El
Sello de R'lyeh
August Derleth
I
Mi
abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía
decir a mis padres, refiriéndose a mí: «¡Cuidad que siempre esté
lejos de la mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer el
agua, cuando de hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que
nacen bajo uno de los signos acuáticos -el mío es Piscis- sienten
una natural predilección por el agua. También se dice que poseen
ciertos dones psíquicos, pero ésta es otra cuestión. El cualquier
caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no
podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma
-lo cual, dicho a la luz del día, resulta un modismo un tanto
ambiguo-. Antes de morir mi padre en accidente de automóvil,
acostumbraba a repetirlo con frecuencia, también. Después, ya no
fue necesario; mi madre me crió entre montañas, bien lejos de la
vista, del ruido y de los olores del mar.
Pero
tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba
estudiando en una universidad del Medio Oeste, cuando murió mi
madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome
todo cuanto poseía. yo no había llegado a conocerle. Era el
excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra. Se le conocía
por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba,
excepto mi abuelo, que suspiraba con pena cada vez que hablaba de él.
Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía un tío
abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al
parecer, nadie sabía a qué se dedicaba allí, salvo que sus
actividades se relacionaban con la mar o la navegación... Era
natural, pues, que heredara yo las posesiones de tío Sylvan.
Tenía
dos propiedades, y daba la casualidad de que ambas lindaban con la
mar. Una se hallaba en un pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth,
y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de dicho
pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero
suficiente para no tener que volver a la Universidad, ni verme
obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era
precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante
veintidós años: ver la mar, y tal vez comprar un balandro, un yate,
o lo que quisiera.
Pero
las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al
abogado y después marché a Innsmouth. Me pareció un pueblo
extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se
enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño
y enigmático, como si supieran algo inconfesable de tío Sylvan.
Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las
dos. Saltaba a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de
ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría que, para
sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada
construir por mi bisabuelo -el que estuvo dedicado al comercio con
China- y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El
nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en
aquel pueblo.
Mi
tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía
sólo cincuenta años cuando murió, pero últimamente había llevado
una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía,
retirado en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado
en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo que un amante de la
belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su
atractivo, y por mi parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer
momento sentí como si aquella casa perteneciese a la mar. En ella
resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la
aislaba de la tierra. En cambio, sus inmensos ventanales se abrían
al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos
treinta años, según me dijeron, y había sido construido por mi
tío, en el mismo solar donde se alzara otro más antiguo, que
también había pertenecido a mi bisabuelo.
Era
una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la
pena recordar es el gran estudio central. Aunque el resto de la casa
era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía
una altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas
de libros y objetos curiosos, de tallas y esculturas de formas
exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes
del mundo, en especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya,
inca, y de antiguas tribus indias de las regiones nordoccidentales
del continente americano. Era, pues, una colación fascinante,
comenzada por mi abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran
alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura octópoda,
cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados
entre las paredes y dicho centro.
Nada había colocado
sobre al alfombra.
Por
lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de
la casa. Tejido en las alfombras -también en la que ocupaba el
centro del estudio-, en los cortinajes, en los entrepaños, se
repetía un motivo ornamental que parecía como un sello
singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía una
representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el
portador de agua -acaso elaborada en edades remotas, cuando la forma
de Acuario no era exactamente como es hoy- coronando los vestigios de
una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del
círculo, se alzaba una figura indescriptible, a la vez reptil y pez,
octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía
representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan
tenues que apenas podían leerse, el disco estaba circundado por unas
palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo
en lo más profundo de mi ser:
Pb'glui
mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgh'nagl fhtagn
No
me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera
sobre mí la más grande atracción desde el primer momento, aunque
no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente
inexplicable era el imperioso hechizo de la mar. Aunque jamás había
puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima sensación
de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio,
hacia el Este. Lo más cerca que estuve de la costa fue con ocasión
de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón.
Esta atracción innegable que sentía hacia la mar, la atribuí a una
tendencia ancestral que me venía de familia. ¿No habían trabajado
mis antepasados en la mar, y habían formado sus hogares junto a la
costa? ¿y durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos,
pero eran más. Generación tras generación, todos habían sido
navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a
mi abuelo a irse a vivir tierra adentro y apartarse de la mar en lo
sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo
de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo
que sucedió después, y quiero dejar constancia antes de que llegue
la hora de reunirme con los míos. La casa y la mar me atraían;
ambas constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más
sentido en ellas que en la morada que tan felizmente compartiera con
mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante -y esto
era más extraño aún-, no me lo parecía a mí. Al contrario, me
resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.
Al
principio. no contaba con elementos de juicio para saber qué clase
de hombre había sido mi tío Sylvan. Encontré un retrato suyo
bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la
fotografía. Representaba a un joven tremendamente serio, de unos
veinte años de edad, que, aun no careciendo de cierto atractivo,
podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería
algo vagamente inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su
nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos
extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas
más recientes, pero conocí a algunas personas que se acordaban de
él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus
compras. Me enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde
fui a comprar provisiones para la semana.
-¿Es
usted de los Phillips? -me preguntó el anciano propietario.
Le
contesté que sí.
-¿Hijo
de Sylvan?
-Mi
tío no llegó a casarse.
-Ya...
Eso decía él -replicó-. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo
está su padre?
-Ha
muerto.
-También,
¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
-Yo
soy el último de la mía.
-Los
Phillips, en tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una
familia muy antigua... Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le
dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis
antepasados.
-¿Es
posible?
Me
miró un instante casi con incredulidad.
Bueno,
los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias
formaban una sociedad hace muchos años. Comerciaban con China. Los
fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón,
China, las islas... y de allí traían... -aquí se detuvo; su rostro
palideció ligeramente, y luego se encogió de hombros- muchas cosas,
¡muchas! -me miró perplejo-. Se va a quedar por aquí, ¿verdad?
Le
contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había
tomado posesión de ella. Ahora andaba buscando personal de servicio.
-No
encontrará -dijo moviendo la cabeza- La finca está demasiado lejos,
y a la gente no le gusta. Si quedara alguno de los Phillips... -abrió
los brazos con desaliento-. Pero casi todos murieron el año
veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá
pueda encontrar a alguno de los Marsh que le eche una mano. No todos
murieron aquella noche.
Esta
referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo.
Lo único que me preocupaba era encontrar a alguien que me ayudara en
los avíos de la casa.
-Marsh
-repetí-. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
-Conozco
a una -dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para sus
adentros.
Así
conocí a Ada Marsh.
Tenía
veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más
joven, y otros, mucho más vieja. Fui a la casa, la encontré, y le
pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil
-un Ford viejísimo de modelo T- y que podía ir y volver; además,
la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella el «refugio de
Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por
entrar a mi servicio, y me prometió que iría a casa aquel mismo
día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual
que en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello
que precisamente habría disgustado a otros. Para mí, aquella boca
inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos,
innegablemente fríos, me parecían muy cálidos en ciertos momentos.
Vino
a la mañana siguiente. Al verla andar por la casa, comprendí que ya
había estado antes en ella.
-No
es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? -dije.
-Los
Marsh y los Phillips son viejos amigos -dijo, y me miró como si yo
tuviera la obligación de saberlo. Y en aquel momento, me invadió la
sensación de que yo sabía que así era, en efecto.
-Muy,
muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma,
tan viejos como el portador del agua, y como el agua.
También
ella era extraña. Me enteré de que había estado más de una vez en
la casa como invitada del tío Sylvan. Ahora había accedido a venir
a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los
labios -«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»-,
que me hizo pensar en el dibujo que tanto se repetía a nuestro
alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se
me ocurrió esta asociación, y experimenté una vaga sensación de
inquietud.
-¿Ha
oído, señor Phillips? -preguntó entonces.
-¿El
qué?
-Si
lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.
Pero
su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería
era tener acceso a la casa. Lo descubrí un día que salí a buscar
unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un
registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La
estuve observando un rato: cogía los libros y los hojeaba, separaba
cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas
de las estanterías... En una palabra, registraba en todas partes
donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir, di un portazo, y
cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el
polvo, como si nunca hubiera hecho otra cosa.
Mi
primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar.
Si buscaba algo, quizá lo encontrara yo antes que ella. Así que no
le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por
donde ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su
tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por los sitios donde la
había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más
grande que un libro.
-¿Sería
un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa
misma pregunta.
Como
es natural, no encontré nada, a pesar de que estuve buscando hasta
medianoche. Lo dejé estar, rendido de cansancio, pero satisfecho:
había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana
siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas
alineadas junto a la pared, en aquella misma estancia, y entonces
sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra
mejor y más precisa. Me había quedado algo adormilado, cuando oí
un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia de grandes
proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido
de que la casa misma, el peñasco entre el cual se asentaba, y la mar
que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono
como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la
misma impresión que he tenido otras veces al contemplar los cuadros
de ciertos pintores contemporáneos -en especial los de Dale Nichols-
que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un
hombre o una mujer dormidos. Entonces me dio la impresión, digo, de
que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser
tan grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.
No
recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada
Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto a lo que se refería? No me cabía
duda de que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban
tan vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas
hacia el horizonte de Oriente. Continué sentado, bajo el influjo de
dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si
efectivamente respirara? Estaba convencido de que sí. De momento lo
atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que seguramente
estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de
aquellas gentes hacia este lugar.
Al
tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.
-¿Qué
busca usted, Ada? -pregunté.
Ella
me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto
registrar anteriormente.
-Su
tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había
descubierto lo que buscaba. A mí también me interesa. Y quizá a
usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros... como los
Marsh y los Phillips de antes.
-¿Y
qué es lo que busca?
-Puede
ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... -encogió los
hombros-. Su tío me dijo muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a
menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas. ¿Adónde?
Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por
carretera.
-Tal
vez pueda descubrirlo yo.
Negó
con la cabeza.
-Usted
no tiene idea. Usted es como... como un forastero.
-¿Pero
me podría usted explicar algo?
-No.
Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven
para comprender. No, señor Phillips, no le diré nada. No está
usted preparado.
Aquello
me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su
actitud era como de desafío.
II
Dos
días más tarde, di con lo que buscaba Ada.
Los
papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había
mirado al principio: detrás de un estante de libros raros. Pero se
hallaban guardados en un cajoncito secreto que abrí por pura
casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas
de papel cubiertas con la letra menuda de mi tío. Inmediatamente lo
llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a
esas horas de la noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos.
Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino que me sentía
atraído hacia ella, muchísimo más de lo que podía haberme
imaginado la primera vez que la vi.
Incuestionablemente,
el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi
existencia. Digamos que mis primeros veintidós años habían
transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los
primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían
constituido como una fase de latencia, previa a mi acceso a un nuevo
plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el
descubrimiento -y la lectura, evidentemente- de los papeles.
Pero
del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una
palabra:
«Plataforma
cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox.
Singapur. ¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé;
E. sostiene que R. está cerca de Inns. Princ. autores lo suponen en
las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la Plataforma Cont.
de Inns. a Singapur?»
Este
era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:
«C...,
que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. El
está en R. (en Inns. y Ponapé), entre las islas y en lo más hondo.
Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el primer contacto?
¿En .Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra,
o bajo las aguas?
Pero
en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi
tío. Había también otros documentos con revelaciones aún más
turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell
Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no
nombraba. Decía así:
«Cierto
día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su
Primer Piloto Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory,
había naufragado con toda su tripulación en las Marquesas. El
Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth en un
bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no
obstante haber recorrido una distancia de varios miles de kilómetros
en una embarcación prácticamente incapaz de realizar esa proeza. A
partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que
convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una
generación. Surgió una raza extraña entre los Marsh y los
Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se sabe
de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto
tomaron por esposas, pero dieron a luz una camada de seres
endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y contra la cual
no me han valido mis plegarias al Señor.
»¿Qué
son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas
de la noche? Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es
necedad. ¿Qué habían de ser, sino las hordas malditas, engendradas
por Marsh y por Phillips ?»...
No
continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví
a coger el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
«R.
está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C.,
aletargado en las profundidades, en espera del día de su
resurgimiento.»
Pero
no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta
última anotación había muchísimas más. Evidentemente, mi tío se
había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances.
Hablaba de Cthulhu y R'lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y
Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los Fragmentos de Sussex,
del Necronomicon, de la Galería de Marsh, del Abominable
Hombre de las Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia,
era de R'lyeh, del Gran Cthulhu -el «R.» y el «C.» de sus
papeles- y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual,
como bien se deducía de sus escritos, tenía por objeto descubrir
los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos
refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros,
según la forma con que él anotaba sus ideas. Desde luego, sus notas
estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las
entendería. Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder
recurrir.
Entre
los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por
alguna mano más antigua que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo
viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no
tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una
representación desmañada del mundo, pero no del mundo que conocía
yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un
mundo que sólo había existido en la imaginación de quien lo había
trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había
situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que
correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el Desierto de Hielo»,
zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo».
En el mar de Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que
sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano. También
estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de
Innsmouth, así como Ponapé. Estos últimos puntos eran
perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de
aquel mapa fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí.
Escondí
mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo,
y regresé, pese a lo tarde que era ya, a la habitación central.
Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante
tras el cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos
de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus notas: los Fragmentos
de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des
Goules del conde d'Erlette, el Libro de Eibon, los
Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, y muchos otros. Pero,
¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que
apenas dominaba yo, aun cuando, mal que peor, pudiera defenderme en
francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como
para sentir miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una
excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío Sylvan me
hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus
investigaciones, y una ciencia que ya era vieja millones de años
antes de aparecer el hombre.
Aquella
noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la
estancia haciendo palidecer las luces de las lámparas. Y así fue
cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los
universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los
rebeldes Primordiales. Entre estos Primordiales se contaban: el Gran
Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de
Hali, en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y
Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El Viento; Lloigor, El
Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran
Azathoth... y todos habían sido vencidos y expulsados a los espacios
exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con ayuda de sus
seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y
someter a Los Dioses Arquetípicos. Y me enteré también del nombre
de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y las regiones
acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las
Nieves, habitante del Tíbet y la oculta Meseta de Leng; los
Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato
de El Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de
Ithaqua. Y me enteré, también, de su rivalidad, una y múltiple a
la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una
colección de recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que
tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus creencias. Por
otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con
la curiosa sentencia que adornaba las decoraciones de la casa de mi
tío: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. En
más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su
morada de R'lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»
Y
las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el
de encontrar ¡el refugio subacuático de Cthulhu!
A la
fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias
conclusiones. ¿Acaso creía mi tío Sylvan en semejante maraña de
fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de
combatir su aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío
era inmensa, abarcaba toda la literatura universal. Sin embargo, una
sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de
temas esotéricos, a libros sobre creencias extrañas y hechos más
extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros sobre
religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una
abundante cantidad de álbumes con artículos recortados de
periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una
sensación de miedo y una chispa de irresistible regocijo. En efecto,
estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una prueba
singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío.
De
todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas
las creencias religiosas, todos los mitos, cualquiera que sea la
cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus
fundamentos. Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del
Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también formaba parte de las
teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos -que,
según lo que pude colegir, venían a ser lo mismo- representaban el
Bien original. Los Primordiales representaban el Mal. Como sucede en
muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en
este caso, a los Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba
continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y servidos
por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los
espacios interplanetarios. Los Primordiales no sólo combatían a los
Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un
empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma,
representaciones de las fuerzas elementales, y cada uno correspondía
a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire;
Hastur, a los espacios siderales. Otros, representaban las grandes
fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los Dioses, la
fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en
cierto modo, el principio del mal.
¿No
resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás?
Los Dioses Arquetípicos pudieron convertirse, andando el tiempo, en
la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales, para
la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y
Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo único que me inquietaba, era
que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco
esto tenía demasiada importancia, porque ya se sabe que en la
historia de la humanidad se superponen continuamente distintos
eslabones evolutivos de una misma creencia.
Más
aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de
Cthulhu eran muy anteriores no sólo al cristianismo, sino incluso a
las creencias de la antigua China y de los albores de la humanidad,
habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra:
entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti de las altas mesetas de
Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en la
mar, conocidos como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de
antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o producto quizá
de ciertas mutaciones aparecidas en el curso de la evolución humana.
Tales mitos habían sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en
determinados símbolos religiosos muy posteriores: en Quetzalcoatl y
otros Dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de
Pascua, en las máscaras ceremoniales de los polinesios y los indios
americanos de la costa noroccidental, donde aún persistían, como
motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a
la que simbolizaba a Cthulhu. En resumen, podía decirse con
seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.
Aun
adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por
la tremenda cantidad de artículos que había recogido mi tío. Las
prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme
dudar de mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente
informativo. Tales artículos, además, no procedían de la prensa
sensacionalista, sino de revistas serias como el National
Geographic. Total, que me quedé hecho un mar de confusiones.
¿Qué
pudo haberle pasado a Johansen*
, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso
cabía otra explicación?
¿Y
por qué el gobierno americano envió destructores y submarinos para
machacar con cargas de profundidad los alrededores del Arrecife del
Diablo, frente al puerto de Innsmouth?**
¿Y por qué la policía detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a
quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se
declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros?
¿Cómo explicar todo esto, si no era cierto que se habían
descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían
relaciones diabólicas con ciertos seres que habitaban en la mar, a
los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo, durante la noche?
¿Y
que le sucedió a Wilmarth*
en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus
investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó
demasiado a la verdad? ¿y qué fue de todos los escritores que
habían tomado el asunto como pura ficción -Lovecraft, Howard,
Barlow-, o lo habían enfocado de forma científica -como Fort-,
cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio? Murieron.
Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte
prematura, cuando todavía eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras,
aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado
en forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más,
porque me pareció que las fantasías de H. P. Lovecraft se hallaban
tan cerca de la verdad como los hechos -tan inexplicables para la
ciencia- recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft
fueran fantasías, se ceñían a los hechos -aun rechazando los
recopilados por Fort- que subyacen bajo las creencias del género
humano. En sí mismos, estos relatos eran cuasi míticos, como el
destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar
infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de
esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado el momento, para
mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío,
y de bucear en sus anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa
estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de
emprender la búsqueda del reino sumergido -o de la ciudad sumergida-
de R'lyeh. Yo no sabía si era reino ni ciudad, o si rodeaba la
tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del
Pacífico; pero sí sabía que era allí, donde había sido
desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto: «¡Cthulhu
muerto, sueña!», decía más de un relato... en espera de que
llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los
Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero.
Pues, ¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en
ley de vida, y entonces es justo combatir el bien? ¿Acaso no es la
mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o,
como dice la humanidad, el mal, lo abominable?
Mi
tío había buscado R'lyeh, y había descrito sus investigaciones de
manera sobrecogedora. Había descendido a las profundidades del
Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el
Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios
había empleado. ¿Había utilizado un equipo de buzo? ¿Acaso una
batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de
sumersión. Sus largas ausencias, por otra parte, se debían a estas
exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus aparatos, ni
éstos habían aparecido entre sus bienes.
Si
R'lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada
Marsh? Tenía que averiguarlo. Para ello, dejé al día siguiente
algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las
arreglé para poder vigilarla en el momento en que las descubriera.
Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era lo que
yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos
papeles. Pero, ¿cómo?
Entré.
Antes de que pudiera abrir la boca, me abordó.
-¡Los
ha descubierto! -exclamó.
-¿Cómo
sabía usted que existían?
-Porque
conocía sus trabajos.
-¿Su
búsqueda?
Afirmó
con la cabeza.
-No
es posible que crea usted en esas cosas -protesté yo.
-¡Cuidado
que es usted estúpido! -exclamó coléricamente-. ¿No le dijeron
nada sus padres? ¿Ni su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la
ignorancia?
Se
acercó a mí y me arrojó los papeles.
-¡Déjeme
ver los demás!
Hice
un signo negativo.
-¡Por
favor! A usted no le son de utilidad -insistió.
-Eso
ya lo veremos.
-Dígame
entonces si él había... si había iniciado sus exploraciones.
-Sí.
Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al
oír estas palabras me lanzó un mirada desafiante, y a la vez, de
desprecio y de lástima.
-¡Ni
siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros
tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo que tiene a sus pies?
-¿La
alfombra? -pregunté perplejo.
-No,
no... el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué?
¡Porque es el gran sello de R'lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo
el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted
encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su
anillo.
III
Después
de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé
hasta mucho después de medianoche, cuando los hube leído casi
todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil
creer aquello, a pesar de que mi tío no sólo lo había escrito
íntimamente convencido de su veracidad, sino que además parecía
haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde
temprana edad se había dedicado a la busca del reino sumergido, y
había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más
escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones
a ciertos encuentros, que unas veces tuvieron lugar en las
profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad
envuelta en misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se
alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya cerca de
Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según
algunos no eran enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y,
como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba de un pasado
remoto.
Y no
obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de
credulidad irreprimible. Mi razón vacilaba entre las extrañas
insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de
abreviaturas y elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y
que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra conocidos.
Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres»
(¿quizá algún Phillips entre ellos?), al descubrimiento de unas
fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de
Obadiah -de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente
morena, boca enorme y labios finos-, y sus hijas, que casi todas
habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las
extrañas alusiones a la forma en que caminaban, como a saltos, «los
descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del Cory»,
como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de
equivocarse respecto al significado de sus notas: Obadiah Marsh se
había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque
vivía allí, y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus
hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma de ese
matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de
1928, en la que perdieron la vida tantísimos miembros de las viejas
familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos
detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba
el eco del desastre.
En
efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre
aliadas a los Profundos, y eran, como éstos, criaturas anfibias. No
decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni
especificaba qué tipo de relación había entre él y esas
criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus Phillips, ni
tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé,
poseían los rasgos típicos de sus mujeres y sus hijos. Pero era
imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera
generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted
es de los nuestros!»? ¿O aludía a un secreto más sombrío
todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo a la mar
era debida a que conocía las hazañas de su padre. Al menos él,
había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario.
Pero
los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para
poder sacar una idea coherente de todo el asunto, y por otra,
demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó
desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa
era un «abrigo»», un «punto» de contacto, un «acceso a lo que
está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también
frecuentes consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de
la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más adelante no
volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas
eran oscuras y difíciles, tremendas y maravillosas. Me llenaban de
terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada,
contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.
Indagué
por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era
recelosa. Algunas personas me esquivaban declaradamente. Otras,
cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se
santiguaban de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie
quiso darme información alguna. Tampoco pude hacer uso de libros y
crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el
bibliotecario, habían sido confiscados en su mayoría por el
Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en
otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más
sombríos; en la gran biblioteca de la Universidad del Miskatonic
descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber
oculto: el casi mítico Necronomicon, del árabe loco Abdul
Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la estrecha
vigilancia de un auxiliar bibliotecario.
Unas
dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío
encontré la sortija. La encontré donde menos habría imaginado, y,
sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos
personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba
guardado en un cajón del escritorio. El anillo era de plata maciza,
y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla
-aunque no lo era-, y en su superficie llevaba grabado el sello de
R'lyeh.
La
examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de
extraordinario, salvo su tamaño. Sin embargo, el hecho de llevarla
puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube
colocado en un dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran
dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales retrocediesen
ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté
a este respecto, fue el susurro de la casa y el peñasco, acompasado
ahora al blando movimiento de la mar. Era como si la casa y la roca
se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el
rítmico vaivén del agua bajo el mismo edificio.
Al
mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré
conciencia de un luminoso despertar psíquico. Gracias a la sortija,
percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles
incalculablemente poderosas, que tenían la casa de mi tío como
punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las inmensas
fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí
hasta convertirse en una isla azotada por una mar embravecida, batida
por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado, próximo a la
desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el
sonido de un voz horrible, animal, que se elevaba en un ulular
espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las
profundidades de la tierra: ¡de debajo de la casa!
Me
arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa
y el peñasco volvieron a su quietud y soledad. Los vientos y las
aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió
todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi
vivencia extrasensorial había terminado, y nuevamente pareció como
si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de
mi tío era, pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a
otras regiones del ser.
Gracias
a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para
llegar a la mar. Yo llevaba mucho tiempo buscando un sendero que
bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales
de uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían
por el declive acantilado; en determinados puntos, habían excavado
unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del
agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no
había sitio para varar una embarcación, y el agua allí era
profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación
de goce casi irracional, tan grande era el placer que me daba el
nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba demasiado lejos
del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se
tratara de un buen nadador como -para asombro mío- comprobé que era
yo.
Tenía
intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por
ella por quien supe de su existencia; pero desde el día en que me
negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer
por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido
merodeando por los alrededores, o había descubierto su coche
estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de
mi finca, tierra adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no
estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de la gente me
manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me
dirigían curiosas miradas, tímidas, aunque llenas de un significado
que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así, sistemáticamente
se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían
en el barrio marinero.
De
modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que
llevaba a mi tío hasta la mar. Un día me puse la sortija y, atraído
por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al
cruzar la gran habitación central de que me era virtualmente
imposible salir de ella; era como si todo el salón tirase del
anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una
gran fuerza psíquica, y me quedé inmóvil, en espera de que ésta
me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura
labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un
híbrido espantoso de batracio y se hallaba fija en un pedestal
adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me
acerqué, la agarré, empujé y tiré de ella, y finalmente traté de
hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda,
cedió.
Inmediatamente
se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la
sección del suelo que estaba cubierta por la alfombra con el sello
de R'lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me acerqué asombrado.
El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al
pozo y vi una gran profundidad, oscura y bostezante, por la que
descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida roca
sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Cogí
al azar un tomo de las obras de Dumas, y lo dejé caer. Escuché
atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.
Entonces,
con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo
cada vez más fuerte el olor a mar. ¡No era extraño que se sintiera
la mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo
frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los
escalones estaban mojados, y oí el incesante movimiento del agua, el
chapoteo de la mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por
último, llegué al final de la escalera y vi que me encontraba en el
borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella habría
cabido la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino
que mi tío había empleado hasta la mar. Pero entonces me quedé más
desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote
ni equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de
las cerillas, aún descubrí algo más: unas señales largas, unos
rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado
en el piso de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina,
en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del gran salón
central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi
familia.
No
sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua,
con el sello de R'lyeh en mi dedo, percibí en la profundidad de las
aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino
del exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la
existencia de alguna comunicación. Esta comunicación estaría bajo
la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas,
las paredes de la caverna eran de sólida roca sin grietas ni
hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación con
la mar y yo debía encontrarla sin demora.
Subí
de nuevo las escaleras, cerré la abertura, cogí el coche y salí
rápidamente para Boston. Volví ya de noche con una escafandra y una
botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me
quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de
sabiduría, con ciudades que se alzaban en fabulosos rincones de la
tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del
Tíbet, las insondables profundidades de la mar... Soñé que me
movía entre moradas de fantástica belleza, junto con otros
individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de
pesadilla, criaturas cuyo aspecto me habría helado la sangre a la
luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una
sola razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito.
Pasé la noche entera soñando otros mundos, otras manifestaciones de
vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos
seres provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y
sumisión religiosa. A la mañana siguiente me desperté agotado y,
no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos
sueños en la realidad, y me sintiera aún en posesión de un vigor
inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas que
había de pasar.
Pero
me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al
atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me
coloqué las botellas de oxígeno, y descendí a la caverna. Aun
ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación
sin llenarme de asombro. Me sumergí con mucha precaución en
aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me orienté hacia
el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del
doble que la de una persona. De pronto, llegué a su desembocadura y
de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia
el fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y
arena, de vegetación acuática que ondeaba y se retorcía bajo la
luz difusa de las profundidades.
Empecé
a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo
el peso de las botellas y la escafandra a la hora de subir. Tal vez
me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a llegar
hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi
inspección. A pesar de todo, continué adelante, alejándome de la
costa de Innsmouth en dirección Sur.
De
repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi
voluntad, avanzaba como atraído por un influjo. Las botellas no
tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no
podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible
cambiar el rumbo que llevaba mar adentro. Era como si una fuerza me
obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa,
a bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa
de la casa en dirección Sudeste. Continué en esta dirección sin
detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el
pánico... Era preciso dar media vuelta, tenía que emprender el
camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería
necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a
punto de terminarse, sería casi imposible llegar al pie de la
escalera secreta, si no volvía inmediatamente.
Había
algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como
dominado por una voluntad superior que anulaba la mía propia. No
tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más
alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo
que me sentía obligado a hacer. El oxígeno disminuía por segundos.
Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar de que no
sentía la fatiga de nadar -en efecto, lo hacia casi con milagrosa
facilidad-, siempre regresaba al fondo del océano y tomaba
nuevamente el mismo rumbo.
En
una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de
escudriñar aquellas profundidades. Me dio la impresión de que me
seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una
sirena porque me pareció verle como una cabellera flotante. Pero
poco después se perdió entre las rocas y las tupidas algas de aquel
paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a
continuar, hasta que por último me di cuenta de que el oxígeno
tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché
desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que
conseguí fue perder el equilibrio y caer por un tremenda grieta que
se abría en el fondo del océano.
Unos
segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del
gran pez que me seguía. Se lanzó velozmente sobre mí y noté que
unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un pez
ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos
cabellos ondeantes, que nadaba con la soltura y facilidad de un
habitante del océano!
IV
Lo
que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de
todo. Casi inconsciente, sentí que Ada Marsh me arrancaba la
escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a
poco, fui recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con
sus dedos fuertes y robustos, nadando, no hacia la superficie, sino
hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma
facilidad que ella, y como ella, abría y cerraba la boca como si
respirara a través del agua... ¡y así era, en efecto! Sin
sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance
todas las inmensas maravillas de la mar... ¡podía respirar sin
necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio!
Ada
avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo
era más. Ya no caminaba pesadamente por el fondo del océano, sino
que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas que
estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de
moverme libremente en el agua, hacia una meta que vislumbraba
vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca,
mientras allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía
en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor del horizonte,
y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.
A
esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que
acaso pertenecía a la costa o a una isla. Cuando salimos a flote, vi
que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía de
la mar y desde el cual se podían ver las luces parpadeantes de un
puerto lejano. Miré en torno, buscando con los ojos a Ada Marsh. La
vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre
nosotros y la costa, se balanceaban las sombras de unos botes.
Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente a
Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928,
nuestros antecesores habían confraternizado con sus hermanos de las
profundidades.
-¿Cómo
pudiste ignorarlo? -preguntó Ada-. Has estado a punto de morir
asfixiado. Si no llego a seguirte...
-Nunca
tuve ocasión de enterarme.
-¿Cómo
crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo
que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo
buscaría yo también. Encontraríamos primero el sello de R'lyeh, y
después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser cuya
llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura de
que R'lyeh no se hallaba frente a Innsmouth. Y para demostrarlo, me
condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del
Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas
-ahora en ruinas, como consecuencia de las cargas de profundidad
arrojadas en 1928- donde, muchos años antes, los primeros Marsh y
Phillips había mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre
las ruinas de la que en tiempos fuera gran ciudad, y entre ellas vi
al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era
una caricatura grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con
unos movimientos exagerados, idénticos a los de los batracios. Se
nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún
miedo, pues reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior.
Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al piso del
océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo
habían sido derruidas otras ciudades submarinas, merced al empeño
de un reducido numero de hombres determinados a evitar el regreso del
gran Cthulhu.
Después,
subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había
dejado sus ropas. Allí hicimos un pacto que nos uniría mutuamente,
y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra búsqueda.
A
las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya
tripulación ignoraba por completo el objeto del viaje. Confiábamos
en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que buscábamos
en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de
navegación. Y una vez hallado, nos uniríamos para siempre con
nuestros hermanos de la mar, con los servidores que aguardan el día
de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y
Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer a los Dioses
Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir.
En
Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos
directamente desde allí para investigar; otras, zarpábamos en
nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los
tripulantes. Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos
varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó mucho tiempo en
completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos
en aquellas expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran
avión de una línea comercial..., pero eso no sucedió más que una
sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un
año antes me habrían parecido propias de bestias, que únicamente
nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra búsqueda, y
que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos
habíamos propuesto.
¿Cómo
describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos
las grandes ciudades del fondo oceánico. La más grande de todas, la
más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella
pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas,
entre alminares y cúpulas, paseamos días y días en aquella ciudad
sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí
vimos cómo vivían los Profundos, confraternizamos con extraños
seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos,
luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a
Aquel cuya llamada se oye en las profundidades, aunque no se sepa
dónde yace y sueña con el día en que haya de volver.
Nuestras
continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio,
siempre a la busca del gran sello bajo el que yace El, transcurrían
en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante,
animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro
objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros más cercano cada vez. El
tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente
del anterior, y nadie podía predecir lo que nos depararía el
siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos
resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos
obligados a alejarnos de él en bote y buscar la costa de alguna isla
que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo.
Todo esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los
componentes de la tripulación hacían más preguntas cada vez,
convencidos de que andábamos detrás de algún tesoro escondido y
dispuestos a exigirnos su parte, de modo que se nos hacía difícil
evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.
Tres
meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el
ancla frente a una isla de roca negra, deshabitada, bastante apartada
de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y
desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto,
parecía un solevantamiento geológico de roca basáltica, que en
algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero
que sin duda había sufrido intensos bombardeos durante la pasada
guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla negra y nos
zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente
en ruinas por la acción del enemigo.
Pero
aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran
extensión, se veían bastantes zonas no dañadas. Y allí, en uno de
los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo,
descubrimos lo que íbamos buscando. En el centro de una inmensa nave
de techo más alto que el de una catedral, había una gran losa en
cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de
modelo a los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de
R'lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba de abajo,
como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como la
mar, agitado por los sueños... Comprendimos que había llegado al
final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio de
Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades,
del que sueña en los abismos y cuyos sueños significan el dominio
de la tierra y de todos los universos, pues El necesitará de Ada
Marsh y de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de
su resurrección.
Escribo
a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y
buscaremos la forma de levantar el sello. ¿Fueron de verdad los
Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran Cthulhu
para impedir su regreso? ¿y nos atreveremos nosotros a hacer saltar
el sello y comparecer ante la presencia de El Que Duerme allí? No
estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su
elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos
oído su llamada y hemos obedecido, no estamos solos. Otros hay que
vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también del
apareamiento de los hombres con las mujeres de la mar, y pronto las
aguas serán nuestras por entero, y después la Tierra toda, y más.
Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.
Suelto
aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times
de Singapur:
La
tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad,
después de haber sido detenida con motivo de la desaparición del
señor Marius Phillips y de su esposa, que habían fletado la citada
embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de
Polinesia. El señor y la señora Phillips fueron vistos por última
vez en las proximidades de un islote situado, más o menos, a 47°
53' latitud Sur, y 127° 37' longitud Oeste. Se habían alejado en
bote, y abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba
fondeado el barco. Al parecer, del islote se lanzaron al agua, según
varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber presenciado
un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El
capitán, que estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró
que ambos vieron cómo su patrón y su esposa eran lanzados al aire
por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a
aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al
registrar la isla, hallaron las ropas de ambos esposos en el bote. En
el sucucho de proa encontraron un manuscrito fantástico con
pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene
hechos ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de
Singapur. No se ha encontrado rastro alguno del matrimonio
Phillips...
*
Véase Lovecraft, «La Llamada de Cthulhu».
**
Véase Lovecraft, «La Sombra sobre Innsmouth».
*
Véase Lovecraft, «El Susurrador en la Oscuridad».
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