El caso de
Charles Dexter Ward
H. P. Lovecraft
Un resultado y un
prólogo
1
De una clínica
particular para enfermos mentales situada cerca de Providence, Rhode Island,
desapareció recientemente una persona de características muy notables.
Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a
regañadientes por su apenado padre, testigo del desarrollo de una aberración
que, si en un principio no pasó de simple excentricidad, con el tiempo se había
trasformado en manía peligrosa que implicaba la posible existencia de
tendencias homicidas y un cambio peculiar en los contenidos manifiestos de la
mente. Los médicos confiesan el desconcierto que les produjo aquel caso, dado
que presentaba al mismo tiempo anomalías de carácter fisiológico y sicológico.
En primer
lugar, el paciente, que contaba veintiséis años, aparentaba mucha más edad de
la que tenía. Es cierto que los trastornos mentales provocan un envejecimiento
prematuro, pero el rostro de aquel joven había adquirido la expresión que en circunstancias
normales sólo poseen las personas de edad muy avanzada. En segundo lugar, sus
procesos orgánicos mostraban un extraño desequilibrio, sin paralelo en la
historia de la medicina. El sistema respiratorio y el corazón actuaban con
desconcertante falta de simetría, la voz era un susurro apenas audible, la
digestión era increíblemente prolongada, y las reacciones nerviosas a los
estímulos normales no guardaban la menor relación con nada de lo registrado
hasta entonces, ni normal ni patológico. La piel tenía una frialdad morbosa y
la estructura celular de los tejidos era exageradamente tosca y poco coherente.
Incluso un gran lunar de color oliváceo que tenía desde su nacimiento en la
cadera había desaparecido mientras se formaba en su pecho una extraña verruga o
mancha negruzca. En general, todos los médicos coinciden en afirmar que los
procesos del metabolismo habían sufrido en Ward un receso sin precedentes.
También
sicológicamente era Charles Ward un caso único. Su locura no guardaba la menor
semejanza con ninguna de las manifestaciones de la alienación registradas en
los tratados más recientes y exhaustivos sobre el tema, y acabó creando en él
una energía mental que le habría convertido en un genio o un caudillo de no
haber asumido aquella forma extraña y grotesca. El doctor Willett, médico de la
familia, afirma que la capacidad mental del paciente, a juzgar por sus
respuestas a temas ajenos a la esfera de su demencia, había aumentado desde su
reclusión. Ward, es cierto, fue siempre un erudito entregado al estudio de
tiempos pasados, pero ni el más brillante de los trabajos que había llevado a
cabo hasta entonces revelaba la prodigiosa inteligencia que desplegó durante el
curso de los interrogatorios a que le sometieron los alienistas. De hecho, la mente
del joven parecía tan lúcida que fue en extremo difícil conseguir un
mandamiento legal para su reclusión, y únicamente el testimonio de varias
personas relacionadas con el caso y la existencia de lagunas anormales en el
acervo de sus conocimientos, permitieron su internamiento. Hasta el momento de
su desaparición fue un voraz lector y un gran conversador en la medida en que
se lo permitía la debilidad de su voz, y perspicaces observadores, sin prever
la posibilidad de su fuga, predecían que no tardaría en salir de la clínica,
curado.
2
Unicamente el
doctor Willett, que había asistido a la madre de Ward cuando éste vino al mundo
y le había visto crecer física y espiritualmente desde entonces, parecía
asustado ante la idea de su futura libertad. Había pasado por una terrible
experiencia y había hecho un terrible descubrimiento que no se atrevía a
revelar a sus escépticos colegas. En realidad, Willett representa por sí solo
un misterio de menor entidad en lo que concierne a su relación con el caso. Fue
el último en ver al paciente antes de su huida y salió de aquella conversación
final con una expresión, mezcla de horror y de alivio, que más de uno recordó
tres horas después, cuando se conoció la noticia de la fuga.
Es este uno de
los enigmas sin resolver de la clínica del doctor Waite. Una ventana abierta a
una altura de sesenta pies del suelo no parece obstáculo fácil de salvar, pero
lo cierto es que después de aquella conversación con Willett el joven había
desaparecido. El propio médico no sabe que explicación ofrecer, aunque, por
raro que parezca, está ahora mucho más tranquilo que antes de la huida.
Algunos, bien es cierto, tienen la impresión de que a Willett le gustaría
hablar, pero que no lo hace por temor a no ser creído. El vio a Ward en su
habitación, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron a la puerta
en vano. Cuando la abrieron, el paciente había desaparecido y lo único que
encontraron fue la ventana abierta y una fría brisa abrileña que arrastraba una
nube de polvo gris-azulado que casi les asfixió. Sí, los perros habían aullado
poco antes, pero eso ocurrió mientras Willett se hallaba todavía presente. Más
tarde no habían mostrado la menor inquietud. El padre de Ward fue informado
inmediatamente por teléfono de lo sucedido, pero demostró más tristeza que
asombro. Cuando el doctor Waite le llamó personalmente, Willett había hablado
ya con él y ambos negaron ser cómplices de la fuga o tener incluso conocimiento
de ella. Los únicos datos que se han podido recoger sobre lo ocurrido, proceden
de amigos muy íntimos de Willett y del padre de Ward, pero son demasiado
descabellados y fantásticos para que nadie pueda darles crédito. El único dato
positivo, es que hasta el momento presente no se ha encontrado rastro del loco
desaparecido.
Charles Ward
se aficionó al pasado ya en su infancia. Sin duda el gusto le venía de la
venerable ciudad que le rodeaba y de las reliquias de tiempos pretéritos que
llenaban todos los rincones de la mansión de sus padres situada en Prospect
Street, en la cresta de la colina. Con los años, aumentó su devoción a las
cosas antiguas hasta el punto de que la historia, la genealogía y el estudio de
la arquitectura colonial acabaron excluyendo todo lo demás de la esfera de sus
intereses. Conviene tener en cuenta esas aficiones al considerar su locura ya
que, si bien no forman el núcleo absoluto de ésta, representan un importante
papel en su forma superficial. Las lagunas mentales que los alienistas
observaron en Ward estaban relacionadas todas con materias modernas y quedaban
contrapesadas por un conocimiento del pasado que parecía excesivo, puesto que
en algunos momentos se hubiera dicho que el paciente se trasladaba literalmente
a una época anterior a través de una especie de autohipnosis. Lo más raro era
que Ward últimamente no parecía interesado en las antigüedades que tan bien
conocía, como si su prolongada familiaridad con ellas las hubiera despojado de
todo su atractivo, y que sus esfuerzos finales tendieron indudablemente a
trabar conocimiento con aquellos hechos del mundo moderno que de un modo tan
absoluto e indiscutible había desterrado de su cerebro. Procuraba ocultarlo,
pero todos los que le observaron pudieron darse cuenta de que su programa de
lecturas y conversaciones estaba presidido por el frenético deseo de empaparse
del conocimiento de su propio tiempo y de las perspectivas culturales del siglo
veinte, perspectivas que debían haber sido las suyas puesto que había nacido en
1902 y se había educado en escuelas de nuestra época. Los alienistas se
preguntan ahora cómo se las arreglará el paciente para moverse en el complicado
mundo actual teniendo en cuenta su desfase de información. La opinión que
prevalece es que permanecerá en una situación humilde y oscura hasta que haya
conseguido poner al día su reserva de conocimientos.
Los comienzos
de la locura de Ward son objeto de discusión entre los alienistas. El doctor
Lyman, eminente autoridad de Boston, los sitúa entre 1919 y 1920, años que
corresponden al último curso que siguió el joven Ward en la Moses Brown School.
Fue entonces cuando abandonó repentinamente el estudio del pasado para
dedicarse a las ciencias ocultas y cuando se negó a prepararse para el ingreso
en la universidad pretextando que tenía que llevar a cabo investigaciones
privadas mucho más importantes. Sus costumbres sufrieron por entonces un cambio
radical, pues pasó a dedicar todo su tiempo a revisar los archivos de la ciudad
y a visitar antiguos cementerios en busca de una tumba abierta en 1771, la de
su antepasado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos decía haber encontrado
tras el revestimiento de madera de las paredes de una casa muy antigua situada
en Olney Court, casa que Curwen había habitado en vida.
Es innegable
que durante el invierno de 1919-20 se operó una gran transformación en él. A
partir de entonces interrumpió bruscamente sus estudios y se lanzó de lleno a
un desesperado bucear en temas de ocultismo, locales y generales, sin renunciar
a la persistente búsqueda de la tumba de su antepasado.
Sin embargo,
el doctor Willett disiente substancialmente de esa opinión basando su veredicto
en el íntimo y continuo contacto que mantuvo con el paciente y en ciertas
investigaciones y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su
relación con él. Aquellas investigaciones y aquellos descubrimientos han dejado
en el médico una huella tan profunda que su voz tiembla cuando habla de ellos y
su mano vacila cuando trata de describirlos por escrito. Willett admite que, en
circunstancias normales, el cambio de 1919-1920 habría señalado el principio de
la decadencia progresiva que había de culminar en la triste locura de 1928,
pero, basándose en observaciones personales, cree que en este caso debe hacerse
una distinción más sutil. Reconoce que el muchacho era por temperamento
desequilibrado, en extremo susceptible y anormalmente entusiasta en sus
respuestas a los fenómenos que le rodeaban, pero se niega a admitir que aquella
primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por
el contrario, da crédito a la afirmación del propio Ward de que había
descubierto o redescubierto algo cuyo efecto sobre el pensamiento humano habría
de ser, probablemente, maravilloso y profundo.
Willett estaba
convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio posterior, después de
que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos, después de que
hiciese aquel largo viaje a extraños lugares del extranjero y de que recitara
unas terribles invocaciones en circunstancias inusitadas y secretas, después de
que recibiera ciertas respuestas a aquellas invocaciones y de que escribiera
una carta desesperada en circunstancias angustiosas e inexplicables, después de
la oleada de varnpirismo y de las ominosas habladurías de Pawtuxet, y después
de que el paciente comenzara a desterrar de su memoria las imágenes
contemporáneas al tiempo que su voz decaía y su aspecto físico experimentaba
las sutiles modificaciones que tantos observaron posteriormente.
Sólo en
aquella última época, afirma Willett con gran agudeza, el estado mental de Ward
adquirió caracteres de pesadilla. Dice también el doctor estar totalmente
seguro de que existen pruebas suficientes que validan la pretensión del joven
en lo que concierne a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos obreros
de notable inteligencia fueron testigos del hallazgo de los antiguos documentos
de Curwen. En segundo lugar, el joven le había enseñado en una ocasión aquellos
documentos, además de una página del diario de su antepasado, y todo ello
parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haberlos encontrado es una
realidad visible y Willett había tenido ocasión de echarles una rápida ojeada
final en parajes cuya existencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda
demostrarse. Luego estaban los misterios y coincidencias de las cartas de Orne
y Hutchison, el problema de la caligrafía de Curwen, y lo que los detectives
descubrieron acerca del doctor Allen, todo esto más el terrible mensaje en
caracteres medievales que Willett se encontró en el bolsillo cuando recobró el
conocimiento después de su asombrosa experiencia.
Y aún había
algo más, la prueba más concluyente de todas. Existían dos espantosos resultados que el. Doctor había obtenido
de cierto par de fórmulas durante sus investigaciones finales, resultados que
probaban virtualmente la autenticidad de los documentos y sus monstruosas
implicaciones, al mismo tiempo que los negaba para siempre al conocimiento
humano.
3
La infancia y
juventud de Charles Ward pertenecen al pasado tanto como las antigüedades que
tan profundamente amara. En el otoño de 1918 y demostrando un considerable
gusto por el adiestramiento militar de ese período, Ward se matriculó en la
Moses Brown School, que estaba muy cerca de su casa. El antiguo edificio
central de la academia, erigido en 1819, le había atraído siempre, y el
espacioso parque en el cual se asentaba satisfacía por completo su afición a
los paisajes. Sus actividades sociales eran escasas. Pasaba la mayor parte de
las horas en casa, paseando, asistiendo a clases y ejercicios de entrenamiento,
y buscando datos arqueológicos y genealógicos en el Ayuntamiento, la Biblioteca
pública, el Ateneo, los locales de la Sociedad Histórica, las bibliotecas John
Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown, y en la Biblioteca Shepley,
recientemente inaugurada en Benefit Street. Podemos imaginárnoslo tal como era
en esa época: alto, delgado y rubio, ligeramente encorvado, y de mirada
pensativa. Vestía con cierto desaliño y producía una impresión más de
inofensiva torpeza que de falta de atractivo.
Sus paseos eran
siempre aventuras en el campo de la antigüedad y en el curso de ellas conseguía
extraer de las miríadas de reliquias de la espléndida ciudad antigua un cuadro
vívido y coherente de los siglos precedentes. Su hogar era una gran mansión de
estilo georgiano edificada en la cumbre de la colina que se alza al este del
río y desde cuyas ventanas traseras se divisan los chapiteles, las cúpulas, los
tejados y los rascacielos de la parte baja de la ciudad, al igual que las
colinas purpúreas que se yerguen a lo lejos, en la campiña. En esa casa nació y
a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo rojo, le sacaba la
niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca
construida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad;
pasaban, siempre a lo largo de aquella calle suntuosa, junto a mansiones de
ladrillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas columnas dóricas
que dormían, seguras y lujosas, entre generosos patios y jardines, y
continuaban en dirección a los imponentes edificios de la universidad.
Le habían
paseado también a lo largo de la soñolienta Congdon Street, situada algo más
abajo en la falda de la colina y flanqueada de edificios orientados a levante y
asentados sobre altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguas, ya
que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la llanura hasta las
alturas, y en aquellos paseos Ward se había ido empapando del colorido de una
fantástica ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos
de Prospect Terrace a charlar con los guardias, y uno de los primeros recuerdos
del niño era la visión de un gran mar que se extendía hacia occidente, un mar
de tejados y cúpulas y colinas lejanas que una tarde de invierno contemplara desde
aquella terraza y que se destacaba, violento y místico, contra una puesta de
sol febril y apocalíptica llena de rojos, de dorados, de púrpuras y de extrañas
tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océano, la vasta
cúpula marmórea del edificio de la Cámara Legislativa con la estatua que la
coronaba rodeada de un halo fantástico formado por un pequeño claro abierto
entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del crepúsculo.
Cuando creció
empezaron sus famosos paseos, primero con su niñera, impacientemente
arrastrada, y luego solo, hundido en soñadora meditación. Cada vez se
aventuraba un poco más allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez
alcanzaba niveles más antiguos y fantásticos de la vieja ciudad. Bajaba por
Jenckes Street, bordeada de paredes negras y frontispicios coloniales, hasta el
rincón de la umbría Benefit Street donde se detenía frente a un edificio de
madera centenario, con sus dos puertas flanqueadas por pilastras jónicas. A un
lado se alzaba una casita campestre de enorme antigüedad, tejadillo estilo
holandés y jardín que no era sino los restos de un primitivo huerto, y al otro
la mansión del juez Durfee, con sus derruidos vestigios de grandeza georgiana.
Aquellos barrios iban convirtiéndose lentamente en suburbios, pero los olmos
gigantescos proyectaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el muchacho
gustaba de callejear, en dirección al sur, entre las largas hileras de
mansiones anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y
sus portales clásicos. Charles podía imaginar aquellos edificios tales como
cuando la calle fue nueva, coloreados los frontones cuya ruina era ahora
evidente.
Hacia el oeste
el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí bajaba Ward hacia la
antigua Town Street que los fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la
orilla del río en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas donde se
apiñaban las casas de inmensa antigüedad, pero, a pesar de la fascinación que
sobre él ejercían, hubo de pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a
recorrer su arcaica verticalidad por miedo a que resultaran ser un sueño o la
puerta de entrada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arriesgado
continuar a lo largo de Benefit Street y pasar junto a la verja de hierro de la
oculta iglesia de San Juan, la parte trasera del Ayuntamiento edificado en
1761, y la ruinosa posada de la Bola de Oro, donde un día se alojara
Washington. En Meeting Street -la famosa Gaol Lane y King Street de épocas
posteriores-, se detenía y volvía la mirada al este para ver el arqueado vuelo
de escalones de piedra a que había tenido que recurrir el camino para trepar
por la ladera, y luego hacia el oeste, para contemplar la antigua escuela
colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al busto de Shakespeare
que adorna la fachada del edificio donde se imprimió, en días anteriores a la
Independencia, la Providence Gazette and
Country Journal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptista,
construida en 1775, con su inigualable chapitel, obra de Gibbs, rodeado de
tejados georgianos y cúpulas que parecían flotar en el aire. Desde aquel lugar,
en dirección al sur, las calles iban mejorando de aspecto hasta florecer, al
fin, en un maravilloso grupo de mansiones antiguas, pero hacia el oeste, las
viejas callejuelas seguían despeñándose ladera abajo, espectrales en su
arcaísmo, hasta hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio
del antiguo puerto recordaba su orgulloso pasado de intermediario con las
Indias Orientales, entre miseria y vicios políglotas, entre barracones
decrépitos y almacenes mugrientos, entre innumerables callejones que han
sobrevivido a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correo,
Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Libra, Dólar y Centavo.
Mas tarde, una
vez que creció y se hizo más aventurero, el joven Ward comenzó a adentrarse en
aquel laberinto de casas semiderruidas, dinteles rotos, peldaños carcomidos,
balaustradas retorcidas, rostros aceitunados y olores sin nombre. Recorría las
callejuelas serpenteantes que conducían de South Main a South Water,
escudriñando los muelles donde aún tocaban los vapores que cruzaban la bahía, y
volvía hacia el norte dejando atrás los almacenes construidos en 1816 con sus
tejados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente Grande donde
continúa firme sobre sus viejos arcos el mercado edificado en 1773. En aquella
plaza se detenía extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la
ciudad antigua que corona la vasta cúpula de la nueva iglesia de la Christian
Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo. Le gustaba llegar allí
al atardecer cuando los rayos del sol poniente tocan los muros del mercado y
los tejados centenarios, envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde
antaño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una prolongada
contemplación se embriagaba con amor de poeta ante el espectáculo, y en aquel
estado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer subiendo
lentamente la colina, pasando junto a la vieja iglesita blanca y recorriendo
callejas empinadas donde los últimos reflejos del sol atisbaban desde los
cristales de las ventanas y las primeras luces de los faroles arrojaban su resplandor
sobre dobles tramos de peldaños y extrañas balaustradas de hierro forjado.
Otras veces,
sobre todo en años posteriores, prefería buscar contrastes más vivos. Dedicaba
la mitad de su paseo a los barrios coloniales semiderruidos situados al noroeste
de su casa, allí donde la colina desciende hasta la pequeña meseta de Stampers
Hill, con su ghetto y su barrio negro
arracimados en torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boston antes
de la Independencia, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles
George, Benevolent, Power y Williams, donde permanecen incólumes las antiguas
propiedades rodeadas de jardincillos cercados y praderas empinadas en que
reposan tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseos, y los diligentes
estudios que los acompañaban, contribuyeron a fomentar una pasión por lo
antiguo que terminó expulsando al mundo moderno de la mente de Ward. Sólo ellos
nos proporcionan una idea de las características del terreno mental en el que
fue a caer, aquel fatídico invierno de 1919-1920, la semilla que produjo tantos
y tan extraños frutos.
El doctor
Willett está convencido de que, hasta el primer cambio que se produjo en su
mente aquel invierno, la afición de Charles Ward por las cosas antiguas estuvo
desprovista de toda inclinación morbosa. Los cementerios sólo le atraían por su
posible interés histórico, y su temperamento era pacífico y tranquilo. Luego,
paulatinamente, pareció desarrollarse en él la extraña secuela de uno de sus
triunfos genealógicos del año anterior: el descubrimiento, entre sus
antepasados por línea materna, de un hombre llamado Joseph Curwen que había
llegado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban inquietantes
historias.
El tatarabuelo
de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con una tal «Ann Tillinghast,
hija de Mrs. Eliza, hija a su vez del capitán James Tillinghast». De quién
fuera el padre de aquella joven, la familia no tenía la menor idea. En 1918,
mientras examinaba un volumen manuscrito de los archivos de la ciudad, nuestro genealogista
encontró un asiento según el cual, en 1772, una tal Eliza Curwen, viuda de
Joseph Curwen, volvía a adoptar, juntamente con su hija Ann, de siete años de
edad, su apellido de soltera, Tillinghast, alegando que «el nombre de su marido
había quedado desprestigiado públicamente en virtud de lo que se había sabido
después de su fallecimiento, lo cual venía a confirmar un antiguo rumor al que
una esposa fiel no podía dar crédito hasta que se comprobara por encima de toda
duda». Aquel asiento se descubrió gracias a la separación accidental de dos
páginas que habían sido cuidadosamente pegadas y que se habían tenido por una
sola desde el momento en que se llevara a cabo una lenta revisión de la
paginación del libro.
Charles Ward
comprendió inmediatamente que acababa de descubrir un retatarabuelo suyo
desconocido hasta entonces. El hecho le excitó tanto más porque había oído ya
vagas alusiones a aquella persona de la cual no existían apenas datos
concretos, como si alguien hubiese tenido interés especial en borrar su
recuerdo. Lo poco que de él se sabía era de una naturaleza tan singular que no
se podía por menos de sentir curiosidad por averiguar lo que los archiveros de
la época colonial se mostraron tan ansiosos de ocultar y de olvidar y por
descubrir cuáles fueron los motivos que habían despertado en ellos tan extraño
deseo.
Hasta
aquel momento, Ward se había limitado a dejar que su imaginación divagara
acerca del viejo Curwen, pero habiendo descubierto el parentesco que le unía a
aquel personaje aparentemente «silenciado», se dedicó a la búsqueda sistemática
de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus pesquisas resultaron
más fructíferas de lo que esperaba, pues en cartas antiguas, diarios y memorias
sin publicar hallados en buhardillas de Providence, entre polvo y telarañas,
encontró párrafos reveladores que sus autores no se habían tomado la molestia
de borrar. Un documento muy importante a este respecto apareció en un lugar tan
lejano como Nueva York, donde se conservaban, concretamente en el museo de la
Taberna de Fraunces, cartas de la época colonial procedentes de Rhode Island.
Sin embargo, el hecho realmente crucial y que a juicio del doctor Willett
constituyó el origen del desequilibrio mental del joven, fue el hallazgo
efectuado en agosto de 1919 en la vetusta casa de Olney Court. Aquello fue,
indudablemente, lo que abrió una sima insondable en la mente de Charles Ward.
Un antecedente y un horror
Un antecedente y un horror
1
Joseph Curwen,
tal como le retrataban las leyendas que Ward había oído y los documentos que
había desenterrado, era un individuo sorprendente, enigmático, oscuramente
horrible. Había huido de Salem, trasladándose a Providence -aquel paraíso
universal para personas raras, librepensadoras o disidentes-, al comienzo del
gran pánico provocado por la caza de brujas, temiendo verse acusado a causa de
la vida solitaria que llevaba y de sus raros experimentos químicos o
alquimistas. Era un hombre incoloro de unos treinta años de edad. Su primer
acto en cuanto ciudadano libre de Providence consistió en adquirir unos
terrenos al pie de Olney Street. En ese lugar, que más tarde se llamaría Olney
Court, edificó una casa que sustituyó después por otra mayor que se alzó en el
mismo emplazamiento y que aún hoy día continúa en pie.
El primer
detalle curioso acerca de Joseph Curwen es que no parecía envejecer con el paso
del tiempo. Montó un negocio de transportes marítimos y fluviales, construyó un
embarcadero cerca de Mile-End Cove, ayudó a reconstruir el Puente Grande en
1713 y la iglesia Congregacionista en 1723, y siempre conservó el aspecto de un
hombre de treinta o treinta y cinco años. A medida que transcurría el tiempo,
aquel hecho empezó a llamar la atención de la gente, pero Curwen lo explicaba
diciendo que el mantenerse joven era una característica de su familia y que él
contribuía a conservarla llevando una vida sumamente sencilla. Desde luego,
nadie sabía cómo conciliar aquella pretendida sencillez con las inexplicables
idas y venidas del reservado comerciante ni con el hecho de que las ventanas de
su casa estuvieran iluminadas a todas las horas de la noche, y se empezó a
atribuir a otros motivos su prolongada juventud y su longevidad. La mayoría
opinaba que los incesantes cocimientos y mezclas de productos químicos que
efectuaba Curwen tenían mucho que ver con su conservación. Se hablaba de
extrañas sustancias que sus barcos traían de Londres o la India, o que él mismo
compraba en Newport, Boston y Nueva York, y cuando el anciano doctor Jabez
Bowen llegó de Rehoboth y abrió su farmacia en la plaza del Puente Grande, se
habló de las drogas, ácidos y metales que el taciturno solitario adquiría
incesantemente en aquella botica. Dando por sentado que Curwen poseía una
maravillosa y secreta habilidad médica, muchos enfermos acudieron a él en busca
de ayuda, pero, a pesar de que procuró alentar sin comprometerse aquella
creencia, y siempre dio alguna pócima de extraño colorido en respuesta a las
peticiones, se observó que lo que recetaba a los demás rara vez producía
efectos beneficiosos. Cuando habían transcurrido más de cincuenta años desde su
llegada a Providence sin que en su rostro ni en su porte se hubiera producido
cambio apreciable, las habladurías se hicieron más suspicaces y la gente
comenzó a compartir con respecto a su persona ese deseo de aislamiento que él
había demostrado siempre.
Cartas
particulares y diarios íntimos de aquella época revelan también que existían
muchos otros motivos por los cuales Joseph Curwen fue objeto primero de
admiración, luego de temor, y, finalmente de repulsión por parte de sus
conciudadanos. Su pasión por los cementerios, en los cuales podía vérsele a
todas horas y bajo todas circunstancias, era notoria, aunque nadie había
presenciado ningún hecho que pudiera relacionarle con vampiros. En Pawtuxet
Road tenía una granja, en la cual solía pasar el verano, y con frecuencia se le
veía cabalgando hacia ella a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos
criados eran allí una adusta pareja de indios Narragansett, el marido mudo y
con el rostro lleno de extrañas cicatrices, y la esposa con un semblante
achatado y repulsivo, probablemente debido a un mezcla de sangre negra. En la
parte trasera de aquella casa se encontraba el laboratorio donde se llevaban a
cabo la mayoría de los experimentos químicos. Los que habían tenido acceso a él
para entregar botellas, sacos o cajas, se hacían lenguas de los fantásticos
alambiques, crisoles y hornos que habían entrevisto en la estancia y
profetizaban en voz baja que el misántropo «químico» -vocablo que en boca de
ellos significaba alquimista- no
tardaría en descubrir la Piedra Filosofal. Los vecinos más próximos de aquella
granja -los Fenner, que vivían a un cuarto de milla de distancia- tenían cosas
más raras que contar acerca de ciertos ruidos que, según ellos, surgían de la
casa de Curwen durante la noche. Se oían gritos, decían, y aullidos
prolongados, y no les gustaba el gran número de reses que pacían alrededor de
la granja, excesivas para proveer de carne, leche y lana a un hombre solitario
y a un par de sirvientes. Cada semana, Curwen compraba nuevas reses a los
granjeros de Kingstown para sustituir a las que desaparecían. Les preocupaba
también un edificio de piedra que había junto a la casa y que tenía una especie
de angostas troneras en vez de ventanas.
Los ociosos
del Puente Grande tenían mucho que decir, por su parte, de la casa de Curwen en
Olney Court, no tanto de la que levantó en 1761, cuando debía contar ya más de
un siglo de existencia, como de la primera, una construcción con una buhardilla
sin ventanas y paredes de madera que tuvo buen cuidado de quemar después de su
demolición. Había en aquella casa ciudadana menos misterios que en la del
campo, es cierto, pero las horas a que se veían iluminadas las ventanas, el
sigilo de los dos criados extranjeros, el horrible y confuso farfullar de un
ama de llaves francesa increíblemente vieja, la enorme cantidad de provisiones
que se veían entrar por aquella puerta destinadas a alimentar solamente a
cuatro personas, y las características de ciertas voces que se oían conversar ahogadamente
a las horas más intempestivas, todo ello unido a lo que se sabía de la granja,
contribuyó a dar mala fama a la morada.
En círculos
mas escogidos se hablaba igualmente del hogar de Joseph Curwen, ya que a medida
que el recién llegado se había ido introduciendo en la vida religiosa y
comercial de la ciudad, había ido entablando relación con sus vecinos, de cuya
compañía y conversación podía, con todo derecho, disfrutar. Se sabía que era de
buena cuna, ya que los Curwen o Carwen de Salem no necesitaban carta de
presentación en Nueva Inglaterra. Se sabia también que había viajado mucho
desde joven, que había vivido una temporada en Inglaterra y efectuado dos
viajes a Oriente, y su léxico, en las raras ocasiones en que se decidía a
hablar, era el de un inglés instruido y culto. Pero, por algún motivo ignorado,
le tenía sin cuidado la sociedad. Aunque nunca rechazaba de plano a un
visitante, siempre se parapetaba tras el muro de reserva que a pocos se les
ocurría nada en esos casos que al decirlo no sonara totalmente vacuo.
En su
comportamiento había una especie de arrogancia sardónica y críptica, como si
después de haber alternado con seres extraños y más poderosos, juzgara
estúpidos a todos los seres humanos. Cuando el doctor Checkley, famoso por su
talento, llegó de Boston en 1783 para hacerse cargo del rectorado de King’s
Church, no olvidó visitar a un hombre del que tanto había oído hablar, pero su
visita fue muy breve debido a una siniestra corriente oculta que creyó adivinar
bajo las palabras de su anfitrión. Charles Ward le dijo a su padre una noche de
invierno en que hablaban de Curwen , que daría cualquier cosa por enterarse de
lo que el misterioso anciano había dicho al clérigo, pero que todos los diarios
íntimos que había podido consultar coincidían en señalar la aversión del doctor
Checkley a repetir lo que había oído. El buen hombre había quedado muy
impresionado y nunca volvió a mencionar el nombre de Joseph Curwen sin perder
visiblemente la calma alegre y cultivada que le caracterizaba.
Más concreto
era el motivo que indujo a otro hombre de buena cuna y gran inteligencia a
evitar el trato del misterioso ermitaño. En 1746, John Merritt, caballero
inglés muy versado en literatura y ciencias, llegó a Providence procedente de
Newport y construyó una hermosa casa en el istmo, en lo que es hoy el centro
del mejor barrio residencial. Fue el primer ciudadano de Providence que vistió
a sus criados de librea, y se mostraba muy orgulloso de su telescopio, su
microscopio y su escogida biblioteca de obras inglesas y latinas. Al enterarse
de que Curwen era el mayor bibliófilo de Providence, Merritt no tardó en ir a
visitarle, siendo acogido con una cordialidad mayor de la habitual en aquella
casa. La admiración que demostró por las repletas estanterías de su anfitrión,
en las cuales se alineaban, además de los clásicos griegos, latinos e ingleses,
una serie de obras filosóficas, matemáticas y científicas, entre ellas las de
autores tales como Paracelso, Agrícola, Van Helmont, Silvyus, Glauber, Boyle,
Boerhaave, Becher y Stahl, impulsaron a Curwen a invitarle a inspeccionar el
laboratorio que hasta entonces no había abierto para nadie, y los dos partieron
inmediatamente hacia la granja en la calesa del visitante.
El señor
Merritt dijo siempre que no había visto nada realmente horrible en la granja,
pero que los títulos de los libros relativos a temas taumatúrgicos, alquimistas
y teológicos que Curwen guardaba en la estantería de una de las salas habían
bastado para inspirarle un temor imperecedero. Tal vez la expresión de su
propietario mientras se los enseñaba había contribuido a despertar en Merritt
aquella sensación. En la extraña colección, además de un puñado de obras
conocidas, figuraban casi todos los cabalistas, demonólogos y magos del mundo
entero. Era un verdadero tesoro en el dudoso campo de la alquimia y la
astrología. La Turba Philosopharum,
de Hermes Trismegistus en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis, de Geber,
La Clave de la sabiduría, de Artephous, el cabalístico Zohar, el Ars Magna et Ultima
de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De
Lapide Philosophico, de Trithemius, se hallaban allí alineados, uno junto a
otro. Judíos y árabes de la Edad Media estaban representados con profusión, y
el señor Merritt palideció cuando al coger un volumen en cuya portada se leía
el título de Qanoon-é-Islam,
descubrió que se trataba en realidad de un libro prohibido, el Necronomicón del árabe loco Abdul
Alhazred, del cual había oído decir cosas monstruosas a raíz del descubrimiento
de ciertos ritos indescriptibles en la extraña aldea de pescadores de
Kingsport, en la provincia de la Bahía de Massachusetts.
Pero, por
extraño que parezca, lo que más inquietó al caballero fue un detalle sin
importancia aparente. Sobre la enorme mesa de caoba había un volumen muy
estropeado de Borellus, con numerosas anotaciones marginales escritas por
Curwen. El libro estaba abierto por la mitad aproximadamente y un párrafo
aparecía subrayado con unos trazos tan gruesos y temblorosos que el visitante
no pudo resistir la tentación de echarle una ojeada. Aquellas líneas le
afectaron profundamente y quedaron grabadas en su memoria hasta el fin de sus
días. Las reprodujo en su diario y trató en cierta ocasión de recitarlas a su
íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que notó lo mucho que aquellas palabras
trastornaban al rector. Decían:
«Las Sales de los Animales
pueden ser preparadas y conservadas de modo que un hombre hábil puede tener
toda el Arca de Noé en su propio estudio y reproducir la forma de un animal a
voluntad partiendo de sus cenizas, y por el mismo método, partiendo de las
Sales esenciales del Polvo humano, un filósofo puede, sin que sea nigromancia
delictiva, evocar la forma de cualquier Antepasado muerto cuyo cuerpo haya sido
incinerado.»
Sin embargo,
las peores cosas acerca de Joseph Curwen se murmuraban en torno a los muelles
de la parte sur de Town Street. Los marineros son gente supersticiosa y
aquellos curtidos lobos de mar que transportaban ron, esclavos y especias, se
santiguaban furtivamente cuando veían la figura esbelta y engañosamente juvenil
de su patrón, con su pelo amarillento y sus hombros ligeramente encorvados,
entrando en el almacén de Doublon Street, o hablando con capitanes y
contramaestres en el muelle donde atracaban sus barcos. Sus empleados le
odiaban y temían, y sus marineros eran la escoria de la Martinica, la Habana o
Port Royal. Hasta cierto punto, la parte más intensa y tangible del temor que
inspiraba el anciano se debía a la frecuencia con que había de reemplazar a sus
marineros. Una tripulación cualquiera bajaba a tierra con permiso, varios de
sus miembros recibían la orden de hacer algún que otro encargo, y cuando se
reunían para volver a bordo, casi indefectiblemente faltaban uno o más hombres.
Como la mayoría de los encargos estaban relacionados con la granja de Pawtuxet
Road y muy pocos eran los que habían regresado de aquel lugar, con el tiempo
Curwen se encontró con muchas dificultades para reclutar sus tripulaciones.
Muchos de los marineros desertaban después de oír las habladurías de los
muelles de Providence, y sustituirles en las Indias Occidentales llegó a
convertirse en un serio problema para el comerciante. En 1760, Joseph Curwen
era virtualmente un proscrito sospechoso de vagos horrores y demoníacas
alianzas, mucho más amenazadoras por el hecho de que nadie podía precisarlas,
ni entenderlas, ni mucho menos demostrar su existencia. La gota que vino a
desbordar el vaso pudo ser muy bien el caso de los soldados desaparecidos en
1758. En marzo y abril de aquel año, dos regimientos reales de paso para Nueva
Francia fueron acuartelados en Providence produciéndose en su seno una serie de
inexplicables desapariciones que superaban con mucho el número habitual de
deserciones. Se comentaba en voz baja la frecuencia con que se veía a Curwen
hablando con los forasteros de guerrera roja, y cuando varios de ellos
desaparecieron, la gente recordó lo que sucedía habitualmente con los marineros
de sus tripulaciones. Nadie puede decir qué habría sucedido si los regimientos
no hubieran recibido al poco tiempo la orden de marcha.
Entretanto los
negocios del comerciante prosperaban. Tenía un virtual monopolio del comercio
de la ciudad respecto al salitre, la pimienta negra y la canela, y superaba a
todos los demás traficantes, excepto a los Brown, en la importación de añil,
algodón, lana, sal, hierro, papel, objetos de latón y productos manufacturados
ingleses de todas clases. Almacenistas tales como James Green, dueño del establecimiento
El Elefante de Cheapside, los Russell
de El Aguila Dorada, comercio situado
al otro lado del puente, o Clark y Nightingale, propietarios de El Pescado y la Sartén, dependían casi
enteramente de él para aprovisionarse, mientras que sus acuerdos con las
destilerías locales, queseros y criadores de caballos Narragansett y
fabricantes de velas de Newport, le convertían en uno de los primeros
exportadores de la Colonia.
Decidido a
luchar contra el ostracismo a que le habían condenado, comenzó a demostrar, al
menos en apariencia, un gran espíritu cívico. Cuando el Ayuntamiento se
incendió, contribuyó generosamente a las rifas que se organizaron con el fin de
recaudar fondos para la construcción del nuevo edificio que aún hoy se alza en
la antigua calle mayor. Aquel mismo ano 1761 ayudó a reconstruir el Puente
Grande después de la riada de octubre. Repuso muchos de los libros devorados
por las llamas en el incendio del Ayuntamiento y participó generosamente en las
loterías gracias a las cuales pudo dotarse a los alrededores del mercado y a
Town Street de una calzada empedrada con su andén para peatones en el centro.
Por aquellas fechas edificó la casa nueva, sencilla pero de excelente
construcción, cuya portada constituye un triunfo de los cinceles. Al separarse
en 1743 los seguidores de Whitefield de la congregación del Dr. Cotton y fundar
la iglesia del Diácono Snow al otro lado del puente, Curwen les había seguido,
pero su celo se había ido apagando al mismo tiempo que iba menguando su
asistencia a las ceremonias. Ahora, sin embargo, volvía a dar muestras de
piedad como si con ello quisiera disipar la sombra que le había arrojado al
ostracismo y que, si no se andaba con sumo cuidado, acabaría también con la
buena estrella que hasta entonces había presidido su vida de comerciante.
El espectáculo
que ofrecía aquel hombre extraño y pálido, aparentemente de mediana edad pero
en realidad con más de un siglo de vida, tratando de emerger al fin de una nube
de miedo y aversión demasiado vaga para ser analizada, era a la vez patético,
dramático y ridículo. Sin embargo, tal es el poder de la riqueza y de los
gestos superficiales, que se produjo cierta remisión en la visible antipatía
que sus vecinos le prodigaban, especialmente una vez que cesaron bruscamente
las desapariciones de los marineros. Posiblemente rodeó también de mayor
cuidado y sigilo sus expediciones a los cementerios, ya que no volvió a ser
sorprendido nunca en tales andanzas, y lo cierto es que los rumores acerca de
sonidos y movimientos misteriosos en relación con la granja de Pawtuxet
disminuyeron también notablemente. Su nivel de consumo de alimentos y de
sustitución de reses siguió siendo anormalmente elevado, pero hasta fecha más
moderna, cuando Charles Ward examinó sus libros de cuentas en la Biblioteca
Shepley, no se le ocurrió a nadie comparar el gran número de negros que Curwen
importó de Guinea hasta 1766 con la cifra asombrosamente reducida de los que
pasaron de sus manos a las de los tratantes de esclavos del Puente Grande o de
los plantadores del condado de Narragansett. Ciertamente aquel aborrecido
personaje había demostrado una astucia y un ingenio inconcebibles en cuanto se
había dado cuenta de que le era necesario ejercitar tanto la una como el otro.
Pero, como es
natural, el efecto de aquel cambio de actitud fue necesariamente reducido.
Curwen siguió siendo detestado y evitado, probablemente a causa de la juventud
que aparentaba a pesar de sus muchos años, y al final se dio cuenta de que su
fortuna llegaría a resentirse de la generosidad con que trataba de granjearse
el afecto de sus conciudadanos. Sin embargo, sus complicados estudios y
experimentos, cualesquiera que fuesen, exigían al parecer grandes sumas de
dinero, y, dado que un cambio de ambiente le habría privado de las ventajas comerciales
que había alcanzado en aquella ciudad no podía trasladarse a otra para empezar
de nuevo. El buen juicio señalaba la conveniencia de mejorar sus relaciones con
los habitantes de Providence, de modo que su presencia no diera lugar a que se
interrumpieran las conversaciones y se creara una atmósfera de tensión e
intranquilidad. Sus empleados, reclutados ahora entre los parados e indigentes
a quienes nadie quería dar empleo, le causaban muchas preocupaciones, y si
lograba mantener a su servicio a capitanes y marineros era sólo porque había
tenido la astucia de adquirir ascendiente sobre ellos por medio de una
hipoteca, una nota comprometedora o alguna información de tipo muy íntimo. En
muchas ocasiones, y como observaban espantados los autores de algunos diarios
privados, Curwen demostró poseer facultades de brujo al descubrir secretos
familiares para utilizarlos en beneficio suyo. Durante los últimos cinco años
de su vida, se llegó a pensar que esos datos que manejaba de un modo tan cruel
sólo podía haberlos reunido gracias a conversaciones directas con los muertos.
Así fue como
por aquella época llevó a cabo un último y desesperado esfuerzo por ganarse las
simpatías de la comunidad. Misógino hasta entonces, decidió contraer un
ventajoso matrimonio tomando por esposa a alguna dama cuya posición hiciera
imposible la continuación de su ostracismo, aunque es probable que tuviera
motivos más profundos para desear dicha alianza, motivos tan ajenos a la esfera
cósmica conocida que sólo los documentos hallados ciento cincuenta años después
de su muerte hicieron sospechar de su existencia.
Naturalmente
Curwen se daba cuenta de que cualquier cortejo por su parte sería recibido con
horror e indignación, y, en consecuencia, buscó una candidata sobre cuyos
padres pudiera él ejercer la necesaria presión. Mujeres adecuadas no eran
fáciles de encontrar puesto que Curwen exigía para la que habría de ser su
esposa unas condiciones especiales de belleza, prendas personales y posición
social. Al final sus miradas se posaron en el hogar de uno de sus mejores y más
antiguos capitanes, un viudo de muy buena familia llamado Dutie Tillinghast,
cuya única hija, Eliza, parecía reunir todas las cualidades deseadas. El
capitán Tillinghast estaba completamente dominado por Curwen y, después de una
terrible entrevista en su casa de la colina de Power Lane, consintió en aprobar
la monstruosa alianza.
Eliza
Tillinghast tenía en aquellos días dieciocho anos y había sido educada todo lo
bien que la reducida fortuna de su padre permitiera. Había asistido a la
escuela de Stephen Jackson y había sido también diligentemente instruida por su
madre en las artes y refinamientos de la vida doméstica. Un ejemplo de su
habilidad para las labores puede admirarse todavía en una de las salas de la
Sociedad Histórica de Rhode Island. Desde el fallecimiento de la señora
Tillinghast, ocurrido en 1757 a causa de la viruela, Eliza se había hecho cargo
del gobierno de la casa ayudada únicamente por una anciana negra. Sus
discusiones con su padre a propósito de la petición de Curwen debieron ser muy
penosas, aunque no queda constancia de ellas en los documentos de la época. Lo
cierto es que rompió su compromiso con el joven Ezra Weeden, segundo oficial
del carguero Enterprise de Crawford,
y que su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia
Baptista y en presencia de la mejor sociedad de la ciudad. La ceremonia fue
oficiada por el vicario Samuel Winson y la Gazette
se hizo eco del acontecimiento con una breve reseña que, en la mayoría de los
ejemplares del periódico correspondientes a aquella fecha, y archivados en
distintos lugares, parecía haber sido cortada o arrancada. Ward encontró un
ejemplar intacto después de mucho rebuscar en los archivos de un coleccionista
particular y observó entonces con regocijo la vaguedad de los términos con que
estaba redactada la nota.
«El pasado lunes por la
tarde, el señor Joseph Curwen, vecino de esta villa, comerciante, contrajo
matrimonio con la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutie Tillinghast,
joven de muchas virtudes dotada además de gran belleza. Hacemos votos por su
perpetua felicidad.»
La
correspondencia Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward poco antes de que
presentara los primeros síntomas de locura, en el museo particular de Melville
L. Peters en Georgia Street, y que cubre aquel período y otro ligeramente
anterior, arroja vívida luz sobre la ofensa al sentimiento público que causó
aquella disparatada unión. Sin embargo, la influencia social de los Tillinghast
era innegable, y así una vez más Joseph Curwen vio frecuentado su hogar por
personas a las cuales nunca hubiera podido inducir, de otro modo, a que
cruzasen el umbral de la casa. No se le aceptó totalmente, ni mucho menos, pero
sí se levantó la condena al ostracismo a que se le había sometido. En el trato
de que hizo objeto a su esposa, el extraño novio asombró a la comunidad y a
ella misma portándose con el mayor miramiento y obsequiándola con toda clase de
consideraciones. La nueva mansión de Olney Court estaba ahora completamente
libre de manifestaciones inquietantes y aunque Curwen acudía con mucha
frecuencia a la granja de Pawtuxet, que dicho sea de paso su esposa no visitó
jamás, parecía un ciudadano mucho más normal que en cualquier otra época de su
residencia en Providence. Sólo una persona seguía abrigando hacia él abierta
hostilidad: el joven que había visto roto tan bruscamente su compromiso con
Eliza Tillinghast. Ezra Weeden había jurado vengarse y, a pesar de su
temperamento normalmente apacible, alimentaba un odio en su corazón que no
presagiaba nada bueno para el hombre que le había robado la novia.
El siete de
mayo de 1765 nació la que había de ser única hija de Curwen, Ann, que fue
bautizada por el Reverendo John Graves de King’s
Church, iglesia que frecuentaban los dos esposos desde su matrimonio como
fórmula de compromiso entre sus respectivas afiliaciones Congregacionista y
Baptista. El certificado de aquel nacimiento, así como el de la boda celebrada
dos años antes, había desaparecido de los archivos eclesiásticos y municipales.
Ward consiguió localizarlos, tras grandes dificultades, una vez que hubo
descubierto el cambio de apellido de la viuda y una vez que se despertó en él
aquel febril interés que culminó en su locura. El de nacimiento apareció por una
feliz coincidencia como resultado de la correspondencia que mantuvo con los
herederos del Dr. Graves, quien se había llevado un duplicado de los archivos
de su iglesia al abandonar la ciudad a comienzos de la guerra de la
Independencia, Ward había recurrido a ellos porque sabía que su tatarabuela,
Ann Tillinghast, había sido episcopalista.
Poco después
del nacimiento de su hija, acontecimiento que pareció recibir con un entusiasmo
que contrastaba con su habitual frialdad, Curwen decidió posar para un retrato.
Lo pintó un escocés de gran talento llamado Cosmo Alexandre, residente en
Newport en aquella época y que adquirió fama después por haber sido el primer
maestro de Gilbert Stuart. Decíase que el retrato había sido pintado sobre uno
de los paneles de la biblioteca de la casa de Olney Court, pero ninguno de los
dos diarios en que se mencionaba proporcionaba ninguna pista acerca de su
posterior destino. En aquel período, Curwen dio muestras de una desacostumbrada
abstracción y pasaba todo el tiempo que podía en su granja de Pawtuxet Road. Se
hallaba continuamente, al parecer, en un estado de excitación o ansiedad
reprimidas, como si esperase que fuera a ocurrir en cualquier momento algún
acontecimiento de fenomenal importancia o como si estuviese a punto de hacer
algún extraño descubrimiento. La química o la alquimia debían tener que ver
mucho con ello, ya que se llevó a la granja numerosos volúmenes de la
biblioteca de su casa que versaban sobre esos temas.
No disminuyó
su pretendido interés por el bien de la ciudad y en consecuencia no desperdició
la oportunidad de ayudar a hombres como Stephen Hopkins, Joseph Brown y
Benjamin West en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de Providence que
en aquel entonces se hallaba muy por debajo de Newport en lo referente al
patronazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenkins en 1763 a
abrir una librería de la cual fue desde entonces el mejor cliente, y
proporcionó también ayuda a la combativa Gazette
que se imprimía cada miércoles en el edificio decorado con el busto de
Shakespeare. En política apoyó ardientemente al gobernador Hopkins contra el
partido de Ward, cuyo núcleo más fuerte se encontraba en Newport, y el
elocuente discurso que pronunció en 1765 en el Hacher’s Hall en contra de la
proclamación de North Providence como ciudad independiente, contribuyó más que
ninguna otra cosa a disipar los prejuicios existentes contra él. Pero Ezra
Weeden, que le vigilaba muy de cerca, sonreía cínicamente ante aquella actitud,
que él juzgaba insincera, y no se recataba en afirmar que no era más que una
máscara destinada a encubrir un horrendo comercio con las más negras fuerzas
del Averno. El vengativo joven inició un estudio sistemático del extraño
personaje y de sus andanzas, pasando noches enteras en los muelles cuando veía
luz en sus almacenes y siguiendo a sus barcos, que a veces zarpaban
silenciosamente en dirección a la bahía. Sometió también a estrecha vigilancia
la granja de Pawtuxet y en cierta ocasión fue mordido salvajemente por los
perros que en su persecución soltaron los criados indios.
2
En 1766 se
produjo el cambio final en Joseph Curwen. Fue muy repentino y pudo ser
observado por toda la población porque el aire de ansiedad y expectación que le
envolvía cayó como una capa vieja para dar paso inmediato a una mal disimulada
expresión de completo triunfo. Daba la impresión de que a Curwen le resultaba
difícil contener el deseo de proclamar públicamente lo que había hecho o
averiguado, pero, al parecer, la necesidad de guardar el secreto era mayor que
el afán de compartir su regocijo, ya que no dio a nadie ninguna explicación.
Después de aquella transformación que tuvo lugar a primeros de julio, el
siniestro erudito empezó a asombrar a todos demostrando poseer cierto tipo de
información que solo podían haberle facilitado antepasados suyos fallecidos
muchos años antes.
Pero las
actividades secretas de Curwen no cesaron, ni mucho menos, con aquel cambio.
Por el contrario, tendieron a aumentar,
con lo cual fue dejando más y más sus negocios en manos de capitanes unidos a
él por lazos de temor tan poderosos como habían sido anteriormente los de la
miseria. Abandonó el comercio de esclavos alegando que los beneficios que le
reportaba eran cada vez menores. Pasaba casi todo el tiempo en su granja de Pawtuxet,
aunque de vez en cuando alguien decía haberle visto en lugares muy cercanos a
cementerios, con lo que las gentes se preguntaron hasta qué punto habrían
cambiado realmente las antiguas costumbres del comerciante. Ezra Weeden, a
pesar de que sus períodos de espionaje eran necesariamente breves e
intermitentes debido a los viajes que le imponía su profesión, poseía una
vengativa persistencia de que carecían ciudadanos y campesinos, y sometía las
idas y venidas de Curwen a una vigilancia mayor de la que nunca conocieran.
Muchas de las
extrañas maniobras de los barcos del comerciante habían sido atribuidas a lo
inestable de aquella época en que los colonos parecían decididos a eludir como
fuera las estipulaciones del Acta del Azúcar. El contrabando era cosa habitual
en la Bahía de Narragansett y los desembarcos nocturnos de importaciones
ilícitas estaban a la orden del día. Pero Weeden, que seguía noche tras noche a
las embarcaciones que zarpaban de los muelles de Curwen, no tardó en
convencerse de que no eran únicamente los barcos de la armada de Su Majestad lo
que el siniestro traficante deseaba evitar. Con anterioridad al cambio de 1766,
aquellas embarcaciones habían transportado principalmente negros encadenados,
que eran desembarcados en un punto de la costa situado al norte de Pawtuxet, y
conducidos posteriormente campo a traviesa hasta la granja de Curwen, donde se
les encerraba en aquel enorme edificio de piedra que tenía estrechas troneras
en vez de ventanas. Pero a partir de 1766 todo cambió. La importación de
esclavos cesó repentinamente y durante una temporada Curwen interrumpió las
navegaciones nocturnas. Luego, en la primavera de 1767, las embarcaciones
volvieron a zarpar de los muelles oscuros y silenciosos para cruzar la bahía y
llegar a Nanquit Point, donde se encontraban con barcos de tamaño considerable
y aspecto muy diverso de los que recibían cargamento. Los marineros de Curwen
desembarcaban luego la mercancía en un punto determinado de la costa y desde
allí la transportaban a la granja, dejándola en el mismo edificio de piedra que
había dado alojamiento a los negros. El cargamento consistía casi enteramente
en cajones, de los cuales gran número tenía una forma oblonga, forma que
recordaba ominosamente la de los ataúdes.
Weeden
vigilaba la granja con incansable asiduidad, visitándola noche tras noche
durante largas temporadas. Raramente dejaba pasar una semana sin acercarse a
ella excepto cuando el terreno estaba cubierto de nieve, en la que habría
dejado impresas sus huellas, y aun en esos días se aproximaba lo más posible
cuidando de no salirse de la vereda o de caminar sobre el hielo del río vecino
a la granja, con el fin de poder ver si había rastros de pisadas en torno a la
casa. Para no interrumpir la vigilancia durante las ausencias que le imponía su
trabajo, se puso de acuerdo con un amigo que solía beber con él en la taberna,
un tal Eleazar Smith, que desde entonces le sustituyó en su tarea. Entre los
dos pudieron haber hecho circular rumores extraordinarios, y si no lo hicieron,
fue solamente porque sabían que publicar ciertas cosas habría tenido el efecto
de alertar a Curwen haciéndoles imposible toda investigación posterior, cuando
lo que ellos querían era enterarse de algo concreto antes de pasar a la acción.
De todos modos lo que averiguaron debió ser realmente sorprendente. En más de
una ocasión dijo Charles Ward a sus padres cuánto lamentaba que Weeden hubiese
quemado su cuaderno de notas. Lo único que se sabe de sus descubrimientos es lo
que Eleazar Smith anotó en un diario, no muy coherente por cierto, y lo que
otros autores de diarios íntimos y cartas repitieron después tímidamente, es
decir, que la propiedad campestre era solamente tapadera de una peligrosa
amenaza cuya profundidad escapaba a toda comprensión.
Se cree que
Weeden y Smith quedaron convencidos al poco tiempo de comenzar sus
investigaciones de que por debajo de la granja se extendía una red de
catacumbas y túneles habitados por numerosas personas además del viejo indio y
su esposa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVII, con una enorme
chimenea central y ventanas romboides y enrejadas, y el laboratorio se hallaba
en la parte norte, donde el tejado llegaba casi hasta el suelo. El edificio
estaba completamente aislado, pero, a juzgar por las distintas voces que se
oían en su interior a las horas más inusitadas, debía llegarse a él a través de
secretos pasadizos subterráneos. Aquellas voces, hasta 1766, consistían en
murmullos y susurros de negros mezclados con gritos espantosos y extraños
cánticos o invocaciones. A partir de aquella fecha, se convirtieron en
explosiones de furor frenético, ávidos jadeos y gritos de protesta proferidos
en diversos idiomas, todos ellos conocidos por Curwen, que provocaban réplicas
teñidas en muchos casos de un acento de reproche o de amenaza.
A veces
parecía que había varias personas en la casa: Curwen, varios prisioneros y los
guardianes de estos. Había acentos que ni Weeden ni Smith habían oído jamás, a
pesar de su extenso conocimiento de puertos extranjeros, y otros que identificaban
como pertenecientes a una u otra nacionalidad. Sonaba aquello como una especie
de catequesis o como si Curwen estuviera arrancando cierta información a unos
prisioneros aterrorizados o rebeldes.
Había recogido
Weeden en su cuaderno al pie de la letra fragmentos de conversaciones en
inglés, francés y español, las lenguas que él conocía y que con más frecuencia
utilizaba Curwen, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado. Afirmaba
el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos relativos al pasado de varias
familias de Providence, la mayoría de las preguntas y respuestas que pudo
entender se referían a cuestiones históricas o científicas a veces
pertenecientes a épocas y lugares muy remotos. En cierta ocasión, por ejemplo,
un personaje que se mostraba a ratos enfurecido y a ratos adusto, fue
interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Príncipe Negro en Limoges
en 1370 como si la masacre hubiera obedecido a un motivo secreto que él debiera
conocer. Curwen le preguntó al prisionero -si es que era prisionero si el
motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar de la vieja
Cripta romana sita bajo la catedral, o el hecho de que el Hombre Oscuro del
Alto Aquelarre de Viena hubiera pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesta
a sus preguntas, el inquisidor recurrió, al parecer, a medidas extremas, ya que
se oyó un terrible alarido seguido de un extraño silencio y el ruido de un
cuerpo que caía.
Ninguno de
aquellos coloquios tuvo testigos oculares, ya que las ventanas estaban siempre
cerradas y veladas por cortinas. Sin embargo, en cierta ocasión, durante un
diálogo mantenido en un idioma desconocido, Weeden vio una sombra a través de
una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a uno de los muñecos de un
espectáculo que había presenciado en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764,
cuando un hombre de Germantown, Pensilvania, había dado una representación
anunciada como «Vista de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la cual están
representadas Jerusalén, el Templo de Salomón, su Trono Real, las Famosas
Torres y Colinas, así como los sufrimientos de Nuestro Salvador desde el Huerto
de Getsemaní hasta la Cruz del Gólgota, una valiosa obra de imaginería digna de
verse». Fue en aquella ocasión cuando el oyente, que se había acercado más de
la cuenta a la ventana de la sala donde tenía lugar la conversación, dio un
respingo que alertó a la pareja de indios, los cuales le soltaron los perros.
Desde aquella noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casa, y
Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen había trasladado su campo
de acción a las regiones inferiores.
Que tales
regiones existían, parecía un hecho cierto. Débiles gritos y gemidos surgían de
la tierra de vez en cuando en lugares muy apartados de la vivienda, y cerca de
la orilla del río, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía
suavemente hasta el valle del Pawtuxet, se encontró, oculta entre arbustos, una
puerta de roble en forma de arco y encajada en un marco de pesada mampostería
que constituía evidentemente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la
colina. Weeden no podía decir cuándo ni cómo habían sido construidas aquellas
catacumbas, pero sí se refería con frecuencia a la facilidad con que por el río
podían haber llegado hasta aquel lugar grupos de trabajadores. Era evidente que
Joseph Curwen encomendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las
intensas lluvias de la primavera de 1769, los dos jóvenes vigilaron atentamente
las empinadas márgenes del río para comprobar si las aguas ponían al
descubierto algún secreto soterrado, y su paciencia se vio recompensada con el
espectáculo de una profusión de huesos humanos y de animales en aquellos
lugares donde el agua había excavado unas profundas depresiones. Naturalmente,
el hallazgo podía tener diversas explicaciones dado que en la granja cercana se
criaba ganado y que por aquellos parajes abundaban los cementerios indios, pero
Weeden y Smith prefirieron sacar del descubrimiento sus propias conclusiones.
En enero de
1770, mientras Weeden y Smith se devanaban inútilmente los sesos tratando de
encontrar una explicación a aquellos desconcertantes sucesos, ocurrió el
incidente del Fortaleza. Exasperado
por la quema del buque aduanero Liberty
ocurrida en Newport el verano anterior, el almirante Wallace, que mandaba la
flota encargada de la vigilancia de aquellas costas, ordenó que se extremara el
control de los barcos extranjeros, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majestad
Cygnet capturó tras corta persecución
a la chalana Fortaleza, de Barcelona,
España, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana había zarpado, según el
diario de navegación, de El Cairo, Egipto, con destino a Providence.
Cuidadosamente registrada en busca de material de contrabando, la chalana
reveló el hecho asombroso de que su cargamento consistía exclusivamente en
momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A. B. C.», quien debía acudir
a recoger la mercancía a la altura de Nanquit Point y cuya identidad el capitán
Arruda se negó a revelar. El vicealmirante Court, de Newport, no sabiendo qué
hacer ante la naturaleza de aquel cargamento, que, si bien no podía ser
calificado de contrabando, tampoco se atenía, por el secreto con que era
transportado, a las normas legales, dejó a la chalana en libertad prohibiéndola
atracar en las aguas de Rhode Island. Más tarde circuló el rumor de que había
sido vista a la altura de Boston, aunque nunca llegó a entrar en aquel puerto.
El extraño
incidente fue muy comentado en Providence y pocos fueron los que dudaron que
existiera alguna relación entre el extraño cargamento de momias y el siniestro
Joseph Curwen. Nadie que supiera de sus exóticos estudios y extrañas
importaciones de productos químicos, a más de la afición que sentía por los
cementerios, necesitó mucha imaginación para conectar su nombre con un
cargamento que no podía ir destinado a ningún otro habitante de Providence.
Probablemente
apercibido de aquella lógica sospecha, Curwen procuró dejar caer en varias
ocasiones ciertas observaciones acerca del valor químico de los bálsamos
contenidos en las momias pensando, quizá, revestir así al asunto de cierta
normalidad, pero sin admitir jamás que tuviera participación alguna en él.
Weeden y Smith no tuvieron por su parte ninguna duda acerca del significado del
incidente y continuaron elaborando las más descabelladas teorías respecto a
Curwen y sus
monstruosos trabajos.
Durante la
primavera siguiente, al igual que había sucedido el año anterior, llovió mucho,
y con tal motivo los dos jóvenes sometieron a estrecha vigilancia la orilla del
río situada a espaldas de la granja de Curwen. Las aguas arrastraron gran
cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de huesos, pero no
quedó a la vista ningún camino subterráneo. Sin embargo, algo se rumoreó por
aquel entonces en la aldea de Pawtuxet, situada a una milla de distancia y
junto a la cual el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos
formando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones antiguos trepan por
la colina desde el rústico puente y las lanchas pesqueras se mecen ancladas a
los soñolientos muelles, se habló de cosas misteriosas que arrastraban las
aguas y que permanecían flotando unos segundos antes de precipitarse, corriente
abajo, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el Pawtuxet es un río muy
largo que pasa a través de regiones habitadas en las que abundan los
cementerios, y cierto que las lluvias primaverales habían sido muy intensas,
pero a los pescadores de los alrededores del puente no les gustó la horrible
mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en que gritaron otros
que habían perdido toda semejanza con las cosas que habitualmente gritan.
Weeden estaba ausente por entonces, pero los rumores llegaron a oídos de Smith,
que se apresuró a dirigirse a la orilla del río, donde halló evidentes
vestigios de amplias excavaciones. No había quedado al descubierto, sin
embargo, la entrada a ningún túnel, sino muy al contrario, una pared sólida
mezcla de tierra y ramas recogidas más arriba. Smith empezó a cavar en algunos
lugares, pero se dio por vencido al ver que sus intentos eran vanos, o, quizá,
al temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver lo que habría
hecho el obstinado y vengativo Weeden de haberse encontrado allí en esos
momentos.
3
En el otoño de
1770, Weeden decidió que había llegado el momento de hablar a otros de sus
descubrimientos, ya que poseía un gran número de datos, y disponía de un
testigo ocular para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán
de venganza le habían hecho imaginar cosas que no existían. Como primer
confidente escogió al capitán James Mathewson, del Enterprise, que por una parte le conocía lo suficiente para no
dudar de su veracidad, y, por otra, tenía la suficiente influencia en la ciudad
para hacerse escuchar a su vez con respeto. La conversación tuvo lugar cerca
del puerto, en una habitación de la parte alta de la Taberna de Sabin, y en
presencia de Smith, que podía corroborar cada una de las afirmaciones de
Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresionado. Como casi todo el
mundo en la ciudad, albergaba sus sospechas acerca del siniestro Joseph Curwen,
de modo que aquella confirmación y ampliación de datos le bastó para
convencerse totalmente.
Al final de la
conferencia estaba muy serio y requirió a los dos jóvenes para que guardaran
absoluto silencio. Dijo que él se encargaría de transmitir separadamente la
información a los ciudadanos más cultos e influyentes de Providence, de recabar
su opinión, y de seguir el consejo que pudieran ofrecerle. En cualquier caso,
era esencial la mayor discreción, ya que el asunto no podía ser confiado a las
autoridades de la ciudad y convenía que no llegara a oídos de la excitable
multitud para evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salem, ocurrido
hacía menos de un siglo y que había provocado la huida de Curwen de aquella
ciudad.
Las personas
más indicadas para conocer el caso eran, en su opinión, el doctor Benjamin
West, cuyo estudio sobre el último tránsito de Venus demostraba que era un
auténtico erudito así como un agudo pensador; el reverendo James Manning,
rector de la universidad, que había llegado hacía poco de Warren y se hospedaba
provisionalmente en la nueva escuela de King Street en espera de que terminaran
su propia vivienda en la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el
exgobernador Stephen Hopkins, que había sido miembro de la Sociedad Filosófica
de Newport y era hombre de amplias miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown,
John, Joseph, Nicholas y Moses, magnates de la localidad; el anciano doctor
Jabez Bowen, cuya erudición era considerable y tenía información de primera
mano acerca de las extrañas adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham
Whipple, un hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si había que
tomar alguna medida «activa». Aquellos hombres, si todo iba bien, podían
reunirse finalmente para llevar a cabo una deliberación colectiva y en ellos
recaería la responsabilidad de decidir si había que informar o no al gobernador
de la Colonia, Joseph Wanton, residente en Newport, antes de adoptar ninguna
medida.
La misión del
capitán Mathewson tuvo más éxito del que esperaban, ya que, si bien un par de
aquellos confidentes se mostró algo escéptico en lo concerniente al posible
aspecto fantástico del relato de Weeden, todos coincidieron en la necesidad de
adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente que Curwen constituía una
amenaza en potencia para el bienestar de la ciudad y de la Colonia, amenaza que
había que eliminar a cualquier precio. A finales de diciembre de 1770, un grupo
de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Stephen Hopkins y discutieron
las medidas que podían adoptarse. Se leyeron con todo cuidado las notas que
Weeden había entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith fueron
llamados a presencia de la asamblea para que las confirmaran y añadieran
algunos detalles. Algo parecido al miedo se apoderó de todos los allí presentes
antes de que terminara la conferencia, pero a él se sobrepuso una implacable
decisión que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente con su
pintoresco léxico. No informarían al gobernador, porque era evidente la
necesidad de una acción extraoficial. Si Curwen poseía efectivamente poderes
ocultos, no podía invitársele por las buenas a que abandonara la ciudad, pues
tal invitación podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el
mejor de los casos, la expulsión del siniestro individuo solo significaría el
traslado a otro lugar de la amenaza que representaba. La ley era por entonces
letra muerta, y aquellos hombres que durante tantos años habían burlado a las
fuerzas reales no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el deber
requería su intervención en cuestiones más difíciles y delicadas. Decidieron
que lo mejor sería que una cuadrilla de soldados avezados sorprendiera a Curwen
en su granja de Pawtuxet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba
demostrado que era un loco que se divertía imitando voces distintas, le
encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo más grave y los secretos
soterrados resultaban ser realidad, le matarían a él y a todos los que le
rodeaban. El asunto debía llevarse con la mayor discreción y en caso de que
Curwen muriera no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de
ésta.
Mientras se
discutían aquellas graves medidas, ocurrió en la ciudad un incidente tan
terrible e inexplicable que durante algún tiempo no se habló de otra cosa en
varias millas a la redonda. Una noche del mes de enero resonaron por los
alrededores nevados del río, colina arriba, una serie de gritos que atrajeron
multitud de cabezas somnolientas a todas las ventanas. Los que vivían en las
inmediaciones de Weybosset Point vieron entonces una forma blanca que se
lanzaba frenéticamente al agua en el claro que se abre delante de la Cabeza del
Turco. Unos perros aullaron a lo lejos, pero sus aullidos se apagaron en cuanto
se hizo audible el clamor de la ciudad despierta. Grupos de hombres con
linternas y mosquetones salieron para ver que había ocurrido, pero su búsqueda
resultó infructuosa. Sin embargo, a la mañana siguiente, un cuerpo gigantesco y
musculoso fue hallado, completamente desnudo, en las inmediaciones de los
muelles meridionales del Puente Grande, entre los hielos acumulados junto a la
destilería de Abbott. La identidad del cadáver se convirtió en tema de
interminables especulaciones y habladurías. Los más viejos intercambiaban
furtivos murmullos de asombro y de temor, ya que aquel rostro rígido, con los
ojos desorbitados por el terror, despertaba en ellos un recuerdo: el de un
hombre muerto hacía ya más de cincuenta años.
Ezra Weeden
presenció el hallazgo y, recordando los ladridos de la noche anterior, se
adentró por Weybosset Street y por el puente de Muddy Dock, en dirección al
lugar de donde procedía el sonido. Cuando llegó al límite del barrio habitado,
al lugar donde se iniciaba la carretera de Pawtuxet, no le sorprendió hallar
huellas muy extrañas en la nieve. El gigante desnudo había sido perseguido por
perros y por muchos hombres que calzaban pesadas botas, y el rastro de los
canes y sus dueños podía seguirse fácilmente. Habían interrumpido la
persecución temiendo acercarse demasiado a la ciudad. Weeden sonrió torvamente
y decidió seguir las huellas hasta sus orígenes. Partían, como había supuesto,
de la granja de Joseph Curwen, y habría seguido su investigación de no haber
visto tantos rastros de pisadas en la nieve. Dadas las circunstancias, no se
atrevió a mostrarse demasiado interesado a plena luz del día. El doctor Bowen,
a quien Weeden informó inmediatamente de su descubrimiento, llevó a cabo la
autopsia del extraño cadáver y descubrió unas peculiaridades que le
desconcertaron profundamente. El tubo digestivo no parecía haber sido utilizado
nunca, en tanto que la piel mostraba una tosquedad y una falta de trabazón que
el galeno no supo a qué atribuir. Impresionado por lo que los ancianos
susurraban acerca del parecido de aquel cadáver con el herrero Daniel Green,
fallecido hacía ya diez lustros, y cuyo nieto, Aaron Moppin, era sobrecargo al
servicio de Curwen, Weeden procuró averiguar dónde habían enterrado a Green.
Aquella noche, un grupo de diez hombres visitó el antiguo Cementerio del Norte
y excavó la fosa. Tal como Weeden había supuesto, la encontraron vacía.
Mientras
tanto, se había dado aviso a los portadores del correo para que interceptaran
la correspondencia del misterioso personaje, y poco después del hallazgo de
aquel cuerpo desnudo, fue a parar a manos de la junta de ciudadanos interesados
en el caso una carta escrita por un tal Jedediah Orne, vecino de Salem, que les
dio mucho que pensar. Charles Ward encontró un fragmento de dicha misiva
reproducida en el archivo privado de cierta familia. Decía lo siguiente:
«Satisfáceme en extremo que
continúe su merced el estudio de las Viejas Materias a su modo y manera, y
mucho dudo que el señor Hutchinson de Salem obtuviera mejores resultados.
Ciertamente fue muy grande el espanto que provocó en él la Forma que evocara, a
partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte. No tuvo los efectos
deseados lo que su merced nos envió, ya fuera porque faltaba algo, o porque las
palabras no eran las justas y adecuadas, bien porque me equivocara yo al
decirlas, bien porque se confundiera su merced al copiarlas. Tal cual estoy,
solo, no hallo qué hacer. Carezco de los conocimientos de química necesarios
para seguir a Borellus y no acierto a descifrar el Libro VII del Necronomicon que me recomendó. Quiero
encomendarle que observe en todo momento lo que su merced nos encareció, a
saber, que ejercite gran cautela respecto a quién evoca y tenga siempre
presente lo que el señor Mather escribió en sus acotaciones al... en que
representa verazmente tan terrible cosa. Encarézcole no llame a su presencia a
nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún
poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos. Es
menester que llame a las Potencias Menores no sea que las Mayores no quieran
responderle o le excedan en poder. Me espanta saber que conoce su merced cuál
es el contenido de la Caja de Ebano de Ben Zarisnatnik, porque de la noticia
deduzco quién le reveló el secreto. Ruégole otra vez que se dirija a mí
utilizando el nombre de Jedediah y no el de Simon. Peligrosa es esta ciudad para
el hombre que quiere sobrevivir y ya tiene conocimiento su merced de mi plan
por medio del cual volví al mundo bajo la forma de mi hijo. Ardo en deseos de
que me comunique lo que Sylvanus Codicus reveló al Hombre Negro en su cripta,
bajo el muro romano, y le agradeceré me envíe el manuscrito de que me habla.»
Otra misiva,
ésta procedente de Filadelfia y carente de firma, provocó igual preocupación,
especialmente el siguiente pasaje:
«Tal como me encarece su
merced, le enviaré las cuentas sólo por medio de sus naves, aunque nunca sé con
certeza cuándo esperar su llegada. Del asunto de que hablamos necesito
únicamente una cosa más, pero quiero estar seguro de haber entendido
exactamente todas sus recomendaciones. Díceme que para conseguir el efecto
deseado no debe faltar parte alguna, pero bien sabe su merced cuán difícil es
proveerse de todo lo necesario. Juzgo tan trabajoso como peligroso sustraer la
Caja entera, y en las iglesias de la villa (ya sea la de San Pedro, la de San
Pablo, la de Santa María o la del Santo Cristo), es de todo punto imposible
llevarlo a cabo, pero sé bien que lo que lograra evocar el octubre pasado tenía
muchas imperfecciones y que hubo de utilizar innumerables especímenes hasta dar
en 1766 con la Forma adecuada. Por todo ello reitero que me dejaré guiar en
todo momento por las instrucciones que tenga a bien darme su merced. Espero
impaciente la llegada de su bergantín y pregunto todos los días en el muelle
del señor Biddle.»
Una tercera
carta, igualmente sospechosa, estaba escrita en idioma extranjero y con
alfabeto desconocido. En el diario que luego hallara Charles Ward, Smith había
reproducido torpemente una determinada combinación de caracteres que vio
repetida en ella varias veces. Los especialistas de la Universidad de Brown determinaron
que tales caracteres correspondían al alfabeto amhárico o abisinio, pero no
lograron identificar la palabra en cuestión. Ninguna de las tres cartas llegó
jamás a manos de Curwen, aunque el hecho de que Jedediah Orne desapareciera al
poco tiempo de Salem, demuestra que los conjurados de Providence habían tomado
ciertas medidas con toda discreción. La Sociedad Histórica de Pensilvania posee
también una curiosa carta escrita por un tal doctor Shippen en que se menciona
la llegada a Filadelfia por aquel entonces de un extraño personaje. Pero,
mientras, algo más importante se tramaba. Los principales frutos de los
descubrimientos de Weeden resultaron de las reuniones secretas de marineros y
mercenarios juramentados que tenían lugar durante la noche en los almacenes de
Brown. Lenta, pero seguramente, se iba elaborando un plan de campaña destinado
a eliminar, sin dejar rastro, los siniestros misterios de Joseph Curwen.
A pesar de
todas las precauciones adoptadas para que no reparara en la vigilancia de que
era objeto, el siniestro personaje debió observar que algo anormal ocurría, ya
que a partir de entonces pareció siempre muy preocupado. Su calesa era vista a
todas horas en la ciudad y en la carretera de Pawtuxet, y poco a poco fue
abandonando el aire de forzada amabilidad con que últimamente había tratado de
combatir los prejuicios de la ciudad.
Los vecinos
más próximos a su granja, los Fenner, vieron una noche un gran chorro de luz
que brotaba de alguna abertura del techo de aquel edificio de piedra que tenía
troneras en vez de ventanas, acontecimiento que comunicaron rápidamente a John
Brown. Se había convertido éste en jefe del grupo decidido a terminar con
Curwen, y con tal fin había informado a los Fenner de sus propósitos, lo cual
consideró necesario debido a que los granjeros habían de ser testigos
forzosamente del ataque final. Justificó el asalto diciendo que Curwen era un
espía de los oficiales de aduanas de Newport, en contra de los cuales se alzaba
en aquellos días todo fletador, comerciante o granjero de Providence, abierta o
clandestinamente. Si los vecinos de Curwen creyeron o no el embuste, es cosa
que no se sabe con certeza, pero lo cierto es que se mostraron más que
dispuestos a relacionar cualquier manifestación del mal con un hombre que tan
extrañas costumbres demostraba. El señor Brown les había encargado que
vigilaran la granja de Curwen y, en consecuencia, le informaban puntualmente de
todo incidente que tuviera lugar en la propiedad en cuestión.
4
La
probabilidad de que Curwen estuviera en guardia y proyectara algo anormal, como
sugería aquel chorro de luz, precipitó finalmente la acción tan cuidadosamente
planeada por el grupo de ciudadanos. Según el diario de Smith, casi un centenar
de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de abril de 1771 en la
gran sala de la Taberna Thurston, al otro lado del puente de Weybosset Point.
Entre los cabecillas, además de John Brown, figuraban el doctor Bowen, con su
maletín de instrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su peluca (que se
tenía por la mayor en las Colonias); el gobernador Hopkins, envuelto en su capa
negra y acompañado de su hermano Eseh, al cual había iniciado en el último
momento con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capitán
Mathewson y el capitán Whipple, encargado de dirigir la expedición. Los jefes
conferenciaron aparte en una habitación trasera, después de lo cual el capitán
Whipple se presentó en la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas
instrucciones. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición
esperando la llegada de Ezra Weeden, que había sido encargado de no perder de
vista a Curwen y de informar de la marcha de su calesa hacia la granja.
Alrededor de
las diez y media se oyó el ruido de unas ruedas que pasaban sobre el Puente
Grande y no hubo necesidad de esperar a Weeden para saber que Curwen había
salido en dirección a la siniestra granja. Poco después, mientras la calesa se
alejaba en dirección al puente de Muddy Dock, apareció Weeden. Los hombres se
alinearon silenciosamente en la calle empuñando los fusiles de chispa, las
escopetas y los arpones balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith
formaban parte del grupo, y, de los ciudadanos deliberantes, se encontraban
allí dispuestos al servicio activo el capitán Whipple, en calidad de jefe de la
expedición, el capitán Eseh Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el
capitán Mathewson y el doctor Bowen, junto con Moses Brown, que había llegado a
las once y estuvo ausente, por lo tanto, de la sesión preliminar en la taberna.
El grupo emprendió la marcha sin dilación, encaminándose hacia la carretera de
Pawtuxet. Poco más allá de la iglesia de Elder Snow, algunos de los hombres se
volvieron a mirar la ciudad dormida bajo las estrellas primaverales. Torres y chapiteles
elevaban sus formas oscuras mientras que del norte llegaba una suave brisa con
regusto a sal. La estrella Vega se elevaba al otro lado del agua, sobre la alta
colina coronada de una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edificio
de la universidad, aún en construcción. Al pie de la colina y en torno a las
callejuelas que descendían ladera abajo, dormía la ciudad, la vieja Providence,
por cuyo bien y seguridad estaban a punto de aplastar blasfemia tan colosal.
Una hora y
cuarto después los expedicionarios llegaban, tal como estaba previsto, a la
granja de los Fenner, donde oyeron el informe final acerca de las actividades
de Curwen. Había llegado a la granja media hora antes e inmediatamente después
había surgido una extraña luz a través del techo del edificio de piedra, aunque
las troneras que hacían las veces de ventanas seguían tan oscuras como solían
estarlo últimamente. Mientras los recién llegados escuchaban esta noticia se
vio otro resplandor elevarse en dirección al sur, con lo cual los
expedicionarios supieron sin la menor duda que habían llegado a un escenario
donde iban a presenciar maravillas asombrosas y sobrenaturales. El capitán
Whipple ordenó que sus fuerzas se dividieran en tres grupos: uno de veinte
hombres al mando de Eleazar Smith, que hasta que su presencia fuera necesaria
en la granja habría de apostarse en el embarcadero e impedir la intervención de
posibles refuerzos enviados por Curwen; un segundo grupo de otros tantos
hombres dirigidos por el capitán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por
el valle del río situado a espaldas de la granja y de derribar con hachas, o
pólvora en caso necesario, la puerta de roble descubierta por Weeden; y un
tercer grupo que atacaría de frente la granja y el edificio contiguo. De este
último grupo, una tercera parte, al mando del capitán Mathewson, iría
directamente al edificio de piedra, otra tercera parte seguiría al capitán
Whipple hasta el edificio principal de la granja, y el resto formaría un
círculo alrededor de los dos edificios para acudir al oír una señal de
emergencia adonde su presencia se hiciera más necesaria.
El grupo que
había de penetrar por el valle derribaría la puerta al oír una única señal de
silbato y capturaría todo aquello que surgiera de las regiones inferiores. Al
oír dos veces seguidas el sonido del silbato, avanzaría por el pasadizo para
enfrentarse al enemigo o unirse al resto del contingente. El grupo encargado de
atacar el edificio de piedra interpretaría los sonidos del silbato de manera
análoga; al oír el primero derribarían la puerta, y al oír los segundos
examinarían cualquier pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían
a sus compañeros en el combate que suponían habría de tener lugar en esas
cavernas. Una tercera señal constituiría la llamada de emergencia al grupo de
reserva; sus veinte hombres se dividirían en dos equipos que se internarían
respectivamente por la puerta de roble y en el edificio de piedra. La certeza
del capitán Whipple acerca de existencia de catacumbas en la propiedad era tan
absoluta, que no dudó ni por un momento en tenerla en cuenta al elaborar sus
planes. Llevaba con él un silbato de sonido muy agudo para que nadie
confundiera las señales. El grupo apostado junto al embarcadero naturalmente no
podría oírlo. De requerirse su ayuda, se haría necesario el envío de un
mensajero. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la orilla
del río mientras que el presidente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al
grupo destinado a asaltar el edificio de piedra. El doctor Bowen y Ezra Weeden
se unieron al destacamento de Whipple que tenía a su cargo el ataque al
edificio central de la granja. La operación comenzaría tan pronto como un
mensajero del capitán Hopkins hubiera notificado al capitán Whipple que el grupo
del río estaba en su puesto. Whipple haría sonar entonces el silbato y los
grupos atacarían simultáneamente los tres puntos convenidos. Poco antes de la
una de la madrugada, los tres destacamentos salieron de la granja de Fenner,
uno en dirección al embarcadero, otro en dirección a la puerta de la colina, y
el tercero, tras subdividirse, en dirección a los edificios de la granja de
Curwen.
Eleazar Smith,
que acompañaba al grupo que se dirigía al embarcadero, registra en su diario
una marcha silenciosa y una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la
bahía. Luego se oyó la señal de ataque, seguida de una explosión de aullidos y
de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparos, y el propio Smith captó
acentos de una voz atronadora que resonaba en el aire. Poco antes del amanecer,
un aterrorizado mensajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de
un hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y dijo a los hombres
que regresaran silenciosamente a sus hogares y no volvieran a pensar jamás en
lo que había sucedido aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El
aspecto del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que sus palabras
no habrían podido causar por sí solas; a pesar de ser un marinero conocido por
la mayoría de ellos, algo oscuro había perdido o ganado su alma, algo que le
situaba en un mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontraron a
otros antiguos compañeros que se habían adentrado en las regiones del horror.
La mayoría de ellos habían adquirido o perdido algo misterioso o
indescriptible. Habían visto, oído o captado algo que no estaba destinado al
entendimiento humano y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo
sucedido, porque hasta para el más común de los instintos mortales existen
fronteras insalvables. En cuanto al grupo del embarcadero, el espanto indecible
que les transmitió aquel único mensajero selló también sus labios. Pocos son
los rumores que de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único
testimonio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios.
Charles Ward,
sin embargo, descubrió otra vaga fuente de información en algunas cartas de los
Fenner que encontró en New London, donde sabía que había vivido otra rama de la
familia. Parece ser que los vecinos de Curwen, desde cuya casa era visible la
granja condenada, habían presenciado la partida de las columnas expedicionarias
y habían oído claramente los furiosos ladridos de los perros sucedidos por la
explosión que precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían seguido
la elevación de un gran chorro de luz procedente del edificio de piedra, y,
poco después, el resonar de disparos de mosquetón y de escopeta acompañados de
unos horribles gritos que el autor de la carta, Luke
Fenner, había reproducido por
escrito del siguiente modo: «Whaaaaarrr...
Rwhaaarrr». Eran aquellos gritos, sin embargo, de una calidad que la simple
escritura no podía reproducir, y el corresponsal mencionaba el hecho de que su
madre se había desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuerza,
mezclados esta vez con otros disparos y una sorda explosión que tuvo lugar al
otro lado del río, Alrededor de una hora después todos los perros empezaron a
ladrar espantosamente y la tierra pareció estremecerse hasta el punto de que
los candelabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un
intenso olor a azufre y, según el padre de Luke Fenner, fue entonces cuando se
oyó la tercera señal, es decir, la de emergencia, aunque el resto de la familia
no llegó a percibirla. Volvieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito
menos agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedido, una especie
de tos gutural, de gorgoteo indescriptible que si se juzgó grito, fue más por
su continuidad y por el impacto sicológico que causara, que por su valor
acústico real.
Luego se vio
una forma envuelta en llamas en los alrededores de la granja de Curwen y se
oyeron gritos de hombres aterrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y
la forma flamígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma envuelta
en fuego, y se oyó claramente un débil grito humano. Fenner, según dice en su
carta, pudo murmurar, entre el horror que sentía, unas cuantas palabras: «Señor
Todopoderoso, protege a tu cordero». Siguieron más disparos y la segunda forma
se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi tres cuartos de hora.
Al cabo de este tiempo el pequeño Arthur Fenner, hermano de Luke, dijo ver «una
niebla roja» que ascendía hacia las estrellas desde la granja maldita. Nadie más
que el chiquillo fue testigo del hecho, pero Luke admitía que en aquel mismo
instante se arquearon los lomos y se erizaron los cabellos de los tres gatos
que se encontraban en la habitación.
Cinco minutos
después sopló un viento helado y el aire se llenó de un hedor tan insoportable
que sólo la fuerte brisa del mar pudo impedir que fuera captado por el grupo
apostado junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en la aldea
de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los que Fenner hubiera
conocido basta entonces y producía una especie de miedo amorfo, penetrante,
mucho más intenso que el que puede causar una tumba o un osario. Casi
inmediatamente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la oyeron
pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar los cristales de las
ventanas mientras sus ecos se apagaban. Era profunda y musical, poderosa como
un órgano, pero maldita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre
pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desconocido, pero Luke
Fenner trató de reproducirlo así: «DESMES... JESHET... BONEDOSEFEDUVEMA...
ENTTEMOSS». Hasta el año 1919 nadie relacionó aquella burda transcripción con
ninguna fórmula conocida, pero Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirándola
había denunciado, con un estremecimiento, como la más terrorífica de las
invocaciones de la magia negra.
Un coro de
gritos inconfundiblemente humanos pareció responder a aquella maligna
invocación desde la granja de Curwen, después de lo cual el misterioso hedor se
mezcló con otro igualmente insoportable. Un aullido distinto del griterío
anterior se dejo oír entonces, subiendo y bajando de tono en indescriptibles
paroxismos. A veces se hacía casi articulado, aunque ninguno de los que lo oían
pudieron captar ni una sola palabra conocida, y en un momento determinado
pareció acercarse a los límites de una risa histérica y diabólica. Luego, un
alarido aterrorizado y demente surgió de numerosas gargantas humanas, un
alarido que se oyó fuerte y claro a pesar de que evidentemente surgía de
enormes profundidades. A continuación, la oscuridad y el silencio lo
envolvieron todo. Unas espirales de humo acre ascendieron hasta las estrellas
aunque no se vio rastros de fuego, ni se observó al día siguiente que ningún edificio
hubiera desaparecido o resultado dañado en su estructura.
Hacia el
amanecer, dos asustados mensajeros con las ropas impregnadas de un hedor
monstruoso e inclasificable, llamaron a la puerta de los Fenner y pidieron un
barrilillo de ron que pagaron a muy buen precio, por cierto. Uno de ellos le
dijo a la familia que el caso de Joseph Curwen estaba resuelto y que los
acontecimientos de aquella noche no volverían a mencionarse nunca. En
definitiva, el único testimonio que queda de lo que se vio y oyó en aquella
noche son las furtivas cartas de Luke Fenner, quien por cierto, daba en ellas
instrucciones a su pariente para que las destruyera no bien las hubiera leído.
El hecho de que éste no obedeciera su orden impidió que el asunto cayera en un
total y misericordioso olvido. Tras interrogar detenidamente a los habitantes
de Pawtuxet guiado del deseo de descubrir tradiciones ancestrales, Charles Ward
añadió un detalle más a lo que había averiguado por medio de estas cartas. Un
anciano llamado Charles Slocum le confió que su abuelo le había hablado de un
rumor que corrió por entonces por el pueblo y según el cual, una semana después
de que se anunciara la muerte de Joseph Curwen, fue hallado en medio del campo
un cadáver desfigurado por las llamas. Lo sorprendente de este rumor era que
ese cuerpo, en la medida que podía deducirse del estado en que se hallaba, no
era ni enteramente humano ni semejante a ningún animal de que vecino alguno de
Pawtuxet tuviera la menor noticia.
5
Ninguno de los
hombres que participaron en aquella terrible expedición volvió a decir jamás
una sola palabra acerca de ella, y los vagos datos que se conocen hoy proceden
de personas ajenas al grupo de conjurados. Hay algo estremecedor en el cuidado
con que los expedicionarios destruyeron todo lo que aludía, de cerca o de
lejos, al asunto.
Ocho marineros
resultaron muertos, pero aunque los cuerpos no fueron entregados nunca a sus
familiares, estos quedaron satisfechos con la explicación de que había tenido
lugar un enfrentamiento con los aduaneros. La misma explicación justificó los
numerosos casos de heridas, todas ellas atendidas y vendadas por el doctor
Jabez Bowen, que había acompañado a la expedición. Más difícil de explicar
resultó aquel hedor indecible adherido al cuerpo de todos los expedicionarios,
cosa que se comentó durante semanas enteras. De los cabecillas de aquella
partida, el capitán Whipple y Moses Brown resultaron gravemente heridos. Varias
cartas escritas por sus esposas atestiguan el desconcierto que produjo en ellas
la reticencia de sus maridos respecto a sus venda]es. Lo cierto es que todos
los participantes recibieron una fuerte impresión. Por suerte eran hombres de
acción y de convicciones religiosas simples y ortodoxas, pues de haber sido más
introspectivos y dados a las complicaciones mentales, sin duda habrían caído
enfermos. El más afectado fue el presidente Manning, pero incluso él llegó,
según parece, a superar aquellos negros recuerdos a base de plegarias. Todos
los jefes de aquella expedición intervinieron más tarde en hechos decisivos y
es probablemente muy afortunado que así fuera. Poco más de un año después de
aquel asalto, el capitán Whipple encabezó el grupo que incendió la nave
aduanera Gaspee, hazaña que sin duda
contribuyó a borrar el recuerdo de las terribles imágenes que pudieran
sobrevivir en su memoria.
A la viuda de
Joseph Curwen le fue entregado un ataúd sellado, de plomo y de raro diseño, que
había sido hallado en la granja y que contenía, según dijeron, el cadáver de su
marido. Le explicaron que había muerto en lucha con los aduaneros y que no
convenía dar más detalles acerca del acontecimiento. Nadie se atrevió a hablar
del fin de Joseph Curwen, y Charles Ward contó con un solo indicio para
elaborar su teoría. Ese indicio era vago en extremo y consistía en un pasaje
subrayado de aquella carta que Jedediah Orne había enviado a Curwen, carta que
había sido confiscada y que Ezra Weeden había copiado en parte. Dicha copia se
hallaba ahora en posesión de los descendientes de Smith y a nosotros nos toca
decidir si Weeden se la entregó a su compañero después del ataque a la granja,
como testimonio de la anormalidad de lo que había ocurrido, o si, como es más
probable, Smith la tenía ya en su poder anteriormente y la había subrayado
después de sonsacar a su amigo interrogándole sabiamente. El pasaje subrayado
decía:
«Encarézcole no llame a su
presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a
su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos
recursos.»
A la luz de
este pasaje y pensando en los enemigos innombrables que un hombre acosado podía
invocar en su ayuda, Charles Ward pudo muy bien preguntarse si fue en verdad
algún ciudadano de Providence quien mató a Joseph Curwen.
La eliminación
deliberada de todo lo que en los anales de Providence pudiera recordar al
muerto, quedó grandemente facilitada por la influencia de los cabecillas de la
expedición, si bien estos no se propusieron en un primer momento ser tan
exhaustivos. Ocultaron a la viuda, al padre y a la hija de ésta, la verdad de
lo ocurrido, pero el capitán Tillinghast era hombre astuto y no tardaron en
llegar a sus oídos rumores que le llenaron de horror y le impulsaron a
solicitar el cambio de nombre para su hija y para su nieta. Quemó además la biblioteca
de su yerno y todos los documentos y borró la inscripción que figuraba en la
lápida de su tumba. Conocía perfectamente al capitán Whipple y probablemente
logró extraer de aquel rudo marino más información que ninguna otra persona
acerca del misterioso fin del siniestro brujo.
A partir de
entonces, se trató por todos los medios de borrar la memoria de Curwen, tarea
que llegó a alcanzar, por común acuerdo, a los archivos oficiales de la ciudad
y a los de la Gazette. Sólo puede
compararse aquel afán, en espíritu, al baldón que recayó sobre el nombre de
Oscar Wilde durante la década siguiente a su desgracia, y, en extensión, a la
suerte de aquel pecador Rey de Runagur del cuento de Lord Dunsany, al cual los
dioses condenaron no solamente a dejar de ser sino también a dejar de haber
sido.
La señora
Tillinghast, nombre con que se conoció a la viuda a partir de 1772, vendió la
casa de Olney Court y vivió con su padre en Powers Lane hasta su fallecimiento,
ocurrido en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todos, permaneció
solitaria a lo largo de los años y empezó a desmoronarse con increíble rapidez.
En 1780 sólo quedaban en pie las paredes de piedra y de mampostería, y en 1800
el lugar era un montón de ruinas. Nadie osaba traspasar la barrera de arbustos
que se alzaba en la ladera donde se había descubierto la puerta de roble, ni
nadie trató en mucho tiempo de hacerse una idea definitiva del escenario que
vio a Joseph Curwen partir de los horrores que él mismo había provocado.
Sólo se oyó en
cierta ocasión al capitán Whipple murmurar para su capote: «¡Maldito sea
ese...! No tenía derecho a reír mientras gritaba. Era como si el muy... tuviera
algún secreto. No quemé su... casa por un pelo.»
Una búsqueda y una
invocación
1
Charles Ward,
como hemos visto, averiguó en 1918 que descendía de Joseph Curwen. No es de
extrañar que inmediatamente brotara en él un profundo interés por todo lo
relacionado con ese misterio, ya que los vagos rumores que había oído acerca de
aquel personaje habían adquirido para él una importancia vital desde el momento
en que supo que por las venas de ambos corría la misma sangre. Ningún
genealogista que se preciara podía por menos de iniciar una búsqueda ávida y
sistemática de todo lo relativo a Curwen.
En sus
primeras investigaciones no manifestó la menor tentativa de guardar el secreto,
de modo que incluso el doctor Lyman vacila en fechar los comienzos de la locura
del joven en un período anterior a 1919. Hablaba libremente con su familia
-aunque a su madre no le complacía demasiado tener un antepasado como Curwen- y
con los funcionarios de los diversos museos y bibliotecas que frecuentaba. Al
acudir a los particulares en demanda de datos o documentos, no ocultaba el
objeto de sus pesquisas y compartía el divertido escepticismo con que eran
considerados los relatos de los autores de diarios y cartas. Pero sí solía
expresar una seria curiosidad por lo que realmente había ocurrido hacía siglo y
medio en la granja de Pawtuxet, cuyo emplazamiento trató inútilmente de
localizar, y por averiguar qué clase de individuo había sido Joseph Curwen.
Cuando dio con
el diario y los archivos de Smith y encontró la carta de Jedediah Orne, decidió
visitar Salem e investigar cuáles habían sido las actividades desarrolladas
allí por Curwen, cosa que llevó a cabo durante las vacaciones de Pascua de
1919. En el Instituto Essex, que conocía de anteriores estancias en la antigua
ciudad puritana de chapiteles ruinosos y tejados arracimados, fue recibido muy
amablemente. Allí tuvo ocasión de descubrir una gran cantidad de datos acerca
de su antepasado. Descubrió que había nacido el 18 de febrero de 1662 en
Salem-Village, pueblo que actualmente lleva el nombre de Danvers y que está
situado a unas siete millas de la ciudad, y que se había embarcado a la edad de
quince años para regresar con el habla, el vestir y los modales de un inglés en
1686, fecha en que se estableció en Salem. En aquella época apenas se
relacionaba con su familia y pasaba la mayor parte del tiempo enfrascado en la
lectura de libros que había traído de Europa y experimentando con extraños
productos químicos que le llegaban en barcos procedentes de Inglaterra, Francia
y Holanda. Ciertos viajes suyos por la región fueron objeto de muchos
comentarios y se asociaban con vagos rumores que hablaban de fogatas que ardían
por la noche en las colinas.
Los únicos
amigos íntimos de Curwen habían sido un tal Edward Hutchinson, de
Salem-Village, y un tal Simon Orne, de Salem. Se les veía a menudo
conferenciando por los alrededores del parque y las visitas entre ellos no eran
menos frecuentes. Hutchinson poseía una casa en las cercanías del bosque y se
decía que por la noche se oían en ella ruidos muy extraños. Se comentaba
también que recibía muchos visitantes de apariencia rara en extremo y que las
luces de sus ventanas no eran siempre del mismo color. Los conocimientos que
revelaba acerca de personas que habían muerto hacía mucho tiempo y de
acontecimientos pretéritos, se consideraban claramente sospechosos. Hutchinson
desapareció en la época del gran pánico de Salem y nunca volvió a saberse de
él. También Joseph Curwen se marchó en esa misma época, pero al poco se supo
que se había establecido en Providence. Simon Orne vivió en Salem hasta 1720,
cuando empezó a llamar la atención el hecho de que no envejeciera. En aquella
fecha desapareció, pero treinta años después se presentó un hijo suyo a
reclamar sus propiedades. La reclamación prosperó debido a que los documentos,
de puño y letra de Simon Orne, no dejaban lugar a dudas respecto a su
autenticidad. Jedediah Orne vivió en Salem hasta 1771, cuando ciertas cartas de
un grupo de ciudadanos de Providence destinadas al Reverendo Thomas Barnard y a
otros hombres de influencia provocaron su salida de la ciudad con rumbo
desconocido.
En el
Instituto Essex, el Ayuntamiento y la Oficina del Registro de la Propiedad
había ciertos documentos relativos a estos extraños sucesos, algunos de ellos
tan inofensivos como pueden ser un título de propiedad o una factura de venta,
y otros de naturaleza más misteriosa. En los archivos en que se guardaba toda
la documentación relativa a los procesos por brujería, había cuatro o cinco
alusiones inconfundibles. Por ejemplo, el testimonio que prestó un tal Hepzibah
Lawson el día 10 de julio de 1692 ante el Tribunal de Oyer y Terminen presidido
por el Juez Hawthorne y según el cual «cuarenta brujas y el Hombre Negro se
reunieron en los bosques situados detrás de la casa del señor Hutchinson». Un
hombre llamado Amity How declaró por su parte en la sesión del 8 de agosto ante
el juez Gedney que «El señor G. B. (George Burroughs) fue marcado por el diablo
la misma noche que lo fueron Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph
C., Susan P., Mehitable C., y Deborah B.». Existía también un catálogo de
la biblioteca de Hutchinson tal como se había encontrado ésta después de la
desaparición de su dueño, y un manuscrito sin terminar, escrito por el propio
Hutchinson en una clave que nadie pudo descifrar. Ward hizo sacar una copia del
manuscrito y empezó a trabajar en la clave. A partir del mes de agosto su tarea
fue cada vez más intensa y febril, y, a juzgar por su conducta y sus palabras,
puede suponerse que logró descifrarla en octubre o noviembre de aquel mismo
año. Sin embargo, Ward no dijo nunca nada concreto al respecto.
Pero el material
de mayor y más inmediato interés era el relativo a Orne. Ward no tuvo gran
dificultad en demostrar por medio de la caligrafía una cosa que ya había dado
por supuesta después de leer la carta dirigida a Curwen, es decir, que Simon
Orne y su pretendido hijo eran la misma persona. Tal como le decía Orne a su
amigo en la misiva, consideraba peligroso seguir viviendo en Salem, y, en
consecuencia, decidió pasar treinta años en el extranjero y volver a reclamar
sus propiedades como representante de una nueva generación de la familia. Orne
se había tomado el trabajo de destruir la mayor parte de su correspondencia,
pero los ciudadanos que decidieron pasar a la acción en 1771 encontraron y
conservaron unas cuantas cartas y documentos que despertaron su curiosidad.
Eran fórmulas crípticas y diagramas escritos por diferente mano, fórmulas y
diagramas que Ward hizo copiar o fotografiar cuidadosamente. Halló también una
carta sumamente misteriosa que reconoció inmediatamente como de puño y letra de
Joseph Curwen.
Esta carta de
Curwen, aunque sin constancia del año en que fue escrita, no podía ser
evidentemente la que dio lugar a la respuesta de Orne que había ido a caer en
manos de Ezra Weeden. Tras estudiarla cuidadosamente, Ward la fechó alrededor
de 1750. No estará de más reproducir aquí el texto completo como muestra del
estilo de un hombre de tan terrible y misteriosa historia. El destinatario era
un tal «Simon», pero el nombre aparece siempre tachado (Ward no podía decir si
por obra de su antepasado o del mismo Orne).
Providence, 1 mayo
Hermano:
A mi honorable y viejo amigo
y con el debido respeto hacia Aquel que servimos para su eterno Poder. Diríjome
a su merced para informarle de lo que debe saber en lo tocante al Ultimo
Extremo y qué hacer llegado el momento. No está en mi ánimo abandonar esta
ciudad ya que Providence no juzga con la dureza de otras partes las materias
que se salen de lo común. Encuéntrome atado por naves y mercancías y no puedo
obrar por ello como hizo su merced, a más de lo que mi granja de Pawtuxet
esconde en sus entrañas y que no esperaría mi vuelta bajo la forma de Otro.
Pero estoy igualmente
prevenido para el día en que la suerte me abandone y heme afanado largo tiempo
por hallar la manera de regresar luego del Trance. Topéme anoche con las
palabras que traen la presencia de YOGGESOTHOTHE y vi por primera vez aquel
rostro de que habla Ibn Schacabac en el... Y dijo que el Salmo III del Liber Damnatus encierra la Clave. Con el
Sol en la V Casa y Saturno en la III es menester dibujar el Pentágono de fuego
y recitar tres veces el Versículo Noveno. Y
de las semillas de lo Viejo nacerá lo Nuevo que mirará hacia atrás sin saber
qué buscar.
Nada de esto ocurrirá si no
tengo Heredero y si las Sales o el método para fabricarlas no están dispuestos
para él. Y llegado a este punto, confieso a su merced no haber dado todos los
pasos necesarios ni hallado lo suficiente. Prolóngase el proceso de fabricación
y hácese de día en día más difícil reunir y almacenar los especímenes
necesarios para ello, a pesar de lo mucho que me hago traer de las Indias.
Muestran curiosidad mis vecinos, aunque hasta el momento he conseguido
contenerla. Son en esto los caballeros peores que los plebeyos por ser aquéllos
más sosegados en sus juicios y más dignos de crédito. Mucho me temo que hayan
hablado ya Parson y Merritt, empero hasta el momento me considero a salvo. Las
sustancias químicas necesarias son fáciles de obtener por haber en la ciudad
dos buenas boticas, la del doctor Bowen y la de Sam Carew. Guíome siempre por
lo que aconseja Borellus y recurro con frecuencia al Libro VII de Abdul
Al-Hazred. Lo que descubra se lo comunicaré a su merced. Encarézcole se sirva
mientras tanto de las Invocaciones que le envío. Si desea verle a El, utilice
su merced la fórmula que le envío junto con esta carta. Recite sus versos cada
Noche de Difuntos y cada Noche de Viernes Santo y si los lee como es menester, Uno vendrá en años futuros que mirara hacia
atrás y que se valdrá de las Sales que su merced haya dejado, Job XIV, XIV.
Mucho me alegra saber que se
halla su merced otra vez en Salem y espero tener muy pronto el placer de verle.
Tengo un buen caballo de tiro y es muy probable que compre pronto un coche. Hay
uno ya en Providence (el del señor Merritt) aunque los caminos son muy malos.
Si se determina a venir, tome su merced la diligencia de Boston que pasa por
Dedham, Wrentham y Attleborough. En todas estas villas hay buenas Posadas.
Recomiéndole que duerma en Wrentham en la Posada del señor Bolcom; las camas
son mejores que en la Posada del señor Hatch. Coma empero en esta Ultima porque
la cocina es mejor. Si entra en Providence cruzando las cascadas de Patucket y
por el camino donde se halla la Taberna del señor Sayles, hallará mi casa
fácilmente. Se encuentra frente a la Posada del señor Epenetus Olney, en Town
Street y en la acera norte de Olney’s Court. La distancia desde Boston es de
unas XLIV millas.
Su sincero amigo y Servidor
en Almonsin-Metraton,
JOSEPHUS C.
Simon Orne
William’s Lane
Salem
Aquella carta
permitió a Ward localizar exactamente el hogar de Curwen en Providence, ya que
ninguno de los documentos que había encontrado hasta entonces daba datos tan
concretos. El hallazgo resultó aún más sorprendente porque aquella casa, que
había construido su antepasado en 1761 en el solar de otra más antigua, seguía
aún en pie en Olney Court y ya la conocía gracias a sus frecuentes paseos por
Stampers Hill. De hecho se encontraba a muy poca distancia de su hogar y estaba
habitada por una familia negra muy apreciada para trabajos domésticos tales
como lavar la ropa, limpiar o atender a los servicios de calefacción. El hecho
de encontrar en la lejana Salem datos sobre aquella casa que tanto había
significado en la historia de su propia familia, impresionó profundamente a
Ward, quien decidió explorarla inmediatamente después de su regreso a
Providence. Los párrafos más misteriosos de la carta, que interpretó como
simbólicos, le desconcertaron totalmente aunque cayó en la cuenta con un
estremecimiento de curiosidad de que el pasaje de la Biblia que en ella se
citaba -Job, 14, 14- era el versículo que dice: «Si muere un varón, ¿revivirá?
Todos los días de mi servicio esperaría hasta que llegase mi relevo.»
2
El joven Ward
llegó pues a Providence en un estado de agradable excitación y pasó el sábado
siguiente en prolongado y exhaustivo estudio de la casa de Olney Court. El
edificio, ahora en muy mal estado, no había sido nunca una mansión. Era
sencillamente un caserón de madera de dos pisos y de estilo colonial con tejado
puntiagudo, amplia chimenea central y porche adornado con columnas dóricas.
Externamente había sufrido muy pocas alteraciones, y Ward, al mirarlo, tuvo
plena conciencia de que contemplaba algo relacionado muy de cerca con el
siniestro objetivo de su investigación.
Conocía a la
familia negra que habitaba la casa y fue cortésmente invitado a visitar el
interior por el viejo Asa y su fornida esposa, Hannah. Había dentro más cambios
de los que hacía sospechar el exterior y Ward vio con decepción que los frisos
de volutas y las alacenas y armarios empotrados habían desaparecido, mientras
que el revestimiento de madera de las paredes estaba marcado, arañado, mellado,
o sencillamente cubierto por papel pintado de la más baja calidad. En general
la visita no resultó tan productiva como Ward había esperado, pero al menos
sintió una gran emoción al hallarse entre aquellos muros ancestrales que habían
alojado a Joseph Curwen, hombre que tanto horror despertara entre sus
conciudadanos. Comprobó con un sobresalto de emoción que alguien había borrado
cuidadosamente las iniciales del antiguo llamador de bronce.
A partir de
aquel momento y hasta que terminó el curso, Ward se dedicó al estudio de la
copia del manuscrito de Hutchinson y de los datos relativos a Curwen. La clave
del manuscrito se le resistía, pero logró encontrar tantas referencias y tantos
indicios acerca de dónde continuar buscando, que decidió efectuar un viaje a
New London y a Nueva York para consultar documentos antiguos que se conservaban
en esas dos ciudades. Dicho viaje fue muy fructífero pues le permitió localizar
las cartas de los Fenner, con su terrible descripción del asalto a la granja de
Pawtuxet, y la correspondencia Nightingale-Talbot por la cual se enteró de la
existencia del retrato pintado en un panel de la biblioteca de Curwen. El
asunto del retrato le interesó de modo especial pues deseaba saber cómo había
sido físicamente su antepasado. Decidió efectuar, pues, una segunda visita a la
casa de Olney Court, por si le era posible descubrir algo que le hubiera pasado
inadvertido en la primera.
Aquella
segunda visita tuvo lugar a primeros de agosto. Ward revisó en aquella ocasión
con sumo cuidado las paredes de todas las habitaciones que por su tamaño
hubiesen podido albergar la biblioteca de Curwen. Prestó especial atención a
los paneles de madera que quedaban, en su mayor parte cubiertos por sucesivas
capas de pintura, y al cabo de una hora sus esfuerzos se vieron recompensados
al descubrir en una de las habitaciones más espaciosas una zona de pared más
oscura que las otras y, precisamente, situada encima de la chimenea. Al
rasparla cuidadosamente con un cuchillo, descubrió que había dado con un
retrato al óleo de gran tamaño. No se atrevió el joven a seguir raspando por
miedo a dañar el cuadro, y decidió pedir ayuda a un experto. Al cabo de tres
días regresó con un artista muy ducho en esas artes, un tal Walter Dwight cuyo
estudio se encuentra muy cerca del College Hill, e inmediatamente dio comienzo
el restaurador a su tarea con las sustancias químicas y los métodos apropiados.
El viejo Asa y su esposa estaban muy excitados con todas aquellas idas y
venidas, y fueron adecuadamente recompensados por la invasión que había sufrido
su hogar.
A medida que
los trabajos de restauración progresaban, Charles Ward fue contemplando con
creciente interés las líneas y las sombras paulatinamente desveladas tras el
largo olvido en que habían estado sumidas. Dwitght había empezado por la parte
inferior y, dado el tamaño del cuadro, el rostro no apareció hasta transcurrido
algún tiempo. Entretanto, podía verse que el retratado era un hombre enjuto y
bien formado, vestido con casaca azul marino, chaleco bordado y medias de seda
blanca. Estaba sentado en un sillón de madera tallada y tras él se abría una
ventana hacia un fondo de muelles y de naves. Cuando salió a la luz la cabeza,
constataron que llevaba una peluca cuidadosamente peinada. El rostro, delgado y
de expresión tranquila, les pareció vagamente familiar, pero hubieron de pasar
muchos días antes de que el restaurador y su cliente quedaran atónitos ante los
detalles de aquella cara enjuta y pálida y reconocieran, no sin un toque de
espanto, la dramática broma que las leyes de la herencia habían gastado al
joven Ward. Porque con el postrer baño de aceite y el último raspado, salió a
la luz finalmente la expresión por tantos años oculta, y el joven Charles
Dexter Ward, habitante del pasado, reconoció sus propios rasgos en el semblante
de su horrible antepasado.
Llevó a sus
padres a ver la maravilla que había descubierto y, nada más verlo, decidió el
señor Ward adquirir el retrato a pesar de estar éste pintado sobre un panel de
madera que habría que arrancar. El parecido con el muchacho, aunque los rasgos
estaban más formados por la edad, era asombroso. Después de siglo y medio, una
jugarreta de las leyes genéticas había producido un doble exacto de Joseph
Curwen en la persona de Ward. La madre de éste, sin embargo, no se parecía a su
antepasado aunque sí recordaba a algunos parientes que guardaban una gran
semejanza tanto con su hijo como con el malhadado Curwen. No le gustó a ella
aquel descubrimiento y trató de convencer a su marido de que sería mejor quemar
el cuadro. Veía en él algo maligno, no sólo intrínsecamente, sino también en el
parecido que mostraba con el hijo. Pero el señor Ward -un fabricante de tejidos
de algodón que poseía varios talleres de hilados en Riverpoint, en el valle de
Pawtuxet- era hombre práctico poco dado a prestar oídos a escrúpulos de
mujeres. El cuadro le había impresionado profundamente por el parecido con su
hijo y pensó que el muchacho lo merecía como regalo. Resulta innecesario decir
que Charles compartía la opinión de su padre, y unos días después, el señor
Ward localizaba al propietario de la casa, un hombre de facciones ratoniles y
acento gutural, y se hacía con el panel en cuestión a cambio de una cantidad
que él mismo fijó para cortar un torrente de untuoso regateo.
Quedaba ahora
la tarea de arrancar el panel y trasladarlo a la casa familiar, donde quedaría
instalado en el estudio biblioteca de Charles, situado en el tercer piso. El
propio joven quedó encargado de supervisar el traslado y con tal fin el 28 de
agosto acompañó a dos empleados de la firma Crooker, expertos en decoración, a
la casa de Olney Court. El panel fue arrancado cuidadosamente para ser
transportado por el camión de la compañía. Detrás quedó al descubierto un
saliente de mampostería que señalaba el curso que seguía la campana de la
chimenea, y en él descubrió el joven Ward una pequeña cavidad situada
inmediatamente detrás del lugar que había ocupado la cabeza del retratado. La
examinó impulsado por la curiosidad y al mirar en su interior halló bajo una
gruesa capa de polvo unos cuantos papeles amarillentos, un grueso libro de
notas y unos jirones de seda que debían haber servido para atar unos y otros.
Tras limpiarlos de polvo y de cenizas, leyó la inscripción que figuraba en las
tapas del libro. En caligrafía que había aprendido a reconocer en el Instituto
Essex, decía: Diario y notas de Joseph
Curwen, Caballero de Providence, natural de Salem.
Profundamente
excitado por su descubrimiento, Ward mostró el libro a los dos empleados que se
hallaban a su lado. El testimonio de éstos acerca de la naturaleza y la
autenticidad del hallazgo es decisivo, y el doctor Willett se apoya en él para
construir su teoría según la cual el joven no estaba loco cuando empezó a
demostrar su condición de excéntrico. El resto de los documentos eran asimismo
de puño y letra de Curwen. Uno de ellos parecía especialmente portentoso debido
a la inscripción que lo encabezaba y que decía así : «Al que Vendrá Después. Cómo podrá trasladarse a través del tiempo y de
las esferas». Otro de los documentos estaba escrito en clave y Ward deseó
interiormente que fuera la misma del manuscrito de Hutchinson que tantos quebraderos
de cabeza le estaba proporcionando. Un tercer documento, constató el joven con
júbilo, parecía contener la explicación de la clave, en tanto que el cuarto y
quinto iban dirigidos respectivamente a «Edw.
Hutchinson, Hidalgo» y «Jedediah
Orne, Cab», «o a sus herederos o herederas o a aquellos que les representen».
El sexto y último llevaba la inscripción, «Joseph
Curwen. Su Vida y Sus Viajes Entre 1678 y 1687. De los Lugares que Visitó, de
lo que Vio, y de lo que Aprendió.»
3
Hemos llegado
al momento a partir da cual la escuela más conservadora de médicos alienistas
fecha la locura de Charles Ward. Al efectuar su descubrimiento, el joven hojeó
inmediatamente las páginas del libro y de los manuscritos y, evidentemente, vio
algo que le produjo una tremenda impresión. De hecho, al mostrar los títulos a
los empleados pareció cuidarse mucho de que no vieran el texto del interior,
manifestando un profundo desasosiego que la importancia del hallazgo desde el
punto de vista de la genealogía o la historia no bastaba para explicar. Al
regresar a su casa, dio cuenta de la noticia con cierta turbación, como si
quisiera dar a entender la importancia del descubrimiento sin tener que verse
obligado a demostrarla. Ni siquiera mostró los títulos a sus padres. Se limitó
a decirles que había encontrado algunos documentos de puño y letra de Joseph
Curwen, «la mayoría de ellos en clave», los cuales tendría que estudiar
minuciosamente antes de pronunciarse acerca de su verdadero significado. Es muy
probable que tampoco hubiera mostrado su hallazgo a los obreros que levantaban
el cuadro de no ser por la excitación que le embargó en ese preciso momento.
Una vez hecho, es indudable que trató por todos los medios de ocultar una
curiosidad que pudiera contribuir a que el asunto se comentara.
Aquella noche
Charles Ward no se acostó. Pasó hora tras hora leyendo los documentos y el
libro recién descubiertos, y cuando se hizo de día, continuó leyendo. Por
petición suya se le enviaron las comidas a su habitación y sólo salió de ésta
por unos momentos cuando llegaron los obreros encargados de instalar en su
estudio el panel con el retrato. A la noche siguiente durmió vestido y sólo
unas pocas horas, en las que interrumpió su enfebrecido descifrar del
manuscrito. Por la mañana su madre le vio trabajando en la copia del documento
de Hutchinson, el cual le había mostrado su hijo con frecuencia, pero en
respuesta a sus preguntas, éste se limitó a decir que la clave de Curwen no
servía para descifrarlo. Esa tarde abandonó su tarea para contemplar fascinado
a los obreros que habían venido a instalar el cuadro. Habían colocado estos el
panel sobre una chimenea falsa dotada de un fuego eléctrico que daba la
impresión de ser real, encajándolo en un marco que hacía luego con el
revestimiento de madera de la habitación. Lo habían serrado y sujetado a la
pared por medio de bisagras dejando un espacio vacío detrás a modo de alacena.
Cuando, una vez terminada su tarea se marcharon los obreros, el joven se sentó
delante del retrato con la mitad de su atención concentrada en el manuscrito y
la otra mitad en el cuadro que parecía devolverle su propia imagen como si de
un espejo se tratara. Sus padres, al recordar su conducta durante aquel
período, proporcionan muchos detalles interesantes acerca del secreto con que
Charles envolvía a sus estudios. Delante de los criados raramente escondía el
manuscrito que estuviera estudiando ya que presumía que la intrincada y arcaica
caligrafía de Curwen no podía estar a su alcance. Con sus padres, sin embargo,
era más circunspecto y a menos que el manuscrito en cuestión estuviese en clave
o fuera sencillamente una masa de jeroglíficos desconocidos (como el titulado
«Al que Vendrá Después...».) lo tapaba con un papel hasta que el
visitante se había marchado. Por la noche cerraba bajo llave los documentos en
cuestión, que guardaba en el cajón de una antigua consola, y lo mismo hacía
cada vez que abandonaba su estudio. No tardó en volver a su horario y hábitos
normales, pero sus largos paseos quedaron interrumpidos. La reanudación de las
clases no pareció ser de su agrado y frecuentemente declaraba su intención de
no volver a asistir a ellas. Tenía, según afirmaba, que llevar a cabo
importantes investigaciones, las cuales le proporcionarían más conocimientos
que los que pudiera darle cualquier universidad del mundo.
Naturalmente,
sólo alguien que había sido siempre más o menos estudioso, excéntrico y
solitario podía seguir aquel rumbo durante muchos días sin llamar la atención.
Ward era por naturaleza investigador y eremita, de ahí que sus padres quedaran
más apenados que sorprendidos por el sigilo y la reclusión en que ahora vivía.
Al mismo tiempo, encontraban muy raro que su hijo no les hubiera enseñado los
tesoros que había descubierto, ni les hablara de los datos que había
descifrado. El joven justificaba su silencio diciendo que deseaba esperar hasta
poder anunciarles algo concreto, pero a medida que transcurrían las semanas fue
creándose una especie de tirantez entre los miembros de la familia, tirantez
intensificada, en el caso de la madre, por una manifiesta aversión a todo lo
relacionado con Curwen.
En el mes de
octubre, Ward empezó a visitar de nuevo bibliotecas, pero ya no buscaba en
ellas las mismas cosas que en épocas anteriores. Lo que ahora parecía
interesarle era la brujería y la magia, el ocultismo y la demonología, y cuando
las fuentes de Providence resultaban infructuosas, tomaba el tren de Boston y
revolvía entre los tesoros de la gran Biblioteca de Copley Square, de la
Biblioteca Wiedeher de Harvard, o del Centro de Investigaciones de Brookline,
donde pueden consultarse obras muy raras sobre temas bíblicos. Compraba muchos
libros y tuvo que instalar en su estudio nuevas estanterías donde acomodar las
obras recién adquiridas. Durante las vacaciones de Navidad, efectuó varios
viajes a ciudades de los alrededores, entre ellos uno a Salem con el fin de
consultar los archivos del Instituto Essex.
A mediados de
enero de 1920, Ward empezó a mostrar una expresión de triunfo, al mismo tiempo
que dejaba de trabajar en el manuscrito cifrado de Hutchinson para dedicarse a
una doble actividad de investigaciones químicas y búsqueda en archivos,
instalando para las primeras un laboratorio en el ático de su casa y acudiendo
para la segunda a todas las fuentes de estadísticas vitales de Providence. Los
comerciantes locales especializados en drogas y suministros de tipo científico,
posteriormente interrogados, dieron unas listas asombrosamente raras y variadas
de las sustancias e instrumentos que compraba, pero los empleados del Ayuntamiento
y de diversas bibliotecas coincidieron en lo concerniente al objetivo concreto
de su segundo interés, objetivo que consistía en la búsqueda apasionada y
febril de la tumba de Joseph Curwen de cuya lápida se había borrado
prudentemente el nombre.
Poco a poco,
la Familia de Ward fue convenciéndose de que algo anormal ocurría. No era la
primera vez que Charles se mostraba caprichoso y extravagante, pero sus
actuales rarezas resultaban inconcebibles, incluso tratándose de él. Las tareas
universitarias habían dejado de interesarle y, a pesar de que no le
suspendieron en ninguna asignatura, era evidente que su antigua aplicación se
había evaporado totalmente. Ahora tenía otras preocupaciones y cuando no se
encontraba en su laboratorio con un montón de libros antiguos, principalmente
de alquimia, era porque estaba rebuscando en antiguos y polvorientos archivos,
o bien enfrascado en la lectura de volúmenes de ciencias ocultas, en su
estudio, donde el rostro de John Curwen, portentosamente similar al suyo, le
contemplaba desde una de las paredes.
A últimos de
marzo, Ward añadió a su búsqueda en los archivos una fantástica serie de paseos
por los diversos cementerios antiguos de la ciudad. La causa apareció más
tarde, cuando se supo a través de los empleados del Ayuntamiento que
probablemente había encontrado una pista importante. Sus pesquisas le habían
permitido averiguar por una coincidencia que la tumba de Joseph Curwen estaba
muy próxima a la de un tal Naphtali Field. En efecto, al examinar posteriormente
los archivos que Ward había estado consultando, los investigadores encontraron
algo que había escapado al deseo de borrar todo recuerdo de Curwen: una
anotación fragmentaria en la cual se afirmaba que el ataúd de plomo había sido
enterrado «10 pies al sur y 5 pies al oeste de la tumba de Naphtali Field en
el...». El hecho de que no se especificara el nombre del cementerio dificultaba
grandemente la búsqueda, y, por otra parte, la tumba de Naphtali Field parecía
tan esquiva como la de Curwen, pero en el caso de Field no había existido
ninguna eliminación sistemática de datos, por lo que era presumible que su
sepultura pudiera ser localizada. Y prueba de que Ward lo creía así son las
frecuentes visitas que efectuaba a cementerios, excluidos los congregacionistas,
ya que había averiguado que el único Naphtali Field a que podía referirse la
anotación (un hombre fallecido en 1729), había sido baptista.
4
Hacia el mes
de mayo, a petición del señor Ward y provisto de todos los datos relacionados
con Curwen que Charles había proporcionado a su familia en su época «normal»,
el doctor Willett se entrevistó con el joven. Aquella conversación no le
permitió al doctor llegar a ninguna conclusión definitiva, ya que se dio cuenta
inmediatamente de que Charles disfrutaba de una perfecta salud mental y se
ocupaba de asuntos de verdadera importancia, pero al menos obligó al reservado
joven a ofrecer una explicación racional de su reciente conducta. Parecía
dispuesto a hablar de sus actividades, aunque no a revelar cuál fuera el
objetivo de ellas. Afirmó que los documentos de su antepasado contenían algunos
notables secretos de carácter científico, la mayoría de ellos en clave, y de un
alcance sólo comparable, al parecer, a los descubrimientos de Bacon y quizá aun
mayor. Sin embargo, carecían de significado a menos que se relacionaran con un
sistema de conocimientos ya obsoleto, de modo que su inmediata presentación a
un mundo equipado únicamente con los conocimientos de la ciencia moderna los
desposeería de toda espectacularidad y no pondría de manifiesto su dramático
significado. Para que ocuparan el lugar que les correspondía en la historia del
pensamiento humano, tenían que ser correlacionados primero con la época a que
pertenecían, y él se dedicaba ahora a aquella tarea. Estaba estudiando para
adquirir lo más rápidamente posible el conocimiento de las artes antiguas que
un verdadero intérprete de los datos de Curwen debía poseer, y esperaba a su
debido tiempo informar cumplidamente al género humano y al mundo del pensamiento.
Ni siquiera Einstein, declaró, podía revolucionar de un modo más radical las
teorías científicas en boga.
En cuanto a la
búsqueda por los cementerios, aunque sin dar detalles de los progresos
realizados, dijo que tenía motivos para creer que la mutilada lápida de la
tumba de Curwen tenía ciertos símbolos místicos grabados a indicación suya y
que habían dejado por ignorancia los que tan cuidadosamente habían borrado el
nombre. Consideraba esos símbolos absolutamente esenciales para la solución
final del sistema cifrado. En su opinión, Curwen había deseado guardar
celosamente su secreto y, en consecuencia, había distribuido de forma
extremadamente curiosa los datos que pudieran llevar a la solución de éste.
Cuando el doctor Willett quiso ver los documentos que con tanto sigilo
guardaba, Ward se mostró muy misterioso y trató de salir al paso enseñándole la
copia del manuscrito de Hutchinson y las fórmulas y diagramas de Orne, pero
finalmente le permitió hojear algunos de los documentos de Curwen, el Diario y Notas, y el mensaje encabezado
por las palabras, Al que Vendrá
Después...
Abrió el
Diario por una página cuidadosamente elegida en razón a su inocuidad, para que
Willett pudiera observar la escritura de Curwen. El doctor la examinó con mucha
atención y de la caligrafía y del estilo, que por cierto parecían responder más
por su arcaísmo al siglo XVII que al XVIII en que estaba fechada, dedujo que el
manuscrito era auténtico. El texto en sí era relativamente anodino y Willett
sólo recordaba de él un fragmento:
Miércoles, 16 de octubre,
1754. Arribó a puerto en el día de hoy mi corbeta Wahefal. Trajo XX hombres nuevos reclutados en las Yndias,
españoles de Martinica y holandeses de Surinam. Oído han los holandeses ciertos
malhadados rumores por cuya causa se muestran determinados a desertar.
Paréceme, empero, que podré disuadirles. Trajo asimismo la corbeta por encargo
de Su Merced el señor Dexter, 120 piezas de camelote, 100 piezas de camelotine,
20 piezas de silveriana azul, 100 piezas de chalon, 50 piezas de percal y 300
piezas de sarga. Para el señor Green, propietario de El Elefante, 50 galones de cerveza y diez docenas de lenguas
ahumadas. Para el señor Perrigot, un juego de punzones. Para el señor
Nightingale, 50 resmas de papel de oficio de la mejor calidad. Recité yo
cumplidamente el SABAOTH por tres veces sin que Ninguno apareciere. Escribir he
al señor H. de Transilvania, pues paréceme raro en extremo que no me sirva a mi
lo que durante tantos años le sirviere a él. Paréceme raro asimismo no recibir
noticias de Simon como de ordinario. Forzoso es que me escriba durante las
próximas semanas.
Al llegar a
este punto el señor Willett volvió la hoja, pero Ward intervino rápidamente
arrancándole casi el libro de las manos. Lo único que pudo ver el doctor de la
página siguiente, fueron un par de frases, las cuales se grabaron absurdamente
y de un modo obsesivo en su mente. Eran las siguientes: «Repetido he el verso
del Libber Damnatus V noches de Viernes Santo y IV Noches de Difuntos. Paréceme
que habrán de atraer a Aquel que ha de llegar para volver sus ojos al pasado,
por todo lo cual debo tener dispuestas las Sales o Aquello con que
prepararlas».
Willett no vio
nada más, pero aquellas líneas bastaron para inspirarle un nuevo y vago terror
relacionado con el hombre que le contemplaba desde el cuadro colgado de una de
las paredes del estudio. A partir de entonces, tuvo la extraña fantasía -su
profesión le impedía que pasara de ser tal- de que los ojos del retrato
revelaban una especie de deseo, si no tendencia concreta, a seguir al joven
Ward mientras éste se movía por la habitación. Antes de marcharse se acercó a
examinar el cuadro y se maravilló del parecido que las facciones de Curwen
tenían con las de Charles. Grabó en su memoria los menores detalles del pálido
rostro, especialmente una leve cicatriz en la ceja derecha y decidió que Cosmo
Alexander fue un pintor digno de la Escocia que sirviera de patria a Raeburn y
un profesor digno de un maestro como Gilbert Stuart.
Tranquilizados
por el doctor en el sentido de que la salud mental de Charles no corría peligro
y de que, por otra parte, se ocupaba de unas investigaciones que podían
resultar de suma importancia, los Ward se mostraron más tolerantes que de
ordinario cuando en el mes de junio el joven se negó rotundamente a volver a la
Universidad, alegando que debía llevar a cabo estudios mucho más importantes y
expresando el deseo de hacer un viaje al extranjero a fin de obtener ciertos
datos que no podía conseguir en América. El señor Ward, aunque se opuso al viaje
por encontrarlo absurdo en el caso de un muchacho que contaba solamente
dieciocho años de edad, transigió en lo concerniente a sus estudios
universitarios. De modo que después de graduarse, no muy brillantemente por
cierto, en la Moses Brown School, pasó Charles tres años dedicado a absorbentes
estudios de ocultismo y a visitar diversos cementerios. Adquirió fama de
excéntrico y fue dejando poco a poco de relacionarse con amigos de la familia.
Vivía pendiente de su trabajo, y sólo de cuando en cuando se permitía hacer un
viaje a otras ciudades para consultar antiguos archivos. En cierta ocasión hizo
una visita al sur para hablar con un viejo y extraño mulato que vivía en un
marjal y acerca del cual un periódico había publicado un curioso artículo. Fue también
a una pequeña aldea de las Airondack para averiguar qué había de cierto en los
relatos acerca de las extrañas ceremonias rituales que allí se practicaban.
Pero sus padres continuaron prohibiéndole el ansiado viaje a Europa.
En abril de
1923, al alcanzar la mayoría de edad y habiendo heredado previamente cierta
suma de su abuelo materno, decidió satisfacer el deseo que hasta entonces no
había podido ver cumplido. No habló del itinerario; se limitó a decir que las
exigencias de sus estudios habrían de llevarle a muchos lugares y prometió
escribir a sus padres de un modo regular. Al ver que no podían disuadirle, los
Ward dejaron de oponerse al viaje y le ayudaron en todo lo que pudieron, de
modo que en el mes de junio el joven embarcó para Liverpool con la bendición de
sus padres, los cuales le acompañaron hasta Boston. A partir de su llegada a
Inglaterra escribió acerca del viaje, de su feliz estancia y del excelente
alojamiento que había conseguido en la Great Russell Street de Londres, donde
se proponía permanecer hasta agotar los recursos que ofrecía el Museo Británico
en un determinado aspecto. De su vida cotidiana escribía muy poco, ya que tenía
muy poco que decir. Los estudios y los experimentos acaparaban todo su tiempo y
en sus cartas mencionaba un laboratorio que había montado en una de sus
habitaciones. El hecho de que no hablara de sus paseos por la antigua ciudad,
tan rica en espectáculos atractivos para un aficionado a las cosas del pasado,
acabó de convencer a sus padres de que los nuevos estudios de Charles absorbían
por entero su atención.
En junio de
1924 les informó el joven, por medio de una breve nota, de su salida para
París, ciudad a la que había hecho ya un par de viajes rápidos con el fin de
reunir determinados materiales en la Biblioteca Nacional. Durante los tres
meses siguientes, sólo envió tarjetas postales en las que daba una dirección de
la rue Saint-Jacques y hablaba de una
investigación que llevaba a cabo entre los manuscritos de un anónimo
coleccionista particular. Rehuía a todos sus conocidos y ningún turista pudo
decir que le había visto en Francia. Luego se produjo un repentino silencio
hasta que en octubre recibieron los Ward una tarjeta postal fechada en Praga y
en la cual Charles les informaba de que se encontraba en un antiguo pueblo
donde había ido a entrevistarse con un hombre muy viejo que era al parecer el
último ser viviente poseedor de cierta información medieval muy curiosa. Daba
una dirección en el Neustadt y desde entonces no volvió a escribir hasta el mes
de enero siguiente, en que envió varias postales desde Viena hablando de su
paso por aquella ciudad camino a una región más oriental, invitado por un amigo
con el que había mantenido correspondencia y que era también aficionado a las
ciencias ocultas.
La siguiente
tarjeta procedía de Klausenburg, Transilvania, y en ella hablaba Ward del viaje
que en esos días había emprendido. Iba a visitar a un tal barón Ferenczy, cuyas
posesiones se encontraban en las montañas situadas al este de Rakus. A esta
ciudad y a nombre de aquel noble debían dirigirle la correspondencia. Una
semana más tarde llegó otra tarjeta procedente de Rakus en la que decía que el
carruaje de su anfitrión había ido a recogerle y que partía en dirección a las
montañas. Aquellas fueron las únicas noticias que los Ward recibieron de su
hijo durante largo tiempo. No contestó éste a sus frecuentes cartas hasta el
mes de mayo, fecha en que escribió para oponerse al plan de sus padres que
deseaban reunirse con él en Londres, París o Roma durante el verano, en el
curso de un viaje que pensaban efectuar a Europa. Decía en su carta que sus
investigaciones no le permitían abandonar su actual residencia y que la
situación del castillo del barón de Ferenczy no favorecía mucho las visitas. Se
encontraba en plena zona montañosa y la gente de aquellos contornos temía tanto
a aquellas posesiones que los pocos que llegaban a visitarlas se encontraban
allí muy a disgusto. Por otra parte, el barón no era persona cuyo trato pudiera
ser del agrado de un matrimonio correcto y conservador de la buena sociedad de
Nueva Inglaterra. Lo mejor, decía Charles, era que sus padres aguardaran hasta
su regreso a Providence, el cual no tardaría en producirse.
Tal regreso no
tuvo lugar, sin embargo, hasta el mes de mayo de 1925, cuando, tras una serie
de tarjetas con membrete heráldico en que lo anunciaba, el joven llegó a Nueva
York en el Homeric y recorrió en
autobús la distancia que le separaba de Providence. Absorbió en aquel recorrido
ansiosamente con la mirada la belleza de las colinas verdes y onduladas, de los
huertos fragantes en flor y de los pueblos de blancas torres de la antigua
Connecticut. Era su primer contacto con Nueva Inglaterra después de una
ausencia de casi cuatro años. Cuando el autobús cruzó el Pawcatuck y se adentró
en Rhode Island entre la magia de la luz dorada de aquella tarde primaveral, su
corazón rompió a latir con rapidez desusada. La entrada en Providence por las
amplias avenidas de Reservoir y Elmwood le dejó sin respiración a pesar de que
para entonces se hallaba ya hundido en las profundidades de una erudición
prohibida. En la plaza donde confluyen las calles Broad, Weybosset y Empire vio
extenderse ante él a la luz del crepúsculo las casas y las cúpulas, las agujas
y los chapiteles del barrio antiguo, ese paisaje tan bello y que tanto
recordaba. Sintió también una extraña sensación mientras el vehículo avanzaba
hacia la terminal situada detrás del Biltmore revelando a su paso la gran
cúpula y la verdura suave, salpicada de tejados, de la vieja colina situada más
allá del río y la esbelta torre colonial de la Iglesia Baptista cuya silueta
rosada destacaba a la mágica luz del atardecer sobre el verde fresco y
primaveral del escarpado fondo.
¡La vieja
Providence! Aquella ciudad y las misteriosas fuerzas de su prolongada historia
le habían impulsado a vivir y le habían arrastrado hacia el pasado, hacia
maravillas y secretos cuyas fronteras no podía fijar ningún profeta. Allí
esperaba lo arcano, lo maravilloso o lo aterrador, aquello para lo cual se
había preparado durante años de viajes y de estudio. Un taxi le condujo hasta
su casa pasando por la Plaza del Correo, desde donde pudo vislumbrar el río, el
mercado viejo y el comienzo de la bahía, y siguió colina arriba por Waterman
Street hasta llegar a Prospect, donde la cúpula resplandeciente y las columnas
jónicas del templo de la Christian Science, iluminadas por el sol poniente,
despedían destellos rojizos hacia el norte. Vio luego las mansiones que habían
admirado sus ojos de niño y las pulcras aceras de ladrillo tantas veces
recorridas por sus pies infantiles. Y al fin el edificio blanco de la granja a
la derecha, y a la izquierda el porche clásico y los miradores de la casa donde
había nacido. Oscurecía y Charles Dexter Ward había llegado a casa.
5
Una escuela de
alienistas algo menos conservadora que la del doctor Lyman, afirma que el
origen de la locura de Ward coincide con su viaje a Europa. Creen que si bien
estaba sano cuando partió, la conducta que manifestó a su regreso implicaba un
cambio desastroso. Pero el doctor Willett se niega a compartir incluso este
punto de vista, insistiendo en que sobrevino algo más tarde y atribuyendo las
rarezas del joven durante aquel período a la práctica de unos rituales
aprendidos en el extranjero, rituales que eran raros en extremo, cierto, pero
que no tenían por qué responder necesariamente a una aberración mental por
parte del celebrante. El propio Charles, aunque visiblemente envejecido y más
duro de carácter, seguía mostrándose cuerdo en sus reacciones, y en las varias
conversaciones que mantuvo con Willett mostró siempre un equilibrio que ningún
loco -ni siquiera en los primeros estadios de su enfermedad- podía ser capaz de
fingir de un modo continua do. Lo que en aquel período dio origen a la idea de
la anormalidad de Ward fueron los sonidos
que a todas horas se oían en su laboratorio del desván, en el cual
permanecía encerrado la mayor parte del tiempo. Eran cánticos, letanías y
estruendosos recitados, y aunque los sonidos procedían siempre del propio Ward,
había algo en la calidad de su voz y en el acento con que pronunciaba las
palabras de aquellas fórmulas que no podía por menos de helar la sangre en las
venas de todos los que le escuchaban. Se observó también que Nig, el mimado y
venerable gato de la casa, arqueaba el lomo con los pelos erizados cuando se
oían ciertas palabras.
Los olores que
surgían a veces del laboratorio eran también muy raros. En ocasiones ofendían
al olfato, pero con más frecuencia eran aromáticos y estaban dotados de un
encanto esquivo que parecía tener la virtud de inspirar imágenes fantásticas.
Todo el que los percibía mostraba una tendencia inmediata a vislumbrar por un
segundo espejismos momentáneos, escenas imaginadas enmarcadas por extrañas
colinas o interminables avenidas de esfinges o hipogrifos que se extendían
hasta el infinito. Ward no volvió más a sus paseos de otras épocas. Se dedicaba
exclusivamente al estudio de los misteriosos libros que había traído de Europa
y a llevar a cabo experimentos igualmente curiosos en su laboratorio,
explicando que el material que había encontrado en las bibliotecas europeas
había ampliado considerablemente las posibilidades de su investigación y
prometía grandes revelaciones en años venideros. Su envejecimiento prematuro
aumentó, hasta el limite de lo inverosímil, su parecido con el retrato de
Curwen que colgaba de la pared de su estudio, y el doctor Willett se detenía a
menudo ante el cuadro después de cada visita maravillándose de la casi perfecta
similitud y diciéndose internamente que lo único que diferenciaba ahora a
Charles de Joseph Curwen era la pequeña cicatriz de la ceja derecha. Aquellas
visitas de Willett, hechas a petición de los padres del joven, eran algo muy
curioso. Ward no se negaba nunca a responder a las preguntas del doctor, pero
éste se dio cuenta pronto de que nunca podría penetrar en la intimidad del
joven. Con frecuencia observaba cosas muy raras a su alrededor: pequeñas
imágenes de cera o de grotesco diseño en las estanterías o en las mesas y
restos semiborrados de círculos, triángulos y pentágonos dibujados con tiza o
carbón en el centro de la amplia estancia. Cada noche resonaban asimismo
aquellos ritos e invocaciones, hasta que se hizo muy difícil retener en la casa
a los criados o evitar que la gente comentara furtivamente la locura de
Charles.
En enero de
1927 ocurrió un raro incidente. Una noche, alrededor de las doce, mientras
Charles entonaba un cántico cuya extraña cadencia resonó desagradablemente en
los pisos inferiores, sopló súbitamente una ráfaga de viento helado procedente
de la bahía al tiempo que se producía un misterioso y leve temblor de tierra
que no pasó desapercibido a ningún habitante de la vecindad. El gato dio
muestras en aquel momento de un terror espantoso y los perros ladraron en una
milla a la redonda. Aquello no fue sino el preludio de una brusca tormenta
totalmente anormal en aquella época del año. Con ella se produjo tal estruendo
en los altos de la casa, que los padres de Charles creyeron que un rayo había
alcanzado al edificio. Corrieron escaleras arriba para ver si el desván había
sufrido algún desperfecto, y se encontraron a Charles que les salió al paso en
el rellano del desván, pálido, decidido y portentoso, con una temible expresión
de triunfo y seriedad en el semblante. Les aseguró que no había caído rayo
alguno y que la tormenta no tardaría en amainar. El señor Ward miró a través de
una ventana y pudo comprobar que su hijo estaba en lo cierto: los relámpagos
centelleaban cada vez más lejos en tanto que los árboles volvían a
inmovilizarse tras haberse visto sacudidos por la helada ráfaga de viento. El
retumbar del trueno se convirtió en un murmullo lejano y finalmente se apagó.
Salieron las estrellas y el sello de triunfo en el rostro de Charles Ward
cristalizó en una expresión muy singular.
Durante un par
de meses a partir de aquel incidente, Ward se recluyó en su laboratorio menos
de lo acostumbrado. Mostraba, sin embargo, un curioso interés por el tiempo y
continuamente hacía extrañas preguntas acerca de la época de los deshielos
primaverales. Una noche de finales de marzo salió de casa después de las doce y
no regresó hasta el amanecer. Su madre, que estaba despierta, oyó el ruido del
motor de un coche. Distinguió también el sonido de juramentos ahogados, y
cuando se levantó y se acercó a la ventana, distinguió cuatro borrosas figuras
que sacaban un cajón alargado de una camioneta y, siguiendo las instrucciones
de Charles, lo introducían en la casa por una puerta lateral. La señora Ward
oyó claramente el sonido de la agitada respiración de los hombres mientras
subían la escalera y finalmente el ruido seco de un pesado objeto al ser
depositado en el suelo del desván. Luego, los pasos descendieron y los cuatro
hombres reaparecieron en el exterior y partieron en la camioneta.
Al día
siguiente, Charles volvió a su estricta reclusión en el desván, corriendo
previamente las oscuras cortinillas de las ventanas de su laboratorio. Estaba
trabajando, al parecer, con una sustancia metálica. No abrió la puerta a nadie
y se negó incluso a que le subieran la comida. Alrededor del mediodía se oyó un
grito espantoso y el ruido de una caída, pero cuando la señora Ward corrió
alarmada a la puerta del laboratorio, su hijo la tranquilizó desde el interior
débilmente diciendo que no pasaba nada, que el espantoso e indescriptible olor
que llenaba la casa era completamente inofensivo y desdichadamente necesario,
que era absolutamente imprescindible que le dejaran solo, y que luego bajaría a
cenar.
Por la tarde,
después de que resonaran en la casa unos sonidos sibilantes que procedían del
laboratorio, Charles apareció ante sus padres con el rostro blanco como la
cera. Lo primero que dijo en aquella ocasión fue que nadie debía entrar en su
laboratorio bajo ningún pretexto. Aquello representó el comienzo de otro largo período
de impenetrable sigilo, ya que a partir de ese día nadie cruzó el umbral ni del
misterioso cuarto de trabajo, ni de la buhardilla adyacente, que Charles había
limpiado, amueblado parcamente y añadido, en calidad de dormitorio, a sus
dominios privados e inviolables. Allí vivió, rodeado de los libros que hizo
subir de la biblioteca del piso inferior, hasta el día en que compró la casita
de Pawtuxet y se trasladó a ella con todo su material científico.
Aquella misma
noche, Charles cogió el periódico antes que ningún otro miembro de la familia y
mutiló una página, al parecer accidentalmente. Más tarde el doctor Willett,
tras fijar la fecha de aquel sucedido por medio de varias conversaciones que
mantuvo con los padres de Ward y la servidumbre, consultó un ejemplar del
periódico de ese día en los archivos del Journal
y descubrió que en la página mutilada se había impreso la siguiente noticia:
MERODEADORES NOCTURNOS
SORPRENDIDOS EN UN CEMENTERIO
Robert Hart, vigilante
nocturno del Cementerio del Norte, sorprendió esta madrugada a un grupo de
varios hombres con una camioneta en la parte más antigua del recinto, pero, al
parecer, su presencia asustó a los merodeadores provocando su huida antes de
que pudieran llevar a cabo ninguna fechoría. El suceso tuvo lugar hacia las
cuatro de la madrugada, hora en que Hart oyó el ruido del motor de un vehículo.
Cuando el vigilante se acercó a investigar el origen de aquel sonido, sus
pisadas alertaron a los desconocidos, que se dieron a la fuga tras introducir
un cajón alargado en la camioneta que esperaba en las cercanías. Dado que no se
ha hallado removida ninguna de las rumbas. se cree que los individuos en
cuestión se proponían enterrar dicho cajón.
Al parecer llevaban largo
rato trabajando antes de ser descubiertos, ya que el vigilante encontró
posteriormente una fosa abierta junto al camino de Amosa Field, donde hace ya
mucho tiempo que ha desaparecido la mayoría de las lápidas del cementerio
antiguo. La fosa estaba vacía y su situación no responde a ninguna inhumación
de las registradas en los archivos del cementerio.
El sargento Riley, de la
policía local, tras visitar el lugar del suceso, ha manifestado que en su
opinión la fosa fue excavada por contrabandistas de bebidas alcohólicas que se
proponían ocultar en ella su alijo. Hart declaró más tarde que creía que el
vehículo se había alejado en dirección a la Avenida Rochambeau, pero que no
podía afirmarlo con seguridad.
Durante los
días siguientes a estos sucesos, Charles apenas fue visto por su familia.
Dormía en la buhardilla y permanecía encerrado en su laboratorio, todas las
horas del día. Ordenó que se le dejaran las comidas junto a la puerta y no
salía a recogerlas hasta que la doncella había desaparecido. Resonaban a
intervalos en la casa el zumbido monótono de fórmulas recitadas incansablemente
y cánticos de ritmo extravagante mezclados con el entrechocar de cristales, el
gorgoteo que producían al hervir los productos químicos, el rumor del agua
corriente o el rugir de las llamas del gas. Hedores incalificables, distintos
de todos los olores conocidos, flotaban frecuentemente en las cercanías de la
puerta del laboratorio y el aire de extrema tensión que rodeaba al joven
recluso siempre que se aventuraba a salir de su reducto por breves instantes,
provocaba las suposiciones más descabelladas. En cierta ocasión hizo un
apresurado viaje al Ateneo en busca de un libro que necesitaba, y otro día
contrató a un mensajero para que fuera a buscar en Boston un volumen muy raro.
La angustia que provocó tal situación se hizo insoportable y ni el doctor
Willett ni los padres de Charles supieron qué hacer ni qué pensar acerca de
ella.
6
El día 15 de
abril ocurrió un suceso muy extraño. A pesar de que la situación seguía
manteniéndose aparentemente estacionaria, era innegable que había tenido lugar
un cambio de grado al cual atribuye el doctor Willett una gran importancia. Era
el día de Viernes Santo, circunstancia que los criados no dejaron de comentar y
que otras personas consideraron mera coincidencia. A última hora de la tarde,
el joven Ward comenzó a repetir una fórmula en voz más alta que de costumbre al
tiempo que quemaba alguna sustancia cuyo olor extrañamente acre se difundió por
toda la casa. La fórmula era hasta tal punto audible en el pasillo, que la
señora Ward acabó por aprendérsela de memoria mientras escuchaba detrás de la
puerta, y más tarde pudo reproducirla por escrito a petición de Willett. Varios
expertos en la materia le han dicho después al médico que existe otra de
características muy semejantes en los escritos místicos de «Eliphas Levi»,
aquel ser misterioso que se deslizó a través de una rendija por la puerta
prohibida y pudo atisbar el espantoso panorama que ofrece el vacío del más
allá. Dice así.
Per Adonai Eloim, Adonai Jehova
Adonai Sabaoth, Metraton Ou Agla Methon
verbum pythonicum, mysterium salamandrae
cenventus silvorum, antra gnomorum,
daemonia Coeli God Almonsin, Gibor,
Jehosua, Evam Zariathnatmik, Veni, veni,
veni.
Dos horas
recitó Charles esta fórmula, monótonamente y sin respiro, hasta que, de pronto,
todos los perros de los alrededores iniciaron un espantoso concierto de
aullidos. Simultáneamente un horrible hedor se expandió por toda la casa, un
hedor que ninguno de sus moradores había percibido nunca ni volvería a
percibir. En medio de aquella pestilencia, se produjo un centelleo como el de
un relámpago, que hubiese resultado cegador de no haber surgido en plena luz
del día. Luego se oyó aquella voz que
ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar ya nunca a causa de su atronadora
lejanía, su increíble profundidad y la fantástica semejanza que revestía con
respecto a la voz de Charles Ward. Estremeció toda la casa y fue oída
perfectamente por dos vecinos por lo menos, a pesar del continuo aullar de los
perros. La señora Ward, que había seguido a la escucha delante de la puerta
cerrada del laboratorio de su hijo, se estremeció al reconocer en ella rasgos
infernales porque Charles le había hablado de la fama diabólica de que
disfrutaba en todos los libros negros y le había explicado cómo resonó, según
las cartas de Fenner, sobre la granja maldita de Pawtuxet la noche del
aniquilamiento de Joseph Curwen. No podía equivocarse al juzgarla, pues su hijo
se la había descrito vívidamente en la época en que aún hablaba sin reservas
acerca de sus investigaciones. La voz clamó en una lengua arcaica y
desconocida:
«DIES MIES JESCHET
BOENE
DOESEF DOUVEMA
ENITEMAUS»
Inmediatamente
después de que estas palabras resonaran atronadoras en toda la casa, se produjo
un momentáneo oscurecimiento de la luz del día, a pesar de que aún faltaba una
hora para la puesta de sol. Luego, una nueva vaharada pestilente vino a unirse
a la anterior, distinta en calidad, pero igualmente desconocida e insoportable.
Charles empezó a recitar de nuevo y su madre distinguió entre las palabras que
pronunciaba varias sílabas que sonaban algo así como
«Yinash-Yog-Sothot-he-Iglfi-throdag», finalizando en un «¡Yah!» cuya fuerza
maníaca aumentaba en un crescendo ensordecedor. Segundos después vino a anular
el impacto de todo lo anterior un estremecedor alarido que estalló con
repentino frenesí y se fue transformando gradualmente en un paroxismo de risa
diabólica. La señora Ward, mortalmente asustada pero llena del ciego valor que
infunde la maternidad, se acercó a la puerta del laboratorio y llamó en ella
repetidamente sin recibir respuesta. Insistió en sus llamadas, pero se
interrumpió nerviosamente al oír un segundo grito, este inconfundiblemente de
su hijo, superpuesto a las desenfrenadas
carcajadas de otra voz. De repente la señora Ward se desmayó sin que pueda
recordar ahora la causa concreta e inmediata de su desvanecimiento. En
ocasiones la memoria tiene olvidos misericordiosos.
A las seis y
cuarto, el señor Ward volvió de la oficina y al no encontrar a su esposa en la
planta baja preguntó a los atemorizados sirvientes, quienes le informaron de
que probablemente se hallaba en el desván, atenta a los extraños
acontecimientos que allí se desarrollaban. Subió apresuradamente el señor Ward
y la encontró caída en el suelo del pasillo que conducía al laboratorio de
Charles. Al comprobar que se había desmayado, fue en busca de un vaso de agua a
una alcoba cercana y roció con ella el rostro cubierto de una enorme palidez.
Mientras contemplaba con alivio cómo abría los ojos espantados, un escalofrío
recorrió su cuerpo amenazando con reducirle al mismo estado del que estaba
saliendo su esposa, ya que en el laboratorio, aparentemente silencioso, oyó el
murmullo de una conversación tensa y apagada, una conversación mantenida en
tono apenas audible pero provista de unas características profundamente
inquietantes para el alma.
El hecho de
que Charles murmurara alguna fórmula no era nuevo, pero aquel murmullo era
decididamente distinto. Se trataba sin duda alguna de un diálogo o, al menos,
de una imitación de diálogo. Las inflexiones de las dos distintas voces
sugerían preguntas y respuestas, afirmaciones y réplicas. Una de las voces era
indiscutiblemente la de Charles, pero la otra se caracterizaba por una
profundidad y una resonancia que el joven Ward, a pesar de sus buenas dotes de
imitador, no habría podido conseguir jamás. Había algo espantoso, sacrílego y
anormal en todo aquello y, de no haber sido por un grito de su esposa que
aclaró su mente al despertar con él su instinto de protección, no es muy
probable que Theodore Howland Ward hubiera podido seguir alardeando ni un día
más de que nunca se había desmayado. Reaccionando ante aquel grito, cogió a su
esposa en brazos y la transportó a la planta baja para que no pudiera oír las
voces que tanto les habían afectado. No escapó, sin embargo, con la suficiente
presteza como para no oír algo que le hizo tambalearse peligrosamente con su
carga. Al parecer, el grito de la señora Ward había sido escuchado también por
otros oídos y, en respuesta a él, habían llegado desde detrás de la puerta las
primeras palabras comprensibles del terrible coloquio. Fueron sencillamente una
nerviosa advertencia articulada por Ward pero que llenó de espanto a su padre
por lo que ese aviso implicaba. Su hijo se había limitado a decir: «¡Chist!
¡Escríbalo!»
El señor y la
señora Ward conferenciaron largamente después de cenar, y, como consecuencia de
aquella conversación, el primero decidió hablar seriamente con Charles aquella
misma noche. Por importantes que fueran sus investigaciones no podían tolerarle
semejante conducta por más tiempo, ya que los últimos acontecimientos
trascendían los límites de la cordura y representaban una amenaza para el orden
y para el sistema nervioso de todos los que moraban en aquella casa. El joven tenía
que haber perdido la razón, pues sólo un demente podía proferir aquellos
alaridos y fingir que estaba hablando con otra persona imitando la voz de un
interlocutor. Todo aquello tenía que terminar de una vez, pues, de no ser así,
la señora Ward acabaría cayendo enferma. Por otra parte cada vez se hacía más
difícil conservar a la servidumbre.
El señor Ward
subió al laboratorio de su hijo, pero al llegar al tercer piso se detuvo
intrigado por los sonidos que surgían de la biblioteca de Charles, ahora en desuso.
Al parecer alguien revolvía frenéticamente entre libros y papeles. Se asomó a
la puerta entornada y vio al joven que sacaba de los estantes libros de todas
las formas y tamaños. El aspecto que ofrecía era el de un joven lleno de
excitación. Al oír la voz de su padre dio un respingo y dejó caer toda su
carga. Se sentó, obedeciendo la orden paterna, y escuchó en silencio una larga
sarta de reconvenciones. No se defendió. Al final de la reprimenda admitió que
su padre tenía razón y que sus voces, invocaciones y experimentos químicos
representaban una imperdonable molestia para los demás habitantes de la casa.
Prometió comportarse con más discreción, aunque insistió en prolongar su
confinamiento. La mayor parte de su trabajo en el futuro, dijo, consistiría en
la consulta de libros, y en cuanto a los rituales que tendría que llevar a cabo
en fechas posteriores, podría celebrarlos en un lugar apartado que buscaría a
tal efecto. Manifestó su pesar por el desmayo de su madre y explicó que la
conversación que había oído formaba parte de un complicado simbolismo destinado
a crear una atmósfera mental determinada. Utilizó ciertos términos químicos
casi ininteligibles que desconcertaron al señor Ward, pero la impresión general
que produjo a éste la entrevista fue que su hijo estaba indiscutiblemente
cuerdo, a pesar de que era víctima de una misteriosa tensión de suma gravedad.
La conversación, por otra parte, no le reveló nada nuevo y, mientras su hijo
recogía los libros y abandonaba la habitación, el señor Ward se dijo
interiormente que continuaba sin saber qué pensar de todo aquello. Era algo tan
misterioso como la muerte del pobre Nig, cuyo cadáver había sido hallado una
hora antes en el sótano, rígido, con los ojos desorbitados y la boca torcida
por el terror.
Impulsado por
un vago instinto detectivesco, el desconcertado padre examinó con curiosidad
los estantes vacíos para averiguar qué se había llevado su hijo a la
buhardilla. La biblioteca del joven estaba rigurosamente clasificada por
materias, de modo que no resultaba difícil saber qué libros, o al menos qué
clase de libros, eran los que faltaban. El señor Ward se quedó asombrado al
descubrir que los huecos no correspondían a obras relacionadas con las ciencias
ocultas ni con antiguos sucedidos, sino a tratados modernos de historia y
geografía, manuales de literatura, obras filosóficas y periódicos y revistas
contemporáneos. Aquello representaba un giro muy curioso en las aficiones de
Charles y su padre se quedó perplejo al comprobarlo. Una clara sensación de extrañeza
se apoderó de él, le atenazó el pecho y le obligó a mirar en torno suyo para
descubrir a qué respondía. Algo había ocurrido, ciertamente, algo de
trascendencia tanto material como espiritual. Desde que había entrado en
aquella estancia había notado un cambio, y al fin sabía en qué consistía. En la
pared norte de la habitación seguía incólume, sobre la chimenea, el antiguo
panel de madera procedente de la casa de Olney Court, pero el retrato de
Curwen, precariamente restaurado, había sido víctima de un terrible desastre.
El tiempo y la calefacción habían ido deteriorándolo y desde la última limpieza
de aquel cuarto había sucedido lo peor. La pintura se había ido desprendiendo y
enroscándose poco a poco para caer finalmente de pronto con una rapidez maligna
y silenciosa. El retrato de Joseph Curwen había dejado para siempre de vigilar
al joven a quien tan extrañamente se asemejaba y yacía ahora en el suelo
formando una fina capa de polvo gris azulado.
Una mutación y una
locura
1
Durante la
semana que sucedió a aquel memorable Viernes Santo, Charles Ward fue visto más
a menudo que de costumbre. Continuamente transportaba gran cantidad de libros
de su biblioteca al laboratorio del desván. Sus actos eran tranquilos y
racionales, pero el aire furtivo que le rodeaba y la mirada extraña que se
reflejaba en sus ojos inquietaron a su madre. Por otra parte, y a juzgar por
los continuos recados que hacía llegar a la cocinera, se había despertado en él
un apetito voraz.
El doctor
Willett había sido informado acerca de los ruidos y acontecimientos de aquel
memorable viernes, y al martes siguiente sostuvo una larga conversación con el
joven en aquella biblioteca donde ya no vigilaban los ojos del retrato de
Curwen. La entrevista, como de costumbre, no dio ningún resultado positivo,
pero aun así Willett jura y perjura que Charles seguía, incluso en aquellos
momentos, perfectamente cuerdo. Prometió revelar muy pronto el resultado de sus
investigaciones y habló de montar su laboratorio en otra parte. Concedió muy
poca importancia a la pérdida del retrato, hecho que al doctor no dejó de
extrañarle dado el entusiasmo que le había producido su descubrimiento. Por el
contrario, parecía hallar algo humorístico en aquel súbito desastre.
A la semana
siguiente Charles comenzó a ausentarse de la casa durante largos períodos de
tiempo y un día en que la vieja Hannah acudió a casa de los Ward para ayudar en
la limpieza de primavera, habló de las frecuentes visitas que hacía el joven a
la antigua mansión de Olney Court, donde se presentaba con una gran maleta y en
cuya bodega efectuaba extrañas excavaciones. Siempre se mostraba muy generoso
con ella v con el viejo Asa, pero parecía más preocupado que de costumbre, cosa
que apesadumbraba a la anciana, que le conocía desde el día en que nació.
Otros informes
acerca de sus andanzas llegaron de Pawtuxet, donde varios amigos de la familia
le veían rondando con frecuencia desacostumbrada el embarcadero de
Rhodes-on-the-Pawtuxet. El doctor Willett investigó la cuestión posteriormente
y descubrió que la intención del joven había sido la de hallar una abertura en
la cerca, abertura que le permitiera continuar hacia el norte por la ribera del
río. Solía desaparecer en esa dirección y no volver hasta transcurridas muchas
horas.
Un día del mes
de mayo volvieron a producirse en el desván sonidos que respondían a la
celebración de nuevos rituales, lo cual provocó un severo reproche por parte
del señor Ward y vagas promesas de enmienda por parte de Charles. El incidente
tuvo lugar una mañana y, al parecer, constituyó una repetición del imaginario
coloquio que había tenido lugar aquel turbulento Viernes Santo. El joven
discutía acaloradamente consigo mismo, como parecía indicar el hecho de que de
pronto estallaran gritos en tonos diversos que sugerían una sucesión de
preguntas y respuestas negativas, todo lo cual impulsó a la señora Ward a subir
al tercer piso y aplicar la oreja a la puerta. Sólo pudo oír, sin embargo, unas
cuantas palabras: «Debe permanecer rojo
tres meses». Cuando llamó con los nudillos en la hoja de madera, los
sonidos cesaron inmediatamente. Más tarde, al ser interrogado por su padre,
Charles respondió que existían ciertos conflictos entre diversas esferas de la
conciencia, conflictos que sólo podían subsanarse con una gran habilidad y que
él trataría de trasladar a otro terreno.
A mediados de
junio ocurrió un extraño incidente nocturno. Al atardecer se produjo una serie
de ruidos en el laboratorio de la buhardilla, y a punto estaba el señor Ward de
subir a investigar qué sucedía, cuando se restableció súbitamente el silencio.
A medianoche, cuando la familia se había retirado ya a descansar y el mayordomo
se disponía a cerrar la puerta de la calle, apareció Charles cargado con una
voluminosa maleta e hizo señas al sirviente de que deseaba salir. El joven no
pronunció una sola palabra, pero el mayordomo vio la expresión febril que
reflejaban sus ojos y quedó profundamente impresionado. Abrió la puerta para
que saliera el joven Ward, pero a la mañana siguiente presentó su renuncia a la
señora. Dijo que había visto un brillo diabólico en los ojos del señorito
Charles, que aquella no era forma de mirar a una persona honrada, y que no
estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más en aquella casa. La señora Ward
le dejó marchar pero no concedió crédito a sus afirmaciones. Imaginar a Charles
fuera de control aquella noche le era totalmente imposible, pues mientras había
permanecido despierta había oído ruidos continuos en el laboratorio, sonidos
como si alguien sollozara y paseara de un lado a otro, y suspiros que sólo
hablaban de una gran desesperación. La señora Ward se había acostumbrado a
auscultar los sonidos nocturnos, pues el profundo misterio que envolvía la vida
de su hijo no la permitía ya pensar en nada más.
A la noche
siguiente, y tal como había ocurrido en otra ocasión hacía ya tres meses,
Charles se apresuró a coger el periódico y arrancó un trozo de una página,
aparentemente de modo accidental. El hecho no se recordó hasta más tarde,
cuando el doctor Willett empezó a atar cabos sueltos y a buscar los eslabones
que faltaban aquí y allá. En los archivos del Journal encontró el fragmento que faltaba y marcó dos noticias que
podían estar relacionadas con el caso. Eran las siguientes:
MÁS MERODEADORES EN EL
CEMENTERIO
Esta mañana, Robert Hart,
vigilante nocturno del Cementerio del Norte, ha descubierto una nueva
profanación en la parte antigua del camposanto. La tumba de Ezra Weeden. nacido
en 1740 y fallecido en 1824, según se lee en la lápida salvajemente mutilada
por los responsables del hecho. aparece excavada y saqueada. Los profanadores
utilizaron, según se cree, una azada que sustrajeron de un cobertizo cercano,
donde se guardan toda clase de herramientas.
Cualquiera que fuera el
contenido de la tumba después de transcurrido un siglo desde la exhumación. ha
desaparecido. Sólo se han encontrado trozos de madera podrida. No se han
hallado huellas de vehículos, pero sí rastros de pisadas que corresponden a un
solo individuo, hombre de buena posición a juzgar por las botas que calzaba.
Hart se muestra muy inclinado a relacionar este incidente con el ocurrido el
pasado mes de marzo cuando él mismo descubrió y provocó la fuga de un grupo de
hombres que hablan llegado en una camioneta y habían excavado una fosa, pero el
sargento Riley no comparte esa teoría y afirma que existen diferencias
esenciales entre los dos sucesos. En marzo, la excavación tuvo lugar en un
paraje en el cual no se ha señalado la existencia de ninguna tumba, mientras
que en esta ocasión se ha saqueado un enterramiento perfectamente señalado y
mantenido, con un propósito deliberado y un ensañamiento que delata el destrozo
de la lápida, que hasta el día anterior había permanecido intacta.
Los miembros de la familia
Weeden, informados de lo sucedido, han expresado su asombro y su pesar, y no
aciertan a explicarse qué motivos puede tener nadie para profanar de tal modo
la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de Angel
Street, recuerda una leyenda familiar según la cual Ezra Weeden se habría visto
complicado poco antes de la Revolución en unos extraños sucesos que para nada
afectan al honor de la familia, pero no ve qué relación puede existir entre
aquellos hechos y la presente violación de la tumba. El caso está siendo
investigado por el inspector Cunningham, quien espera resolverlo en un plazo
muy breve.
ALBOROTO NOCTURNO EN PAWTUXET
Hacia las tres de la
madrugada de hoy, los habitantes de Pawtuxet han visto interrumpido su sueño
por un alboroto producido por el aullar ensordecedor de unos perros, alboroto
localizado, al parecer, en la orilla del río, concretamente en un punto situado
no muy lejos de Rhodes-on-the-Pawtuxet. Según la mayoría de los vecinos de
aquella localidad, dichos aullidos eran de un volumen y una intensidad
inusitados. Fred Lemdin, vigilante nocturno de Rhodes, ha declarado por su
parte que iban mezclados con algo que parecían los alaridos de un hombre presa
de un terror y una agonía indescriptibles. Una repentina tormenta, de breve
duración, dio fin a la anomalía. Los habitantes de la región relacionan este
suceso con extraños y desagradables olores probablemente procedentes de los
tanques de petróleo que se encuentran en la bahía y que seguramente han
contribuido a excitar a los perros de los alrededores.
Charles se
mostró a partir de aquel día más demacrado y sombrío que nunca. Recordando
aquel período, todos coinciden en que el joven debió sentir por entonces un
fuerte deseo por confesar a alguna persona el terror que le poseía. La morbosa
escucha nocturna de su madre reveló que Charles efectuaba frecuentes salidas al
amparo de la oscuridad, y la mayoría de los alienistas de la escuela
conservadora coinciden en atribuirle los repugnantes casos de vampirismo que la
prensa divulgó con todo sensacionalismo por esos días sin que nunca llegara a
descubrirse el verdadero autor. Aquellos casos, demasiado recientes y
comentados para que tengamos que recordarlos aquí con detalle, tuvieron por
víctimas a personas de todas las edades y características y ocurrieron en los
alrededores de dos lugares distintos: la colina residencial del North End, en
las proximidades de la casa de lo Ward, y los distritos suburbanos del otro
lado de la línea férrea de Cranston, cerca de Pawtuxet. Varias personas que
regresaban tarde a sus hogares o dormían con las ventanas abiertas fueron
atacadas por una extraña criatura que las que han sobrevivido describen como un
monstruo alto, delgado, de ojos ardientes, que clavaba sus dientes en la
garganta o en el hombro de su víctima y chupaba vorazmente su sangre.
El doctor
Willett, que se niega a fijar el origen de la locura de Ward en fecha tan
temprana, se muestra muy cauteloso al explicar aquellos horrores. Tiene, según
dice, sus propias teorías sobre la cuestión y sus afirmaciones no son en la
mayoría de los casos más que negaciones solapadas. «Me resisto a decir»,
manifiesta, «quién, en mi opinión, perpetró aquellos ataques y asesinatos, pero
declaro que Charles Ward es inocente. Tengo motivos para afirmar rotundamente
que nunca probó el sabor de la sangre, y su anemia y extrema palidez son prueba
contundente de que estoy en lo cierto. Ward estuvo en contacto con cosas
terribles, pero lo pagó muy caro y nunca fue un monstruo ni un malvado. En
cuanto al presente, prefiero no opinar. Se produjo un cambio, evidentemente, y
me contento con creer que Charles Ward murió con él, o al menos murió su
espíritu, porque esa carne demente que desapareció del hospital de Waite tenía
un alma distinta.»
Willett habla
con autoridad, ya que a menudo acudía a casa de los Ward a atender a la dueña
de la casa, cuyos nervios habían empezado a flaquear a causa de los continuos
disgustos. La continua vigilia había producido en ella alucinaciones morbosas
que comunicó al doctor. Willett las ridiculizaba al hablar con su paciente,
pero meditaba mucho sobre ellas cuando se hallaba a solas. Estaban siempre
relacionadas con los leves sonidos que la madre de Charles creía oír en el
laboratorio y en la buhardilla en que dormía su hijo, sonidos que consistían en
suspiros apagados y sollozos que surgían en los momentos más inverosímiles. A
principios de julio el doctor Willett prescribió a su paciente un viaje a
Atlantic City donde debía permanecer por tiempo indefinido, y advirtió al señor
Ward y al elusivo Charles que se limitaran a escribirle cartas cariñosas y
alentadoras. Es muy probable que la señora Ward deba su vida y su salud mental
a aquel viaje forzado que con tan mala gana hubo de emprender.
2
Poco después
de la partida de su madre, Charles Ward inició las gestiones para adquirir el bungalow de Pawtuxet. Se trataba de un
pequeño edificio de madera provisto de un garaje de hormigón y situado en la
falda de la colina, cerca del río y poco más arriba de Rhodes. Por algún motivo
de él sólo conocido, el joven se había empeñado en adquirirlo a toda costa. No
dejó en paz a los corredores de fincas hasta que uno de ellos consiguió
realizar la compra, por cierto a un precio exorbitante dado que el propietario
se negaba a venderlo. En cuanto quedó vacío, Charles se trasladó a él al amparo
de la oscuridad, transportando en un camión cerrado todo el contenido del
laboratorio, incluidos los libros antiguos y modernos que había sacado de su
biblioteca. Hizo cargar el vehículo entre las sombras de las primeras horas de
la madrugada y su padre aún recuerda vagamente los juramentos ahogados y el
ruido de las pisadas de los hombres que participaron en la mudanza. Desde
aquella fecha, el joven volvió a ocupar sus habitaciones del tercer piso y
abandonó definitivamente su reducto del desván.
Charles
trasladó a la casita de Pawtuxet el sigilo que había envuelto a su anterior
laboratorio. Aunque ahora había dos personas que compartían sus misterios, un
mestizo portugués de aspecto siniestro que hacía las veces de criado, y un
desconocido delgado, de aspecto de intelectual, gafas oscuras y barba muy
poblada probablemente teñida, a quien Ward, al parecer, consideraba colega y
que como tal era tratado. Los vecinos intentaron inútilmente de trabar
conversación con aquellos dos extraños personajes. El mulato Gomes hablaba muy
poco por no saber inglés y el barbudo, que decía ser doctor y apellidarse
Allen, seguía su ejemplo por propia elección. Ward por su parte trató de
mostrarse amable con sus vecinos pero solo consiguió despertar una gran
curiosidad entre ellos con sus continuas referencias a experimentos químicos.
No tardaron en circular extraños rumores acerca de las luces que a todas horas
permanecían encendidas en el bungalow
de la colina, y más tarde, cuando cesó repentinamente la iluminación nocturna,
acerca de los pedidos de carne que recibía el carnicero, a todas luces
desproporcionados, y acerca de los gritos, declamaciones y cánticos que surgían
de algún lugar subterráneo situado debajo de la construcción. Toda la burguesía
honrada de aquellos alrededores miraba con manifiesto recelo la propiedad de
Ward, que más de uno relacionaba con el misterioso vampiro que por aquellos
días había vuelto a reanudar su actividad y, precisamente, en torno a Pawtuxet
y a las contiguas calles de Edgewood.
Ward pasaba la
mayor parte del tiempo en la nueva casa, aunque de vez en cuando dormía en la
de sus padres, que continuaba considerando su hogar. En dos ocasiones se
ausentó de la ciudad por espacio de una semana sin que haya podido descubrirse
todavía el objeto de aquellos viajes. Su rostro ofrecía un aspecto más pálido y
macilento que nunca, y ahora, cuando repetía al doctor Willett sus afirmaciones
de siempre acerca de la importancia de sus investigaciones y de la inminencia
de las revelaciones, parecía mucho menos seguro de sí mismo. Willett le
interpelaba a menudo en casa de su padre, pues el señor Ward estaba
profundamente preocupado y perplejo ante el estado de su hijo y deseaba que le
vigilara en lo posible. Insiste el buen médico en que aún en aquellos días
Charles Ward estaba totalmente cuerdo, y aduce como prueba de esta afirmación
referencias a diversas conversaciones que sostuvo con él por entonces.
Hacia
septiembre, los casos de vampirismo disminuyeron, pero al mes de enero
siguiente, Ward estuvo a punto de verse seriamente comprometido. Desde hacía
algún tiempo se comentaba el tránsito nocturno de camiones que iban a descargar
en la casita de Pawtuxet y en cierta ocasión. por pura coincidencia, se
descubrió cuál era la mercancía que transportaba uno de aquellos vehículos. En
un paraje solitario, cercano a Hope Valley, unos ladrones asaltaron un camión
suponiendo que llevaba bebidas alcohólicas de contrabando. Lo que no se
imaginaban era que iban a resultar ellos los perjudicados, pues los cajones
sustraídos contenían una mercancía horrenda, tan horrenda que el incidente fue
comentado entre toda el hampa. Los ladrones se precipitaron a enterrar los
cajones robados, pero cuando la policía del Estado tuvo noticia de lo ocurrido,
llevó a cabo una minuciosa investigación. Uno de los autores del hecho, tras
asegurarse de que no se tomarían medidas punitivas contra él, consintió en
guiar a un grupo de agentes al lugar donde habían enterrado la «mercancía».
Resultó ésta ser de naturaleza tan espantosa que se juzgó un atentado al decoro
-tanto nacional como internacional- informar al público de lo que había
descubierto aquel horrorizado grupo de representantes del orden, y en
consecuencia, se mantuvo el secreto acerca del caso. Sin embargo, dado que ni a
aquellos policías que estaban muy lejos de ser cultos se les escapó el
significado del hallazgo, se enviaron inmediatamente varios telegramas a
Washington.
Los cajones
iban dirigidos a Charles Ward, al bungalow
de Pawtuxet, y muy pronto se personaron en ese lugar varios representantes del
gobierno federal y del Estado. Le encontraron pálido y preocupado, rodeado de
sus extraños compañeros, pero recibieron de él una explicación válida y pruebas
de inocencia que juzgaron concluyentes. Ward declaró que había necesitado
ciertos ejemplares anatómicos para llevar a cabo un proyecto de investigación
de cuya profundidad y autenticidad podían responder los que le habían conocido
en la última década, y que, en consecuencia, había hecho el oportuno pedido a
las agencias que podían proporcionárselos, a su entender legalmente. Acerca de
la identidad de aquellos ejemplares
no sabía absolutamente nada y se mostró muy sorprendido cuando aquellos
inspectores se refirieron al efecto monstruoso que el conocimiento del asunto
podía producir entre el público, con el consiguiente deterioro de la dignidad
nacional. Todas las afirmaciones del joven fueron firmemente apoyadas por su
barbudo colega, el doctor Allen, cuya voz extrañamente profunda revelaba una
convicción mucho mayor que la que transparentaban los tartamudeos nerviosos de
Ward. En resumen, que los inspectores decidieron no tomar ninguna medida y se
limitaron a enviar a Nueva York los nombres y las direcciones que Ward les
facilitó como base para una investigación que no condujo a nada. Hay que añadir
que los ejemplares fueron devueltos rápidamente y con gran discreción a sus
lugares de procedencia y que el público no llegó a tener conocimiento nunca de
los pormenores del caso.
El 9 de
febrero de 1928, el doctor Willett recibió una carta de Charles Ward a la cual
atribuye una importancia extraordinaria y que le ha valido más de una discusión
con el doctor Lyman. Considera éste último que dicha carta constituye prueba
decisiva de que el del joven Ward es un caso de dementia praecox, mientras que su colega la juzga última
manifestación de la cordura de su paciente. Aduce como argumento a su favor la
normalidad de la caligrafía, que si bien revela el nerviosismo de la mano del
autor, es indudablemente la de Ward. El texto es el siguiente:
100 Prospect Street
Providence, Rhode lsland
8 marzo, 1928
Apreciado doctor Willett:
Comprendo que al fin ha
llegado el momento de hacerle las revelaciones que hace tanto tiempo le anuncié
y que usted tantas veces me ha exigido. La paciencia con que ha sabido esperar
y la confianza que ha demostrado en mi cordura e integridad, son cosas que no
olvidaré nunca.
Y ahora que estoy dispuesto a
hablar, debo confesar con auténtica humillación que el triunfo con que soñaba
ya nunca podrá ser mío. En lugar de ese triunfo he descubierto el terror, y mi
conversación con usted no será un alarde de victoria, sino una petición de
ayuda y de consejo para salvarme de mi mismo y salvar al mundo de un horror que
sobrepasa todo lo que pueda imaginar o prever la mente humana. Recordará usted lo
que las cartas de Fenner decían acerca de la expedición que se llevó a cabo
contra la granja de Pawtuxet. Hay que repetirla ahora, y a la mayor brevedad.
De nosotros depende más de lo
que nunca lograré expresar con palabras: la civilización, las leyes naturales,
quizá incluso la suerte del sistema solar y del universo. He sacado a la luz
una anormalidad monstruosa, pero lo he hecho en favor del conocimiento humano.
Ahora, por el bien de la vida y de la naturaleza. tiene usted que ayudarme a
devolverla a la oscuridad.
He abandonado para siempre el
bungalow de Pawtuxet y debemos
destruir todo lo allí presente, vivo o muerto. No volveré a pisar ese lugar y
si alguien le dice a usted que estoy allí, no lo crea. Le explicaré la razón de
estas palabras cuando le vea. Estoy en mi casa y deseo que venga usted a
visitarme en cuanto pueda disponer de cinco o seis horas para escuchar lo que
tengo que decirle. Será necesario todo ese tiempo y créame si le digo que
cumplirá con ello un deber profesional. Mi vida y mi razón son las cosas menos
importantes que están en juego en este caso.
No me he atrevido a hablar
con mi padre porque sé que no me entendería, pero si le he dicho que estoy en
peligro y ha contratado a cuatro detectives para que vigilen la casa. No sé
hasta qué punto será eficaz su vigilancia, puesto que tienen contra ellos unas
fuerzas cuyo poder es imposible imaginar. Venga enseguida si quiere encontrarme
vivo y saber cómo puede ayudarme a salvar al cosmos del desastre total. Venga
en cualquier momento puesto que yo no saldré de casa. No llame por teléfono, ya
que no se sabe quién o qué puede interceptar su llamada. Y roguemos a los
dioses que puedan existir para que nada impida este encuentro.
Con la mayor solemnidad y
desesperación,
CHARLES DEXTER WARD
P. D. Disparen sobre el
doctor Allen en cuanto le vean y disuelvan
su cadáver en ácido. No lo quemen.
El doctor
Willett recibió la carta alrededor de las diez y media de la mañana, e
inmediatamente se las arregló para quedar libre a primera hora de la tarde.
Quería llegar a casa de los Ward alrededor de las cuatro, y durante toda la
mañana estuvo sumido en especulaciones tan descabelladas que la mayor parte de
sus tareas las realizó maquinalmente. La carta de Charles Ward parecía a
primera vista producto de la mente de un maníaco, pero Willett conocía al joven
demasiado bien para rechazarla como mera fantasía. Estaba completamente
convencido de que algo muy sutil, antiguo y horrible se cernía sobre ellos, y
la referencia al doctor Allen casi parecía razonable en vista de los rumores
que corrían por Pawtuxet acerca del extraño colega de Charles Ward. Willett no
le había visto nunca, pero sí había oído hablar de su aspecto y porte, y se
preguntaba qué clase de ojos se ocultarían tras aquellas comentadísimas gafas
ahumadas.
A las cuatro
en punto, el doctor Willett se presentó en la residencia de los Ward, pero
descubrió con gran disgusto que Charles no había permanecido fiel a su decisión
de quedarse en casa. Los detectives sí estaban allí y, por ellos supo que el
joven había perdido al parecer parte de su desánimo anterior. Uno de ellos le
dijo que había pasado la mañana hablando por teléfono, discutiendo, protestando
airadamente, y contestando a una voz desconocida frases como «Estoy muy
fatigado y tengo que descansar una temporada», «No puedo recibir a nadie
durante algún tiempo, tendrá usted que disculparme», «Le ruego que aplace toda
decisión definitiva hasta que podamos llegar a un compromiso», «Lo siento
mucho, pero tengo que tomarme unas vacaciones y no puedo ocuparme de nada, ya
hablaré con usted más adelante.» Luego, como si hubiera estado meditando y la
reflexión le hubiera infundido valentía, había logrado salir de la casa tan
sigilosamente que nadie se había dado cuenta del hecho ni había reparado en su
ausencia hasta su regreso, ocurrido alrededor de la una de la tarde. Entró a
esa hora en la casa sin decir una palabra, subió al tercer piso y allí
evidentemente volvieron a reproducirse sus temores, porque se le ovó gritar
aterrorizado al poco de entrar en su biblioteca. Sin embargo, cuando el
mayordomo subió a investigar la causa de aquel alarido, Charles se asomó a la
puerta con aire decidido y con un gesto despidió al sirviente, que quedó
profundamente impresionado. Poco después volvió a salir de la casa. Willett
preguntó si había dejado algún recado, pero
la respuesta fue negativa. El
mayordomo parecía muy afectado por algo que había visto en los modales y el
aspecto de Charles, y preguntó al doctor solícitamente si había alguna
esperanza de curación para aquellos nervios desequilibrados.
Durante casi
dos horas, Willett esperó inútilmente en la biblioteca de Ward contemplando las
estanterías polvorientas con los espacios vacíos que ocuparan los libros que el
joven se había llevado y mirando con una mueca sombría el panel donde un año
antes estuviera el retrato de Joseph Curwen.
Poco a poco
las sombras fueron cerrando filas en torno suyo preludiando la oscuridad de la
noche. Al fin llegó el señor Ward, quien se mostró furioso y sorprendido ante
la ausencia de su hijo después de todas las molestias que se había tomado para
velar por su seguridad. Ignoraba que Charles hubiera concertado una cita con el
doctor y prometió avisar a Willett en cuanto el joven regresara. Al despedirse
de él le hizo participe de la preocupación que sentía por el estado del joven y
le suplicó que hiciera lo posible por devolver su mente a la normalidad.
Willett se
alegró de huir de aquella biblioteca sobre la que se cernía algo maléfico y
horrible, como si el cuadro desaparecido hubiera dejado tras él una herencia de
perversidad. Nunca le había gustado aquel retrato e incluso ahora que éste
había desaparecido, y a pesar de lo bien templados que tenia los nervios,
experimentaba la urgente necesidad de salir al aire libre lo antes posible.
3
A la mañana
siguiente, el señor Ward envió al doctor Willett una nota en que le comunicaba
que su hijo no había regresado. Decía en ella asimismo que el doctor Allen le
había telefoneado para decirle que Charles permanecería durante algún tiempo en
Pawtuxet donde nadie debía molestarle ya que, por tener que ausentarse el
propio Allen durante un periodo de tiempo indefinido, quedaba él solo a cargo
de la investigación en curso, y que Charles le enviaba sus mejores deseos y
lamentaba cualquier molestia que pudiera producir aquel repentino cambio de
planes. La voz del doctor Allen había despertado en el señor Ward un recuerdo
vago y elusivo que no pudo identificar exactamente y que le produjo sin embargo
una evidente inquietud.
Desconcertado
por aquellas noticias contradictorias, el doctor Willett no supo qué hacer. No
podía negarse que en la carta de Charles había una ansiedad frenética, pero
¿cómo interpretar la actitud de un joven que tan pronto violaba sus propias
decisiones? En su carta aseguraba que sus investigaciones eran una amenaza y un
sacrilegio, que ellas y su colega debían ser eliminados a cualquier precio, y
que él no volvería a pisar nunca el bungalow
de Pawtuxet, pero según las últimas noticias se había olvidado de todo y había
regresado al centro del misterio. El sentido común le aconsejaba dejar en paz
al joven con sus caprichos, pero un instinto más profundo le impedía olvidar la
impresión que dejara en él aquella angustiada carta. Willett la leyó otra vez
y, a pesar de su lenguaje algo altisonante y de la carencia de datos concretos,
no pudo juzgarla ni absurda ni demente. El terror de Charles era demasiado
intenso, demasiado real, y unido a lo que el doctor sabía ya del caso, evocaba
monstruosidades tales de allende del tiempo y el espacio, que ninguna
justificación cínica bastaba para explicarlas. Lo cierto es que existían
horrores sin nombre en aquel bungalow
y, aún a riesgo de que su intervención resultara inútil, tenia que estar
preparado para pasar a la acción en cualquier momento.
Durante más de
una semana, el doctor Willett reflexionó sobre el dilema que tenía planteado,
sintiéndose cada vez más inclinado a visitar a Charles en el bungalow de Pawtuxet. Nadie se había
aventurado nunca a invadir aquel refugio e incluso su padre conocía la casa
solamente por las descripciones que el propio Charles le había hecho. Pero en
este caso el doctor Willett consideró necesario tener una entrevista directa
con su paciente. El señor Ward había estado recibiendo de su hijo durante esos
días noticias muy vagas en breves notas mecanografiadas, semejantes a las que
recibía su mujer en su retiro de Atlantic City y, en vista de ello, el doctor
se decidió a actuar. A pesar de la curiosa sensación que despertaban en él las
antiguas leyendas relativas a Joseph Curwen y las más recientes revelaciones y
advertencias de Charles Ward, se dirigió osadamente al bungalow, que se levantaba sobre un risco muy cerca del río. Aunque
nunca había entrado en la casa, había visitado anteriormente los alrededores
por pura curiosidad y, en consecuencia, sabía perfectamente qué camino tomar.
Aquella tarde de finales de febrero, mientras conducía su pequeño automóvil por
la Broad Street, pensó en el grupo de hombres que había seguido aquella misma
ruta ciento cincuenta años antes, en una terrible expedición que había quedado
sumida en el más impenetrable misterio.
El recorrido a
través de los arrabales de Providence fue muy corto y pronto se extendieron
ante su vista los ordenados barrios de Edgewood y la dormida aldea de Pawtuxet.
Al llegar a Lockwood Street dobló a la derecha y siguió el camino vecinal hasta
donde le fue posible llegar. Luego se bajó del vehículo y echó a andar en
dirección al norte. Las casas estaban allí muy dispersas y el bungalow, con su garaje de hormigón, se
divisaba claramente aislado sobre una pequeña elevación del terreno. Recorrió a
buen paso el descuidado camino de grava, llamó a la puerta con mano firme y
habló en tono decidido al mulato portugués que la entreabrió con muchas
precauciones.
Tenía que ver
a Charles Ward inmediatamente dijo, para un asunto de vital importancia. No
aceptaría ninguna excusa y una negativa a su petición serviría únicamente para
impulsarle a presentar un informe completo de la situación al señor Ward. El
mulato dudó y se apoyó en la puerta para impedirle el paso, pero el doctor se
limitó a elevar la voz y a repetir su demanda. Fue entonces cuando de la
oscuridad del interior surgió un ronco susurro que inexplicablemente heló la
sangre en las venas al visitante.
-Déjale entrar,
Tony -dijo la voz . Si hemos de hablar, tan bueno es este momento como
cualquier otro.
Pero por
inquietante que resultara aquel susurro, peor fue lo que siguió. La madera del
suelo crujió y el hombre que acababa de hablar se hizo visible. El dueño de
aquella voz extraña y resonante no era otro que Charles Dexter Ward.
La
minuciosidad con que el doctor Willett grabó en su memoria la conversación de
aquella tarde, se debe a la importancia que él atribuye a este período en
particular, pues en su opinión se había efectuado un cambio vital en la mente
del joven Ward que, según él, hablaba ahora a través de un cerebro muy distinto
de aquél que había visto desarrollarse a lo largo de veintiséis años. La
controversia con el doctor Lyman le había obligado a ser muy especifico y
fijaba el comienzo de la enfermedad mental de Charles precisamente en la época
en que sus padres habían comenzado a recibir aquellas notas mecanografiadas. Lo
cierto es que éstas no correspondían al estilo habitual del joven, ni siquiera al
de aquella desesperada misiva que escribiera al doctor Willett. Respondían a un
estilo raro y arcaico, como si el desquiciamiento mental del autor hubiera dado
rienda suelta a una serie de tendencias e impresiones adquiridas
inconscientemente durante el período juvenil de afición a las antigüedades. Se
evidenciaba en ellas un fuerte deseo de modernidad, pero el espíritu, y a veces
hasta el lenguaje, pertenecen indiscutiblemente al pasado, ese pasado que se
hizo también evidente en la actitud y los gestos de Ward cuando recibió al
doctor en aquel sombrío bungalow. Se
inclinó, señaló un asiento a Willett y empezó a hablar bruscamente en aquel
extraño susurro en que, al parecer, se sintió obligado a explicar.
-Me está
afectando mucho a los pulmones -comenzó-, este relente del río. Tendrá que
disculpar usted mi ronquera. Supongo que le ha enviado mi señor padre con el
fin de que averigüe qué me ocurre, y espero que no le dirá nada que pueda
alarmarle.
Willett
estudió aquel tono enronquecido con sumo interés, pero aún prestó mayor
atención al rostro de su interlocutor. Experimentaba la sensación de que en
aquella escena había algo de anormal y recordó lo que la familia de Charles le
había contado acerca de la impresión que había recibido una noche el mayordomo
de la casa. Hubiera preferido que reinara un poco más de luz en la sala, pero
no pidió que se descorrieran las cortinas. Se limitó a preguntar a su
interlocutor qué le había impulsado a enviarle aquella angustiada carta hacia
poco más de una semana.
-Precisamente
iba a hablarle de eso -replicó Ward-. Como usted bien sabe tengo los nervios
muy alterados y hago y digo cosas que no se me deben tener en cuenta. Más de
una vez le he confiado que me hallo enfrascado en investigaciones de gran
trascendencia y la importancia de tales menesteres ha llegado a trastornarme en
más de una ocasión. Cualquier hombre se hubiera asustado de lo que he
descubierto, pero yo pienso seguir adelante y pronto lograré lo que me
proponía. Fui un necio al volver a mi casa y someterme a la vigilancia de esos
guardianes. He llegado muy lejos y tengo que seguir adelante. Mi lugar está
aquí. Sé que no disfruto de buena reputación entre mis vecinos y, por una
debilidad, casi llegué a creer lo que dicen de mí. En lo que hago, mientras lo
haga bien, no hay nada de perverso. Tenga usted la bondad de esperar seis meses
y le mostraré algo que recompensará sobradamente su paciencia.
»Puedo, sí,
decirle que cuento con un medio de adquirir conocimientos mucho más seguro que
el que representan los libros, y dejaré que juzgue por sí mismo la importancia
de lo que puedo aportar a la historia, a la filosofía y a las artes en virtud
de las puertas que ante mí se han abierto. Mi antepasado había logrado
traspasarlas cuando aquellos estúpidos entrometidos vinieron a asesinarle. Pero
esta vez no ocurrirá nada semejante. Le ruego que olvide todo lo que le escribí
y que no tema este lugar ni nada de lo que encierra. El doctor Allen es un
hombre excelente y le debo una disculpa por todo lo que le dije acerca de él.
Ojalá estuviera aquí, pero su presencia era indispensable en otra parte. Su
celo es igual al mío en todo lo que a nuestra investigación concierne, y su
ayuda me resulta inapreciable.
Ward hizo una
pausa y el doctor apenas supo que decir ni qué pensar. Sintió un profundo
desconcierto al oír a su interlocutor repudiar con tanta calma la carta que le
había dirigido y, sin embargo, en su fuero interno, estaba convencido de que si
bien las palabras que acababa de escuchar eran extrañas, ajenas a quien las pronunciaba
e indudablemente producto de una mente desquiciada, la misiva en cambio era
trágica por su autenticidad y la semejanza que guardaba con el Charles Ward que
él conocía. Trató de desviar la conversación hacia otros derroteros recordando
al joven algunos acontecimientos pasados que pudieran restablecer la atmósfera
de familiaridad en que transcurrían siempre sus encuentros, pero sus intentos
obtuvieron unos resultados realmente grotescos. Lo mismo les ocurrió
posteriormente a todos los alienistas. Una parte importante de las imágenes
mentales de Ward, principalmente las relacionadas con los tiempos modernos y su
propia vida, se había borrado totalmente de su cerebro, en tanto que el
conocimiento del pasado que acumulara durante su juventud había surgido de lo
más profundo de su subconsciente para devorar todo lo contemporáneo y personal.
La información que demostraba poseer el joven acerca del pretérito era de
naturaleza anormal y francamente estremecedora y, en consecuencia, hacía lo
posible por ocultarla. Pero cada vez que Willett mencionaba algún tema favorito
de su época de estudiante de tiempos pasados, aclaraba el joven la cuestión con
un lujo de detalles inconcebible en ningún mortal y que hacía al doctor
estremecerse.
No era normal
saber cómo se le había caído exactamente la peluca al inclinarse hacia delante
al actor que hacía el papel de juez en la representación que ofrecieron los
alumnos de la Academia de Arte Dramático del señor Douglas, situada en King
Street, el 11 de febrero de 1762, jueves por cierto, ni que los actores
cortaron de tal modo el texto de la obra de Steele, El Amante consciente, que el público casi se alegró cuando las
autoridades, impulsadas por sus creencias baptistas, cerraron el teatro dos
semanas más tarde. El hecho de que la diligencia de Thomas Sabin, que hacía la
ruta de Boston, fuera «incómoda hasta la exageración», podían mencionarlo
cartas de la época, pero, ¿qué erudito en su sano juicio podía afirmar que el
chirrido que producía la muestra de la taberna de Epenetus Olney (la corona de
colores chillones que había colgado cuando decidió dar al local el nombre de
Café Real) sonaba exactamente igual a las primeras notas de esa pieza de jazz
que transmitían ahora todas las radios de Pawtuxet?
Ward, sin
embargo, no se dejó llevar demasiado por aquel camino. Los temas modernos y
personales los rechazaba de raíz, en tanto que los referentes al pasado, aun
siendo más de su agrado, parecían aburrirle. Evidentemente, lo único que
deseaba era que su visitante quedara lo bastante satisfecho como para que se
fuera sin intención de regresar . A este fin se ofreció a enseñarle a Willett
la casa, e inmediatamente le acompañó en un recorrido de todas las
habitaciones, desde la bodega hasta el desván. Willett, que examinaba todo atentamente,
observó que los libros eran demasiado pocos y demasiado vulgares para haber
llenado los amplios espacios vacíos de la biblioteca de la casa de Ward, y que
el llamado «laboratorio» no era más que una especie de decorado. Evidentemente,
había otra biblioteca y otro laboratorio en otra parte, aunque era imposible
decir dónde. Esencialmente derrotado en la búsqueda de algo que no podía
precisar, Willett regresó a la ciudad antes del anochecer y contó al señor Ward
todo lo sucedido. Convinieron ambos en que el joven había perdido la razón,
pero decidieron no tomar por el momento ninguna medida drástica. Por encima de
todo, convenía que la señora Ward ignorara aquellas tristes circunstancias,
aunque algo debían hacerle sospechar las extrañas notas mecanografiadas que
recibía de su hijo.
El señor Ward
decidió visitar en persona al joven presentándose de improviso en el bungalow. Una noche, el doctor Willett
le acompañó en automóvil hasta las inmediaciones de la casa y esperó
pacientemente su regreso. La sesión fue larga, y el padre volvió de ella
entristecido y perplejo. La recepción de que fue objeto fue muy semejante a la
que había hallado Willett, con la diferencia de que esta vez Charles tardó un
tiempo considerable en aparecer desde que el visitante se hubo abierto paso
hasta el vestíbulo y despedido al portugués con su imperiosa exigencia. En el
comportamiento de su hijo no hubo el menor rasgo de amor filial. No había
apenas luz en la estancia en que se celebró la entrevista, pero el joven se
quejó de que la claridad le molestaba enormemente. No habló en voz alta en
ningún momento pretextando que le dolía mucho la garganta, pero en su ronco
susurro había algo tan inquietante que el señor Ward no logró sobreponerse a la
impresión que le causara.
Definitivamente
unidos para hacer todo lo posible por devolver al joven Charles la salud
mental, Ward y el doctor Willett comenzaron a reunir datos sobre el caso. Lo
primero que estudiaron fueron las habladurías que corrían por Pawtuxet, cosa
que resultó bastante fácil ya que ambos tenían buenos amigos por aquellos
contornos. El doctor Willett recogió la mayor parte de los rumores, ya que la
gente hablaba más francamente con él que con el padre del personaje en
cuestión, y de todo lo que oyó pudo colegir que la vida del sucesor de Ward era
realmente extraña. Casi todos los habitantes de Pawtuxet relacionaban el bungalow con la oleada de vampirismo del
año anterior, y las idas y venidas nocturnas de los camiones que a él se
dirigían, eran objeto de suspicaces comentarios. Los comerciantes locales
hablaban con extrañeza de los pedidos que hacía el criado mulato, y en especial
de las grandes cantidades de carne y de sangre fresca que encargaba a dos
carniceros de las inmediaciones. Para una casa en la que sólo vivían tres personas,
aquellos pedidos resultaban completamente desproporcionados.
Luego estaba
el asunto de los ruidos subterráneos. Los informes acerca de ellos fueron más
difíciles de recoger, pero una vez reunidos se vio que todos coincidían en
ciertos detalles básicos. Eran, sin duda alguna, de naturaleza ritual, sobre
todo cuando el bungalow estaba a
oscuras. Desde luego, podían proceder de la bodega, pero los rumores insistían
en que había criptas más profundas y más amplias. Recordando las antiguas
habladurías acerca de las catacumbas de Joseph Curwen y dando por sentado que
el joven, guiándose por alguno de los documentos encontrados junto con el
cuadro había elegido el bungalow por
hallarse éste emplazado exactamente en el lugar donde se alzara la granja de su
antepasado, buscaron afanosamente la puerta que se mencionaba en los viejos
manuscritos y que, según éstos, debía hallarse muy próxima a la orilla del río.
En cuanto a la opinión general sobre los habitantes del bungalow, no cabía duda de que el mulato portugués era
sencillamente detestado, el barbudo doctor temido, y el joven erudito
profundamente aborrecido. Durante las últimas dos semanas, Charles había
cambiado mucho, decían. Había renunciado a sus intentos por mostrarse agradable
y en las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir al exterior, hablaba
únicamente con un susurro ronco y extrañamente repelente.
Tales fueron
los cabos y fragmentos de información que lograron reunir por aquí y por allá
el señor Ward y el doctor Willett. Basándose en ellos mantuvieron serias y
prolongadas conferencias en que se esforzaron ambos por ejercitar al máximo sus
dotes de deducción, inducción e inventiva y trataron de relacionar todos los
hechos conocidos de la vida del joven, incluida la angustiosa carta que el médico
se había decidido a mostrar al fin, con la escasa documentación de que
disponían acerca de Joseph Curwen. Habrían dado cualquier cosa por poder echar
una ojeada a los documentos que Charles había encontrado, pues era evidente que
la clave de la locura del joven radicaba en lo que éste había descubierto
acerca del siniestro mago y sus actividades.
4
Y, sin
embargo, el siguiente acontecimiento decisivo en aquel caso tan singular no
sobrevino como consecuencia de ninguna medida adoptada ni por el señor Ward ni
por el médico. Uno y otro, desconcertados y confundidos por una sombra
demasiado informe e intangible para poder combatirla, habían permanecido con
los brazos cruzados, como quien dice, mientras las notas mecanografiadas que el
joven Ward seguía dirigiendo a sus padres, se hacían cada vez más espaciadas.
Pero llegó el día primero de mes, con sus acostumbrados ajustes financieros, y
los empleados de ciertos bancos comenzaron a menear la cabeza extrañados y a
telefonearse unos a otros. Varios de ellos, que conocían a Charles Ward sólo de
vista, se presentaron en el bungalow
para preguntarle por qué todos los cheques que habían recibido de él
recientemente presentaban una burda falsificación de su firma, a lo que Ward
respondió que durante las últimas semanas su mano se había visto tan afectada
por un shock nervioso que le
resultaba imposible seguir escribiendo normalmente, argumento que no logró
tranquilizar a sus interlocutores tanto como él hubiera deseado. Dijo también
poder demostrar la verdad de su afirmación por el hecho de que se había visto
obligado a mecanografiar todas las cartas, incluso las que dirigía a sus
padres, como estos podrían confirmar.
Lo que
sorprendió e intrigó a los visitantes no fue aquella explicación, que ni
carecía de precedente ni resultaba especialmente sospechosa, ni tampoco las
habladurías que corrían por Pawtuxet y cuyos ecos habían llegado a sus oídos.
Lo que llamó su atención fue que el confuso razonamiento del joven revelaba un
olvido total de importantes transacciones financieras de las que se había
ocupado en persona hacía sólo un par de meses. Algo muy raro había en todo
aquello, ya que a pesar de la aparente coherencia de sus palabras existía un
mal disfrazado desconocimiento de detalles de vital importancia. Por otra
parte, aunque ninguno de aquellos hombres conocía a Ward íntimamente, no
pudieron dejar de observar el cambio que se había operado en su lenguaje y en
sus modales. Habían oído comentar su afición a la historia, pero jamás habían
visto a un erudito de esa clase utilizar el habla y los gestos correspondientes
a una época pretérita. Aquella combinación de ronquera, parálisis parcial de
las manos, pérdida de memoria y alteración de la conducta y del habla, sólo
podía significar que el joven estaba enfermo de gravedad y, en consecuencia,
decidieron que se imponía conferenciar urgentemente con el padre del
infortunado joven.
El 6 de marzo
de 1928 se celebró una seria y prolongada reunión en la oficina del señor Ward,
después de la cual éste acudió desolado a consultar al doctor Willett. Examinó
el médico las extrañas firmas de los cheques y las comparó mentalmente con la
caligrafía de la última carta que había recibido de Charles. Desde luego el
cambio era radical y profundo aunque en la nueva escritura no dejaba de haber
algo siniestramente familiar. Los rasgos tenían una clara tendencia arcaizante
y eran completamente distintos a los que el joven había utilizado siempre. Pero
lo más curioso del caso era que el doctor Willett tenía la sensación de
haberlos visto anteriormente. En conjunto, era evidente que Charles estaba loco
y, puesto que no se hallaba en condiciones ni de administrar su fortuna ni de
mantener un trato normal con el resto de la sociedad, debía tomarse rápidamente
alguna medida para su internamiento y posible curación. Fue entonces cuando se
llamó a consulta a los alienistas Peck y Waite, de Providence, y Lyman, de
Boston. El señor Ward y el doctor Willett les informaron exhaustivamente del
caso y juntos examinaron todos los libros y documentos que el joven había
dejado en su biblioteca a fin de averiguar cuáles eran los que se había llevado
y deducir de ello cómo había evolucionado su pensamiento. Después de revisarlo
todo cuidadosamente y de analizar la carta que el joven había escrito al doctor
Willett, convinieron los alienistas en que los estudios de Charles Ward habían
sido de una naturaleza capaz de trastornar a cualquier intelecto normal.
Habrían querido examinar los volúmenes y documentos que tenía entonces el joven
en su posesión, pero sabían que eso sólo podrían conseguirlo tras una terrible
escena y ni así estaban seguros de poder lograrlo. Willett se entregó al
estudio del caso con febril energía. Fue entonces cuando obtuvo la declaración
de los obreros que habían presenciado el hallazgo de los documentos tras el
retrato de Curwen y cuando averiguó el verdadero significado de la mutilación
de los periódicos llevada a cabo por el joven, pues acudió a los archivos del Journal y allí pudo averiguar cuál era
el contenido de los artículos en cuestión.
El jueves ocho
de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite acompañados por el señor
Ward, visitaron al joven sin ocultarle el propósito de su visita y sometieron
al que ya consideraban su paciente a un minucioso interrogatorio. Charles, a
pesar de que tardó bastante tiempo en acudir a su presencia y cuando lo hizo
llegó con las ropas impregnadas por los fétidos olores de su laboratorio, no se
mostró recalcitrante en modo alguno. Admitió sin reservas que su memoria y su
equilibrio nervioso se habían visto afectados por su apasionada dedicación a
estudios muy complejos. No ofreció resistencia cuando los visitantes
insistieron en que debía cambiar de alojamiento y, aparte de la pérdida de la
memoria, manifestó un alto grado de inteligencia. Su comportamiento hubiera
engañado por completo a los alienistas de no haber sido por la tendencia
arcaizante de su lenguaje y por el hecho de que las ideas antiguas habían
sustituido en su cerebro a las modernas, lo cual indicaba sin lugar a dudas una
flagrante anormalidad mental. De su trabajo no dijo más que lo que había dicho
anteriormente a su familia y al doctor Willett, y en cuanto a la extraña carta
que había escrito hacía un mes, la atribuyó a los nervios y a la histeria.
Insistió en que no había en su sombrío bungalow
más laboratorio ni biblioteca que los visibles y se negó a explicar la ausencia
en la casa de los olores que permeaban su ropa. Las murmuraciones del
vecindario las atribuyó a la imaginación colectiva impulsada por una curiosidad
frustrada. En cuanto al paradero del doctor Allen, dijo no tener libertad para
afirmar nada concreto, pero aseguró a sus visitantes que el barbudo extranjero
de gafas oscuras regresaría cuando fuera necesario. Al despedir al estólido
mulato, el cual resistió sin parpadear el interrogatorio a que le sometieron
los visitantes, y al cerrar el bungalow que
parecía albergar oscuros secretos, Ward no manifestó el menor nerviosismo
aparte de una tendencia apenas perceptible a detenerse a escuchar, como si
tratara de percibir algún sonido muy débil. Le animaba al parecer una tranquila
resignación filosófica, como si juzgara aquel traslado un incidente sin
importancia decisiva. Era evidente que confiaba en salir con bien de la prueba
a que iba a ser sometido. Se decidió no informar a su madre de lo ocurrido; el
señor Ward seguiría enviándole notas mecanografiadas en nombre de su hijo. Ward
ingresó en la apacible clínica particular del doctor Waite, situada en un
pintoresco lugar de la isla de Conanicut, en plena bahía, donde fue sometido a
rigurosa observación y fue interrogado por todos los médicos relacionados con
el caso. Fue entonces cuando se descubrieron las anomalías físicas que
presentaba: la lentitud de su metabolismo, la curiosa estructura molecular de
su epidermis y la desproporción de sus reacciones nerviosas. El doctor Willett
fue el más desconcertado de todos los que le examinaron, ya que por haber
asistido a Ward desde que éste viniera al mundo podía apreciar mejor que sus
colegas el alcance de aquel proceso de alteración física. Incluso la marca de
nacimiento que tuviera siempre en la cadera había desaparecido, al mismo tiempo
que se había formado en su pecho una especie de verruga o mancha alargada negra
que llevó a Willett a preguntarse si habría asistido el joven a alguna de
aquellas ceremonias que, según se decía, celebraban las brujas en parajes
agrestes y solitarios y en las cuales se marcaba a los asistentes. A la mente
del doctor acudió inevitablemente el recuerdo de cierto fragmento de la
transcripción de un juicio celebrado en Salem, fragmento que Charles le había
mostrado en la época anterior a su demencia y que decía: «El señor G. B. impuso
aquella noche la Marca del Diablo a Bridget S., Jonathan A., Simon O.,
Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.» También el
rostro de Charles le inquietaba horriblemente hasta que por fin descubrió la
causa de aquella impresión. Sobre el ojo derecho del joven había una marca que
hasta entonces nunca había visto allí: una pequeña cicatriz exactamente igual a
la que viera un día en el retrato de Joseph Curwen y que quizá fuera resultado
de alguna espantosa inoculación ritualista a la cual se hubieran sometido ambos
en una etapa determinada de sus investigaciones en el campo del ocultismo.
Mientras
Willett intrigaba de esta forma a todos los médicos del hospital, se seguía
manteniendo una estrecha vigilancia sobre la correspondencia dirigida al
paciente o al doctor Allen, correspondencia que se entregaba religiosamente al
señor Ward. Willett había predicho que aquella vigilancia resultaría inútil,
porque lo más probable era que cualquier información vital que alguien quisiera
transmitir a cualquiera de los dos habría de llegar por medio de un mensajero,
pero lo cierto es que a finales de marzo llegó una carta de Praga dirigida al
doctor Allen que dio mucho que pensar al doctor y al padre de Charles. La
caligrafía era muy arcaica, y aunque evidentemente la misiva no había sido
escrita por un extranjero, no estaba tampoco redactada en inglés moderno. Decía:
Kleinstrasse, 11
Alstadt, Praga
11, febrero de 1928
Hermano en Almousin-Metraron:
En este día recibo noticia de
lo que se elevó de las Sales que envié a su merced. No era ése el resultado que
esperaba. de lo cual se deduce que las lápidas habían sido cambiadas cuando
Barnabus envió el Espécimen. Ocurre esto a menudo, como sabrá su merced por lo
ocurrido con lo hallado en la Capilla Real en 1769 y en el Cementerio Viejo en
1690. Cosa muy semejante ocurrióme en Egipto 75 años ha, de lo cual me vino la
cicatriz que viera el Muchacho en 1924. Encarezco de nuevo a su merced lo que
le aconsejé tiempo ha, que ejercite gran cautela y no llame a su presencia, ni
a partir de las Sales ni de más allá de las Esferas, a nadie que no pueda hacer
desaparecer. Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para
ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su
presencia. Cambiadas suelen estar las lápidas en nueve de cada diez tumbas y
conveniente es desconfiar hasta que se ha empezado a interrogar. Igualmente en
el día de hoy recibí noticia de H. quien se ha visto en grandes dificultades
con los soldados. Laméntase de que Transilvania haya pasado a manos de Rumania
y trasladaríase a otro lugar si no abundara tanto su Castillo en lo que ya
sabemos. No tardará en recibir noticias suyas. Envío a su merced algo
encontrado en una Tumba de Oriente y que habrá de complacerle en gran manera, y
reitero mi deseo de disponer de B. F. si puede procurármelo. Conoce a G. en
Filadelfia mejor que yo. Utilícelo primero si así lo desea, pero no hasta tal
punto que provoque su enojo, pues finalmente, habré de interrogarle yo también.
Yog-Sothoth Neblod Zin
Simon O.
J. C.
Providence
El señor Ward
y el doctor Willett quedaron profundamente desconcertados ante la increíble
muestra de locura que constituía aquella carta. Sólo por grados consiguieron
asimilar su posible significado. ¿De modo que había sido el doctor Allen y no
Charles el cerebro dominante en Pawtuxet? Eso podría explicar la angustiada
referencia a Allen en la última carta que escribiera el joven. Pero, ¿qué
pensar en cuanto al hecho de que la carta fuera dirigida a J. C.? Sólo cabía
hacer una deducción, pero hasta las monstruosidades tienen un límite. ¿Quién
sería Simon O.? ¿El anciano a quien Charles había visitado en Praga cuatro años
antes? Tal vez, pero evidentemente había existido siglos antes otro Simon O.,
Simon Orne, por otro nombre Jedediah de Salem, desaparecido en 1771 y cuya peculiar caligrafía acababa de
reconocer en la misiva el doctor Willett gracias a las copias de las fórmulas
de Orne que Charles le había mostrado en cierta ocasión. ¿Qué horrores y
misterios, qué contradicciones y violaciones de las leyes de la naturaleza
habían vuelto después de siglo y medio a turbar la paz de la antigua Providence
dormida entre torres y chapiteles?
El padre y el
anciano médico, sin saber qué hacer ni qué pensar, fueron a visitar a Charles
al hospital y le interrogaron con la mayor delicadeza posible acerca del doctor
Allen, de su viaje a Praga y de lo que sabía sobre Simon o Jedediah Orne, de
Salem. El joven respondió cortésmente a todas sus preguntas sin comprometerse,
limitándose a decir con un ronco susurro que había descubierto que el doctor
Allen poseía extraordinarias dotes para ponerse en contacto con los espíritus
del pasado y que suponía que quienquiera que fuese su corresponsal de Praga
debía poseer las mismas dotes. Al salir de la clínica, el doctor Willett y el
señor Ward cayeron en la cuenta de que los interrogados había sido ellos en
realidad, ya que sin revelar nada especial acerca de sí mismo, el joven les
había sonsacado hábilmente acerca del contenido de la carta procedente de
Praga.
Los doctores
Peck, Waite y Lyman por su parte se mostraron muy poco inclinados a conceder
importancia a la extraña correspondencia que mantenía el compañero del joven
Ward. Sabían de la tendencia propia de excéntricos y monomaníacos a
relacionarse entre sí y creyeron sencillamente que Charles o Allen habían
trabado amistad con algún loco expatriado, un individuo que probablemente había
tenido ocasión de ver la caligrafía de Orne y la imitaba con el fin de hacerse
pasar por reencarnación de aquel misterioso personaje. Quizá el doctor Allen
fuera un caso similar y hubiera logrado convencer al joven de que se había
reencarnado en él el espíritu de su antepasado Joseph Curwen. No era la primera
vez que ocurrían cosas semejantes y, basándose en esos antecedentes,
descartaron los testarudos doctores la creciente inquietud del doctor Willett
con respecto a la escritura de su paciente, pues creía el buen médico haber
hallado al fin la explicación de la extraña familiaridad que encontraba en
aquella escritura y que no se debía a otra cosa que a la semejanza que guardaba
con la caligrafía del propio Curwen. Consideraron los alienistas aquella
semejanza como propia de una fase imitativa característica del tipo de manía
que padecía el joven, y se negaron a concederle importancia, ni en sentido
positivo ni afirmativo. Ante la prosaica actitud de sus colegas, Willett
aconsejó al señor Ward que no les mostrara la carta que llegó de Rakus,
Transilvania, el día 2 de abril, dirigida al doctor Allen, y que mostraba una
caligrafía tan semejante a la del volumen en clave de Hutchinson que el padre y
el médico se detuvieron unos instantes, espantados, antes de abrir el sobre.
Decía la carta:
Castillo de Ferenczy
7 de marzo de 1928
Querido C.:
Subido ha en el día de hoy un
escuadrón de 20 soldados con el fin de interrogarme acerca de lo que sobre mí
se murmura en el lugar. Debo pues excavar más y obrar con mayor sigilo. Son
estos rumanos gente difícil, muy otra de aquellos húngaros a quienes se podía
comprar con alimentos y buen vino. Envióme M. hará un mes el sarcófago de las
Cinco Esfinges de la Acrópolis y por tres veces he hablado con Lo Que en él estaba inhumado. Tan luego
como acabe, lo enviaré a Praga, a S. O., quien lo remitirá a su merced.
Mostróse testarudo, pero ya sabemos cómo tratar a los que tal naturaleza
manifiestan. Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos
Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su
merced por propia experiencia. Podrá así trasladarse a otro emplazamiento con
más facilidad, aunque hago votos por que no se vea en tal necesidad. Mucho me
alegra que no trafique tanto su merced con Los del Exterior, pues hay en ello
Peligro de Muerte y no hemos olvidado lo que ocurrió cuando pidió protección a
quien no quiso dársela. Mucho me felicito asimismo de que haya perfeccionado la
fórmula hasta el punto de que Otro pueda recitarla con los debidos resultados.
Ya Borellus anunciaba que así había de ocurrir si se pronunciaban las palabras
exactas y adecuadas. ¿Usa a menudo de ellas el Muchacho? Mucho lamento que
manifieste tantos escrúpulos, como ya me temí cuando le tuve aquí en mi
compañía, pero confío en que su merced sabrá aplacarle, si no con Invocaciones,
que sólo sirven para reducir a Aquellos que de las Sales se elevan, sí con mano
fuerte, cuchillo y pistola. No son difíciles de cavar las tumbas, ni de
preparar los ácidos apropiados. Informado estoy de que O. le ha prometido el
envío de B. F. y mucho le encarezco me lo envíe a mi después. B. le visitará
pronto y es posible que le proporcione el Objeto Oscuro hallado bajo la ciudad
de Memphis. Le recomiendo que ponga el mayor cuidado en sus Invocaciones y
desconfíe del Muchacho. No pasará un año antes de que podamos convocar a las
Legiones Inferiores y entonces nuestro poder no tendrá límite. Ruégole que
deposite en mí su confianza y recuerde que O. y yo hemos dispuesto de 150 años
más que su merced para estudiar estas materias.
Nephreu-Ka nai Hadoth
E. H
J. Curwen.
Providence.
Pero si
Willett y Ward se abstuvieron de mostrar aquella carta a los alienistas, no por
ello dejaron de actuar por su cuenta. Ni el más sabio y erudito de los mortales
podía negar que el barbudo doctor Allen, el cual había descrito Charles en su
frenética carta como una monstruosa amenaza, se hallaba en estrecho contacto
con dos seres inexplicables a los cuales había visitado Ward en el curso de sus
viajes y que decían ser antiguos colegas de Curwen en Salem o reencarnaciones
de ellos, que el doctor Allen se consideraba reencarnación del propio Joseph
Curwen, y que albergaba siniestros propósitos con respecto a un «muchacho» que no
podía ser otro que Charles Ward. Aquello era una pesadilla cuidadosamente
planeada y, al margen de quién fuera responsable de ella, lo cierto es que
Allen llevaba ahora la batuta. En consecuencia, y tras dar gracias al Cielo por
el hecho de que Charles se hallara a salvo en la clínica, el señor Ward se
apresuró a contratar a unos nuevos detectives para que averiguara n todo lo que
pudieran acerca del barbudo doctor, en especial cuál era su procedencia, qué se
sabía de él en Pawtuxet, y, a ser posible, su actual paradero. Les entregó la
llave del bungalow que Charles le
había dado al ingresar en la clínica y les encargó que registraran
minuciosamente la habitación de Allen, la cual le había señalado su hijo cuando
fueron a recoger sus objetos personales. Fue en la antigua biblioteca de
Charles donde habló el señor Ward con los detectives contratados, quienes
experimentaron una extraña sensación de alivio al salir de la habitación, pues
parecía flotar en ella una vaga aura diabólica. Tal vez su impresión se debiera
a lo que habían oído decir acerca del maligno personaje cuyo retrato colgara en
una de las paredes de la biblioteca, tal vez a otra razón distinta e infundada,
pero el caso es que todos creyeron detectar una especie de miasma intangible
que a veces alcanzaba la intensidad de una emanación material.
Una pesadilla y un
cataclismo
1
Muy poco
tiempo después de ocurrir los hechos mencionados, sobrevino la espantosa
experiencia que dejó una huella indeleble en el alma de Marinus Bicknell
Willett y que añadió una década a la edad que aparentaba aquel hombre cuya
juventud había quedado ya muy atrás. Willett había conferenciado largamente con
Ward y ambos habían llegado a un acuerdo sobre diversos puntos que sin duda los
alienistas juzgarían ridículos. Admitieron que existía en el mundo una
asociación terrible, cuya conexión directa con una nigromancia más antigua
incluso que la brujería de Salem no podía ponerse en duda. Que por lo menos dos
hombres -y otro en el cual ni se atrevían a pensar- estaban en absoluta
posesión de mentes o personas que existían ya en 1690 ó incluso antes, era algo
asimismo indiscutiblemente demostrado, a pesar de todas las leyes naturales
conocidas. Lo que aquellas espantosas criaturas -además de Charles Ward-
estaban haciendo o se proponían hacer quedaba bastante claro a juzgar por sus
cartas y por todos los datos, relativos al pasado y al presente, que se
conocían sobre el caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas
las de los hombres más sabios y eminentes de la historia, con la esperanza de
extraer de sus cenizas vestigios de la conciencia y erudición que un día les
animara e informara.
Un espantoso
comercio tenía lugar entre aquellos seres de pesadilla que adquirían huesos
ilustres con el frío cálculo del estudiante que compra un libro de texto y que
creían que aquel polvo centenario había de proporcionarles un poder y una
sabiduría muy superiores a las que el mundo había visto nunca concretadas en un
hombre o en un grupo. Habían descubierto medios sacrílegos para mantener vivos
sus cerebros, bien en sus mismos cadáveres o en cadáveres distintos, y era
evidente que habían descubierto el método de reavivar y absorber la conciencia
de los muertos. Por lo visto había algo de cierto en lo que escribió aquel
mítico Borellus acerca de la preparación, incluso a base de restos muy
antiguos, de ciertas «Sales Esenciales» capaces de reavivar la sombra de seres
muertos hacía mucho tiempo. Existía una fórmula para evocar la sombra en
cuestión y otra para hacerla desaparecer de nuevo, y ambas las habían
perfeccionado de tal modo que ahora podían enseñar a otros a recitarlas con
éxito. Pero, al parecer, era menester andarse con cuidado en las evocaciones,
pues las lápidas estaban en muchos casos cambiadas.
Willett y el
señor Ward se estremecían al pasar de conclusión en conclusión. Había métodos
también, al parecer, para atraer presencias y voces de lugares desconocidos lo
mismo que de las tumbas, proceso sobre el que había que ejercer también mucha
cautela. Joseph Curwen había evocado sin duda muchas cosas prohibidas, y en
cuanto a Charles... ¿qué podían pensar de él? ¿Qué fuerzas procedentes de la
época de Curwen o de «más allá de las esferas» le habían alcanzado para
trastornar su mente? Estaba claro que había sido impulsado a hallar ciertas
instrucciones que luego había utilizado. Había hablado con cierto hombre en
Praga y permanecido largo tiempo con él en las montañas de Transilvania. Y,
finalmente, debía haber encontrado la tumba de Joseph Curwen. Aquel artículo
del periódico y los ruidos que su madre había oído durante la noche, eran
demasiado significativos para pasarlos por alto. Charles había invocado la
presencia de alguien, y ese alguien había atendido a su llamada. Aquella
poderosa voz que resonó en la casa el Viernes Santo y aquellos tonos distintos que se oyeron en el cerrado
laboratorio del desván... ¿no constituían acaso una espantosa prefiguración del
temido doctor Allen y su susurro espectral? Sí, aquello era justamente lo que
el señor Ward había intuido con vago horror en la conversación que había
mantenido con aquel hombre -si era tal- por teléfono.
¿Qué diabólica
voz o conciencia, qué morbosa presencia o sombra espectral había acudido en
respuesta a los ritos secretos que ejecutaba Charles Ward tras esa puerta cerrada?
Aquella discusión en que se distinguieron claramente las palabras «debe
permanecer rojo tres meses». ¡Santo Cielo: ¿No había sido por entonces cuando
había estallado la ola de vampirismo, cuando se había profanado la tumba de
Ezra Weeden, cuando se habían oído gritos terribles en Pawtuxet? ¿Qué mente
había planeado la venganza y había vuelto a descubrir la sede abandonada de
antiguas blasfemias? Y luego el bungalow,
y el forastero barbudo, y las murmuraciones y el miedo. Ni el señor Ward ni
Willett podían explicarse la locura final de Charles, pero estaban convencidos
de que la mente de Joseph Curwen había regresado a la tierra y continuaba su
siniestra labor. ¿Era realmente una posibilidad la posesión demoníaca? Allen
indudablemente tenía que ver con todo aquel asunto y los detectives tenían que
averiguar algo más acerca de aquel hombre cuya existencia amenazaba la vida del
joven. Entretanto, puesto que la existencia de una vasta cripta bajo el bungalow estaba virtualmente demostrada,
habían de procurar encontrarla, y con tal fin Willett y el doctor Ward,
conscientes de la actitud escéptica de los alienistas, decidieron llevar a cabo
una exploración minuciosa y sin precedentes del bungalow, para lo cual acordaron encontrarse allí a la mañana
siguiente provistos de herramientas y accesorios apropiados para la tarea que
pensaban llevar a cabo.
La mañana del
seis de abril amaneció clara y los dos exploradores se encontraron a las diez
en punto en el lugar acordado Abrieron con la llave del señor Ward y efectuaron
un registro superficial del edificio. Del desorden que reinaba en la habitación
del doctor Allen, dedujeron que los detectives ya habían hecho acto de
presencia allí, y el señor Ward manifestó su esperanza de que hubieran
encontrado alguna pista valiosa, Desde luego, lo más interesante era la bodega,
de modo que los exploradores descendieron a ella sin mas dilación, recorriendo
el mismo camino que cada uno de ellos había seguido por separado en compañía de
Charles.
El suelo de
tierra y las paredes de piedra de la bodega tenían un aspecto tan macizo e
inocente, que la idea de que allí pudiera haber una abertura resultaba casi
absurda. Willett reflexionó sobre el hecho de que la bodega actual había sido
excavada en la ignorancia de que por debajo de ella existieran unas catacumbas,
y que, por lo tanto, el pasadizo que comunicara con ellas, si es que lo había,
tenía que ser obra del joven Ward y sus compañeros.
El doctor
trató de ponerse en el lugar de Charles con el fin de averiguar cuál podría
haber juzgado éste el lugar más propicio para dar comienzo a las excavaciones,
pero el método no aportó ninguna inspiración. Se decidió después por el sistema
de eliminación y examinó detenidamente toda la superficie del subterráneo en
sentido vertical y horizontal, pulgada a pulgada. Las posibilidades quedaron
así reducidas a una pequeña plataforma que había delante de los lavaderos, la
cual ya había tratado de levantar anteriormente. Ahora, probando en todos los
sentidos y ejerciendo doble presión, acabó por descubrir que la plataforma
giraba y se deslizaba horizontalmente sobre un eje situado en una esquina.
Debajo de la plataforma apareció una superficie de hormigón y lo que parecía
ser una boca de acceso a niveles inferiores cubierta por una trampa de hierro hacia
la cual se lanzó inmediatamente el señor Ward con excitado celo. No le costó
mucho alzarla, y apenas lo había hecho cuando el doctor Willett reparó en el
extraño aspecto que mostraba su acompañante. Oscilaba y cabeceaba como presa de
un fuerte mareo provocado, como pronto descubrió el doctor, por la corriente de
aire fétido que surgía de aquel agujero, Un momento después había caído al
suelo desvanecido y el doctor Willett trataba de reanimarle rociándole el
rostro con agua fría. El señor Ward reaccionó débilmente, pero era indudable
que el aire pestilente de la cripta le había afectado seriamente. Willett, que
no deseaba correr ningún riesgo inútil, se dirigió apresuradamente a Broad
Street en busca de un taxi, en el cual envió a casa a su compañero sin prestar
oídos a sus débiles protestas. Luego, sacó una linterna eléctrica, se tapó la
boca y la nariz con una venda de gasa esterilizada y se dispuso a bajar a las
profundidades recién descubiertas. La fetidez que emanaba de aquel agujero
parecía haber amainado un poco, y así pudo arrojar el haz de luz de la linterna
al interior. Se trataba, vio, de un pozo cilíndrico de paredes de cemento y
escalerilla de hierro que iba a terminar en un tramo de viejos escalones de
piedra, los cuales debieron emerger originalmente a la superficie un poco más
al sur del actual edificio.
Willett admite
francamente que, durante unos momentos, el recuerdo de lo que había oído acerca
de Curwen le impidió descender a aquel maldito agujero. No pudo evitar pensar
por unos segundos en lo que Luke Fenner había escrito sobre aquella monstruosa
noche postrera. Luego, el sentido del deber se impuso a su miedo, y bajó
llevando una gran maleta en la que pensaba guardar los papeles que pudiera
encontrar. Lentamente, como correspondía a un hombre de su edad, bajó las
escalerillas de hierro y llegó a los resbaladizos peldaños del fondo. La
linterna le reveló que la mampostería era muy antigua, y sobre las paredes
rezumantes de humedad vio el insalubre musgo acumulado durante siglos. Los peldaños
profundizaban en las entrañas de la tierra, no en espiral, sino en tres bruscos
giros, y entre tales angosturas que apenas había espacio en aquel pasadizo para
dos hombres. Llevaba contados unos treinta escalones, cuando llegó a sus oídos
un leve sonido. A partir de ese momento, ya no pudo contar más.
Era un sonido
impío, uno de esos insidiosos ultrajes de la naturaleza que no tienen razón de
ser. Calificarlo de lamento opaco, de gemido de un condenado, o de aullido
desesperanzado en que se aunaban la angustia y el dolor de una carne sin mente,
no habría bastado para describir su calidad esencial de repugnante ni para
explicar el espanto que despertaba en el espíritu. ¿Era aquello lo que Ward se
había detenido a escuchar el día que se lo llevaron del bungalow? Era el sonido más impresionante que Willett había oído en
su vida. Procedía de algún lugar indeterminado y siguió oyéndolo mientras
llegaba al pie de la escalera y proyectaba la luz de su linterna sobre las
paredes de un pasadizo cubierto de cúpulas ciclópeas y taladrado por numerosos
arcos negros. El vestíbulo en el cual se hallaba ahora tenía unos catorce pies
de altura y unos diez o doce de anchura. El pavimento era de losas toscamente
talladas y las paredes y el techo de mampostería revocada. Era imposible
calcular su longitud, pues se prolongaba hacia delante hundiéndose en la
oscuridad. Algunos de los arcos tenían una puerta de tipo colonial mientras que
otros carecían de ella.
Sobreponiéndose
al miedo que despertaban en él la fetidez y los extraños gemidos, Willett
comenzó a explorar aquellos arcos uno por uno, hallando tras ellos sendas
estancias de regulares dimensiones y bóveda de piedra, estancias aparentemente
dedicadas a los más extraños usos. La mayoría de ellas tenían chimeneas cuyo diseño
habría podido ser objeto de un interesante estudio de ingeniería. Willett no
había visto nunca instrumentos, o atisbos de instrumentos, como los que allí
surgían a cada paso entre el polvo y las telarañas acumulados durante siglo y
medio, en muchos casos evidentemente destrozados por los antiguos asaltantes de
la granja. La mayoría de las estancias no parecían haber sido holladas por pies
modernos y debían corresponder a las fases más primitivas de los experimentos
de Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una habitación más moderna, o al menos de
reciente ocupación. Había en ella estufas de petróleo, estanterías de libros,
mesas, sillas, armarios y un escritorio en el cual se amontonaban revistas y
libros, tanto viejos como nuevos. Había en varios lugares candelabros y
lámparas de aceite, y Willett, tras encontrar una caja de fósforos, encendió
las que estaban preparadas para su uso.
La luz reveló,
sin lugar a dudas, que aquella estancia era nada menos que el estudio o
biblioteca de Charles Ward. Buena parte de los libros y muebles que encontró
allí el doctor procedían de la mansión de Prospect Street. La sensación de
familiaridad que recibió fue tan intensa que casi olvidó el hedor y los
extraños sonidos, los cuales eran allí más intensos de lo que habían sido al
pie de la escalera. Su primera tarea, tal como había proyectado, consistió en
buscar y recoger todos los documentos que parecieran de vital importancia y de
un modo especial los que Charles había descubierto detrás del retrato de Joseph
Curwen en la casa de Olney Court. Mientras rebuscaba entre papeles y
documentos, alcanzó a vislumbrar las proporciones de la tarea que iba a
representar el clasificar y descifrar todo aquel material, pues archivo tras
archivo estaban todos atestados de papeles que mostraban curiosos dibujos y
caligrafías cuyo estudio exigiría meses, si no años, de trabajo. En un momento
dado encontró varios paquetes de cartas con matasellos de Praga y de Rakus y
que mostraban la escritura característica de Orne y de Hutchinson, todo lo cual
dejó a un lado para llevárselo con él después en la maleta.
Al fin, en un
secreter de caoba que en otros tiempos había adornado el hogar de los Ward,
descubrió Willett los documentos de Curwen, los cuales reconoció por habérselos
mostrado Charles en una ocasión muy brevemente. El joven los había conservado
juntos tal y como estaban cuando los encontró, pues allí estaban todos los
títulos que recordaban los obreros que habían presenciado el hallazgo,
exceptuando los documentos dirigidos a Orne y a Hutchinson y la clave para
descifrarlos. Willett lo metió todo en la maleta y continuó la búsqueda. Dado
que lo más importante era el estado actual del joven Ward, centró su
investigación en el material más nuevo y fue entonces cuando descubrió un hecho
curioso: que los manuscritos más recientes de puño y letra de Charles se
remontaban a dos meses antes. Había, en cambio, resmas y resmas de hojas
cubiertas de símbolos y fórmulas, notas históricas y comentarios filosóficos
escritos con una caligrafía absolutamente idéntica a la que mostraban los
antiguos escritos de Joseph Curwen, aunque eran evidentemente modernas. Estaba
claro que en fechas recientes Charles se había dedicado a imitar la caligrafía
de su antepasado alcanzando en ello una maravillosa perfección. De una tercera
mano, que podía haber sido la de Allen, no había el menor rastro. Si es que era
el cerebro rector, debió obligar al joven a que actuara como amanuense suyo.
Entre aquel
material nuevo, una fórmula mística o, mejor dicho, un par de fórmulas, aparecían
con tanta frecuencia que Willett se las sabía de memoria antes de dar por
terminada su búsqueda. Consistían en dos columnas paralelas, la de la izquierda
encabezada por el símbolo arcaico conocido con el nombre de «Cabeza de Dragón»
y utilizado en almanaques para señalar el nodo ascendente, y precedida la de la
derecha por el signo correspondiente a la «Cola de Dragón» o nodo descendente.
De forma casi inconsciente cayó en la cuenta el doctor de que los símbolos de
la segunda columna eran los de la primera pero escritos al revés, exceptuando
los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-Sothoth, el cual había
aprendido a distinguir del resto de las fórmulas relacionadas con aquel
horrible asunto. De que eran éstas exactamente las que aquí se reproducen,
responde el doctor Willett, en cuya memoria despertó la primera un eco
extrañamente desagradable que identificó después cuando recordó los
acontecimientos del horrible Viernes Santo del año anterior.
Y’AI’NG’NGAH
YOG-SOTHOTH
H’EE - L’GEB
F’AI THRODOG
UAAAH
OGTHROD AI’F
GEB’L -EE’H
YOG-SOTHOTH
‘NGAH’NG AI’Y
ZHRO
Con tanta
frecuencia se repetían las fórmulas que sin darse cuenta el doctor comenzó a
recitarlas en voz baja. Al fin creyó haber encontrado todos los documentos que
por el momento necesitaba y decidió no examinar ninguno más hasta que pudiera
traer a todos los escépticos alienistas en masa y llevar a cabo con ellos una
investigación más amplia y sistemática. Tenía que encontrar aún el laboratorio
oculto, de modo que, dejando su maleta en la estancia iluminada, volvió a
internarse en el oscuro pasadizo en cuyas bóvedas seguían resonando sin cesar
aquellos apagados y espantosos lamentos.
Las estancias
contiguas estaban abandonadas o llenas de cajones rotos y ataúdes de plomo de
aspecto ominoso, pero no pudo por menos de impresionarle la magnitud de la
tarea que allí había llevado a cabo Curwen. Pensó en los esclavos y marineros
que habían desaparecido, en las tumbas profanadas en todas partes del mundo, y
en lo que debió ser aquella expedición final contra la granja, y decidió que
era mejor no recordar más aquello. De pronto se encontró ante una gran escalera
de piedra que, según dedujo, debía conducir a uno de los edificios contiguos a
la granja, tal vez a aquel famoso edificio de piedra dotado de estrechas
troneras en vez de ventanas. La fetidez y los extraños lamentos aumentaron de
intensidad. Willett comprobó que había llegado a un amplio espacio abierto, tan
grande que la luz de su linterna no bastaba para iluminarlo, y mientras avanzaba
tropezó con unas recias columnas que sostenían los arcos del techo.
Poco después
llegó a un círculo de columnas agrupadas como los monolitos de Stonehenge, con
un gran altar colocado en el centro sobre una base de tres peldaños. Las
figuras talladas en aquel altar eran tan curiosas que Willett se acercó a
estudiarlas con su linterna, pero cuando vio lo que eran, retrocedió
estremeciéndose y no quiso detenerse a investigar las manchas oscuras que
salpicaban la superficie superior y caían por los lados a guisa de regueros.
Siguió adelante y encontró la pared opuesta perforada por unos cuantos arcos y
horadada por una miríada de pequeñas celdas con verjas de hierro, en el
interior de las cuales colgaban de los muros cadenas de hierro rematadas por
argollas de diversos tamaños. Aquellas celdas estaban vacías, y, sin embargo,
la horrible fetidez y los lúgubres lamentos continuaban asediando al doctor con
más insistencia que nunca.
2
No pudo
Willett apartar su atención por más tiempo de aquel espantoso hedor y de
aquellos pavorosos sonidos que llegaban a aquel gran vestíbulo de columnas más
claros y horribles que a cualquier otro lugar del subterráneo, y que parecían
proceder de regiones aún más profundas. Antes de inspeccionar uno por uno todos
los arcos en busca de una escalera que pudiera conducir hasta ellas, el doctor
recorrió con el haz de luz de su linterna el enlosado suelo. A intervalos
regulares, había losas taladradas por pequeños agujeros distribuidos
caprichosamente, mientras que en un rincón halló una escalera de mano de la
cual parecía desprenderse gran parte de aquel olor nauseabundo que lo llenaba
todo. Mientras avanzaba lentamente, Willett creyó observar que los sonidos y la
fetidez eran mucho más intensos encima de las losas perforadas, como si estas
últimas fueran burdas trampillas que condujeran a una región del horror hundida
en las entrañas de la tierra. Se arrodilló junto a una de ellas y trato de
levantarla. Apenas había comenzado a intentarlo cuando los lamentos subieron de
tono, y sólo sobreponiéndose a sus temblores logró el doctor Willett perseverar
en su intento. Un hedor insoportable se filtraba a través de aquellos agujeros,
y la cabeza comenzó a darle vueltas cuando al fin, tras apartar la losa,
proyectó la luz de su linterna hacia la oscura oquedad que había quedado al
descubierto.
Si esperaba
encontrar un tramo de peldaños que descendieran hacia una sima de abominación,
Willett quedó decepcionado, ya que lo único que pudo ver fue la pared de
ladrillos de un pozo cilíndrico de una yarda y media, aproximadamente, de
diámetro y desprovisto de todo medio de descenso. Mientras la luz buscaba en el
fondo de aquel pozo, los lamentos se transformaron en horribles aullidos.
Willett tembló, incapaz por un momento de enfrentarse con el espanto que podía
acechar en aquel abismo, pero inmediatamente reaccionó, y sacando fuerzas de
flaqueza reunió el valor necesario para asomarse al pozo e introducir la
linterna en el interior, hasta donde le alcanzaba el brazo, para ver lo que
había en el fondo. Durante unos segundos no pudo distinguir más que la viscosa
pared de ladrillo cubierta de musgo que se hundía indefinidamente en aquella
miasma semitangible de lobreguez, hedor y angustiado frenesí. Luego vio que
algo saltaba torpe y furiosamente en el fondo del angosto foso de unos veinte o
veinticinco pies de profundidad. La linterna tembló en su mano, pero miró de
nuevo para ver qué clase de ser viviente podía morar en la oscuridad de aquel
pozo artificial, una criatura viva abandonada allí por el joven Ward cuando los
médicos se lo llevaron al hospital y, evidentemente, una de las muchas
aprisionadas en los numerosos fosos excavados en la amplia caverna abovedada.
Fueran lo que fuesen, no podían tenderse en tan reducido espacio. Aquellas
espantosas semanas desde que su dueño les abandonara, debían haberlas pasado
agazapados, saltando, gimiendo y esperando.
Pero Marinus
Bicknell Willett lamentó toda su vida haber mirado de nuevo, porque a pesar de
su larga experiencia como cirujano y de su veteranía en las salas de disección,
desde entonces no ha vuelto a ser el mismo. Resulta difícil explicar cómo la
visión de un objeto tangible y de dimensiones mensurables pudo cambiar a un
hombre hasta tal punto. Lo único que podemos decir es que en torno a ciertos perfiles
y entidades flota un poder de simbolismo y sugestión que actúa sobre las
perspectivas de un pensador sensible y susurra terribles alusiones a oscuras
relaciones cósmicas y a realidades indescriptibles que existen más allá de la
ilusión protectora que supone la visión normal. Y fue uno de aquellos perfiles
o entidades lo que vio Willett al mirar por segunda vez, y por unos instantes
perdió la razón tanto como cualquiera de los pacientes del hospital del doctor
Waite. Su mano, desprovista de pronto de fuerza muscular y coordinación
nerviosa, dejó caer la linterna, pero sus oídos no llegaron a percibir el
espantoso sonido de un masticar de muelas que delataba el destino que ésta
había encontrado en el fondo del pozo. Gritó y gritó, y el pánico transformó su
tono habitual en una voz de falsete que ni sus amigos más íntimos habrían
reconocido. Al ver que no podía ponerse en pie, rodó desesperadamente sobre el
húmedo pavimento al que se abrían docenas de pozos tartáreos que arrojaban a la
superficie, en respuesta a sus gritos demenciales, exhaustos lamentos y
horribles aullidos. Se desolló las manos sobre las ásperas losas y se golpeó la
cabeza contra las numerosas columnas, pero siguió avanzando. Lentamente fue
recobrando el dominio de sí mismo. Estaba empapado en sudor, sumido en un
abismo de negrura y de horror, sin nada con que iluminarse y atormentado por
una imagen que ya nunca podría desterrar de su memoria. Bajo sus pies, docenas
de aquellos seres continuaban vivos y ahora uno de los fosos estaba abierto.
Sabía que lo que había visto no podía trepar por aquellos muros resbaladizos,
pero se estremecía ante la posibilidad de que existiera alguna escalerilla que
le hubiera ocultado la oscuridad.
No sabría
decir qué era aquel ser. Se asemejaba a las figuras talladas en el diabólico
altar, pero estaba vivo. La Naturaleza no había podido darle aquella forma,
pues se trataba, sin duda, de una criatura inacabada. Las deficiencias eran del
tipo más sorprendente y las anormalidades de proporción hacían imposible toda
descripción. Willett sólo se atreve a decir que debía representar a las
identidades que Ward había invocado a partir de sales imperfectas y que mantenía para fines serviles o ritualistas.
De no haber tenido un significado concreto, su imagen no habría aparecido
tallada en aquel altar maldito. Cierto que no era aquello lo peor que se
representaba en el ara, pero tampoco Willett había abierto el resto de los
fosos. En aquel momento, la primera idea que le vino a la cabeza fue un párrafo
de uno de los documentos relativos a Curwen y que había digerido hacía ya
tiempo, una frase de aquella portentosa carta escrita por Simon o Jedediah
Orne, confiscada por los ciudadanos de Providence, y dirigida al desaparecido
brujo. Decían aquellas líneas: «Ciertamente fue muy grande el espanto que
provocara en él la forma que evocara a partir de aquello de lo que pudo
conseguir sólo una parte.»
Luego, sin
desplazar esta imagen, sino más bien superponiéndose a ella, acudió a su
memoria el recuerdo de los rumores que corrieron acerca de aquel ser quemado y
retorcido hallado en pleno campo una semana después de la expedición contra la
granja de Curwen. Charles Ward le había dicho en cierta ocasión que según el
testimonio del viejo Slocum, aquella criatura no era ni completamente humana ni
semejante a ningún animal conocido por los habitantes de Pawtuxet.
Aquellas
palabras zumbaron en la mente del doctor mientras se arrastraba por el húmedo
suelo de piedra. Trató de rechazarlas y con tal fin musitó un Padrenuestro en
voz baja, oración que degeneró en un batiburrillo semejante a la poesía moderna
de La tierra baldía de Eliot y acabó
con la continua repetición de la doble fórmula que había encontrado en la
biblioteca subterránea de Ward: «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth» hasta el «Zhro»
final. Aquello pareció tranquilizarle y al cabo de unos instantes se puso en
pie tambaleándose, lamentando amargamente la pérdida de la linterna y mirando
desesperado a su alrededor en busca de un rayo de luz que abriera la
impenetrable negrura que le rodeaba. Había decidido no pensar, pero aguzaba la
vista mirando en todas direcciones, tratando de localizar algún tenue destello
de la brillante iluminación que había dejado en la biblioteca. Al cabo de un
rato, creyó percibir una tenue claridad infinitamente lejos, y hacia ella se
arrastró de rodillas en medio de la espantosa fetidez y los horribles lamentos,
tropezando a cada instante con alguna columna y temiendo caer en el abominable
pozo que había dejado descubierto.
En un momento
determinado, sus dedos temblorosos toparon con lo que imaginó debía ser uno de
los peldaños que conducían al diabólico altar, y retrocedió con espanto. Más
tarde tropezó con la losa que había levantado y su horror no fue para ser
descrito. Pero lo que había en el pozo ni se movió ni emitió el menor sonido.
Por lo visto la linterna no le había sentado muy bien. Cada vez que Willett
tocaba una de las losas perforadas, se estremecía. Su paso por encima de ellas
provocaba en ocasiones un aumento en la intensidad de los lamentos que resonaban
debajo, pero por lo general no producían ningún efecto, pues se movía con el
mayor sigilo.
En varias
ocasiones, durante su avance, reparó en que la leve claridad hacia la cual se
dirigía disminuía perceptiblemente y comprendió que las velas y lámparas que
había dejado encendidas debían estar expirando una por una. La idea de
encontrarse perdido en medio de la más completa oscuridad, sin un solo fósforo
y en aquel mundo subterráneo de laberintos de pesadilla le impulsó a ponerse en
pie y echar a correr, lo cual podía hacer impunemente ahora que había pasado ya
junto al pozo abierto. Sabía que si todas las luces llegaban a apagarse, su
única esperanza de supervivencia residía en la expedición que el señor Ward
pudiera enviar para rescatarle al ver que transcurría el tiempo sin tener
noticias suyas.
Súbitamente se
encontró el doctor de nuevo en el angosto pasadizo que iba a desembocar en la
amplia caverna y pudo constatar que la claridad procedía de una puerta que se
encontraba a su derecha. Al cabo de unos instantes traspasaba el umbral de
aquella puerta y, temblando de alivio, entraba una vez más en la biblioteca
secreta del joven Ward y contemplaba el chisporroteo de la lámpara que le había
guiado hasta el puerto de salvación.
3
Momentos
después, llenó apresuradamente de petróleo las lámparas apagadas y, apenas
volvió a estar la habitación brillantemente iluminada, miró a su alrededor
buscando una linterna con la cual continuar sus exploraciones. A pesar de la
impresión de horror que le sobrecogía, estaba firmemente decidido a no dejar
piedra sin remover en su investigación de los espantosos hechos que habían
provocado la locura de Ward. Al no encontrar una linterna, escogió la más
pequeña de las lámparas, se llenó los bolsillos de velas y fósforos, y cogió
también una lata de petróleo para utilizarla si llegaba a encontrar el
laboratorio oculto más allá del terrible vestíbulo con su blasfemo altar y sus
horribles pozos. Cruzar de nuevo aquel espacio exigía una gran fortaleza de
ánimo, pero Willett sabía que tenía que hacerlo. Afortunadamente, ni el ara
diabólica ni el foso abierto se hallaban cerca de la pared horadada con celdas
que rodeaba la caverna y cuyos negros y misteriosos arcos habían de constituir
el primer objetivo de una investigación lógica.
De modo que
Willett regresó a aquel vestíbulo inundado de fetidez y de angustiados lamentos
y bajó la mecha de la lámpara para evitar ver siquiera a distancia el diabólico
altar o el pozo descubierto. La mayoría de los arcos conducían a cámaras pequeñas,
unas completamente vacías y otras que evidentemente se utilizaban como almacén.
En varias de estas últimas vio una acumulación muy curiosa de los más diversos
objetos. Una estaba llena de prendas de vestir semipodridas y cubiertas de
polvo, y no fue pequeño el horror del doctor Willett cuando comprobó que
aquellas prendas habían sido utilizadas hacía siglo y medio. En otra habitación
halló ropas de época más reciente que parecían haber sido almacenadas allí para
equipar a un gran número de hombres. Pero lo que más le repugnó fueron unas
enormes cubas de cobre con siniestras incrustaciones que encontró diseminadas
por varias de las cámaras. Le inquietaron aún más que los cuencos de plomo
llenos de extraños residuos y que despedían un hedor repugnante, perceptible
incluso en medio de la fetidez general de la cripta. Cuando hubo registrado
casi palmo a palmo la mitad de aquel muro circular, Willett descubrió otro
pasadizo semejante al que daba entrada a la cripta y al cual se abrían
numerosas puertas.
Después de
penetrar en tres estancias de tamaño mediano y variado contenido, llegó a una
habitación amplia y de forma oblonga, llena de cubetas, crisoles, instrumental
químico moderno y numerosos libros. Los muros estaban forrados de estanterías
ocupadas por recipientes y botellas de todos los tamaños. Aquél era, sin lugar
a dudas, el laboratorio de Charles Ward y el que habla utilizado asimismo
Curwen hacía siglo y medio.
Luego de
encender las tres lámparas que encontró llenas y preparadas, el doctor Willett
examinó el lugar y todo lo que contenía con el mayor interés, observando que, a
juzgar por los numerosos reactivos que figuraban en las estanterías, las
investigaciones del joven Ward habían estado relacionadas con alguna rama de la
química orgánica. Muy poco era lo que podía deducirse de los aparatos que allí
se encontraban y entre los cuales se hallaba una mesa de disección que ocupaba
el centro de la estancia, de modo que en este sentido el laboratorio constituyó
para el doctor Willett una gran decepción. Encontró entre los libros un
manoseado ejemplar de la obra de Borellus, y no fue pequeña la sorpresa del
médico al observar que Ward había subrayado precisamente aquel mismo párrafo
que tanto impresionara ciento cincuenta años antes al bueno del señor Merritt
en la granja de Pawtuxet. No era aquél, sin embargo, el ejemplar antiguo, pues
éste había sido destruido durante el asalto al laboratorio de Curwen. En las
paredes de la estancia se abrían tres arcos que el doctor examinó
sucesivamente. Dos de ellos conducían a sendos almacenes repletos de ataúdes en
diversos estados de conservación, provistos todos ellos de placas de
identificación, dos o tres de las cuales se detuvo Willett a descifrar
experimentando un estremecimiento ante el significado de aquellas inscripciones.
Había también varios cajones nuevos y cuidadosamente clavados que no se detuvo
a examinar. Quizá lo más interesante fueran algunas piezas sueltas, muy
estropeadas y que a juzgar de Willett debieron formar parte de los aparatos del
antiguo laboratorio de Curwen. A pesar de los daños que habían sufrido durante
el asalto a la granja, aún podía reconocerse en ellos los trebejos químicos del
período georgiano.
El tercer arco
conducía a una estancia algo mayor cuyas paredes estaban llenas de estanterías
y en cuyo centro había una mesa sobre la que reposaban dos lámparas. Willett
las encendió y a su luz estudió los interminables estantes que le rodeaban.
Algunos de ellos estaban completa mente vacíos, pero la mayoría aparecían
ocupados por pequeños recipientes de plomo de dos formas distintas: unos altos
y sin asas, semejantes a un lekythos
griego, y otro con una sola asa, del tipo phaleron.
Todos estaban provistos de tapas de metal y cubiertos por extraños símbolos
grabados en bajorrelieve. Al cabo de unos instantes el médico cayó en la cuenta
de que aquellos recipientes estaban clasificados cuidadosamente. Todos los lekythos estaban a un lado de la
habitación bajo un gran cartel de madera en que se leía la palabra «Custodios»,
y todos los phaleron al otro, bajo un
rótulo similar que decía «Materia». Cada uno de los recipientes llevaba una
etiqueta con un número que, al parecer, hacía referencia a un catálogo, en
vista de lo cual Willett se propuso emprender la búsqueda de aquel inventario.
De momento, sin embargo, le interesaba más averiguar cuál era el contenido de
aquellos recipientes. Abrió varios de ellos elegidos al azar con resultado
invariable. Todos contenían una pequeña cantidad de una sola clase de
sustancia: un polvo finísimo de muy leve peso y de color neutro aunque con
diversos matices. Era evidente que la ordenación de los recipientes no
respondía a esta tenue variación de tono, pues un polvo gris azulado podía
estar al lado de otro rosado, y el polvo contenido en un phaleron podía tener un duplicado exacto en un lekythos. La característica más marcada de aquel polvo, era su
total falta de adherencia. Willett podía verterlo en la palma de la mano, y
devolverlo después al recipiente sin que quedara entre sus dedos el menor
residuo.
El significado
de los dos letreros le intrigó y se preguntó por qué motivo estarían aquellas
sustancias químicas tan radicalmente separadas de las que había visto en otros
recipientes en el laboratorio propiamente dicho, y de pronto le vino a la
memoria dónde había visto la palabra «custodios» en relación con este espantoso
misterio. Había sido, naturalmente, en la carta dirigida recientemente al
doctor Allen y que parecía ser de puño y letra de Edward Hutchinson, y las
líneas en cuestión decían: «Juzgo prudente en extremo su decisión de no
conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como
bien recordará su merced por propia experiencia.» ¿Qué significarían estas
palabras? Pero, cuidado, ¿no había oído alguna vez una palabra semejante en relación
con todo aquel asunto? ¿Cómo no le había venido a la memoria a1 leer la carta
de Hutchinson? En los días en que Ward aún le hablaba de sus investigaciones,
le había dicho que en el diario de Eleazar Smith se mencionaban fragmentos de
conversaciones que habían tenido lugar en el interior de la granja, diálogos
terribles en los que intervenían Curwen, varios cautivos, y los guardianes de aquellos cautivos.
De modo que
aquello era lo que contenían los lekythos:
el fruto monstruoso de sacrílegos ritos, las «sales» a que aludía Borellus.
Willett se estremeció al pensar en lo que había tenido entre sus manos y por un
momento le acometió la tentación de huir de aquella caverna repleta de
estanterías en cuyos anaqueles yacían innumerables centinelas silenciosos y
quizá vigilantes. Luego pensó en la «Materia», en el infinito número de
recipientes del tipo phaleron que
había al otro lado de la estancia. Sales, también... pero si no eran sales de
«custodios», ¿qué otra clase de sales podían ser? ¡Santo Cielo! ¿Sería posible
que se hallaran allí las reliquias mortales de la mitad de los grandes
pensadores de todas las épocas, arrancadas por manos impías de las tumbas donde
el mundo las creía seguras, y sujetas a la llamada y el interrogatorio de unos
locos que pretendían asimilar sus conocimientos guiados por algún propósito
que, como decía el pobre Charles en su carta, podía afectar a «la civilización,
las leyes naturales, quizá incluso a la suerte del sistema solar y todo el
universo»? ¡Y él, Marinus Bicknell Willett, había tenido aquel polvo entre sus
manos!
Reparó después
en una pequeña puerta que había al fondo de la habitación y se tranquilizó lo
suficiente como para acercarse a ella y examinar la burda figura grabada sobre
el dintel. Era sólo un símbolo, pero al verlo el doctor se estremeció
recordando el día en que un amigo suyo le había dibujado aquella misma figura
en un papel y le había explicado lo que significaba en los oscuros abismos del
sueño. Era el signo de Koth, aquel que ven los soñadores sobre el arco de
entrada de cierta torre negra que se yergue solitaria en medio de la
penumbra... y a Willett no le había gustado lo que su amigo Randolph Carter le
había dicho acerca de sus poderes. Pero pronto se olvidó de aquel símbolo al
percibir un nuevo hedor en el aire. Se trataba de un olor de origen químico y
no animal y procedía de la habitación situada al otro lado de la puerta.
Aquella era sin duda la fetidez que empapaba las ropas de Charles Ward el día
en que se lo llevaron los médicos. ¿De modo que era allí donde se hallaba
cuando recibió la visita de los alienistas? Se había mostrado mucho más
prudente que Joseph Curwen, ya que no había ofrecido la menor resistencia.
Willett, decidido a investigar todos los horrores y pesadillas que el siniestro
subterráneo pudiera depararle, empuñó la pequeña lámpara y cruzó el umbral. Una
ola de indescriptible terror le rodeó, pero luchó denodadamente por no gritar y
sobreponerse a ella. Al fin y al cabo allí no había nada vivo que pudiera
causarle daño, y, por otra parte, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de
descifrar el misterio que envolvía a su paciente.
La habitación
en la cual acababa de entrar era de tamaño mediano y carecía de muebles, a
excepción de una mesa, una silla y dos grupos de extrañas máquinas con
abrazaderas y ruedas que Willett reconoció como instrumentos medievales de
tortura. A un lado de la puerta había un montón de látigos y junto a ellos unos
estantes en los que se alineaban varios recipientes de plomo semejantes a los i
lekythos griegos. Al otro, había una
mesa, y sobre ella una potente lámpara de Argand, un bloc de notas, un lápiz y
dos de los lekythos de la estantería
de la otra habitación. Willett encendió la lámpara y examinó minuciosamente el
bloc para ver qué notas estaba tomando Charles cuando fue interrumpido por los
alienistas, pero no pudo entender más que unas cuantas palabras escritas con la
extraña caligrafía de Curwen y que no arrojaban ninguna luz sobre el caso en
conjunto. Decían lo siguiente:
«B. no habló.
Escapar pudo a través de los muros y halló el lugar profundo.»
«Vi al viejo
V. recitar el Sabaoth y aprendí la Manera.»
«Invocado he
por tres veces la presencia de Yog-Sothoth y al tercer día cedió.»
«Necesario es
que F. confiese lo que sabe acerca del modo de invocar a Los del Exterior.»
La potente
lámpara de Argand iluminaba toda la habitación y así fue como el doctor pudo
ver en la pared situada frente a la puerta, en el espacio que quedaba entre los
dos grupos de instrumentos de tortura, una serie de colgadores de los que
pendían túnicas de un blanco amarillento. Pero mucho más interesantes le
resultaron las dos paredes laterales, las cuales estaban cubiertas de símbolos
místicos y de fórmulas burdamente talladas en la piedra. Había también símbolos
grabados en el suelo, entre los cuales destacaba un enorme pentágono que
ocupaba el centro exacto de la habitación, y sendos círculos de unos tres pies
de diámetro situados en un punto equidistante de cada una de las cuatro
esquinas del cuarto y el pentágono central. En uno de aquellos cuatro círculos,
muy cerca del lugar donde vio Willett caída en el suelo una túnica amarillenta,
había un recipiente kylyk como los
que se alineaban en la estantería colocada junto a los látigos, y fuera del
círculo, aunque muy próximo a él, uno de los recipientes phaleron de la habitación contigua con una etiqueta que llevaba el
número 118. Este último recipiente estaba destapado y Willett comprobó que no
contenía nada en su interior. Pero comprobó también con un estremecimiento que
el otro no estaba vacío, sino que contenía una pequeña cantidad de polvos de un
color verdoso. Un escalofrío recorrió el cuerpo del médico mientras relacionaba
mentalmente los elementos y antecedentes relacionados con aquella escena. Los
látigos y los instrumentos de tortura, las sales de los recipientes que
correspondían a «materia», los dos lekythos
de las estanterías alineadas bajo la palabra «Custodios», las túnicas, las
fórmulas grabadas en las paredes, las notas del bloc, las sospechas que habían
despertado las cartas y leyendas, y los millares de dudas y suposiciones que
habían atormentado a los amigos y a los padres de Charles Ward... todo aquello
envolvió al doctor como una ola de horror mientras contemplaba el polvo verdoso
contenido en el recipiente de plomo.
Sin embargo, y
gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y empezó a estudiar las
fórmulas grabadas en las paredes. Era evidente que habían sido talladas en la
época de Joseph Curwen, y el texto no podía por menos que resultar familiar a
un hombre que tanto había leído sobre tal personaje y que estuviera
familiarizado con la historia de la magia. En una de ellas reconoció el doctor
inmediatamente la que la señora Ward oyera canturrear a su hijo aquel malhadado
Viernes Santo del año anterior y que una autoridad en la materia le había
descrito como terrible invocación dirigida a los dioses secretos que moran más
allá de la esfera de la normalidad. No figuraba allí exactamente tal y como la
señora Ward la había repetido, ni siquiera como aparecía en la versión que
aquel experto en la materia le mostrara en las páginas prohibidas de «Eliphas
Levi», pero era indiscutiblemente la misma, y Willett se estremeció de horror
al reconocer en ella palabras tales como Sabaoth, Metraton, Almonsin y
Zariatnamik.
La fórmula en
cuestión estaba grabada en el muro situado a la izquierda de la entrada. El de
la derecha estaba igualmente cubierto de invocaciones que Willett reconoció
gracias a las notas que había encontrado en la biblioteca. Eran de hecho casi
idénticas a éstas e iban igualmente encabezadas por los antiguos símbolos de
«Cabeza de dragón» y « Cola de dragón», como en las notas de Ward, pero la
ortografía variaba mucho de la versión moderna, como si el viejo Curwen hubiera
tenido un modo distinto de representar los sonidos o como si estudios
posteriores hubieran dado como resultado variantes más perfectas y eficaces. El
doctor trató de reconciliar la fórmula tallada en la piedra con la que resonaba
persistentemente en su cabeza, y tras grandes trabajos logró conseguirlo. La
que él sabía ya de memoria comenzaba «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth», mientras que
la que se leía en el muro empezaba: «Aye, cngengah, Yogge-Sothotha» lo cual
significaba una marcada alteración de la segunda palabra.
Aquella
discrepancia le desconcertó y al poco comenzaba a recitar en voz alta la
primera de las fórmulas tratando de reconciliar los sonidos que él recordaba
con las letras que veía esculpidas en la piedra. Su voz se alzó extrañada y
amenazadora en aquel abismo de misterios como siniestro contrapunto a los
inhumanos lamentos que llegaban hasta él a través de la fetidez del aire y de
la oscuridad.
«Y’AI’NG’NGAH
YOG-SOTHOTH
H’EE-L’GEB
F’AI THRODOG
UAAAH»
Pero, ¿qué era
aquel viento frío que se había levantado al son de su invocación? Las lámparas
chisporrotearon como si fueran a apagarse y por unos instantes la oscuridad se
hizo tan densa que las palabras esculpidas en la piedra de los muros casi se
borraron de su vista. La habitación se llenó de humo y de un olor acre que
ahogó por completo el hedor procedente de los fosos. Era un olor parecido al
que Willett había percibido anteriormente, pero mucho más intenso y penetrante.
Se volvió de espaldas a las inscripciones para enfrentarse con la estancia y su
extraño contenido, y descubrió entonces que del recipiente que estaba en el
suelo y que contenía el ominoso polvo de color verdoso, surgía una nube de
vapor compacto, entre verde y negro, y de una opacidad y una densidad
asombrosas.
¡Santo Cielo!
¡Aquel polvo correspondía a los anaqueles dedicados a «Materia»! ¿Qué estaba
ocurriendo y qué había provocado aquel suceso? La fórmula que había estado
recitando, la primera de las dos, la que correspondía a la Cabeza de Dragón, al
nodo ascendente... ¡Dios bendito! ¿Podría ser...?
La cabeza le
dio vueltas y por su cerebro cruzaron en vertiginosa sucesión las imágenes
dispersas de todo lo que había visto, oído y leído en relación con el espantoso
caso de Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Encarézcole no llame a su
presencia a nadie que no pueda hacer desaparecer... Tenga siempre su merced
preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien
seguro de Quién ha requerido a su presencia... Por tres veces he hablado con lo
que en él estaba inhumado...» ¡Dios del
Cielo! ¿Qué era aquella forma que se elevaba entre el humo?
4
Marinus
Bicknell Willett no espera que crean su historia sino unos cuantos de sus
amigos íntimos y, en consecuencia, sólo a ellos ha tratado de contarla. Las
pocas personas ajenas a ese círculo que la han escuchado de sus labios, se han
limitado a sonreír y a comentar que el doctor empieza a hacerse viejo. Le han
aconsejado que se tome unas largas vacaciones y que en el futuro no vuelva a
intervenir en casos de desequilibrio mental. Pero el señor Ward sabe que lo que
dice el médico no es más que la terrible verdad. ¿Acaso no vio él con sus
propios ojos la fétida abertura practicada en el suelo de la bodega del bungalow?. ¿Acaso el doctor Willett no
le envió a su casa, trastornado y enfermo, hacia las once de aquella ominosa
mañana? ¿Acaso no telefoneó al doctor inútilmente aquella noche y no se dirigió
al bungalow a la mañana siguiente,
encontrando a su amigo inconsciente, aunque ileso, tendido en la cama de uno de
los dormitorios? Respiraba trabajosamente y cuando el señor Ward le hizo beber
un poco de coñac, entreabrió lentamente los párpados, se estremeció y gritó: «¡Esa barba! ¡Esos ojos! ¡Dios mío! ¿Quién es
usted?» palabras bastante extrañas teniendo en cuenta que las dirigía a un
hombre perfectamente rasurado y de ojos azules, un hombre que conocía desde su
infancia.
A la brillante
claridad del mediodía, el bungalow no
había cambiado en lo más mínimo desde la mañana anterior. Las ropas de Willett
parecían en perfecto estado aparte de unas leves rozaduras en los codos y en
las rodillas, y sólo un leve olor acre le recordó al señor Ward el hedor que
despedía el traje de su hijo el día que le trasladaron al hospital. Faltaba la
linterna del médico, pero su maleta seguía allí tan vacía como la había traído.
Antes de dar ninguna explicación y haciendo, evidentemente, un gran esfuerzo
moral, Willett descendió tambaleándose a la bodega y trató de correr la
plataforma situada ante los lavaderos. No se movió. Acercándose al lugar donde
el día anterior había dejado su saquito de herramientas, Willett cogió un
escoplo y trató de hacer palanca. Se adivinaba bajo ella la capa de hormigón,
pero nada indicaba que hubiera habido allí jamás una abertura. Esta vez el
asombrado padre de Charles Ward que había seguido a su amigo, no tuvo ocasión
de enfermar con las emanaciones del horrible agujero: ni pozo fétido, ni mundo
de horrores subterráneos, ni biblioteca secreta, ni documentos de Curwen, ni
laboratorio, ni estantes, ni fórmulas grabadas. Nada. El doctor Willett palideció
y se apoyó en el brazo de su compañero.
-Ayer
-murmuró- usted lo vio y lo olió, ¿verdad?
Y cuando el
señor Ward, asombrado y aturdido, reunió las fuerzas suficientes para asentir
con un gesto, el médico suspiró y asintió a su vez.
Entonces voy a
contárselo todo -dijo.
Por espacio de
una hora y en la habitación más soleada que pudieron encontrar, el médico
susurró su fantástica historia a aquel asombrado padre. No supo continuar una
vez que hubo narrado la aparición de aquella extraña forma y hubo descrito cómo
del recipiente de plomo se elevaba un vapor verde negruzco, y, por otra parte,
estaba demasiado cansado para preguntarse qué había ocurrido.
Cuando acabó
su relato, el señor Ward sugirió tímidamente:
-¿Cree que una
excavación serviría de algo?
El doctor
guardó silencio. No le parecía propio responder a esa pregunta cuando unas
fuerzas procedentes de esferas desconocidas habían invadido esta orilla del
Gran Abismo. Los dos hombres menearon la cabeza y el señor Ward preguntó:
-Pero, ¿dónde
puede haberse metido? Es indudable que alguien le trajo aquí y que luego, de
algún modo, selló la abertura...
Willett dejó
de nuevo que el silencio respondiera por él.
Pero no fue
aquello todo. Antes de abandonar el bungalow,
al introducir el doctor una mano en el bolsillo para sacar el pañuelo, sus
dedos tropezaron con un papel que no estaba allí antes de la expedición al
subterráneo y que acompañaba a los fósforos y a las velas que había cogido en
la desaparecida biblioteca. Era una hoja corriente, arrancada sin duda del bloc
de notas que Willett había visto en aquella estancia, y los rasgos habían sido
trazados con lápiz, probablemente el mismo que había visto junto al bloc. El
texto les resultó incomprensible a los dos hombres a pesar de que reconocieron
en él ciertos símbolos que les parecieron vagamente familiares.
Aquel breve
mensaje y el misterio que entrañaba intrigó sobremanera a los dos amigos,
quienes inmediatamente subieron al coche de Ward y dieron instrucciones al
chófer para que les condujera primero a cenar a un sitio tranquilo y luego a la
Biblioteca John Hay situada en la colina. No les fue difícil hallar allí buenos
manuales de paleografía, que estudiaron detenidamente hasta que las luces
brillaron en la gran araña. Al fin encontraron lo que buscaban. Aquella
caligrafía no constituía una invención fantástica, sino que había sido la
normal en un período muy oscuro. Correspondía a las minúsculas sajonas del
siglo VIII y IX y traía con ella recuerdos de un tiempo inculto en que bajo la
fresca corriente del cristianismo rebullían aún furtivamente creencias antiguas
y viejos ritos, un tiempo en que la pálida luna de Britania era testigo a veces
de extraños ritos celebrados entre las ruinas romanas de Caerleon y Hexhaus y
junto a las torres desmoronadas del muro de Adriano. La lengua era el latín de
aquellas edades bárbaras y el texto era el siguiente: «Corwinus mecandus est. Cadaver aqua forti dissolvendum, nec aliquid
retinendum. Tace ut potes», lo que, traducido, significaba: «Curwen debe
morir. El cadáver debe ser disuelto en agua fuerte sin que quede residuo
alguno. Guarda el mayor silencio posible.»
Willett y el
señor Ward quedaron mudos y desconcertados. Se habían enfrentado con lo
desconocido y ahora descubrían que carecían de las emociones que a su juicio
debían experimentar. En Willett especialmente, la capacidad de recibir nuevas
impresiones parecía totalmente agotada, y así los dos hombres permanecieron
sentados en silencio hasta que llegó la hora en que se cerró la biblioteca.
Desde allí se dirigieron a la mansión de Prospect Street. El doctor se quedó en
ella a pasar la noche y allí seguía el domingo cuando llamaron por teléfono los
detectives encargados de la vigilancia del doctor Allen.
El señor Ward,
que en ese momento paseaba nerviosamente por la habitación vestido con un
batín, respondió personalmente a la llamada y, al saber que el informe que
había solicitado estaba casi listo, citó a los detectives para primera hora de
la mañana del día siguiente. Tanto Willett como él estaban deseosos de que el
asunto llegara a su término, ya que cualquiera que fuese el origen del extraño
mensaje que el doctor había encontrado en su bolsillo, una cosa parecía cierta:
el Curwen que debía ser destruido no podía ser otro que el barbudo desconocido
de gafas oscuras. Charles temía a aquel hombre y en la carta que había dirigido
al médico había pedido que le matara y disolviera su cadáver en ácido. Además,
Allen había estado carteándose con extraños personajes de Europa bajo el nombre
de Curwen y era evidente que se consideraba una reencarnación del desaparecido
nigromante. Ahora, de fuente nueva y desconocida, llegaba un mensaje en que se
afirmaba que Curwen debía morir y que había que disolver su cuerpo en ácido. La
relación entre todos aquellos sucesos era demasiado evidente y no podía ser
ignorada. Por otra parte, ¿acaso Allen no planeaba asesinar al joven Ward
siguiendo el consejo de ese individuo llamado Hutchinson? Desde luego que la
carta que ellos habían visto no había llegado jamás a manos del barbudo colega
de Charles, pero de su texto se deducía que Allen había trazado ya planes para
deshacerse del joven en el momento en que éste mostrara demasiados
«escrúpulos». En consecuencia había que detener a Allen y, aún en el caso de
que no se adoptaran contra él medidas más drásticas, habría que encerrarle en
un lugar desde el cual no pudiera infligir ningún daño al joven Ward.
Aquella tarde,
con la infundada esperanza de extraer alguna información acerca de aquel
misterio de la única persona capaz de proporcionarla, el señor Ward y el doctor
Willett fueron a visitar a Charles a la clínica. El doctor informó al joven de
todo lo que había descubierto y observó la palidez que iba cubriendo su rostro
a medida que sus descripciones garantizaban la verdad de sus descubrimientos.
El médico utilizó en grado máximo los efectos dramáticos y espió el rostro de
su paciente con la esperanza de sorprender en él aunque fuera un parpadeo
cuando se refirió a los pozos y a los indescriptibles híbridos que vivían en su
interior. Pero Charles no parpadeó. Willett hizo una pausa, y cuando volvió a
hablar su voz adquirió un tono de indignación al referirse a aquellos seres que
se morían de hambre. Acuso al joven de crueldad y se estremeció al oír las
irónicas carcajadas con que éste respondió a sus palabras. Parecía haber
renunciado a seguir sosteniendo que la cripta no existía, pero ahora veía algo
siniestramente cómico en todo aquel asunto y se reía con carcajadas roncas de
algo que, evidentemente, le divertía mucho. Luego susurró con acento doblemente
terrible a causa de lo cascado de la voz:
-¡Malditos
sean! ¡Comen, pero no deberían comer! Eso es lo más extraño del caso. ¿Un mes
sin comer dice usted? Se queda usted muy corto, señor mío. ¡Buen chasco se
habría llevado de saberlo el viejo Whippe con su mojigatería! ¡Matarlo todo
quería! Pero estaba tan ensordecido por el ruido de fuera que no llegó a oír el
que salía de la tierra. ¡Ni soñó que pudiera haber allí seres vivientes! ¿Y si
yo le dijera que esas malditas criaturas
están aullando en esos pozos desde que Curwen desapareció hace ya ciento
cincuenta años?
Pero aquello
fue lo único que Willett pudo sonsacarle. Horrorizado, aunque casi convencido
contra su voluntad, continuó su historia con la esperanza de que algún
incidente pudiera sobresaltar a su interlocutor y sacarle de la demencial
compostura que mantenía. Al contemplar el rostro del joven, no pudo evitar que
un estremecimiento de horror le sacudiera ante los cambios que se habían
producido en él durante los últimos meses. Cuando mencionó la habitación de las
fórmulas y el polvo verdoso, Charles comenzó a demostrar cierta curiosidad. Una
mirada de desprecio asomó a sus ojos al oír lo que Willett había leído en el
bloc, y aventuró la explicación de que aquellas anotaciones eran muy antiguas y
tenían que escapar forzosamente al entendimiento de todos aquellos que no
estuvieran muy versados en la historia de la magia .
-Si hubiera
sabido usted -añadió-, la fórmula para dar vida a las sales que había en el
recipiente, no estaría aquí para contarlo. Era el número 118. ¡Qué sorpresa se
hubiera llevado de haber llegado a consultar el catálogo que guardo en la otra
habitación! Me proponía llamarle a mi presencia el día en que me sacaron de
allí.
Luego, Willett
le habló de la fórmula que había recitado y del humo verde negruzco que se
había levantado. Y mientras lo hacía observó que el terror desfiguraba por vez
primera el rostro de Charles Ward.
-¡Se presentó
y está usted vivo!
Mientras Ward
mascullaba estas palabras, su voz pareció liberarse de ciertas trabas
misteriosas y hundirse en un abismo cavernoso de extrañas resonancias. Willett,
asaltado por una repentina inspiración, replicó recordando una carta que había
leído:
-¿El número
118, dices? Pero no olvides que nueve de
cada diez lápidas de los cementerios están cambiadas...
Y luego, sin
previo aviso, colocó ante los ojos de su paciente el misterioso mensaje. La
reacción del joven superó todas sus esperanzas, pues cayó al suelo desvanecido.
Toda aquella
conversación se llevó a cabo, naturalmente, en el más absoluto secreto con el
fin de que los alienistas de la clínica no pudieran acusar ni al padre ni al
médico de alentar a un loco en sus fantasías. Sin pedir ayuda a nadie, el
doctor Willett y el señor Ward cogieron en brazos al joven y le tendieron en la
cama. Al volver en sí, el paciente murmuró repetidas veces que debía escribir
inmediatamente a Orne y a Hutchinson para que le informaran acerca de cierta
invocación, y en consecuencia, una vez que hubo recuperado totalmente el sentido,
el doctor le comunicó que al menos uno de aquellos extraños personajes era
enemigo suyo mortal y había aconsejado al doctor Allen que le asesinara.
Aquella revelación no produjo ningún efecto visible, pero, antes de que se
formulara, en el rostro del joven había aparecido ya la expresión de un hombre
acosado. A partir de aquel momento no quiso hablar más, y el señor Ward y su
acompañante no tardaron en abandonar la habitación, no sin antes prevenir al
paciente contra el barbudo doctor Allen, a lo cual se limitó a responder el
joven que aquel individuo no estaba ya en condiciones de hacer daño a nadie.
Acompañó a aquellas palabras una risa diabólica que causó una dolorosa
impresión en los visitantes. En cuanto a la comunicación que Charles pudiera
tratar de establecer con sus dos monstruosos corresponsales de Europa, ni al
doctor ni al señor Ward les preocupaba tal cuestión, pues sabían que el
director del hospital censuraba minuciosamente toda la correspondencia y no
permitiría que llegara a manos del paciente ninguna misiva cuyo contenido le
pareciera anormal.
El caso de
Orne y Hutchinson, si es que eran ellos los misteriosos exiliados, tuvo una
misteriosa secuela. Impulsado por un vago presentimiento que le asaltó en medio
de los horrores de aquel período, Willett acudió a una agencia internacional de
información para que le facilitaran la mayor cantidad de datos posibles acerca
de los sucesos más notables ocurridos en Praga y Transilvania oriental, y
después de seis meses de investigación creyó haber encontrado entre los
numerosos artículos que había recibido y traducido dos datos significativos.
Uno de los artículos en cuestión se refería a la completa destrucción durante
la noche de una casa del barrio más antiguo de Praga, y a la desaparición de un
anciano de muy mala fama llamado Joseph Nadeh, el cual había vivido allí solo
desde tiempos inmemoriales. El otro hablaba de una tremenda explosión ocurrida
en las montañas de Transilvania, al este de Rakus, que había tenido como
consecuencia la desaparición del castillo de Ferenczy con todos sus moradores.
El castillo tenía pésima reputación en la comarca y su propietario era temido y
odiado por los campesinos de los alrededores. Precisamente por aquellas fechas
tenía que presentarse ante las autoridades de Bucarest, que querían someterle a
un serio interrogatorio, pero la explosión habla venido a cortar lo que, al
decir de las gentes, había sido una vida dedicada al mal y que se remontaba a
épocas muy remotas.
Willett
sostiene que la mano que escribió aquel mensaje en caligrafía sajona era capaz
de empuñar armas más fuertes que la pluma y que había asumido la
responsabilidad de acabar con Hutchinson y Orne, dejándole a él la tarea de
terminar con Curwen. El doctor se niega a pensar siquiera cuál pudo ser el destino
final de aquellos dos extraños personajes.
5
A la mañana
siguiente, el doctor Willett acudió muy temprano a la mansión de los Ward, a
fin de estar presente cuando llegaran los detectives. Consideraba que la
destrucción o reclusión de Allen -o de Curwen si se daba como válida la
posibilidad de una reencarnación- era una necesidad imperiosa que había que
satisfacer a cualquier precio, y así se lo manifestó al señor Ward mientras
esperaban la llegada de los visitantes. Se encontraban en la planta baja, ya
que los pisos superiores de la casa empezaban a ser aborrecidos a causa de la
fetidez que se respiraba en ellos, fetidez que los criados más antiguos
relacionaban con alguna maldición relacionada con el desaparecido retrato de
Joseph Curwen.
A las nueve se
presentaron los tres detectives, que inmediatamente dieron comienzo a la
lectura del informe. Por desgracia no habían podido localizar al mulato Tony
Gomes, ni podían dar noticia de cuál fuera el lugar de procedencia del doctor
Allen ni de su actual paradero. Pero habían reunido un considerable número de
datos y de información general acerca del silencioso personaje. Los vecinos de
Pawtuxet le consideraban un ser vagamente sobrenatural y creían que su barba
era teñida o postiza, creencia que resultó ser cierta, pues se había hallado en
el bungalow, junto a un par de gafas
ahumadas, una barba postiza. Un tendero había declarado que su caligrafía era
muy extraña y enmarañada, dato que confirmaron las notas escritas a lápiz
encontradas en su habitación e identificadas por el comerciante.
En relación
con el vampirismo del verano anterior, la mayoría creía que el verdadero
vampiro era Allen y no Ward. También figuraban en el informe las declaraciones
de los oficiales que habían visitado el bungalow
a raíz del incidente del asalto al camión. No vieron nada particularmente
siniestro en el doctor Allen, pero le juzgaban la figura dominante en la
sombría vivienda. La estancia en que había tenido lugar la entrevista se
hallaba en la penumbra, pero estaban seguros de poder identificarle si volvían
a verle. Habían notado algo extraño en su barba y les pareció ver que tenía una
pequeña cicatriz encima del ojo derecho, En cuanto al registro de la habitación
de Allen, no había aportado ningún dato concreto a la investigación,
exceptuando el hallazgo de la barba y las gafas y de varias notas escritas
descuidadamente y cuya caligrafía era idéntica a la de los antiguos manuscritos
de Curwen y a las recientes anotaciones del joven Ward halladas en la
desaparecida cripta.
El doctor
Willett y el señor Ward se sintieron invadidos por un profundo terror cósmico,
sutil e insidioso. al oír la relación de aquellos hallazgos, y casi temblaron
cuando una idea vaga y descabellada les asaltó a los dos al mismo tiempo. La
barba postiza, las gafas, la enmarañada caligrafía de Curwen, el antiguo
retrato y la diminuta cicatriz, el joven
transformado y con una cicatriz semejante, la voz profunda y cavernosa que
había sonado al otro lado del hilo telefónico... ¿No era esa voz la que le
recordaba ahora al señor Ward la de su hijo? ¿Quién había visto a Charles y a
Allen juntos? Sí, los policías les habían visto juntos en el bungalow, pero, ¿y después? ¿No había
coincidido la desaparición de Allen con los temores de Charles y su definitiva
instalación en el bungalow? Curwen,
Allen, Ward... ¿En qué sacrílega y abominable fusión habían caído dos épocas y
dos personas? Aquella detestable semejanza entre el personaje del cuadro y el
joven Ward, aquellos ojos del lienzo que parecían seguir a Charles por toda la
habitación... ¿Por qué Allen y Charles imitaban la caligrafía de Joseph Curwen
incluso cuando estaban solos? Y luego la espantosa tarea que habían llevado a
cabo aquellos hombres, la desaparecida cripta llena de horrores que había
envejecido al médico en una noche, los monstruos hambrientos encerrados en los
fosos fétidos, aquella terrible fórmula que tan indescriptibles resultados
había producido, el mensaje que Willett había encontrado en su bolsillo, los
documentos, las cartas, todas las alusiones a tumbas, a misteriosas «sales», a
descubrimientos... ¿Adónde conducía todo aquello?
Finalmente, el
señor Ward tomó la decisión más prudente. Evitando pensar en lo que hacía,
entregó a los detectives una fotografía para que la mostraran a todos los comerciantes
de Pawtuxet que hubieran visto al misterioso doctor Allen. Era una instantánea
de su hijo con el aditamento de una barba y unas gafas oscuras, como las que
había utilizado el doctor Allen, dibujadas a pluma.
Durante dos
horas, el señor Ward esperó en compañía del médico en aquella casa opresiva.
Los detectives regresaron. Sí, la
fotografía retocada guardaba una notable semejanza con el doctor Allen. El
señor Ward palideció y Willett se secó
la húmeda frente con el pañuelo. Allen, Ward, Curwen... ¿Qué presencia había
invocado el muchacho y con qué resultados para él? ¿Qué había ocurrido del
principio al fin? ¿Quién era aquel Allen que proyectaba asesinar a Charles y
por qué había escrito su víctima en la postdata de aquella angustiada carta que
su cadáver debía ser disuelto en ácido? ¿Por qué el mensaje que Willett se
había encontrado en el bolsillo decía exactamente lo mismo? ¿Qué proceso de transformación había tenido lugar y en
qué momento se había producido la fase final? El día en que el doctor había
recibido su carta, Charles había estado muy nervioso todo la mañana. Luego
había ocurrido algún cambio. Charles había salido de la casa sin ser visto
escapando a la vigilancia de los hombres encargados de protegerle. Fue entonces
cuando debió suceder el cambio, mientras estuvo fuera. Pero no... ¿Acaso no
había gritado de terror al volver a entrar en su biblioteca?. ¿Qué había
encontrado allí? O, ¿qué le había encontrado a él? Esa figura que tan
osadamente había entrado en la casa sin que se le hubiera visto abandonar la
mansión, ¿no habría sido una sombra extraña, un horror dispuesto a lanzarse
sobre un hombre tembloroso que no había salido de la habitación? ¿No había oído
el mayordomo unos extraños ruidos?
Willett se fue
en busca del sirviente y le hizo unas cuantas preguntas en voz baja. Desde
luego, había sido un asunto muy desagradable. Sí, había oído unos ruidos: un
grito, un jadeo y una serie de extraños crujidos. Y el señorito Charles no
había vuelto a ser el mismo desde el momento en que salió aquel día de la
biblioteca sin decir una sola palabra. El mayordomo se estremecía al hablar y
olfateó el aire que llegaba desde el piso de arriba, arrastrado por una
corriente creada por alguna ventana abierta. El terror se había instalado
definitivamente en la mansión. Incluso los detectives estaban inquietos, ya que
el caso presentaba algunos aspectos que no les gustaban en lo más mínimo. El
doctor Willett pensaba, y sus pensamientos eran terribles. De vez en cuando
casi rompía en un murmullo mientras estudiaba mentalmente esta nueva cadena de
acontecimientos de pesadilla.
El señor Ward
dio por terminada la conferencia y los detectives se fueron. El doctor y el
dueño de la casa quedaron solos en la habitación. Era ya mediodía, pero la
mansión parecía envuelta en sombras, como si se acercara la noche. Willett
comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión, insistiendo para que dejara
en sus manos las futuras averiguaciones. Aún habían de descubrirse, predijo,
ciertos hechos que un amigo podría soportar con mayor facilidad que el padre
del principal protagonista del caso. En su calidad de médico de la familia
debía disponer de una absoluta libertad de movimientos, y lo primero que exigía
era encerrarse en la abandonada biblioteca donde, en torno al panel de madera
que había albergado el cuadro, se respiraba ahora un aura de terror mucho más
intensa que cuando estuviera allí el retrato de Curwen. Sólo pedía que no se le
molestara.
El señor Ward,
aturdido por la creciente complejidad del caso, asintió de buena gana y media
hora después el doctor estaba encerrado en la antigua biblioteca de Charles. El
padre de éste, que escuchaba desde fuera, oyó unos raros sonidos en el interior
de la estancia, seguidos de un chirrido, como si acabara de abrirse la puerta
mal engrasada de una alacena. A continuación resonó un grito apagado y la
puerta que acababa de abrirse se cerró rápidamente. Poco después apareció
Willett en el pasillo, pálido y descompuesto. Quería, dijo, un poco de leña
para encender un fuego, pues el de la estufa no le bastaba y el aparato
eléctrico que había en la chimenea no tenía ningún uso práctico. Sin atreverse
a formular ninguna pregunta, el señor Ward dio las oportunas órdenes a un
criado, que subió al poco tiempo con unas ramas de pino, estremeciéndose al
entrar en la habitación y sustituir por las ramas el aparato eléctrico.
Entretanto, Willett había subido al laboratorio, de donde bajó al poco rato
cargado con una cesta cubierta por un lienzo y en la que había colocado una
serie de aparatos y objetos diversos abandonados allí en la mudanza del mes de
julio de aquel mismo año.
Volvió a
encerrarse el médico en la biblioteca y por las nubes de humo que empezaron a
elevarse de la chimenea, se supo que había encendido el fuego. Más tarde, se
oyó un crujir de papeles de periódico y otro chirrido de la misteriosa puerta,
seguido de un baquetazo que dio mucho que pensar a los que en el pasillo
escuchaban. Willett profirió de pronto un par de gritos ahogados, y a
continuación se produjo un chisporroteo que resonó siniestramente en medio del
profundo silencio que llenaba la mansión. Finalmente comenzó a salir por la
chimenea un humo espeso y muy acre. Los criados se reunieron en un rincón,
aterrorizados ante aquellas nocivas emanaciones, mientras que el señor Ward
temblaba como un azogado.
Tras una
larguísima espera, los vapores parecieron aclararse y detrás de la puerta
cerrada volvieron a oírse extraños sonidos, como si el doctor rascara algo y
luego barriera el hogar. Por fin, después de cerrar de nuevo la puerta del
interior, fuera cual fuese, Willett hizo su aparición, grave, pálido y
entristecido, llevando la cesta que había bajado del laboratorio todavía
cubierta con un paño.
Había dejado
la ventana abierta, y en la siniestra habitación entraba ahora a raudales el
aire puro que se mezclaba con un curioso olor a desinfectante. El antiguo panel
de madera seguía allí, pero parecía haber perdido su aire de malignidad y se
mostraba sereno y majestuoso como si nunca hubiera albergado el retrato de
Joseph Curwen. Caían las primeras sombras de la noche, pero esta vez no las
acompañaba un terror latente. Más bien traían con ellas una suave melancolía.
El doctor no habló de lo que había hecho. Se limitó a decir al señor Ward:
-No puedo
contestar a ninguna pregunta. Sólo diré que existen distintos tipos de magia.
He llevado a cabo una gran purificación. A partir de ahora, los moradores de
esta casa podrán dormir mucho mejor.
6
La
«purificación» debió constituir para el doctor Willett una prueba tan espantosa
como su recorrido nocturno de la espantosa cripta, a juzgar por el abatimiento
que provocó en el anciano médico. Por espacio de tres días no salió de su
habitación, aunque según dijeron luego los criados, la noche del miércoles,
poco después de las doce, se oyó abrirse sigilosamente la puerta de la calle,
que volvió a cerrarse después con el mismo secreto. Por fortuna, la imaginación
de los criados suele ser limitada, pues de otro modo podrían haber relacionado
el hecho con una noticia que apareció en el Evening
Bulletin del jueves y que decía así:
LOS PROFANADORES DE TUMBAS
RENUEVAN SU ACTIVIDAD
Tras un periodo de diez meses
a partir del último acto de vandalismo registrado en el Cementerio del Norte,
del que fuera objeto la tumba de Weeden, el vigilante nocturno de ese mismo
cementerio, Robert Hart, ha sorprendido a otro merodeador. Hacia las dos de la
madrugada, vio brillar una linterna en la parte norte del camposanto, y al
acercarse al lugar en cuestión, vio destacarse claramente contra la luz de una
farola cercana la figura de un hombre que empuñaba una pala. Se lanzó en su
persecución. pero antes de que pudiera darle alcance, el intruso había corrido
hacia la entrada principal perdiéndose entre las sombras.
Al igual que el primero de
los profanadores de tumbas sorprendido el año pasado, éste no ha llegado a
causar, al parecer, ningún daño. En un lugar determinado del terreno que posee
allí la familia Ward, la tierra aparecía removida, pero no puede asegurarse que
el desconocido hubiera tratado de excavar una fosa.
Todo lo que puede decir Hart
acerca del intruso, es que se trataba de un hombre de baja estatura y
probablemente barbudo. En opinión del vigilante los tres actos se deben a una
misma persona. No opina del mismo modo la policía, basándose en el salvajismo
del segundo incidente, en el curso del cual fue robado un antiguo ataúd y
destrozada la lápida correspondiente.
El primero de los incidentes,
al parecer una tentativa frustrada de enterrar alguna cosa, ocurrió en el mes
de marzo del año pasado y se atribuyó entonces a contrabandistas de bebidas
alcohólicas en busca de un escondite para su alijo. Es muy posible, afirma el
Sargento Riley, que este tercer caso sea de naturaleza similar. La policía está
desplegando una gran actividad con vistas a identificar a los responsables de
estos sucesos.
Durante todo
el jueves, el doctor Willett descansó como si se recobrara de un esfuerzo
agotador o se preparase para una gran prueba. Por la noche escribió una carta
al señor Ward, que llegó a manos de éste a la mañana siguiente sumiéndole en
profundas meditaciones. No había podido Ward sobreponerse a la impresión que le
causara el informe de los detectives y a la siniestra «purificación» de la
biblioteca, pero aquella misiva, a pesar de la desgracia que anunciaba y del
misterio que la rodeaba, le trajo algo de la calma que tanto necesitaba.
10 Barnes St.
Providence, R.I.
12 abril, 1928
Querido Theodore:
Me considero obligado a
avisarte antes de llevar a cabo lo que voy a hacer mañana, que pondrá punto
final al terrible asunto de que nos venimos ocupando, pues tengo la impresión
de que ninguna azada podrá llegar jamás a ese monstruoso lugar que los dos
conocemos. Sé que tu mente no hallará reposo a menos que te asegure que lo que
me propongo hacer representará el final definitivo de todo este misterio.
Me conoces desde que eras
niño, de modo que me creerás si te digo que hay cosas que es mejor no
investigar a fondo. Es preferible que no vuelvas a pensar en el caso de Charles
e indispensable que no le digas a su madre más de lo que ella sospecha. Cuando
yo vaya a visitarte mañana, Charles se habrá fugado de la clínica. Eso es lo
que todos deben creer. Estaba loco y escapó. Y eso es lo que debes decir poco a
poco a su madre cuando dejes de mandarle las notas mecanografiadas que
escribías en nombre de Charles. Te aconsejo que vayas a reunirte con ella en
Atlantic City y te tomes unas vacaciones. Dios sabe cuánto las necesitas
después de las impresiones recibidas, y cuánto las necesito yo también. Por mi
parte me propongo pasar en el Sur una temporada para tranquilizarme y reponer
fuerzas.
De modo que no me hagas
ninguna pregunta cuando vaya a visitarte. Es posible que algo salga mal, pero
si es así no dejaré de avisarte. Espero que no tenga que hacerlo. A partir de
mañana no habrá ya motivo de preocupación, pues Charles estará perfectamente a
salvo. Ya lo está, más de lo que te imaginas. No debes temer nada con respecto
a Allen o quienquiera que sea. Pertenece al pasado, como el retrato de Joseph
Curwen, y cuando mañana llame a tu puerta puedes tener la completa seguridad de
que ya no existirá tal persona. El que escribió la misteriosa nota tampoco
volverá a molestarte.
Pero debes prepararte para
algo muy triste y preparar también a tu esposa. La fuga de Charles no significa
que vayáis a recuperarle. Se ha visto afectado por una terrible enfermedad,
como has tenido ocasión de apreciar por los cambios físicos y mentales que ha
experimentado, y tienes que resignarte a no volver a verle. Te queda el
consuelo de saber que no fue ni un malvado ni un loco, sino únicamente un
muchacho aficionado al estudio y excesivamente curioso respecto a materias que
encerraban un gran peligro. Descubrió cosas que ningún mortal debe saber, y ésa
fue su desgracia.
Y ahora debo hablarte del
asunto más difícil y que exige que deposites en mi toda tu confianza. Dentro de
un año, si así lo deseas, puedes dar a todos la versión que prefieras de cómo
murió Charles, porque él no volverá. Puedes también hacer colocar una lápida en
e! Cementerio del Norte, a diez pies de distancia, en dirección oeste, de la de
tu padre, para señalar el lugar en que descansan los restos de tu hijo. Las
cenizas allí enterradas serán las de Charles Dexter Ward, el que viste crecer,
el verdadero Charles con la marca olivácea en la cadera y sin el lunar negro en
el pecho ni la cicatriz en la ceja derecha. El Charles que nunca hizo ningún
daño y que habrá pagado con su vida una curiosidad morbosa.
Esto es todo. Charles se
fugará de la clínica y dentro de un año podrás colocar una lápida sobre el
lugar donde reposan sus cenizas. No me hagas ninguna pregunta. Y ten la
seguridad de que el honor de tu familia sigue incólume.
Te acompaño en tu sentimiento
y te deseo que encuentres la fortaleza, la calma y la resignación necesarias
para sobrellevar esta desgracia. Tu sincero amigo,
Marinus B. Willett
El viernes 13
de abril de 1928, Marinus Bicknell Willett visitó a Charles Dexter Ward en su
habitación de la clínica del doctor Waite situada en la isla de Conanicut. El
joven, aunque no trató de rehuir al visitante, estaba de un humor sombrío y no
se mostró dispuesto a hablar del tema que Willett deseaba tratar. El
descubrimiento de la cripta hacía imposible la normalidad de su relación y
ambos callaron un buen rato después de intercambiar los saludos habituales. La
tensión aumentó al descubrir el joven Ward tras el rostro impasible del doctor
una firmeza nueva en él. El paciente se amedrentó, consciente de que desde su
último encuentro el que fuera médico solícito se había transformado en implacable
vengador. Finalmente Willett se decidió a romper el fuego:
-He
descubierto algo más, Charles -dijo-. Algo muy grave.
¿Otros
animalitos medio muertos de hambre? -fue la irónica respuesta. Era evidente que
el joven quería mostrarse insolente hasta el final.
-No -replicó
Willett lentamente-. Esta vez se trata de algo distinto. Encargamos a unos
detectives que hicieran averiguaciones acerca del doctor Allen, y han
encontrado en el bungalow una barba
postiza y unas gafas ahumadas.
-Estupendo
-dijo su interlocutor haciendo un esfuerzo por mostrarse ingenioso-. Espero que
fueran más favorecedoras que las de usted.
-A ti te
sentarían muy bien -replicó el doctor-. Mejor dicho, todo parece indicar que te sentaban muy bien.
Mientras
Willett decía estas palabras, y aunque no hubo cambio alguno en la luz que se
reflejaba en el suelo, una nube pareció ocultar momentáneamente el sol. Luego
Charles habló.
-¿Y por qué da
usted tanta importancia a eso? ¿Es que no puede un hombre disfrazarse si
le resulta útil?
-Desde luego
que puede hacerlo -asintió el doctor- siempre
que tenga derecho a existir y siempre que no destruya a quien le hizo venir
desde más allá de las esferas.
Ward se
sobresaltó violentamente.
-Bueno, ¿qué
es lo que ha encontrado y qué quiere de mí?
El doctor dejó
que transcurrieran unos segundos antes de contestar, como si eligiera
mentalmente las palabras que pudieran constituir una respuesta más eficaz.
-He encontrado
-dijo finalmente-, algo oculto tras un panel antiguo que servía de marco a un
retrato. Lo he quemado y he enterrado las cenizas en el lugar donde estará la
tumba de Charles Dexter Ward.
El loco se
levantó de un salto del sillón en que estaba sentado.
-¡No es
posible! -exclamó- ¡No es posible! ¿Quién se lo dijo? ¿Y quién cree que va a
creerle a usted si me han estado viendo durante estos dos meses?
El doctor
Willett, aunque de baja estatura, adquirió el porte majestuoso del magistrado
al calmar a su paciente con un gesto.
-No se lo he
dicho a nadie. No es éste un caso corriente. Es de una locura tan inconcebible
y de un horror tan ajeno a nuestra realidad que ningún alienista ni juez de la
tierra podría creerlo. Gracias a Dios aún me queda una chispa de imaginación
que me ha permitido adivinar la verdad de lo sucedido. ¡A mi no puede engañarme, Joseph Curwen, porque sé que su magia es
auténtica! Sé cómo preparó el hechizo que perduró a través de los años y
fue a actuar sobre su doble y descendiente. Sé cómo le arrastró usted al pasado
y consiguió que le sacara de su abominable tumba. Sé cómo permaneció oculto en
su laboratorio mientras se dedicaba al estudio del saber contemporáneo y salía
por las noches a escondidas. Sé que es usted el vampiro de que tanto se habló.
Sé que más tarde utilizó la barba y las gafas para que nadie se asombrara del
sorprendente parecido que guardaba con su descendiente. Sé lo que decidió hacer
cuando Charles comenzó a reprocharle su monstruoso saqueo de tumbas de todo el
mundo, sé qué fue lo que planeó y sé
cómo llevó a cabo sus planes.
»Se despojó de
la barba y de las gafas y engañó a los detectives que vigilaban la casa.
Creyeron que el que salía y entraba era él cuando en realidad usted le había
estrangulado y ocultado tras el panel de madera de la biblioteca. Pero no se
dio cuenta de que no hay dos mentes iguales. Fue un estúpido, Curwen, al
imaginar que un simple parecido físico sería suficiente. ¿Por qué no pensó
usted en la forma de hablar, y en la voz y en la caligrafía? Al final ha
fracasado. Usted sabe mejor que yo quién escribió el mensaje que me encontré en
el bolsillo, pero debo advertirle que no fue escrito en vano. Hay sacrilegios y
abominaciones que no pueden ser tolerados, y creo que quien escribió aquellas
palabras acabará con Orne y Hutchinson. Uno de los dos le escribió a usted en
cierta ocasión: «No llame a su presencia a nadie a quien no pueda dominar».
Tenia mucha razón, Curwen. No se puede jugar con la naturaleza a partir de
ciertos límites. Todos los horrores que ha invocado se volverán contra usted...
El doctor se
interrumpió ante el grito que profirió el ser que tenía delante. Indefenso, sin
armas, y consciente de que cualquier acto de violencia atraería a un ejército
de enfermeros, Joseph Curwen había decidido recurrir a su viejo aliado. Inició
una serie de movimientos cabalísticos con los dedos, mientras aullaba con voz
cavernosa las palabras de una terrible invocación:
«PER ADONAI
ELOIM, ADONAI JEHOVA, ADONAI SABAOTH, METRATON...»
Pero Willett
fue más rápido que él. Al tiempo que los perros de la vecindad comenzaban a
aullar y un viento helado se desataba de pronto sobre la bahía, empezó a
recitar la invocación que desde un principio se había propuesto utilizar. Ojo
por ojo, magia por magia. ¡Que el resultado de ella demostrara si había
aprendido las lecciones del abismo! Así fue como Marinus Bicknell Willett
comenzó a recitar la segunda de las dos fórmulas, la opuesta a aquella que
había atraído a su presencia la figura del autor de la misteriosa nota, la
críptica invocación encabezada por la Cola de Dragón, signo del nodo descendente:
«OGTHROD AI’F
GEB’L-EE’H
YOG-SOTHOTH
‘NGAH’NG AI’Y
ZHRO»
No bien surgió
la primera palabra de la boca de Willett, cuando su paciente se interrumpió en
seco. Incapaz de hablar, agitó salvajemente los brazos hasta que le abandonaron
las fuerzas. Pero cuando comenzó el espantoso cambio, fue cuando resonó en el
cuarto la palabra Yog-Sothoth. No fue
simplemente una disolución, sino más
bien una transformación, una recapitulación, y el doctor tuvo que
cerrar los ojos para no desmayarse antes de dar fin a la invocación.
Pero Willett
no se desmayó y aquel hombre de pasado impío y poseedor de secretos prohibidos
no volvió jamás a turbar al mundo. Aquella locura surgida de un tiempo
pretérito había terminado. El caso de Charles Dexter Ward se había cerrado.
Abrió los ojos Willett antes de abandonar tambaleándose aquella habitación y
pudo ver que la memoria no le había traicionado. Tal como había predicho, no
había sido necesario ningún ácido. Porque al igual que su abominable retrato un
año antes, Joseph Curwen yacía ahora en el suelo bajo la forma de una delgada
capa de polvo gris azulado.
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