LILITH,
EL JUICIO DE LA GORGONA Y LA SONRISA DE
SALGARI
JOSÉ ANTONIO COTRINA
La Peña, el peonza y
la causalidad.
Después de darle muchas vueltas y sopesar otras
posibilidades he optado por la educación y comenzaré esta narración
presentándome. Mi nombre es Alfredo García Torrecilla y nací, hace cincuenta y
pocos años, en un pueblecito de Cáceres de nombre Aliseda. Mis padres eran
oriundos de la zona y llevaban una apacible vida campesina hasta que la llegada
de su primer y a la postre único hijo vino a trastornarla. Tengo vagos
recuerdos del pueblo, recuerdo de manera difusa las tardes de calor ondulante
incrustado en las paredes encaladas, cociendo lagartijas ociosas y atontando a
las moscas. Lo único que recuerdo con toda claridad es una pequeña peña que se
encontraba a la puerta del corral y que se convirtió, desde que descubrí la
utilidad de las dos extremidades que nacían de mi cintura, en el mayor reto de
mi infancia. Desde que tuve uso de conciencia la peña a la puerta del corral
fue mi némesis. Sólo vivía para coronar sus dos metros de altura que, a mis
ojos, eran casi insalvables; allí me pasaba horas y horas que siempre se
traducían en constelaciones de moratones y arañazos cuando la peña me
derrotaba. Otro niño se hubiera divertido correteando tras las gallinas –que
hacían cima con insultante facilidad–, jugando con los perros de la casa o
torturando a las lagartijas ociosas cocidas por el sol pero yo me decanté por
la superación personal y por esa maldita peña. Un día el padre de mi padre, hombre
de campo y por tanto práctico, tomó al hijo de su hijo por las axilas y lo alzó
en volandas hasta posarle en la cima que durante tantos meses le había sido
esquiva. Mi llanto, terrible e interminable, le obligó a bajarme, me propinó
dos azotes en el trasero y me dejó aturdido a la sombra de mi adversaria. Cosas
que podía haber aprendido de esa experiencia: si te esfuerzas siempre habrá
alguien que al final haga el trabajo duro por ti. Cosas que aprendí: la gente
tiende a sacudirte cuando reaccionas como no esperan.
Nunca pude derrotar a la peña por mis propios medios. Ese
fracaso fue el inicio de la larga serie de fracasos que marcaría buena parte de
mi vida. Cuando cumplí los cuatro años fue mi padre quien me tomó por las
axilas y me llevó a Madrid donde crecería, me haría hombre y profesor de
historia. Mis padres cambiaron la tranquilidad del pueblo por el trasiego de la
capital, no les fue mal y consiguieron sacar adelante a su pequeño retoño que,
por algún curioso capricho de la naturaleza, no crecía tan sólo a lo alto sino
que lo hacía también, y casi en la misma proporción, a lo ancho. Supongo que
tuve la infancia normal de un niño gordito, fui blanco de las risas y bromas de
mis compañeros de colegio y me convertí en un apocado muchacho, pobre en amigos
y encerrado en si mismo –un si mismo bastante amplio, todo hay que decir–. No
contento con las risas y los ocasionales pescozones que me llevé en mi etapa
escolar no tuve ningún rubor en volver a territorio docente una vez alcancé la
edad y sabiduría necesarias para convertirme en profesor de historia.
Por lo tanto volví a las bromas y chanzas del alumnado,
aunque esta vez me hallaba tras la mesa del profesor, a resguardo de los
ocasionales pescozones, a falta de estos, comencé a ser conocido por mis
pupilos adolescentes como el Peonza,
apodo que dado mi orondo cuerpo y mi pequeña cabeza –despejada en la parte
superior pero poblada en su parte inferior por una fina barba castaña– no puedo
juzgar como inadecuado.
De haber coronado la peña mi vida hubiera sido
completamente distinta, estoy seguro. Tal vez hubiera sido un audaz y
estilizado devorador de ochomiles o un intrépido explorador selvático de rápido
machete. Quién sabe. La vida esta infectada por causas y efectos que parecen
emparejarse por el más puro azar: si hubiera coronado esa peña el Peonza no hubiera existido; si no
hubiera decidido suicidarme estaría muerto; si no hubiera comido berberechos no
me habrían roto el corazón; si la señorita Gracia Bragado no hubiera cruzado la
calle Preciados nunca hubiera conocido a Lucian Izquierdo y no habría concebido
a Juan Izquierdo Bragado quien fue juzgado por la Gorgona y devorado.
Y si no hubiera descubierto que Elvis estaba vivo no habría
conocido la historia secreta del mundo.
¡Mihala
dexar!
En Nueva Guinea existe un lago de aguas poco profundas que
ha permanecido oculto a los ojos de la humanidad durante milenios. En el centro
del lago hay una isla y en la isla pervive, desde hace miles de años, una tribu
de hombres oscuros que se llaman así mismos dexar. Los dexar apenas han
cambiado su modo de vida desde los tiempos en que descubrieron el fuego y la
agricultura, siguen honrando a la tierra, al sol, a los sueños y a la ocasional
y pizpireta estación de las tormentas.
Ningún miembro de la tribu ha salido jamás de la isla, ni
siquiera se han planteado que, tras la perpetua niebla que rodea el lago pueda
existir algo. La isla no es demasiado grande y aunque les provee de todo lo que
necesitan para sobrevivir deben seguir un riguroso control de natalidad para
que el equilibrio ecológico no se descomponga. Si se hubieran dado al goce sin
control haría milenios que las hambrunas habrían acabado con la civilización
–porque así la considero– más exigua del universo conocido. Desde siempre han
mantenido su número estable: cuarenta y cinco hombres, treinta y dos mujeres y
veintitrés niños. Cada vez que se produce un nuevo nacimiento se realiza una
suerte de sorteo, dependiendo si el recién nacido es niño o niña éste se lleva
a cabo entre la población masculina o la población femenina y el elegido/a debe
partir hacia la nada, avanzando en el lago hasta perecer ahogado –los problemas
higiénicos que se podrían derivar de esta costumbre se ven solventados por un
pequeño riachuelo que comunica el lago con un río mayor que a su vez va a parar
al océano Pacífico–.
La isla, como ya he dicho, no es muy grande, y tal vez por
eso los dexar sean la única civilización del universo –si no me equivoco y soy
propenso a los errores– que tienen una misma palabra para decir hola y decir
adiós: mihala.
El lenguaje de los dexar es todo un filón de constantes
sorpresas, en sus palabras las acepciones se mezclan en inverosímiles
combinaciones. Les tengo simpatía, no lo puedo evitar. Son tan felices en su
pecera como yo era desgraciado en la mía.
Por lo tanto ¡Mihala dexar! ¡Mihala a todos!
Amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor... mil veces
maldito...
En el instituto donde impartía clases cometí el último gran
error de mi larga carrera como fracasado: me enamoré de una profesora de
matemáticas veintipocos años menor que yo. Fue mi último fracaso y mi primer
amor. Considero casi una hazaña no haber caído en las redes de Cupido hasta los
cincuenta años, toda una marca a tener en cuenta. Como no podía ser de otro
modo fue un amor no correspondido y la experiencia resultó traumática en grado
sumo. Vuestro estimado y seguro servidor Alfredo García Torrecilla recibió un
nuevo revés del destino, retomando una de mis figuras recurrentes favoritas se
podría decir que volví a despeñarme.
Se llamaba Angela Ovejero y era de Córdoba. Era morena y
preciosa, y me enamoré de ella nada más ver aparecer su deliciosa nariz
respingona por la puerta del instituto. Llevaba una carpeta azul, vestido verde
–corto, perversamente corto– y zapatos negros de fino tacón. Había en sus ojos
algo indomable y salvaje, en sus deliciosos pechos, ni grandes ni pequeños, una
promesa de bamboleante lujuria que se subrayaba por las maravillosas curvas de
sus caderas. Entró taconeando sobre las baldosas grises como si fuera la dueña
absoluta de la creación, apartó de su cara un mechón rebelde y la luz del día
que se colaba por las cristaleras me la enmarcó en una instantánea seráfica que
supe que me acompañaría mientras viviera. Su mera presencia borró a los
agitados adolescentes que se apresuraban en la mañana de febrero entre humo de cigarrillos y risas, convirtió el suelo que pisaba en una
nube y etérea y angelical se fue alejando sobre las puntas de aguja negra de
sus zapatos, llevándose el eco de sus pasos y los latidos de mi pobre corazón
que desde ese día decidió latir sólo por ella. Estoy seguro de que ella reparó
en mí, difícilmente habría conseguido obviar a la voluminosa masa enamorada que
acababa de dejar boquiabierta ante la maquina de café. Cuando recuperé la razón
–envenenada para siempre por la dulce ponzoña del amor– puse mi preclara mente
en funcionamiento y enfilé hacia la sala de profesores del primer piso, donde
no sólo la encontré a ella sino que Matilde –Profesora de literatura, cuarenta
y muchos años, divorciada y con tendencia al histerismo– me la presentó para
dichoso éxtasis y alborozo del que suscribe.
–¡Alfredo! ¡Mira, ésta es la sustituta de Blanca! ¡Se llama
Angela! ¡Pobrecita! ¡No sabe lo que va a soportar aquí! ¡Trátala bien! –¡dijo
Matilde!–: ¡Alfredo es el jefe del departamento de historia! –¡le indicó a mi
diosa!– ¡Todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno!
–Es un placer –me tendió su mano diminuta y con un solo
vistazo la encontré libre de alianzas.
–Lo mismo digo –atiné a decir recogiendo su mano en la mía
con más suavidad de la que nunca me creí capaz–. Espero que su estancia aquí
sea tan prolongada como feliz.
–Gracias...
Amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor, amor... mil veces
maldito...
La Sonrisa de
Salgari
Vitoria, marzo de 1996, cerca del estadio de fútbol de
Mendizorroza. Un bloque de pisos solitario, cinco plantas de viviendas
desocupadas –dos viviendas por planta– y una cafetería en sus bajos llamada La Sonrisa de Salgari. La fachada de la
cafetería está decoradas como la proa de un navío pirata, los pomos de las
puertas son dos pistolas y las ventanas son gigantescos ojos de buey. El nombre
de la cafetería está en altorrelieve sobre la doble puerta realizado en
imitación de hueso, sobre él aparecen nueve símbolos tallados en ébano negro.
Rodeando el cartel que contiene el nombre y los extraños signos penden dos
banderas piratas. En el interior el ambiente se relaja y todo recargamiento
desaparece. Hay una docena de mesas en el lateral izquierdo mientras que el
derecho está ocupado por la barra de madera y mármol. El encargado se llama
Salcedo y tiene una increíble melena negra y un mirar perdido, como de haber
visto más de lo permitido; tiene bajo su mando a tres camareros: Michael
–veintimuchos años, técnico en informática, cola de caballo y adicto al
patinaje– Sandro –treinta y pocos años, ojos negros sin pupila ni iris
reconocibles, capaz de desnudar el alma en cada mirada y volver a vestirla con
su sonrisa– y Yolanda –edad indeterminada, procedencia extraterrestre y ojos
verdes rematando una arquitectura de hielo ardiente–. Salcedo no solo es el
dueño de la cafetería sino que es propietario de todo el edificio.
Son las dos de la tarde y es un domingo sin fútbol. Dos
familias dan buena cuenta de cafés y refrescos. Michael remolonea junto a un
teclado en la sala de empleados, está trabajando en una nueva teoría sobre
campos de energía. Una mosca temprana explora la cordillera de baldas y
estanterías repletas de botellas. Salcedo se fuma un puro mientras Sandro bosteza
a la espera de que su café se caliente en la cafetera. En la radio Radio Futura
canta un poema de Poe y una máquina tragaperras llena el silencio lleno de
conversaciones familiares con el reclamo de su cancioncilla. Un niño se levanta
de la mesa atraído por la máquina. Golpea los botones un rato hasta que,
aburrido por la falta de resultados, se acerca a la barra a la busca de un vaso
de agua. La mosca expedicionaria capta su atención un momento. Se encarama a un
taburete justo cuando, desde detrás de la barra, una fina línea de llamas se
proyecta hacia la mosca, calcinándola. El niño se sobresalta pero se obliga a
levantarse sobre el taburete para echar un vistazo tras la barra.
Un diminuto dragón de cobre le devuelve la mirada. De sus
fauces entreabiertas surge una voluta de humo grisáceo.
–¡¡Mamaaaaá!! –el
niño mira hacia atrás un segundo, su madre se levanta, asustada por el grito de
su polluelo. Las dos familias desvían la mirada hacia el infante y el niño
vuelve su atención de nuevo hacia el dragón que ya no es un dragón sino un
pequeño perrito de raza dudosa que está recibiendo un certero puntapié por
parte de Salcedo.
–¿Qué ocurre? ¿Te has hecho daño? –quiere saber la solicita
madre –casi cuarenta, diseñadora de interiores– de pie y en camino hacia su
retoño.
El niño mira al perro que mira a Salcedo que mira al niño y
le guiña un ojo.
–Tienen un perrito... –dice con un hilo de voz. Es un rapto
de maduración instantánea: el niño aprende que hay situaciones en las que la
mentira es la única opción juiciosa.
El dragón –pues de eso se trata– se llama Mordekay y si lo
presento ahora, junto a la dotación de La
Sonrisa de Salgari, es porque el pequeño bastardo no me perdonaría jamás no
hacer su primera aparición hasta la página treinta y pico.
Guzmán
Guzmán es el único amigo que tuve en mi vida como profesor
de historia experto en fracasos. Era profesor de ética y era tan delgado y
escuálido como yo gordo y orondo. Formábamos una pareja atípica pero ya
habíamos aprendido a hacer caso omiso a las bromas y risas a nuestras espaldas
–a la mía ya que la suya era prácticamente inexistente–. La vida le había
sonreído y tenía una magnífica mujer y dos hijos en los que perpetuarse.
Se estaba lavando las manos en el lavabo del servicio de
caballeros –uso exclusivo para el personal docente– mientras yo sudaba y sudaba
sentado en una taza, intentando evacuar los residuos de lo que había sido una
opípara cena.
–¡Te has enamorado pillo! ¡Santo Dios! ¡Quién me lo iba a
decir!
–Yo, te lo he dicho yo... y ya me arrepiento de haberlo
hecho.
Consumé uno de los rituales más antiguos de la humanidad,
tiré de la cadena y salí peleado con los botones de mis pantalones de pana.
Guzmán se subió sus gafas de concha y me sonrió cómplice.
–La verdad es que es mona.
–No, Chita es mona, Angela es divina.
–¿Y qué vas a hacer?
Me encogí de hombros. No sabía como podía actuar. Esos
sentimientos que me agujereaban el estómago eran nuevos para mí y no sabía como
afrontarlos. Sacudí la cabeza. Hacia un mes que la nueva profesora de
Matemáticas se había convertido en propietaria exclusiva de mi corazón y aunque
habíamos charlado muchas veces no había intentado ningún tipo de acercamiento.
–La adoraré desde la distancia, supongo. Suspiraré a la
luna y venderé mi alma al diablo para conseguir un solo beso de sus labios...
Las casualidades de bragado.
La señorita Gracia Bragado –ama de casa, cincuenta y tantos
en la actualidad– cruzó la calle Preciados en busca de una nueva ruta que le
ahorrara un par de minutos en su compra diaria, al torcer una esquina chocó de
bruces con Lucian Izquierdo –fresador, ahora jubilado, sesenta y pocos–, el que
sería su marido y esencial colaborador en la concepción del descarriado Juan
Izquierdo Bragado –ya fallecido–. Un hecho casual como un topetazo al doblar
una esquina se convirtió, por mor de la causalidad, en un nuevo eslabón en la
cadena que desgrana este relato. Podemos ir más atrás en el tiempo y
encontraremos muchas mas casualidades en el bendito camino azaroso de la
existencia de los Bragado pero hay una en particular que me veo forzado a
señalar: en el lejano año del 1570 en pleno reinado de Felipe II y en plena
crisis económica –la Hacienda Real se declaró en quiebra– un contrabandista de
apellido Bragado intentó asaltar a un humilde comerciante apellidado Torrecilla
–antepasado de éste que suscribe–. El resultado fue una corta y sangrienta
pelea a cuchillo que acabó con los dos malheridos pero capacitados para seguir
viviendo, reproducirse y hacer más extensas las ramas de sus respectivos
árboles genealógicos que volverían a cruzarse cuatro siglos después.
Los dexar tienen un único árbol genealógico que se ha ido
enredando en sí mismo hasta parecer más una cuerda que un árbol, curiosamente
no se ha producido ninguna degeneración en la especie pese a miles de años de
incesto continuado. Desde que tienen memoria sólo ha habido cien nombres para
los cien miembros de la tribu. Cuando nace un nuevo dexar recibe el nombre del
que se ve obligado a caminar por el lago hasta que el agua y la muerte cubren
su cabeza. Es una poda constante, cada vez que nace un nuevo brote se corta una
flor al azar.
Juan
Izquierdo Bragado tenía unas cualidades innatas para la natación, herencia de
Marcos Izquierdo, un afamado pescador cántabro que se sitúa unas ramas por
debajo de nuestro joven amigo. Por desgracia para Juan debieron prevalecer los
genes del contrabandista que asaltó a mi antepasado porque desde el primer
momento mostró una inclinación precoz hacia la delincuencia en todas sus
facetas. Esporádicamente aliado con Ocaña, un espigado y narigudo jovenzuelo
adicto a toda clase de drogas y perversiones, se dedicó al robo a punta de
navaja en callejones oscuros y a la sustracción de carteras y bolsos en el
Paseo de la Castellana, ya fuera deslizando la mano en el bolsillo de la víctima
o practicando el método del tirón.
Me los imagino aquel día de primeros de octubre, acechando
entre los viandantes en busca de una nueva presa. Saboreando la agitación del
delito y relamiéndose ante lo que viene a continuación. La víctima elegida es
un hombre bajito que avanza deslumbrado por el sol invernal, ellos no lo saben
pero media hora antes estaba en el hemisferio opuesto del planeta y anda un
poco trastornado. Por eso le sorprenden. Por eso no reacciona cuando de un
tirón Juan Izquierdo se hace con su pequeña mochila azul en la que tan sólo
lleva su vieja máquina de afeitar, una toalla, un neceser y un discman y lo
deja boquiabierto en mitad de la calle con un grito que no acaba de nacer y que
no es un grito de socorro ni de miedo sino un grito de advertencia. Cuando lo
lanza él ya está muy lejos.
Juan Izquierdo Bragado podía haber sido un magnífico
nadador pero el azar lo convirtió en un aceptable delincuente y su destino
quedó sellado cuando robó un discman que vendería a un abatido Alfredo García
Torrecilla. Días más tarde la Gorgona llegó y se lo comió.
Suicidio y humo.
Mis padres murieron la misma noche en que decidí
suicidarme. Los motivos para un gesto tan trascendente, definitivo y estúpido
serán la única cosa que guarde en secreto, la única cosa que no compartiré. En
resumidas cuentas: cansado de caerme de la maldita peña opté por atarme a ella
y tirarme al Manzanares. Salí de la vieja casona de dos pisos que mis padres
tenían arrendada y me deslicé como una sombra por el Madrid nocturno con la
sensación de estar andando sobre un sueño. Serían las tres de la madrugada y
apenas había avanzado unas manzanas cuando el estrépito de la campana de un
coche de bomberos me dejó helado en el sitio. No fue una corazonada, no fue un
presentimiento, fue la certeza total –absoluta– de que ese coche de bomberos
iba hacia mi casa. Si hasta ese momento la noche había tenido la textura y el
sabor de un sueño a partir del repiqueteo de la campana el sueño se transformó
en pesadilla
El maldito azar me salvó la vida cuando estaba dispuesto a
deshacerme de ella. El incendio comenzó con el brasero que mi madre
acostumbraba a colocar bajo la cama para luchar contra las frías noches de la
meseta. El fuego no les dio ninguna oportunidad.
Regresé a paso lento, al borde de un ataque de histeria en
el que caería cuando llegara hasta la casa en llamas y del que tardaría meses
en salir. Durante todo el camino hasta la pila de inmolación accidental de mis
padres mi mente se disparó entre alucinantes visiones de cuerpos carbonizados y
un imaginado olor a carne asada que me llevaba hasta una nausea más espiritual
que física. Caminando en la pesadilla tomé la decisión de seguir viviendo, no
por mi sino por lo que de mis padres –que ya sabía muertos– había en mí. Era el
único brote de la rama García Torrecilla y sobre mis hombros recaía la
responsabilidad de hacerla perdurar.
Como he dicho antes me derrumbé cuando vi el jirón de humo
negro sobre los edificios. Mis padres se iban volando entre el humo.
Amor correspondido.
Al final del curso 95–96 Alfredo García Torrecilla se armó
del valor suficiente para arrinconar a Angela en la sala de profesores y
confesarle allí su amor. Sus ojos se fueron llenando de lágrimas cuando vio en
los suyos que ese amor era –¡bendita sea!– correspondido. El amor floreció en
el erial ajado que había sido la vida del profesor de historia y por fin
encontró la felicidad que le había sido tan esquiva. Veranearon juntos en la
Córdoba de ella, entre patios, flamenco, rosas y besos y fue el verano de sus
vidas porque hasta ese verano no habían vivido. En un rapto de locura se
casaron a finales de agosto, como si las vacaciones hubieran sido el
preludio de la eterna luna de miel que
iba a ser el resto de sus existencias.
Alfredo García adelgazó hasta estabilizar su peso en torno
a los noventa kilogramos justo cuando el hijo de ambos –Rubén García– cumplía
sus cuatro primeros años de vida.
Alfredo García siempre recordará un atardecer de julio en
Aliseda, en la vieja casa de sus abuelos, cuando Rubén García Ovejero, bajo la
atenta mirada de sus progenitores, coronó la peña que tan de cabeza había
traído a su padre. El ocaso se dibujaba ya en el lienzo del horizonte con
colores pastel y ausencia de nubes. Un ruiseñor daba la bienvenida a la noche
con su trino delicioso y él buscó la mano de ella en el crepúsculo y la mirada
de ella buscó la de él cuando un cuarto de luna se espolvoreó de estrellas.
Fin
No, no pasó así, claro que no. Alfredo García no tenía el
menor ápice de valor en su enorme cuerpo para arrinconar a nadie y dejó pasar
el verano encerrado en su casa, suspirando y soñando con el retorno al trabajo
para poder adorarla en la distancia. Cuando así sucedió –ella radiante con su
moreno cordobés– volví a meterme en mi papel de amante platónico hasta que el
20 de septiembre de 1996 me rompió el corazón por culpa de una lata de
berberechos. No hubo hibridación posible entre nuestros dos árboles. Rubén
García Ovejero no tuvo la menor oportunidad y voló donde vuelan los sueños.
Descansa en paz, hijo mío, descansa en paz...
Más adelante, cuando nos conozcamos mejor, aclararé el
misterio de los berberechos rompecorazones.
Un discman cañero.
Mi relación con Juan Izquierdo Bragado –frustrado recordman de los cien metros espaldas–
fue corta pero crucial para los acontecimientos que se iban a poner en marcha y
que todavía hoy perduran.
Hacía casi un mes que mi talante habitual, sarcástico y
simpático a medias, me había abandonado; justo desde que cierto ángel cordobés
me había destrozado el corazón. Mis clases se volvieron anodinas y mi relación
con el resto del profesorado se redujo a la mínima expresión, sin pasar de
esporádicos saludos al cruzarnos por los pasillos. Hasta esquivaba a Guzmán
siempre que me era posible. Mi comportamiento extrañó a todos pero los pocos
que se preocuparon por mi estado anímico se llevaron bajo el brazo un frío y
desabrido “No me pasa nada”. Las espirales que trazaba mi ánimo eran cada vez
más cerradas, si volvemos a la causalidad azarosa puede que si no se hubiera encontrado con Juan
Izquierdo nuestro deprimido y deprimente Alfredo García Torrecilla hubiera
sucumbido a los impulsos autodestructivos que llegaban desde su traicionado
corazón. Nunca lo sabremos.
Fue a mediados de octubre cuando abandoné el instituto embutido
en mi plumífero gris y me encaminé hacia la cercana boca de metro donde Juan
Izquierdo Bragado y el narigudo y esquelético Ocaña me esperaban parapetados
tras un mostrador de cartón, allí descansaban, pulcramente ordenados, varios
relojes, cadenas y medallas que el primero había sustraído en su pesca habitual
por la Castellana. Hacía frío y comenzaba a lloviznar así que me subí el cuello
de mi plumífero y aceleré el paso para buscar el refugio del metro cuanto
antes.
Pasaba junto a la caja de cartón donde Juan Izquierdo
exponía su género cuando el discman me dejó clavado en el sitio. Izquierdo
Bragado había intentado llamar mi atención con su vozarrón de delincuente
habitual pero yo llevaba décadas especializado en no escuchar lo que los demás
podían gritarme y lo ignoré por completo. Lo que no consiguieron sus palabras
lo consiguió el discman con su silencio.
Era un estuche de plástico plateado en forma de media luna,
con la portezuela dorada y los controles en el lateral curvo, llamó más mi
atención por el número de botones y palanquitas que por su diseño poco menos
que futurista. En letras doradas en la zona recta de la media luna se podía
leer lo que debía ser la marca del aparato: LILITH;
junto al nombre en altorrelieve también dorado aparecía una estrella de cuatro
puntas con un círculo en su centro. La verdad es que me dio la impresión de ser
un discman de tecnología punta y, en mi bendita ignorancia, me encontré
preguntándome como había llegado a formar parte de la tropa del mostrador de
cartón.
Juan Izquierdo Bragado notó mi interés y se relamió su
incipiente barba antes de hablar:
–Dos mil quinientas y es suyo, jefe. Es una ganga. Además
viene con un CD dentro de regalo. ¡No se lo piense!
Ocaña asentía con ojos desorbitados.
–Es cañero, tío, cañero, cañero...
Tome el aparato entre mis manos y lo primero que note fue
su peso, tan liviano que parecía no terminar de estar allí. En el lateral curvo
encontré el botón que abría la portezuela y lo accioné. Volví a cerrarla cuando
comprobé que, en efecto había un CD en su interior –Las Cuatro Estaciones de
Vivaldi– y tomé los auriculares que se habían enrollado en el cable en una
maraña tal que tras mucho darle vueltas sólo logré hacerme con el auricular
izquierdo; lo introduje en el pabellón auditivo conveniente, apreté el Play y los violines de Vivaldi
estallaron en una gloria polifónica que nada tenía que envidiar a una orquesta
en directo, más bien la orquesta podía palidecer en comparación. Me quedé
traspuesto. La calidad de la grabación era tan magnifica que se volvía
pavorosa. Superaba con creces a cualquier cosa que hubiera escuchado antes,
llevaba cincuenta y tantos años sordo y había recobrado el oído por obra y
gracia de un ángel drogadicto. La boca se me quedó seca. Mi corazón mostró
interés de nuevo y aceleró su mecánica vital, mi riego sanguíneo se multiplicó
y en mi mente, montada en ondas musicales que nunca hubiera creído posibles
–¡maravillosos violines afilados!–, tuve tiempo para un pensamiento
perturbador: sólo estaba escuchando por el auricular izquierdo y el aparato
debía ser estéreo. ¿Cuál era el límite de la maravilla del aparato? ¿Sería la
grabación la culpable de tal calidad sonora o era el discman que temblaba en
mis manos? Merecía la pena pagar el dinero fuera cual fuera la respuesta a esas
preguntas.
–Cañero, cañero... ¿Qué no?
Con manos temblorosas saqué mi cartera y extendí un billete
de cinco mil que cambio de manos con una destreza fastuosa.
–Lo siento jefe pero ando mal de cambios... ¿Por qué no se
lleva un reloj y en paz?
–Son cañeros...
Jxerandera
Jxerandera es una palabra dexar de varios significados, a
saber:
–Agua y lago.
–Principio ya que el nacimiento da comienzo con rotura de
aguas y el primer encuentro del dexar con el mundo está marcado por el llanto
–si no hay llanto acaba en el fondo del lago–.
–Final, ya que un dexar al azar debe dejar su sitio al
nuevo miembro y caminar por el lecho del lago hasta que el agua cubra su cabeza
para siempre y por siempre.
Principio y final. Vida y muerte. Agua y lago.
Sorpresas.
El traqueteo del metro me agitaba levemente en el asiento.
Me encontraba desenredando la maraña de cables que unían los auriculares con el
discman y la tarea era sumamente complicada y frustrante. En mi muñeca el reloj
verde chillón que había cogido al azar del puesto de mercancía ilegal de Juan
Izquierdo Bragado hacia ya varios minutos que señalaba incansable hacia las
siete y diez, lugar del que jamás ha hecho el menor intento de moverse.
Un segundo auricular salió a la luz y en pocos minutos
–minutos de otro reloj que no fuera el mío, claro– del cable negro que le
rodeaba. Cual sería mi sorpresa cuando descubrí que los cables seguían
enredados en torno a un tercer auricular. ¿Tres auriculares? La idea era
absurda, la equipación básica del ser humano es de dos oídos y un tercer
auricular era algo que no rozaba lo absurdo sino que lo superaba y le pegaba
una paliza. ¿Un repuesto? No, eso también era una soberana estupidez.
Procedí a una inspección más cuidadosa de los auriculares,
no había nada anormal a primera vista, los tres estaban envueltos en
almohadillas rojas y negras, mis intentos por retirarlas fueron infructuosos y
desistí. Cada auricular tenía en su revés una letra en tinta blanca: L –left– R–Right– y N –¿N?–. Inspeccioné el discman de nuevo. No conocía la
marca llamada Lilith y su símbolo se me antojaba extraño. Abrí la portezuela,
extraje el CD y lo examiné: VIVALDI LE
QUATTRO STAGIONI, VITTORIO NEGRI un CD de Virgin del 94 perfectamente normal. Volví a meterlo en su
receptáculo y me centré por vez primera en los controles. Entrecerré los ojos,
la cantidad de botones, palanquitas y resortes era mareante pero uno en
particular llamó enseguida mi atención, al lado izquierdo del botón de Play se encontraba el botón de Record; conocía el hecho de que hubiera
compactos que fueran grabables pero nunca había visto un discman que tuviera
esa facultad. Mi teoría de que se trataba de un discman de última generación se
confirmaba por momentos, alguien debería estar echándolo mucho de menos me
dije, sintiéndome ligeramente culpable. Al lado derecho del Play había un pequeño botón junto a una
pantallita de cristal líquido donde destellaba un número dos. Apreté el botón y
en la diminuta pantalla surgió un tres. Lo accioné de nuevo y del tres pasó al
cuatro. Cinco, seis, siete, ocho y empezamos otra vez: uno, dos, tres...
Siguiendo un repentino impulso abrí la portezuela del
discman.
El CD de Vivaldi había desaparecido, en su lugar me
encontré con el Love at First Sting
de Scorpions.
¡El rey no ha muerto! ¡Viva el rey!
En casa tuvo lugar la más desconcertante de las sorpresas
que me tenía preparado el discman. Los compactos parecían transportarse de la
nada al interior del aparato, su capacidad era de ocho pero tan solo había
cuatro ocupados, a los dos mencionados anteriormente se le unía la banda sonora
de Blade Runner y el motivo de mis
sorpresa: El cuarto compacto era el Alone
Again in the Edge, un CD de color azulado, la compañía que lo había lanzado
al mercado era la compañía Lilith
(1996) y el artista en cuestión era un tal Elvis Presley. Diez temas inéditos
del rey. Como decía la letra pequeña que bordeaba el discman todos los temas
estaban escritos por el propio Elvis... en 1995.
©Elvis Aaron Presley 1995. Todos los derechos reservados. Lilith Productions
Elvis y
Jesse
Elvis Aaron Presley nació junto a su hermano mellizo Jesse
Garon el ocho de enero de 1935 en Tupelo. Si Vernon Elvis Presley y Gladis Love
no se hubieran conocido ese hecho no se hubiera producido por lo cual buena
parte de lo que estoy contando no hubiera tenido lugar y el rock and roll no sería tal y como lo
conocemos–con lo que se demuestra por enésima vez que la causalidad es lo que
gobierna en este desquiciado universo–. Elvis Presley sobrevivió al trauma del
nacimiento para crecer y convertirse en un mito, su hermano Jesse no tuvo tanta
suerte y abandonó el mundo seis horas después de haber llegado a él. La vida
era una responsabilidad demasiado grande y el pequeño Jesse decidió que no
valía la pena el esfuerzo y se dio a la fuga. Buena suerte donde quiera que
esté.
El Presley superviviente se aferró a la vida y se convirtió
en el dios del rock and roll, un mito
con pies de barro que danzó e hizo danzar a una generación entera y al que su
propia leyenda devoró. Tal vez la gloria estaba preparada para los dos hermanos
y que tras la deserción de Jesse toda ella recayera sobre los frágiles hombros
de Elvis. Abandonado por su esposa pasó sus últimos años encerrado en su
mansión de Graceland en lo que pareció ser una lenta y suicida despedida de la
existencia. La muerte le sorprendió en agosto del 77, cuarenta y pocos años
después de recoger a su hermano mellizo. Esa es la historia, está en los
libros.
Alone again in the edge
El
último disco de Elvis hasta el momento –quiere que su nuevo trabajo
coincida con el fin del milenio– está compuesto por tres baladas –Solo de nuevo en el filo; Canción de cuna
para un eco; ¿Somos nosotros?– cuatro temas de rock –Noches azules; Vibrando en eclipse parcial; El rock de Miranda; Volcán
Fugaz;– una canción instrumental –Samarkanda–
y dos variaciones del tema que da título al disco, en una de estas variaciones
las voces que hacen coro a Elvis son voces que nunca hubieran podido surgir de
una garganta humana, pensé que se trataba de un efecto de post–producción. Como
más tarde averigüe estaba muy equivocado.
Polifonías desconcertantes
Guzmán me observó por encima de sus
gafas de concha, era la primera vez que veía una expresión perpleja en su
rostro afilado y creo que estaba tan desconcertado porque creía que su buen
amigo Alfredo García Torrecilla había enloquecido. Estabamos sentados en la
mesita de mi cocina, entre nosotros se alineaban dos tazas de café ya
consumidas, un discman con tres auriculares y el Alone Again in the Edge. El pobre había creído que mi llamada era
para llorar sobre su hombro y explicarle porque de pronto me había convertido
en un alma en pena vagando por los pasillos.
–¿De verdad crees lo que me has contado?
Tienes muchos defectos pero no contaba con que la bebida fuera uno de ellos.
Como toda respuesta empujé el discman
hacia él y le hice un gesto para que lo probase. Contempló los tres auriculares
y me miró desconcertado, yo le dediqué una sonrisa y le hice partícipe de mi
último descubrimiento:
–El central tienes que colocarlo en el
cuello –Neck–, en la base del cráneo.
Se quedará adherido allí. Pon el volumen al mínimo, –le aconsejé cuando
introdujo el Alone Again in the Edge
en el discman y procedió a colocarse los auriculares.
Apretó el Play y al momento sus ojos se desorbitaron. Apagó el discman y me
miró sobrecogido, con la frente perlada de fino sudor. Comprendía como se
sentía, el sonido estéreo rozaba la perfección más atroz, pero el auricular
fijado en el cuello superaba lo imposible arrastrando la mente a las cotas más
altas de la maravilla: el sonido se convertía en algo vivo en el interior del
cerebro, centellas luminosas se encendían al compás de la voz del rey,
alboradas incendiarias, auroras enamoradas danzando en el cortex cerebral
bañadas por el gris metálico de una sinfonía de estrellas. La escala musical se
multiplicaba por mil y la polifonía era tan bella que daba ganas de gritar.
Guzmán apretó de nuevo el botón de Play
y durante unos minutos escuchó en silencio. Yo alcanzaba a escuchar el rumor de
las notas y su mero eco era maravilloso.
Suspiró con fuerza y apagó el discman.
–No sé, no sé que decir... Esto no es
normal... Esto es grandioso...
–Y es Elvis...
–No sé lo que es, no sé lo que es... El
sistema de sonido de este aparato sobrepasa lo imaginable. ¿Dices que se lo
compraste a un delincuente?
–Tenía toda la pinta de serlo.
–¿Crees que podría conseguir otro?
Más
café.
Volví a hacer más café mientras Guzmán escuchaba el
compacto.
–No se puede reproducir en mi minicadena. No es compatible,
–le expliqué escanciando café negro y espeso en su taza–. El resto de los
compactos no tienen ningún problema pero no reconoce el de Elvis. Los míos se
escuchan en el discman y se transportan donde quiera que estén cuando no están
seleccionados; el tercer auricular no funciona con ellos.
–Santo dios...
–He pensado que puede ser un prototipo experimental o algo
por el estilo...
–Explícame entonces que tecnología es capaz de teleportar
los compactos al interior de tu discman. Y de paso me gustaría saber donde van
cuando no están...
–Esto parece una locura.
–Es una locura.
¿Qué vas a hacer?
–No lo sé. Tengo un discman maravilloso y el último trabajo
de un muerto. ¿Qué harías tú?
–Creo que acojonarme por completo. Hay algo rematadamente
extraño en todo esto.
–Y voy a intentar averiguar qué es.
¿Lilith?
Decidí dar comienzo a mis investigaciones siguiendo la
pista de la marca del discman y del compacto de Elvis, investigaciones que
resultaron tan concluyentes como extrañas: Lilith no existía. Recorrí todas las
grandes superficies de Madrid, me patee docenas de tiendas de electrónica y
electrodomésticos y en todas me dieron la misma respuesta: no habían oído
hablar nunca de la marca Lilith ni de una productora con ese nombre. Por lo
tanto yo tenía un discman que no existía, con capacidad para ocho compactos
donde sólo podía caber uno –entre ellos el nuevo y flamante trabajo de Elvis
Aaron Presley para una compañía inexistente– y el mejor sistema de sonido
concebido desde el big–bang.
Amor y nausea
En el instituto se dieron cuenta de que algo estaba
ocurriendo. El viejo Peonza volvía a
bromear y en la sala de profesores se comentaba que alguien me había visto
sonreír.
–Me alegra verte así...
–¿Qué? –estaba ensimismado leyendo una biografía de Elvis
en la biblioteca y no había escuchado a Angela acercarse.
–Que me alegra verte así. Nos tenías preocupados a todos...
Parecía que habías perdido la ilusión...
–He perdido más que eso.
En ese momento estábamos solos en la biblioteca –la mayoría
de los alumnos consideraban la sala de lectura como territorio tabú–, aun así
bajó el tono de voz para preguntarme al oído mientras tomaba asiento a mi lado:
–¿Quieres hablar de ello?
Quería infinidad de cosas pero prefería mascar cuchillas
antes que hablar con ella. Quería que se marchara porque su mera presencia
bastaba para despertar a los demonios que ella misma había invocado en el
infierno de mi alma; quería besarla hasta que los dos nos ahogáramos el uno en
el otro; quería arrancar sus infames ojos verdes de sus malditas cuencas y
comérmelos a besos, quería amarla a golpes de rabia y dolor hasta que llorase
sangre y gritara basta por esa boca que me había asesinado. La aborrecía con la
misma pasión con que la amaba.
–No. Ha pasado ya. Estoy bien...
El demonio me miró con su rostro de ángel, sonrió y bajó la
vista hacia el libro que yo estaba leyendo, aproveché el momento para cerrar
los ojos y apretar los dientes con toda la fuerza de la que fui capaz,
intentando contener el grito y las lágrimas que abrasaban mi garganta.
Intentando detener la nausea del amor, el espasmo del cariño y la grotesca
convulsión de la lujuria.
–¡Vaya! ¡No sabía que te gustaba Elvis!
–Lo he descubierto recientemente, no es que me vuelva loco
pero no está mal. Mucho mejor que lo que escuchan la mayoría de las sucias
bestezuelas a las que impartimos clase.
–Me alegra verte así de nuevo. De verdad...
Hizo ademán de darme un beso en la frente pero yo reculé
hacia atrás con violencia y conseguí evitarlo. Si ponía sus labios sobre mi me
moriría y ya no quería morir. Ella se levantó turbada por mi gesto, se despidió
y se marchó taconeando en el silencio de la biblioteca.
Uno de los siete demonios de la cábala demoniaca es el
demonio del viernes. Los cabalistas lo oponen a Venus y lo representan como una
mujer desnuda cuyo cuerpo termina en una cola de serpiente. Lo llaman Lilith.
Experimentos en LA Sonrisa.
Octubre. Madrugada domingo lunes. La Sonrisa de Salgari lleva horas cerradas pero aún hay actividad
tras su proa pirata. Un pequeño dragón de bronce revolotea entre las sillas que
dormitan sobre las mesas. Salcedo –el capitán de La Sonrisa– contempla una
pequeña pelota de goma que Michael
–informático patinador– ha colocado sobre la barra. El propio Michael está
sentado a horcajadas sobre la barra con un teclado entre las piernas en el que
teclea con ansia casi rítmica.
–Ejecuta Mordekay... –pide al dragón que deja de revolotear
un instante, se fija en el aire y lanza una mirada chispeante a la pelotita de
goma. La pelota vibra, se hace más pequeña y estalla en una llamarada rojiza
que deja una gran mancha negra sobre la barra.
–Esto no va bien, Michael. No va nada bien, –recrimina
Salcedo que, por lo visto, esperaba que ocurriera algo diferente con la pelota
de goma.
–Lo siento capitán, pero es todo lo que puedo lograr. Con
la energía que contamos no espere milagros porque no los habrá.
–Y eso que hemos dejado sin luz a medio barrio... –señala
Mordekay que reanuda sus vuelos entre sillas y mesas.
Michael salta de la barra, antes de tocar el suelo unos
brillantes patines en línea aparecen de la nada y se engastan en las suelas de
sus zapatillas. Patina hasta los ventanales redondas y mira hacia la calle,
confirmando que ni una farola brilla en la noche.
–Necesitamos más potencia... –entrecierra los ojos mientras
un dragón de bronce describe una espiral en el techo del local.
Salcedo, con un gesto de la mano, hace desaparecer la
mancha ennegrecida de la barra y suspira.
Anuncios por palabras.
Los días pasaban y no avanzaba un sólo paso en mi
investigación detectivesca. Tras el fracaso en la búsqueda de noticias sobre la
corporación Lilith pensé en buscar a los dos jóvenes que me habían vendido el
discman, pero encontrar a dos delincuentes en Madrid se me antojó tarea harto
complicada –y peligrosa– así que decidí dar un nuevo rumbo a la situación. Si
no podía llegar a Lilith haría que Lilith viniera a mí, si no podía llegar
hasta ellos –fueran quienes fueran ellos–
no tendría más remedio que guiarles hasta Alfredo García Torrecilla. Tenía el
compacto de Elvis en mi poder y estaba seguro de que cualquier intento por
sacarlo a la luz llamaría su atención. Suponía que tratarían de impedírmelo y
para eso debían dejarse ver.
Inserté en todos los periódicos de Madrid durante dos
semanas este sencillo anuncio:
Anuncio que sólo tuvo la respuesta airada de un fan de
Elvis recalcando lo que yo ya sabía: ese disco no existía en la discografía del
rey, ni siquiera en la posible discografía pirata del artista así que o yo era
un cretino o un timador. Opté por no definirme y colgué.
Retiré el anuncio desolado. Por lo visto Lilith no leía los
anuncios por palabras.
La pesadilla.
Oscuridad creciente. La luz desaparece entre vísceras
fundidas con barro y alquitrán y estás solo y ciego, abandonado en un páramo
infinito hecho de pizarra y ecos. Cada paso que das es una agonía, cada vez que
te mueves el filo hirviente de una cuchilla recorre hasta el último nervio de
tu cuerpo, navajas de fuego frío laceran tu sexo y tu vientre y rasgan tus ojos
ciegos. Y eso no es terrible, lo terrible viene cuando notas que ya no estás
solo en el infierno, cuando hay algo más contigo en la oscuridad. Algo
espantoso, insondable y te das cuenta que la oscuridad y las cuchillas forman
parte de ese ser terrible. La presencia te envuelve en un gélido manto, te
arropa con el desaliento y te observa a rachas de viento trastornado. Y el
horror llega a su culmen cuando comienzas a despertar y te das cuenta de algo
que has pasado por alto: no estás
soñando con ese monstruo.
El monstruo está soñando contigo.
Trazando espirales
La paciencia que me había caracterizado
durante mi lucha infantil contra la peña había desaparecido con los años.
Diciembre ya se había estrenado en el calendario y la frustración por no dar
más que palos de ciego unida a la pesadilla recurrente que fatigaba mis noches
amenazaba con llevarme de vuelta a mi delicado punto de partida. La llegada del
ocaso me aterraba por lo que traía consigo, la noche era un infierno rebosante
de pesadillas y de lo que estas guardaban en su interior; la Gorgona me
perseguía ya, dispuesta a juzgarme por delitos que yo no conocía pero que
estaba a punto de cometer. Pedí una excedencia en el instituto porque el
agotamiento me ganaba durante el día y de día era cuando podía dormir sin
sueños.
Una noche Guzmán me telefoneó,
visiblemente preocupado.
–¿Te encuentras bien, Alfredo? –me
preguntó tras unos instantes de insulsa conversación.
–Depende lo que entiendas como bien.
Digamos que mis constantes vitales son las normales. No estoy ni más ni menos
deprimido que de costumbre y estoy a punto de verme Apocalipsis Now y Las
adolescentes se lo montan solas... Sesión doble de calidad indiscutible
donde las halla... ¿Te apetece acompañarme? Hay palomitas y pañuelos de
papel...
–Creo que paso. Mira Alfredo... empiezas
a preocuparme muy mucho.
–No deberías... puede parecer lo
contrario pero controlo la situación.
–¿Estás seguro?
–Hazme caso...
–De acuerdo, de acuerdo... Te dejo con
tu sesión de cine. Cuídate ¿me oyes?.... Cuídate.
–Lo haré...
Colgué y volví a beber un largo trago de
la botella de whisky que me acompañaba esa noche, esperaba que una buena curda
consiguiera liberarme de las pesadillas, cosa que, por supuesto, no funcionó.
Daen
En pleno siglo XII un decrépito cocodrilo de Nueva Guinea
–cinco metros de eslora– equivocó el rumbo y acabó en el lago de aguas poco
profundas de la isla Dexar. No era la primera vez que llegaban seres desde la
nada tras la niebla pero nunca se había tratado de algo con tanta hambre y
dientes; los dexar están convencidos de que los ocasionales visitantes de la
isla –en su mayoría mariposas, aves del paraíso, papagayos y pergoleros
despistados que pronto remontan el vuelo– no son más que sueños que se
solidifican y surgen de la jxerandera. Por lo tanto se tomaron al cocodrilo
como un sueño más hasta que devoró a Loa cuando éste saciaba su sed en la
orilla. Lo más feroz que los dexar habían conocido hasta el momento era la
familia de bandicuts –unos entrañables marsupiales saltadores– que compartía
isla con ellos. El cocodrilo encontró agradable la carne dexar y decidió
quedarse una temporada por el lago. Los dexar le dieron por nombre daen que
significa pesadilla y, desde entonces, también demonio.
El primer intento de expulsar al cocodrilo tuvo lugar tras
un día entero de deliberaciones. Los dexar acordaron no soñar más con el daen y
obligarle así a retornar a la jxerandera en busca de la realidad que, sin duda,
se le iría escapando con la ausencia de soñadores que la mantuvieran. Por
razones que no lograron entender el daen no solo no hizo el menor gesto por
abandonar la realidad sino que, en un nuevo ataque de glotonería, se comió a
Burnaka.
Una llamada
Cuando las pesadillas no solo me
acosaron de noche sino que, burlando la vigilancia del sol, se me presentaron
también durante el día llegó el momento de tomar una determinación antes de que
la locura –o aquello que yo soñaba o me soñaba– me venciera.
Los sueños estaban relacionados con el
discman, resultaba confuso que un pensamiento tan absurdo como aquel me
pareciera del todo lógico. Los sueños habían dado comienzo la misma noche que
encargué el anuncio por palabras ofreciendo el último disco de Elvis Presley.
Pensé que tal vez había logrado mi objetivo y había atraído a Lilith hasta mí,
aunque no de la manera que pretendía. Su atención me llegaba en sueños y
buscaba enloquecerme o algo aún peor. Dos días de insomnio bastaron para
trastornarme lo suficiente como para llevar a cabo el plan que había estaba
madurando en mi cerebro ofuscado.
Descolgué el teléfono y marqué el número
que había subrayado en rojo en la guía telefónica. Una impersonal voz femenina
me recibió al otro extremo de la línea:
–Delegación de Virgin Madrid, ¿en qué puedo ayudarle...?
Delano Gris
–¿Alfredo? ¿Alfredo García?
El hombre que me lo preguntaba me sonreía desde el porche
rojo aparcado frente a la delegación de Virgin
en Madrid. Tenía unos rasgos agradables y un rostro que parecía hecho para
sonreír, su pelo era gris ratón y lo llevaba recogido en una pequeña coleta.
Constitución atlética pero no avasalladora. Ojos castaños brillantes. Cazadora
gris, camiseta negra y pantalón también gris.
–Sí. Soy yo.
Pistola de cachas plateadas apuntando a mi estómago.
–Mucho gusto. ¿Le importaría subir al coche? –lo preguntó
como si tuviera una amplia gama de diferentes opciones.
Era la primera vez que me encañonaban y la sensación que me
embargó fue la de irrealidad: Me estaba apuntando a mí, a Alfredo García
Torrecilla –profesor de historia contemporánea, cincuenta y pocos años–. Me
hizo un gesto con la pistola, azuzándome a ponerme en marcha, cosa que, desde
luego, hice.
–¿Sabe conducir? –quiso saber y yo asentí. La situación era
mucho más irreal de lo que pueda dar a entender, el hombre del pelo gris me
estaba apuntando con una pistola pero estaba intentando ser lo más educado
posible mientras tanto. Abrió la puerta y se desplazó al asiento del copiloto–.
Compréndalo, es difícil apuntar y conducir a la vez. Yo le guiaré, no se
preocupe.
–Creo que está cometiendo un grave error, caballero.
–¿No es usted Alfredo García?
–¿Y si le digo que no?
–Antes me ha dicho que sí. Sería un poco confuso.
–Sí. De acuerdo... Soy Alfredo García pero estoy seguro de
que no soy el Alfredo García que usted está buscando.
–¿Tiene usted el Alone
Again in the Edge de Elvis?
No contesté pero la expresión de mi rostro lo hizo por mí.
–Pues es el Alfredo García que estoy buscando –me dedicó
una amplia sonrisa–. Entre de una vez.
Y como no tenía otra opción le obedecí.
Una vez dentro me tendió la mano en la que no portaba el
revolver.
–Soy Delano Gris. Encantado de conocerle.
El final del Daen.
Durante meses el cocodrilo surgido de la jxerandera rondó
por los alrededores de la isla, era demasiado viejo y estaba demasiado débil
como para buscar nuevos territorios de caza y los dexar, ingenuos y desprotegidos
ante la maldad del mundo, eran una presa relativamente fácil para el anciano Crocodylus novaeguineae que llevaba
siglos sin estar tan bien y regularmente alimentado.
Los concilios dexar se multiplicaron ante las felonías del
daen pero todos los intentos por sustraerle de la realidad fueron en vano y el
lagarto siguió haciendo de las suyas, llegando al sumun del atrevimiento la
noche en que, azuzado por el hambre, salió a la orilla y se hizo con una
preñadísima Kliena que dormía plácidamente.
Al día siguiente el viejo cocodrilo apareció patas arriba
en la orilla, muerto y rodeado por zumbonas moscas soñadas, el poderoso daen no
había podido evitar sucumbir al inexorable paso del tiempo. Cosas que podían
haber aprendido los dexar de esta experiencia: Si te esfuerzas siempre habrá
alguien que al final haga el trabajo duro por ti. Cosas que
aprendieron–¿erroneamente?–: los no nacidos no sólo son capaces de soñar en el
vientre de la madre sino que también sufren pesadillas –por lo tanto, el daen, al comerse a la
preñada Kliena, se había comido su propia realidad; el supremo acto de canibalismo: devorarse a
sí mismo–.
Cuando el cráneo del daen quedó limpio de carne los dexar
lo colgaron de un árbol cercano al calvero del sorteo como símbolo eterno de la
victoria de la realidad sobre los sueños.
Un
paseo en coche, el nombre de un sueño y la segunda luna.
Delano Gris me mantuvo encañonado sólo mientras subía al
vehículo y me hacía con el volante, después bajó el arma y aunque de cuando en
cuando ésta volvió a enfilarme se debió más a la casualidad que a la amenaza.
Más tarde he tenido la oportunidad de conocerle mejor. Es un tipo peculiar en
un universo aún más peculiar, se gana la vida como aventurero de alquiler y
acepta cualquier tipo de trabajo que le ofrezcan si el precio es bueno. En el
momento en que le conocí le habían contratado para salvarme la vida y lo estaba
haciendo a punta de pistola. Delano a veces se toma su trabajo demasiado en
serio.
–¿Dónde se supone que vamos?
–En cuanto me dé el compacto se lo digo.
–¿Quiere el CD?
–Exacto.
–¿Y si no se lo doy?
–Me veré forzado a obligarle y eso no sería agradable para
ninguno de los dos.
–No, supongo que no. –Saqué el compacto del bolsillo
interior de mi plumífero y se lo tendí–. ¿Quiere que le dé también el discman?.
–Será lo mejor. Ponga el coche en marcha, yo le iré
indicando por donde ir.
Le obedecí.
–¿Cómo me ha encontrado?
–Me puse en contacto con todos los medios de comunicación y
compañías discográficas de Madrid, les advertí que había un loco suelto
diciendo que Elvis estaba vivo y que tenía su último disco para demostrarlo. Me
hice pasar por su psiquiatra y dejé mi número para que me llamaran. Espero que
no le importe.
–Vaya. No sé que decirle, me acaba de meter en su coche a
punta de pistola, en comparación el hecho de que haya suplantado a un
psiquiatra al que, gracias a Dios, no necesito me parece una fruslería.
–Eso no es exacto.
–¿Qué parte no es exacta? ¿Cree que necesito un psiquiatra?
–Ahí no me meto. El coche no es mío; es robado.
–Lo tenía que haber supuesto, –me indicó que girara a la
izquierda y yo giré a la izquierda. No estaba asustado pero sí excitado: ese
hombre parecía pertenecer a ese mundo secreto al que yo quería acceder. No me
importaba que se llevara el CD y el discman si a cambio me mostraba el camino–.
No suele leer los anuncios por palabras de los periódicos ¿verdad?
–No, la verdad es que no... ¿por qué?
–Por nada... por nada. Ha tenido suerte, hay mil modos de
que yo hubiera podido sacar el compacto a la luz y usted no lo hubiera sabido
hasta que hubiera sido tarde.
–No, no lo hubiera hecho, se lo aseguro.
–¿Por qué?
–Habría muerto antes. La Gorgona es bastante severa con los
que rompen esa regla. Lo habría devorado.
–La Gorgona es la bestia de mis sueños... –comprendí; el
hecho de que tuviera nombre la hacía más terrible. Cuando no tenía nombre podía
engañarme e imaginarla irreal fuera del escabroso terreno de las pesadillas,
ahora ganaba en solidez en el reino de la vigilia.
–Así es. Es el juez de las Reglas Secretas... y usted
estaba a punto de romper una de ellas llevando ese compacto a las manos
incorrectas... El Secreto debe prevalecer.
–¡No sabía que existían reglas!
–Bueno... ni siquiera yo las conozco todas. Cuando apareces
en los sueños de la Gorgona es el momento de recapacitar sobre lo que estás
haciendo. O das un giro a tu vida o la Gorgona te lo da a ti. –Durante toda la
conversación se había entretenido jugueteando con el compacto entre sus manos,
sin soltar la pistola, se quedó mirando su reflejo en la superficie azulada y
se guardó el compacto en un bolsillo de su chaqueta–. Me gusta más Mercurial. –Sacó un cigarrillo de un
paquete arrugado y lo encendió con un mechero que parecía fabricado en hueso–.
Pero es que Mercurial es el mejor
disco del rey. ¿No le parece?
–No he tenido el placer de escucharlo. –Había algo
desquiciante en Delano Gris, creo que en ese momento le divertía mi ignorancia
y pretendía marearme en vez de ofrecerme respuestas–. ¿Qué es todo esto? ¿Qué
es eso del Secreto? ¿Qué es Lilith?
–Yo me bajo aquí.
–¡Un momento! ¿No piensa explicarme nada?
–Lilith es la segunda luna de la tierra.
–¿Qué?
–Pare.
–¿Qué es lo que ha dicho?
–No, si todavía tendré que pegarle un tiro para que me deje
bajar.
Detuve el coche, Delano Gris abrió la portezuela y bajó
guardándose la pistola en el pantalón. Se apoyó en la ventanilla un instante.
–Llegará por sus propios medios. Estoy seguro.
–¿Dónde tengo que llegar?
–A la cara oculta de la realidad. Al lado secreto del
mundo.
Antes de que pudiera hacer una nueva pregunta Delano Gris
se despidió con un gesto y cruzó hasta una calle solitaria de casas blancas. Yo
me encontré sólo y aturdido dentro de un coche robado. La segunda luna de la
tierra. Lilith. La Gorgona...
Hace una semana
Hace una semana de mi último encuentro con Delano Gris,
cada mes se organiza una partida de póker en La Sonrisa de Salgari y suele venir de cuando en cuando para
intentar desplumar a la dotación, cosa que lleva a cabo con un porcentaje de
éxito preocupante –excepto a Sandro –el camarero de los ojos negros
¿recuerdan?– que por motivos que más tarde desvelaré tiene terminantemente
prohibido jugar al póker–. En una de las manos más jugosas de la noche nos
encontramos cara a cara. Una piedra mágica giraba en torno a su cabeza como un
pequeño y alocado satélite, supuse que era una treta para intentar
desconcertarme y contraataqué: atrapé a Mordekay y, haciendo caso omiso a sus
protestas, me lo coloqué a modo de sombrero. Finalmente fui yo quien, por una
vez, le hice morder el polvo ante los aplausos y vítores de la tripulación.
–A la cara secreta de la realidad. ¡Hacia el lado secreto
del mundo! –aullé mientras me hacía con mi botín.
Delano Gris encendió un nuevo cigarrillo con la llama
esmeralda de su mechero de hueso de grifo y me dedicó su mejor sonrisa humeante
antes de tomar las cartas y comenzar a barajar.
El final de Juan Izquierdo Bragado.
(Esto que sigue es una dramatización de
lo que pudo ocurrir la noche de octubre en que la Gorgona devoró a Juan
Izquierdo. Está basada en sueños –míos y de otros afectados– y en lo que
Mordekay y Michael han podido averiguar estudiando el informe policial y las
confusas declaraciones que los psiquíatras de una residencia de Vallecas han
conseguido arrancar a un enajenado Ocaña –ahí va una paradoja: ha podido
superar su adicción a las drogas pero el recuerdo de lo que ocurrió aquella
noche le impide dormir si no es bajo sus efectos.–)
Hay una lluvia fina esta noche que cae
sobre los dos jóvenes a pesar del resguardo del oscuro portal. Comparten el
último porro de la noche mientras sus cuerpos dan los primeros síntomas de
necesitar algo más fuerte, algo de polvo de hielo en sus venas. Juan Izquierdo
tiene peor aspecto que su amigo Ocaña. Lleva varias noches acosado por
terribles pesadillas. Mientras sus labios agrietados se aferran al papel rugoso
mira hacia el cielo de las dos de la madrugada, buscando una señal. Ocaña mete
sus manos afiladas en sus bolsillos y se intenta sacudir el frío y el ansia
golpeando su cabeza contra el cristal de la puerta. Juan Izquierdo tira la
colilla ennegrecida de aceite de hachís y se levanta. Se sacude la parte de
atrás de sus pantalones negros y se acerca a orinar a un arbolillo cercano.
Cierra los ojos a la noche y tras sus párpados cerrados escucha el silbar
cercano de la criatura que acecha en sus sueños. Un goteo de veneno constante.
Latidos de diferentes corazones bombeando toxinas en un mismo cuerpo. Capas de
ácido y escamas de odio sobrevuelan sobre un Juan Izquierdo Bragado que ha sido
juzgado por quebrantar una regla que no conoce y declarado culpable.
Abre los ojos, termina de orinar y
vuelve hacia Ocaña –que no cesa de golpear el cristal con una cadencia suave
que va en aumento–. Juan tiene los ojos enrojecidos y, de pronto, una lágrima
se le escapa, traza un arco que la lleva hasta la barbilla y, desde allí, se
precipita entre las gotas de lluvia que se derrumban sobre el suelo.
–Me ha encontrado... –anuncia el joven a
su amigo–. Me ha encontrado...
La noche se vuelve roja cuando una
sombra membranosa se despliega en torno al joven y se cierra sobre él con un
chasquido que coincide con el estrépito de cristales estallando. Ocaña sólo ha
visto un atisbo de la Gorgona y ha sido suficiente para enloquecerle. La lluvia
baja manchada de sangre. Una sirena despierta en la lejanía. Una medalla de oro
se va volando.
Todo lo que quedó de Juan Izquierdo
Bragado fue una gigantesca mancha oscura sobre la acera y una zapatilla
desatada.
Oficialmente sigue declarado como
desaparecido. Por si Gracia Bragado y Lucian Izquierdo conservaban la esperanza
de ver regresar a su hijo con vida le pedí a Mordekay que les enviara, de forma
anónima, la siguiente nota: Su hijo está
muerto. Ustedes no. Sigan viviendo. La verdad es que como nota anónima
resulta bastante patética pero creo que cumplió su cometido. No hay nada más
triste que estar aferrado a esperanzas imposibles.
La
historia de los berberechos rompecorazones.
Fueron los berberechos los culpables de mi corazón
destrozado. La noche anterior había estado desganado y, tras mucho remolonear
por mi despensa –que no estaba tan poblada como puedo dar a entender por mi
apariencia física–, me había decantado por dos latas de berberechos que me comí
viendo Taxi Driver en vídeo. Al día
siguiente, nada más despertar sentí un pinzamiento en el vientre y un terrible
retortijón que me llevó a velocidad de crucero hasta el cuarto de baño; como sólo tuve que visitarlo una vez pensé
que tal vez todo pudiera acabar en una falsa alarma y no vi motivo para llamar al
instituto y pedir la excedencia por un día. Error.
A las diez y diez, cinco minutos después de dar comienzo la
segunda clase del día el pinzamiento trazó una arco candente por mis
intestinos. Me disculpé con la clase, dejé a los prusianos a punto de ser
masacrados en la batalla de Jena y me batí en retirada hacia el cuarto de baño
destinado al profesorado masculino que –¡azar! ¡azar!– estaba fuera de
servicio. Consideré un segundo la posibilidad de acercarme al servicio de los
alumnos cuando un nuevo ramalazo de furia intestinal me lanzó de cabeza al
servicio contiguo –profesorado femenino–. Cuando terminé –diez y dieciséis–
volví a la clase que me recibió con alguna risilla por lo bajo que me apresuré
a silenciar.
Me cargué a los prusianos sin piedad, firmé la paz de
Tilsit entre Napoleón y Alejandro I y ya enfilaba con las huestes francesas
rumbo a España cuando mis intestinos me traicionaron por tercera y última vez
–diez y veintitrés–. Rumié una nueva disculpa rápida y desaparecí por la puerta
casi sin abrirla siquiera, recordé que el servicio de profesores estaba
averiado cuando ya estaba a medio camino y no tuve más remedio que entrar de
nuevo en el de féminas batiendo un nuevo récord de velocidad por el pasillo.
La laxitud beatífica que siguió a mi tercer volcánico
movimiento de vientre me llevó hasta las serenas puertas del éxtasis. Y allí me
encontraba, sentado en el receptáculo de mi incontinencia, con los pantalones y
los calzoncillos fláccidos entre mis tobillos, cuando escuché dos voces
femeninas que precedieron al sonido de la puerta al abrirse. En cuanto reconocí
a la dueña de una de esas voces como dueña también de mi corazón sentí un
terrible embarazo al pensar en poder ser descubierto en aquella posición
–posición por otra parte completamente natural–.
–¡Te lo digo Ángela! ¡Te lo digo de verdad! ¡Tienes a
Alfredo loquito por tus huesos! ¡loquito, loquito!
–Calla Matilda, calla... No seas tonta...
–¡¿No me iras a decir que no te has dado cuenta?!
–¡Como eres! –pausa. Grifo abierto–. Claro que me he dado
cuenta. Se pasa todo el rato mirándome con ojitos de cordero degollado cuando
cree que no le estoy viendo. Me pone la carne de gallina...
–¡Ja, ja, ja, ja!
–En serio... Es que es... tan... repulsivo
–¡Angela!
–¡Por favor! ¡no me digas que no! Tiemblo cada vez que se
me acerca... Es grotesco. Se que está mal decirlo pero... Mira, Matilde... las
cosas como son. Solo de pensar en esa masa bamboleándose sobre mi me da
nauseas... –pausa– ¡Sería como tirarse a un flan!
–¡Pero que mala eres!
–Si hasta huele a raro... ¿lo has olido alguna vez? ¡Apesta
a polvos de talco!
– ¡JA, JA, JA, JA! ¡Qué mala! –ruido de puerta abriéndose y
cerrándose de nuevo.
Rompí a llorar y
creí que no iba a ser capaz de parar jamás. Nunca había entendido el viejo
dicho de que la pluma es más fuerte que la espada hasta aquel día, sentado
sobre mi propia inmundicia: hay palabras con el poder suficiente para destrozar
por completo a una persona, para destruirla de una manera tal que desearía
estar muerta... lo cual es mucho peor que estarlo. Mientras la peste a mierda devoraba
el olor a polvos de talco la corta conversación me ametralló una y otra vez,
las palabras eran fuego cruzado en mi cerebro, cada sílaba se colaba entre un
latido de corazón y el siguiente, cada letra era una astilla de veneno buscando
el camino hacia donde quiera que estuviera mi alma, un afilado escalpelo que
seccionaba mis ilusiones y mis esperanzas.
Volví a clase a las diez cuarenta. Escuche el jaleo que mis
alumnos habían montado en mi ausencia, cuando abrí la puerta todo cesó como por
ensalmo. Hubo calma un segundo y al segundo siguiente estallaron las risas.
Miré hacia el encerado, donde se dirigían las carcajadas y todas las miradas y
contemplé una muestra de arte improvisada: una torpe caricatura del Peonza sentado sobre un inmenso montón
de mierda. El joven artista había titulado a su obra en grandes caracteres
blancos. CAGÓN.
Las risas me acompañaron hasta que me senté en mi sillón de
cuero y retomé la clase allí donde la había dejado –franceses cabizbajos en una
España en penumbras–. Los alumnos vieron algo en mi rostro y fueron callando,
de uno en uno, hasta que se hizo el silencio. Fue un silencio confuso, no el
silencio agitado que sigue a la travesura y la broma, no un silencio culpable.
Era un silencio simple y aterrador. Un silencio extraño porque no debía estar
allí, un silencio de polvo de mausoleo... un silencio muerto. Mientras ese
silencio tapaba mis propias palabras con su sordo y espantoso estruendo reparé
en un detalle curioso que había pasado por alto: el montón de mierda que había
dibujado el anónimo artista era idéntico a la peña de mi infancia.
Por fin había hecho cima.
No fue hasta mucho más tarde cuando me di cuenta de que
había dado lo que restaba de clase sin parar de llorar.
Ya está, ya saben lo que ocurrió ¿Podemos continuar?
La
teoría de la conspiración.
Cuando Guzmán me explicó su teoría no tuve más remedio que
considerarla plausible.
–Corporaciones secretas. Sectas... ¡Templarios! –Alzó sus
manos al cielo blanco de mi cocina– ¿Quién sabe? El gobierno secreto del mundo.
El poder reside en las sombras. Ese hombre podía haberte matado, Alfredo. Podía
haberte matado... –sacudió la cabeza.
–En ningún momento me sentí amenazado. Me apuntaba con una
pistola pero no daba la impresión de que estuviera dispuesto a usarla. No sé si
lo que me contó es verdad pero las pesadillas han terminado. –Me llené la taza
de nuevo, nuestras conversaciones siempre tenían lugar en torno a tazas de café
espeso y humeante–. ¿Y ese supuesto gobierno tuyo estaría en la segunda luna de
la tierra?
–No me creo eso de la segunda luna; es lo más absurdo que
he oído jamás. Y no me creo que tus pesadillas tuvieran algo que ver con
gorgonas o con monstruos de cualquier tipo. Es difícil encontrar una
explicación sencilla para todo lo que está ocurriendo pero...
–¿Pero?
–Tenemos que encontrarla antes de que nos afecte demasiado.
–¿Temes que pueda perder la razón? –el uso del plural no me
había engañado. Aunque su preocupación me halagó tomé la determinación de no
hablar más con él sobre el asunto Lilith.
–No me refería a eso. –Se perdió en un nuevo sorbo de café
antes de volver a hablar–: Hay algo poderoso detrás de todo esto. Algo con la
tecnología necesaria para fabricar un discman como el que te robaron, algo con
el poder suficiente para ocultar que Elvis está vivo y que todavía graba discos
para vete a saber que gente. Considera a ese Delano como el primer aviso, tal
vez el próximo no tenga tantos remilgos a la hora de apretar el gatillo.
La
segunda luna.
Lilith es el nombre que el Talmud, el libro de los judíos,
da a la mujer de Adán, madre de gigantes y demonios, según las leyendas
rabínicas Lilith no quiso someterse a su marido y lo abandonó para vivir en la
región del aire. Los astrólogos han dado su nombre a la segunda luna de la
tierra, adaptando un concepto que varios astrónomos del siglo pasado
defendieron con vehemencia ante el escepticismo de sus colegas. Cualquier
comentario en la actualidad sobre la posible existencia de un segundo satélite
orbitando la tierra sería recogido con carcajadas, palmadas en la espalda y una
larga estancia entre paredes acolchadas.
Visitas en La
Sonrisa.
Diciembre enfilando hacia enero, noche
recién estrenada. Clientela típica de última hora. Dos parejas dan cuenta de unas hamburguesas y
unos jóvenes charlan de fútbol junto a unas cervezas. Tras las cristaleras
esféricas las luces navideñas compiten con las farolas y las luces de ventanas
y portales. En la radio Serrat canta
al Mediterráneo. Salcedo y Sandro están tras la barra, Salcedo bebe lentamente
una taza de té con limón y le pide a Sandro que no se olvide de comprar mañana
una caja de Coca Cola Light. Yolanda
–pelirroja terrible– está sentada a la barra, los jóvenes le lanzan lascivas
miradas de cuando en cuando pero ella está demasiado ocupada para darse cuenta,
está haciendo carantoñas a un perrito de raza dudosa que tiene tumbado en su
regazo. Michael no está; ha salido patinando hasta un taxi que le aguardaba.
La puerta se abre y entran tres hombres.
Sandro, Salcedo, Yolanda y Mordekay levantan la cabeza y miran hacia ellos,
Mordekay gruñe y un hilillo de humo se le escapa entre las fauces. Los recién
llegados visten de negro –chaquetas de cuero y pantalones de tela– y algo en su
forma de moverse los delata como militares. El hombre del centro, más bajo y fornido
que los otros, se adelante a sus acompañantes y trepa a un taburete frente a
Salcedo quien da un último sorbo a su té con limón y deja la taza sobre la
barra.
–Buenas noches, Salcedo. Felices fiestas
y prospero año nuevo. ¿Me pones un café con leche...? –tiene el rostro redondo
y sus labios son tan finos que parecen inexistentes. Sus ojos son grandes y
oscuros aunque cuando pierde el control adoptan un tono escarlata que quema con
cada mirada. Los dos hombres que le dan escolta no piden nada. Uno de ellos
tiene los ojos sin pupila ni iris, completamente negros, como Sandro.
–¿Qué te trae a La Sonrisa, Vargas? ¿Te has caído de Lilith?
–Sólo estoy haciendo una visita a un
viejo amigo. Es Navidad.
–Acepto lo de viejo pero no me llames
amigo; no manches las palabras...
–Está bien. Está bien... –el hombre
levanta los brazos, suspirando antes de hablar– Te diré porque estoy aquí: se
oyen cosas, Salcedo. Mis hombres oyen cosas por las calles y se preocupan y
vienen a preocuparme a mí. Y yo me digo que los rumores no pueden ser verdad
pero como no callan y siguen y siguen yo me preocupo cada vez más ¿me
sigues? Así que me he dicho que iba
siendo hora de hacer una visita al viejo
Salcedo para salir de dudas.
–No entiendo de que estás hablando...
–Dicen que estás preparando una nave,
portugués. Dicen que pretendes regresar...
–Eso es imposible. Soy un desterrado. Me
cazaron, me arrebataron todo lo que tenía y me obligaron a bajar a tierra de
por vida. Ya no soy pirata, sólo soy
hostelero.
Vargas contempla inquisitivamente a su
escolta de ojos negros.
–Están protegidos contra la lectura,
señor. No puedo saber si miente o dice la verdad.
–No juegues con la suerte, Salcedo.
Sigue mi consejo y no intentes volver... No nos compliques la vida a todos.
Haznos ese favor ¿quieres? –coge el café que Sandro le tiende y se lo bebe de
dos rápidos sorbos–. Muy bueno, Sandro–kan. Cuida a tu jefe, que no haga nada
de lo que se pueda arrepentir.
Difusa Realidad
Durante mucho tiempo mis investigaciones resultaron del
todo infructuosas. No parecía tener madera de detective. El desaliento se
abatió sobre mí por enésima vez. Volví a caer en el letargo existencial de los
días siguientes a mi colapso emocional y la Navidad, como es habitual en estos
casos, vino a empeorar las cosas. Guzmán me invitó a pasar la Nochebuena en su
casa pero yo me había alquilado ¡Qué
bello es vivir! y Chicas
multiorgásmicas y decliné su oferta. No fueron unas buenas fiestas, no,
mandé a la mierda todo espíritu fraterno y me dediqué a vagar desnudo por los
pasillos de mi apartamento como un fantasma en vida.
En Nochevieja escuché las risas y cantos de mis vecinos, oí
el cañoneo de los corchos del champán festejando la llegada del 97 y los
maldije a todos con lágrimas en los ojos, ebrio de rencor.
Tras las fiestas volví a impartir mis clases con una apatía
que mereció un par de amonestaciones desde dirección. Guzmán, viendo que la
vida me volvía a superar, intentó ayudarme con sabias palabras y sabios
consejos pero yo ya no quería más
consejos ni palabras. En menos de cuatro meses me habían roto el corazón y me
habían mostrado el brillante vestigio de un mundo mágico para luego abandonarme
de nuevo en la oscuridad de mi vida vacía. Había vislumbrado la cima de la peña
para caer otra vez y me sentía exangüe, sin fuerzas siquiera para abandonar.
Dos vías posibles de investigación que podían haberme sido
de mucha ayuda:
–Ignorancia completa de las capacidades de investigación
que concede esa cosa –casi desconocida para mí en aquellos tiempos– denominada
Internet y que, aunque no desvela la verdad da indicaciones para llegar hasta
ella.
–Delano Gris había dejado su teléfono particular por buena
parte de Madrid en su búsqueda del Alone
Again in the Edge. Podía haber intentado conseguirlo, ponerme en contacto
con él y sacarle la verdad a banquetazos.
Por desgracia los
planes geniales se me suelen ocurrir cuando todo ha pasado ya. Como dice
Salcedo el mundo está lleno de genios
a posteriori
Y allí estaba yo, autocompadeciéndome hasta la extenuación,
a punto de sucumbir a la entropía canalla de la desgracia cuando el azar llegó
de nuevo a mi vida. Era una mañana gris, invierno a finales de febrero. El
cielo indeciso descargaba de cuando en cuando copos de nieve a rachas lentas,
espaciadas, sin que la nieve llegara a cuajar sobre las aceras. Me dirigía a
buen paso hacia el instituto cuando un semáforo obligó a frenar a un taxi
frente a mí.
En la parte inferior de su ventanilla lateral derecha
estaba adherida la siguiente pegatina:
Otro paréntesis.
Me gustaría hacer una pausa llegados a este punto. Un
paréntesis de los muchos que he estado haciendo desde que he dado comienzo a
esta historia, presumo que dificultando la lectura en vez de facilitarla. Si
han llegado hasta aquí supongo que no se me han perdido por el camino y eso es
bueno. Gracias por su atención.
Los sucesos a partir de este punto se aceleran. Del Alfredo
García de pie sorprendido ante un taxi parado en un semáforo al Alfredo García
sentado en el observatorio de La Sonrisa
de Salgari, contemplando pensativo el Monte Olimpo de Marte apenas hay unos
meses.
En Madrid boquea como un pez fuera del agua al reconocer el
segundo símbolo de la pegatina y vislumbrar un nuevo camino por el que
adentrarse en lo desconocido, para continuar su huida de la realidad que le ha
vuelto mediocre, para escapar de la vida que le ha traicionado y de la suerte
que siempre le ha dado la espalda.
En órbita alrededor del cuarto planeta del Sistema Solar
piensa en todo lo que ha ocurrido en el último año y decide dar forma física a
sus recuerdos. Verterlos en palabras para volver a recordar con la pasmosa
claridad de la letra impresa los hechos que le han llevado a estar donde está
ahora.
¿Son la misma persona el Alfredo García madrileño y el
Alfredo García marciano?
Me gustaría pensar que sí.
Taxi driver
El taxista, rapado al uno y con gafas de sol negras me miró
de arriba a abajo.
–¿Le gusta mi taxi o quiere que le lleve a algún sitio?
–Necesito ir a Lilith, –me escuché decir.
Sacudió la cabeza. Tenía un rostro diminuto y redondo, sus
labios finos se cerraban sobre un cigarrillo negro.
–No puedo llevarle hasta allí, tito, pero puedo acercarle
hasta la Igual de Madrid, desde allí se las podrá apañar solito si sabe lo que
le digo.
La puerta trasera se abrió sin que el taxista pareciera
intervenir en lo más mínimo. El taxista –Marcos Pérez, treinta y pocos años–
participaba de ese mundo del que formaban parte el compacto y el discman, del
mundo en el que Elvis Presley seguía vivo y en activo, del mundo de la Gorgona
y las Leyes Secretas. Sospeché que si el taxista averiguaba que yo no era
partícipe de su mundo me dejaría abandonado en mitad de la carretera. Así que
me abstuve de preguntarle qué diablos era esa Igual de Madrid y como podría llegar desde allí a Lilith. Me
contenté con introducir mi voluminoso cuerpo en la parte trasera del coche y
observar como el taxista esperaba a que el semáforo reverdeciera para ponerse
en marcha entre el caos circulatorio de Madrid.
–Estuve en Lilith hace dos veranos. –Miró hacia atrás y me
vi doblemente reflejado en los espejos oscuros de sus gafas– De vacaciones. ¿Es
de allí?
–No, es la primera vez que voy.
–Le gustará. Es un buen sitio una vez que te has
acostumbrado.
–¿A usted le gusto? –¿una
vez que te has acostumbrado a qué?
–¿Qué si me gusto? –silbó y golpeó el volante con la palma
de la mano derecha–. ¡Me volvió loco! Si
lo que quiere es pasárselo bien vaya al distrito rubí.
–Si tengo oportunidad lo haré, no lo dude...
El taxista estuvo en silencio largo rato, era un silencio
invitador que yo no me atrevía a romper por miedo a meter la pata. Miré por la ventanilla hasta
que se me ocurrió una pregunta que aunque no me delataba debo admitir que sonó
un poco estúpida.
–¿Ha escuchado el último disco de Elvis?
–No. –La pregunta no pareció sorprenderle demasiado, en
definitiva seguía siendo un taxista, acostumbrado a preguntas mas fuera de
lugar que la mía–. Me han dicho que está bien pero no se acerca ni de lejos a Mercurial.
–Bueno... Mercurial
es su mejor disco...
–Eso es verdad. ¿Quiere que ponga la radio?
–No, es igual...
–Lo que quiera. –Escanció humo gris en gran cantidad antes
de volver a hablar–. Cuando estuve en Lilith visité el Emporio ¿sabe?. La
semana antes Elvis había dado allí uno de sus conciertos y por lo que oí ha
sido el primer artista de todo el Sistema que ha conseguido llenarlo.
–¡Santo Cielo! ¿El Emporio lleno? –¿Emporio? ¿Sistema?
–A rebosar, tito. A rebosar...
Fue reduciendo la velocidad hasta frenar por completo junto
a un parquecillo. La puerta a mi derecha se abrió y el taxista se giró una vez
más hacia mí.
–Ya hemos llegado. Son seiscientas.
Le pagué religiosamente y bajé del taxi. No había terminado
de cerrar la puerta cuando volví a verme reflejado en los cristales oscuros de
sus gafas de sol. El taxista soltó un lastre de humo grisáceo por la comisura
de sus labios antes de despedirse.
–No pierda la esperanza... –me aconsejó bajándose las gafas
para obsequiarme con un guiño cómplice.
Contrabandista frustrado
Vitoria. Días antes de que Alfredo
García Torrecilla iniciara la etapa final de su viaje. La Sonrisa de Salgari está muy concurrida y en la radio Scorpions dice que todavía te quiere.
Las puertas de la cafetería se abren de pronto y Michael entra patinando con el
ceño fruncido. Hace un gesto a Salcedo y desaparece tras la puerta que lleva a
la sala de empleados, al poco tiempo Salcedo le sigue con Mordekay pisándole
los talones. Sandro y Yolanda se miran preocupados tras la barra y siguen
trabajando.
–¿Qué ocurre? –pregunta Salcedo–. ¿Dónde
está la pieza?
–¡No está! ¡No he podido traerla! Los
hombres de Vargas no han dejado de seguirme desde que pisé Lilith. No he podido
despistarlos por más que lo he intentado. ¡Estamos tan cerca! ¡maldita sea!
–Dos piezas... Sólo nos quedan dos
piezas para completar el acelerador vectorial –gruñe Mordekay sentado sobre sus
cuartos traseros de perro. Trenza una calavera de humo y la expulsa con un
ladrido, visiblemente irritado.
–¿Puede funcionar con lo que tenemos?
–quiere saber Salcedo.
Michael sacude la cabeza.
–Para nada. Necesitamos esas dos
malditas piezas para que el acelerador funcione.
–Podemos esperar a que las aguas vuelvan
a su cauce. Si somos pacientes Vargas se olvidará de nosotros, estoy seguro...
–Salcedo mira hacia el techo–. Hemos esperado tanto tiempo que sería de
estúpidos arriesgarnos ahora que estamos tan cerca... ¡Maldita sea! ¿Creéis en lo que estoy diciendo? –pregunta.
Michael y Mordekay sacuden la cabeza a
la vez.
–Estamos hartos de estar en tierra,
capitán –dice el dragón–. Corramos el riesgo.
Casas
iguales.
El taxi me había dejado en el mismo punto en que Delano
Gris me había hecho parar. Un jardín maltrecho por el invierno y un vientecillo
frío eran mi única compañía. En un banco una bolsa de plástico aleteaba
atrapada en las rendijas de la madera. Miré a mí alrededor sin ver nada que
llamara mi atención, puedo acercarle
hasta la Igual de Madrid. ¿Qué era una Igual? ¿Una Igual a qué? Me senté
junto a la bolsa prisionera sintiéndome desconcertado. El Bar Alonso y la
panadería Dulce estaban a mi espalda, frente a mí, tras cruzar la carretera,
una fila de pulcras casas se alineaba sobre la acera. Eran casitas pequeñas,
familiares, de dos plantas y tejados a dos aguas, todas eran prácticamente
iguales y por un momento pensé que a eso se refería el taxista. Casas iguales.
Me levanté del banco y crucé la carretera. Todas tenían un número asignado y
signos evidentes de estar habitadas. Todas menos una. Su aspecto exterior no
difería apenas de sus vecinas: una casita de dos plantas, rematada con un
tejado a dos aguas desde donde me espiaba una pequeña antena torcida.
Subí sus escalones
de mármol firmemente convencido de que el taxista se refería a esa casa. Había
algo anómalo en ella. La casa irradiaba energía, un halo extraño e
indeterminado la rodeaba, una convulsa sacudida irreal en la racionalidad.
Pulsé el timbre pero no se produjo el menor sonido. Llamé a la puerta y nadie
acudió a abrir. Hice una última probatura con el pomo de la puerta y descubrí
perplejo que no existía cerradura alguna. ¿Cómo se entraba en la casa? ¿Si no
estaba habitada por qué había cortinas en las ventanas del segundo piso?
¿Delano Gris había entrado en ella una vez me hube marchado? de ser así ¿cómo
lo había hecho?
Del cielo comenzó a desprenderse una fina nevada y yo me
metí las manos en los bolsillos de mi plumífero y me batí en lenta retirada
hacia el Bar Alonso, echando esporádicas miradas hacia la casa, esperando que
se desvaneciera en el aire o que me siguiera como un perrito perdido. No me
hubieran sorprendido ninguna de las dos cosas.
La temperatura en el bar era agradable y me desabroché el
plumífero ante la atenta mirada de un camarero ceñudo y del único parroquiano
que hizo un paréntesis en su búsqueda de tres lingotes en la maquina
tragaperras para echarme un vistazo reprobatorio.
–¡Buenas tardes! ¡Hace un frío que pela! ¿Me pone un café?
–¿Viene de la casa? –preguntó el camarero sin apenas mover
los labios.
Esa pregunta confirmó mis sospechas. Esa casa era especial
y yo tenía que averiguar por qué, aunque por el talante y fruncido ceño del
camarero me iba a costar sudor y sangre.
–No queremos gente como usted por aquí. Haga el favor de
marcharse por donde ha venido.
–No entiendo. ¿La casa? No vengo de esa casa... sólo me ha
llamado la atención.
–¿Por qué?
–No lo sé. Me ha llamado la atención, sin más. ¿Sabe quién
vive ahí?
–En esa casa no vive nadie. No ha vivido nunca nadie, –me
miró reticente antes de volver a hablar–. ¿Entonces no viene de allí?
–Ya se lo he dicho, –entrecerré los ojos, indagador– ¿Qué
ocurre con esa casa?
–¡No ocurre nada con esa casa! No hables con él, Manuel
–recomendó el cliente ludópata buscador de oro y frutas triplicadas–. No
sabemos quién es.
–Me llamo Alfredo García Torrecilla y soy profesor de
historia.
Los dos hicieron caso omiso de mi presentación y, como el
camarero parecía no tener la menor intención de servirme el café, salí del
local mas desconcertado que antes.
Me senté en el banco, rescaté a la bolsa que usé de gorro
improvisado y observé la casa. Empezaba a aburrirme de pasar frío cuando la
puerta se abrió y un hombre en camiseta y bermudas salió a las escaleras. La
puerta se cerró al instante a sus espaldas. Miró al cielo un momento, estornudó
y luego se volvió de nuevo hacia la puerta cerrada. Le vi mover los labios y la
puerta se abrió para dejarle entrar, cosa que hizo con comprensible rapidez si
tenemos en cuenta lo escaso de su atavío y lo bajo de la temperatura exterior.
Ábrete sésamo.
Lo primero que pensé fue que había alguien dentro de la
casa, un portero que sólo abría la puerta a aquellos que conocían la contraseña
adecuada. Desde la distancia no había escuchado las palabras del hombre que
parecía recién escapado de la playa. ¿A qué había salido? ¿A ver el tiempo que
hacía? ¿Por qué me habían dicho en el Bar Alonso que no vivía nadie en la casa?
¿Y si no vivía nadie por qué me había preguntado si venía de allí?
Me levanté del banco, crucé la calle y subí de nuevo las
escaleras de mármol. Llamé a la puerta con los mismos resultados que en los
intentos precedentes. Me mordí el labio inferior y, sintiéndome vagamente
estúpido, probé fortuna hablando a la madera:
–Lilith –nada.
–Elvis
–Mercurial. –No
había sido una sola palabra la que habían pronunciado sus labios.
–Alone Again in the
Edge.
–¡Ábrete Sésamo!
–Etc. etc.
–¡Maldita sea! ¡hay alguien ahí! ¡Le he visto salir!
–golpeé la puerta con fuerza y en un rapto de súbita rabia opté por mandarlo
todo al infierno y marcharme. No había
bajado más que un escalón cuando me detuve, girando lentamente y clavando de
nuevo la vista en la puerta. Dos pensamientos convergentes: 1– según Dante en
el dintel de la puerta del infierno –donde acababa de mandarlo todo– hay una
cita escrita en caracteres negros. 2– la despedida del taxista había sido un
enigmático “No pierda la esperanza”.
No recordaba la cita entera pero conocía su parte más
célebre así que me llegué por enésima vez a la puerta y, con voz baja, casi
temerosa, anuncié:
–Vosotros que entráis, abandonad toda esperanza...
Y las puertas se abrieron.
Puertas abiertas
Estaba ante un diminuto porche iluminado por los
fluorescentes del techo y la luz ondulante del exterior. La mezcla de luces
envolvía la escena en una atmósfera difusa, extraña porque parecían parte de
dos mundos diferentes a punto de colisionar –o ya chocando–. Di un paso atrás y
contemplé con detenimiento lo que las puertas abiertas me mostraban Dos
pequeños aparadores flanqueaban la puerta, ambos estaban repletos de figuras de
porcelana, en su mayoría aves en distintas posiciones de vuelo. Las paredes
estaban tapizadas por papel oscuro. El suelo estaba oculto bajo una alfombra de
diseño árabe, líneas coloridas se entremezclaban unas con otras en caótico
frenesí. En el aire flotaba un dulce aliento a bosque y una promesa de energías
desatadas. El porche se estrechaba en un angosto pasillo que se perdía en las
profundidades de la casa. Me giré para mirar hacia el Bar Alonso y me encontré
al camarero y su cliente fingiendo no espiarme.
Las puertas estaban abiertas y sabía que sólo me faltaba un
paso para dar con lo que había estado buscando. Un solo paso para cambiar mi
vida. La lógica de mis acciones hacía tiempo que se me había escapado, desde
que la causalidad azarosa había puesto en mi camino a Juan Izquierdo Bragado y
a su discman. La realidad ya no tenía la misma textura desde que sabía que
contenía gorgonas y liliths. En ese momento, frente a las puertas abiertas de
la Casa Igual de Madrid, antes de dar definitivamente el paso que me iba a
llevar al lado secreto de la realidad, antes de poner el pie en la cara oscura
del mundo, me pregunté:
¿Te atreverás a
enfrentarte con lo que te aguarda tras estas puertas?
Sonreí. No podía ser peor de lo que dejaba atrás.
Interiores.
Nada más entrar la puerta se cerró a mi espalda dejándome a
merced de las luces frías, indiferentes, de los fluorescentes.
Avancé por el pasillo. El suelo bajo mis pies crujía a cada
paso que daba, un melancólico quejido se desperezaba bajo las suelas de mis
zapatos. Al fondo del corredor divisé una estrecha escalera que ascendía con
dificultad a la segunda planta. Me acerqué hasta ella, pasando de largo tres
puertas de madera y una puerta doble acristalada. Puse el pie en el primer
escalón e insistí:
–¿Hay alguien ahí? –pregunté a la quietud intranquila de la
casa.
Nadie contestó. La casa estaba silenciosa pero, adoptando
de nuevo mi identidad de experto en silencios, me dije que este en particular
era un silencio trabado entre dos gritos, una pausa entre dos furiosos
estallidos. Una prisa sin sentido comenzaba a bullirme en la boca del estómago.
Una sensación difusa de emergencia que llegaba de todas partes. Volví de nuevo
la atención al pasillo. Por alguna razón oscura –otra más– no quería subir a la
planta de arriba, una alarma mental se despertaba en mi cerebro cada vez que
jugaba con esa idea. Un terror inconsciente, una corriente voltaica en el
cortex cerebral me impedía subir un escalón más, retrocedí y me planté firmemente sobre el suelo del pasillo.
Me acerqué a la doble puerta acristalada. A través del
cristal se colaba una fantasmal luz ambarina. Empujé ambas hojas de la puerta y
entré en la sala de estar. La luz amarillenta provenía de una lámpara de araña
de aspecto frágil que colgaba de una fina cadena de vidrio. En mitad de la sala
dos sillones de cuero negro custodiaban una mesa rectangular de cristal
cubierta con un tapete bordado, en el centro del tapete se agolpaban más
figuras de aves como las que había visto en la entrada; estaban fabricadas en
porcelana y cristal, todas las figuritas parecían dar escolta a un cisne
decapitado que abría sus imponentes alas dispuesto a levantar el vuelo En la pared izquierda, tapizada en terciopelo
gris, se encontraba el tradicional cuadro de caza que toda casa decente debe
tener: un sudoroso ciervo blanco perseguido por cuatro enormes perros negros,
el paisaje se me antojó curiosamente onírico, la pintura desvaída parecía
surgir de la catarata que era el centro del cuadro. Por un momento creí
escuchar el sonido del agua precipitándose en el pequeño lago que bordeaban
perseguido y perseguidores. En la pared contraria al cuadro se apoyaban una
estantería repleta de libros y un mueble bar completamente vacío. Había una
puerta en la pared que tenía enfrente, una puerta idéntica a la que acababa de
cruzar para entrar en la estancia. Tuve la sensación de estar contemplando una
imagen reflejada en un espejo, con la salvedad de que yo no aparecía reflejado
en ella.
Caminando a buen ritmo me llegue hasta la nueva puerta
acristalada. Había algo extraño en ella, no en la puerta misma sino en su
situación en la habitación. Detuve mi mano a medio camino de agarrar la
manecilla y hacerla girar, un viento frío, gélido me había acariciado la nuca.
El sudor me pegaba la camiseta a la espalda. Me di la vuelta muy despacio, las
piernas me temblaban y mis dientes castañeteaban frenéticos.
Todo lo que contenía
la habitación había dado un giro de ciento ochenta grados. El cuadro de caza
estaba ahora en la pared derecha y la estantería y el mueble bar me observaban
indiferentes desde la pared izquierda, las aves de porcelana se habían dado
educadamente la vuelta para no darme la espalda. Tragué saliva y abrí la puerta
para encontrarme de regreso en el mismo pasillo que acababa de abandonar hacía
tan solo unos instantes.
–De regreso a la casilla de salida... –musité entredientes.
Me apoyé en la pared, mareado. Tenía la
sensación de haber entrado en uno de esos dibujos de dimensiones enloquecidas
de Escher. ¿Qué ocurriría si subía las escaleras? ¿aparecería de nuevo en la
planta de abajo? Miré a la puerta de la entrada con el miedo y la prisa
atenazándome el estómago, el mismo estómago que sólo un instante después se
estremeció bajo los efectos de un terrible retortijón preludio de movimientos
telúricos mayores. Necesitaba con urgencia un servicio pero por nada del mundo
haría mis necesidades en una casa que no tenía el menor respeto por las
dimensiones y la lógica. Me apreté el cinto y aligeré el paso hacia la puerta
de entrada. El Bar Alonso iba a recibir a su pesar una nueva visita de
Alfredo García Torrecilla.
Abrí la puerta y sólo un milagro y una férrea contracción
muscular logró contener mis intestinos.
–Toto... me parece que ya no estamos en Kansas...
Panorámicas.
PRIMERA– Amanece en Brooklyn. Esquina
Broadway y Monroe Street. La calle principal está desierta a excepción de dos ancianos
de barba blanca y ropa negra, tapan sus cabezas con dos gorros gemelos y portan
bolsas de plástico repletas de latas redondas. Hablan animadamente y señalan
hacia una zanja donde la basura comparte terreno con sofás y esqueletos de
colchones, televisores rotos y un frigorífico abollado en el que dormita un
gato muerto. Los coches vomitan humo al cielo nublado que se estremece con el
grito histérico del metropolitano que ruge sobre el viaducto. La puerta de una
casa de dos plantas con tejado a dos aguas se abre un instante. En el umbral
aparece un hombre tan grueso que parece redondo. Se lleva las manos al vientre,
musita algo que los dos ancianos no llegan a escuchar y entra otra vez a la
casa. Al rato se abre de nuevo la puerta, el hombre asoma la cabeza, la sacude
y vuelve a entrar.
SEGUNDA– Río de Janeiro es menos Río de
Janeiro a las nueve de la mañana. Avenida Atlántica entrando en la Playa de
Leme. Un sol opaco se suspende más allá del Cristo del Corcovado, en el
horizonte se recorta el monte Pan de Azúcar que arrastra un penacho de nubes
que no le abandonará hasta bien entrada la mañana. Río duerme, la avenida
Atlántica y sus playas Copacabana y De Leme duermen. Entre los grandes
edificios de la avenida se agazapa una casa blanca de dos plantas, su puerta se
abre y un hombre inmenso se asoma a la mañana desierta de Río de Janeiro. Más
allá de las dos carreteras que separan la avenida de la playa el océano
Atlántico lame la arena dorada y el hombre contempla el brillo añil del mar. Se
desabrocha el plumífero gris y se frota la barba pensativo. Se da la vuelta y
entra de nuevo a la casa no si antes lanzar una mirada interrogativa al Cristo del Corcovado.
TERCERA–Plaza Mayor de Brujas, mañana tardía.
El campanario y su carillón se alzan sobre el mercado gótico de la ciudad,
arrastrando su sombra de piedra vieja sobre una estatua de viejos héroes de
viejas guerras. La gente se afana entre las casas picudas, de colores vivos y
chillones, que rodean la plaza, algunas cuentan con remates escalonados que
trepan por sus tejados hasta encontrarse en el vértice y postrarse ante
crucifijos y veletas, estatuas y ángeles. Una casa tiene su tejado a dos aguas
libres de remates y es la puerta de esa casa la que se abre y deja pasar a un
hombre grueso que entrecierra los ojos ante la luz del mediodía antes de entrar
de nuevo en la casa sin esperanzas.
La sonrisa.
Tras contemplar el amanecer de Brooklyn entré
en la casa y tomé aliento. Volví a abrir la puerta y Brooklyn y los dos
ancianos de negro seguían allí,
inmutables y ajenos a mi desconcierto, señalando a la nevera abollada y
herrumbrosa que apenas brillaba bajo la luz cenicienta del amanecer. Me olvidé
por completo de mis prejuicios anteriores sobre el servicio de la casa y lo usé
antes de que mis intestinos acabaran vaciándose en mis pantalones de pana.
Sentado en la taza, con el sudor cubriéndome como un sudario, recapacité sobre
lo que estaba pasando. Hacía cinco minutos me encontraba en Madrid, cinco
minutos después el escenario había cambiado por completo, ¡ni siquiera me
encontraba en el mismo continente! ¿Conclusiones? La única conclusión a la que
llegué es que me había vuelto, de una vez por todas, completa y absolutamente
loco. Acabé, me limpié con varios pares de pañuelos de papel y tiré de la cadena.
Volví a la sala de estar y usé la puerta
reflejo. Debía de haber una forma para regresar a Madrid. Avancé por el pasillo, agarré el pomo de la
puerta principal, lo giré y me encontré en un Río de Janeiro a punto de despertar.
Brujas. Venecia. Sidney. Akita. Holón.
Vitoria...
ÚLTIMA PANORÁMICA: Vitoria. Mediodía
frío y gris. Una puerta se abre en una casa sencilla y un hombre enorme se
asoma a la calle. Cerca de la casa, en un solitario solar, se encuentra un
solitario edificio con una cafetería en sus bajos, una cafetería cuya fachada
está decorada como si de la proa de un galeón se tratara y que cuenta con el
siguiente cartel suspendido entre dos lacias banderas pirata:
Denzey
Denzey es una de esas palabras dexar que nos muestran un
poco el talante y filosofía de esta minúscula civilización que lleva treinta y
tres mil años viviendo de la misma guisa. Nosotros tenemos tres palabras para
explicarla, los dexar las reducen a una porque no hacen distinción entre ellas:
Hombre, amigo y hermano...
Sandro y dos cafés.
Entré en La Sonrisa de Salgari en un estado cercano a la histeria: las
piernas me temblaban, los ojos abiertos, desencajados, en busca de alguna pista
que me desvelara, de una vez por todas, el sentido de todo lo que estaba
ocurriendo. La cafetería estaba casi vacía aquel día, una mujer de avanzada
edad y peso tomaba un chocolate con una niña pecosa. Salcedo me lanzó una
mirada desde la barra y me saludó con un buenos días con acento portugués.
Correspondí a su saludo y me senté en la mesa más alejada de la barra. La
mañana estaba resultando muy movida: tras el paseo en taxi había visitado siete
ciudades diferentes en un lapso de tiempo que no pasaba de los diez minutos y,
como quien dice, apenas sin salir de casa. Estaba sin aliento y empezaba a
temerme que mi maltratado corazón no pudiera resistir tantas emociones y se
viniera abajo, dejando ciento y muchos kilos de carne muerta sobre la mesa. Me
quité mi plumífero gris y lo doblé sobre la silla de al lado, aplicando un
compás hipnótico a mi respiración e intentando controlar el frenético
castañeteo de mis dientes.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que un
tintineo de porcelana me hizo levantar la cabeza y descubrir a Sandro
observándome, dejó dos tazas sobre la mesa y se sentó en la silla que se
encontraba frente a mí.
–No se preocupe, Alfredo. Los principios
siempre son confusos, es casi una tradición...
Le miré boquiabierto. Su sonrisa
abierta, franca, y sus ojos negros me confundieron aún más. Tardé unos segundos
en reaccionar.
–¿Que...? ¿Quién? –sacudí la
cabeza– ¿Cómo sabe como me llamo?
–conseguí soltar.
–Lo sé. También sé que es profesor de
historia y que ha hecho un largo viaje hasta llegar aquí. – Señaló hacia mi
taza–. Y el café le gusta negro y espeso...
–¿Cómo me conoce? ¿Qué...
–No le conozco. Lo que le he contado es
parte de lo que veo cuando le miró –sonrió.
–Le juro que no entiendo ni una palabra
de lo que me está diciendo. Estoy... estoy bastante desconcertado y no entiendo
nada... Tengo que saber que es lo que pasa... Quiero...
–Por cada secreto desvelado nacen dos
nuevos misterios. Dicen que las mejores respuestas son las que despiertan
nuevas preguntas. ¿De verdad quiere saberlo?
–Por
favor... Lo necesito ...
–supliqué.
El hombre de los ojos negros sonrió y se
aprestaba ya a hablar cuando un grito desde la barra le detuvo:
–¡Sandro!
La bella Yolanda.
Yolanda es metro ochenta de perfección.
Tiene ojos verdes y de cuando en cuando se dibuja en el rostro una mariposa del
mismo color. Su pelo es una nube de cabello rojo del que siempre emana un
perfume sensual y oscuro. Yolanda es xenobióloga, experta en armas cuerpo a
cuerpo y maestra consumada en magia primordial. Es provocativa y provocadora.
Suele decir que su belleza es un arma contra quienes no la conocen y es la verdad,
es bella de una forma que aturde y congestiona; lo sé por experiencia propia.
Cuando Sandro se levantó para reunirse con Salcedo ella se acercó hasta mi mesa
para ocupar su puesto y fue como si la musa que encarnaba todos mis sueños
eróticos hubiera cobrado realidad.
–¿Puedo sentarme? –preguntó.
Probad a tragar saliva y a decir “desde
luego” al mismo tiempo y os acercaréis al sonido que logré emitir. Yolanda
entrecerró sus ojos de gata y me sonrió antes de doblar su deliciosa cintura
para sentarse en la silla.
–Tomaré eso como un sí, –me miró de
arriba abajo y volvió a sonreír.
Mis mejillas ardían y mi estómago brincaba.
Bajé la vista para no ahogarme en la insondable majestad de su belleza. No era
consciente de lo que había dicho. Ella estaba hablando, podía ver sus labios
moverse pero sus palabras no llegaban a mis oídos como palabras sino como un
dulce sonido al que no era capaz de dotar de sentido. Contemplé mis dedos
regordetes entrelazados entre si mientras buscaba con denuedo algo inteligente
que decir. Ella seguía hablando sin dar importancia a mi ofuscación, cosa que
me ofuscaba todavía más.
–Creo que ha sufrido un shock –opinó una
vocecilla rota a la altura de mis tobillos. Bajé la vista para encontrarme con
un pequeño perro de raza difusa que agitaba su rabo pelado sin dejar de
mirarme.
Podía admitir que Elvis estuviera vivo,
podía aceptar la existencia de una casa teleportadora y de una realidad oculta
a los ojos del mundo, podía llegar a reconocer que la luna tuviera una
hermanita escondida, pero había cosas que me negaba a considerar siquiera.
–No... no hablan... –clavé mi mirada
desesperada en sus ojos llorosos–. Los perros... no hablan...
–Por eso no te preocupes, no soy un
perro –dijo el perro–. Soy un dragón.
–Necesito... necesito... tengo que ir al servicio...
I.A
Mordekay es una inteligencia artificial inyectada en un
cuerpo creado en laboratorio. No me pregunten por la moralidad ni la ética de
tamaña osadía que, como quien dice, acabo de llegar. No pretendo juzgar a
Mordekay sino intentar explicarlo. Como definición burda podría servir la
siguiente: Mordekay es la cumbre evolutiva de los ordenadores portátiles y está
tan cercano a ellos como lo puede estar el hombre del primer mamífero que
escapó con vida entre las patas de los dinosaurios. Los laboratorios
informaticogenéticos que diseñan estas inteligencias no escatiman detalles en
su fabricación, por poner un ejemplo: la serie Dragón Cobrizo, a la que
pertenece Mordekay, puede volar, vomitar
llamas y no sólo es capaz de reproducirse sino que, además, el nuevo dragoncito
recibe como herencia toda la información y recuerdos de sus progenitores.
Imaginad por un momento todos los recuerdos de todas las ramas de vuestro árbol
genealógico resonando en vuestra cabeza –tal vez eso no afectaría demasiado a
los dexar pero a mí me pone los pelos de
punta–. Para las posibles estancias en Tierra los Dragones Cobrizos –y todas las diferentes gamas de
Inteligencias exóticas– vienen provistos de una secuencia de camuflaje
perfecto, en particular la secuencia de camuflaje de Mordekay se llama Perrito Entrañable.
Si sumamos la potencia de todos los ordenadores de la
tierra y la multiplicamos por dos nos acercaremos a describir lo que nuestro
estimado dragoncito I.A es capaz de hacer. Aun así hay una característica de la
mente humana que los laboratorios no han logrado simular: el pensamiento
lateral. Ese pequeño defecto hace que Michael sea imprescindible en La Sonrisa ya que muchos aspectos de las
nuevas ciencias y no pocos de las antiguas magias están basados en este tipo de
pensamiento.
De todas formas, como a Michael le gusta recordarle, el
Dragón Cobrizo es un modelo obsoleto. La réplica de Mordekay es bastante
hiriente:
–Si yo estoy obsoleto ya me dirás como está la humanidad
que lleva dando la paliza cuarenta mil años.
A veces te dan ganas de estrangular a ese pequeño bastardo.
Un trato
Cuando regresé la pelirroja había desaparecido, en su sitio
se sentaba Salcedo y, junto a él, se
encontraba Sandro con el perro parlante sobre las rodillas. Esperaron a que
tomara asiento. Había un nuevo café espeso y negro aguardándome sobre un
platito de porcelana pero yo lo ignoré. Mi desconcierto se había trocado en
irritación mientras evacuaba mi nerviosismo.
–Miren, he tenido la mañana más confusa de toda vida y
estoy un poquito harto. Quiero
respuestas, no adivinanzas ni juegos florares. Quiero... quiero saber lo que
está pasando y me gustaría saberlo antes de que me de un infarto.
Los dos me miraban entre divertidos y sorprendidos. Mi
irritación subió un grado. Mordekay se lamió una pata y suspiró.
–¿Qué quiere saber? ––preguntó Sandro.
–No hace... no hace ni una hora que entre en una casa como
esa, como es de ahí –señalé al ojo de buey desde el que se divisaba la silueta
de la casita de dos plantas– Entré en Madrid y después de un viaje ciertamente
desconcertante he acabado aquí. ¿Me lo
pueden explicar?
–Son Casas Iguales.
–Eso ya me lo habían dicho.
–Aparecieron hace unos años. Nadie sabe ni de donde
salieron ni quien las levantó, lo cual suele ser una tradición en estos casos.
En todas las ciudades del mundo hay Casas Iguales, su número suele variar pero
siempre hay una por lo menos.
–Es para dar flexibilidad a los trayectos ¿sabe? –ladró
Mordekay.
–¡No, no sé nada, por eso lo pregunto! –creo que ahí perdí
un poco los estribos.
–No se impaciente, caballero –Salcedo se echó hacia atrás
en su silla. Su rostro moreno se llenó de sombras y su pelo aleteó como si
contara con vida propia. Me clavó en la silla con la mirada antes de volver a
hablar–: Si tenemos que responder a todas sus preguntas estaremos aquí hasta
que se hiele el infierno y ni siquiera sabemos si nuestras respuestas son las
correctas. Mire, Alejandro, no me conoce pero créame si le digo que cuando
estoy ante una situación límite pierdo los nervios y mi buen carácter, –iba yo
a formular una pregunta cuando Salcedo me cortó con un gesto–. Ahora mismo
estoy en una situación límite y si le digo esto es porque usted me puede ayudar
a salir de ella.
–No veo como, –a mi pesar estaba volviendo a ser el Alfredo
García Torrecilla cotidiano. Mi intento de rebelión se había visto anulado con
una simple mirada del hombre que tenía en frente.
–Le ofrezco un trato, –dijo Salcedo bajando la voz–. Le
ofrezco Lilith.
Taxi driver 2
Esperé unos minutos junto a la entrada
de la grada principal del estadio de fútbol. Todo intento por tranquilizarme
había sido en vano, la inminente llegada del taxi que Salcedo acababa de llamar
me descomponía. Sudaba y temblaba y mi estómago, tan frágil para con las
tensiones, amenazaba con traicionarme por enésima vez. Me mordisqueé el labio
inferior. Caminé de un lado a otro sin apartar la mirada de la carretera que
daba al parking del estadio.
Cuando lo vi llegar, blanco y flamante,
con pegatinas de DIFUSA REALIDAD pegadas en las ventanillas mi corazón
dio un brinco y mis tripas un salto. El taxi frenó a mi lado y el taxista
–Carlos Hernandez, veintitantos, castaño y de risa fácil– me miró de arriba
abajo, inseguro.
–¿Ha llamado usted a un taxi? –preguntó
entrecerrando los ojos.
–Sí. Quiero ir a Lilith
Su rostro se despejó de dudas y me
dedicó la primera de muchas sonrisas mientras decía:
–Vale, si usted quiere ir yo quiero
llevarle.
La puerta trasera se abrió y, por
segunda vez en un día, entré en un taxi.
No pude dejar de pensar que el taxista
estaba eligiendo la ruta al azar pero me abstuve de hacer el menor comentario.
Yo no sabía donde estaba Lilith y él había asegurado que me llevaría hasta
allí. Cuando pasó por tercera vez por la misma calle yo carraspeé y él maldijo:
–¡¿Por qué carajo hay tanta circulación
hoy?! ¡Hostiaputa!
Dio un fuerte volantazo y se metió en
dirección prohibida entre dos callejuelas estrechas que se curvaban cien metros
más adelante. Yo respiré hondo y me agarré con fuerza el reposacabezas del
asiento del copiloto. El taxi dio un bandazo al tomar la curva y noté una
sacudida eléctrica en mi espalda. Los
colores tras la ventanilla se me antojaron más desvaídos, como si hubieran
perdido parte de su realidad o como si yo los estuviera mirando de manera
diferente. El conductor vio mi rostro confuso en el retrovisor y sonrió para
tranquilizarme.
–Novato ¿verdad?
–Un poco, –hubiera sido absurdo no
confesarlo.
–Acabamos de pasar a modo entre líneas
–comentó el conductor–. Nos hemos
ocultado de toda mirada curiosa para poder hacer esto:
El coche se elevó unos diez metros de la
carretera y quedó suspendido en el aire. Redoblé las fuerzas con que me
aferraba al reposacabezas y miré aterrorizado al conductor que, divertido ante
mi turbación, soltó un par de carcajadas que me resultaron ciertamente
molestas.
–¿No quería ir a Lilith?
–¡Sí! ¡Pero si hubiera querido ir
volando hubiera cogido un avión!
–Hay pocos aviones que lleven hasta
allí. Y somos la única compañía con licencia en la península para llegar hasta
Lilith. O lo toma o lo deja, compañero. Usted elige.
Miré por la ventanilla, las calles de Vitoria
y sus gentes continuaban con su vida allí abajo, ajenas al taxi blanco que
flotaba contra toda lógica sobre sus cabezas.
–Siga adelante.
El taxi que podía volar cogió altura y
embistió contra el vientre de las nubes. Yo me agarré con fuerza al
reposacabezas y cerré los ojos.
Difusa realidad, pense, allí voy...
La cara oculta del mundo.
Abrí los ojos y pasé mi lengua entre mis
labios secos. Sentía un incómodo zumbido instalado en mis oídos, abrí la boca
hasta que conseguí destaponarlos y me preparé para enfrentarme con lo que
tuviera a bien acontecer. El taxista tarareaba la melodía más maravillosa que
yo había escuchado en mi vida.
–¿Qué está canturreando?
–Mercurial
de Elvis.
–Ya.
Miré por la ventanilla. Las nubes
estaban muy por debajo de nosotros y entre sus deslavazados jirones alcanzaba a
ver la nebulosa lejanía de la tierra. El cielo parecía más diáfano, más puro y,
a la par, menos real. No sabía que suerte de magia o ciencia alocada convertía
al taxi en aeroplano pero por si la respuesta no me gustaba no quise
preguntarlo.
Una sombra cimbreante se recortó de pronto
contra la esfera solar y el horizonte escupió una punta de flecha roja que
bramó sobre nosotros. Una nave rojiza fulguró en el cielo como una majestuosa
ballena saltando en el mar en calma, enderezó su vuelo y desapareció de mi
vista convertida en una saeta rubí. Turbulencias de aire en llamas giraban y
danzaban allí por donde había pasado la nave. Sacudí la cabeza atónito ante la
visión que, aunque apenas había durado un instante, todavía seguía tan fija en
mi retina como su bramido pegado a mis oídos.
Giré la cabeza en la dirección por donde
había desaparecido la nave intentando en vano echar un nuevo vistazo a esa
grandiosidad. El cielo que nos rodeaba se volvió negro y se llenó de estrellas.
Los horizontes de la tierra se fueron curvando hacia dentro, transformándola de
un espectáculo plano a una gigantesca esfera de la que estabamos escapando. Mis
ojos estaban a punto de dislocarse en el interior de sus órbitas. La Luna se
dejó ver en la lejanía y yo apoyé las manos en la ventanilla y pegué mi rostro
al cristal.
El taxista tarareaba Mercurial, Alfredo García Torrecilla forzaba al máximo la
elasticidad de su mandíbula y Lilith, por fin, se dignó a aparecer,
centelleante y orgullosa, entre la Tierra y la Luna.
Los filos.
Lilith no es el segundo satélite de la tierra. Lilith es
una plataforma espacial de quinientos kilómetros cuadrados que orbita nuestro
planeta cada cincuenta y tantos días. Nadie sabe quien la construyó, como nadie
sabe quien construyó las otras doscientas setenta y seis plataformas espaciales
que se encuentran desperdigadas por el Sistema Solar, girando con los planetas,
orbitando sus lunas, bailando alrededor del sol o danzando unas en torno a
otras. Las llamo plataformas espaciales pero el nombre con que son conocidas es
otro: filos.
El filo más pequeño que se conoce orbita Fobos, el satélite
suicida marciano, y su superficie es de dos kilómetros cuadrados. El mayor filo
conocido está situado entre Neptuno y Plutón –o entre Plutón y Neptuno
dependiendo de quien se lleve el mérito de ser el planeta más exterior en ese
momento– y su superficie sobrepasa los noventa millones de kilómetros
cuadrados. Se llama Samarkanda y es la capital del Sistema Solar.
Lilith
Lilith flota a doscientos y pico mil
kilómetros de distancia de la tierra. Quinientos kilómetros cuadrados de metal
irisado en forma de media luna inscrita en la mecánica celeste pero sin
terminar de estar completamente allí. En su centro, ocupando el veinte por
ciento de su superficie total, se levanta una megalítica urbe que parece salida
de los sueños de Fritz Lang. El edificio más alto es la Torre Bassa, mide
cuatro mil metros y tiene forma de tridente azul. El resto de la ciudad se
ordena en torno a la torre y la altura de sus edificios va disminuyendo
progresivamente hasta llegar a las chabolas y fabelas de la periferia. Todos
los edificios están rodeados por grandes series de pasillos circulares
construidos cada quinientos metros de altura.. Toda la plataforma está envuelta
por una atmósfera idéntica a la terrestre y aunque nadie sabe como llegó hasta
allí todos rezan para que no se marche. El puerto espacial de Lilith ocupa todo
el ala este del filo y es un complejo sistema de plataformas que empequeñece a
la misma Torre Bassa, el puerto es la única manera de entrar en el filo,
cualquier intento de aproximación ilegal es recibida con el alborozo explosivo de
los sistemas automáticos de defensa cansados de abatir meteoritos. En los días
de más tráfico el puerto da la sensación de ser un avispero, las naves
revolotean a su alrededor esperando su turno para entrar en anclaje, cientos de
lucecillas inquietas danzan en torno a los faros de posición y luces de
control, monoplazas de seguridad desempeñan el papel de perros del rebaño,
evitando que nadie abandone el perímetro de seguridad y sobrevuele terreno
peligroso.
El día en que Alfredo García Torrecilla
llegó a Lilith apenas había tráfico. Una nave tubular de la que colgaba una
serie de tentáculos metálicos era nuestra única compañía en el cielo. El taxi
comenzó la maniobra de aproximación a puerto. Yo entorné los ojos, pálido y
cubierto por una fina película de sudor, mi estómago y mi cabeza giraban y
danzaban en direcciones opuestas. Antes
de que tuviera que decir una sola palabra el taxista llenó mi regazo con media
docena de bolsas azules.
–Procure vomitar en las bolsas. No me
manche la tapicería.
Lectura
entre líneas. Curso intensivo.
El motivo básico por el que los filos no son visibles desde
la tierra está relacionado con la razón por la que Sandro tiene prohibido jugar
al póker con el resto de la tripulación. La explicación podía definirse como
cuántica –“si no lo miras no existe”– pero creo que tengo otro modo de
explicarlo no más sencillo pero sí, quizá, más explicativo.
Tomemos cualquier libro al azar: El Quijote por ejemplo. Hay gente –Sandro es uno de ellos– capaz
de leerlo entre líneas, y no me refiero a una lectura profunda de lo que
Cervantes nos narra, no, me refiero a una verdadera lectura entre líneas que
lleva hasta una obra completamente nueva que permanece inscrita entre las líneas del libro, una obra que
poco o nada tiene que ver con El Quijote
–en este caso una novela digna que lleva por título La Caída de la Vanidad–. ¿Es Cervantes el autor de segunda obra
oculta en la primera? ¿Es Shakespeare autor de la magistral Imagen Boreal que se esconde tras su Macbeth? En cierto modo sí, la elección
de lo que se narra en la obra madre es lo que conforma la segunda obra. La primera realidad configura la segunda
realidad. Y esto no se detiene ahí. Si leemos entre líneas Imagen Boreal nos encontramos con una
tercera obra –La palabra– esperando
salir a la luz. Y así ad infinitum.
La gente capaz de leer entre líneas reciben el apelativo de
lectores y son fácilmente reconocibles porque a medida que avanzan en la
disciplina sus ojos se van tornando negros y desaparece tanto el iris como la
pupila.
¿Me siguen? Este curso acelerado de lectura entre líneas no
ha hecho más que empezar.
La lectura entre líneas no se suscribe tan solo a la
literatura. Se puede leer entre líneas en las personas y en este caso no es una
nueva persona lo que aparece –¡sería horrible!– sino que se descubren sus
cualidades y características ocultas en un primer vistazo. En los niveles
iniciales se puede averiguar el nombre y los sentimientos más fuertes, a
niveles altos de lectura se pueden alcanzar logros increíbles: no sólo se puede
aprender todo sobre la persona en cuestión sino que se puede llegar a leer su
mente como si se fuera telépata –una telepatía unidireccional en todo caso–.
Gracias al cielo Sandro es un lector medio y no tengo que preocuparme aun de lo
que pienso.
Se puede leer entre líneas en todo lo imaginable. Se puede
leer entre líneas en los mapas y encontrar ciudades mágicas y lugares ocultos
–a veces maravillosos y a veces terribles–. Se puede leer entre líneas en los
sueños y averiguar cosas que Freud ni siquiera se hubiera atrevido a, como
no, soñar. Se puede leer entre líneas en
las cartas de tus compañeros de mesa y ganar todas las manos.
No es un don sino una facultad fácilmente aprendible si se
cuenta con los maestros adecuados. Es un conocimiento letárgico que duerme en
cada uno de nosotros y que espera que le ayuden a salir a la luz, a veces,
desconozco el motivo, puede darse un arrebato de lectura en una persona no
iniciada, por poner un ejemplo: alguien puede leer entre líneas que esa campana
histérica y ese coche de bomberos van hacia su casa en un vano intento de
salvar a sus padres de morir en las llamas.
No
sólo es posible leer entre líneas. También se puede mandar cosas entre ellas
hasta que sean necesarias –discos compactos por ejemplo–. Y también se puede
construir allí. Los filos están construidos entre las líneas de la misma
realidad. Por eso no se pueden ver desde la tierra.
Aterrizaje.
El
taxi entraba ya en la atmósfera de Lilith cuando vomité, por orden inverso de
ingestión, dos cafés negros y espesos, un bollo con mantequilla y una
magdalena. Hundí mi rostro en la bolsa azul mientras gruesos lagrimones rodaban
por mis mejillas.
–No
se preocupe. Es habitual –dijo el taxista, amistoso.
–Be
tanguiliza oiglo... –gruñí desde el interior de mi bolsa, a la espera de una
nueva arcada que felizmente no se produjo. Levanté la vista y, con los ojos aun
nublados por las lágrimas, asistí a las últimas maniobras de aterrizaje.
El
cuerpo central del puerto lo forman unas columnas de varios kilómetros de diámetro
que superan con creces la altura de la torre Bassa. Cada columna está rodeada
por varias docenas de plataformas que surgen de la estructura como hojas del
tallo de una flor. El taxi entraba, ligeramente escorado, en una plataforma
rectangular de metal gris y sucio que había salido a nuestro encuentro,
ascendiendo hacia arriba mientras nosotros descendíamos. En los bordes de la
plataforma serpenteaban varios tubos de plástico negro que, en cuanto nos
tuvieron a su alcance, nos rociaron con una nube de denso vapor blanco. El taxi
se estremeció cuando entró en contacto con la superficie de la plataforma. Un
prolongado silbido llegó desde fuera a medida que la nube que nos envolvía se
fue deshilachando. El taxista, que no había dejado de silbar Mercurial en ningún momento, me miró
sonriente.
–Lilith,
señor. Serán veinte mil pesetas.
–No
es que no quiera pagarle pero no llevo ese dinero encima.
–¿Tarjetas
de crédito?
–Eso
sí.
–Pues
no hay ningún problema.
Procedimos
a consumar la transacción y el simple hecho de realizar una operación tan
cotidiana como pagar con tarjeta me desorientó más aún.
–Para
volver no tendrá ningún problema –dijo el taxista tras abrirme la puerta–.
Cualquier taxi de Lilith le bajara a Tierra. Ahora vaya hasta el final de la
plataforma, encontrará un ascensor automático que le llevara hasta aduanas.
–Muchas
gracias por el viaje –dije mientras bajaba para encontrarme, gracias a dios,
con la misma gravedad que conocía y me conocía.
–No
tiene porque dármelas. Ya me ha pagado, eso es suficiente.
–Hasta
la vista entonces.
–Hasta
la vista –el taxista me sonrió por
última vez y puso en marcha su vehículo.
El
taxi despegó y enfiló hacia la gigantesca bola azulblanquigrisacea que se
recortaba contra un firmamento casi vacío de estrellas. Lo seguí con la mirada
hasta que desapareció y avancé hacia el final de la plataforma con una
mugrienta bolsa de plástico azul en la mano.
Alfredo en el filo
Abandoné el ascensor, amplio como para
acoger a doscientos Alfredos García, y llegue hasta una sala amarilla donde se
alineaban varias hileras de cintas transportadoras que en aquellos momentos
estaban detenidas. Había una puerta al fondo y hacia allí avanzaba cuando un
hombre de ojos negros salió de una puerta que no había visto y me interceptó.
Me preguntó por el motivo de mi viaje a Lilith y antes de que pudiera contestar
él se me adelantó.
–Novato ¿verdad?
–Sí, la verdad es que sí
Me pidió mis datos y cualquier documento
de identificación que llevara encima. Le tendí mi DNI y desapareció con él por
la puerta por donde había salido. Al cabo de un minuto regresó con una tarjeta
azul y mi carnet de identidad.
–Aquí tiene. Conserve el número de
identificación y no olvide devolverlo cuando abandone el filo. Bienvenido a
Lilith. –Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.
Avancé hasta la puerta y esta se abrió
antes de que yo hiciera ademán de abrirla. Un ser rojizo de medio metro de
altura avanzó sobre cientos de seudópodos rosáceos con un rostro ovoide vacío
de rasgos. Trastabillé cuando el ser pasó a mi lado y continuó su camino.
Sacudí la cabeza y lo seguí con la mirada, tenía un vestigio de aletas dorsales
en la espalda y lo que en primera instancia me había parecido un rostro sin
rasgos era algún tipo de casco. Saludó al aduanero en un perfecto ingles y le
tendió su tarjeta. El hombre de los ojos negros me miró y dijo algo que no
llegue a escuchar. El ser se giró para mirarme y yo empujé la puerta y salí
fuera con el corazón palpitándome y con el estómago arrancándose en su baile
tradicional.
La salida de aduanas daba a una
gigantesca plaza semicircular base del espaciopuerto. Una nutrida multitud pululaba entre los
comercios de la plaza, en su mayor parte se trataba de humanos de apariencia
normal pero llegué a divisar un grupo de seres dorados con forma de cerezo y
brazos y piernas delgadas como ramas. Algunas naves –particulares quizás–
volaban entre las columnas de sujeción de las plataformas y sus formas y
colores eran tan variadas que no vi dos que se parecieran. Hacia el este se
divisaba la silueta de la ciudad. Nada más abrir la puerta un monoplaza
esférico llegó flotando hasta mí, una parte de la esfera se desgajó para
permitirme el paso. El interior era bastante austero, presentaba un sillón
sintético y un mapa holográfico de Lilith que flotaba a media altura.
–Por favor, señale su punto de destino,
–rogó el monoplaza con voz melosa.
Entré como bien pude en el vehículo y
busqué el distrito Gris, allí donde Salcedo me había indicado que debía ir para
cumplir mi parte del trato. Me habría gustado pasar más tiempo en Lilith pero
las ordenes del portugués habían sido claras: Debía volver en cuanto completara
mi encargo, ya tendría luego tiempo de sobra para perderme en el filo ahora que
sabía como llegar hasta él.
El rey de la Quincalla.
El
distrito Gris está en la periferia de la ciudad. El monoplaza despegó de la
plaza y en pocos minutos, sin que yo pudiera observar nada de la superficie del
filo tomo tierra y preguntó si sería necesaria su presencia.
–Sí
–contesté–. Quédate por aquí.
La zona de chabolas y fabelas era un
conglomerado de pequeñas construcciones hechas a mano; procedían de todo tipo
de culturas lo cual producía una sensación de desconcierto visual que hasta
resultaba agradable. Un grupo de niñas harapientas y sucias apareció de la nada
y me rodeó cantando una cancioncilla y meneando sus cabezas al compás:
–¿Dónde vas? ¿Dónde vas? Si no
nos lo dices no pasarás
–Busco
a Seim K’dmar, el chatarrero ¿sabéis
donde puedo encontrarle?
–¡Síguenos! ¡Síguenos! O te perderás y de
aquí nunca saldrás.
Dos
niñas me cogieron de las manos, el resto me rodeó y entre todas me fueron
guiando por un laberinto de calles contrahechas y húmedas. Las distintas casas
se apilaban unas contra otras en precario equilibrio. El aire era denso y
aromático como de mil especias armónicas mezcladas. Las niñas me llevaron hasta
un monte de chatarra gris y oxidada, en su cima se alzaba una choza hecha de
hierba y hojas de palma: una incongruente mancha de verdor entre tanta
herrumbre. Las niñas me ayudaron en el ascenso y luego se desperdigaron por la
montaña de chatarra dejándome solo ante una redecilla tejida con finas lianas
que debía hacer las veces de puerta. Me asomé por ella y descubrí a un hombre
extremadamente delgado y anciano que me observaba con el ojo izquierdo desorbitado
y el derecho entrecerrado. Su pelo era una mata aceitosa de alambres y
capilares de metal. Vestía un sayo hecho de chapas de Coca Cola y Pepsi y se
lamía los labios agrietados con una constancia maniática. Estaba tras una mesa
repleta de cachivaches sin sentido que pulsaban y saltaban. Lo había
sorprendido trabajando en el mango de un diminuto paraguas fabricado con un
colador se abría y se cerraba siguiendo el ritmo del adagio de Albinoni que entonaba a su lado un dedal macizo. Se
apartó el monóculo de su ojo y me contempló ya con los dos ojos entrecerrados.
–¿Quien
ser tú y que hacer en mi montaño de chatarra? –las palabras salieron escoltadas
por hilillos de brillante saliva.
–Me
manda Salcedo.
–Tu
no ser Michael –dijo Seim K’Dmar en un alarde de perspicacia que me dejó
atónito.
–No,
no lo soy. Salcedo me ha mandado a mí en su lugar. Quiere las dos últimas
piezas del acelerador, –sobre la mesa un grillo fabricado de alambres intentaba
copular con el paraguas.
–¿Como
sabrá Seim K’Dmar que Seim K`Dmar puede confiar en ti?
–Salcedo
me ha dicho que le diga que La Sonrisa de
Salgari siempre mantendrá el rumbo que marque su sextante cantor. Y Sandro
dice que soy denei o desei... o algo así.
–Denzey,
es denzey... Espere aquí y no toque nada, –el anciano se levantó con el
tintineante sonido de su traje de chapas y desapareció entre las lianas
entrelazadas que formaban una puerta interior.
Paseé
la mirada por el desorden de la cabaña y encontré nuevas muestras de ingenio
absurdo desperdigadas por la habitación. Toda la cabaña estaba iluminada por
decenas de velas provistas con patitas de metal articulado que deambulaban por
todas partes. En una esquina descubrí una jaula que contenía una jaula que
contenía una jaula que se balanceaba en un columpio y trinaba en si bemol. Una
lámpara de aceite olisqueó mi zapato izquierdo y se fue silbando Yesterday. Un Dragón Cobrizo observaba
mis movimientos sucio de virutas de metal y hollín, sus ojos apenas brillaban y
parecía tan infinitamente viejo como su dueño.
El
anciano que ya había regresado carraspeó para llamar mi atención. Había dos
piezas de metal brillante sobre la mesa. Las dos tenían el tamaño de un puño
cerrado y estaban repletas de circuitos integrados y placas de silicio. Seim
K’Dmar las envolvió en papel de periódico y las metió en una bolsa de McDonald .
–Aquí
están los piezos del acelerador. Saben como deben de montarlo –entrecerró sus
ojos y dejó que sus labios trazaran una suave sonrisa antes de volver a
hablar–: Dígale a Salcedo que Seim K’Dmar, el rey de la quincalla, le desea
suerte en su nueva empresa. Y a usted también, denzey, a usted también...
Las
niñas me envolvieron al salir y me dieron escolta de nuevo.
–¡A la salida! ¡A la salida! Un nuevo viaje y una nueva
vida.
Cuando
nos hubimos alejado lo suficiente de la cabaña del dios de la quincalla me
agaché entre los niñas y, convirtiendo mi voz en un susurro les pregunté:
–¿Podéis
contarme lo que sepáis sobre La Sonrisa
de Salgari?
–¡Preguntas! ¡Preguntas! Busquemos las
respuestas juntas.
La Historia de La Sonrisa de Salgari.
Esto
fue –más o menos y prescindiendo de las rimas– lo que las niñas me contaron:
La Sonrisa de Salgari era una nave preciosa y Salcedo
su capitán. Era la nave más rápida y bella de todo el Sistema Solar, una
maravilla de cien metros de largo y sesenta de alto donde la tecnología punta
se había unido a las cuatro magias para crear una máquina tan perfecta y
milagrosa que hasta Bafur, el emir de Samarkanda, se prendó de ella y le hizo
saber a Salcedo que se sentiría muy honrado si éste se la regalaba. El
portugués declinó amablemente la oferta del emir, la nave era su hogar, su amor
y su única fuente de ingresos. El emir insistió y Salcedo de nuevo dijo que no.
El emir amenazó y Salcedo le comunicó que si tanto deseaba la nave debería ir y
luchar por ella. El emir mandó buscar a la familia de Salcedo y la hizo
asesinar. Mientras unos sajaban y cortaban otros grababan la matanza en una
diminuta cinta que llegó a manos Salcedo con la siguiente nota: Ya no deseo La Sonrisa de Salgari, ahora ya tengo la
tuya.
Salcedo
respondió, a su vez, con la siguiente nota: Tendrás La Sonrisa de Salgari. Te declaro la guerra a ti y a tu imperio. Y
Salcedo se hizo pirata y La Sonrisa de
Salgari se convirtió en leyenda. Durante una década luchó contra
Samarkanda, abordó sus naves y atacó los bordes de sus filos, anegando de
sangre el Sistema Solar. Pusieron precio a su cabeza y cuando la cabeza de un
hombre tiene precio su vida no vale nada.
Una
flota de cazarecompensas le emboscó en Plutón y allí, tras una lucha que duró
semanas, le derribaron. Salcedo sobrevivió, su tripulación quedó diezmada y
sólo un puñado conservó la vida para escoltarle en el juicio que se celebró en
Samarkanda y que decretó para él y los suyos el destierro perpetuo en la Tierra.
Todos se sorprendieron ante la magnanimidad del emir; Bufar perdonó la vida a
Salcedo y a sus hombres porque durante más de diez años de lucha el emir había
aprendido a apreciar el valor de sus enemigos. No hubo piedad para La Sonrisa de Salgari, la nave fue
convertida en chatarra y sepultada en el corazón del sol. Ahora Salcedo regenta
una cafetería en el tercer planeta, lo que queda de su tripulación no le ha
abandonado y cuentan que preparan su regreso y que cuando eso ocurra La Sonrisa de Salgari brillará más que
nunca.
Esta
es una de las historias que circulan sobre la primera Sonrisa de Salgari y, como todas las demás, es rigurosamente falsa.
Tengo que reconocer que la verdadera historia es fascinante pero me niego a
contarla aquí y no sólo porque ocuparía diez veces más que la mía sino por una
simple cuestión de principios: si Salcedo quiere contar su historia que la
escriba él, carajo.
De vuelta a casa.
De vuelta en la plaza del puerto espacial y
tras desoír las ordenes de Salcedo y vagar boquiabierto de tienda en tienda
durante un buen rato decidí que ya había llegado la hora de regresar. Entré en
un monoplaza y probé suerte diciendo que deseaba descender al planeta y el
holograma de Lilith fue sustituido por
la esfera terrestre. Elegí destino, el monoplaza confirmó mi elección y
me avisó que ponía rumbo al espaciopuerto para los tramites de salida. Fue el
único momento de angustia en mi viaje de vuelta, bajé la vista hacia la bolsa
de MacDonald, donde además de las dos
piezas del acelerador vectorial había varios artículos que no había podido
evitar comprar –un discman marca Lilith, Mercurial
de Elvis, una botella de licor de polvo cósmico, Imagen Boreal de Shakespeare y un plumífero verde garantizado para
todo tipo de temperaturas–.
El
hombre de los ojos negros era el mismo que había controlado mi entrada. Se rió
al verme entrar con la bolsa de McDonald
llena hasta los topes pero no hizo ademán alguno de registrarme. El lector se
había conformado con un vistazo superficial de mi persona.
–¡Tenga
cuidado con la Gorgona, señor! ¡No se lo vaya a comer! –me advirtió..
–Pierda
cuidado. Soy mucho bocado para tan poco bicho.
Sonrió
ante mi ocurrencia, le devolví la tarjeta y subí hasta la plataforma donde ya
me esperaba mi vehículo.
Respiré el olor crepitante de Lilith y lancé
una mirada hacia la Tierra, en algún lugar de esa bola achatada por los polos
se encontraba mi vieja enemiga la peña. Ojalá
pudiera verme ahora, pensé, ojalá el
mundo entero pudiera verme ahora. Entré en la esfera de cristal. El
monoplaza saltó por el borde del filo y cayó hacia el planeta que yo
consideraba mi hogar.
Asesor cultural.
Michael
abrió la puerta de la cafetería ante mi apresurada llamada. Patinó a un lado
para dejarme pasar y sonrió.
–¡Vaya!
Tu debes ser Alfredo. Encantado de conocerte –Me tendió su mano que procedí a estrechar–. Soy Michael, el que
antes hacía los encargitos que te han cargado a ti. ¿Qué te ha parecido Lilith?
–No
sé si lo he asimilado todavía. –Salcedo y Sandro venían hacia mí, Yolanda observaba
desde la barra con una expresión risueña que la embellecía hasta la agonía
sensorial. Un dragón cobrizo se perseguía así mismo en el techo y yo me
sorprendí al no sorprenderme–. He regresado lo más pronto posible...
Saqué
las piezas del acelerador de la bolsa y se las tendí a Salcedo. El capitán de La Sonrisa de Salgari se me quedó
mirando fijamente. Estaba pasando algo y la sonrisa de Sandro no me
tranquilizaba.
–No
puedes hacerlo, Salcedo. Sabes que no puedes hacerlo –dijo Yolanda, yo la miré
sin comprender y ella me lanzó un beso.
–¿Hacer
qué? –quise saber.
–No
puedes dejarle aquí.
–¿Dejarme
aquí? ¿Qué es lo que ocurre?
–Cuando
La Sonrisa de Salgari desaparezca los
lectores de Vargas no tendrán el menor problema en averiguar lo ocurrido. –dijo
el dragón–. Seim K’Dmar sabrá protegerse pero Vargas no tendrá piedad con un
profesor de historia. Te encerrará y
perderá la llave.
–¡No
he hecho nada malo!
–Nos
has ayudado. Eso ya es suficiente.
–Por
eso vamos a llevarte con nosotros, –anunció Salcedo sin más.
–¿Qué?
–Acabas
de ser contratado como asesor cultural.
–¿Qué?
–¿Dónde
se ha oído de una nave pirata sin asesor cultural?
–Esto
debe ser algún tipo de broma. Me están tomando el pelo y no tiene gracia.
–No,
no es ninguna broma. Acabas de enrolarte en La
Sonrisa de Salgari. Enhorabuena.
–Esto
no es serio. Sé quienes son. Me lo han contado en Lilith. ¡Si ni siquiera
tienen nave!
–Está
en ella.
–¿Qué?
Campos
La idea había sido de Michael. Después de mucho
devanarse los sesos habían llegado a la conclusión de que era una utopía pensar
en conseguir una nueva nave espacial. Nadie en su sano juicio vendería una nave
a Salcedo y sus piratas. Todavía les quedaban amigos en el Sistema Solar pero
la amistad está reñida con el dinero y los grandes riesgos –sobre todo la
amistad pirata– y los que estaban dispuestos a arriesgarse pedían una cifra tan
desorbitante como para comprarse Norteamérica un par de veces. Por lo tanto
Salcedo delegó en Michael y Mordekay la tarea de encontrar un modo de abandonar
el planeta. La idea es bastante sencilla: todas las naves del sistema están
provistas de un campo de fuerza imposible de atravesar. Este campo consume una
gran cantidad de energía y sólo es viable como sistema de seguridad que se
ponga en marcha en determinados momentos y por un espacio de tiempo muy corto.
Cualquier cosa rodeada por un campo de fuerza permanente y empujada por un
motor lo suficientemente potente se podría llegar a considerar una nave
espacial –un edificio por ejemplo–. El coste en energía de un campo de fuerza
constante era una barbaridad pero una barbaridad mucho menor que adquirir una
nave espacial al precio astronómico que pedían sus viejos amigos. La fuente de
energía para mantener un campo de fuerza constante no se podía adquirir en la
Tierra y, muy probablemente, Vargas hubiera llegado a sospechar algo si
Michael, el único con permiso para pisar Lilith, se encaprichara de pronto por
un acelerador vectorial –un aparato bastante feo y del tamaño de una caravana
mediana–. Así que Michael aportó un nuevo significado a “comprar a plazos”.
No solo de campos de fuerza vive el hombre así que
Michael y Mordekay tuvieron que solucionar el problema del movimiento. En este
caso fue el dragón I.A. quien alcanzó la solución. Trasladó –no me preguntéis
cómo porque siempre que Mordekay intenta explicármelo siento como si la cabeza
estuviera a punto de estallarme– la
teoría de los campos de fuerza a la cinética y logró lo que ha dado en
llamar campos de empuje. Son tan viables como un campo de fuerza constante pero
lo que Salcedo y sus hombres querían eran escapar del planeta no hacer un
crucero espacial por todo el Sistema Solar.
El
despegue.
La Sonrisa de
Salgari bullía
de actividad. Sobre nuestras cabezas flotaban varias de pelotitas de goma que
Michael hacía girar y volar en todas direcciones ante el mal disimulado enfado
de Mordekay que veía su espacio aéreo violado.
La cafetería no parecía ya una
cafetería. Las estanterías habían dejado su lugar a una docena de grandes
monitores –uno de ellos sintonizado permanentemente con los microsatélites que
orbitan la isla dexar– la barra había girado ciento ochenta grados y estaba
repleta de paneles de control y diminutas pantallas. El armario con los útiles
de limpieza se había convertido en armería. La luz de los fluorescentes se
había hecho más potente, casi cegadora. Los nueve símbolos sobre el nombre de
la cafetería habían sido lijados a conciencia. Las banderas pirata de la proa
flameaban al viento de la baja madrugada.
–Secuencia
de campo de fuerza delimitada. –Michael tecleaba sobre la terminal con
verdadero frenesí–. Vamos a inscribirnos entre líneas en treinta segundos.
Ejecuta Mordekay. Veintinueve segundos
para la explosión.
–Campo
creado y cerrándose.
–Secuencia
de campo de empuje iniciada. Ejecuta Mordekay.
–Campo
de empuje formado.
Una
campo de fuerza invisible rodeó la cafetería y las dos primeras plantas del
edificio separándolos, con precisión quirúrgica, de los cimientos y los pisos
superiores. La luz de La Sonrisa centelleó
fugazmente cuando dejó de estar conectada a la red eléctrica y pasó a depender
del mismo acelerador vectorial que alimentaba los campos. La cuarta planta
estaba minada con carga suficiente para hacer que todo el edificio se viniera
abajo justo en el mismo momento en que La
Sonrisa de Salgari saltara entre líneas. La tercera planta contenía una
réplica exacta de la cafetería y la quinta estaba repleta de escombros que
ayudarían a sembrar de ruinas el solar.
El
campo de fuerza nos protegió de la
explosión y el campo de empuje nos hizo alcanzar la velocidad de fuga necesaria
para escapar del planeta.
–Allá
vamos –dijo alguien.
–Sí –reafirmé con energía contemplando
el vacío que nos rodeaba. Mi estómago estaba tranquilo y feliz, mis intestinos
reposaban en cómodo abrazo y una serenidad gozosa me rodeaba–. Allá vamos...
La
Sonrisa de Salgari volvía al cielo, más afilada y brillante que nunca.
presentación.
Llevábamos
dos días en Filo Tortuga –filo clandestino de cien kilómetros cuadrados oculto
a nosecuantos millones de kilómetros en dirección Marte–. Salcedo estaba
estudiando la posibilidad de abandonar el pedazo de edificio que nos había
sacado de la tierra y buscar una nave que nos diera un aspecto un poco más
serio–la escoria portuaria de Filo Tortuga había contemplado entre grandes
risotadas la llegada de la cafetería espacial hasta que uno de ellos, avezado
vigía, alcanzó a leer el nombre tallado en la puerta y las risas dieron paso al
pasmo más total–. Mientras nuestro capitán se daba cuenta de que por el momento
su economía sólo le iba a permitir realizar modificaciones en lo que ya tenía y
rezar para que el acelerador vectorial no se agotara, Sandro y yo dábamos
cuenta de una tarta de arándanos que habíamos encontrado abandonada y solitaria
en la nevera.
Recordé
de pronto lo que el lector me había hecho decirle al decrépito rey de la
quincalla.
–Sandro...
–detuvo su cuchara a medio camino de su boca y me miró. No tenía porque
formular la pregunta, él ya la había leído en mí, pero por el bien del arte de
la conversación y el diálogo la formulé–: ¿Qué significa lo que le dije a Seim
K’alamar? Eso de denzey...
Hundió
la cuchara en la tarta, se desperezó y se incorporó de un salto.
–Ven
que te voy a presentar a unos amigos...
Náufragos en la realidad
Hace
casi un siglo un Dragón Cobrizo con numero de serie 6643 captó unas señales de
banda baja circulando entre líneas. Era el dragón de un rico comerciante de
Filo Babilón que a pesar de ser rico y comerciante era todo lo honesto y recto
que su trabajo y el sentido común le permitían ser. Las señales provenían –y
provienen– de la isla de Nueva Guinea e iban –y van– dirigidas al Filo 125, una
plataforma sin atmósfera que giraba –y gira– en torno a Venus. Fue así como el
rico y honesto comerciante descubrió a los dexar. Tal vez si hubiera encontrado
algún modo de encontrar provecho y beneficiarse de los habitantes de la isla
del lago de la niebla los acontecimientos hubieran sido diferentes, el azar se
unió esta vez a la ausencia de beneficios y a la abundancia de curiosidad. El
recto comerciante contrató una expedición que descubrió una base de origen
ignoto oculta en filo 125, los equipos de la base no sólo recibían las
transmisiones de los microsatélites sino que también las almacenaba para un
desconocido uso posterior, los análisis demostraron que cada doscientos treinta
días se producía una alteración energética en la base. La teoría de los
científicos contratados por nuestro honrado comerciante señalaban que esas
alteraciones podían deberse a un posible flujo de información hacia donde quiera
que estuviera el esquivo propietario del sistema espía. La tecnología de la
base oculta en el filo 125, así como la de los microsatélites espías, es
idéntica a la tecnología que ha creado los filos. La forma de transmisión de
los datos de los microsatélites a la base, aunque peculiar, se basaba en
principios conocidos. La energía que parte de la base hacia lo desconocido no
sólo es completamente desconocida sino que se resiste a todo tipo de análisis.
Por
lo tanto los creadores de los filos no nos han abandonado sino que siguen
vigilantes. Vigilando a los dexar. ¿Por qué? ¿Quienes son los constructores de
las maravillas que nos rodean? ¿Por qué construyeron los filos? ¿Por qué se
marcharon? Debe ser algo enfermizo pero me encanta plantear preguntas que nadie
se atreve a responder.
Volvamos a territorio conocido que hace frío
fuera. Hay muy pocas personas en el Sistema que conozcan la existencia de los
dexar, exceptuando a la progenie de nuestro comerciante honesto que, por suerte
para los dexar, han heredado su rectitud y su curiosidad sólo la tripulación de
La Sonrisa es partícipe del secreto.
El dragón cobrizo con número de serie 6643 tuvo un escarceo amoroso –algo que
tenía terminantemente prohibido– con una bella dragoncita del que surgió un horrible
engendro llamado Mordekay que no sólo recibió la vida de manos –no exactamente de manos, claro– de sus progenitores
sino que también recibió como herencia todos los conocimientos y memoria de sus
papas. La dragoncita pertenecía a Seim K’Dmar, actual rey de la quincalla y por
aquellos tiempos, mecánico de La Sonrisa
de Salgari.
Elvis
en vivo.
El Emporio es un pequeño filo que orbita
Lilith, es, por excelencia, el mayor centro de conciertos del sistema. Tiene
capacidad para tres millones de espectadores y cuenta con un gigantesco
escenario que gira y flota para que todos puedan contemplar el espectáculo en
directo. Sólo un artista en toda la historia ha sido capaz de llenarlo: Elvis
Presley.
Hace apenas un mes repitió concierto en
–aunque no igualó su récord–y vuestro humilde servidor Alfredo García
Torrecilla acudió acompañado de Michael
y Yolanda.
Cuando Elvis saltó al escenario el
Emporio estalló en aplausos y vítores que se apresuró a silenciar con un solo
gesto de su mano. No aparenta la edad que tiene, parece anclado en unos bien
cuidados cuarenta años y no ha perdido la gracia de movimientos de sus mejores
tiempos. Esa noche vestía tiras de cuero sobre un traje de cristal gris y sus
muñecas estaban rodeadas de finas cadenas de diamante que colgaban ingrávidas
tras él como un eco visual de sus movimientos. Dio las gracias a todos los
presentes y lanzó un grito terrible que se fusionó con el estruendo de una nave
espacial que llegaba desde Lilith; la nave entró en la atmósfera del Emporio y
dejó caer, envueltos en campos de baja gravedad, al grupo que acompañaba a
Elvis. Su coro, bolsas vocales creadas genéticamente –como Mordekay–,
descendieron en parábola y tomaron por asalto el inicio de Alone Again in the Edge.
El concierto duró casi dos horas y, como
era inevitable, finalizó con Mercurial,
la mejor canción del rey.
El silencio que envolvió a Mercurial fue majestuoso. La canción
vibraba y nos hacía vibrar como si se tratara de un organismo vivo que sólo
podía sobrevivir a través nuestro, bebiendo de las propias emociones que
creaba. Con un primer atisbo de lágrimas en los ojos contemplé al público
camino del éxtasis y, por un momento, por un extraño y alocado instante, vi,
confundidos entre el público, a un Ocaña
esquelético y narigudo que se giraba para decirle a su compañero –frustrado
nadador– que aquello era cañero. Juan
Izquierdo Bragado levantó la vista y clavó su mirada en la mía, y era una
mirada triste, desolada, y, mientras Elvis se acercaba a la dramática
finalización de Mercurial, Juan
Izquierdo Bragado, que llevaba meses muerto, me sonrió y se desvaneció en el
aire.
Burnaka: dos veinte.
Salcedo me llamó una noche la atención con respecto
a Burnaka, hacía ya tres meses que conocía la existencia de los dexar y pasaba
buena parte de mi tiempo estudiándolos, ya en directo, a través de las imágenes
de los microsatélites, o revisando viejas grabaciones recogidas de la central
del Filo 125.
Al amanecer Bastia había dado a luz un varón sano y
fuerte que berreó durante lo que pareció una eternidad hasta que su madre lo
amamantó. Dakla ayudó a Bastia a levantarse de su lecho para que pudiera
completar el ritual de colgar la placenta del cráneo del daen –la victoria de
la vida sobre la muerte–. Una vez la madre manchó con su sangre los huesos del
cocodrilo la población masculina se reunió en el calvero central de la isla y
dio comienzo al rito del sorteo.
–Espero que no sea Burnaka el elegido –dijo Salcedo
de pronto.
Estabamos sentados en la sala de ocio de La Sonrisa de Salgari bebiendo ponche de
avellana y contemplando la ceremonia del sorteo que Mordekay nos trasmitía, el
pequeño dragón I.A. dormitaba sobre las rodillas del portugués. No era el
primer sorteo que yo tenía el placer
de contemplar pero si era la primera vez que lo contemplaba con Salcedo, el
resto de la tripulación, junto varios hombres contratados en Filo Tortuga, se
encontraban atareados como mandriles en celo ultimando la nave y sólo el
capitán –privilegios del cargo– y el asesor cultural teníamos el tiempo libre
necesario para contemplar a nuestros amigos dexar.
–¿Qué tiene Burnaka de especial? –quise saber. Para
mi todos los dexar eran iguales y la muerte de cualquiera de ellos me llenaría
de dolor y de pena. Salcedo tardó en responder, se tomó su tiempo para
regalarme una enigmática sonrisa y regalarse con un buen sorbo de ponche.
–Tiene algo peculiar que resalta a primera vista,
–dijo al fin, señalando una característica que hacía tiempo que había
advertido. Había que estar ciego para no darse cuenta.
–Es el más alto todos los dexar, –concretamente era
el gigante de los dexar, sacaba casi tres cabezas al resto de la tribu.
–Así es...
–No entiendo...
–Burnaka es el dexar más alto que ha existido jamás.
Sobrepasa en veinticinco centímetros al mítico Sorna quien vivió hace ya cinco
siglos y alcanzó el metro noventa y cinco. Por lo tanto Burnaka mide dos metros
veinte, ¿correcto?
Me abstuve de hacer ningún comentario sarcástico
porque comprendí la dirección del pensamiento del capitán de La Sonrisa de Salgari.
–¿Cuál es la profundidad máxima del lago?
–Dos metros. El agua es muerte y vida para ellos,
jxerandera, ya lo sabes... Nunca han aprendido a nadar. Todos los dexar hacen
el trayecto que les lleva a la muerte andando por el lecho, cuando el agua les
cubre se detienen...
–¡Santo Dios! ¡Burnaka no se ahogará! ¡Llegará
andando a la otra orilla!
Salcedo
asintió.
–Burlará a la muerte, entrará en la niebla y
descubrirá el mundo. ¿Volverá a la isla y explicará lo que ha descubierto? ¿Qué
Gorgona le juzgará a él?
Comprendí
los temores de Salcedo y los compartí al instante. ¿Qué ocurriría con los dexar
si descubrían el mundo? ¿Cómo les afectaría? Treinta y tres mil años aferrados
a la inmutabilidad de una isla y un lago. Mil generaciones sacrificándose para
dejar paso a la siguiente... Y lo que era aun peor ¿qué ocurriría cuando el
mundo los descubriera a ellos? Un mundo que a punto estaba de extinguir a los
daen no podría tener piedad alguna con los dexar.
Finalmente
fue otro el elegido en el sorteo pero eso no hacía más que posponer lo
inevitable, a no ser que Burnaka encontrara la muerte por el camino natural
cosa que dependía, como no, del bendito azar. Creo que esta vez fue Salcedo
quien me leyó el pensamiento.
–Siempre puedes ordenar a Mordekay que lo mate. Un
disparo láser desde La Sonrisa y
acabas con el problema. Les das un misterio y los salvas de una más que posible
extinción; todo al mismo precio...
Contemplé
a Salcedo horrorizado, sin saber si estaba hablando en serio o si sólo
bromeaba.
Vuelta
al cole.
Me engalané con mis mejores galas de corsario
espacial. La ropa negra, con una textura intermedia entre el terciopelo y la
seda, me daba un toque elegante y distinguido. Los botones eran plateados y los
lustré con mi pañuelo de algodón hasta que alcanzaron un brillo propio de
soles. Me enfundé el chaleco y giré sobre mí complacido ante lo que veía en el
espejo de mi habitación. Prescindí del sable y del cinto pero no de mi
calavérico pendiente. Las botas de hebilla completaban un conjunto arrebatador.
Mordekay bostezó mientras yo me arrancaba con unos pasos de baile ante el
espejo.
–Ahórrame el espectáculo –bufó la I.A.
Llamaron a la puerta y me encontré con Yolanda
dentro de un mono índigo tan ajustado que se podían descubrir hasta sus más
leves cicatrices. Se había ofrecido a acompañarme y yo, por supuesto, no me
había negado. No sólo pretendía ir a recoger mis cosas al despacho: deseaba
exhibirme.
–¿No tienes algo más ceñido? –le pregunté en tono de
broma.
–Sí... –contestó–. Pero siempre que me lo pongo me
corro.
Llegamos al
instituto a la hora del recreo bajo un sol falso de abril. Las primeras miradas
–masculinas en su mayoría– fueron para Yolanda que, divertida ante tanto
interés, no tuvo el menor rubor en contonearse como una gata en celo y salpicar
de miradas insinuantes los pasillos. Nada más ser reconocido me convertí en el
centro del espectáculo. El Peonza, es
el Peonza... y como un verdadero
trompo mi mote giró y danzó en los pasillos de boca en boca. Alfredo García
Torrecilla eclipsó a la maravilla que caminaba a su lado ante el regocijo de
ésta. Avancé por los pasillos precedido
por el rumor de mi llegada.
Una puerta se abrió a mi paso.
–¡Cuanto tiempo, Alfredo! ¡Cuanto tiempo sin verte!
–¡dijo Matilde! Se fijó en Yolanda y en mi atuendo y bizqueó un instante, como
si no estuviera segura de no estar soñando.
–Hola Matilde, ¿está Angela?
–No, hoy no ha venido...
Por un caprichoso capricho del caprichoso destino
ese día mi ángel pérfido no había acudido al instituto. Buena parte de mi
espectacular entrada estaba dirigida a ella y
mi estado de ánimo amenazó con bajar varios enteros pero la presencia de
Yolanda y su sonrisa y su perfume atenuaron mi consternación. Las cosas pocas
veces resultan como planeas, el condenado azar se entremezcla en nuestras
acciones y desordena causas y efectos a su antojo.
Llegué a mi
despacho y, tras una mirada cargada de nostalgia, comencé a seleccionar los
libros que pensaba llevarme a La Sonrisa y
a colocarlos en mi mochila. Estábamos acabando cuando Guzmán entró en el
despacho.
–Me habían dicho que estabas de visita.
¿Te ibas a marchas sin despedirte o qué?
Sacudí la cabeza con una media sonrisa. El recuerdo
de cientos de conversaciones en torno a tazas de café espeso y negro amenazaba
con conmoverme.
–Pensaba pasar por tu despacho antes de marcharme.
Tengo un regalo para tí.
–¡Déjate de regalos! ¿Dónde diablos has estado?
–parecía genuinamente enfadado.
–Lo encontré, Guzmán. Lo encontré.
–¿Lilith?
–Mucho más que eso...
–¿Seguro que estás bien? –lanzó una mirada de
sospecha a Yolanda que se hacía la interesada en un mapa de la Península
Ibérica en tiempos de la reconquista.
–Mejor que nunca, –las sombras de su rostro no se
disipaban, yo sonreí, lacónico–. Es una historia muy larga, amigo. Y no estoy
seguro de que me esté permitido contarla
El Secreto debe prevalecer ¿recuerdas?
–Es hora de irnos, cariño –sentí el perfume sensual
de Yolanda a mi espalda–. Salcedo nos espera y tenemos muchas cosas que hacer.
–Ya has oído. Hora de marcharme.
Salcedo no estaba muy de acuerdo con mi excursión.
Vargas podía tener a sus hombres vigilando el instituto. Mordekay le llamó
paranoico, Salcedo le acusó de estar amotinándose y le castigó sin postre. Más
tarde, de mala gana, aceptó que fuera a por mis cosas siempre y cuando otro
miembro de la tripulación me acompañara
–¿Qué tengo que hacer si quiero ponerme en contacto
contigo? –me preguntó Guzmán.
–Nada. No puedes hacer nada. Intentaré llamarte o
escribirte de cuando en cuando pero no te lo puedo prometer.
–Salcedo nos espera –me recordó Yolanda ya en la
puerta.
–Un momento, –busqué en mi chaleco el discman que
había comprado en Lilith y se lo tendí a Guzmán.
–¿Qué es eso?
–Mi
regalo. No puedo llevarte a Lilith pero puedo enseñarte el camino. Es elección
tuya tomarlo o no. –Me encogí de hombros–. De todas formas siempre será un buen
discman.
Lo
tomó entre sus manos y se me quedó mirando. No me seguiría. Lo supe sólo con
mirar sus ojos. No era el miedo a lo desconocido lo que le ataría a la tierra
sino su sentimiento de pertenencia a ella, Guzmán no podía ni pensar siquiera
en poner en duda la coherencia del suelo bajo sus pies, podía permitirse el
lujo de soñar maravillas pero la lógica fría de la luz del día le obligaba a
ignorarlas. Muy probablemente el discman acabaría abandonado y olvidado en una
caja de trastos viejos en el camarote. Tan olvidado como no tardaría en estarlo
yo.
La peña derrotada.
Hablé con Salcedo y, aunque extrañado por mi
insólita petición, no puso el menor inconveniente en cumplirla a pesar del
gasto de energía que representaba, creo que en cierto modo se sentía culpable
por haberme secuestrado aunque yo me
sentía el hombre más feliz del universo. La
Sonrisa de Salgari puso rumbo a Aliseda –Cáceres– y allí se situó sobre el
patio de una vieja casona abandonada junto a la iglesia. Desde el aire mi peña
no era más que una coma obtusa de color ceniza. En la pantalla que Mordekay
había desplegado para mi en la sala de control –antiguo cuerpo central de la
cafetería– parecía impresionante. Mi encuentro con mi vieja enemiga y lo que
sabía venía a continuación me llenó de alborozo anticipado.
–¿Seguro que puedes hacerlo, Michael?
Estaba sentado en una de las mesas, frente a un
ordenador portátil de apariencia frágil. El ordenador estaba sintonizado con
Mordekay que revoloteaba sin rumbo por la sala.
–Tu sólo mira, –contestó. Sus dedos amartillearon el
teclado con la maestría y el ritmo de un maestro
pianista. Es impresionante verle trabajar.
–Inscribe una subrutina entre líneas en el campo, no
queremos que nadie vea una peña desafiando a las leyes de la gravedad –le
advirtió Mordekay.
–Ya lo sé, ya lo sé... Anda, vuélcame las
coordenadas en pantalla, se bueno... –el dragón debió serlo porque Michael echó
hacía atrás la silla, se frotó las manos y engolando la voz anunció–: Programa
configurado, Mordekay. Ejecuta.
Recibí en pantalla la imagen de la peña. Durante un
segundo ésta osciló y tembló, el terreno pedragoso de donde surgía se fue
quebrando a medida que el campo rodeó a la peña, arrancándola limpiamente del
suelo. Permaneció flotando a unos centímetros de altura, fluctuó un instante
cuando la subrutina de ocultamiento se ejecutó y comenzó a ascender hacia el
cielo azul del mediodía como un meteorito improbable.
La Sonrisa de
Salgari vibró
cuando Mordekay puso en marcha el campo de empuje y se adentró en la
magnetosfera remolcando la peña tras ella.
–Bien, tu eres el jefe. ¿Dónde quieres que la
dejemos? –quiso saber el dragón I.A.
Miré
hacia el brillo irisado de Lilith. Más allá está Marte, y en su hemisferio
occidental se encuentra el Monte Olimpo que, con sus veinticinco kilómetros de
altura y su base de quinientos cincuenta kilómetros de diámetro, es la cumbre
del Sistema Solar. Mire fijamente al Dragón de Cobre antes de desvelar el
destino final de mi némesis:
–En la cima del Monte Olimpo. Ejecuta Mordekay.
Despedida.
Es hora de irse. Hora de cerrar las
puertas, apagar las luces y partir echando una mirada atrás por si hemos
olvidado algo. Hora de hacer un repaso incompleto de lo contado y de lo que,
por descuido, olvido o a sabiendas, ha quedado fuera. Ha sido un largo viaje.
De un posible campeón olímpico a la
segunda luna de la tierra. El juicio de la Gorgona y las oscuras razones que
llevan a un hombre a buscar la muerte. Canciones de un rey en el exilio y la
casa sin esperanzas. Diarreas y días de gloria. El lugar donde van las cosas
cuando no están y Río a punto de despertar. Pisos prohibidos y Burnaka elegido
en el sorteo de ayer, indagando tras la niebla. Milagros cuánticos y café
espeso. El cráneo de un demonio y La
Caída de la Vanidad. Peñas derrotadas y mecheros de hueso de grifo. Campos de fuerza y cisnes
sin cabeza. Gracia Bragado doblando una esquina y una campana histérica. La
isla dexar y la difusa realidad. El
Peonza y la causalidad. El Monte Olimpo y el rostro de un ángel enmarcado
por un rayo de sol que me perseguirá siempre...
Termina
ya. Y aunque tuve muchos principios para escoger y finalmente opté por la
educación ahora, para la despedida, sólo tengo una elección posible:
Mihala, Mihala denzey.
JXERANDERA
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