MAS ALLÁ DEL MURO DEL SUEÑO
H. P. LOVECRAFT
Me pregunto a menudo si la mayoría de la
humanidad se ha parado alguna vez a pensar en la enorme importancia que a
veces tienen los sueños, y en el oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la
mayor parte de nuestras visiones nocturnas no son quizá más que débiles y
fantásticos reflejos de nuestras experiencias vigiles ——en contra de lo que
sostiene Freud con su simbolismo pueril—, hay sin embargo algunas cuyo carácter
extramundano y etéreo permite una interpretación excepcional, y cuyo efecto
vagamente emocional e inquietante sugiere posibles atisbos de una esfera de
existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de
dicha vida por una barrera infranqueable. Según mi experiencia, no cabe duda
de que el hombre, una vez perdida la conciencia terrena, reside en una vida
incorpórea muy distinta de la vida que conocemos, de la qué, al despertar, sólo
perduran los recuerdos más ligeros y confusos. De estos recuerdos fragmentarios
y brumosos pueden inferirse muchas cosas, aunque es poco lo que se puede
demostrar. Es posible adivinar que en la vida onírica, lo
que la tierra entiende por vitalidad y
materia no son realidades necesariamente constantes; y que el tiempo y el
espacio no existen tal como nuestro yo vigil los comprende. A veces creo que
esta vida menos material es nuestra vida más auténtica, y que nuestra vana
presencia en el globo terráqueo es en sí misma un fenómeno secundario o
meramente virtual.
Despertaba yo, una tarde del invierno de
1900-1, de una ensoñación juvenil colmada de divagaciones de este género,
cuando ingresaron en la institución estatal para enfermos mentales en la que
trabajo como interno al hombre cuyo caso me ha venido obsesionando de manera
incesante desde entonces. Su nombre, según figura en su historial médico, era
Joe Slater, o Slaader, y su aspecto era el del típico habitante de la región de
Catskill Mountain: uno de esos descendientes extraños y repugnantes de una
raza de campesinos coloniales cuyo aislamiento durante casi tres siglos en una
región montañosa y poco transitada les ha hundido en una especie de bárbara degeneración,
en vez de progresar con sus hermanos mas afortunadamente asentados en distritos
con cierta densidad de la población. Entre esas gentes extrañas, que equivalen
justamente al elemento decadente de la «chusma blanca» del sur, no existe la
ley ni la moral; y su nivel mental se encuentra sin duda por debajo del de
cualquier sector de la población nativa americana.
Joe Slater, que llegó a la institución bajo
la vigilante custodia de cuatro policías estatales y fue calificado de persona
sumamente peligrosa, no dio muestras de peligrosidad alguna la primera vez que
le vi. Aunque de estatura bastante superior a la media, y de constitución algo
musculosa, tenía un absurdo aspecto de inofensiva estupidez debido al azul
pálido y soñoliento de sus ojillos aguanosos, su barba rala, descuidada y
amarilla, y un grueso labio inferior que le colgaba con indiferencia. Se
desconocía su edad, ya que estas gentes carecen de censos vecinales y de lazos
familiares permanentes; pero por la calvicie de la parte delantera de su
cabeza, y el estado de deterioro de sus dientes, el cirujano jefe le inscribió
como hombre de unos cuarenta años.
Por los informes médicos y judiciales nos
enteramos de cuanto se había podido recoger sobre su caso; este hombre,
vagabundo, cazador y trampero, había sido siempre un extraño a los ojos de sus
primitivos camaradas. Solía dormir más de lo corriente; y al despertar hablaba
a menudo de forma tan singular sobre cosas que nadie sabia, que inspiraba temor
aun en los corazones de un populacho sin imaginación. No es que su lenguaje
fuese insólito en absoluto, pues jamás hablaba si no era en el degradado
dialecto de su ambiente; pero el tono y tenor de sus expresiones eran de tan
misteriosa extravagancia, que nadie podía escucharle sin aprensión. Por lo
general, él mismo se mostraba tan aterrado y perplejo como, sus oyentes, y una
hora después de despertar había olvidado cuanto había dicho, o al menos las
razones que le habían impulsado a decirlo, cayendo en una normalidad bovina,
semiafable, como la de los demás habitantes de los montes.
A medida que Slater se fue haciendo mayor,
al parecer, sus aberraciones matutinas se hicieron más frecuentes y violentas;
hasta que alrededor de un mes antes de su llegada a la institución sucedió la
espantosa tragedia que motivó su detención. Al despertar un mediodía del profundo
sueño en que cayera sobre las cinco de la tarde del día anterior a causa de una
orgía de whisky, el hombre empezó de repente a proferir unos aullidos tan
espantosos y terribles, que atrajeron a varios vecinos a su choza:
una pocilga inmunda donde convivía con una
familia tan indescriptible como él. Saliendo precipitadamente a la nieve, alzó
los brazos y comenzó a dar saltos en el aire, gritando que quería llegar a una
«cabaña grande, grande, de techo, paredes y suelo resplandecientes, y una
música lejana y singular». Cuando trataron de sujetarle dos hombres de regular
estatura, se debatió con fuerza maníaca, gritando que quería y necesitaba
buscar y matar a cierto «ser que brilla y tiembla y se ríe». Finalmente, tras
derribar a uno de los que le sujetaban con un golpe repentino, se abalanzó
sobre el otro en un demoníaco y sanguinario frenesí, gritando de forma
enloquecedora que saltaría «muy alto y abrasaría
cuanto se opusiera a su paso>>.
La familia y los vecinos habían huido
aterrados; y al regresar los más valerosos, Slater había desaparecido, dejando
tras él una masa pulposa e irreconocible que una hora antes había sido un ser
humano. Ninguno de los montañeses se había atrevido a seguirle, y probablemente
se hubieran alegrado si hubiese muerto de frío; pero cuando, días después,
oyeron sus alaridos en un barranco lejano, comprendieron que había logrado sobrevivir,
y que, de una forma o de otra, había que eliminarle. A continuación se había
organizado una cuadrilla de búsqueda que (fueran cuales fuesen sus intenciones)
se convirtió en pelotón del sheriff cuando
uno de los miembros de la escasa policía montada del estado vio casualmente a
los buscadores, les interrogó y se unió finalmente a ellos.
Al tercer día encontraron a Slater
inconsciente en el hueco de un árbol, y lo llevaron a la cárcel más próxima,
donde lo reconocieron los alienistas de Albany tan pronto como volvió en si.
Les contó una historia muy simple. Dijo que una tarde, hacia la puesta de sol,
se había acostado después de haber bebido en exceso. Se había despertado de pie
en la nieve, delante de su cabaña, con las manos ensangrentadas y el cadáver
destrozado de su vecino Peter Slader a sus pies. Horrorizado, había echado a
correr hacia los bosques en un vago esfuerzo por huir de la escena de lo que
sin duda había sido su crimen. Aparte de esto, parecía no saber nada más; el
experto en interrogatorios tampoco pudo sacar en claro un solo dato más.
Esa noche Slater durmió tranquilo, y a la
mañana siguiente despertó sin ningún síntoma particular, salvo cierta
alteración en su modo de hablar. El doctor Barnard, que había estado
observando al paciente, creyó notar en sus ojos azul pálido cierto brillo
especial, y una tirantez en sus labios fláccidos apenas perceptible, como
debida a una determinación inteligente. Pero al interrogarle, Slater cayó de
nuevo en su habitual embotamiento de montañés, y se limitó a repetir lo que
había dicho el día anterior.
Al tercer día
por la mañana ocurrió el
primero de los ataques mentales del
hombre. Tras manifestar ciertos síntomas de desasosiego durante el sueño,
estalló en un acceso frenético tan tremendo que hicieron falta cuatro hombres
para ponerle la camisa de fuerza. Los alienistas escucharon sus palabras con
profunda atención, dada la enorme curiosidad que habían despertado en todos
ellos las sugestivas historias, casi todas contradictorias e incoherentes, que
habían contado su familia y sus vecinos. Slater estuvo desvariando durante más
de un cuarto de hora, balbuceando en su tosco dialecto sobre verdes edificios
de luz, océanos de espacio, extrañas músicas, y montes y valles sombríos. Pero
sobre todo, se demoró hablando de cierta entidad misteriosa y resplandeciente
que temblaba y reía y se burlaba de él. Esta entidad, inmensa y vaga, parecía
haberle infligido un daño terrible, y era su deseo supremo matarla en triunfal
venganza. Para lograrlo, decía, ascendería por encima de los abismos del
vacío, abrasando cuantos obstáculos
se interpusieran en su camino. Por esos derroteros corría su discurso, cuando
cesó de la forma más inesperada. Se apagó en sus ojos el fuego de la locura, se
quedó mirando con asombro a sus interrogadores, y les preguntó por qué le
tenían atado. El doctor Barnard le quitó el arnés de cuero y no se lo volvió a
poner hasta la noche, en que logró convencer a Slater para que se lo colocara
voluntariamente, por su propio bien. El hombre había admitido ahora que a
veces hablaba de manera extraña, aunque no sabía por qué.
En el curso de una semana sufrió dos
ataques más, aunque los doctores no lograron averiguar nada. Sin embargo,
especularon extensamente sobre el origen de
las visiones de Slater, ya que, como no sabía leer ni escribir, y .al parecer
no había oído contar jamás una sola leyenda ni cuento de hadas, su espléndida
imaginación resultaba totalmente inexplicable. El hecho de que el desventurado
lunático se expresara sólo en su lenguaje simple probaba claramente que aquello
no lo había sacado de ninguna fábula ni mito conocidos. Desvariaba sobre cosas
que no entendía ni era capaz de interpretar; cosas que él pretendía saber, pero
que no podía haber conocido a través de un relato coherente y normal. Los
alienistas coincidieron muy pronto en que el fundamento de su perturbación
estaba en sus sueños anormales; sueños cuya viveza podía llegar a dominar por
completo, durante un rato, la mente vigil de este hombre básicamente inferior .
Slater fue juzgado por homicidio con el debido rigor, se le absolvió a causa de
su demencia, y fue internado en la institución en la que yo ocupaba una
modesta plaza.
He dicho ya que soy un constante
especulador sobre la vida onírica, de modo que es fácil imaginar la ansiedad
con que me dediqué al estudio del nuevo paciente, tan pronto como comprobé la
veracidad de su caso. El pareció percibir cierta simpatía en mí, consecuencia
sin duda del interés que yo no podía ocultar, y de la manera afable con que le
preguntaba. No llegó a reconocerme nunca durante sus ataques, en los que yo
escuchaba con el aliento contenido sus descripciones caóticas, aunque cósmicas;
pero me conocía en sus horas de tranquilidad, cuando permanecía sentado junto a
su ventana enrejada, trenzando cestos de paja y de sauce, tal vez con el pensamiento
puesto en la libertad de las montañas que quizá no volvería a disfrutar. Su
familia no fue jamás a visitarle; probablemente porque había encontrado a otro
jefe temporal, según es costumbre en esas gentes decadentes de las montañas.
Poco a poco, empecé a sentir una
abrumadora admiración por las locas y frenéticas concepciones de Joe Slater.
En si mismo, el hombre era lastimosamente inferior, tanto desde el punto de
vista mental como lingüístico; pero sus visiones espléndidas y gigantescas,
aunque descritas en una jerga bárbara e incoherente, eran de tal naturaleza
que sólo un cerebro excepcional y superior sería capaz de concebir. ¿Cómo, me
preguntaba a menudo, la embotada imaginación de un degenerado de Catskill era
capaz de evocar visiones cuya sola posesión implicaba una latente chispa de
genio? ¿Cómo había podido alcanzar un rústico palurdo nada menos que una idea
de esas regiones luminosas y excelsas del espacio de las que hablaba Slater en
sus furiosos delirios? Cada vez me sentía más inclinado a creer que en la
personalidad que se humillaba ante mí se encontraba el núcleo perturbado de
algo que escapaba a mi entendimiento, de algo que estaba infinitamente más allá
de la comprensión de mis colegas más expertos, aunque médica y científicamente
menos imaginativos que yo.
Y sin embargo, no conseguía sacar nada en
concreto de este hombre. El resumen de toda mi investigación era que Slater
vagaba o flotaba en una especie de vida Onírica semicorporal por espléndidos y
prodigiosos valles, prados, jardines,
ciudades y palacios de luz, en una región ilimitada y desconocida para el
hombre; que allí no era un campesino y un degenerado, sino una criatura importante
y de vida intensa que se desenvolvía de forma orgullosa y dominante, y sólo la
obstaculizaba determinado enemigo mortal, una entidad visible al parecer,
aunque de constitución etérea y carente de forma humana, ya que Slater jamás
la mencionaba como si fuese un hombre ni
cosa alguna, sino como el ser. Y este
ser le había infligido a Slater
alguna clase de daño espantoso pero desconocido, del que el maníaco (si es que
era maníaco) ansiaba vengarse.
Por el modo en que Slater aludía a sus
relaciones, supuse que él y el ser luminoso se habían enfrentado en igualdad de
condiciones; que en su existencia onírica, el hombre era también un ser
luminoso de la misma raza que su enemigo. Esta impresión la confirmaban sus
frecuentes referencias a volar por el espacio y abrasar ideas se interpusiese
en su camino. No obstante, tales ideas las formulaba en unos términos
rudimentarios y totalmente inapropiados para expresarlos, circunstancia que me
llevó a la conclusión de que si existía efectivamente un mundo onírico, el
lenguaje oral no era su medio de transmisión de pensamientos. ¿Sería quizá, que
el alma soñadora que habitaba este cuerpo inferior estaba luchando
desesperadamente por decir cosas que la lengua simple y defectuosa de la
torpeza no era capaz de expresar? ¿Acaso me encontraba ante emanaciones
intelectuales que podían explicar el misterio, con tal de que fuese yo capaz de
aprender a descubrirlas y leerlas? No dije nada de todo esto a los médicos
mayores que yo, pues la madurez es escéptica, cínica, y está poco dispuesta a
aceptar ideas nuevas. Además, el director de la institución me había advertido
últimamente, con su tono paternal, que trabajaba demasiado; que mi cabeza
necesitaba descansar.
Yo tenía desde hacia tiempo la convicción
de que el pensamiento humano está compuesto fundamentalmente de emociones
moleculares capaces de convertirse en ondas o radiaciones de energía como el
calor, la luz y la electricidad. Esta creencia me había llevado muy pronto a
pensar en la posibilidad de establecer comunicación telepática o mental por
medio de un aparato adecuado, y en mis tiempos de la universidad había
confeccionado un juego de aparatos transmisores y receptores, en cierto modo
semejantes a los voluminosos artilugios utilizados en la telegrafía sin hilos
de esa época rudimentaria anterior a la radio. Los había probado con un
compañero de estudios, aunque no había conseguido ningún resultado positivo;
luego los había empaquetado y arrinconado, junto con otros chismes científicos,
por si me hacían falta más adelante.
Ahora, en mi intenso deseo de sondear la
vida onírica de Joe Slater, busqué estos instrumentos otra vez, y me pasé
varios días reparándolos para ponerlos en funcionamiento. Cuando los tuve a
punto nuevamente, no perdí ocasión de probarlos. Cada vez que Joe Slater sufría
un acceso, acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía,
efectuando constantes y delicados ajustes para distintas e hipotéticas
longitudes de onda de energía mental. Yo tenía muy poca idea, caso de que se produjera
dicha transmisión, de cómo las señales mentales emitidas despertarían una
respuesta inteligente en mi cerebro; pero estaba convencido de que podría
percibirías e interpretarlas. De modo que seguí adelante con mis experimentos,
aunque sin informar a nadie de su
naturaleza.
Y el veintiuno
de febrero de 1901, ocurrió. Al pensar en ello ahora, después de tantos años,
me doy cuenta de lo inverosímil que parece, y a veces me pregunto si el doctor Fenton no tenía razón
cuando lo atribuyó todo a mi excitada imaginación. Recuerdo que me escuchó con
gran amabilidad y paciencia cuando se lo conté, pero después me dio unos polvos
sedantes, y me concedió medio año de vacaciones, de las que empecé a disfrutar
a la semana siguiente.
Aquella noche fatídica me sentía
enormemente inquieto y preocupado, ya que a pesar de los excelentes cuidados
que Joe Slater recibía, se moría de manera inequívoca. Quizá era la nostalgia
de su libertad en las montañas lo que le consumía; o puede que el trastorno de
su cerebro se había vuelto demasiado agudo para poderlo soportar su organismo
indolente; el caso es que la llama de la vitalidad se iba apagando en aquel
cuerpo decadente. Cayó en un sopor al acercarse el final, y al anochecer se
sumió en un sueño inquieto.
No le puse la camisa de fuerza, como era
costumbre cuando dormía, ya que le vi demasiado débil para que se pusiese
peligroso, aun cuando sufriera un acceso de violencia antes de expirar. Pero
ajusté en su cabeza y en la mía los dos extremos de mi «radio» cósmica, esperando,
contra toda esperanza, un primer y último mensaje del mundo de los sueños, en
el escaso tiempo que quedaba. En la celda, con nosotros, estaba un enfermero,
un tipo mediocre que no entendía el objeto de mi aparato, ni se le ocurrió
preguntarme qué estaba haciendo. Pasadas
algunas horas, le vi inclinar pesadamente la cabeza vencido por el sueño, pero
no le molesté. Yo mismo, sosegado por las rítmicas respiraciones del hombre
sano y del moribundo, empecé a cabecear poco después.
El rumor de una melodía lírica y
misteriosa me despabiló. Cuerdas, vibraciones, armonías extáticas resonaban
apasionadamente en todas partes, en tanto que, ante mis ojos arrobados,
irrumpía un prodigioso espectáculo de absoluta belleza. Muros, columnas y
arquitrabes de fuego viviente resplandecían cegadores alrededor del lugar
donde yo parecía flotar en el aire, y se elevaban hasta una cúpula de altura
infinita e indescriptible esplendor.
Mezclándose con este alarde de radiante magnificencia, o más bien suplantándolo
periódicamente en calidoscópica rotación, surgían fugaces visiones de
inmensas llanuras y valles graciosos y altísimas montañas y grutas seductoras,
todo ello adornado con los atributos más encantadores que mis fascinados ojos
eran capaces de concebir, aunque formado de una sustancia plástica,
esplendorosa y etérea, que participaba tanto del espíritu como de la materia.
Mientras miraba, me di cuenta de que en mi propio cerebro estaba la clave de
estas encantadoras metamorfosis; pues cada paisaje que se me aparecía era el
que mi mente cambiante deseaba contemplar. En medio de estas regiones elíseas,
yo no era un extraño; pues cada visión y sonido me era familiar; como lo había
sido antes, durante innumerables evos de eternidad, y lo seguiría siendo
eternamente en el futuro.
Luego se acercó el aura resplandeciente de mi hermano de luz y entabló un
coloquio conmigo, de alma a alma, en mudo y perfecto intercambio de pensamientos.
Era la hora del triunfo inminente; pues, ¿acaso no iba a escapar al fin para
siempre mi compañero de la periódica y degradante esclavitud, y se disponía a
seguir al maldito opresor hasta los supremos campos del éter, desde los cuales
podía lanzar una venganza cósmica y abrasadora capaz de hacer estremecer las
esferas? Estuvimos flotando así algún tiempo, hasta que, percibí un leve
emborronamiento de los objetos que nos rodeaban, como si una fuerza me llamase
a la tierra... que era adonde menos deseaba yo ir. La forma que estaba cerca de
mi pareció sentir el mismo cambio también, ya que gradualmente llevó su
discurso hacia una conclusión, se dispuso a abandonar el escenario, y
desapareció de mi vista algo menos rápidamente de como lo habían hecho los
demás objetos. Intercambiamos unos cuantos pensamientos más, y supe que el ser
luminoso y yo debíamos volver a la esclavitud, aunque para mi hermano de luz
sería la última vez. Casi consumido su doloroso caparazón terrestre, mi
compañero tardaría menos de una hora en liberarse, y estar en disposición de
perseguir al opresor a lo largo de la Vía Láctea y más allá de las estrellas,
hasta los mismos confines del infinito. Un impacto muy definido separa mi
impresión final del evanescente escenario luminoso respecto de mi súbito y
algo avergonzado despertar y enderezamiento en la silla, al ver moverse de
manera vacilante la agónica figura de la cama. En efecto, Joe Slater se estaba
despertando, aunque quizá por última vez. Al observarle con más atención, vi
que en sus flacas mejillas brillaban unas manchas de color que nunca había
tenido. Sus labios, también, parecían extraños: los tenía muy apretados, como
por la fuerza de un carácter más enérgico que el que siempre había manifestado
el paciente. Por último, empezó a ponérsele la cara tensa, y volvió la cabeza
desasosegadamente y con los ojos cerrados.
No desperté al enfermero dormido, sino que
volví a ajustarle el casco de mi «radio» telepática, que se le había ladeado
ligeramente, dispuesto a captar cualquier mensaje de despedida que el soñador
pudiera emitir. De pronto, volvió la cabeza con energía hacia mi, con los ojos
abiertos, y me quedé mirándole con asombro. El hombre que había sido Joe
Slater, el decadente de Catskill, me observaba con ojos luminosos y dilatados
cuyo azul parecía haberse vuelto sutilmente más profundo. En aquella mirada no
se percibía rastro alguno de locura ni de degeneración, y tuve la certeza de
que estaba viendo un semblante tras el que había una mente activa de primer
orden.
En esta coyuntura, mi cerebro tuvo
conciencia de estar recibiendo una influencia firme y externa. Cerré los ojos
para concentrar más profundamente mis pensamientos, y vi recompensado este
esfuerzo por el conocimiento positivo de que mi tanto tiempo anhelado mensaje mental había llegado al fin. Cada
idea transmitida adquirió forma rápidamente en mi mente; y aunque no se
utilizó ningún lenguaje real, mi habitual asociación de concepción y expresión
fue tan grande que me pareció recibir el mensaje en inglés ordinario.
Joe Slater ha muerto —me llegó la voz paralizadora de un agente
de más allá del muro del sueño. Mis ojos abiertos buscaron el lecho del dolor
con horrorizada curiosidad, pero los ojos azules aún me miraban serenamente, y
el semblante aún estaba animado por la inteligencia—. Es mejor que haya muerto,
ya que no estaba preparado para contener el intelecto activo de una entidad
cósmica. Su cuerpo grosero no ha podido soportar los ajustes necesarios entre
la vida etérea y la vida planetaria. Era demasiado animal, demasiado poco
humano; sin embargo, gracias a su deficiencia, has llegado tú a descubrirme,
ya que las almas cósmicas y las planetarias no deberían encontrarse jamás. El
ha sido mi tormento y mi prisión diurna durante cuarenta y dos de vuestros años
terrestres.
«Soy
una entidad como aquella en la que tú mismo te conviertes cuando duermes
libremente sin sueños. Soy tu hermano de luz, y he flotado contigo
por los valles resplandecientes. No me está permitido hablar al yo vigil de tu
ser real; pero somos vagabundos de los espacios inmensos y viajeros de los
vastos períodos de tiempo. Quizá, el año próximo, esté yo morando en el Egipto
que vosotros llamáis antiguo, o en el imperio cruel de Tsan Chan, que llegará
dentro de tres mil años. Tú y yo hemos vagado por los mundos que giran en torno
al rojo Arcturus, y hemos vivido en los cuerpos de los filósofos-insectos que
se arrastran orgullosos sobre la cuarta luna de Júpiter. ¡ Qué poco conoce el
yo terrestre la vida y sus dimensiones! ¡Qué poco, en efecto, debe saber, para
su propia tranquilidad!
«No puedo hablar del opresor. Los de la
tierra habéis notado inconscientemente su lejana presencia... vosotros, que
sin saberlo disteis ociosamente el nombre de Algol, la estrella del
Demonio a ese faro parpadeante. Durante evos interminables he intentado en
vano enfrentarme y vencer al opresor, retenido por ataduras corporales. Esta
noche voy como una Némesis por tando justa y abrasadoramente la venganza
cataclísmica. Mírame en el cielo, muy cerca de la estrella del Demonio.
«No puedo seguir hablando, ya que el
cuerpo de Joe Slater se está quedando frió y rígido, y el tosco cerebro está
dejando de vibrar como yo quiero. Has sido mi único amigo en este planeta, la
única alma que me ha sentido y me ha buscado en la repugnante forma que yace en
este lecho. Nos veremos otra vez, quizá en las brillantes brumas de la Espada
de Orión, quizá en una meseta desolada del Asia prehistórica, quizá en sueños
no recordados esta noche, o bajo alguna otra forma, en los evos venideros,
cuando el sistema solar haya dejado de existir».
En ese instante se interrumpieron
bruscamente las ondas de pensamiento, y los pálidos ojos del soñador
—¿o debo decir del hombre muerto?—
comenzaron a vidriarse como los de un pez. Medio estupefacto, me acerqué a la
cama y le cogí la muñeca, pero la encontré fría, rígida, sin pulso. Volvieron a
palidecer las mejillas, y se abrieron los gruesos labios revelando los dientes
repulsivamente corroídos del degenerado Joe Slater. Me sacudió un escalofrío;
eché una manta sobre el rostro espantoso, y desperté al enfermero. Luego salí
de la celda y me fui en silencio a mi habitación. Sentía un inexplicable y
repentino deseo de dormir y soñar cosas que no debo recordar.
¿El clímax? ¿Qué informe puramente
científico’ puede presumir de tal efecto retórico? Me he limitado a consignar
ciertos hechos que considero reales, para dejar que vosotros los interpretéis a
vuestro gusto. Como he reconocido ya, mi director, el doctor Fenton, niega que
sea real lo que he relatado. Jura que sufrí una crisis nerviosa, y que
necesitaba muchísimo esas largas vacaciones pagadas que tan generosamente me
concedió. Me asegura por su honor profesional que Joe Slater era un paranoico
profundo, cuyas fantásticas ideas debían provenir de toscas historias que
siempre se transmiten de generación en generación, aun en las comunidades más
decadentes. Todo eso me dice... sin embargo, no puedo olvidar lo que vi en el
cielo, la noche siguiente a la muerte de Slater. Para que no me creáis un
testigo parcial, dejo que otra pluma añada este testimonio final, que quizá
aporte ese clímax que esperabais. Cito literalmente la reseña sobre la estrella
Nova Persei de las páginas de esa
eminente autoridad en astronomía que es el profesor Garret P. Serviss:
«El 22 de febrero de
1901, el doctor Anderson de Edimburgo descubrió una nueva y maravillosa
estrella, no muy lejos de Algol. Hasta
ahora, no se había visto estrella alguna en ese punto. Dentro de veinticuatro
horas, la desconocida había adquirido tal brillo que había superado el
resplandor de Capella. En el plazo de una semana o dos, había menguado
visiblemente, y en el curso de unos meses apenas se distinguía a simple
vista>>.
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