GUSTAVO ADOLFO BEQUER
DESDE MI CELDA
Carta I
Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de
Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener
el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y recordar
las agradables aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra,
particularmente hoy que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el
aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos al ver la identidad de los edificios, los trajes
y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las
personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de continuo.
En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno
silencio agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como
un valladar inaccesible nos separan por completo del mundo. Tan notable es el contraste de cuanto
se ofrece a nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas
ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy,
sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la última palabra de un
artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones
distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y
cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades
me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo
largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea
atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado,
su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas
rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que sube cruzándose
caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza
la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena y dispone el
agua hirviente, negra y amarga, que me mira beber con asombro. A estas alturas y mientras dura el
frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a
buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro que se enrosca
junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se
abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he
interrumpido la lectura de una escena de La ternpestad de Shakespeare, o del Caín de Byron, para
oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus
penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un mes
hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto
de estos criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las
irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid.
Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden en
que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de
dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la
cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza
de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro
que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a
ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua a
llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de tonel
que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas
ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha
oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, detalles que
carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como
ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan
extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí me han
recordado épocas y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo,
trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios, bastarían a bosquejar un
curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme
despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un
ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche
y que habían de ser mis compañeras de viaje, me acomodé en un rincón esperando el momento de
arrancar, que no debía tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de
los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y
ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo
detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas
de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de
adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió
arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de
una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al
arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios
estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al que produce
un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.
Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo
vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado con algo que place,
hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la
continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí
mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando pude hacerme cargo de lo que había a mi
alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían
algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de
los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía
frente al en que yo me había colocado y sentado de modo que los pliegues de su amplia y elegante
falda de seda me cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a diecisiete años, la cual, a
juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y no puede
explicarse, debía pertenecer a una clase elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una
señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato y que de cuando en cuando le
dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirla de qué
manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven
pudieran hacer creer que era su madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud algo de
afectado y mercenario que fue el dato que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón,
como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los
ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su
traje de touriste, nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes:
aquí la manta escocesa sujeta con sus hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su funda
de vaqueta terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos
para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada
olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda se hubo empapado bien
en los objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que heridas por la luz que caía de lo
alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el
cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su nariz. Formando contraste con este
seco y estirado gentleman que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón,
permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche y ya poniéndose
de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento o recostándose
alternativamente de un lado y de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún modo se
encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho,
el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a
Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta que, con ocasión de
ciertos negocios propios del ayuntamiento de que formaba parte en su país, había estado
últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del
hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar
conversación sobre cualquier cosa que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le
hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima;
el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las
expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para
preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no, con una
desdeñosa sobriedad; después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona;
satisfice esta pregunta y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a
propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo
para los que le escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su
imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella
atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco,
sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y
originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a
la criada de la casa de pupilos, después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando
aquí al inglés con el codo o pisando allí al extremo del traje de las señoras para asomarse a las
ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los
cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o
preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y en otras, ya nos encontrábamos cerca de
Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable, de modo que, cada vez
que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro. El inglés,
que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la
joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me
levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre, sin
embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas
paraba el tren hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda
de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de
visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su rincón, donde a los pocos minutos
roncaba como un bendito, topando al aire y amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en
uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su
modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas
horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el wagon reinaba un silencio profundo,
interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro
amodorrado compañero que alternaba en esta tarea con la máquina.
El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si a
pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a
cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio.
Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A
decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si
hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del
inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés que ora dejándose
caer la gorra en una cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles,
ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví
dirigirle la palabra a la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra,
y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos,
que hasta entonces había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver
pasar a través de los cristales y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes
de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como
suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo que parecían perseguirse y querer alcanzarse
unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer
hermosa que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies y crujía a
cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio,
la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular
sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexitada extrañamente.
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños
de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de
enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me
fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte,
que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba
caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la
mente y entornaba los ojos, pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a
aquella mujer y tornaba a mirar por los cristales, y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a
muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y
cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez contra la que es imposible
defenderse; en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se
debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul y
el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las
horas de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que
entre el caos de la noche comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su
última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna las que en
más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que transcurrió mientras a la
vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que
cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas
notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras. Lo que sí
puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos hasta el punto que cuando
un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron
que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la
primera parte de mi peregrinación.
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor
gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que,
por lo que podía colegirse, no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se
convenció de que estábamos en Tudela, tercióse la capa al hombro, cogió en una mano su
sombrerera monstruo, en la otra el cesto y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera
sospechado en sus años y en su gordura. Yo tomé asimismo el pequeño saco, que era todo mi
equipaje, dirigí una última mirada a aquella mujer, que acaso no volvería a ver más y que había
sido la heroína de mi novela de una noche y, después de saludar a mis compañeros, salí del wagon
buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una
posada con ribetes de fonda. Sentéme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la
mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente
del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanillazo de las colleras, los
chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas me anunciaron que el coche
de Tarazona iba a salir muy pronto. Cuando acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café
bastante malo y clarito, por más señas, ya se oían los gritos de ¡al coche!, ¡al coche!, unidos a las
despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las
advertencias, mezcladas de interjecciones, del mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante
como un piloto desde la popa de su buque.
La decoración había cambiado por completo y nuevos y característicos personajes se encontraban
en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos
de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados del
lugar, para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran
acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos, desharrapados y sucios, abrían con gran
oficiosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus,
pues éste era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a
Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme
en mi sitio, al lado de dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano y que venían de
Zaragoza donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen de Pilar. La
muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los cuarenta y pico
de años puede conservar se de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien
no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella,
porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que, en aquellas estrecheces, se tocasen rodilla
con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero
parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo, uno de esos pobres empleados de poco
sueldo a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos
y cada uno en su lugar correspondiente y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco
holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de
un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que acompañaba un ama o dueña,
como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado
y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.
Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos
el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento,
mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo,
aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo,
y ya nos disponíamos a partir cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí
que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su
monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se
oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada
uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquél era el elemento de nuestro
hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos
hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en el aire.
A las cuchufletas respondía con chanzas, a las interjecciones encogiéndose de hombros y a los
envites de todos con codazos, y de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en
conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche,
comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo
delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del
mayoral, que constituyen el fondo de la armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela
desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas
se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del
cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un taco. Dada la señal del combate, el
fuego se hizo general a toda la línea y unos de la fiambrera de hojalata, otros de un canastillo o del
número de un periódico, cada cual sacó su indispensable tortilla de huevos con variedad de
tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del
seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban
tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las
mulas al delantero, sentóse de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de
los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que
empinar el codo más de lo que acostumbro.
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje, de modo que con el aturdimiento del vinillo, el
continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las
palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas, y
un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde
Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a
desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos.
Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la conducción
de mi equipaje, y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo
de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor que había empezado por cargarme,
concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su
inquietud, increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y
antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un
carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de
piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña,
hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que
posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el punto a que me condujo mi guía.
Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada, en cuya clave luce un escudo
surmontado de un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos
amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día
señores de aquella casa solariega, hay un palo con una tabla en la punta a guisa de banderola, en
que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco
de una parra que comienza a retoñar cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un
ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a
los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de
ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las hierbas que crecen al pie del muro, en el cual, y
entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, Otros con oscuras
manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las
hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos
pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos
chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila de
pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados por el suelo,
tropezábase aquí con la enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino o
gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban sentados en corro y con el jarro en primer lugar
algunos arrieros y trajinantes.
En el fondo, y caracoleando pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones
interiores una escalerilla empinada y estrecha en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja,
picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, a la
que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminada por el
resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer
frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y despierta como de
quince a dieciséis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y
dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me
traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una
caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de
Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo,
atalajado en una mula, como en los buenos tiempos de la Inquisición y el rey absoluto. Cuando me
vi en mitad del camino con aquellas subidas y bajadas tan escabrosas rodeado de los carboneros
que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la
senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las
rocas, desapareciendo aquí y tornándose a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes
inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año que me había despedido de
ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela
dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un
sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me
acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir
la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios para que
se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la
luminosa serenidad del cielo, o saltase como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por
entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene
rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua,
unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.
Como quiera que, cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar
para correr, volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del
espíritu, que es el que se apercibe de todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado
como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo ni saber si se cansa o no. En esta
disposición de camino anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del
tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a
la más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de mis
peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino
que me faltaba, pude exclamar como los cruzados a la vista de la ciudad santa:
Ecco aparir Gierusalem si vede.
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del
Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el
follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas
murallas y puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y haciendo una
vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si
Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la
enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.
El Contemporáneo
3 de mayo, 1864 [A]
CARTA II
Queridos amigos: Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el papel
delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o quince cuartillas, tendrían
lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la perniciosa cuanto fea costumbre de morderme las
uñas en caso de esterilidad, pues hasta el punto me encuentro apurado e irresoluto en estos trances,
que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos. Y no es precisamente
porque se hayan agotado de tal modo mis ideas que, registrando en el fondo de la imaginación, en
donde andan enmarañadas e indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la
oreja, como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero nos basta tener una idea; es necesario
despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para que esté presentable,
aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito para el paladar de los lectores de un periódico,
político por añadidura. Y aquí está lo espinoso del caso, aquí la gran dificultad.
Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que aquí han engendrado la
soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica, hasta que, por último, vencidos los primeros
por el número y la intensidad de sus contrarios, han ido a refugiarse no sé dónde, porque yo los
llamo y no me contestan, los busco y no aparecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa aquí en
armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar
un eco en los que viven en ese torbellino de encontrados intereses, de pasiones sobreexcitadas, de
luchas continuas, que se llama la corte?
Yo juzgo la impresión que pueden hacer estas ideas que nacen y se desarrollan en la austera
soledad de estos claustros por la que a su vez me producen las que ahí hierven, y de las cuales
diariamente me trae El Contemporáneo como un abrasado soplo.
Al periódico que todas las mañanas encontramos en Madrid sobre la mesa del comedor o en el
gabinete de estudio, se le recibe como a un amigo de confianza que viene a charlar un rato,
mientras se hace hora de almorzar, con la ventaja de que si, saboreamos un veguero mientras él
nos refiere, comentándola, la historia del día de ayer, ni siquiera hay necesidad de ofrecerle otro,
como al amigo.
Y esa historia de ayer que nos refiere es, hasta cierto punto, la historia de nuestros intereses, de
modo que su lenguaje apasionado, sus frases palpitantes, suelen hablar a un tiempo a nuestra
cabeza, a nuestro corazón y a nuestro bolsillo; en unas ocasiones repite lo que ya hemos pensado, y
nos complace hallarlo acorde con nuestro modo de ver; otras, nos dice la última palabra de algo
que comenzábamos a adivinar, o nos da el tema en armonía con las vibraciones de nuestra
inteligencia, para proseguir pensando: tan íntimamente está enlazada su vida intelectual con la
nuestra, tan una es la atmósfera en que se agitan nuestras pasiones y las suyas.
Aquí, por el contrario, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los muros de
este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que
poco a poco se van debilitando a medida que se alejan del punto de donde partieron, hasta que
vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la
soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parecen contribuir a que sus palabras suenen de
otro modo en el oído. Juzgad, si no, por lo que a mí me sucede.
Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las
puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos
de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía se extiende una larga
alameda de chopos tan altos, que cuando agita sus ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y
forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un
murmullo apacible por entre las retorcidas ramas de los árboles, corren dos arroyos de agua
cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre
el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, está a
trechos cubierto de una hierba alta, espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas,
que asemejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en
los templados días de abril. En los ribazos y entre los zarzales y los juncos del arroyo crecen las
violetas silvestres que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia
con su intenso perfume; y por último, también cerca del agua, y formando como un segundo
término, déjase ver, por entre los huecos que quedan de tronco a tronco, una doble fila de nogales
corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.
Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un circulo
pequeño enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la cúpula de
un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas
hendiduras nacen y se enroscan los tallos de las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta,
casi como los árboles, una cruz de mármol que, merced a su color, es conocida en estas cercanías
por la Cruz, negra de Veruela.
Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista al
monasterio, con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes;
por el otro, las ruinas de una pequeña ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada de
tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi
nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una y dos y a veces
hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de
esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras
veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, a
los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de la abadía, o a una muchacha de la
aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un
momento y deja un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor
de las hojas; después... ¿qué sé yo?, escenas sueltas de no sé qué historia que yo he oído o que
inventaré algún día; personajes fantásticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y de los
cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: idea y palabras que más tarde
germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de esas maravillosas historias. En el
profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo, que cada vez se
percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin, llega a donde estoy, saca el periódico de
la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega, y después de cambiar algunas
palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.
Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y apasionada,
El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus columnas son
ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas o desengaños, de reveses o de triunfos,
de satisfacciones o de amarguras. La primera impresión que siento, pues, al recibirlo es siempre
una impresión de alegría, como la que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo
sobre hemos visto una letra querida, o como cuando en un país extranjero se estrecha la mano de
un compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del olor húmedo y la tinta
de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene a sustituir el perfume de las flores que
aquí se respira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva
que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida: de aquella inquietud, de
aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir
de la máquina que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún
palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de Redacción, cuando la noche va de
vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo
un artículo o escribiendo una noticia última, sin hacer más caso de las poéticas bellezas de la
alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se
pone el sol; se apaga o se enciende la luz, y es por la única cosa que lo advertimos.
Al fin, rompo la faja del periódico y comienzo a pasar la vista por los renglones, hasta que
gradualmente me estoy engolfando en la lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi
alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los árboles, el agua sonriendo a mis pies, y
las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero, yo cada vez más absorto
y embebecido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases
del diario, me juzgo transportado a otros sitios y a otros días. Paréceme asistir de nuevo a la
Cámara, oir los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado
cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis, y luego veo las secretarias de los ministerios,
en donde se hace la política oficial; las redacciones, donde hierven las ideas que han de caer al día
siguiente como la piedra en el lago, y los círculos de la opinión pública, que comienzan en el
casino, siguen en las mesas de los cafés y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a
seguir con interés las polémicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas
fibras embotadas aquí, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambición, el ansia de algo
más perfecto, el afán de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente
y a encontrar en mi alma un eco profundo. El Diario Español, El Pensamiento o La Iberia hablan
de esto, afirman aquello o niegan lo de más allá -dice El Contemporáneo-; y yo, sin saber apenas
dónde estoy, tiendo las manos para cogerlos, creyendo que están allí a mi alcance, como si me
encontrara sentado a la mesa de la Redacción.
Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de
tronada, se desvanecen apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras columnas del
periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo,
desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento
antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan, a la carrera y se extienden por la llanura; la
luna comienza a dibujarse en el Oriente, como un círculo de cristal que transparenta el cielo y la
alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo.
Ya es imposible continuar leyendo. Aún se ven por una parte, y entre los huecos de las ramas,
chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra, una claridad violada y fría. Poco a poco comienzo
a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua,
fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás, vago y suave, vuelven a ordenarse las ideas y se van
moviendo con lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que, por
último, se aguzan unas tras otras, como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños
nos entretenemos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces,
ligera y diáfana, se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un
niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina,
comienza a tocar la oración, y una cerca, y otra lejos, éstas con una vibración metálica y aguda,
aquéllas con un sonido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del
Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en las puntas de las rocas, colgados como el
nido de un águila, y otros, medio escondidos en las ondulaciones del monte, o en lo más profundo
de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y
flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere el primer suspiro de la noche
que nace.
...
Ya todo pasó. Las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los
deseos: todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena como el agua
inmóvil y profunda. La fe en algo más grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esta
vida; la fe de eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al pormenor
que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus
irresolutos y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos, doblo el periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría
calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dentellada silueta se destaca por
oscuro sobre el cielo, en un todo semejante a la de un castillo feudal. Atravieso el patio de armas,
con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas
puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los
espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al
interior. Una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes
puertas de hierro y muros fortísimos más parece que deberían guardar soldados que monjes.
Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con
todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el
fondo la iglesia bizantina, con su portada semicircular llena de extrañas esculturas. Por la derecha
se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los
árboles, y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su
sencillez.
Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se
encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un hilo de agua,
que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres o cuatro árboles
viejos nudosos. A un lado se descubre el molino, medio agachapado entre las ruinas, y más allá,
oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro, con sus pilastras llenas de
hojarasca, bichas, ángeles, cariátides y dragones de granito, que sostienen emblemas de la Orden,
mitras y escudos.
Siempre que atravieso este recinto, cuando la noche se aproxima y comienza a influir en la
imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las
sendas abiertas entre los zarzales y las hierbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis
pasos despierten en sus fosas y levanten la cabeza algunos de los monjes que duermen allí el sueño
de la eternidad.
Por último, entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda. La llama del fósforo que
enciendo para atravesarlo vacila, agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan
trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor pueden distinguirse las
largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca
muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte
misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí, un endriago que se
retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí, un ángel
que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro;
más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra,
donde, bien con la mano en el montante o revestidos de la cogulla, se ven las estatuas de los
guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido con sus
dones.
Los diferentes y extraordinarios objetos que, unos tras otros, van hiriendo la imaginación, la
impresionan de una manera tan particular que, cuando, después de haber discurrido por aquellos
patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes, penetro al fin en
mi celda y desdoblo otra vez El Contemporáneo para proseguir la lectura, paréceme que está
escrito en un idioma que no entiendo. Bailes, modas, el estreno de una comedia, un libro nuevo, un
cantante extraordinario, una comida en la embajada de Rusia, la compañía de Price, la muerte de
un personaje, los clowns, los banquetes políticos, la música, todo revuelto: una obra de caridad con
un crimen, un suicidio con una boda, un entierro con una función de toros extraordinaria.
A esta distancia y en este lugar me parece mentira que exista aún ese mundo que yo conocía, el
mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del Suizo y de la Fuente
Castellana, y que exista tal como yo lo dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en una broma, mañana
en un funeral, todo de prisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de
una cosa que no alcanzan nunca, hasta que, corriendo, den en uno de esos lazos silenciosos que nos
va tendiendo la muerte y desaparezcan como por un escotillón con una gacetilla por epitafio.
Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar a
compás en la danza. No oigo la música, que os lleva a todos envueltos como en un torbellino; no
veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un baile desde lejos:
una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.
Ustedes, sin embargo, quieren que escriba alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general,
aun a riesgo de salir desafinando. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere decir que si
alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán
al recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante, y los que no, tendrán
en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota
desacorde la armonía de un periódico político.
CARTA III
Queridos amigos: Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y
habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, acerté a descubrir, casi
oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino, un pueblecillo cuya situación, por
extremo pintoresca, me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme a él para examinarle
a mis anchas. Ni aun pregunté su nombre, si mañana o el otro quisiera buscarlo por su situación en
el mapa, creo que no lo encontraría: tan pequeño es y tan olvidado parece entre las ásperas
sinuosidades del Moncayo. Figúrense ustedes en el declive de una montaña inmensa, y sobre una
roca que parece servirle de pedestal, un castillo del que sólo quedan en pie la torre del homenaje y
algunos lienzos de muro carcomidos y musgosos. Agrupados alrededor de este esqueleto de
fortaleza, cual si quisiesen todavía dormir seguras a sus sombras como en la edad de hierro en que
debió de alzarse, se ven algunas casas, pequeñas, pequeñas heredades con sus bardales de heno,
sus tejados rojizos y sus chimeneas desiguales y puntiagudas, por cima de las que se eleva el
campanario de la parroquia con su reloj de sol, su esquiloncillo que llama a la primera misa y su
gallo de hojalata, que gira en lo alto de la veleta a merced de los vientos.
Una senda que sigue el curso del arroyo que cruza el valle, serpenteando por entre los cuadros de
los trigos, verdes y tirantes como el paño de una mesa de billar, sube, dando vueltas a los
amontonados pedruscos sobre que se asienta el pueblo, hasta el punto en que un pilarote de
ladrillos con una cruz en el remate señala la entrada.
Sucede con estos pueblecitos tan pintorescos, cuando se ven en lontananza tantas líneas
caprichosas, tantas chimeneas arrojando pilares de humo azul, tantos árboles y peñas y accidentes
artísticos, lo que con otras muchas cosas del mundo, en que todo es cuestión de la distancia a que
se miran, y la mayor parte de las veces, cuando se llega a ellos, la poesía se convierte en prosa. Ya
en la cruz de la entrada, lo que pude descubrir del interior del lugar no me pareció, en efecto, que
respondía ni con mucho a su perspectiva, de modo que no queriendo arriesgarme por sus estrechas,
sucias y empinadas callejas, comencé a costearlo y me dirigí a una reducida llanura que se
descubre a su espalda, dominada sólo por la iglesia y el castillo. Allí, en unos campos de trigo, y
junto a dos o tres nogales aislados que comenzaban a cubrirse de hojas, está lo que por su especial
situación y la pobre cruz de palo enclavada sobre la puerta, colegí que sería el cementerio.
Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los camposantos de las
grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda
de géneros o ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricos y enarenada, como las
avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin
alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y
artificialmente la muerte me trae a la memoria a esos niños de los barrios bajos a quienes después
de expirar embadurnan la cara con arrebol, de manera que entre el cerco violado de los ojos, la
intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.
Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de
ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión melancólica, es verdad, pero mucho
más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte siempre hay
algo de esa repugnante actividad de tráfico. La tierra, constantemente removida, deja ver fosas
profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí, nichos vacíos a los que no falta más
que el letrero: Esta casa se alquila; allí, huesos que se retrasan en el pago de la habitación y son
arrojados qué sé yo a dónde, para dejar lugar a otros, y lápidas con filetes de relumbrones y
décimas y coronas de trapos, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos
escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma. Nadie
turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra, siquiera sin tener
encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.
Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta
del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y aquel se ofreció a mi
vista, no puede menos de confiarme nuevamente a mis ideas. Es imposible ni aun concebir sitio
más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquél. Nada habla allí de la
muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios, nada la recuerda de modo que
horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia
humilde, compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos
sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa
vegetación de este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una
hermosura imponderables. Al pie de las tapias, y por entre sus rendijas, crecen la hierba y esas
campanillas de color rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a
los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La
espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con suave claroscuro todas sus ondulaciones hace
el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y
sólo podrían decir las muchachitas del lugar que en las tardes de mayo las cogen en el halda para
engalanar el retablo de la Virgen.
Allí, en medio de algunas espigas cuya simiente acaso trajo el aire de las eras cercanas, se
columpian las amapolas con sus cuatro hojas purpúreas y descompuestas; las margaritas blancas y
menudas, cuyos pétalos arrancan uno a uno los amantes, asemejan copos de nieve que el calor no
ha podido derretir, contrastando con los dragoncillos corales y esas estrellas de cinco rayos,
amarillas e inodoras, que se llaman de los muertos, las cuales crecen en los camposantos
salpicadas entre las ortigas, las rosas de los espinos, los cardos silvestres y las alcachoferas
puntiagudas y frondosas.
Una brisa pura y agradable mueve las flores, que se balancean con lentitud, y las altas hierbas, que
se inclinan y levantan a su empuje como las pequeñas olas de un mar verde y agitado. El sol
resbala suavemente sobre los objetos, los ilumina o los transparenta, aumentando la intensidad y la
brillantez de sus tintas; y parece que los dibuja con un perfil de oro para que destaquen entre sí con
más limpieza. Algunas mariposas revolotean de acá para allá, haciendo en el aire esos giros
extraños que fatigan la vista, que inútilmente se empeña en seguir su vuelo tortuoso, y mientras las
abejas estrechan sus círculos zumbando alrededor de los cálices llenos de perfumada miel y los
pardillos picotean los insectos que pululan por el bardal de la tapia, una lagartija asoma su cabeza
triangular y aplastada y sus ojos pequeños y vivos por entre sus hendiduras, y huye temerosa a
guarecerse en su escondite al menor movimiento.
Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de reproducir
con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno de esa emoción sin ideas
que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos impresiona profundamente y parece que
nos sobrecoge por su novedad o su hermosura. En esos instantes rapidísimos, en que la sensación
fecunda a la inteligencia y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los
pensamientos que han de surgir algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se
razona, los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más
tarde.
Sintiendo aún las vibraciones de esta primera sacudida del alma, que la sumerge en un agradable
sopor, estuve, pues, un largo espacio de tiempo, hasta que gradualmente comenzaron a extinguirse,
y poco a poco fueron levantándose las ideas relativas.
Estas ideas que han cruzado otras veces por la imaginación y duermen olvidadas en alguno de sus
rincones son siempre las primeras en acudir cuando se toca su resorte misterioso. No sé si a todos
les habrá pasado igualmente; pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en
ciertos momentos con la idea de la muerte y pensar largo rato y concebir deseos de formular votos
acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales. En cuanto al
alma, dicho se está que siempre he deseado se encaminase al cielo. Con el destino que darían a mi
cuerpo es con lo que más he batallado y acerca de lo cual he echado más a menudo a volar la
fantasía. En aquel punto en que las aquellas viejas locuras de mi imaginación salieron en tropel de
los desvanes de la cabeza donde tengo arrinconados, como trastos inútiles, los pensamientos
extraños, las ambiciones absurdas y las historias imposibles de la adolescencia, ilusiones rosadas
que, como los trajes antiguos, se han ajado ya y se han puesto de color de ala de mosca con los
años, fue cuando pude apreciar, sonriendo, al compararlas entre sí, la candidez de mis aspiraciones
juveniles.
En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir, que conduce al convento de San Jerónimo, hay, cerca
del agua, una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura, formado por el corte natural
de la ribera, que en aquel lugar es bien alta, y forma un rápido declive. Dos o tres álamos blancos,
corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel sitio de los rayos del sol, que
rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen un ruido manso y agradable cuando
el viento las agita y las hace parecer, ya plateadas, ya verdes, según del lado que las empuja. Un
sauce baña sus raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina como agobiado de un peso
invisible, y a su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen
espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes.
Cuando yo tenía catorce o quince años y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de
pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud;
cuando yo me juzgaba poeta, cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del
mundo clásico, y Rioja, en sus silvas a las flores; Herrera, en sus tiernas elegías, y todos mis
cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis
majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de
un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación
de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su
sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las
que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas!
Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para
cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de
una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre,
añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos, y cuando la muerte pusiese un término a mi
existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad, a la orilla del Betis, al que
yo habría cantado en todas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces a oir el
suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo el
monumento.
Pasado algún tiempo, y, después que la losa comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una mata
de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo, que tanto me
gustaban, crecería a su lado, enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y
transparentes, que no sé por qué misterio tienen la forma de un corazón; los insectos de oro con
alas de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa siesta, vendrían a revolotear en torno de
sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso
descorrer un cortinaje de verdura. Pero, ¿para qué leer mi nombre?, ¿quién no sabría que yo
descansaba allí? Algún desconocido admirador de mis versos plantaría un laurel que, descollando
altivo entre los árboles, hablase a todos de mi gloria, y ya una mujer enamorada que halló en mis
cantares un rasgo de esos extraños fenómenos del amar que sólo las mujeres saben sentir y los
poetas descifrar, ya un joven que se sintió inflamado con el sacro fuego que hervía en mi mente, y
a quien mis palabras revelaron nuevos mundos de la inteligencia, hasta entonces para él ignotos, o
un extranjero que vino a Sevilla llamado por la gran fama de su belleza y los recuerdos que en ella
dejaron sus hijos, echaría una flor sobre mi tumba, contemplándola un instante con tierna emoción,
con noble envidia o respetuosa curiosidad; a la mañana, las gotas del rocío resbalarían como
lágrimas sobre su superficie.
Después de remontado el sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y abrigando con
su dulce calor mis huesos. En la tarde, y a la hora en que las aguas del Guadalquivir copian
temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los
que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos de sí una inquieta línea de oro,
dirían, al ver aquel rincón de verdura, donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles: Allí
duerme el poeta. Y cuando el Gran Betis dilatase sus riberas hasta los montes, cuando sus alteradas
ondas, cubriendo el pequeño valle, subiesen hasta la mitad del tronco de los álamos, las ninfas que
viven ocultas en el fondo de sus palacios, diáfanos y transparentes, vendrían a agruparse alrededor
de mi tumba, yo sentiría la frescura y el rumor del agua agitada por sus juegos, sorprendería el
secreto de sus misteriosos amores, sentiría tal vez la ligera huella de sus pies de nieve al resbalar
sobre el mármol en una danza cadenciosa, oyendo, en fin, como cuando se duerme ligeramente se
oyen las palabras y los sonidos de una manera confusa, el armonioso coro de sus voces y las notas
de sus liras de cristal...
Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y tan poco se limitaban entonces mis deseos! Pasados
algunos años, luego que hube salido de mi ciudad querida, después que mis ideas tomaron poco a
poco otro rumbo, y la imaginación, cansada ya de idilios, de ninfas, de poesías y de flores,
comenzó a remontarse a épocas distintas, complaciéndose en vestir con sus galas las dramáticas
escenas de la Historia, fingiendo un marco de oro para cada uno de sus cuadros y haciendo un
pedestal para cada uno de sus personajes, volví a soñar, y como en las comedias de magia, nuevas
decoraciones de fantasía sustituyeron a las antiguas y la vara mágica del deseo hizo posibles en la
mente nuevos absurdos.
¡Cuántas veces, después de haber discurrido por las anchurosas naves de algunas de nuestras
inmensas catedrales góticas o de haberme sorprendido la noche en uno de esos imponentes y
severos claustros de nuestras históricas abadías, he vuelto a sentir inflamada mi alma con la idea
de la gloria, pero una gloria más ruidosa y ardiente que la de poeta! Yo hubiera querido ser un rayo
en la guerra, haber influido poderosamente en los destinos de mi país, haber dejado en sus leyes y
costumbres la profunda huella de mi paso; que mi nombre resonase unido; y como
personificándola, a alguna de sus grandes revoluciones, y luego, satisfecha mi sed de triunfos y de
estrépito, caer en un combate, oyendo como, el último rumor del mundo el agudo clamor de la
trompetería de mis valerosas huestes, para ser conducido sobre el pavés, envuelto en los pliegues
de mi destrozada bandera, emblema de cien victorias, a encontrar la paz del sepulcro en el fondo
de uno de esos claustros santos donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad
y su color misterioso e indefinible. Una airosa ojiva, rizada de hojas revueltas y puntiagudas, por
entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allí uno de esos
monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro.
A su alrededor, y debajo de calados doseles, los santos patriarcas, los bienaventurados y los
mártires, con sus miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarlo con su
presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y
noche de hinojos a sus costados, y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y transparente,
con arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león a los pies, dormiría majestuosa sobre el
túmulo, los ángeles, que, envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el
cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecía que llamaban con sus plegarias a las santas visiones
de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas de
los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.
En los huecos de la urna, y entre un sinnúmero de arcos con caireles y grumos de hojas de trébol,
rosetas caladas, haces de columnillas y esas largas procesiones de plañideras que, envueltas en sus
mantos de piedra, parece que andan en torno del monumento llorando con llanto sin gemidos, se
verían mis escudos triangulares soportados por reyes de armas con sus birretes y sus blasonadas
casullas, y en los cuarteles, realzados con vivos colores merced a un hábil iluminador, las bandas
de oro, las estrellas, los versos y los motes heráldicos con una larga inscripción en esa letra gótica,
estrecha y puntiaguda, donde el curioso, lleno de hondo respeto, leería con pena y casi
descifrándolos, mi nombre, mis títulos y mi gloria.
Allí, rodeado de esa atmósfera de majestad que envuelve a todo lo grande, sin que turbara mi
reposo más que el agudo chillido de una de esas aves nocturnas de ojos redondos y fosfóricos que
acaso viniera a anidar entre los huecos del arco, viviría todo lo que vive un recuerdo histórico y
glorioso unido a una magnífica obra de arte, y en la noche, cuando un furtivo rayo de luna dibujase
en el pavimento del claustro los severos perfiles de las ojivas, cuando sólo se oyesen los gemidos
del aire extendiéndose de eco en eco por sus inmensas bóvedas, después de haberse perdido la
última vibración de la campana que toca la queda, mi estatua, en la que habría algo de lo que yo
fui, un poco de ese soplo que anima el barro encadenado por un fenómeno incomprensible al
granito, ¡quién sabe si se levantaría de su lecho de piedra para discurrir por entre aquellas gigantes
arcadas con los otros guerreros, que tendrían sus sepulturas por allí cerca; con los prelados,
revestidos de sus capas pluviales y de sus mitras, y esas damas de largo brial y plegado monjiles,
que, hermosas aun en la muerte, duermen sobre las urnas de mármol, en los más oscuros ángulos
de los templos!...
Desde que, impresionada la imaginación por la vaga melancolía o la imponente hermosura de un
lugar cualquiera, se lanzaba a construir con fantásticos materiales uno de esos poéticos recintos,
último albergue de mis mortales despojos, hasta el punto aquel en que, sentado al pie de la humilde
tapia del cementerio de una aldea oscura; parecía como que se reposaba mi espíritu en su honda
calma y se abrían mis ojos a la luz de la realidad de las cosas, ¡qué revolución tan radical y
profunda no se ha hecho en todas mis ideas! ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por
mi frente, cuántas historias de poesía no les he hallado una repugnante vulgaridad en el último
capitulo! Mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era como una masa incandescente y líquida
que poco a poco se va enfriando y endureciendo.
Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero rara vez sale a la superficie. Las
palabras amor, gloria, poesía, no me suenan al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!...
Seguramente que deseo vivir, porque, la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni
engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin
deseos, sin inquietudes sin ambiciones con esa facilidad de la planta que tiene a la mañana su gota
de rocío y su rayo de sol; después, un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen
los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro
ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su mano de raíces, por ultimo, un
tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.
He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la
Humanidad y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me
aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.
No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un
ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de
una Sacramental para esperar allí la trompeta del Juicio, como empapelado, detrás de una lápida
con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas e indicando precisamente el día y la hora de
mi nacimiento y de mi muerte.
Esta profunda e instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas
las que he ido abandonando en el curso de mi vida: pero, al paso que voy, probablemente mañana
no existirá tampoco, y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia
como que me aten una cuerda a los pies y me echen a un barranco como a un perro.
Ello es que cada día me voy convenciendo más de que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de
quedar ni un átomo aquí.
Carta IV
Queridos amigos: El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido
últimamente una nueva e inesperada variación, cosa a la verdad poco extraña a estas alturas donde
la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a los espectadores de una comedia de
magia, embobados y suspensos con el rápido mudar de las decoraciones y las escenas. A las
alternativas de frío y calor, de aires y de bochorno de una primavera que, en cuanto a desigual y
caprichosa, nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes en la coronada villa, ha sucedido un
tiempo constante, sereno y templado. Merced a estas circunstancias y a encontrarme bastante
mejor de las dolencias que cuando no me imposibilitan del todo, me quitan por lo menos el gusto
para las largas expediciones, he podido dar una gran vuelta por estos contornos y visitar los
pintorescos lugares del Somontano. Fuera de camino, ya trepando de roca en roca, ya siguiendo el
curso de una huella o las profundidades de una cañada, he vagado tres o cuatro días de un punto a
otro por donde me llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado, una senda
accidentada, una punta al parecer inaccesible.
No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para enriquecer la imaginación,
he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y refractario a las innovaciones civilizadoras. Al
volver al monasterio después de haberme detenido aquí para recoger una tradición oscura de boca
de una aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar o la fundación de
un castillo, trazar ligeramente con el lápiz el contorno de una casuca medio árabe, medio bizantina,
un recuerdo de las costumbres o un tipo perfecto de los habitantes, no he podido menos de recordar
el antiguo y manoseado símil de las abejas que andan revoloteando de flor en flor y vuelven a su
colmena cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con frecuencia algo de esto
mismo. Sólo así podríamos recoger la última palabra de una época que se va, de la que sólo
quedan hoy algunos rastros en los más apartados rincones de nuestras provincias y de la que
apenas restará mañana un recuerdo confuso.
Yo tengo fe en el porvenir. Me complazco en asistir mentalmente a esa inmensa e irresistible
invasión de las nuevas ideas que van transformando poco a poco la faz de la humanidad, que
merced a sus extraordinarias invenciones fomentan el comercio de la inteligencia, estrechan el
vínculo de los países fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades y borrando, por decirlo
así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras las barreras que separan a los
pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea que es inherente a la naturaleza frágil del hombre
simpatizar con lo que perece y volver los ojos con cierta triste complacencia hasta lo que ya no
existe, ello es que en el fondo de mi alma consagro, como una especie de culto, una veneración
profunda por todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas tradiciones, las derruidas fortalezas,
los antiguos usos de nuestra vieja España tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa
vaguedad misteriosa de la puesta del sol en un día espléndido cuyas horas, llenas de emociones,
vuelven a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz antes de sepultarse en las tinieblas en
que se han de perder para siempre.
Cuando no se conocen ciertos períodos de la historia más que por la incompleta y descarnada
relación de los enciclopedistas o algunos restos diseminados como los huesos de un cadáver, no
pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban
colocadas, suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimiento de desdeñosa lástima o un espíritu
de aversión intransigente; pero si se penetran merced a un estudio concienzudo, en algunos de sus
misterios, si se ven los resortes de aquella gran máquina que juzgamos absurda al encontrarla rota,
si merced a un supremo esfuerzo de la fantasía, ayudada por la erudición y el conocimiento de la
época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de
virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de su múltiple organización en
que las partes relacionadas entre sí correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las
leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto decir que
yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser
nuevamente y no será.
Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de
justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta
aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza
que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver y que, en la lucha de las ideas, las
nuevas han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar a cuanto con ellas se relaciona con algo
de esa piedad que siente hacia el vencido un vencedor generoso. En este sentimiento hay también
un poco de egoísmo. La vida de una nación, a semejanza de la del hombre, parece como que se
dilata con la memoria de las cosas que fueron, y a medida que es más viva y más completa su
imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en el pasado, existencia preferible y más
positiva tal vez que la del punto presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será puede
aprovecharse la inteligencia para sus altas especulaciones. ¿Qué nos resta, pues, de nuestro
dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso, al contemplar los destrozos causados
por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras últimas guerras, al ver todo lo que en
objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas se
ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años a esta parte, lo que las exigencias de la nueva
manera de ser social trastorna y desencaja, lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes
desechan u olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma y no puedo menos de
culpar el descuido o el desdén de los que a fines del siglo pasado pudieron aún recoger para
transmitírnoslas íntegras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente
nuestra vieja España cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando
aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.
Pero de esto nada nos queda ya hoy, y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos a su vez nos
envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia o nuestra culpable apatía para transmitirles
siquiera un trasunto de lo que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo
haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de
conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la
arqueología, que partiendo de algún mutilado resto o una vaga tradición lo reconstruya
hipotéticamente? Porque no hay duda, el prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo. Un
irresistible y misterioso impulso tiende a sacrificar los pueblos con los pueblos, las provincias con
las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A medida que
la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta y
el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos
característicos, sus costumbres inmemoriables, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la
inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican
las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de
fresca sombra. De un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre
escrito en el azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico, con sus arcos redondos y sus muros
blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la moderna; las ciudades, no cabiendo ya
dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y unas tras otras
vienen al suelo las murallas fenicias, romanas, godas o árabes.
¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros
salientes de maderas labradas, los balcones con su guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas
de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los
carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de su
implacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejidos o demuele los
moriscos miradores, y mientras el brochista roba a los muros el artístico color que le han dado los
siglos, embadurnándolos de calamocha y almagra, el arquitecto los embellece a su modo con
carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses.
No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas, albergue de los
peregrinos, o el castillo hospitalario para el que llamaba de paz a sus puertas. Las almenas caen
unas tras otras de lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un
trozo de granito informe y el arado abre un profundo surco en el patio de armas, el traje
característico del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del rincón de su provincia, las
fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse ridículas o de mal gusto por los más
ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se
menosprecia.
Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quien las anatematice. Aunque
me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae a la memoria tiempos
que, si en efecto no lo fueron, sólo por no existir ya nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo
seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos a nuestras mujeres o a
nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros padres para sustituirlos
con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado la hora de la gran
transformación, ya que la sociedad, animada de un nuevo espíritu, se apresura a revestirse de una
nueva forma, debíamos guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la
imagen de todo eso que va a desaparecer, como se guarda después que muere el retrato de una
persona querida. Mañana, al verlo todo constituido de una manera diversa, al saber que nada de lo
que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué
modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores de
localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas ideas en el espíritu de una generación, sus
vistas que tan perfectamente reflejan sus adelantos y sus aspiraciones, leerán la historia sin
sabérsela explicar y verán moverse a nuestros héroes nacionales con la estupefacción con que los
muchachos ven moverse una marioneta sin saber los resortes a que obedece.
A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan y con
qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más insignificantes particularidades de
la vida doméstica de los egipcios o los griegos, en tanto que se ignoran los más curiosos
pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en
inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas o sánscritas, en busca del origen
de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.
En otros países más adelantados que el nuestro y donde, por consiguiente, el ansia de las
innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido
favorable a este género de estudios, y aunque tarde para que sus trabajos den el fruto que se debió
esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se encadenan con el momento
actual comienzan a ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente a que se
haya borrado la última huella para empezar a buscarla. Los esfuerzos aislados de algún que otro
admirador de esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto
número y por lo regular no es su país el campo de sus observaciones. Aunque así no fuese, una
excursión por las capitales, hoy que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías
férreas, escasamente lograría llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de esta índole. Es
preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar a otro, dormir medianamente y no
comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los
tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a los rincones
donde su oscuridad les sirve de salvaguardia y de donde poco a poco los va desalojando la
invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos a los
gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que, no sin peligros y dificultades, recogen en
lejanos países bichitos, florecitas y conchas.
Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia que
tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral, ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable
abandono? ¿Por qué, al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano, no se
han de recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos extraños y diseminados
acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este inmenso botín de
impresiones, de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres
características animadas y revestidas de esa vida que presta a cuanto toca una pluma inteligente o
un lápiz diestro, ¿no creen ustedes como yo que serían de grande utilidad para los estudios
particulares y verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de la historia? Verdad que
nuestro fuerte no es la historia. Si algo hemos de saber en este punto, casi siempre se ha de tomar
algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo que a él mejor le parece. Pero, ¿por qué no se
ha de abrir este ancho campo a nuestros escritores facilitándoles el estudio y despertando y
fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en novelas que se llaman
históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones, asuntos localizados en este o el otro período
de un siglo cualquiera y que, cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de
severa crítica, si los críticos a su vez no supieran en este punto lo mismo o menos que los autores y
artistas a quienes han de juzgar.
Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de costumbres de
remotos tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, o lo poco o mucho que nuestros
pensionados aprenden relativo a otros tipos históricos y otros pasados, nunca son idénticos ni
tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia
artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos remedios podrían proponerse más o menos
eficaces, pero que al fin darían algún resultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo
suficiente sobre la materia para hacerlo, el trazar un plan detallado y minucioso que, como la
mayor parte de los que se trazan, no llegue a realizarse nunca. No obstante, en esta o en la otra
forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen a luz, el
gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras
provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato,
seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se
ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio
de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero
arsenal de datos, ideas y descripciones, útiles para todo género de estudios.
Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico e histórico de
todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla
de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría
germinando para desarrollarse tal vez en el porvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización, de
nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura viene del extranjero, ¿por qué no se
ha de procurar modificarlo poco a poco, haciéndole más propio y más característico con esa
levadura nacional?
Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país que he
podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a apuntar de pasada y a manera de introducción
algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde,
la pluma ha ido corriendo y me hallo ahora con que para introducción es esto muy largo, si bien ni
por sus dimensiones y su interés parece bastante para formar artículo de por sí. De todos modos
allá van esas cuartillas, valgan por lo que valieren; que si alguien de más conocimientos e
importancia, una vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no
serán perdidas del todo. Yo, entre tanto, voy a trazar un tipo bastante original y que desconfío de
poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al éxito de la
predicación con el ejemplo.
El Contemporáneo
12 de junio, 1864 [A]
Carta V
Queridos amigos: Entre los muchos sitios pintorescos y llenos de carácter que se encuentran en la
antigua ciudad de Tarazona, la plaza del Mercado es sin duda alguna el más original y digno de
estudio. Parece que no ha pasado para ella el tiempo que todo lo destruye o altera. Al encontrarse
en mitad de aquel espacio de forma irregular y cerrado por lienzos de edificios a cual más
caprichosos y vetustos, nadie diría que nos hallamos en pleno siglo XIX, siglo amante de la
novedad por excelencia, siglo aficionado hasta la exageración a lo flamante, lo limpio y lo
uniforme. Hay cosas que son más para vistas que para trasladadas al lienzo, siquiera el que lo
intente sea un artista consumado, y esta plaza es una de ellas. A donde no alcanza, pues, ni la
paleta del pintor con sus infinitos recursos, ¿cómo podrá llegar mi pluma sin más medios que la
palabra, tan pobre, tan insuficiente para dar idea de lo que es todo un efecto de líneas, de
claroscuro, de combinación de colores, de detalles, que se ofrecen juntos a la vista, de rumores y
sonidos que se perciben a la vez, de grupos que se forman y se deshacen, de movimiento que no
cesa, de luz que hiere, de ruido que aturde, de vida, en fin, con sus múltiples manifestaciones,
imposibles de sorprender con sus infinitos accidentes ni merced a la cámara fotográfica?
Cuando se acomete la difícil empresa de descomponer esa extraña armonía de la forma, el color y
el sonido, cuando se intenta dar a conocer sus pormenores, enumerando unas tras otras las partes
del todo, la atención se fatiga, el discurso se embrolla y se pierde por completo la idea de la íntima
relación que estas cosas tienen entre sí, el valor que mutuamente se prestan al ofrecerse reunidas a
la mirada del espectador para hacer el efecto del conjunto, que es a no dudarlo su mayor atractivo.
Renuncio, pues, a describir el panorama del mercado con sus extensos soportales, formados de
arcos macizos y redondos sobre los que gravitan esas construcciones voladas tan propias del siglo
XVI, llenas de tragaluces circulares, de rejas de hierro labradas a martillo, de balcones imposibles
de todas formas y tamaños, de aleros puntiagudos y de canes de madera, ya medio podrida y
cubierta de polvo, que deja ver a trechos el costoso entalle, muestra de su primitivo esplendor
Los mil y mil accidentes pintorescos que a la vez cautivan el ánimo y llaman la vista como
reclamando la prioridad de la descripción; las dobles hileras de casuquillas de extraño contorno y
extravagantes proporciones, éstas altas y estrechas como un castillo, aquéllas chatas y agachapadas
entre el ángulo de un templo y los muros de un palacio como una verruga de argamasa y
escombros; los recortados lienzos de edificios con un remiendo moderno, un trozo de piedra que
acusa su antigüedad, un escudo de pizarra que oculta casi el rótulo de una mercería, un retablillo
con una imagen de la Purísima y su farol ahumado y diminuto, o el retorcido tronco de una vid que
sale del interior por un agujero practicado en la pared y sube hasta sombrear con un toldo de
verdura el alféizar de un ajimez árabe, confundidos y entremezclados en mi memoria con el
recuerdo de la monumental fachada de la casa-ayuntamiento, con sus figuras colosales de granito,
sus molduras de hojarasca, sus frisos, por donde se extiende una larga y muda procesión de
guerreros de piedra, precedidos de timbales y clarines, sus torres cónicas, sus arcos chatos y
fuertes, y sus blasones soportados por ángulos y grifos rampantes, forman en mi cabeza un caos
tan difícil de desembrollar en este momento, que, si ustedes con su imaginación no hacen en él la
luz y lo ordenan y colocan a su gusto todas estas cosas que yo arrojo a granel sobre las cuartillas,
las figuras de mi cuadro se quedarán sin fondo, los actores de mi comedia se agitarán en un
escenario sin decoración ni acompañamiento. Figúrense ustedes, pues, partiendo de estos datos y
como mejor les plazca, el mercado de Tarazona, figúrense ustedes que ven por aquí cajones
formados de tablas y esteras, tenduchos levantados de improviso con estacas y lienzos, mesillas
cojas y contrahechas, bancos largos y oscuros, y por allá cestos de fruta que ruedan hasta el arroyo,
montones de hortalizas frescas y verdes, rimeros de panes blancos y rubios, trozos de carne que
cuelgan de garfios de hierro, tenderetes de ollas, pucheros y platos, guirnaldas de telas de
colorines, pañuelos de tintas rabiosas, zapatos de cordobán y alpargatas de cáñamo que engalanan
los soportales sujetos con cordones de columna a columna, y figúrense ustedes circulando por
medio de ese pintoresco cúmulo de objetos, producto de la atrasada agricultura y la pobre industria
de este rincón de España, una multitud abigarrada de gentes que van y vienen en todas direcciones,
paisanos con sus mantas de rayas, sus pañuelos rojos unidos a las sienes, su faja morada y su
calzón estrecho, mujeres de los lugares circunvecinos con sayas azules, verdes, encarnadas y
amarillas; por este lado un señor antiguo, de los que ya sólo aquí se encuentran, con su calzón
corto, su media de lana oscura y su sombrero de copa; por aquél un estudiante con sus manteos y
su tricornio, que recuerdan los buenos tiempos de Salamanca, y chiquillos que corren y vocean,
caballerías que cruzan, vendedores que pregonan, una interjección característica por acá, los
desaforados gritos de los que disputan y riñen, todo envuelto y confundido con ese rumor sin
nombre que se escapa de las reuniones populares, donde todos hablan, se mueven y hacen ruido a
la vez, mientras se codean, avanzan, retroceden, empujan o resisten, llevados por el oleaje de la
multitud.
La primera vez que tuve ocasión de presenciar este espectáculo lleno de animación y de vida,
perdido entre los numerosos grupos que llenaban la plaza de un extremo a otro, apenas pude darme
cuenta exacta de lo que sucedía a mi alrededor. La novedad de los tipos, los trajes y las
costumbres; el extraño aspecto de los edificios y las tiendecillas, encajonadas unas entre dos
pilares de mármol, otras bajo un arco severo e imponente o levantadas al aire libre sobre tres o
cuatro palitroques, hasta el pronunciado y especial acento de los que voceaban pregonando sus
mercancías, nuevo completamente para mí, eran causa más que bastante a producirme ese
aturdimiento que hace imposible la percepción detallada de un objeto cualquiera. Mis miradas,
vagando de un punto a otro, sin cesar un momento, no tenían ni voluntad propia para fijarse en un
sitio. Así estuve cerca de una hora, cruzando en todos sentidos la plaza, a la que, por ser día de
fiesta y uno de los más clásicos de mercado, había acudido más gente que de costumbre, cuando en
uno de sus extremos y cerca de una fuente donde unos lavaban las verduras, otros recogían agua en
un cacharro o daban de beber a sus caballerías, distinguí un grupo de muchachas que en su original
y airoso atavío, en sus maneras y hasta en su particular modo de expresarse, conocí que serían de
alguno de los pueblos de las inmediaciones de Tarazona, donde más puras y primitivas se
conservan las antiguas costumbres y ciertos tipos del Alto Aragón. En efecto, aquellas muchachas,
cuya fisonomía especial, cuya desenvoltura varonil, cuyo lenguaje, mezclado de las más enérgicas
interjecciones, contrasta de un modo notable con la expresión de ingenua sencillez de sus rostros,
con su extremada juventud y la inocencia que descubren a través del somero barniz de malicia de
su alegre dicharacheo, se distinguían tanto de las otras mujeres de las aldeas y lugares de los
contornos que como ellas vienen al mercado de la ciudad, que desde luego se despertó en mí la
idea de hacer un estudio más detenido de sus costumbres enterándome del punto de que procedían
y el género de tráfico en que se ocupaban.
So pretexto de ajustar una carga de leña de las varias que tenían sobre algunos borriquillos
pequeños, huesosos y lanudos, trabé conversación con una de las que me parecieron más juiciosas
y formales, mientras las otras nos aturdían con sus voces, sus risotadas o sus chistes, pues es tal la
fama de alegres y decidoras que tienen entre las gentes de la ciudad que no hay seminarista
desocupado o zumbón que al pasar no les diga alguna cosa, seguro de que no ha de faltarles una
ocurrencia oportuna y picante para responderles.
Mi conversación, en la que por incidencia toqué dos o tres puntos de los que deseaba aclarar, fue
por lo tanto todo lo insuficiente que, dadas las condiciones del sitio y de mis interlocutoras, se
podía presumir. Supe, no obstante, que eran de Añón, pueblecito que dista unas tres horas de
camino de Tarazona y que en mis paseos alrededor de esta abadía he tenido ocasión de ver varias
veces muy en lontananza y casi oculto por las gigantescas ondulaciones del Moncayo, en cuya
áspera falda tiene su asiento, y que su ocupación diaria consistía en ir y venir desde su aldea a la
ciudad, donde traían un pequeño comercio con la leña que en gran abundancia les suministran los
montes entre los cuales viven. Estas noticias, aunque vulgares, escasas y unidas a las que después
pude adquirir por el dueño del parador en que estuve los dos o tres días que permanecí en
Tarazona, en aquella ocasión sólo sirvieron para avivar mi deseo de conocer más a fondo las
costumbres de este tipo particular de mujeres en las que desde luego llaman la atención sus rasgos
de belleza nada comunes y su aire resuelto y gracioso.
Esto tuvo lugar hará cosa de tres o cuatro meses, en el intervalo de los cuales todas las mañanas,
antes de salir el sol y confundiéndose con la algarabía de los pájaros, llegaban hasta mi celda,
sacándome a veces de mi sueño, las voces alegres y sonoras, aunque un tanto desgarradas, de esas
mismas muchachas, que, mordiendo un tarugo de pan negro, cantando a grito herido, e
interrumpiendo su canción para arrear el borriquillo en que conducen la carga de leña, atraviesan
impávidas con fríos y calores, con nieves o tormentas, las tres leguas mortales de precipicios y
alturas que hay desde su lugar a Tarazona. Ultimamente, como ya dije a ustedes en mi anterior, el
tiempo y mis dolencias, poniéndose de acuerdo para dar un punto de reposo, el uno en sus
continuas variaciones y las otras en sus diarias incomodidades, me han permitido satisfacer en
parte la curiosidad, visitando los lugares del Somontano, entre los que se encuentra Añón, sin duda
alguna el más original por sus costumbres y el más pintoresco por sus alrededores y posición
geográfica. En mi corta visita a este lugar me expliqué perfectamente por qué en el aire y en la
fisonomía de las añoneras hay algo de extraordinario, algo que las particulariza y distingue de
entre todas las mujeres del país. Sus costumbres, su educación particular y su género de vida son,
en efecto, diversas en un todo. Añón, que en otra época perteneció a los caballeros de san Juan,
cuya orden mantiene aún en él un priorato, está situado sobre una altura en el punto en que
comienza el áspero bosque de carrascas que cubre como una sábana de verdura la base del monte.
Cuando lo tenían por sí los caballeros de la orden hospitalaria, debió ser lugar fuerte y cerrado; hoy
sólo quedan como testigos de su pasado esplendor las colosales ruinas de un castillo de inmensas
proporciones y algunos lienzos de muro, que ya se esconden, ya aparecen por entre los rojizos
tejados de las casas que se agrupan en derredor de estos despojos. Cada uno de los pueblos de estas
cercanías tiene una reducida llanura propia para el cultivo; sólo Añón, encaramado sobre sus rocas,
sin tener siquiera el recurso del monte, que ya no le pertenece, sin otras tierras para sembrar que
los pequeños remansos que forma una de sus laderas que se degrada en ásperos escalones, necesita
apelar a su ingenio y un trabajo duro y peligroso para sostenerse.
Yo no sabré decir a ustedes si a causa de que los hombres se ocupan de muy antiguo en el servicio
de los caballeros, por lo cual tenían abandonadas sus casas al dominio de las mujeres, o por otra
razón cualquiera que yo no me he podido explicar, ello es que en este pueblo hay algo de lo que
nos refieren las fábulas de las amazonas o de lo que habrán ustedes tenido ocasión de ver en la Isla
de San Balandrán. No es esto decir que el sexo feo y fuerte deje de serlo tanto cuanto es necesario
para justificar ampliamente estos apelativos; pero la población femenina se agita tan en primer
término, desempeña un papel tan activo en la vida pública, trabaja y va y viene de un punto a otro
con tal resolución y desenfado que puede asegurarse que ella es la que da el carácter al lugar y la
que lo hace conocido y famoso en veinte leguas a la redonda. En la plaza de Tarazona, teatro de
sus habilidades, en los caminos que atraviesa cantando, en el monte adonde va a buscar
furtivamente su mercancía, en las fiestas del lugar, en cualquier parte que se encuentre, si una vez
se ha visto una añonera, es imposible confundirla con las demás aldeanas. La escasa comunicación
que tienen estos pueblecillos entre sí es el origen de las radicales diferencias que se notan a
primera vista entre los habitantes, aun de los más próximos. Dentro del tipo aragonés, que es el
general a todos ellos, hay infinitos matices que caracterizan a cada región de la provincia, a cada
aldea de por sí. El tipo de las añoneras es uno con muy leves alteraciones; su traje idéntico, sus
costumbres y su índole las mismas siempre.
Más esbeltas que altas, en lo erguido del talle, en el brío con que caminan, en la elasticidad de sus
músculos, en la prontitud de todos sus movimientos, revelan la fuerza de que están dotadas y la
resolución de su ánimo. Sus facciones, curtidas por el viento y el sol, ofrecen rasgos perfectamente
regulares, mezclándose en ellas con extraña armonía la volubilidad y ese no sé qué imposible de
definir que constituye la gracia, con esa leve expresión de la osadía que dilata imperceptiblemente
la nariz y pliega el labio en ademán desdeñoso. Nada más pintoresco y sencillo a la vez que su
traje. Un apretador de colores vivos las ciñe las cintura y deja ver la camisa, blanca como la nieve
que se pliega en derredor del cuello, sobre el que se levanta erguida, morena y varonil la cabeza
coronada de cabellos oscuros y abundantes. Una saya corta, airosa y encarnada o amarilla les llega
justamente hasta el punto de la pierna en que se atan las abarcas con un listón negro, que sube
serpenteando sobre la media azul hasta bastante más arriba del tobillo.
Acostumbradas casi desde que nacen a saltar de roca en roca por entre las quebraduras del monte,
su pie adquiere esa firmeza peculiar de todos los habitantes de las montañas, hasta el punto de que
algunas veces da miedo cuando se las mira atravesar un sendero estrecho que bordea un barranco,
emparejadas con el borriquillo que conduce la leña y saltando de una piedra en otra de las que
costean el camino. Así andan las leguas, tal vez en ayunas, pero siempre riendo, siempre cantado,
siempre de humor para cambiar una cuchufleta con sus compañeras de viaje. Y no haya miedo de
que su cabeza vacile al atravesar un sitio peligroso, o su ligero paso se acorte al llegar a lo último
de la penosa jornada; su vista tiene algo de la fijeza y la intensidad de la del águila, acaso porque
como ella se ha acostumbrado a mesurar indiferente los abismos; sus miembros, endurecidos con
la costumbre del trabajo, soportan las fatigas más rudas sin que el cansancio los entorpezca un
instante.
Sólo de este modo les es posible vivir en medio de la miseria que las agobia. Cuando la noche es
más oscura, cuando la nieve borra hasta las lindes de los senderos, cuando suponen que los guardas
de los montes del Estado no se atreverán a aventurarse por aquellas brechas profundas y aquellos
bosques de árboles intrincados y sombríos, entonces la añonera, desafiando todos los peligros,
adivinando las sendas, sufriendo el temporal, escuchando por uno y otro lado los aullidos de los
lobos, sale furtivamente del lugar; más bien que baja, puede decirse que se descuelga de roca en
roca hasta el último valle que lo separa del Moncayo; armada del hacha penetra en el laberinto de
carrascas oscuras, a cuyo pie nacen espinos y zarzas en montón, y descargando rudos golpes con
una fuerza y una agilidad inconcebibles, hace su acopio de leña, que después oculta para
conducirla poco a poco, primero a su casa y más tarde a Tarazona, donde recibe por su trabajo
material, por los peligros que afronta y las fatigas que sufre, seis o siete reales a lo sumo.
Francamente hablando; hay en este mundo desigualdades que asustan.
¿Quién puede sospechar que a la misma hora en que nuestras grandes damas de la corte se agrupan
en el peristilo del Teatro Real, envueltas en sus calientes y vistosos albornoces y esperan el
carruaje que ha de conducirlas sobre blandos almohadones de seda a su palacio, otras mujeres,
hermosas quizás como ellas, como ellas débiles al nacer, sacuden de cuando en cuando la cabeza
de un lado a otro para desparcir la nieve que se les amontona encima, en tanto que rodeadas de
oscuridad profunda, de peligros y de sobresaltos, hacen resonar el bosque con el crujido de los
troncos que caen derribados a los golpes del hacha? Grandes, inmensas desigualdades existen, no
cabe duda, pero también es cierto que todas tienen su compensación Yo he visto levantarse agitado
y dejar escapar un comprimido sollozo a más de un pecho cubierto de leve gasa y seda; yo he visto
más de una altiva frente inclinarse triste y sin color como agobiada bajo el peso de su espléndida
diadema de pedrería; en cambio, hoy como ayer, sigue despertándome el alegre canto de las
añoneras que pasan por delante de las puertas del monasterio para dirigirse a Tarazona; mañana
como hoy, si salgo al camino o voy a buscarlas al mercado, las encontraré riendo y en continua
broma, felices con sus seis reales, satisfechas porque llevarán un pan negro a su familia, ufanas,
con la satisfacción de que a ellas se deben la burda saya que visten y el bocado de pan que comen.
Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga que
abruma al pobre. Si no, ¿quién subiría la áspera cumbre de la vida con el pesado fardo de la
miseria al hombro?
El Contemporáneo
26 de junio, 1864 [A]
Carta VI
Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de
Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos.
Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos acusaban de bruja. Ultimamente,
y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia
circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado
como el nuestro.
Ya estaba para acabar el día; el cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso,
comenzaba a ensombrecerse a medida que el sol, que antes transparentaba su luz a través de las
nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como término y
remate de mi artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a Trasmoz, pueblo del que me
separaba una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como de costumbre, y
exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los parajes más ásperos y accidentados, a las
fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más
difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí, en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de
que me pertreché a la salida del lugar.
Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por entre
sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las
honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde hasta que,
por último, en el fondo de una cortadura tropecé a un pastor, el cual abrevaba su ganado en el
riachuelo que, después de deslizar se sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce
allí con un ruido particular que se oye a gran distancia en medio del profundo silencio de la
naturaleza que en aquel punto y a aquella hora parece muda o dormida.
Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual según mis cuentas no debía distar mucho del sitio
en que nos encontrábamos pues, aunque sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre en la
dirección en que me dijeron hallarse. Satisfizo el buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo y ya
; me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de la caballería
como Dios me daba a entender por entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando
el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una gran voz advirtiéndome que no tomara la
senda de la tía Casca si quería llegar sano y salvo a la cumbre. La verdad era que el camino que
equivocadamente había tomado se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la
sombra que ya arrojaban las altísimas rocas que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra
parte el ruido vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies y de la que comenzaba a elevarse
una niebla inquieta y azul que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, todo
parecía contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar a
que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se
encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo, adonde
también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos que preguntarle con alguna
insistencia por qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la
cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.
-Porque antes de terminar la senda -me dijo con el tono mas natural del mundo- tendríais que
costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre y en el cual se cuenta que
anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.
¡Hola! -exclamé entonces como sorprendido, aunque a decir verdad ya me esperaba una
contestación de esta o parecida clase-. Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja
por estos andurriales?
-En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte de monte, ya haciendo
ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastime ros como de criatura, o
acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio, desde donde llama
con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y
cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra a los pies y
pugna hasta despeñarlos en la sima. ¡Ah, maldita bruja! -exclamó después de un momento, y
teniendo el puño crispado hacia las rocas, como amenazándola-; ¡ah, maldita bruja, muchas hiciste
en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero no haya cuidado, que a ti y a tu
endiablaba raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras!
-Por lo que veo -insistí después que hubo concluido su extravagante imprecación-, está usted muy
al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me
parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todavía por el
mundo.
Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo un
poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con
un acento de buena fe pasmoso:
-¿Que no le parezco a usted de edad bastante para haberla conocido? Pues, ¿y si yo le dijera que no
hace aún tres años cabales que con estos mismos ojos que se ha de comer la tierra la vi caer por lo
alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido
o de carne, hasta que llegó al fondo donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del
pie?
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a lo
que usted dice, sin objetar palabra, aunque a mí se me había figurado -añadí, recalcando estas
últimas frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas y los hechizos no eran
sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les molestan; y fundados en que todo es puro
cuento, echaron a presidio a algunos de los infelices que nos hicieron un bien de caridad a la gente
del Somontano despeñando a esa mala mujer.
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar, que quieras que no? ¡A ver, a ver!
Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad y el
asombro suficiente para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme un rato
oyendo sus sandeces; pues he de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso no
hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa semejante.
El pastor, convencido por las muestras de interés con que me disponía a escuchar su relato de que
yo no era uno de esos señores de la ciudad dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la
mano en dirección a uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome una de las
rocas que se destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris del cielo que el sol al ponerse tras
las nubes teñía de algunos cambiantes rojizos:
-¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen las
aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino
atrás de donde nos encontramos en este momento, próximamente sería la misma hora, cuando creí
escuchar unos alaridos distantes y llantos e imprecaciones que se entremezclaban con voces
varoniles y coléricas que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un
lobo por entre los zarzarles. El sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se
descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y
haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa envuelto aún en los jirones del
sudario, una vieja horrible en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos
contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente
como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes que se
destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, para reconocer en ella a la
bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio se detuvo un instante, sin saber qué partido
tomar; las voces de los que parecían perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en
cuando la veía hacer una contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que le
arrojaban. Sin duda no traía el bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría
atravesado al vuelo la cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles
que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!
Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con
piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una
cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al suelo, se arrastró por
la tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su
ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una
blasfemia. Pero los mozos así hacían caso de su lamentos como yo de la lluvia cuando estoy bajo
techado. «Yo soy una pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que
me vengan a amparar; ¡perdonadme, tened compasión de mí!», aullaba la bruja; y uno de los
mozos, que con la una mano la había asido de las greñas, mientras tenía en la otra la navaja que
procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera: «¡Ah, bruja de Lucifer, ya es
tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!» «¡Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde
entonces no quiso probar bocado y murió de hambre dejándome en la miseria!», decía uno. «¡Tú
has hecho mal de ojo a mi hijo y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches!», añadía el otro; y
cada cual exclamaba por su lado: «¡Tú has echado una suerte a mi hermana!» «¡Tú has ligado a mi
novia!» «¡Tú has emponzoñado la yerba!» «¡Tú has embrujado al pueblo entero!» Yo permanecía
inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal y no acertaba a
mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha. La voz de la tía Casca, aguda y
estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en
rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los
santos patronos del lugar por testigos de su inocencia. Por último, viendo perdida toda esperanza,
pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes de morir; el perdón
de sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó
las manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles;
palabras que yo no podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que
estaban a su lado lograron entender. Unos aseguran que hablaba en latín, otros que en una lengua
salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo
las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.
En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió así:
-¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no
se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve
usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente
del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan
mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo
silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la
tarde, arremolinada en las lejanas cumbres todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa.
Yo lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba
aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan a los muertos de sus
sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen a la superficie de la tierra, obedientes a sus
imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los
mozos permanecían en tanto inmóviles cual si estuviesen encadenados por su sortilegio, y las
nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las peñas en derredor de las cuales fingían mil
figuras extrañas como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de
mujeres envueltas en paños blancos y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del
crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de colores. Fija la mirada en aquel fantástico ejército
de nubes que parecían correr al asalto de la peña sobre cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba
esperando por instantes cuándo se abrían sus senos para abortar a la diabólica multitud de espíritus
malignos, comenzando una lucha horrible, al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí
para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran a
ayudarla en aquel amargo trance.
-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor, e impaciente ya por
conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que por
muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en cuanto le
rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse
para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?
-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula, o, lo que yo
más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo y no haber acabado aún las
vísperas durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluía
nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase y, levantando en alto el cuchillo,
se dispuso a herirla. La vieja, entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de
pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que se pisa y despliega
sus anillos irguiéndose llena de cólera: «¡Oh, no; no quiero morir, no quiero morir! -decía-.
¡Dejadme, dejadme u os morderé las manos con que me sujetáis!» Pero aún no había pronunciado
estas palabras, abalanzándose a sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos
inyectados en sangre y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un
alarido espantoso, llevarse por dos o tres veces las manos al costado con grande precipitación,
mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes
como si estuviese borracha, la vimos caer al derrumbadero. Uno de los mozos, a quien la bruja
hechizó una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el
momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree
usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso: la vieja de Lucifer tenía siete vidas como los
gatos. Cayó por el derrumbadero donde a cualquiera otro que se le resbalase un pie no pararía
hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo le paró el golpe o porque los
harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de uno de los picos que erizan
la cortadura, barajando y retorciéndose allí como un reptil colgado por la cola. ¡Dios! ¡Cómo
blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se
ponían de punta los cabellos sólo de oírla.
»Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones, esperando el instante en que se
desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta y rodaría dando tumbos de pico en pico
hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir ora horribles
blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor de los
matorrales; sus dedos largos, huesudos y sangrientos se agarraban como tenazas a las hendiduras
de las rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos,
quizás hubiese conseguido subir hasta el borde si algunos de los que la contemplaban y que
llegaron a temerlo así no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal
cantazo en el pecho que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón en escalón por entre
aquellas puntas calcáreas afiladas como cuchillos, hasta dar por último en ese arroyo que se ve en
los más profundo del valle.
»Una vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el
fango del arroyo que corría enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a
volver en sí y a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida
por sus manos que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si
implorando piedad o amenazando aún en las últimas ansias.
»Así estuvo algún tiempo, removiéndose y queriendo inútilmente sacar la cabeza fuera de la
corriente, buscando un poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta; muerta del todo, pues los
que la habíamos visto caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía
Casca no apartamos de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos
impidió distinguirla, y en todo este tiempo no movió pie ni mano, de modo que si la herida y los
golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas tantas
veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses. «Quien en mal anda, mal acaba»,
exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del despeñadero; y, santiguándonos
santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, contra el
diablo y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo en cuya desvencijada
torre las campanas llamaban a la oración a los vecinos devotos.»
Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la cumbre más cercana del pueblo,
desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente con su alta torre del homenaje, de
la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras que transparentaban la luz y parecían
los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que está
formado el monte y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obra de
titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos. La noche había
cerrado ya, sombría y nebulosa. La luna se dejaba ver a intervalos por entre los jirones de las nubes
que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oír
lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.
Ahora que estoy en mi celda, tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impresiones
extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan
todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas que den lugar a sucesos semejantes; pero,
¿por qué no he de confesarlo?, sonándome aún las últimas palabras de aquella temerosa relación,
teniendo junto a mí a aquel hombre que tan de buena fe imploraba la protección divina para llevar
a cabo crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el
agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional
coronado de almenas oscuras que parecían fantasmas asomados a los muros, sentí una impresión
angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente y la razón, dominada por la fantasía a la
que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto y casi creí que las
absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.
POSDATA. Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que
me sirve y que ha concluido en este instante de arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la
lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto a mi mesa a esperar, como
tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta que ella a su vez
dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al romper el día. Sabiendo que es de un
lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte de su familia, se me ha
ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad de sus hechizos,
famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre
de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor,
procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda antes de responderme. Después
de practicada esta operación y con voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación, me ha
preguntado ella a su vez:
-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?
-No, chica -la respondí-; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?
-Porque si es viernes, no puedo desplegar los labios sobre este asunto. Los viernes, en memoria de
que Nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal a nadie, pero
en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del
mundo.
-Tranquilízate por ese lado, pues, a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último domingo,
todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.
-No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor, al
pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.
-¡Calle! ¿Y en qué consiste ese privilegio?
-En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del credo.
-¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?
-¡Quia! No señor; el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.
-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un
cedazo? Porque eso debe ser curioso.
-Verá usted..., después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no tienen
poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre el tres cruces con la
mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se le
pregunta Si se ha olvidado alguna palabra del credo, da vueltas por sí solo, y si no, se está quietico,
quietico, como la hoja en el árbol cuando no se mueve una paja de aire.
-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?
-Lo que es por mí, completamente; pero, sin embargo, mirando por los de casa, cuido siempre de
hacer antes de dormirme una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea,
y tampoco se me olvida la escoba en la puerta con el palo en el suelo.
-¡Ah, vamos! ¿Conque la escoba que suelo encontrar algunas mañanas a la puerta de mi habitación
con las palmas hacia arriba, y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no
estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la bruja, y, una
vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda penando,
¿contra quién tomas esas precauciones?
-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera que desde hace
un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero queda
su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le sucederá su hija, que aún es moza,
y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.
-Según lo que veo, ¿ésa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente
por la línea femenina desde los tiempos más remotos?
-Yo no sé lo que son, pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el
pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de invierno.
-Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco
a los niños en mi afición.
-Es que esto no es cuento.
-O historia, como tú quieras -añadí por último para tranquilizarla respecto a la entera fe con que
sería acogida la relación por mi parte.
La muchacha, después de colgar el candil en un clavo y de pie a una respetuosa distancia de la
mesa, por no querer sentarse a pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de
Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme
con la cabeza llena de brujas, hechicería y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi
alcoba, he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la guardia, más tieso y formal que un
alabardero en día de ceremonia.
El Contemporáneo
3 de julio, 1864 [A]
Carta VII
Queridos amigos: Prometí a ustedes en mi última carta referirles, tal como me la contaron, la
maravillosa historia de las brujas de Trasmoz. Tomo, pues, la pluma para cumplir lo prometido, y
va de cuento.
Desde tiempo inmemorial es artículo de fe entre las gentes del Somontano que Trasmoz es la corte
y punto de cita de las brujas más importantes de la comarca. Su castillo, como los tradicionales
campos de Barahona y el valle famoso de Zagarramundi, pertenece a la categoría de conventículo
de primer orden y lugar clásico para las grandes fiestas nocturnas de las amazonas de escobón, los
sapos con collareta y toda la abigarrada servidumbre del macho cabrío, su ídolo y jefe. Acerca de
la fundación de este castillo, cuyas colosales ruinas, cuyas torres oscuras y dentelladas, patios
sombríos y profundos fosos parecen, en efecto, digna escena de tan diabólicos personajes, se
refiere una tradición muy antigua. Parece ser que en tiempo de los moros, época que para nuestros
campesinos corresponde a las edades mitológicas y fabulosas de la historia, pasó el rey por las
cercanías del sitio en que ahora se halla Trasmoz y viendo con maravilla un punto como aquél
donde, gracias a la altura, las rápidas pendientes y los cortes a plomo de la roca, podía el hombre,
ayudado de la naturaleza, hacer un lugar fuerte e inexpugnable, de grande utilidad por encontrarse
próximo a la raya fronteriza, exclamó volviéndose a los que iban en su seguimiento y tendiendo la
mano en dirección a la cumbre:
-De buena gana tendría allí un castillo.
Oyóle un pobre viejo que, apoyado en un báculo de caminante y con unas miserables alforjillas al
hombro, pasaba a la sazón por el mismo sitio, y adelantándose hasta salirle al encuentro y a riesgo
de ser atropellado por la comitiva real, detuvo por la brida el caballo de su señor y le dijo estas
solas palabras:
-Si me le dais en alcaidía perpetua, yo me comprometo a llevaros mañana a vuestro palacio sus
llaves de oro.
Rieron grandemente el rey y los suyos de la extravagante proposición del mendigo, de modo que,
arrojándole una pequeña pieza de plata al suelo a manera de limosna, contestóle el soberano con
aire de zumba:
-Tomad esa moneda para que compréis unas cebollas y un pedazo de pan con que desayunaros,
señor alcaide de la improvisada fortaleza de Trasmoz, y dejadnos en paz proseguir nuestro camino.
Y, esto diciendo, le apartó suavemente a un lado de la senda, tocó el ijar de su corcel con el
acicate, y se alejó seguido de sus capitanes, cuyas armaduras, incrustadas de arabescos de oro,
resonaban y resplandecían al compás del galope mal ocultas por los blancos y flotantes alquiceles.
-¿Luego me confirmáis en la alcaidía? -añadió el pobre viejo, en tanto que se bajaba para recoger
la moneda, y dirigiéndose en alta voz hacia los que ya apenas se distinguían entre la nube de polvo
que levantaron los caballos, un punto detenidos, al arrancar de nuevo.
-Seguramente -díjole el rey desde lejos, y cuando ya iba a doblar una de las revueltas del monte-;
siempre con la condición de que esta noche levantarás el castillo y mañana irás a Tarazona a
entregarme las llaves.
Satisfecho el pobrete con la contestación del rey alzó, como digo, la moneda del suelo, besóla con
muestras de humildad y, después de atarla en un pico del guiñapo blancuzco que le servía de
turbante, se dirigió poco a poco hacia la aldehuela de Trasmoz. Componían entonces este lugar
unas quince o veinte casuquillas sucias y miserables, refugio de algunos pastores que llevaban a
pacer sus ganados al Moncayo. Pasito a pasito, aquí cae, allí tropieza, como el que camina
agobiado del doble peso de la edad y una larga jornada, llegó al fin nuestro hombre al pueblo, y
comprando, según se lo había dicho el rey, un mendrugo de pan y tres o cuatro cebollas blancas,
jugosas y relucientes, sentóse a comerlas a la orilla de un arroyo, en el cual los vecinos tenían
costumbre de venir a hacer sus abluciones de la tarde, y donde, una vez instalado, comenzó a
despachar su pitanza con tanto gusto, y moviendo sus descarnadas mandíbulas, de las que pendían
unas barbillas blancas y claruchas, con tal priesa que en efecto parecía no haberse desayunado en
todo lo que iba de día, que no era poco, pues el sol comenzaba a trasmontar las cumbres.
Sentado estaba, pues, nuestro pobre viejo a la orilla del arroyo, dando buena cuenta con gentil
apetito de su frugal comida, cuando llegó hasta el borde del agua uno de los pastores del lugar,
hizo sus acostumbradas zalemas, vuelto hacia el oriente, y concluida esta operación, comenzó a
lavarse las manos y el rostro, murmurando sus rezos de la tarde. Tras éste vinieron otros cuantos,
hasta cinco o seis, y cuando todos hubieron concluido de rezar y remojarse el cogote, llamólos el
viejo y les dijo:
-Veo con gusto que sois buenos musulmanes y que ni las ordinarias ocupaciones ni las fatigas de
vuestro ejercicio os distraen de las santas ceremonias que a sus fieles dejó encomendadas el
Profeta. El verdadero creyente tarde o temprano alcanza el premio; unos lo recogen en la tierra,
otros en el paraíso, no faltando a quienes se les da en ambas partes, y de éstos seréis vosotros.
Los pastores, que durante la arenga no habían apartado un punto sus ojos del mendigo, pues por tal
le juzgaron al ver su mal pelaje y peor desayuno, se miraban entre sí, después de concluido, como
no comprendiendo a dónde iría a parar aquella introducción si no era a pedir una limosna, pero con
grande asombro de los circunstantes prosiguió de este modo su discurso:
-He aquí que yo vengo de una tierra lejana a buscar servidores leales para la guarda y custodia de
un famoso castillo. Yo me he sentado al borde de las fuentes que saltan sobre una taza de pórfido,
a la sombra de las palmeras en las mezquitas de las grandes ciudades, y he visto unos tras otros
venir a muchos hombres a hacer sus abluciones con sus aguas, éstos por mera limpieza, aquéllos
por hacer lo que hacen todos, los más por dar el espectáculo de una piedad de fórmula. Después os
he visto en estas soledades, lejos de las miradas del mundo, atentos sólo al ojo que vela sobre las
acciones de los mortales, cumplir con nuestros ritos impulsados por la conciencia de un deber, y he
dicho para mí: «He aquí hombres fieles a su religión; igualmente lo serán a su palabra». De hoy
más no vagaréis por los montes con nieves y fríos para comer un pedazo de pan negro; en la
magnífica fortaleza de que os hablo, tendréis alimento abundante y vida holgada. Tú cuidarás de la
atalaya, atento siempre a la señales de los corredores del campo y pronto a encender la hoguera
que brilla en las sombras como el penacho de fuego del casco de un arcángel. Tú cuidarás del
rastrillo y del puente; tú darás vuelta cada tres horas alrededor de las torres, por entre la barbacana
y el muro. A ti te encargaré de las caballerizas; bajo la guarda de ése estarán los depósitos de
materiales de guerra, y por último, aquel otro correrá con los almacenes de víveres.
Los pastores, de cada vez más asombrados y suspensos, no sabían qué juicio formar del
improvisado protector que la casualidad les deparaba, y aunque su aspecto miserable no convenía
del todo bien con sus generosas ofertas, no faltó alguno que le preguntase entre dudoso y crédulo:
-¿Dónde está ese castillo?, que si no se halla muy lejos de estos lugares entre cuyas peñas estamos
acostumbrados a vivir y a los que tenemos el amor que todo hombre tiene a la tierra que lo vio
nacer, yo, por mi parte, aceptaría con gusto tus ofrecimientos, y creo que, como yo, todos los que
se encuentran presentes.
-Por eso no temáis, pues está bien cerca de aquí -respondió el viejo impasible-; cuando el sol se
esconde por detrás de las cumbres del Moncayo, su sombra cae sobre vuestra aldea.
-¿Y cómo puede ser eso -dijo entonces el pastor-, si por aquí no hay castillo ni fortaleza alguna y la
primera sombra que envuelve nuestro hogar es la del cabezo del monte en cuya falda se ha
levantado?
-Pues en ese cabezo se halla, porque allí están las piedras, y donde están las piedras está el castillo,
como está la gallina en el huevo y la espiga en el grano -insistió el extraño personaje, a quien sus
interlocutores, irresolutos hasta aquel punto, no dudaron en calificar de loco de remate.
-¿Y tú serás, sin duda, el gobernador de esa fortaleza famosa? -exclamó, entre las carcajadas de sus
compañeros, otro de los pastores; porque a tal castillo, tal alcaide.
-Yo lo soy -tornó a contestar el viejo, siempre con la misma calma, y mirando a sus risueños
oyentes con una sonrisa particular-. ¿No os parezco digno de tan honroso cargo?
-¡Nada menos que eso! -se apresuraron a responderle-, pero el sol ha doblado las cumbres, la
sombra de vuestro castillo envuelve ya en sus pliegues nuestras pobres chozas. ¡Poderoso y temido
alcaide de la invisible fortaleza de Trasmoz, si queréis pasar la noche a cubierto, os podemos
ofrecer un poco de paja en el establo de nuestras ovejas; si preferís quedaros al raso, que Alá os
tenga en su santa guarda, el Profeta os colme de sus beneficios, y los arcángeles de la noche velen
a vuestro alrededor con sus espadas encendidas!
Acompañando estas palabras, dichas en tono de burlesca solemnidad, con profundos y humildes
saludos, los pastores tomaron el camino de su pueblo riendo a carcajadas de la original aventura.
Nuestro buen hombre no se alteró, sin embargo, por tan poca cosa, sino que, después de acabar con
mucho despacio su merienda, tomó en el hueco de la mano algunos sorbos del agua limpia y
transparente del arroyo, limpióse con el revés la boca, sacudió las migajas de pan de la túnica y,
echándose otra vez las alforjillas al hombro y apoyándose en su nudoso báculo, emprendió de
nuevo el camino adelante, en la misma dirección que sus futuros sirvientes.
La noche comenzaba, en efecto, a entrarse fría y oscura. De pico a pico de la elevada cresta del
Moncayo se extendían largas bandas de nubes color de plomo que, arrolladas hasta aquel momento
por la influencia del sol, parecían haber esperado a que se ocultase para comenzar a removerse con
lentitud, como esos monstruos deformes que produce el mar y que se arrastran trabajosamente en
las playas desiertas. El ancho horizonte que se descubría desde las alturas iba poco a poco
palideciendo y pasando del rojo al violado por un punto, mientras por el contrario asomaba la luna
redonda, encendida, grande, como un escudo de batallar, y por el dilatado espacio del cielo las
estrellas aparecían unas tras otras, amortiguada su luz por la del astro de la noche.
Nuestro buen viejo, que parecía conocer perfectamente el país, pues nunca vacilaba al escoger las
sendas que más pronto habían de conducirle al término de su peregrinación, dejó a un lado la aldea
y, siempre subiendo con bastante fatiga por entre los enormes peñascos y las espesas carrascas que
entonces como ahora cubrían la áspera pendiente del monte, llegó por último a la cumbre cuando
las sombras se habían apoderado por completo de la tierra, y la luna, que se dejaba ver a intervalos
por entre las oscuras nubes, se había remontado a la primera región del cielo. Cualquiera otro
hombre, impresionado por la soledad del sitio, el profundo silencio de la naturaleza y el fantástico
panorama de las sinuosidades del Moncayo, cuyas puntas coronadas de nieve parecían las olas de
un mar inmóvil y gigantesco, hubiera temido aventurarse por entre aquellos matorrales, adonde en
mitad del día apenas osaban llegar los pastores; pero el héroe y de nuestra relación que, como ya
habrán sospechado ustedes y si no lo han sospechado lo verán claro más adelante, debía ser un
magicazo de tomo y lomo, no satisfecho con haber trepado a la eminencia, se encaramó en la punta
de la más elevada roca y desde aquel aéreo asiento comenzó a pasear la vista a su alrededor con la
misma firmeza que el águila cuyo nido pende de un peñasco al borde del abismo contempla sin
temor el fondo.
Después que se hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un
estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un cabo de vela verde,
corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y huesosos en uno de los extremos del
estuche que parecía de metal y era a modo de linterna, y a medida que frotaba, veíase como una
lumbre sin claridad, azulada, medrosa e inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo
luz. Con aquella luz encendió el cabe, de la vela verde, a cuyo escaso resplandor y no sin haberse
calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a hojear el libro que para más
comodidad había puesto delante de sí sobre una de las peñas. Según que el nigromante iba pasando
las hojas del libro, llenas de caracteres árabes, caldeos y siríacos, trazados con tinta azul, negra,
roja y violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases ininteligibles y,
parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un estribillo singular con una especie de
salmodia lúgubre que acompañaba hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba
libre el cuidado de la vela, como si se dirigiese a alguna persona.
Concluida la primera parte de su mágica letanía, en la que unos tras otros había ido llamando por
sus nombres, que yo no podré repetir, a todos los espíritus del aire y de la tierra, del fuego y de las
aguas, comenzó a percibirse en derredor un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se
agitaban a la vez y murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los
días revueltos del otoño y cuando las nubes amontonadas en el horizonte parecen amenazar con
una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo formando un oscuro triángulo con un ruido
semejante. Mas lo particular del caso era que allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el
aleteo cada vez más próximo y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el
rumor de las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo semejaba cosa
de ilusión o ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas direcciones para contemplar a los que
sólo a sus ojos parecían visibles y, satisfecho al parecer del resultado de su primera operación,
volvió a la interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal, comenzó a
dejarse oír pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno un silencio tan
profundo que no parecía sino que la tierra, los astros y los genios de la noche estaban pendientes
de los labios del nigromante que ora hablaba con frases dulces y de suave inflexión, como quien
suplica, ora con acento áspero, enérgico y breve, como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que
al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio, parecido al que forman
en los templos las confusas voces de los fieles cuando, acabada una oración, todos contestan amén,
en mil diapasones distintos. El viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos
conjuros había ido exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro con
un gran golpe, dio un soplo a la vela verde y, despojándose de las antiparras redondas, se puso en
pie sobre la altísima peña donde estuvo sentado y desde donde se dominaban las infinitas
ondulaciones de la falda del Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan.
Allí, de pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al oriente y el otro al occidente,
alzó la voz y exclamó dirigiéndose a la infinita muchedumbre de seres invisibles y misteriosos
que, encadenados a su palabra por la fuerza de los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes.
-¡Espíritus de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir los troncos
más corpulentos, agitaos y obedecedme!
Primero suave, como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como
cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de las alas al plegarse y
desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a
hacerse espantoso como el de un huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos
saltaba y se retorcía en el cauce, espumarajeando y poniéndose de pie como una culebra furiosa; el
aire, agitado y terrible, zumbaba en los huecos de la peñas, levantaba remolinos de polvo y de
hojas secas y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los árboles. Nada más extraño y
horrible que aquella tempestad circunscrita a un punto, mientras la luna se remontaba tranquila y
silenciosa por el cielo, y las aéreas y lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un
sereno y luminoso vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una
fuerza oculta e interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos
arrojaban gemidos y chascaban próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento de sus
fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de sentirse sacudido el monte por tres
veces, las piedras se desencajaron y los árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a
saltar por los aires en furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia espesa en el lugar que de
antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales troncos y los inmensos témpanos de
granito y pizarra oscura, que hubiérase dicho que los arrojaban al azar, caían, no obstante, unos
sobre otros con admirable orden e iban formando una cerca altísima, a manera de bastión, que el
agua de los torrentes, arrastrando arenas, menudas piedrecillas y cal de su alvéolo, se encargaba de
completar, llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.
-La obra adelanta, ¡ánimo, ánimo! -murmuró el viejo; aprovechemos los instantes, que la noche es
corta y pronto cantará el gallo, trompeta del día.
Y esto diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de las
convulsiones de la montaña, y, como dirigiéndose a otros seres ocultos en su fondo, prosiguió:
-Espíritus de la tierra y del fuego: vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus entrañas y
circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava encendida y ardiente, agitaos y
cumplid mis órdenes.
Aún no había expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó a oír un rumor
sordo y continuo, como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue creciendo, creciendo, hasta
que se hizo semejante al que produce un escuadrón de jinetes que cruzan al galope el puente de
una fortaleza, y retumba el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las
cadenas y se oye, metálico y sonoro~ el choque de las armaduras, las lanzas y los escudos. A
medida que el ruido tomaba mayores proporciones, veíase salir por las grietas de las rocas un
resplandor vivo y brillante, como el que despide una fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía
por las concavidades del monte el fragor de millares de martillos que caían con un estrépito
espantoso sobre los yunques en donde los gnomos trabajaban el hierro de las minas, fabricando
puertas, rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y complemento de la
futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de describir, un desquiciamiento general y
horroroso: por un lado rebramaba el aire, arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en
la cúspide del monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los
árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían alternados sobre los
yunques, como llevando el compás en aquella diabólica sinfonía.
Los habitantes de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora barahúnda, no
osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa del extraño terremoto,
no faltando algunos que, poseídos del terror, creyeron llegado el instante en que, próxima la
destrucción del mundo, había de bajar la muerte a enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón
de un sudario, sobre un corcel fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el
Profeta.
Esto se prolongó hasta momentos antes de amanecer en que los gallos de la aldea comenzaron a
sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro y estridente. A esta sazón, el
rey, que se volvía a su corte haciendo pequeñas jornadas y que accidentalmente había dormido en
Tarazona, bien porque de suyo fuese madrugador y despabilado, bien porque extrañase la
habitación, que todo cabe en lo posible, saltaba de la cama listo como él solo y después de poner
en un pie, como las grullas, a su servidumbre, se dirigía a los jardines del palacio. Aún no habría
pasado una hora desde que vagaba al azar por el intrincado laberinto de sus alamedas, departiendo
con uno de sus capitanes todo lo amigablemente que puede departir un rey, y moro por añadidura,
con uno de sus súbditos, cuando llegó hasta él, cubierto de sudor y de polvo, el más ágil de los
corredores de la frontera y le dijo, previas las salutaciones de costumbre:
-Señor, hacia la parte de la raya de Castilla sucede una cosa extraordinaria. Sobre la cumbre del
monte de Trasmoz y donde ayer no se encontraban más que rocas y matorrales, hemos descubierto
al amanecer un castillo tan alto, tan grande y tan fuerte como no existe ningún otro en todos
vuestros estados. En un principio dudamos del testimonio de nuestros ojos, creyendo que tal vez
fingía la mole la niebla arremolinada sobre las alturas; pero después ha salido el sol, la niebla se ha
deshecho y el castillo subsiste allí oscuro, amenazador y gigante, dominando los contornos con su
altísima atalaya.
Oír el rey este mensaje y recordar su encuentro con el mendigo de las alforjas, todo fue una cosa
misma; y reunir estas dos ideas y lanzar una mirada amenazadora e interrogante a los que estaban a
su lado, tampoco fue cuestión de más tiempo. Sin duda su alteza árabe sospechaba que alguno de
sus emires, conocedores del diálogo del día anterior, se había permitido darle una broma sin
precedentes en los anales de la etiqueta musulmana, pues con acento de mal disimulado enojo
exclamó, jugando con el pomo de su alfanje de una manera particular con que solía hacerlo cuando
estaba a punto de estallar su cólera.
-¡Pronto, mi caballo más ligero y a Trasmoz, que juro por mis barbas y las del Profeta que, si es
cuento el mensaje de los corredores, donde debiera estar el castillo he de poner una picota para los
que le han inventado!
Esto dijo el rey, y minutos después, no corría, volaba camino de Trasmoz, seguido de sus
capitanes. Antes de llegar a lo que se llama el Somontano, que es una reunión de valles y alturas
que van subiendo gradualmente hasta llegar al pie de la cordillera que domina el Moncayo,
coronado de nieblas y de nubes como el gigante y colosal monarca de estos montes, hay, viniendo
de Tarazona, una gran eminencia que lo oculta a la vista hasta que se llega a la cumbre. Tocaba el
rey casi a lo más alto de esta altura, conocida hoy por la ciezma, cuando, con grande asombro suyo
y de los que le seguían, vio venir a su encuentro al viejecito de las alforjas con la misma túnica,
raída y remendada del día anterior, el mismo turbante hecho jirones y sucio, y el propio báculo
tosco y fuerte en que se apoyaba, cuando, en son de burla, después de haber oído su risible
propuesta, le arrojó una moneda para que comprase pan y cebollas. Detúvose el rey delante del
viejo, y éste, postrándose de hinojos y sin dar lugar a que le preguntaran cosa alguna, sacó de las
alforjas, envueltas en un paño de púrpura, dos llaves de oro, de labor admirable y exquisita,
diciendo al mismo tiempo que las presentaba a su soberano:
-Señor, yo he cumplido ya mi palabra, a vos toca sacar airosa de su empeño la vuestra.
-Pero, ¿no es fábula lo del castillo? -preguntó el rey entre receloso y suspenso, y fijando
alternativamente la mirada, ya en las magníficas llaves, que por su materia y su inconcebible
trabajo valían de por sí un tesoro, ya en el viejecillo, a cuyo aspecto miserable se renovaba en su
ánimo el deseo de socorrerle con una limosna.
-Dad algunos pasos más y le veréis -respondió el alcaide, pues una vez cumplida su promesa y
siendo la que le habían empeñado palabra de rey, que al menos en estas historias tiene fama de
inquebrantables, por tal podemos considerarle desde aquel punto.
Dio algunos pasos más; el soberano llegó a lo más alto de la Ciezma y, en efecto, el castillo de
Trasmoz apareció a sus ojos, no tal como hoy se ofrecería a ustedes, si por acaso tuvieran la
humorada de venir a verlo, sino tal como fue en lo antiguo, con sus cinco torres gigantes, su
atalaya esbelta, sus fosos profundos, sus puertas chapeadas de hierro, fortísimas y enormes, su
puente levadizo y sus muros coronados de almenas puntiagudas.
Al llegar a este punto de mi carta, me apercibo de que sin querer he faltado a la promesa que hice
en la anterior y ratifiqué al tomar hoy la pluma para escribir a ustedes. Prometí contarles la historia
de la bruja de Trasmoz y, sin saber cómo, les he relatado en su lugar la del castillo. Con estos
cuentos sucede lo que con las cerezas: sin pensarlo, salen unas enredadas en otras. ¿Qué le hemos
de hacer? Conseja por conseja, allá va la que primero se ha enredado en el pico de la pluma;
merced a ella, y teniendo presente su diabólico origen, comprenderán ustedes por qué las brujas,
cuya historia quedo siempre comprometido a contarles, tienen una marcada predilección por las
ruinas de este castillo y se encuentran en él como en su casa
El Contemporáneo
10 de julio, 1864 [A]
Carta VIII
Queridos amigos: En una de mi cartas anteriores dije a ustedes en qué ocasión y por quién me fue
referida la estupenda historia de las brujas que a mi vez he prometido repetirles. La muchacha que
accidentalmente se encuentra a mi servicio, tipo perfecto del país, con su apretador verde, su saya
roja y sus medias azules, había colgado el candil en un ángulo de mi habitación, débilmente
alumbrada, aun con este aditamento de luz, por una lamparilla, a cuyo escaso resplandor escribo.
Las diez de la noche acababan de sonar en el antiguo reloj de pared, único resto del mobiliario de
los frailes, y solamente se oían, con breves intervalos de silencio profundo, esos ruidos, apenas
perceptibles y propios de un edificio deshabitado e inmenso, que producen el aire que gime, los
techos que crujen, las puertas que rechinan y los animaluchos de toda calaña que vagan a su placer
por los sótanos, las bóvedas y las galerías del monasterio, cuando después de contarme la leyenda
que corre más válida acerca de la fundación del castillo y que ya conocen ustedes, prosiguió su
relato, no sin haber hecho antes un momento de pausa como para calmar el efecto que la primera
parte de la historia me había producido y la cantidad de fe con que podía contar en su oyente para
la segunda.
He aquí la historia, poco más o menos, tal como me la refirió mi criada, aunque sin sus giros
extraños y sus locuciones pintorescas y características del país, que ni yo puedo recordar ni, caso
que las recordase, ustedes podrían entender.
Ya había pasado el castillo de Trasmoz a poder de los cristianos y éstos a su vez, terminadas las
continuas guerras de Aragón y Castilla, habían concluido por abandonarle, cuando es fama que
hubo en el lugar un cura tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, tan humilde con sus
inferiores y tan lleno de ardiente caridad para con los infelices que su nombre, al que iba unida una
intachable reputación de virtud, llegó a hacerse conocido y venerado en todos los pueblos de la
comarca.
Muchos y muy señalados beneficios debían los habitantes de Trasmoz a la inagotable bondad del
buen cura que ni para disfrutar de una canonjía, con que en repetidas ocasiones le brindó el obispo
de Tarazona, quiso abandonarlos; pero el mayor sin duda fue el libertarlos, merced a sus santas
plegarias y poderosos exorcismos, de la incómoda vecindad de las brujas que desde los lugares
más remotos del reino venían a reunirse ciertas noches del año en las ruinas del castillo, que quizás
por deber su fundación a un nigromante miraban como cosa propia y lugar el más aparente para
sus nocturnas zambras y diabólicos conjuros. Como quiera que antes de aquella época, muchos
otros exorcistas habían intentado desalojar de allí a los espíritu infernales, y sus rezos y sus
aspersiones fueron inútiles, la fama de mosén Gil el Limosnero, que por este nombre era conocido
nuestro cura, se hizo tanto más grande cuanto más difícil o imposible se juzgó hasta entonces dar
cima a la empresa que él había acometido y llevado a cabo con feliz éxito gracias a la poderosa
intercesión de sus plegarias y al mérito de su buenas obras. Su popularidad y el respeto que los
campesinos le profesaban iban, pues, creciendo a medida que la edad, cortando, por decirlo así, los
últimos lazos que pudieran ligarle a las cosas terrenales, acendraba sus virtudes y el generoso
desprendimiento con que siempre dio a los pobres hasta lo que él había de menester para sí. De
modo que cuando el venerable sacerdote, cargado de años y de achaques, salía a dar una vueltecita
por el porche de su humilde iglesia, era de ver cómo los chicuelos corrían desde lejos para venir a
besarle la mano, los hombres se descubrían respetuosamente y las mujeres llegaban a pedirle su
bendición, considerándose dichosa la que podía alcanzar, como reliquia y amuleto contra los
maleficios, un jirón de su raída sotana. Así vivía en paz y satisfecho con su Suerte el bueno de
mosén Gil; mas como no hay felicidad completa en el mundo y el diablo anda de continuo
buscando ocasión para hacer mal a sus enemigos, éste, sin duda, dispuso que por muerte de una
hermana menor, viuda y pobre, viniese a parar a casa del caritativo cura una sobrina que él recibió
con los brazos abiertos y a la cual consideró desde aquel punto como apoyo providencial deparado
por la bondad divina para consuelo de su vejez.
Dorotea, que así se llamaba la heroína de esta verídica historia, contaba escasamente dieciocho
abriles; parecía educada en un santo temor de Dios, un poco encogida en sus modales, melosa en el
hablar y humilde en presencia de extraños como todas las sobrinas de los curas que yo he conocido
hasta ahora; pero tanto como la que más, o más que ninguna, preciada del atractivo de sus ojos
negros y traidores y amiga de emperejilarse y componerse. Esta afición a los trapos, según
nosotros los hombres solemos decir, tan general en las muchachas de todas las clases y de todos
los siglos y que en Dorotea predominaba exclusivamente a las demás aficiones, era causa continua
de domésticos disturbios entre la sobrina y el tío, que contando con muy pocos recursos en su
pobre curato de aldea y siempre en la mayor estrechez a causa de su largueza para con los
infelices, según él decía con una ingenuidad admirable, andaba desde que recibió las primeras
órdenes procurando hacerse un manteo nuevo y aún no había encontrado ocasión oportuna. De vez
en cuando, las discusiones a que daban lugar las peticiones de la sobrina solían agriarse, y ésta le
echaba en cara las muchas necesidades a que estaban sujetos y la desnudez en que ambos se veían
por dar a los pobres no sólo lo superfluo, sino hasta lo necesario. Mosén Gil, entonces, echando
mano de los más deslumbradores argumentos de su cristiana oratoria, después de repetir que
cuanto a los pobres se da a Dios se presta, acostumbraba decirla que no se apurase por una saya de
más o de menos para los cuatro días que se han de estar en este valle de lágrimas y miserias, pues
mientras más sufrimientos sobrellevase con resignación y más desnuda anduviese por amor hacia
el prójimo, más pronto iría, no ya a la hoguera que se enciende los domingos en la plaza del lugar
y emperejilada con una mezquina saya de paño rojo franjada de vellorí, sino a gozar del paraíso
eterno, danzando en torno de la lumbre inextinguible y vestida de la gracia divina, que es el más
hermoso de todos los vestidos imaginables. Pero váyale usted con estas evangélicas filosofías a
una muchacha de dieciocho años, amiga de parecer bien, aficionada a perifollos, con su ribetes de
envidiosa y con unas vecinas en la casa de enfrente que hoy estrenan un apretador amarillo,
mañana un jubón negro y el otro una saya azul turquí con unas franjas rojas que deslumbran la
vista y llaman la atención de los mozos a tres cuartos de hora de distancia.
El bueno de mosén Gil podía considerar perdido su sermón, aunque no predicase en desierto, pues
Dorotea, aunque callada no convencida, seguía mirando del mal ojo a los pobres que
continuamente asediaban la puerta de su tío, y prefiriendo un buen jubón y unas agujetas azules de
las que miraba suspirando en la calle de Botigas, cuando por casualidad iba a Tarazona, a todos los
adornos y galas que en un futuro más o menos cercano pudieran prometerle en el paraíso en
cambio de su presente resignación y desprendimiento.
En este estado de cosas, una tarde, víspera del día del santo patrono del lugar, y mientras el cura se
ocupaba en la iglesia en tenerlo todo dispuesto para la función que iba a verificarse a la mañana
siguiente, Dorotea se sentó triste y pensativa a la puerta de su casa. Unas mucho, otras poco, todas
las muchachas del pueblo habían traído algo de Tarazona para lucirse en el Mayo y en el baile de
la hoguera, en particular sus vecinas que, sin duda con intención de aumentar su despecho, habían
tenido el cuidado de sentarse en el portal a coserse las sayas nuevas y arreglar los dijes que les
habían feriado sus padres. Sólo ella, la más guapa y la más presumida también, no participaba de
esa alegre agitación, esas prisas de costura, ese animado aturdimiento que preludian entre las
jóvenes, y así en las aldeas como en las ciudades, la aproximación de una solemnidad por largo
tiempo esperada. Pero digo mal, también Dorotea tenía aquella noche su quehacer extraordinario;
mosén Gil le había dicho que amasase para el día siguiente veinte panes más que los de costumbre,
a fin de distribuírselos a los pobres después de concluida la misa.
Sentada estaba, pues, a la puerta de su casa la malhumora da sobrina del cura, barajando en su
imaginación mil desagradables pensamientos, cuando acertó a pasar por la calle una vieja muy
llena de jirones y de andrajos que, agobiada por el peso de la edad, caminaba apoyándose en un
palito.
-Hija mía -exclamó al llegar junto a Dorotea con un tono compungido y doliente-, ¿me quieres dar
una limosnita, que Dios te la pagará con usura en su santa gloria?
Estas palabras, tan naturales en los que imploran la caridad pública, que son como una fórmula
consagrada por el tiempo y la costumbre, en aquella ocasión y pronunciadas por aquella mujer
cuyos ojillos verdes y pequeños parecían reír con una expresión diabólica, mientras el labio
articulaba su acento más plañidero y lastimoso, sonaron en el oído de Dorotea como un sarcasmo
horrible, trayéndole a la memoria las magníficas promesas para más allá de la muerte con que
mosén Gil solía responder a sus exigencias continuas. Su primer impulso fue echar enhoramala a
la vieja; pero conteniéndose por respeto a ser su casa la del cura del lugar, se limitó a volverle la
espalda con un gesto de desagrado y mal humor bastante significativo. La vieja, a quien antes
parecía complacer que no afligir esta repulsa, aproximóse más a la joven y, procurando dulcificar
todo lo posible su voz de carraca destemplada, prosiguió de este modo, sonriendo siempre con sus
ojillos verdosos, como sonreiría la serpiente que sedujo a Eva en el paraíso.
-Hermosa niña, si no por el amor de Dios, por el tuyo propio, dame una limosna. Yo sirvo a un
señor que no se limita a recompensar a los que hacen bien a los suyos en la otra vida, sino que les
da en ésta cuanto ambicionan. Primero te pedí por el que tú conoces, ahora torno a demandarte
socorro por el que yo reverencio.
-¡Bah, bah!, dejadme en paz, que no estoy de humor para oír disparates -dijo Dorotea, que juzgó
loca o chocheando a la haraposa vieja que le hablaba de un modo para ella incomprensible y, sin
volver siquiera el rostro al despedirla tan bruscamente, hizo ademán de entrarse en el interior de la
casa; pero su interlocutora, que no parecía dispuesta a ceder con tanta facilidad en su empeño,
asiéndola de la saya la detuvo un instante y tornó a decirla:
-Tú me juzgas fuera de mi juicio; pero te equivocas. Te equivocas, porque no sólo sé bien lo que
yo hablo, sino lo que tú piensas, como conozco igualmente la ocasión de tus pesares.
Y cual si su corazón fuese un libro y éste estuviera abierto ante sus ojos, repitió a la sobrina del
cura, que no acertaba a volver en sí de su asombro, cuantas ideas habían pasado por su mente al
comparar su triste situación con la de las otras muchachas del pueblo.
-Mas no te apures -continuó la astuta arpía después de darle esta prueba de su maravillosa
perspicacia-, no te apures: hay un señor tan poderoso como el de mosén Gil y en cuyo nombre me
he acercado a hablarte so pretexto de pedir una limosna; un señor que no sólo no exige sacrificios
penosos de los que le sirven, sino que se esmera y complace en secundar todos sus deseos. Alegre
como un juglar, rico como todos los judíos de la tierra juntos, y sabio hasta el extremo de conocer
los más ignorados secretos de la ciencia, en cuyo estudio se afanan los hombres. Las que le adoran
viven en una continua zambra, tienen cuantas joyas y dijes desean, y poseen filtros de una virtud
tal que con ellos llevan a cabo cosas sobrenaturales, se hacen obedecer de los espíritus, del sol y de
la luna, de los peñascos de los montes y de las olas del mar, e infunden el amor o el aborrecimiento
en quien mejor les cuadra. Si quieres ser de los suyos, si quieres gozar de cuanto ambicionas, a
muy poca costa puedes conseguirlo. Tú eres joven, tú eres hermosa, tú eres audaz, tú no has nacido
para consumirte al lado de un viejo achacoso e impertinente que al fin te dejará sola en el mundo y
sumida en la miseria merced a su caridad extravagante.
Dorotea, que al principio se prestó de mala voluntad a oír las palabras de la vieja, fue poco a poco
internándose en aquella halagüeña pintura del brillante porvenir que podía ofrecerle, y aunque sin
desplegar los labios, con una mirada entre crédula y dudosa, pareció preguntarle en qué consistía
lo que debiera hacer para alcanzar lo que tanto deseaba. La vieja, entonces, sacando una botija
verde que traía oculta entre el harapiento delantal, le dijo:
-Mosén Gil tiene a la cabecera de su cama una pila de agua bendita de la que todas las noches,
antes de acostarse, arroja algunas gotas, pronunciando una oración, por la ventana que da frente al
castillo. Si sustituyes aquella agua con ésta, y después de apagado el hogar dejas las tenazas
envueltas en las cenizas, yo vendré a verte por la chimenea al toque de ánimas, y el señor a quien
obedezco y que en muestra de su generosidad te envía este anillo, te dará cuanto desees.
Esto diciendo, le entregó la botija, no sin haberle puesto antes en el dedo de la misma mano con
que la tomara un anillo de oro con una piedra hermosa sobre toda ponderación.
La sobrina del cura, que maquinalmente dejaba hacer a la vieja, permanecía aún irresoluta y más
suspensa que convencida de sus razones, pero tanto le dio sobre el asunto y con tan vivos colores
supo pintarle el triunfo de su amor propio ajado, cuando al día siguiente, merced a la obediencia,
lograse ir a la hoguera de la plaza vestida con un lujo desconocido, que al fin cedió a sus
sugestiones prometiendo obedecerla en un todo.
Pasó la tarde, llegó la noche, llegando con ella la oscuridad y las horas aparentes para los misterios
y los conjuros, y ya mosén Gil, sin caer en la cuenta de la sustitución del agua con un brebaje
maldito, había hecho sus inútiles aspersiones y dormía con el sueño reposado de los ángeles,
cuando Dorotea, después de apagar la lumbre del hogar y poner según fórmula las tenazas entre las
cenizas, se sentó a esperar a la bruja, pues bruja y no otra cosa podía ser la vieja miserable que
disponía de joyas de tanto valor como el anillo y visitaba a sus amigos a tales horas y entrando por
la chimenea.
Los habitantes de la aldea de Trasmoz dormían asimismo como lirones, excepto algunas
muchachas que velaban cosiendo sus vestidos para el día siguiente. Las campanas de la iglesia
dieron al fin el toque de ánimas, y sus golpes lentos y acompasados se perdieron, dilatándose en
las ráfagas de aire, para ir a expirar entre las ruinas del castillo. Dorotea que, hasta aquel momento
y una vez adoptada su resolución, había conservado la firmeza y sangre fría suficientes para
obedecer las órdenes de la bruja, no pudo menos de turbarse y fijar los ojos con inquietud en el
cañón de la chimenea, por donde había de verla, aparecer de un modo tan extraordinario. Ésta no
se hizo esperar mucho, y, apenas se perdió el eco de la última campanada, cayó de golpe entre la
ceniza en forma de gato gris y haciendo un ruido extraño y particular de estos animalitos cuando,
con la cola levantada y el cuerpo hecho un arco, van y vienen de un lado a otro acariciándose
contra nuestras piernas. Tras el gato gris cayó otro rubio, y después otro negro, más otro de los que
llaman moriscos, y hasta catorce o quince de diferentes dimensiones y color, revueltos con una
multitud de sapillos verdes y tripudos con un cascabel al cuello y una a manera de casaquilla roja.
Una vez juntos los gatos, comenzaron a ir y venir por la cocina, saltando de un lado a otro, éstos
por los vasares entre los pucheros y las fuentes, aquéllos por el ala de la chimenea, los de más allá
revolcándose entre la ceniza y levantando una gran polvareda, mientras que los sapillos, haciendo
sonar su cascabel, se ponían de pie al borde de las marmitas, daban volteretas en el aire o hacían
equilibrios y dislocaciones pasmosas, como los clowns de nuestros circos ecuestres. Por último, el
gato gris, que parecía el jefe de la banda y en cuyos ojillos verdosos y fosforescentes había creído
reconocer la sobrina del cura los de la vieja que le habló por la tarde, levantándose sobre las patas
traseras en la silla en que se encontraba subido, le dirigió la palabra en estos términos.
-Has cumplido lo que prometistes y aquí nos tienes a tus órdenes. Si quieres vernos en nuestra
primitiva forma y que comencemos a ayudarte a fraguar las galas para las fiestas y a amasar los
panes que te ha encargado tu tío, haz tres veces la señal de la cruz con la mano izquierda
invocando a la trinidad de los infiernos: Belcebú, Astarot y Belial.
Dorotea, aunque temblando, hizo punto por punto lo que se le decía, y los gatos se convirtieron en
otras tantas mujeres, de las cuales unas comenzaron a cortar y otras a coser telas de mil colores, a
cual más vistosos y llamativos, hilvanando y concluyendo sayas y jubones a toda prisa, en tanto
que los sapillos, diseminados por aquí y por allá, con unas herramientas diminutas y brillantes,
fabricaban pendientes de filigrana de oro para las orejas, anillos con piedras preciosas para los
dedos, o, armados de su tirapié y su lezna en miniatura, cosían unas zapatillas de tafilete tan monas
y tan bien acabadas que merecían calzar el pie de un hada. Todo era animación y movimiento en
derredor de Dorotea; hasta la llama del candil que alumbraba aquella escena extravagante parecía
danzar alegre en su piquera de hierro, chisporroteando y plegando y volviendo a desplegar su
abanico de luz que se proyectaba en los muros en círculos movibles, ora oscuros, ora brillantes.
Esto se prolongó hasta rayar el día, en que el bullicioso repique de campanas de la parroquia,
echadas a vuelo en honor del santo patrono del lugar, y el agudo canto de los gallos anunciaron el
alba a los habitantes de la aldea. Pasó el día entre fiestas y regocijos; mosén Gil, sin sospechar la
parte que las brujas habían tomado en su elaboración, repartía, terminada la misa, sus panes entre
los pobres; las muchachas bailaron en las eras al son de la gaita y el tamboril, luciendo los dijes y
las galas que habían traído de Tarazona; y, cosa particular, Dorotea, aunque al parecer fatigada de
haber pasado la noche en claro amasando el pan de la limosna, con no pequeño asombro de su tío,
ni se quejó de su suerte, ni hizo alto en las bandas de mozas y mozos que pasaban emperejilados
por sus puertas, mientras ella permanecía aburrida y sola en su casa.
Al fin llegó la noche, que a la sobrina del cura pareció tardar más que otras veces, mosén Gil se
metió en su cama al toque de oraciones, según tenía costumbre, y la gente del lugar encendió la
hoguera en la plaza donde debía continuar el baile. Dorotea, entonces, aprovechando el sueño de
su tío, se vistió apresuradamente con los hermosos vestidos, presente de las brujas, púsose los
pendientes de filigrana de oro, cuyas piedras blancas y luminosas semejaban sobre sus frescas
mejillas gotas de rocío sobre un melocotón dorado, y con sus zapatillas de tafilete y un anillo en
cada dedo se dirigió al punto en que los mozos y las mozas bailaban al son del tamboril y las
vihuelas, al resplandor del fuego, cuyas lenguas rojas, coronadas de chispas de mil colores, se
levantaban por cima de los tejados de las casas, arrojando a lo lejos las prolongadas sombras de las
chimeneas y la torre del lugar. Figúrense ustedes el efecto que su aparición produciría. Sus rivales
en hermosura, que hasta allí la habían superado en lujo, quedaron oscurecidas y arrinconadas, los
hombres se disputaban el honor de alcanzar una mirada de sus ojos y las mujeres se mordían los
labios de despecho. Como le habían anunciado las brujas, el triunfo de su vanidad no podía ser
más grande. Pasaron las fiestas del santo, y aunque Dorotea tuvo buen cuidado de guardar sus
joyas y sus vestidos en el fondo del arca, durante un mes no se habló en el pueblo de otro asunto.
-¡Vaya! ¡Vaya! -decían sus feligreses a mosén Gil-, tenéis a vuestra sobrina hecha un pimpollo de
oro. ¡Qué lujo! ¡Quién había de creer que después de dar lo que dais en limosnas aún os quedaba
para esos rumbos!
Pero mosén Gil, que era la bondad misma y que nada podía figurarse menos que la verdad de lo
que pasaba, creyendo que querían embromarle aludiendo a la pobreza y la humildad en el vestir de
Dorotea, impropias de la sobrina del cura, personaje de primer orden en los pueblos, se limitaba a
contestar sonriendo y como para seguir la broma:
-¡Qué queréis, donde lo hay, se luce!
Las galas de Dorotea hacían entre tanto su efecto. Desde aquella noche en adelante no faltaron
enramadas en sus ventanas, música en sus puertas y rondadores en las esquinas. Estas rondas, estos
cantares y estos ramos tuvieron el fin que era natural, y a los dos meses la sobrina del cura se
casaba con uno de los mozos mejor acomodados de pueblo, el cual, para que nada faltase a su
triunfo, hasta la famosa noche en que se presentó en la hoguera había sido novio de una de aquella
vecinas que tanto la hicieron rabiar en otras ocasiones sentándose a coser sus vestidos en el portal
de la calle. Sólo el pobre mosén Gil perdió desde aquella época para siempre el latín de sus
exorcismos y el trabajo de sus aspersiones. Las brujas, con grande asombro suyo y de sus
feligreses tornaron a aposentarse en el castillo, sobre los ganados cayeron plagas sin cuento, las
jóvenes del lugar se veían atacadas de enfermedades incomprensibles, los niños eran azotados por
las noches en sus cunas, y los sábados, después que la campana de la iglesia dejaba oír el toque de
ánimas, unas sonando panderos, otras añafiles o castañuelas y todas a caballo sobre sus escobas,
los habitantes de Trasmoz veían pasar una banda de viejas, espesa como las grullas, que iban a
celebrar sus endiablados ritos a la sombra de los muros y la ruinosa atalaya que corona la cumbre
del monte.
Después de oír esta historia he tenido ocasión de conocer a la tía Casca, hermana de la otra Casca
famosa, cuyo trágico fin he referido a ustedes, y vástago de la dinastía de brujas de Trasmoz que
comienza en la sobrina de mosén Gil y acabará no se sabe cuándo ni dónde. Por más que al decir
de los revolucionarios furibundos ha llegado la hora de las dinastías seculares, ésta, a juzgar por el
estado en que se hallan los espíritus en el país, promete prolongarse aún mucho, pues teniendo en
cuenta que la que vive no será para largo en razón a su avanzada edad, ya comienza a decirse que
la hija despunta en el oficio y una nietezuela tiene indudables disposiciones. Tan arraigada está
entre estas gentes la creencia de que de una en otra lo vienen heredando. Verdad es que, como ya
creo haber dicho antes de ahora, hay aquí en todo cuanto a uno le rodea un no sé qué de agreste,
misterioso y grande que impresiona profundamente el ánimo y lo predispone a creer en lo
sobrenatural.
De mí puedo asegurarles que no he podido ver a la actual bruja sin sentir un estremecimiento
involuntario, como si en efecto la colérica mirada que me lanzó, observando la curiosidad
impertinente con que espiaba sus acciones, hubiera podido hacerme daño. La vi hace pocos días,
ya muy avanzada la tarde, y por una especie de tragaluz, al que se alcanza desde un pedrusco
enorme de los que sirven de cimiento y apoyo a las casas de Trasmoz. Es alta, seca, arrugada, y no
lo querrán ustedes creer, pero hasta tiene sus barbillas blancuzcas y su nariz corva, de rigor en las
brujas de todas las consejas.
Estaba encogida y acurrucada junto al hogar, entre un sinnúmero de trastos viejos, pucherillos,
cántaros, marmitas y cacerolas de cobre, en las que la luz de la llama parecía centuplicarse con sus
brillantes y fantásticos reflejos. Al calor de la lumbre hervía yo no sé qué en un cacharro, que de
tiempo en tiempo removía la vieja con una cuchara. Tal vez sería un guiso de patatas para la cena,
pero impresionado a su vista y presente aún la relación que me habían hecho de sus antecesoras, no
pude menos de recordar, oyendo el continuo hervidero del guiso, aquel pisto infernal, aquella
horrible cosa sin nombre de las brujas de Macbeth de Shakespeare.
El Contemporáneo
17 de julio, 1864 [A]
Carta IX: LA VIRGEN DE VERUELA
A la señorita doña M. L. A.
Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado hasta hoy,
prometí a usted referirle la peregrina historia de la imagen en honor de la cual un príncipe
poderoso levantó el monasterio desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.
Es una historia que, aunque transmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo y testificada
aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte elevado en su conmemoración,
no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de toque a cuya prueba
se someten hoy día todas las verdades.
A esa terrible crítica que, alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones
gloriosas y los héroes nacionales y ha acabado por negar hasta el carácter divino de Jesús, ¿qué
concepto le podría merecer ésta que desde luego calificaría de conseja de niños?
Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde porque la mía es mala y sólo
así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para usted, para usted exclusivamente,
porque sé que las delicadas flores de la tradición sólo puede tocarlas la mano de la piedad y sólo a
ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin marchitar sus hojas.
En el valle de Veruela y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio hay, al fin
de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de
argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo merced a la
continuada acción de las lluvias y al que los años han prestado su color oscuro e indefinible, se ve
una especie de nicho que en su tiempo debió contener una imagen, y sobre el cónico chapitel que
lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie crecen y exhalan un
penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas hierbas, las aliagas espinosas y
amarillas, los altos romeros de flores azules y otra gran porción de plantas olorosas y saludables.
Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón
de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas y, en el verano, las ramas de los chopos, agitadas
por el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra.
Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él tuvo lugar, hará próximamente unos siete siglos, el
suceso que dio origen a la fundación del célebre monasterio de la orden del Císter, conocido con el
nombre de Santa María de Veruela.
Refiere un antiguo códice y es tradición constante en el país que, después de haber renunciado a la
corona que le ofrecieron los aragoneses a poco de ocurrida la muerte de don Alfonso en la
desgraciada empresa de Fraga, don Pedro Atares, uno de los más poderosos magnates de aquella
época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y donde en compañía de algunos de sus
leales servidores y como descanso de las continuas inquietudes, de las luchas palaciegas y del
batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus días entregado al ejercicio de la caza,
ocupación favorita de aquellos rudos y valientes caballeros, que sólo hallaban gusto durante la paz
en lo que tan propiamente se ha llamado simulacro e imagen de la guerra.
El valle en que está situado el monasterio, que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja, y la
falda del Moncayo que pertenece a Aragón eran entonces parte de su dilatado señorío, y como
quiera que de los pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí y allá por entre las quiebras del
terreno no existían más que las atalayas y algunas miserables casucas, abrigo de pastores, que las
tierras no se habían roturado ni las crecientes necesidades de la población habían hecho caer al
golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían, el valle de Veruela, con sus bosques de
encinas y carrascas seculares y sus intrincados laberintos de vegetación virgen y lozana, ofrecía
seguro abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por aquellas soledades en número prodigioso.
Aconteció una vez que, habiendo salido el señor de Borja rodeado de sus más hábiles ballesteros,
sus pajes y sus ojeadores a recorrer esta parte de sus dominios en busca de la caza en que era tan
abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones
del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar a la vuelta de la jornada como trofeo de la
expedición.
Dábase a todos los diablos don Pedro Atares y, a pesar de su natural prudencia, juraba y perjuraba
que había de colgar de una encina a los cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incomprensible
escasez de reses que por vez primera notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados de
permanecer tantas horas ociosos atados a la traílla; los ojeadores, roncos de vocear en balde,
volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos se disponían a tomar la vuelta del castillo para
salir de lo más espeso del carrascal antes que la noche cerrase tan oscura y tormentosa como lo
auguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre del vecino Moncayo, cuando de repente una
cierva, que parecía haber estado oyendo la conversación de los cazadores, oculta por el follaje,
salió de entre las matas más cercanas y, como burlándose de ellos, desapareció a su vista para ir a
perderse entre el laberinto del monte. No era aquélla seguramente la hora más a propósito para
darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de las nubes que poco a
poco iban entoldando el cielo, se hacía cada vez más densa; pero el señor de Borja, a quien
desesperaba la idea de volverse con las manos vacías de tan lejana excursión, sin hacer alto en las
observaciones de los más experimentados, dio apresuradamente la orden de arrancar en su
seguimiento y, mandando a los ojeadores por un lado y a los ballesteros por otro, salió a brida
suelta y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó rezagados en la furia de su carrera tras la
imprudente res que de aquel modo parecía haber venido a burlársele en sus barbas.
Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y a la media hora de
correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, así don Pedro Atares, que se había
quedado completamente solo, como los menos conocedores del terreno de su comitiva, se
encontraron perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la noche y la tormenta, que durante
toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó a descender lentamente por
su falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las llanuras como en un majestuoso paseo. Los que
las han presenciado pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de las repentinas tempestades
que estallan a aquella altura donde los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las
ardientes exhalaciones atraídas por la frondosidad de los árboles y el espeso turbión de granizo
congelado por las corrientes de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta el punto de
hacernos creer que los montes se desquician, que la tierra va a abrirse debajo de los pies o que el
cielo, que cada vez parece estar más bajo y ser más pesado, nos oprime como con una capa de
plomo. Don Pedro Atares, solo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde su
imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la
tempestad, que de cada vez se hacía mayor, ahogaba sus voces.
Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una
noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos;
su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como
clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, se escapó involuntaria de sus labios una
piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano caballero tenía costumbre de invocar en los más
duros trances de la guerra y que en más de una ocasión le había dado la victoria. La Madre de Dios
oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle. Yo quisiera tener la fuerza de imaginación
bastante para poderme figurar cómo fue aquello. Yo he visto pintadas por nuestros más grandes
artistas algunas de esas místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto también, a la misteriosa
luz de la gótica catedral de Sevilla, uno de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las
santas visiones, ha intentado fijar, para pasmo de los hombres, un rayo de esa diáfana atmósfera en
que nadan los ángeles como en un océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la intensidad
de las sombras en un punto del cuadro para dar mayor realce a aquel en que se entreabren las
nubes como en una explosión de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el
arte luchando con sus limitados recursos para dar idea de lo imposible.
Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos o con
colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea, todo lo abrillanta, que, por decirlo así,
se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su foco ardiente lo que
pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro cómo se iría descomponiendo el temeroso
fragor de la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes distantes, en rumor de alas, en
armonías extrañas de cítaras y salterios. Me figuro ramas inmóviles, el viento suspendido y la
tierra, estremecida de gozo con un temblor ligerísimo al sentirse hollada otra vez por la divina
planta de la Madre de su Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un instante sobre sus
hombros. Me figuro, en fin, todos los esplendores del cielo y de la tierra reunidos en un solo
esplendor, todas las armonías en una sola armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos, la
celestial señora, resplandeciendo como una llama más viva que las otras resplandece entre las
llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol brillaría otro sol más brillante.
Tal debió aparecer la Madre de Dios a los ojos del piadoso caballero que, bajando de su
cabalgadura y postrándose hasta tocar el suelo con la frente, no osó levantarlos mientras la celeste
visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en honra y gloria suya.
El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó a debilitar como la de un astro que se
eclipsa, la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire como el último eco de una música
lejana, y don Pedro Atares, lleno de un estupor indecible, corrió a tocar con sus labios el punto en
que había puesto sus pies la Virgen. Pero, ¡cuál no sería su asombro al encontrar en él una
milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria de
tan señalado favor, le dejaba, al desaparecer, la celestial señora!
A esta sazón, aquellos de sus servidores que habían logrado reunirse y que, después de haber
encendido algunas teas, recorrían el monte en todas direcciones haciendo señales en las trompas de
ojeo a fin de encontrar a su señor por entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de temer le
hubiera acontecido una desgracia, llegaron al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa
aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores todos del suceso, improvisáronse una andas
con las ramas de los árboles, y en piadosa procesión, llevando los caballos del diestro e
iluminándola con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo la milagrosa imagen hasta
Borja, en cuyo histórico castillo entraron al mediar la noche.
Como puede presumirse, don Pedro Atares no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo que
había manifestado la Virgen. Merced a sus fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades
que parecían oponerse a su erección y el suntuoso monasterio con su magnífica iglesia, semejante
a una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados muros, levantóse como por encanto en
medio de aquellas soledades.
San Bernardo en persona vino a establecer en él la comunidad de su regla y a asistir a la traslación
de la milagrosa imagen desde el castillo de Borja, donde había estado custodiada, hasta su
magnífico templo de Veruela, a cuya solemne consagración asistieron seis prelados y estuvieron
presentes muchos magnates y príncipes poderosos, amigos y deudos de su ilustre fundador, don
Pedro Atares, el cual, para eterna memoria del señalado favor que había obtenido de la Virgen,
mandó colocar una cruz y la copia de su divina imagen en el mismo lugar en que la había visto
descender del cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a usted al principio de esta carta, y
que todavía se conoce con el nombre de La Aparecida. Yo oí por primera vez referir la historia,
que a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes de haber visto el
monasterio, que ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se
esconden sus puntiagudas torres.
Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego los
umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano que guarda aún en su seno la
misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y a la que nuestros antepasados,
de una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas y grandes. Allí,
día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar en que se encontraba la imagen sobre un
escabel de oro doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del
templo, como una constelación de estrellas. Allí los piadosos monjes, vestidos de sus blancos
hábitos, entonaban a todas horas sus alabanzas en un canto grave y solemne que se confundía con
los amplios acordes del órgano. Allí los hombres de armas del monasterio, mitad templo, mitad
fortaleza, los pajes del poderoso abad y sus innumerables servidores la saludaban con ruidosas
aclamaciones de júbilo y como a la hermosa castellana de aquel castillo, cuando, en los días
clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un palio de tisú y
pedrería.
Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus altas
torres caídas por el suelo, la yedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, las ortigas y los
jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una profunda sensación de
involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus
enmohecidos goznes con un lamento agudo siempre que un curioso viene a turbar aquel alto
silencio y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el
fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de
símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos los
artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta
que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no
volverá a abrirse, ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las
campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es
preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en
el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que
descansan los hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arco que apenas si en mitad del día se
distingue entre las sombras eternas de aquellos medrosos pasadizos y donde una losa negra, sin
inscripción y con una espada groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso
don Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.
Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande de
nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas y
formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta de Valencia hace
las veces de pila para el agua bendita. De las robustas bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal
que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido; en los pilares se ven las estacas y las
anillas de hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo franjado de oro, de las que sólo queda
la memoria; entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el órgano. No hay vidrios en las
ojivas que dan paso a la luz, no hay altares en las capillas, el coro está hecho pedazos, el aire, que
penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un
modo tan particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba. Tal es el efecto
que produce la iglesia del monasterio cuando por primera vez se traspasan sus umbrales.
Allí, sobre un mezquino altar hecho de los despedazados restos de otros altares recogidos por
alguna mano piadosa y alumbrado por una lamparilla de cristal, con más agua que aceite, cuya luz
chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la santa imagen, objeto de tanta veneración en
otras edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos próceres ilustres, a la
puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en señal de vasallaje un monarca español que,
atraído por la fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no muy remota, el tributo de sus
oraciones. De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria, sólo
queda ya un recuerdo en las antiguas crónicas del país y una piadosa tradición entre los
campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del monasterio
para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruela que para ellos, así en la época de su grandeza
como la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.
En cuanto a mí, puedo asegurar a usted que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado de
tumbas silenciosas donde descansan ilustres próceres, sin descubrir al pie del ara que la sostiene
más que las mudas e inmóviles figuras de los abades muertos, esculpidos groseramente sobre las
losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la milagrosa imagen, cuya historia conocía de
antemano, me infundió más hondo respeto, me pareció más hermosa, más rodeada de una
atmósfera de solemnidad y de grandeza indefinibles que otras muchas que había visto antes en
retablos churriguerescos, muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas de luces en forma de
pirámides y de estrellas, muy engalanadas con profusión de flores de papel y de trapo.
A usted, y a todo el que sienta en su alma la verdadera poesía de la religión, creo que le sucedería
lo mismo.
El Contemporáneo
6 de octubre, 1864 [A]
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