Pero Abuela no parecía senil.
Los rasgos de la cara eran fláccidos, pero la senilidad había
desaparecido de su expresión, suponiendo que hubiera estado allí alguna vez y
no hubiera sido más que una máscara para engañar a niños pequeños y mujeres
cansadas y sin marido.
Ahora la cara de Abuela resplandecía con feroz inteligencia, como
la luz de una vela de cera, vieja y pestilente. Los ojos bailaban en sus
órbitas, muertos. El pecho seguía sin moverse. El camisón, remangado, dejaba
ver unos muslos elefantinos, blancos. La colcha estaba a los pies de la cama.
Abuela le tendió sus enormes brazos.
—Quiero abrazarte,
Georgie —dijo la voz
apagada y sin entonación—. No tengas
miedo, pequeño. Deja que Abuela te abrace.
George se esforzó por retroceder, tratando de resistir aquella
atracción casi magnética. Fuera, el viento seguía aullando. La cara de George
se había alargado y torcido, tensa, crispada por el espanto.
Empezó a caminar hacia ella. No podía remediarlo. Sus pies
seguían arrastrándose, uno tras otro, hacia aquellos brazos abiertos. «Le enseñaría a Buddy que él tampoco tenía
miedo de Abuela y dejaría que Abuela le diera un abrazo porque no era ningún
cobardica.» Siguió andando hacia ella.
Cuando ya se encontraba casi entre sus brazos, se oyó un crujido
enorme al estallar la ventana, hechos añicos los cristales, y una rama de árbol
penetró en la estancia, con hojas de otoño aún sujetas a ella. El viento helado
barrió toda la habitación, haciendo volar las fotos de Abuela, azotándole el
pelo y el camisón.
George pudo gritar por fin. Se escapó dando tumbos de entre sus
brazos, mientras Abuela emitía un chasquido sibilante, como una serpiente,
entreabriendo los labios y dejando ver sus encías desdentadas. Las manos
gruesas, arrugadas, intentaban asir el vacío.
George se hizo un lío con los pies y cayó al suelo. Abuela se
levantó del sillón, bamboleándose bajo aquel enorme peso, caminando hacia él.
George no podía levantarse, las piernas, sin fuerza alguna, no le obedecían.
Empezó a arrastrarse de espaldas, gimiendo. Abuela seguía avanzando, lenta,
implacable, muerta, pero viva. George comprendió en un instante lo que
significaba aquel abrazo. El rompecabezas estaba completo. Pero cuando
finalmente logró levantarse, Abuela le agarró por la camisa. Se la desgarró y
se quedó con un trozo en la mano. Por un momento, George sintió aquella carne
fría contra su piel. Consiguió escapar hasta la cocina.
Quería huir, correr en medio de la noche, todo, menos dejarse
abrazar por la bruja, su Abuela. Porque cuando su madre volviera, encontraría a
Abuela muerta y a George vivo, si..., pero a George le habrían empezado a
gustar las infusiones de hierbas, inexplicablemente.
Miró por encima del hombro y vio la sombra contrahecha, grotesca,
de Abuela en la pared al cruzar la entrada.
De repente, el teléfono sonó, estridente.
George saltó hacia él, sin pensar, y empezó a gritar que alguien
viniera, por favor, por favor, que viniera alguien. Gritó todo ello.., en
silencio, porque ni un solo sonido salió de su garganta.
Abuela entró en la cocina, tambaleándose en su camisón rosa. El
pelo blanco y amarillo revoloteaba alrededor de su cara. Uno de los peinecillos
se había casi desprendido del pelo y colgaba sobre el arrugado cuello.
Abuela sonreía.
—¿Ruth?
Era la voz de Tía Flo, lejana, con una conexión defectuosa por el
viento. Era Tía Flo, desde Minnesota, a más de dos mil kilómetros.
—¿Ruth? ¿Estás ahí?
—¡Socorro! —gritó George al teléfono y lo que salió de sus labios
fue un pequeño, inaudible silbido.
Abuela se balanceaba sobre el linóleo, tendiéndole los brazos.
Sus manos se abrían y se cerraban, intentando agarrar algo. Abuela quería aquel
abrazo, por algo había esperado cinco años.
—Ruth, ¿me oyes? Acaba de estallar una tormenta imponente... y me
he asustado... Ruth, no te oigo...
—Abuela —gimió George al teléfono. Abuela estaba casi encima.
—¿George? —la voz de Tía Flo se erizó, aguda como un grito,
instantáneamente—. George, ¿ eres tú?
George empezó a retroceder ante el avance de Abuela, cuando se
dio cuenta de que se había alejado de la puerta y se había metido estúpidamente
en un rincón, entre los armarios de la cocina y el fregadero. El horror era
inenarrable. La sombra de Abuela lo cubría ya por completo. George pudo, por
fin, vencer su parálisis y gritó desesperadamente al teléfono, una y otra vez.
—¡Abuela! ¡Abuela!
¡Abuela!
Las manos frías de Abuela tocaron su garganta. Los ojos viejos,
borrosos, hipnotizaban los suyos, chupando toda su voluntad.
Vagamente, muy lejos, como si viniera a través de los años y a
través de la distancia, oyó la voz llena de pánico de Tía Flo.
—Dile que se acueste, George, dile que se acueste y que no se
mueva. Dile que debe hacerlo en tu nombre y en el de Hastur. Ese nombre tiene poder sobre ella, George, dile: «Acuéstate
en nombre de Hastur», dile...
La mano vieja y arrugada arrancó el teléfono de la mano sin
fuerza de George. De un tirón, rompió el cordón de la pared. George se dejó
caer en el rincón y Abuela, un montón de carne que ocultaba la luz, se inclinó
sobre él.
George gritó.
—¡Acuéstate! ¡No te
muevas! ¡En nombre de Hastur! ¡Hastur! ¡Acuéstate! ¡No te muevas!
Las manos de Abuela rodearon su cuello...
—¡Debes hacerlo! ¡Tía Flo dice que debes hacerlo! ¡En mi nombre!,
¡En nombre de tu padre! ¡Acuéstate! ¡No te mue...!
Y empezaron a apretar.
Cuando una hora más tarde las luces del coche por fin bañaron la
fachada de la casa, George estaba sentado en la cocina, delante del libro de
historia, sin leer. Se levantó y le abrió la puerta a su madre. A su izquierda,
el teléfono reposaba en el receptor, el cordón colgando inútilmente.
Mami entró, una hoja pegada a la solapa del abrigo.
—¡Qué viento! ¿Fue todo bien, Geor...? ¿George, qué ha pasado?
Mami palideció horriblemente en un segundo. Parecía la cara de un
payaso.
—Abuela —contestó George—. Abuela ha muerto. Abuela ha muerto,
Mami.
Empezó a llorar.
Su madre lo abrazó fuertemente y luego retrocedió hacia la pared,
como si aquel abrazo hubiera acabado con todas sus fuerzas.
—¿Ha... ha pasado algo? —preguntó—. ¿George, ha pasado algo?
—El viento derribó la rama de un árbol en su ventana —respondió.
Mami lo cogió por los brazos y lo apartó un poco, adivinando
aquella expresión de horror. Lo soltó inmediatamente, y, como un ciclón, entró
en la habitación de Abuela. Tal vez estuvo dentro unos cuatro minutos. Al
salir, llevaba en la mano un trozo de tela. Era de la camisa verde de George.
—Le he arrancado esto de la mano —dijo Mami en un susurro
imperceptible.
—Ahora no tengo ganas de hablar —dijo George—. Llama a Tía Flo,
si quieres. Yo estoy muy cansado. Quiero irme a la cama.
Mami hizo un gesto como para detenerlo, pero se contuvo. George
subió a la habitación que compartía con Buddy y abrió el aire caliente para oír
lo que hacía su madre. Mami no pudo hablar con Tía Flo aquella noche, porque
alguien había arrancado el cordón del teléfono, pero tampoco pudo hablar con
ella al día siguiente porque, poco antes de que Mami regresara, George había
dicho una serie de palabras, algunas de ellas en un latín bastardo, otras en
algo que parecían gruñidos predruidas y, a más de dos mil kilómetros de
distancia, Tía Flo había caído muerta de hemorragia cerebral masiva. Era
sorprendente cómo volvían las palabras. Como todo volvía.
George se quitó la ropa y se tendió desnudo en la cama. Puso las
manos tras la cabeza y dirigió la vista a la oscuridad del techo. Lentamente,
muy lentamente, una sonrisa horrible, siniestra, empezó a dibujarse en sus
labios.
Las cosas no iban a seguir como antes a partir de ahora. Iban a
ser muy, muy diferentes.
Por ejemplo, Buddy. Le costaba esperar a que Buddy volviera del
hospital y empezase con su dichosa tortura de la Cuchara del Bárbaro Chino, o
con la Cuerda India, o algo por el estilo. Sabía que, al principio, tendría que
permitírselo, por lo menos, durante el día y cuando hubiese gente alrededor,
pero cuando cayera la noche y estuviesen los dos solos en el dormitorio, en la
oscuridad, con la puerta cerrada...
George se echó a reír en silencio.
Como siempre decía Buddy, iba a ser un clásico.
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