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EN LOS LIMITES DE LA REALIDAD

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domingo, 1 de diciembre de 2013

Anne Rice - Taltos - 4

Anne Rice - Taltos
4



30
Cómo sería la cueva por dentro, me pregunté. No sentía ningún deseo de oír voces del infierno, pero tal vez oyera un coro celestial.
Tras pensarlo detenidamente, decidí pasar de largo. Me esperaba un largo viaje. Era muy temprano para de­tenerme a descansar. Además, estaba ansioso por ale­jarme de aquel lugar.
Cuando me disponía a dar un rodeo para evitar la cueva, oí una voz que me llamaba. Era la voz de una mujer, muy suave y etérea, como si no procediera de ningún lugar determinado.
-Te estaba esperando, Ashlar -dijo la voz.
Me volví, pero no vi nada. Reinaba una oscuridad siniestra.
«Será una de las mujeres de los seres diminutos -pen­sé-, que intenta seducirme.» Reemprendí mi camino, pero al cabo de unos momentos volví a oír la voz, suave como un beso.
-Ashlar, rey de Donnelaith, te estoy esperando.
Miré la pequeña choza, con sus luces que parpadea­ban en la oscuridad, y vi a una mujer de pie ante la puerta. Tenía el cabello rojo, y una piel muy pálida. Era humana y a la vez una bruja, y de ella emanaba un leve aroma de bruja, lo cual podía significar, o no, que por sus venas corría sangre de los Taltos.
Debí proseguir mi camino sin detenerme. Las bru­jas siempre causan conflictos. Sin embargo, era una mujer muy bella, y al contemplar su silueta en la som­bra creí por unos instantes que se trataba de la desgra­ciada Janet.
Cuando se acercó vi que tenía los ojos verdes de mirada severa, la nariz recta y una boca que parecía ta­llada en mármol, al igual que Janet. Tenía sus mismos pechos menudos y redondos, y el cuello largo y esbel­to. Todo ello, rematado por una espléndida melena pe­lirroja, le proporcionaba un encanto irresistible.
-¿Qué quieres de mí? -pregunté.
-Que vengas a vivir conmigo -respondió la mu­jer-. Te invito a entrar en mi casa.
-Estás loca, jamás lograrás seducirme -afirmé.
La mujer se echó a reír, como ya habían hecho otras muchas brujas antes que ella, y dijo:
-Pariré un gigante, un hijo tuyo.
Yo sacudí la cabeza y respondí:
-Aléjate de mí, y da gracias a Dios que no me dejo tentar con facilidad. Eres muy hermosa. Quizás otro Taltos acepte tu proposición. ¿No tienes a nadie que te proteja?
-Ven, entra en mi casa -insistió la mujer, avan­zando hacia mí.
A la luz de los débiles rayos que se filtraban por las ramas, la prolongada y dorada luz del atardecer, obser­vé su dentadura blanca y perfecta, el perfil de sus pe­chos debajo de su fina blusa de encaje, sostenidos por un ceñido corpiño de cuero.
«No hay nada malo en que yazca un rato con ella -pensé-, en que roce simplemente sus pechos con mis labios. Pero es una bruja. ¿Cómo se me ocurre pensar siquiera en ello?»
-Ashlar -dijo la mujer-, todos conocemos tu historia. Sabemos que eres el rey que traicionó a su pueblo. ¿Deseas preguntar a los espíritus de la cueva qué debes hacer para ser perdonado?
-¿Perdonado? Sólo Jesús puede absolverme de to­dos mis pecados -respondí-. Me marcho.
-¿Qué poder tiene Jesús para alterar la maldición que lanzó Janet contra ti?
-No me provoques -contesté. La deseaba. Y cuan­to más me enfurecía, menos me importaba el hecho de que fuera una bruja.
-Acompáñame -dijo ella-. Bebe un sorbo de la pócima que hay junto al fuego. Luego entra en la cueva y verás a los espíritus que lo saben todo, rey Ashlar.
La mujer se detuvo junto a mi caballo y cuando apo­yó su mano sobre la mía sentí un intenso deseo de poseer­la. Poseía los penetrantes ojos de una bruja, a través de los cuales parecía asomar el alma de Janet. Casi sin darme cuenta, la mujer me ayudó a desmontar y caminamos cogi­dos de la mano a través de los espesos matorrales y saúcos.
La atmósfera de la pequeña choza era siniestra e . irrespirable. No había ventanas.
Sobre el fuego, observé una caldera que colgaba de un largo palo. Pero el lecho estaba limpio, cubierto con una sábana de lino exquisitamente bordada.
-Un lecho digno de un rey -señaló la mujer.
Eché un vistazo a mi alrededor y vi una puerta abierta, frente a la otra por la que habíamos entrado, que parecía conducir a un tenebroso túnel.
-Es el pasadizo secreto que conduce a la cueva -dijo la mujer.
De pronto me besó la mano y me obligó a tenderme en el lecho. Luego se acercó a la caldera y llenó una tos­ca taza de arcilla con el brebaje que contenía aquélla.
-Bébelo, majestad -dijo la mujer-, y los espíri­tus de la cueva podrán verte y oírte.
«O yo los veré y oiré a ellos», pensé. Dios sabe las hierbas y esencias que habría echado en el brebaje; ésas que hacían enloquecer a las brujas y bailar como los Taltos a la luz de la luna. Yo conocía bien sus trucos.
-Bébelo, está muy dulce -dijo la mujer.
-Sí, veo que contiene miel -respondí.
Mientras observaba la taza, decidido a no probar ni una gota, la mujer me sonrió y yo le devolví la sonrisa. De pronto me llevé la taza a los labios y, sin darme cuenta, bebí un buen trago del brebaje. Luego cerré los ojos.
-¿Y si... y si fuera realmente mágico? -murmuré sonriendo. Empezaba a ver visiones.
-Acuéstate conmigo -dijo la mujer.
-Por tu propio bien, no me tientes -contesté.
Pero ella me quitó la espada y yo no opuse ninguna resistencia. Tras cerrar la puerta, me tumbé en el lecho y la obligué a situarse debajo de mí. Cuando le quité la blusa y vi sus pechos, casi sentí deseos de llorar. ¡Cómo ansiaba beber la leche de los Taltos! Esa bruja no era madre, no tenía leche de ninguna clase, ni humana ni de Taltos. No obstante, deseaba succionar sus dulces pe­chos, morderle los pezones y lamerlos.
«No hay ningún mal en ello -pensé-. Cuando la bruja esté excitada y húmeda de deseo, introduciré los dedos entre sus labios cubiertos de vello y haré que se estremezca de placer.»
Empecé a succionarle los pechos, a besarla y acari­ciarla. Tenía una piel suave y lozana, y desprendía un olor a mujer joven. Gozaba oyéndola suspirar y sin­tiendo el tacto de su vientre, blanco y liso, contra mi mejilla. Cuando le bajé la falda comprobé que el vello de su pubis era rojo como el de su cabellera, cálido y suavemente rizado.
-Qué hermosa eres, bruja -murmuré. -Tómame, rey Ashlar -contestó ella.
Lamí sus pechos con pasión, dejando que mi pene sufriera, a la vez que pensaba: «No, no quiero matarla. Es una necia, pero no merece morir por ello.» Pero la bruja guió mi verga entre sus piernas, oprimiendo la punta contra su pubis, y de golpe decidí, como habría hecho cualquier macho, que si realmente quería que la poseyera me esmeraría en complacerla.
La penetré con fuerza, como si se tratara de una hembra Taltos, gozando con el calor de su cuerpo. Ella se echó a llorar e invocó los nombres de unos espíritus desconocidos para mí.
Todo terminó en un instante. La mujer me miró son­riente, medio adormilada.
-Bébete la pócima -dijo- y entra en la cueva.
Luego cerró los ojos y se quedó dormida.
Apuré la taza de un trago. ¿Por qué no?, me dije. Al fin y al cabo, había llegado hasta las mismas puertas de la cueva. ¿Y si sus remotas y tenebrosas entrañas guar­dasen algo importante, un último secreto que mi tierra de Donnelaith me brindaba? El futuro me reservaba sin duda numerosas desventuras, sufrimientos y desilu­siones.
Me levanté, me colgué la espada del cinto por si te­nía que defenderme, cogí un tosco pedazo de cera con una mecha, que la bruja conservaba junto al lecho, en­cendí la mecha y penetré en la cueva por la puerta se­creta.
Avancé a través de la oscuridad, palpando los mu­ros de la cueva, hasta que al fin llegué a un lugar fresco y abierto, desde el cual divisé a lo lejos un rayo de luz que procedía del exterior. Me encontraba sobre la en­trada principal de la cueva.
Seguí avanzando, con la rudimentaria lámpara en mis manos. De pronto me detuve, sobresaltado. En el sue­lo, a mi alrededor, había un sinfín de calaveras, algunas tan viejas que eran poco más que un montón de polvo.
Deduje que ese lugar había sido una especie de cá­mara mortuoria donde ciertas tribus enterraban única­mente las cabezas de los difuntos, en la creeencia de que podían comunicarse con los espíritus a través de éstas.
Me dije que resultaba ridículo que me asustara ante la visión de unas calaveras. Al mismo tiempo, me sentí muy débil.
-Debe de ser la pócima que he bebido -murmu­ré-. Descansaré un rato.
Me senté y apoyé la espalda en el muro que tenía a mi izquierda, y observé la amplia cámara y sus nume­rosas y grotescas máscaras fúnebres.
La tosca vela se me cayó de la mano, pero no se apa­gó. Cuando traté de inclinarme para sacarla del peque­ño charco de lodo donde había caído, comprobé que no podía moverme.
Lentamente alcé la cabeza y vi a mi Janet.
Ésta se dirigió hacia mí a través de la cámara de las calaveras con paso lento, como si no fuera real, sino el personaje de un sueño.
-Pero estoy despierto -dije en voz alta.
Ella asintió con un leve gesto de la cabeza, sonrió y se detuvo ante la débil luz de la vela que yacía en el suelo.
Lucía la misma túnica de seda rosa que vestía el día en que murió en la hoguera. Comprobé horrorizado que las llamas habían devorado buena parte de la túnica, a través de cuyos jirones relucía la piel blanca y suave de Janet. Su largo cabello rubio tenía las puntas chamusca­das, y sus mejillas, manos y pies estaban manchados de ceniza. Sin embargo estaba ante mí, viva.
-¿Qué quieres de mí, Janet? ¿Qué quieres decirme?
-¿Qué quieres decirme tú a mí, mi amado rey? Te seguí desde el gran círculo en el sur hasta Donnelaith y tú me destruiste.
-No me maldigas, amable espíritu -contesté, in­corporándome de rodillas-. Proporcióname eso que puede ayudarnos a todos. Busqué el camino del amor, y resultó ser el camino de la ruina.
Al principio Janet me miró desconcertada, como si no me comprendiese. Luego se puso seria y, cogiéndo­me la mano, pronunció las siguientes palabras como si se trataran de nuestro secreto.
j-¿Deseas hallar otro paraíso, señor? -preguntó-. ¿Deseas construir otro monumento como el que de­jaste en la planicie, y que perdurará eternamente? ¿O prefieres idear un baile tan sencillo y lleno de gracia que todos los pueblos del mundo sean capaces de eje­cutarlo?
-Prefiero el baile, Janet. El nuestro será un inmen­so círculo vivo.
-¿Te gustaría crear una canción tan dulce que nin­gún hombre o mujer de raza alguna sea capaz de resis­tirse a ella?
-Sí -respondí-, y cantarla eternamente.
Janet me miró con cierto estupor. Luego sonrió y dijo:
-Entonces, acepta la maldición que arrojo sobre ti.
Al oír sus palabras rompí a llorar.
Janet me indicó, sin perder la calma, que me tran­quilizara. Luego entonó este poema en la suave y rápi­da lengua de los Taltos:

Tu empresa está condenada al fracaso, tu camino es largo.
Tu invierno acaba de comenzar.
Estos tiempos amargos se convertirán en mito
la memoria perderá su significado.
Pero cuando al fin veas sus brazos
extendidos en señal de perdón,
no retrocedas ante lo que la Tierra puede ofrecerte c
uando la lluvia y los vientos la alimenten.
La semilla retoñará, las hojas se abrirán,
las ramas se cubrirán de flores,
por más que las ortigas traten de aniquilarlas,
y los hombres de pisotearlas.
El baile, el círculo y la canción,
constituirán la llave del cielo,
y las cosas que antaño despreciaron los poderosos
serán hoy su salvación.

La cueva se oscureció, la pequeña vela se estaba ex­tinguiendo, y con un leve gesto de la mano en señal de despedida, la mujer sonrió una vez más y desapareció.
Sus palabras quedaron grabadas en mi mente como las inscripciones talladas en las piedras que formaban el círculo. Las vi y las fijé en mi memoria mientras se des­vanecía el último eco de su voz.
La cueva estaba a oscuras. Lancé un grito de temor mientras buscaba en vano la vela que se había extingui­do. Luego me levanté de un salto y vi, al otro lado del túnel por el que había penetrado, el resplandor del fue­go que ardía en la choza.
Me enjugué los ojos, conmovido por el amor que sentía hacia Janet y confuso de alegría y dolor al mismo tiempo, y corrí hacia la pequeña y cálida choza. Al en­trar vi a la bruja de cabello rojo tendida en el lecho.
Durante unos momentos supuse que era Janet; no el amable espíritu que me había mirado con amor y ha­bía recitado unos versos que prometían redención, sino la mujer que había muerto abrasada en la hoguera, en medio de atroces tormentos, mientras las llamas devo­raban su cabello y sus huesos. De pronto arqueó la es­palda y se volvió hacia mí, suplicándome que la salvara. Pero al tenderle la mano para rescatarla de las llamas que la consumían, se convirtió de nuevo en la bruja, la mujer pelirroja que me había atraído hacia su lecho y me había dado el brebaje.
Muerta, blanca, silenciosa, sus ropas empapadas en sangre, la pequeña choza convertida en una tumba, el fuego del hogar en una baliza luminosa.
Me persigné y salí de allí.
La oscuridad era tan intensa que no pude hallar mi caballo. Al cabo de unos instantes oí las risas de los se­res diminutos.
Desesperado y aterrado por la visión que había te­nido, comencé a rezar y a maldecirlos. Los desafié a que salieran de su escondite y pelearan conmigo. Al ca­bo de unos momentos me vi rodeado por los malévolos seres. Conseguí derribar a dos de ellos con mi espada y el resto salió huyendo, pero no antes de arrancarme la túnica y el cinturón y de robarme mis escasas pertenen­cias. También se llevaron mi caballo.
Convertido en un vagabundo sin otro bien que mi espada, ni siquiera intenté perseguirlos.
Eché a andar hacia la carretera dejándome guiar por mi instinto, y por las estrellas, como solemos hacer los Taltos. Cuando apareció la luna en el cielo, ya había de­jado atrás mi tierra rumbo hacia el sur.
No me volví para contemplar Donnelaith por últi­ma vez.
Me dirigí a la tierra del eterno verano, Glastonbury, y subí a la colina sagrada donde José había plantado un espino. Me lavé las manos en el Pozo del Cáliz. Bebí su agua. Atravesé Europa para reunirme con el papa Gre­gorio en las ruinas de Roma, fui a Bizancio y, finalmen­te, a Tierra Santa.
Pero mucho antes de que mi periplo me llevara al palacio del papa Gregorio, entre las escuálidas ruinas de los grandes monumentos paganos de Roma, mi si­tuación había cambiado por completo. Ya no era un sa­cerdote, sino un viajero, un estudioso que anhelaba co­nocer mundo.
Podría contaros cientos de anécdotas de aquellos tiempos, como por ejemplo cómo llegué a conocer a los padres de Talamasca. Pero no conozco su historia, no sé de ellos más de lo que sabéis vosotros, cosa que que­dó confirmada una vez que Gordon y sus secuaces fue­ron descubiertos.
En Europa encontré de vez en cuando a algunos Taltos, hombres y mujeres. Supuse que siempre me tro­pezaría con alguno con el que poder sentarme junto al fuego a charlar sobre la tierra perdida, la planicie y to­das las cosas que recordábamos.
Hay algo más que deseo explicaros.
En el año 1228 regresé a Donnelaith. Hacía mucho tiempo que no había visto a ningún Taltos, lo cual em­pezaba a preocuparme. No cesaba de pensar en la mal­dición y la poesía que me había dedicado Janet.
Llegué fingiendo ser un viejo y solitario escocés que recorría su tierra, deseoso de conversar con los bardos de las tierras altas sobre sus historias y leyendas.
Me llevé un gran disgusto al comprobar que la vieja iglesia sajona había desaparecido y había sido sustitui­da por aquella inmensa catedral que se hallaba a la en­trada de una importante población mercantil.
Tenía ganas de volver a ver la antigua iglesia. No obstante, ¿quién no se habría sentido impresionado an­te esa imponente estructura y el gigantesco castillo de los condes de Donnelaith que custodiaba el valle?
Con la espalda encorvada y estirándome la capucha a fin de disimular mi exagerada estatura, recorrí el valle apoyado en el bastón, dando las gracias de que mi torre siguiera en pie, junto con muchas otras torres de piedra que habían construido mis gentes.
Derramé lágrimas de gratitud cuando comprobé que el círculo de piedras, alejado de las fortalezas, per­manecía en pie en medio de la hierba como emblema im­perecedero de los bailarines que antiguamente se reunían aquí.
La mayor sorpresa, sin embargo, la recibí al entrar en la catedral y, tras introducir los dedos en la pila de gua bendita, alzar la cabeza y contemplar la vidriera de san Ashlar.
Era mi viva imagen, vestido con ropas sacerdotales y luciendo una larga cabellera como la que yo solía lle­var en aquellos tiempos, la que me observaba con unos ojos oscuros tan parecidos a los míos que sentí un esca­lofrío de temor. Estupefacto, leí la oración que aparecía escrita en latín.

San Ashlar, amado siervo de Jesús
y de la Virgen María,
el cual regresará de nuevo.

Sana a los enfermos,
consuela a los afligidos,
alivia los sufrimientos
de los moribundos.

Sálvanos
de las tinieblas eternas.
Expulsa a los demonios del valle.
Muéstranos el camino
hacia la Luz.

Contemplé la imagen durante largo rato, con los ojos anegados de lágrimas. No comprendía cómo había sucedido aquello. Fingiendo aún ser un pobre joroba­do, me acerqué al altar mayor para rezar mis oraciones, y luego me dirigí a la taberna.
Allí pagué al bardo para que interpretara las viejas canciones que yo conocía, pero ninguna me resultó fa­miliar. La lengua de los pictos había muerto. Nadie co­nocía la escritura que aparecía en las cruces del cementerio.
Le pedí que me hablara sobre ese santo,
El bardo me reguntó si yo era realmente escocés. ¿Acaso no había oído hablar nunca de Ashlar, el gran rey pagano de los pictos que convirtió a todo el valle a la fe cristiana?
¿Ni del mágico manantial en el que realizaba sus milagros? Sólo tenía que bajar la colina para verlo.
Ashlar el Grande había construido en aquel lugar la primera iglesia criatiana, allá por el año 586, y más tar­de partió en peregrinación hacia Roma, pero fue asesi­nado por unos bandidos antes de conseguir abandonar el valle.
En la cripta se guardaban sus sagradas reliquias, los restos de su manto cubierto de sangre, su cinturón de cuero, su crucifijo y una carta nada menos que de san Columba dirigida a Ashlar. En el scriptorium podía ver un salterio que el propio Ashlar había escrito según el estilo del gran monasterio de lona.
-Comprendo -dije-. Pero ¿qué significa esa cu­riosa oración y las palabras «el cual regresará de nuevo»?
-Es una vieja historia. Le aconsejo que vaya maña­na a la iglesia y observe al sacerdote que oficia la misa. Verá a un joven de gran estatura, casi tan alto como us­ted. Ese tipo de individuos son muy frecuentes en esta región. Pero según dicen, ese sacerdote es el mismo Ashlar, que ha regresado a la Tierra. Cuentan las histo­rias más fantásticas sobre su nacimiento, que nació ha­blando y cantando, dispuesto a servir a Dios, viendo visiones del gran santo, de la batalla sagrada de Donne­laith y de Janet, la bruja pagana que murió en la hogue­ra por intentar impedir que el valle se convirtiera al cristianismo.
-¿Es eso cierto? -pregunté, vivamente impre­sionado.
¿Cómo era posible? Un Taltos salvaje, nacido de padres humanos que ignoraban que portaban la semi­lla de los Taltos en su sangre. No. Resultaba imposible. ¿Qué clase de humanos eran capaces de crear un Tal­tos? Debía tratarse de un híbrido, procesado por un  misterioso gigante que había aparecido de noche y ha­bía copulado con una mujer dotada de poderes hechi­ceros, dejándola preñada de un monstruo.
-Ha sucedido en tres ocasiones a lo largo de nues­tra historia -dijo el bardo-. A veces, la madre ni si­quiera quiera sabe que está preñada; otras, está en su tercera o cuarta luna. Nadie sabe cuándo la criatura que lleva en el vientre empezará a crecer y convertirse en la imagen del santo, que ha regresado para salvar a su pueblo.
-¿Quienes eran los padres de esas criaturas?
-Hombres muy importantes del clan de Donne­laith. San Ashlar fue el fundador del clan. Pero corren unas historias muy extrañas por estos bosques. Cada clan tiene sus secretos. No es prudente hablar aquí de ello, pero de vez en cuando nace un niño gigante que
no sabe nada del santo. He visto a uno de ellos con mis propios ojos. En el momento de nacer medía un palmo más que su padre. Murió al poco de nacer, tendido jun­to al hogar y, entre chillidos de terror, aunque no poseí­do por unas visiones divinas, sino invocando a gritos el círculo pagano de piedras. Pobre infeliz. Decían que era un brujo, un monstruo. ¿Sabe lo que hacen con esas criaturas?
-Las queman en la hoguera.
-Así es contestó el bardo-. Se trata de un es­pectáculo espantoso. Sobre todo cuando la criatura es una mujer, a la que consideran hija del diablo y conde­nan sin juzgarla siquiera, puesto que es imposible que sea Ashlar. Pero esto es Escocia, donde han imperado siempre unos usos y costumbres muy misteriosos.
-¿Ha visto usted alguna vez una de esas criaturas hembras? -pregunté.
-No -respondió el hombre-. Jamás. Pero algu­nos afirman conocer a personas que las han visto. Se cuentan muchas historias. Dicen que los brujos, así co­mo quienes se aferran a los ritos paganos, sueñan con unir un día al macho y a la hembra. Pero no debemos hablar de estas cosas aquí. Toleramos la presencia de las brujas y hechiceros porque son capaces de curar, pero nadie cree sus historias, ni las considera aptas para los oídos de un buen cristiano.
-Comprendo -dije, dándole las gracias por la in­formación.
No esperé a asistir a la misa del día siguiente para ver al alto y extraño sacerdote.
Percibí su olor en cuanto me acerqué a la rectoría y él, al captar el mío, se apresuró a abrirme la puerta. Yo ya no andaba encorvado, y él tampoco trató de disimu­¡lar su estatura. Nos miramos frente a frente.
Observé en él un temperamento afable, una mira­da casi tímida, los labios suaves y una piel tan viva y tersa como la de un niño. ¿Era realmente hijo de dos seres humanos, de dos poderosos brujos? ¿Creía en su destino?
Por fortuna, había nacido recordando la batalla que nos había cubierto de gloria y la época más feliz de nuestra existencia. Y había elegido la vieja profesión a la que estábamos predestinados desde hacía cientos de años.
El joven sacerdote se acercó a mí. Abrió la boca pa­Ira decir algo. Quizá no daba crédito a sus ojos al tener ante sí a un ser que era idéntico a él.
-Padre -dije en latín, suponiendo que preferiría que me dirigiera a él en esa lengua-, ¿es hijo de una madre y un padre humanos?
-¡Por supuesto! -respondió, visiblemente asusta­do-. Ve a ver a mis padres, pregúntaselo a ellos direc­tamente.
El joven sacerdote estaba pálido y tembloroso.
-¿Dónde están las hembras de su especie? -pregunté.
-¡No existe tal cosa! -replicó. Estaba tan aterrido que temí que saliera huyendo-. ¿De dónde viene hermano? Pide perdón a Dios por tus pecados.
-¿Nunca ha visto a una hembra de nuestra especie?
El sacerdote sacudió la cabeza en señal de negación.
-Yo soy el elegido, hermano -me explicó-. El elegido de san Ashlar.
Luego agachó la cabeza con humildad y se sonrojó como si hubiera cometido un pecado de orgullo.
-Adiós -dije, y salí de la rectoría.
Abandoné la población y me dirigí de nuevo al cía­lo de piedras. Un vez allí, canté una vieja canción tambaleándome a causa del fuerte viento, y luego me dirigí al bosque.
El sol despuntaba a mis espaldas cuando empecé a ascender la frondosa colina en busca de la vieja cueva. Era un lugar inhóspito, tan siniestro como hacía quinientos años, pero no había ni rastro de la choza de a bruja.
A la luz de aquel amanecer, tan frío como un crepúsculo invernal, oí una voz que pronunciaba mi nombre.
-¡Ashlar!
Me volví apresuradamente y escudriñé el tenebroso bosque.
-¡Ashlar, el maldito!
-¡Eres tú, Aiken Drumm! -exclamé.
Le oí lanzar una mezquina risotada y de golpe aparecieron los seres diminutos, vestidos de verde con objeto de pasar inadvertidos entre las hojas y los arbustos. Observé sus crueles rostros.
-Aquí no hay ninguna mujer gigante para ti, Ashlar -dijo Aiken Drumm-. Ni la habrá jamás. Tampoco ­hallarás a ningún hombre de tu especie, salvo a un apocado sacerdote, hijo de unos brujos, que cae de rodi­llas cada vez que oye el sonido de nuestras gaitas. ¡Acér­cate! Toma a una de nuestras hembras por esposa, una joven, dulce y arrugada hembra, y date por satisfecho.
Los seres diminutos empezaron a tocar sus tambo­res y a entonar una canción. Percibí sus notas disonan­tes, melancólicas, estremecedoras, pero curiosamente familiares. Luego sonaron las gaitas. Era una antigua canción que los Taltos solíamos cantar, y que les había­mos enseñado a ellos.
-¡Quién sabe, Ashlar, quizás uno de los hijos que engendres entre nosotros sea una hembra! Acompáña­nos, tenemos muchas hembras diminutas para distraer­te. ¡Piensa en ello, majestad, una hija! ¡Los gigantes volverían a gobernar estas colinas!
Di media vuelta y eché a correr a través del bosque, sin detenerme, hasta alcanzar la carretera.
Sin embargo, Aiken Drumm había dicho la verdad. Yo no había hallado ninguna hembra de mi especie en toda Escocia. Y eso era lo que andaba buscando.
Y lo que seguiría buscando durante otro milenio.
Aquella fría mañana estaba convencido de que ja­más volvería a ver a una joven y fértil hembra de mi es­pecie. En muchas ocasiones, durante los primeros si­glos, cuando me topaba con una hembra Taltos me alejaba de ella. Prudente, reservado, no estaba dispues­to a procrear un joven Taltos que padeciera la confu­sión que reinaba en ese extraño mundo, ni por todas las dulces caricias que pudiera dispensarme una hermosa hembra en la tierra perdida.
¿Qué había sido de esas bellas criaturas?
Las viejas, las de cabello blanco, las que tenían el aliento dulzón, las que habían perdido su aroma, a ésas sí las había visto en numerosas ocasiones, perdidas, en­vueltas en los sueños de una hechicera, capaces tan sólo de besarme castamente.
A veces, por las oscuras calles de la ciudad percibía de repente un poderoso aroma, pero no conseguía ha­llar los suaves, calientes e íntimos pliegues de carne de los que emanaba ese olor.
He seducido a muchas brujas humanas, a veces ad­virtiéndolas sobre el peligro que corrían al acostarse conmigo, otras no, cuando creía que era una hembra fuerte y capaz de parir un hijo mío.
He recorrido el mundo entero, utilizando todos los medios de transporte imaginables, con el propósito de hallar una mujer misteriosa y eterna, de extraordinaria estatura, cuyos recuerdos se remonten a la noche de los tiempos y que acoja a los hombres que se le acerquen con una dulce sonrisa, sin jamás quedar preñada.
Puede que esa mujer no exista.
O bien yo llegaba demasiado tarde, o no era el lugar indicado, o la peste se había llevado a mi añorada hem­bra. También podía suceder que la guerra hubiera aso­lado la ciudad. Quién sabe.
¿Acaso estaba predestinado a no encontrarla?
En el mundo abundan las historias sobre gigantes, sobre individuos altos, hermosos y bien dotados.
No es posible que todas las hembras hayan desapa­recido. ¿Qué fue de las que huyeron del valle? ¿Acaso no existe ninguna hembra Taltos nacida de padres hu­manos?
En algún lugar del mundo, en los bosques de Esco­cia, en las selvas del Perú o en las estepas nevadas de Rusia, debe de vivir una familia de Taltos, un clan, en su acogedora y bien defendida torre. La mujer y el hom­bre poseen sus propios libros, sus propios recuerdos, los cuales comparten; juegan, se besan y se acarician so­bre su lecho, aunque el coito es algo que debe abordar­se siempre con gran cautela y respeto.
Es imposible que mi gente haya desaparecido en su totalidad.
El mundo es inmenso, infinito. No puedo ser el úl­timo de mi especie. Ése no podía ser el significado de las terribles palabras de Janet, condenándome a vagar eternamente solo, sin una compañera, a través de los tiempos.
Ahora ya conocéis mi historia.
Podría relataros infinidad de anécdotas. Podría rela­taros mis andanzas a través de numerosas tierras, mis di­versas ocupaciones; podría hablaros sobre los escasos Taltos varones que he conocido a lo largo de los años, de las historias que me han contado sobre nuestra especie, que supuestamente habitaba en esa o aquella otra aldea.
Cada cual cuenta la historia a su modo.
Y ésta es la historia que compartimos, Rowan y Mi­chael.
Ahora ya sabéis cómo se fundó el clan de Donne­laith y cómo llegó a mezclarse la sangre de los Taltos con la de los humanos. Conocéis la historia de la pri­mera mujer que pereció en la hoguera en ese hermoso valle, así como la triste historia del lugar al que los Tal­tos llevaron el dolor y la desgracia no una, sino muchas veces, suponiendo que todas nuestras historias sean Historia.
Janet, Lasher, Suzanne y todos sus descendientes hasta llegar a Emaleth.
Ahora ya sabes que cuando empuñaste la pistola, Rowan, y disparaste contra esa criatura, contra la mu­chacha que te había dado su leche, no se trató de un ac­to sin importancia del cual no tienes motivo para aver­gonzarte, sino del destino.
Nos has salvado a ambos. Tal vez nos hayas salvado a todos. Me has salvado de un terrible dilema, cuyo sig­nificado tal vez nunca consiga descifrar.
En cualquier caso, no llores por Emaleth. No llores por una raza de extraños seres de mirada seductora que hace tiempo fueron expulsados de la Tierra por una es­pecie más fuerte. Ésas son las leyes de la Tierra, y ambos pertenecemos a ella.
¿Qué otras extrañas y anónimas criaturas habitan las ciudades y las selvas de nuestro planeta? He visto muchas cosas. He oído muchas historias. La lluvia y el viento alimentan la tierra, por utilizar palabras de Ja­cnet. ¿Qué otra cosa brotará inesperadamente de un jar­dín oculto?
¿Acaso podríamos Taltos y humanos convivir en un mismo mundo? ¿Cómo sería eso posible? Vivimos en un mundo donde las razas humanas pelean sin tre­gua entre sí, donde gentes de una fe asesinan a gentes de otra. Estallan guerras religiosas por doquier, desde Sri Lanka hasta Bosnia, desde Jerusalén hasta las ciudades y poblaciones americanas donde los cristianos, en nom­bre de Jesús, matan a sus enemigos, a sus compatriotas, incluso a niños.
Tribu, raza, clan, familia.
Todos llevamos en nuestro corazón la semilla del odio hacia lo que es distinto. No tienen que enseñarnos esos sentimientos. Lo que tenemos que aprender es a no sucumbir a ellos. Los llevamos en la sangre; pero en nuestras mentes anida la caridad y el amor para supe­rarlos.
¿Qué sería de los de mi especie hoy en día si regre­saran a este mundo con su carácter dulce e ingenuo, in­capaces de hacer frente a la ferocidad del hombre, pero intimidando a los humanos más inocentes con su pro­nunciado erotismo? ¿Elegiríamos quizás una isla tropi­cal como lugar donde desarrollar nuestros sensuales juegos, ejecutar nuestras danzas y sumirnos en un tran­ce mientras bailamos y cantamos?
¿O sería el nuestro un reino presidido por artilu­gios electrónicos, ordenadores, vídeos, juegos de reali­dad virtual, sublimes problemas matemáticos, estudios daptados a nuestra mentalidad, tan amante del detalle como incapaz de soportar los eatados irracionales como la ira o el odio? ¿Nos dejaríamos seducir por la física cuántica como antiguamente nos dejamos seducir por el arte de tejer? Imagino a mis gentes, en vela día y noche, siguiendo los caminos de las partículas a través de unos campos magnéticos en las pantallas de los ordenadores. ¿Quién sabe qué progresos haríamos si dispusiéramos de esos juguetes con que entretenernos?
El tamaño de mi cerebro es dos veces superior al de un ser humano. No envejezco. Poseo una asombrosa capacidad para aprender las ciencias y la medicina modernas.
¿Y si apareciera entre nosotros un individuo extraordinariamente ambicioso, macho o hembra, una especie de Lasher, que restuarara la supremacía de nuestra raza? En el espacio de una noche, una pareja de Taltos podría engendrar una legión de adultos dispuestos a asaltar las ciudadelas del poder humano, destruir las armas que los humanos saben utilizar con tanta destreza, apropiarse de la comida, el agua, los recursos de este mundo y negárselo a las gentes menos amables, menos bondadosas, menos pacientes, en venganza por todos los siglos durante los que éstas han ejercido un feroz y sangriento dominio.
Por supuesto, no deseo aprender esas cosas.
No he invertido siglos en el estudio del mundo físico, ni de la utilización de la energía. Pero cuando decido alcanzar una victoria -esta empresa que estáis contemplando- el mundo se doblega ante mí como si sus obstáculos fueran de papel. Mi imperio, mi mundo, se compone de juguetes y dinero. Pero podría consistir también en medicinas para aplacar al macho humano, para diluir la testosterona que circula por sus venas y silenciar sus gritos de guerra por siempre.
Imaginad a un Taltos decidido a hacer algo práctico. No un soñador que ha pasado sus breves años en fabulosas tierras alimentándose de poesía pagana, sino un visionario que, siguiendo los principios de Cristo, deci­e que la violencia debe ser eliminada, que la paz sobre la Tierra merece cualquier sacrificio.
Imaginad a las legiones de recién nacidos compro­metidas con esta causa, a ejércitos instruidos para que prediquen el amor en cada aldea y valle y exterminen, literalmente, a todos aquellos que opongan resistencia.
¿Qué soy yo, en definitiva? ¿Un recipiente de genes que podrían hacer que el mundo se derrumbara? ¿Y qué sois vosotros, mis estimados brujos? ¿Acaso las brujas Mayfair han transmitido sus genes a través de si­glos y generaciones para que finalicemos el reinado de Cristo con nuestros hijos e hijas?
La Biblia lo nombra, ¿no es así? La bestia, el demo­nio, el Anticristo.
¿Quién posee el valor para tratar de alcanzar esa gloria? Los estúpidos y viejos poetas que todavía viven en torres y sueñan con ritos llevados a cabo en Glas­tonbury Tor, destinados a crear un mundo nuevo.
E incluso para ese chiflado, ese viejo loco, ¿acaso no era el asesinato el primer requisito de su visión?
He derramado sangre. Tengo las manos manchadas de sangre por venganza, una patética forma de curar una herida a la que recurrimos en repetidas ocasiones levados por nuestra desesperación. La orden de Talamasca ha recuperado su integridad. El precio que se pa­gó por ello era excesivo, pero ya está hecho. Y nuestros secretos, de momento, están a salvo.
Vosotros y yo somos amigos, y jamás nos haremos daño. Sé que puedo recurrir a vosotros si lo necesito. Y vosotros podéis recurrir a mí en la certeza de que no os fraudaré.
Pero ¿y si sucediera algo nuevo, algo imprevisto? A veces me parece verlo, imaginarlo... Pero luego se me escapa.
No tengo la respuesta.
Sé que jamás molestaré a vuestra bruja pelirroja, Mona. Jamás molestaré a ninguna de vuestras podero­sas mujeres. Han transcurrido muchos siglos desde que la lujuria o la esperanza me impulsaran a emprender esas aventuras. Estoy solo, y si estoy maldito lo he olvidado. Me complace mi imperio de pequeños y exquisitos objetos. Me complacen los juguetes que puedo ofrecer al mundo. La muñecas de los mil rostros son mis hijas. En cierto modo, constituyen mi baile, mi círculo, mi canción; unos emblemas del universo de los juegos, tal vez una obra celestial.








31       

Y el sueño se repite. Rowan se levanta de la cama y baja la escalera corriendo.
-¡Emaleth! -exclama.
La pala está debajo del árbol. ¿Quién iba a moles­tarse en retirarla?
Rowan se pone a cavar y al fin encuentra a su hija, una joven con el cabello largo y liso y los ojos azules.
-¡Madre!
-Ven, cariño.
Están juntas en la fosa. Rowan abraza a su hija con fuerza.
-Perdóname por haberte matado.
-No te preocupes, mamá -respondió Emaleth. Rowan se despertó pálida y sudorosa.
La habitación estaba en silencio. Sólo se oía el leve zumbido del circuito de calefacción que se hallaba ins­talada debajo del suelo. Michael estaba acostado junto a ella, los nudillos rozándole la cadera mientras ella, sen­tada en la cama, lo miraba aterrada, cubriéndose la boca con una mano.
«No, no lo despiertes. No le atormentes otra vez con ese tema.» Pero ella lo sabía.
Después de haber hablado, una vez que hubieron terminado de cenar y fueron a dar un largo paseo por las calles nevadas, cuando se sentaron a charlar hasta el amanecer y luego desayunaron y charlaron un rato más y se juraron eterna amistad, ella lo comprendió. No de­bió haber matado a su hija. No había motivo para ello.
¿Cómo podría aquella criatura de mirada bondado­sa, que la había consolado con su dulce voz -sus pe­chos rebosantes de leche, una leche deliciosa-, cómo podría aquella temblorosa criatura ser capaz de herir a alguien?
¿Qué lógica la había hecho empuñar la pistola y apretar el gatillo? Era el producto de una violación, una aberración, una pesadilla. No obstante...
Rowan se levantó de la cama, se calzó las zapatillas en la oscuridad y se puso una bata larga y blanca que había sobre la silla, otra de esas extrañas prendas que había metido en la maleta, impregnada del perfume de otra mujer.
Sí, había asesinado a esa dulce e ingenua muchacha, llena de recuerdos de remotas tierras, de valles y plani­cies y quién sabe qué otros misterios. Que la había tranquilizado en la oscuridad, cuando Rowan perma­necía atada a los postes de la cama. «Mi querida Ema­leth.»
Al final del oscuro pasillo había una ventana, un enorme rectángulo que mostraba el paisaje nevado del cielo y proyectaba un charco de luz sobre el mármol del suelo.
Rowan se dirigió hacia esa luz con pasos apresura­dos y sigilosos, el vaporoso bajo de la bata flotando a su alrededor, la mano extendida para oprimir el botón del ascensor.
«Condúceme abajo, llévame al lugar donde se en­cuentran las muñecas. Sácame de aquí. Si me detengo frente a esa ventana, me arrojaré por ella. Abriré la ven­tana, contemplaré a mis pies las luces de la ciudad más grande del mundo, me encaramaré sobre el alféizar y me arrojaré al frío y oscuro vacío.
»Iré a reunirme con mi hija.»
Por su mente atravesaron todas las imágenes de esa historia, el sonoro timbre de la voz de él, su amable mi­rada mientras hablaba. Su hija no era más que un mon­tón de restos descompuestos enterrados a los pies de la encina, un ser que había sido eliminado del mundo sin que nadie estampara su firma en el certificado de de­función, sin que nadie cantara un himno.
Las puertas se cerraron. El viento silbaba a través de la caja del ascensor como si estuviera en lo alto de una montaña. A medida que el ascensor descendía el sonido se fue haciendo más intenso, hasta que Rowan tuvo la impresión de hallarse en una gigantesca chimenea. De­seaba desplomarse en el suelo y permanecer ahí tendi­da, inerte, sin fuerzas ni ganas para luchar; deseaba hundirse en la oscuridad.
No quedaban más palabras por pronunciar, ni más pensamientos. No quedaba nada por saber ni averiguar. «Debí tomarla de la mano -pensó Rowan-. Debí abrazarla. Hubiera sido muy fácil abrazarla con ternu­ra, estrecharla contra mi pecho. Mi querida Emaleth.
»Todos aquellos sueños que te impulsaron a mar­charte con él, unos sueños sobre un tipo de células que ningún ser humano había observado jamás, sobre unos secretos extraídos con manos expertas de los tejidos, unos brazos que se movían con destreza, unos labios apoyados sobre un cristal esterilizado, unas gotas de sangre ofrecidas sin apenas hacer ningún aspaviento, fluidos, mapas, esquemas y radiografías realizadas sin causar el menor daño, para relatar una historia nueva, un nuevo milagro, un nuevo comienzo... Todo eso, con ella, hubiera sido posible. Una joven dócil, feme­:atina, incapaz de herir a nadie, fácil de controlar y de cuidar.»
Las puertas del ascensor se abrieron. Las muñecas la estaban esperando. El resplandor de la ciudad pene­traba a través de un centenar de grandes ventanas, que­dando atrapado y suspendido en los cuadrados y rec­tángulos de cristal, mientras las muñecas aguardaban con los brazos alzados. Sus diminutas bocas entrea­biertas, como si fueran a saludarla; sus pequeños y ex­quisitos dedos inmóviles en la oscuridad.
Rowan caminó en silencio por entre las vitrinas que custodiaban a las muñecas, observando sus ojos negros e inexpresivos, fijos en el espacio, o claros y refulgen­tes. Las muñecas son silenciosas, pacientes; las muñecas prestan atención.
Había regresado junto a la Bru, la reina de las mu­ñecas, la majestuosa princesa de porcelana con ojos al­mendrados y mejillas redondas y sonrosadas, con las cejas levemente arqueadas en una expresión de cons­tante perplejidad, como tratando de comprender... ¿qué? ¿El incesante desfile de criaturas dotadas de mo­vimiento que se parecen a ella?
Rowan deseó que, siquiera durante unos segundos, las muñecas cobraran vida, para abrazarlas y sentir su calor. Para poseerlas.
«Ojalá pudiera salir de ese maldito hoyo cavado ba­jo el árbol y caminar de nuevo -pensó Rowan-, co­mo si la muerte fuera una parte de la historia que ella pudiera eliminar, como si aquellos momentos fatales pudieran ser borrados para siempre. Sin tropezar, sin dar un paso en falso.
»Deseo estrecharte entre mis brazos.»
Rowan colocó las manos sobre el frío cristal de la vitrina y apoyó la frente en él. La luz dibujaba dos me­dias lunas en los ojos de la muñeca. Su larga y tupida cabellera de mohair colgaba, tiesa y apelmazada, sobre su vestido de seda, como si estuviera impregnada de la humedad de la tierra, la humedad de una fosa.
¿Dónde estaba la llave? Rowan no recordaba si Ash la llevaba colgada alrededor del cuello. Ansiaba abrir la puerta de la vitrina, sostener a la muñeca en sus brazos, estrecharla durante unos instantes contra su pecho.
¿Qué pasa cuando el dolor conduce a la locura, cuando el dolor borra todo pensamiento racional, todo sentimiento, esperanza, sueño, anhelo?
Al final se produce el agotamiento. El cuerpo busca volver a dormir, acostarse y descansar, dejar de ator­mentarse. Nada ha cambiado. Las muñecas contemplan fijamente, como de costumbre, mientras que la tierra devora lo que está sepultado en ella, como de costum­bre. Pero de pronto se apodera del alma un infinito cansancio y entonces uno se da cuenta de que hay tiem­po para llorar, para sufrir, para morir y yacer junto a ellos, para acabar de una vez, porque sólo así desapare­cen los remordimientos y el sentimiento de culpabili­dad, cuando uno está tan muerto como ellos.



Él estaba allí, de pie, junto a la ventana. Su silueta era inconfundible. No existía nadie tan alto como él y, al margen de su estatura, Rowan conocía perfectamente cada rasgo de su cara, la línea de su perfil.
Ash la había oído en la oscuridad regresar sigilosa­mente por el pasillo hacia su habitación. Pero no se movió. Permaneció apoyado contra el marco de la ven­tana, observando el amanecer, observando cómo se fundían las estrellas y se disipaba la oscuridad, dando paso a una luz lechosa.
¿En qué estaría pensando? ¿Acaso en que ella había accedido a reunirse con él?
Rowan estaba hundida, destrozada, incapaz de de­cidir lo que debía hacer. Deseaba acercarse a él y con­templar la tenue luz que iluminaba los tejados y las to­rres, las luces que parpadeaban por las sombrías calles y el humo que brotaba, formando unas espirales, de un centenar de chimeneas.
Al fin se dirigió hacia él.
-Nos amamos -dijo él-, lo sabes, ¿no es cierto?
Su rostro expresaba tanta tristeza que ella sintió una punzada de dolor. Era un dolor distinto, que tocaba una fibra muy sensible, un dolor inmediato capaz de provocar un torrente de lágrimas en medio de aquel va­cío y aquel horror.
-Sí -contestó ella-, nos amamos profundamen­te, con todo nuestro corazón.
-Siempre nos quedará eso -dijo él-. ¿Verdad?
-Sí, siempre. Somos amigos y siempre lo seremos, y nada, absolutamente nada podrá obligarnos a romper las promesas que nos hemos hecho.
-Y yo sabré que tú estás ahí.
-Y cuando no quieras estar solo, no tienes más que venir a vernos.
Ash se volvió despacio, como si se resistiera a mi­rarla. Empezaba a clarear y la luz invadía la habitación, haciendo que pareciera más amplia y resaltando cada detalle del rostro de Ash, más fatigado que de costum­bre y levemente menos perfecto.
Un beso, un casto y silencioso beso, mientras sus manos se unieron durante unos fugaces segundos.
Luego, Rowan dio media vuelta y regresó a su habi­tación, somnolienta, dolida, alegrándose de que el ama­necer derramase su luz sobre el mullido lecho. «Al fin podré dormir, -pensó-, podré arrebujarme en el sua­ve edredón, junto a Michael.»









32

Hacía demasiado frío en la calle, aunque el invierno no tardaría en remitir en Nueva York. Si el enano que­ría que se encontraran en la trattoria, Ash no tenía nin­gún inconveniente.
No le importaba dar un paseo. No quería quedarse solo en sus habitaciones del rascacielos; además, supo­nía que Samuel ya habría salido hacia allí y no conse­guiría hacerle cambiar de opinión.
Le gustaba observar a la muchedumbre que circu­laba apresuradamente por la Séptima Avenida al atar­decer, los brillantes escaparates llenos de porcelanas orientales dee alegre colorido, suntuosos relojes, esta­tuas de bronce y alfombras de lana y seda, los elegantes artículos de regalo que se vendían en esa zona de la ciu­dad. Ash observó a unas parejas que se dirigían con pri­sas a cenar para llegar a tiempo al Carnegie Hall, donde un joven violinista que había causado sensación en to­do el mundo daba un concierto. Ante las taquillas se habían formado unas colas kilométricas. Las elegantes boutiques aún no habían cerrado. La nieve caía en pe­queños copos, que no llegaban a cubrir el asfalto ni las aceras debido a la marca humana que las invadía a aque­llas horas.
«No, no es mal momento para caminar por las ca­lles. Es un mal momento para tratar de olvidar que has abrazado a tus amigos, Michael y Rowan, por última vez hasta que recibas noticias suyas.»
Por supuesto, ellos no sabían que ésas fuesen las re­glas del juego, el gesto que su corazón y su orgullo les exigían, aunque probablemente no les habría sorpren­dido. Habían pasado cuatro días con él, y Ash se sentía tan inseguro respecto al amor de ellos hacia él como cuando los vio por primera vez en Londres.
No, no le apetecía estar solo. El único problema era no haberse vestido con más discreción, para pasar inad­vertido, y con prendas más gruesas, para defenderse de aquel viento gélido. La gente miraba con asombro a un individuo de más de dos metros que lucía un blazer de seda morado, muy poco adecuado al tiempecito que hacía, y una bufanda amarilla. Había sido una estupi­dez ponerse esas prendas, más apropiadas para una reu­nión privada, y salir a la calle vestido de esa guisa.
Ash se había puesto aquella ropa antes de que Rem­mick le comunicara la noticia: Samuel había hecho el equipaje y se había marchado; se reuniría con él en la trattoria. Samuel había dejado el bulldog, su perro neo­yorquino, y confiaba en que a Ash no le molestara. (¿Por qué iba a molestarle a Ash un perro que no cesaba de babear y roncar? Al fin y al cabo, quienes tendrían que apechugar con él serían Remmick y la joven Leslie. La joven Leslie se había convertido en una figura omni­presente en las oficinas y dependencias del rascacielos, cosa de la que se sentía muy complacida.) Samuel com­praría otro perro cuando estuviese en Inglaterra.
La trattoria estaba atestada. A través de la ventana Ash vio a los clientes apiñados frente al bar, así como en las innumerables y pequeñas mesas del local.
Allí estaba Samuel, tal como habían quedado, fu­mándose una húmeda colilla (Samuel, al igual que Mi­chael, apuraba hasta el filtro los cigarrillos), bebiendo whisky en vaso corto y ancho y mirando la puerta fija­mente, a la espera de que apareciera Ash.
Ash dio unos golpecitos en la ventana.
El enano lo miró de arriba abajo y sacudió la cabe­za. Samuel iba muy elegante con una chaqueta y un chaleco de lana, una flamante camisa y unos zapatos tan lustrosos que parecían espejos. Sobre la mesa había unos guantes de piel marrón que yacían arrugados e inertes, como dos manos fantasmagóricas.
Resultaba imposible adivinar los sentimientos que ocultaban los pliegues y arrugas que surcaban el rostro de Samuel, pero a juzgar por su pulcro y sobrio aspecto nada parecía indicar que fuera a montar otra escena co­mo la que se había producido cuarenta y ocho horas antes.
Afortunadamente, Michael encontraba a Samuel la mar de divertido. Una noche ambos se emborracha­ron como cubas, dedicándose a contar chistes mientras Rowan y Ash se limitaban a sonreír con benevolencia, tensos y conscientes de que si se acostaban tenían más que perder que de ganar, a menos que Ash pensara úni­ca y exclusivamente en sí mismo.
Pero Ash no era así.
«Sin embargo, tampoco soy de los que les gustan es­tar solos», pensó. Junto a la copa de Samuel había un maletín de cuero. Por lo visto, tenía pensado marcharse.
Ash se abrió paso entre los clientes que entraban y salían, señalando a Samuel con el índice para informar al atribulado portero que le estaban esperando.
Al traspasar el umbral del restaurante, dejando a sus espaldas el frío polar, una algarabía de voces, platos, ca­charros y pisadas acogió a Ash, junto con una bocana­da de aire cálido. Algunos clientes se volvieron para observarlo con curiosidad, pero lo maravilloso de los restaurantes de Nueva York era que en ellos reinaba un ambiente más animado que en otros lugares y que la gente estaba más pendiente de su pareja que de lo que ocurría a su alrededor. Todas las reuniones tenían un ai­re serio y crucial; la comida era devorada de forma apresurada; los rostros de los comensales expresaban un evidente entusiasmo, si no ante el compañero de mesa, al menos ante la alegría y el ambiente del local.
Resultaba imposible no fijarse en el gigantesco indi­viduo que lucía una llamativa chaqueta de seda morada y que se sentaba frente al hombre más diminuto que había en la trattoria, un enano enfundado en un grueso traje de lana, pero lo hacían de reojo o con un brusco movimiento de la cabeza capaz de provocar una lesión en la columna vertebral, sin perder el hilo de la conver­sación. La mesa estaba situada junto a la puerta de en­trada, pero los transeúntes eran todavía más hábiles en observar disimuladamente a la gente que los clientes del cálido y acogedor restaurante.
-Dilo de una vez -murmuró Ash-. Te marchas, regresas a Inglaterra.
-Sabías que me marcharía, no tengo ganas de que­darme aquí. Siempre creo que va a ser estupendo, y lue­go me canso de un lugar y siento deseos de regresar a casa. Tengo que regresar al valle antes de que esos ne­cios de Talamasca empiecen a invadirlo.
-No creo que lo hagan -respondió Ash-. Con­fiaba en que permanecieras aquí un tiempo. -Le asom­braba el tono sereno de su voz-. Me hubiera gustado charlar sobre...
-¿Lloraste al despedirte de tus amigos humanos? -preguntó Samuel.
-¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué pretendes, dis­cutir conmigo?
-¿Por qué confiaste en esa gente? El camarero quie­re saber qué vas a tomar. Debes comer algo. Ash cogió la carta, señaló un plato de pasta que so­
lía tomar en los restaurantes italianos y esperó a que el camarero desapareciera antes de reanudar la conversa­ción.
-Si no hubieras estado borracho, Samuel, si no lo
-hubieras visto a través de una nube de vapores etílicos, conocerías la respuesta a esa pregunta.
-Las brujas Mayfair. Sé cómo son. Yuri me habló de ellas cuando estaba herido y deliraba. No seas estú­pido, Ash, no esperes que esa gente te ame.
-Como de costumbre, no dices más que sandeces -le replicó Ash-. Pero ya estoy acostumbrado.
El camarero depositó la botella de agua mineral, la leche y los vasos sobre la mesa.
-Estás trastornado, Ash -dijo Samuel, indicán­dole al camarero que le sirviera otro whisky, sin agua y sin hielo-. Pero yo no tengo la culpa. -Samuel se re­pantingó en la silla y añadió-: Sólo trato de prevenir­te, amigo mío. Si lo prefieres lo diré de otro modo: no te enamores de esa gente.
-Si insistes en este tema, acabaré perdiendo la pa­ciencia.
El enano lanzó una carcajada sonora, profunda. Sus ojillos, semiocultos por los pliegues y las arrugas de su rostro, mostraban una expresión divertida.
-En tal caso me quedaré un par de horas más en Nueva York -dijo el enano.
Ash no respondió. No quería hablar más de la cuen­ta ni ante Samuel ni ante ninguna otra persona. Los gol­pes que había,recibído a lo largo de su vida le habían en­señado a ser prudente.
Tras unos momentos, preguntó:
-¿Y, según tú, a quién debo amar? -Formuló la pregunta con un leve tono de reproche-. Me alegraré de que te vayas. Quiero decir... que tengo ganas de aca­bar de una vez con esta conversación tan desagradable.
-No debiste sincerarte con ellos, Ash, no debis­te contarles tu historia. Lo del gitano también fue un error. No debiste dejar que regresara a Talamasca.
-¿Te refieres a Yuri? ¿Qué querías que hiciera? ¿Cómo querías que le impidiera regresar a Talamasca?
-Proponiéndole venir a Nueva York, ofreciéndole un trabajo en tu empresa. Era un hombre con la vida rota, habría aceptado encantado. Pero le enviaste de re­greso a casa para que escriba un libro sobre lo ocurrido. Podía haber sido amigo nuestro.
-No, aquél no era lugar indicado para él. Debía re­gresar.
-Te equivocas. Habría sido un excelente compañe­ro para ti, un marginado, un gitano, una especie de puta.
-Te ruego que no seas vulgar y obsceno. Me asus­tas. Fue decisión de Yuri. Si no hubiera querido re­gresar, lo habría dicho. Su vida es la Orden. Tenía que volver, al menos hasta que cicatrizaran las heridas. ¿Y después? No habría sido feliz aquí, en mi mundo. Las muñecas son mágicas para los que las aman y aprecian, pero para los demás no dejan de ser unos simples ju­guetes. Yuri no es un hombre de gustos refinados, sino de inclinaciones más bien toscas.
-Eso suena bien, pero no deja de ser una estupidez -contestó Samuel. Esperó a que el camarero depositara el vaso de whisky sobre la mesa y luego prosiguió-: Tu mundo está lleno de cosas que Yuri podría haber hecho. Podrías haberle encargado que construyera más par­ques, que plantara más árboles, cualquiera de esos pro­yectos tan grandiosos que tienes. ¿Qué les dijiste a los brujos, que ibas a construir unos parques flotantes para que todo el mundo pudiera contemplar lo que tú ves desde tus aposentos de mármol? Podrías haber colocado a ese chico en tu empresa, te habría hecho compañía...
-No sigas. Las cosas son como son.
-Lo que pasa es que deseas la amistad de esos bru­jos, una pareja casada y rodeada de un inmenso clan, unas personas con un estilo de vida familiar totalmente humano...
-¿Qué puedo hacer para obligarte a callar?
-Nada. Bébete la leche. Sé que estás deseando ha­cerlo. Te avergüenza beber leche delante de mí, temes que te diga: «Anda, bébete la leche como un buen chi­co, Ashlar.»
-Ya lo has dicho, aunque todavía no he probado la leche.
-Amas a esos dos brujos. Lo que Michael y Ro­wan deben hacer es tratar de olvidar esta pesadilla: los Taltos, el valle, los estúpidos asesinos que se infiltraron en Talamasca. Es esencial, si quieren mantenerse en su sano juicio, que regresen a casa y traten de construir una vida adecuada a las expectativas de los Mayfair. Me da rabia que te enamores de gente que te da la espalda, como harán Michael y Rowan.
Ash no contestó.
-Están rodeados de centenares de personas ante las cuales deben mentir sobre esa parte de su vida -prosi­guió Samuel-. Tratarán de olvidar que existes; no permi­tirán que tu presencia empañe su paz familiar y cotidiana.
-Comprendo.
-No me gusta verte sufrir.
-¿De veras?
-¡Sí! Me gusta abrir una revista o un periódico y leer un artículo sobre tus éxitos empresariales, ver tu sonriente rostro en la lista de los diez multimillonarios más excéntricos del mundo o de los diez mejores parti­dos de Nueva York. Sé que te atormentarás preguntán­dote si esos brujos son realmente tus amigos, si puedes acudir a ellos cuando tengas problemas, si puedes utili­zarlos para conocerte mejor a ti mismo, si puedes con­tar con ellos para que te proporcionen el calor y el afec­to que todo ser humano necesita...
-Quédate, Samuel, te lo ruego.
Las palabras de Ash pusieron fin al discurso del enano. Este suspiró, apuró medio vaso de whisky de un trago y se relamió el grueso labio inferior con una len­gua de un insólito color rosa.
-Francamente, Ash, no me apetece.
-Acudí en cuanto me lo pediste, Samuel.
 -¿Te arrepientes de ello?
 -No, ¿cómo podría hacerlo?
-Olvídalo, Ash. De veras, olvida todo el asunto. Olvida que llegó un Taltos al valle. Olvida que conocis­te a esos brujos. Olvida que necesitas que la gente te quiera y acepte tal como eres. Es imposible. Estoy preo­cupado por ti. Temo que cometas una locura. Te co­nozco bien.
-¿Tú crees?
-Sé que eres capaz de destruir todo lo que has cons­truido: la compañía, tu imperio, los Juguetes Sin Lími­tes o Muñecas para Todos, o como quiera que se llame. Te hundirás en la apatía. Te abandonarás. Te marcha­rás lejos, y las cosas que has construido y creado se derrumbarán. No sería la primera vez que ocurre. Lue­go te sentirás perdido, al igual que yo, y una fría noche de invierno -y no sé por qué siempre eliges esa épo­ca-, te presentarás en el valle para que yo te consuele.
-Esto es muy importante para mí, Samuel -con­testó Ash-. Por muchas razones.
-Parques, árboles, jardines y niños -recitó con sorna el enano.
Ash no respondió.
-Piensa en todas las personas que dependen de ti -dijo Samuel, reanudando el sermón-. Piensa en to­das las personas que fabrican, venden, compran y aman los objetos que tú produces. El hecho de que existan unas personas de carne y hueso que dependan de noso­tros es un buen sustituto para la cordura. ¿No estás de acuerdo conmigo?
-No sustituye la cordura, sino la felicidad -res­pondió Ash.
-De acuerdo, como quieras. Pero no esperes que tus brujos te llamen, y no se te ocurra ir a encontrarte con ellos en su territorio. Si te ven aparecer en su jar­dín, lo único que descubrirás en sus ojos es temor.
-¿Estás seguro?
-Sí. Se lo has contado todo, Ash. ¿Por qué lo hicis­te? Quizá de no haberlo hecho no te temerían.
-No sabes lo que dices.
-El recuerdo de Yuri y Talamasca te obsesionará.
-No es cierto.
-Esos brujos no son tus amigos, Ash.
-Ya me lo has repetido varias veces.
-Estoy convencido de ello. La curiosidad y el res­peto que les inspiras no tardará en convertirse en te­mor. Es un viejo cliché, Ash, son humanos.
Ash inclinó la cabeza y miró a través de la ventana. La nieve caía con fuerza, obligando a los transeúntes a agachar la cabeza.
-Estoy seguro, Ashlar -dijo Samuel-, porque yo también soy un marginado, lo mismo que tú. Mira la multitud de humanos que pasan por la calle, cada uno de ellos condena a otros por ser unos marginados, unos seres «no humanos». Somos monstruos, amigo mío. Siempre lo seremos. Ellos son más poderosos que nosotros. Demos gracias a Dios por estar vivos -aña­dió Samuel, apurando el resto del whisky.
-De modo que has decidido regresar al valle con tus amigos.
-Los detesto, tú lo sabes. Pero dentro de poco el valle dajará de ser nuestro. Regreso a él por motivos sentimentales. No es sólo por Talamasca, ni por el he­cho de que dieciséis amables eruditos se presentarán con sus grabadoras y me rogarán que les explique todo cuanto sé mientras almorzamos en la posada. Son esos arqueólogos que están excavando la catedral de san Ashlar. El mundo moderno ha descubierto el lugar. ¿Cómo? Gracias a tus malditos brujos.
-No puedes echarnos la culpa de eso a mí ni a Ro­wan y Michael.
-Al final tendremos que buscar otro lugar más re­moto, otra maldición o leyenda que nos proteja. Pero ellos no son mis amigos, de eso puedes estar seguro.
Ash se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza.
El camarero les trajo lo que habían encargado: una enorme ensalada para el enano y un plato de pasta para Ash. Tras servirles la comida les llenó las copas de vino. Olía a rancio.
-Estoy demasiado borracho para comer -dijo Samuel.
-Comprendo que debas marcharte -dijo Ash, sua­vemente-. Es decir, si estás obligado a hacerlo, es mejor que te vayas.
Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Luego el enano cogió el tenedor y empezó a devorar su ensalada. Pese a sus esfuerzos, cada vez que se llevaba el tenedor a la boca le caían unos pedacitos de comida al plato. Tras dejar el plato limpio, engullendo hasta la última aceituna, trocito de queso y lechuga, bebió un buen trago de agua mineral.
-Pediré otro whisky -dijo Samuel.
Ash soltó una amarga risotada.
Samuel se bajó de la silla, cogió el maletín, se acercó a Ash y le echó el brazo alrededor del cuello. Ash lo besó apresuradamente en la mejilla, de un tacto áspero que le repugnaba, aunque trató de disimularlo.
-¿Volverás pronto? -preguntó Ash.
-No, pero ya nos veremos -respondió Samuel-. Cuida de mi perro. Es un animal muy sensible.
-Lo tendré en cuenta.
-Y procura volcarte en tu trabajo.
-¿Algo más?
-Te quiero.
Y con estas palabras, Samuel se abrió paso a co­dazos entre un grupo de personas que aguardaban a ocupar una mesa y otras que estaban a punto de mar­charse, abandonó el restaurante y pasó frente a la ven­tana. Unos gruesos copos de nieve le cayeron sobre el pe­lo, las tupidas cejas y los hombros.
Alzó la mano para despedirse de Ash y desapareció entre la multitud que transitaba por las calles.
Ash levantó el vaso de leche y se la bebió despacio. Luego puso unos dólares debajo del plato, observó la comida como si se despidiera de ella y abandonó tam­bién el restaurante, encaminándose hacia la Séptima Ave­nida.
Cuando llegó a su habitación, en lo alto del edificio, comprobó que Remmick lo estaba esperando.
-Parece que se ha resfriado, señor.
-¿Ah, sí? -murmuró Ash, dejando que Remmick le quitara el blazer y la escandalosa bufanda. Luego se puso una chaqueta de franela forrada de raso y, cogien­do la toalla que le ofrecía Remmick, se secó el pelo y la cara.
-Siéntese, señor, para que pueda quitarle los zapatos.
-De acuerdo -respondió Ash.
Se sentía tan cómodo en el sillón, que no tenía ganas de levantarse para meterse en la cama. Todas las habita­ciones estaban desiertas. Rowan y Michael se habían ido. «Esta noche no saldremos a dar un paseo y a char­lar», pensó Ash.
-Sus amigos llegaron sin novedad a Nueva Or­leans, señor -le informó Remmick, quitándole los cal­cetines húmedos y poniéndole otros secos con tal des­treza que sus dedos apenas rozaron los pies de Ash-. Llamaron poco después de que usted saliera a cenar. El avión ha emprendido ya el vuelo de regreso. Aterrizará dentro de unos veinte minutos.
Ash asintió con un gesto distraído. Las zapatillas de cuero estaban forradas de piel. No sabía si eran viejas o nuevas. No recordaba cuándo las había comprado. Era como si de pronto hubiera olvidado todos los detalles. Tenía la mente en blanco y el silencio que le rodeaba le produjo una terrible sensación de soledad.
Remmick se dirigió al armario de forma tan sigilosa como si fuera un fantasma.
«Exigimos que los sirvientes sean discretos -pensó Ash-, y luego no nos sirven de consuelo; lo que tole­ramos no puede salvarnos.»
-¿Dónde está Leslie? -le preguntó Ash a Rem­mick-. ¿No está en casa?
-Sí, señor, y no para de hacer preguntas. Pero pa­rece usted muy cansado.
-Dile que venga, necesito trabajar. Tengo que dis­traerme.
Ash atravesó el pasillo y entró en el primer despa­cho, su despacho privado. Había montones de pape­les por doquier, y el archivador estaba abierto, pero nadie estaba autorizado a entrar para limpiarlo ni or­denarlo.
Leslie apareció al cabo de pocos segundos. La ex­presión de su rostro denotaba entusiasmo, dedicación, devoción y una energía incombustible.
-Señor Ash, la semana que viene se celebra la Ex­posición Internacional de Muñecas, y acaba de llamar una señora de Japón diciendo que usted quería ver su trabajo, que se lo dijo personalmente la última vez que estuvo en Tokyo; mientras estaba usted ausente llama­ron unas veinte personas, tengo la lista...
-Siéntate y lo revisaremos.
Ash se sentó a su mesa. Vio que el reloj indicaba las seis cuarenta y cinco de la tarde y decidió no volver a
mirarlo, ni siquiera a hurtadillas, hasta deducir que fue­se pasada la media noche.
-Deja eso, Leslie. Se me han ocurrido unas ideas. Quiero que tomes nota de ellas. El orden no tiene im­portancia. Lo importante es que repasemos la lista to­dos los días, sin falta, con unas notas sobre el progreso que hayamos hecho respecto a cada una de las ideas. Al lado de las que aún no hayamos puesto en marcha se­ñala «progreso cero».
-Sí, señor.
-Unas muñecas que cantan. Primero un cuarteto, cuatro muñecas que cantan al unísono.
-Qué idea tan estupenda, señor Ash.
-Los prototipos deberían arrojar una buena re­lación precio-calidad. Sin embargo, eso no es lo más importante. Las muñecas deberán seguir funcionando bien aunque se las lance al suelo.
-Sí, señor... «lance al suelo».
-Y un museo en la cima de un rascacielos. Quiero una lista de los veinticinco mejores áticos que se hallen disponibles en el centro de la ciudad; precio de compra, precio de arrendamiento, todos los pormenores. Quie­ro montar un museo flotante para que la gente pueda salir a una terraza acristalada y admirar la vista.
-¿Qué es lo que se exhibirá en el museo, señor? ¿Muñecas?
-Muñecas que respondan a un determinado tema. Facilitaremos a dos mil artesanos la descripción exacta de las muñecas que deben fabricar. El tema versará so­bre tres personajes relacionados entre sí pertenecientes a la Familia de la Humanidad. No, cuatro personajes. Uno puede ser un niño. Sí, las descripciones deben ser exactas. Recuérdame... De momento, ocúpate de con­seguir el mejor edificio.
-Muy bien, señor -contestó Leslie, tomando no­tas en su bloc con una pluma estilográfica.
-Convendría notificar al público que dentro de un tiempo existirá en el mercado un conjunto de mu­ñecas que cantan. Cualquier niño o un coleccionista podrán adquirir a lo largo de los años, un coro entero, ¿me sigues?
-Sí, señor...
-Y no quiero ver ningunos bocetos mecánicos; uti­lizaremos un sistema electrónico, el chip de un ordena­dor, el sistema más sofisticado... Buscaremos el medio de que la voz de una de las muñecas provoque cierto ti­po de respuesta en la voz de otra. Pero más adelante nos ocuparemos de los detalles. Toma nota de ello...
-¿Qué materiales se emplearán, señor? ¿Porcelana?
-No, no quiero que se rompan. Recuerda que no deben romperse jamás.
-Lo siento, señor.
-Yo mismo diseñaré los rostros. Necesito fotogra­fías del trabajo de todos los expertos en muñecas. Si existe una anciana en un pueblecito de los Pirineos que fabrique muñecas, quiero verlas. Y de la India. ¿Por qué no tenemos muñecas de la India? ¿Sabes cuántas veces he hecho esa pregunta a mis colaboradores? ¿Por qué no obtengo respuestas? Envía una nota al vicepre­sidente y a los del Departamento de Marketing, pre­guntándoles quiénes son los fabricantes más importan­tes de muñecas en la India. Creo que debo ir a la India, busca una fecha que me convenga. Puesto que nadie consigue facilitarme información, yo mismo iré a ha­blar con los fabricantes de muñecas...
La nieve seguía cayendo con fuerza y cubría de co­pos blancos el cristal de la ventana.
El resto permanecía en oscuridad. Ash percibía unos pequeños sonidos que provenían de las calles, o quizá de la tuberías; quizá los produjese la nieve al caer sobre el tejado, o el cristal y el acero del edificio al res­pirar, como respira la madera, o bien que el edificio, pe­
se a estar formado por docenas de pisos, oscilara leve­mente bajo el impulso del viento, como un gigantesco árbol en el bosque.
Ash continuó exponiendo sus proyectos y obser­vando cómo Leslie tomaba buena nota con su pluma estilográfica de cuanto él decía: las copias de monu­mentos, la pequeña versión en plástico de la catedral de Chartres, en la que podrían entrar los niños, la impor­tancia de la escala, las proporciones. ¿Y si construyeran un parque con un gran círculo de piedras?
-A propósito, quiero que hagas una cosa mañana, o pasado mañana a más tardar. Quiero que bajes al mu­seo privado...
-Sí, señor.
-¿Conoces la muñeca Bru, la muñeca francesa, mi princesa?
-Sí, señor.
-Bru, 14 de junio; noventa y un centímetros de es­tatura; la peluca, los zapatos, el vestido y las enaguas son originales. Es la pieza número uno de la colección.
-Sí, señor, ya sé cuál es.
-Quiero que la embales tú misma, con cuidado, que suscribas una póliza de seguro a todo riesgo y la envíes a...
¿A quién? ¿No resultaría presuntuoso enviarla a un niño que aún no había nacido? No, debía enviársela a Rowan Mayfair. A Michael le enviaría también un de­talle, una exquisita obra de artesanía, uno de los viejos juguetes de madera, el caballero montado a caballo, sí, el cual mostraba todavía la pintura original...
Pero no, no era el regalo apropiado para Michael. Quería enviarle un objeto tan extraordinario y valioso como la Bru.
Ash se levantó de la silla, indicando a Leslie que no se moviera, atravesó el espacioso despacho y se dirigió a su habitación.
Lo había colocado debajo de la cama, indicándole con ello a Remmick que se trataba de un objeto muy valioso y que ningún criado debía tocarlo. Ash se arro­dilló, metió la mano debajo de la cama y lo sacó. La hermosa cubierta cuajada de gemas relució bajo la luz de la lámpara.
Ash recordó de pronto una escena que se había producido hacía ya mucho tiempo; el dolor, la humilla­ción, a Ninian mofándose de él y acusándolo de haber cometido una terrible blasfemia al escribir a historia de los Taltos según el estilo de los textos sagrados.
Durante unos momentos Ash permaneció sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoya­da en el lecho, sosteniendo el libro. Sí, era el regalo per­fecto para Michael. Michael, el chico que tanto amaba los libros. Michael. No sería capaz de leerlo, de desci­frar la escritura, pero no importaba. Lo conservaría co­mo un tesoro, y sería como si Ash se lo hubiera regala­do a Rowan. Ella también se lo agradecería.
Ash regresó al despacho con el libro envuelto en una toalla blanca.
-Quiero que envíes este libro a Michael Curry y la muñeca Bru a Rowan Mayfair.
-¿La Bru, señor? ¿La princesa?
-Sí. Es muy importante que embales esos objetos con gran cuidado. Quizá te pida que los lleves perso­nalmente. No quiero ni pensar que la muñeca pueda romperse, o que ésta o el libro se extravíen. Ahora pa­semos a otros asuntos. Si tienes hambre, pide que te ha­gan llegar lo que te apetezca. Tengo aquí una nota en la que se me comunica que se han agotado en todo el mundo las existencias de la Primera Bailarina. Dime que es mentira.
-No es mentira.
-Toma nota, voy a dictarte. Éste es el primero de los siete fax con relación a la Primera Bailarina...
Ash y Leslie repasaron la lista. Cuando Ash miró de nuevo el reloj, era efectivamente pasada la media no­che; concretamente, la una de la madrugada. Fuera se­guía nevando. El joven rostro de Leslie tenía un color macilento. El mismo se sentía lo suficientemente cansa­do como para acostarse.
Ash se tumbó en el amplio y mullido lecho, vaga­mente consciente de que Leslie seguía trajinando de un lado para otro mientras formulaba preguntas que él apenas oía.
-Buenas noches, querida.
Remmick abrió un poco la ventana, tal como Ash le había ordenado. El rugido del viento sofocaba cual­quier otro sonido que pudiera colarse a través de los es­trechos márgenes entre los oscuros y anodinos edifi­cios. Ash sintió una ráfaga de aire gélido en su mejilla, que contrastaba con el confortable calor que le ofrecía el lecho.
«No sueñes con brujas; no pienses en su cabello ro­jo; no imagines a Rowan en tus brazos. No pienses en Michael sosteniendo el libro, admirándolo como jamás lo ha admirado nadie, excepto los malvados compañe­ros de Lightner que lo asesinaron. No pienses en Ro­wan, Michael y tú sentados junto a la chimenea; no re­greses al valle, al menos hasta dentro de un tiempo; no camines entre los círculos de piedras; no visites las cue­vas; no sucumbas a la tentación de las bellezas mortales que pueden morir si las tocas... No les llames, no te ex­pongas a oír una respuesta fría, evasiva, en sus voces.»
Cuando Remmick cerró la puerta de la habitación, Ash ya se había quedado dormido.
La Bru. La calle de París; la mujer de la tienda; la muñeca que yacía en su caja, mirándole con sus grandes e inexpresivos ojos. La idea que se le había ocurrido re­pentinamente, mientras estaba de pie junto a la farola, de que había llegado un momento en la historia en que el dinero hacía posible todo tipo de milagros, que la ambición de un individuo de ganar mucho dinero po­día tener grandes repercusiones espirituales sobre miles de personas... Que eN el campo de la industria y la fa­bricación en serie, la adquisición de una fortuna podía resultar muy creativo.
En cierta ocasión Ash se había detenido en una li­brería de la Quinta Avenida, a pocos metros de su casa, para examinar el Libro de Kells, una reproducción per­fecta al alcance de cualquiera, y hojear con devoción el maravilloso ejemplar que habían confeccionado varios monjes en Lona.
«Para el hombre que ama los libros», escribiría Ash en una tarjeta dirigida a Michael. Vio a Michael son­riendo, con las manos en los bolsillos, una costumbre que también tenía Samuel; a Michael tumbado en el suelo, dormido, y a Samuel de pie junto a él, tambaleán­dose a causa de la borrachera, repitiendo: «¿Por qué no me hizo Dios como él?» Era demasiado patético para reírse. Y aquella extraña declaración pronunciada por Michael mientras se hallaban junto a la valla en Wash­ington Square, ateridos de frío, preguntándose por qué la gente hace cosas tan raras como detenerse en la calle cuando está nevando, y Michael había dicho: «Siempre he creído en lo normal. Suponía que ser pobre era anor­mal. Pensé que cuando uno podía elegir lo que quería, eso era normal.» Nieve, tráfico, los noctámbulos deam­bulando por las calles, los ojos de Michael cuando mira­ba a Rowan. Ella permanecía en silencio, remota, como si le resultara más difícil hablar que a él.
Esto no es un sueño. Son sólo ganas de recrearse en ello, de hacer revivir esos instantes una y otra vez. ¿Qué sienten cuando hacen el amor? ¿Qué expresión muestra el rostro de Rowan? ¿O acaso su rostro está esculpido en hielo? ¿Se comporta Michael como un sátiro? Un brujo acostado con una bruja; un brujo sobre una bruja...
¿Presenciará la Bru esas cosas desde la repisa de la chimenea?
«Recuerdo la forma en que la sostenías», era lo úni­co que Ash escribiría en la tarjeta dirigida a Rowan, acompañando a la maravillosa Bru envuelta en un papel de seda azul, como sus ojos. Era un detalle muy impor­tante. Debía decirle a Leslie que utilizara un papel del mismo color que los ojos de la muñeca.
Luego, Rowan y Michael decidirían si querían con­servar esos regalos, tal como había hecho Ash a lo largo de los años, como unos objetos de culto, o legárselos al hijo de Michael y Mona. Quizá los enormes e inexpre­sivos ojos de la Bru contemplarían al niño y alcanza­rían a ver la sangre de los brujos, como él mismo la vería, si alguna vez decidía ir a su casa después de que naciera el niño, si decidía ir a espiar a la Familia de los Brujos desde el legendario jardín donde en un tiempo se paseó el fantasma de Lasher y hoy reposaban sus restos, un jardín que podía ocultar a otro fantasma que los espia­ba a través de una pequeña e inadvertida ventana.









33

Pierce los había ido a recoger al aeropuerto. Era de­masiado educado para preguntarles quién era el pro­pietario del avión, ni dónde habían estado, sino que se había apresurado a llevarlos a visitar los terrenos del nuevo centro médico.
Pese al calor sofocante, Michael se alegraba de ha­llarse de nuevo en su ciudad. No obstante, todo era una incógnita: si la hierba crecería mañana, si Rowan volve­ría a abandonarse en sus brazos, si él lograría permane­cer alejado de aquel gigantesco individuo con quien ha­bían pasado unos días en Nueva York y habían entablado una extraordinaria amistad. El pasado no le parecía divertido, sino algo que uno hereda con sus problemas, sus maldiciones y sus secretos.
Aparta la vista de los cadáveres, olvida al ancia­no tendido en el suelo. Y Aaron, ¿qué había sido de Aaron? ¿Acaso su espíritu se había elevado hacia la luz, donde todas las cosas se arreglan y son perdonadas? El perdón es uno de los dones más importantes con que cuenta la Humanidad.
Se apearon al borde del inmenso rectángulo de tie­rra removida. Había unos letreros que rezaban: CEN­TRO MÉDICO MAYFAIR, junto a una docena de nombres y fechas, y unas palabras en letra pequeña que los enve­jecidos ojos de Michael no acertaron a leer.
Se preguntó si éstos dejarían de ser tan azules cuan­do perdiera la vista. ¿O, por el contrario, seguiría sien­do el apuesto muchacho de ojos azules aun cuando no pudiera ver cómo las chicas le daban un repaso con di­simulo o cómo Rowan se derretía de placer con los la­bios entreabiertos?
Michael trató de concentrarse en la realidad que le circundaba, de asimilar lo que le indicaba su mente; las obras habían avanzado a un ritmo asombroso, había un centenar de hombres trabajando en esos cuatro bloques y el centro médico había empezado a cobrar forma.
¿Eran lágrimas lo que brillaba en los ojos de Ro­wan? Sí, la fría mujer, perfectamente peinada y vestida con un elegante traje sastre, lloraba en silencio. Michael se acercó a ella, tratando de acortar distancias, transgre­diendo la norma de respetar la intimidad y los senti­mientos de cada cual. La abrazó con fuerza y la besó en el cuello, hasta que sintió que Rowan se estremecía y se inclinaba levemente hacia atrás, agarrándolo del cuello y murmurando:
-De modo que seguisteis adelante con las obras en mi ausencia. Jamás imaginé que fueseis capaces de esto. Sois maravillosos.
Luego, Rowan miró a Pierce, al tímido Pierce, quien se sonrojó ante esas halagadoras palabras.
-Es un sueño que tú nos proporcionaste, Rowan. Y ahora es también nuestro sueño. Y puesto que todos nuestros sueños se van cumpliendo -tú has vuelto a casa, con nosotros-, éste no podía ser menos.
-Un discurso muy propio de un abogado, con fuerza y unos eficaces golpes de efecto -dijo Michael.
¿Estaba celoso del joven Pierce Mayfair? Desde luego, las mujeres lo miraban embelesadas. Era una lás­tima que Mona no comprendiera que era el hombre adecuado para ella, sobre todo ahora que, a raíz de la muerte de Gifford, la madre de Pierce, éste se había ale­jado de su novia Clancy.
De un tiempo a esta parte Pierce buscaba cada vez más la compañía de Mona, aunque no le había dicho una palabra. Tal vez Mona se sintiese también atraída por él...
Michael acarició la mejilla de Rowan y dijo:
-Bésame.
-Sabes que no me gustan esas escenas en público. Es una ordinariez -contestó Rowan-. Nos están mi­rando todos los operarios.
-Mejor -soltó Michael.
-Regresemos a casa -dijo ella.
-¿Qué sabes de Mona, Pierce? -preguntó Michael.
Los tres subieron al coche. Michael había olvidado lo que se sentía al viajar en un automóvil normal, vivir en una casa normal, tener unos sueños normales. Por las noches, en sueños, oía la voz de Ash tarareando unas canciones: en esos momentos, incluso percibía un murmullo musical en sus oídos. ¿Volverían a encon­trarse algún día con Ash? ¿O desaparecería éste detrás de sus suntuosas puertas de bronce, alejándose de ellos, aislándose en su mundo, su imperio, sus millones, para enviarles de vez en cuando una amable nota en la que los invitase a ir a Nueva York, llamar a su puerta en ple­na noche y decir: «¡Te necesito!».
-Mona se comporta últimamente de forma muy extraña -respondió Pierce-. Cuando papá le habla, contesta en un tono que parece que esté ida. Pero se en­cuentra bien. Está con Mary Jane. Ayer un equipo de operarios inició las obras de restauración en Fontevrault.
-Me alegro de que hayan decidido salvar la casa -dijo Michael.
-No tenían otra opción, puesto que ni Mary Jane i Dolly Jean están dispuestas a dejar que sea derruida. Creo que Dolly Jean está con ellas. Está arrugada co­mo una pasa, pero dicen que sus reflejos permanecen intactos.
-Me alegro de que se encuentre con las chicas -di­jo Michael-. Me gustan las personas ancianas.
Rowan soltó una pequeña carcajada, apoyó su ca­beza en el hombro de Michael y dijo:
-Si quieres, podemos invitar a tía Viv a que pase unos días con nosotros. A propósito, ¿cómo está Bea?
-Muy bien, gracias a la anciana Evelyn -contestó Pierce-. Cuando Evelyn salió del hospital y regresó a casa, adivina quién corrió a la casa de la calle Amelia para cuidarla. Bea, naturalmente. Papá dice que es el mejor antídoto contra el dolor. Quizás el espíritu de mamá haya tenido algo que ver en ello.
-Me alegra oír tan buenas noticias -dijo Rowan con su profunda voz, sonriendo levemente-. Con las chicas en la casa, el silencio tendrá que aguardar y los espíritus se ocultarán en las paredes.
-¿Crees que todavía siguen allí? -preguntó Pier­ce con una inocencia conmovedora.
-No, hijo -contestó Michael-. No es más que una casa grande y maravillosa que aguarda nuestra lle­gada... y la de futuras generaciones.
-Otros Mayfair que aún no han nacido -apostilló Rowan.
En aquel momento enfilaron la avenida de St. Char­les. Ante ellos se extendía un maravilloso tapiz verde, las encinas en flor, iluminadas por el sol, el tráfico que circulaba lentamente por la avenida, la hilera de señoria­les mansiones. «Todo ha vuelto a la normalidad -pensó Michael-. Estoy en mi ciudad, y sostengo la mano de Rowan entre las mías.»
-Mirad, la calle Amelia -dijo.
Qué aspecto tan elegante tenía la casa de la calle Amelia, construida al estilo de San Francisco, recién pintada de color melocotón con los bordes blancos y sus postigos verdes. Habían desaparecido todos los hierbajos.
Michael sintió deseos de detenerse unos momentos para visitar a Evelyn y Bea, pero antes tenían que ir a ver a Mona, la madre de su futuro hijo. Y tenía que es­tar con su mujer, charlar tranquilamente con ella en el dormitorio del piso superior, acerca de lo que había ocurrido, las historias que les habían contado, las extra­ñas cosas que habían presenciado y que probablemente jamás explicarían a nadie... Excepto a Mona.
Al día siguiente visitaría el mausoleo donde estaba enterrado Aaron y, como buen irlandés, le hablaría a Aaron en voz alta, como si éste pudiera responder, y si alguien lo miraba escandalizado, peor para él. Era una costumbre de familia. Michael recordaba que su padre acudía con frecuencia al cementerio de St. Joseph para hablar en voz alta con sus abuelos. Y el tío Shamus, cuando cayó gravemente enfermo, le dijo a su mujer: «No te aflijas, podrás seguir hablando conmigo aunque haya desaparecido. La única diferencia es que yo no podré contestarte.»
De golpe la luminosidad se amortiguó. Los árboles, que parecían extenderse hasta el horizonte, taparon el sol y dividieron el cielo en diminutos y refulgentes fragmentos azules. Atravesaron el distrito del Parque. La calle Primera. Y más allá, en la esquina de Chestnut, se alzaba la casa, rodeada de plátanos, helechos y aza­leas en flor, a la espera de darles la bienvenida.
-Entra un minuto, Pierce.
-No, me esperan en la oficina. Os conviene des­cansar. Llamadnos si queréis algo.
Pierce se apeó y ayudó de forma galante a Rowan a bajar del coche.
Tras abrir la puerta de la verja, se despidió de ellos agitando la mano y partió. Un guardia de uniforme que patrullaba junto a la verja se retiró discretamente.
El coche desapareció entre luces y sombras, en si­lencio, mientras la tarde languidecía sin oponer resis­tencia. El aroma del olivo impregnaba todo el jardín. «Esta noche -pensó Michael- volveré a aspirar el perfume de los jazmines.»
Ash había dicho que el perfume era el resorte que ac­tivaba con mayor rapidez la memoria, transportándote hacia mundos olvidados. Tenía razón. Era terrible verse privado de los aromas que necesitas aspirar para vivir.
Michael abrió la puerta para que pasara Rowan y, de repente, sintió deseos de cogerla en brazos. ¿Por qué no?
Rowan lanzó una exclamación de gozo y se agarró al cuello de Michael cuando él la cogió en brazos para atravesar el umbral.
Lo importante, cuando uno hacía un gesto de este tipo, era no dejar caer a la señora en cuestión.
-Ya estamos en casa -murmuró Michael, rozan­do con los labios el suave cuello de su mujer, obligán­dola a echar la cabeza hacia atrás, y besándola debajo de la barbilla. El aroma del jardín dejó paso al omnipre­sente olor a cera, al olor de madera vieja y a un perfume intenso, muy caro y exquisito.
-Amén -respondió ella.
Cuando Michael fue a dejarla en el suelo, Rowan permaneció abrazada a él. ¡Qué sensación tan agrada­ble!, pensó entonces Michael, comprobando que su viejo y tronado corazón no se ponía a latir con violen­cia. Rowan, como experta en medicina, seguramente se daría cuenta si su corazón empezaba a latir de forma alarmante. Michael se quedó inmóvil, sosteniéndola en brazos, aspirando el olor de su pelo y contemplando el suelo recién pulido por Eugenia, el monumental arco de la entrada y los lejanos murales del comedor, ilumi­nados por los rayos del atardecer.
Al fin se encontraban en casa. Aquí. Ahora. Jamás se habían sentido tan unidos como en aquellos mo­mentos.
Al cabo de unos momentos soltó suavemente a Ro­wan. Al mirarla, vio que tenía el ceño ligeramente frun­cido.
-No te preocupes, no me pasa nada -le tranquili­zó ella-. No es fácil borrar algunos recuerdos, eso es todo. Pero luego pienso en Ash, en la experiencia que hemos vivido con él, y me olvido de las cosas tristes.
Michael deseaba responder, decir algo sobre su amor por Ash y algo más, algo que le estaba torturando. Era mejor olvidar el tema, es lo que le habrían aconsejado si le hubiera pedido a alguien su opinión. Pero no podía hacerlo. Miró a Rowan a los ojos, abriendo los suyos de forma tan exagerada que parecía enojado, cuando en rea­lidad no lo estaba.
-Rowan, amor mío -dijo Michael-. Sé que pu­diste haberte quedado con él. Sé que tuviste que tomar una decisión.
-Tú eres mi hombre -contestó ella con un breve suspiro-, Michael, mi hombre.
Habría sido un gesto muy romántico transportarla arriba en brazos, pero Michael temió no conseguir sal­var los veintinueve escalones. ¿Dónde se habían metido las jovencitas y la abuela, la resucitada? No, no, Rowan y él no podían encerrarse ahora en la habitación, a me­nos que tuvieran la suerte de que toda la tribu hubiera salido a cenar.
Michael cerró los ojos y la besó de nuevo. Nadie podía impedir que la besara una docena de veces. Cuando alzó la vista, vio a la atractiva pelirroja al final del pasillo; en realidad, a dos guapas pelirrojas, una de ellas altísima, y a la rubia y pizpireta Mary Jane, peina­da como de costumbre con dos trenzas recogidas en lo alto de la cabeza. Las tres tenían unos cuellos divinos, como cisnes. Pero ¿quién era esa nueva y gigantesca be­lleza, idéntica a Mona?
Rowan se volvió y miró hacia el otro extremo del pasillo.
Las Tres Gracias estaban apoyadas contra la puerta del comedor. El rostro de Mona parecía ocupar dos es­pacios distintos. No se trataba de un parecido, sino de una copia exacta. ¿Por qué estaban inmóviles como las figuras de un cuadro, las tres vestidas de algodón, con­templando a Michael y a Rowan fijamente?
Michael oyó a Rowan soltar una exclamación de sorpresa y vio cómo Mona echaba a correr hacia él a través del pulido y resbaladizo suelo.
-No podéis hacer nada. Nada en absoluto. Vais a tener que escucharme.
-Dios mío -exclamó Rowan con voz temblorosa, apoyándose en Michael como si temiera que las piernas no la sostuvieran.
-Es hija mía -dijo Mona-. Mía y de Michael, y no dejaré que le hagáis daño.
Tras unos primeros instantes de perplejidad, Mi­chael pensó, tratando de organizar sus pensamientos: «Esta joven es la criatura que ha nacido. Es obra de la hélice gigante. Es una Taltos, tan seguro como lo es Ash, tan seguro como lo son los dos cadáveres que es­tán enterrados debajo de la encina. Rowan va a desma­yarse, y yo siento un intenso dolor en el pecho.»
Michael se apoyó en el poste de la escalera.
-Prometedme que no le haréis ningún daño -dijo Mona.
-¿Cómo iba a hacerle daño? Soy incapaz de lasti­marla -replicó Michael.
Rowan rompió a llorar, cubriéndose la boca y bal­buceando:
-Dios mío, Dios mío...
La gigantesca desconocida avanzó unos pasos tími­
damente y se detuvo. Michael temió que abriera la boca y hablara con aquella voz infantil y desvalida que él pu­do oír segundos antes de que Rowan disparara la pisto­la. Se sentía confuso y mareado. El sol se extinguía, de­volviendo a la casa su oscuridad natural.
-Será mejor que te sientes en el escalón, Michael -indicó Mona.
-Está fatal -dijo Mary Jane.
Rowan reaccionó y agarró a Michael por el cuello con sus largos y húmedos dedos.
-Imagino que os habréis llevado una impresión muy fuerte -dijo la gigantesca joven-. Mamá y Mary Jane estaban muy preocupadas, pero me alegro de co­noceros al fin y obligaros a tomar una decisión respec­to a si yo, la hija de Michael y Mona, puedo y debo per­manecer bajo este techo, como suele decirse. Como véis, mamá me a colgado la esmeralda alrededor del cuello, pero me supedito a vuestra voluntad.
Rowan se quedó atónita, lo mismo que Michael. La joven se expresaba con una voz casi idéntica a Mona, sólo que más vieja y menos enérgica, como si los golpes que le había dado la vida le hubieran restado vigor.
Michael alzó la cabeza y la vio de pie ante él, con su cabellera roja desparramada sobre los hombros, sus de­sarrollados pechos, sus largas y bien torneadas piernas y sus ojos de un verde encendido.
-Padre -murmuró la joven, cayendo de rodillas y extendiendo una mano para acariciarle la cara.
Michael cerró los ojos.
-Quiéreme, Rowan -suplicó dulcemente la jo­ven-, y él me querrá también.
Rowan sollozó sin dejar de agarrar el cuello de Mi­chael. El corazón de Michael latía de modo tan violento que parecía ir a estallar de un momento a otro.
-Me llamo Morrigan -dijo la joven.
-Es mi hija -dijo Mona-, y la tuya, Michael.
-Dales tiempo a responder -dijo Mona-. Basta, Morrigan, escúchame.
Mona sujetó la mano de su hija entre las suyas para evitar que volviera a atacar a Rowan. A todo esto, Mary Jane se había puesto de puntillas.
-Tranquilízate un poco -le aconsejó Mary Jane a Morrigan-, y deja que se expliquen.
-No lo comprendéis -contestó Morrigan con voz entrecortada, mirando a Rowan y a Michael con sus in­mensos ojos verdes anegados en lágrimas-. Existe un macho, un macho de mi especie. ¿No percibes su olor, mamá? ¡Di la verdad! -gritó-. ¡Por favor, mamá! ¡No lo resisto!
Morrigan rompió en llanto. Sus sollozos resonaron como si un mueble pesado hubiera caído rodando por la escalera. Tenía el rostro crispado en una mueca de dolor y su gigantesco cuerpo no cesaba de balancearse, inclinándose ligeramente como para permitir que los otros la abrazaran e impidieran que se cayera.
-Llevémosla arriba -dijo Mary Jane.
-Juradme que no le haréis ningún daño -dijo Mona.
-Descuida, más tarde hablaremos y...
Rowan empujó a Michael hacia el ascensor y abrió la vieja puerta de madera.
-Entra -le ordenó.
Lo último que vio Michael, apoyado contra la pa­red del ascensor, fue un remolino de faldas de algodón mientras las Tres Gracias subían corriendo la escalera.
Michael estaba tendido en el lecho.
-No, no pienses ahora en ello. No pienses en nada -dijo Rowan.
El trapo húmedo que Rowan le había aplicado en la frente tenía un tacto desagradable.
-No voy a morirme -dijo Michael suavemente.
Pronunciar esas palabras le había costado un esfuerzo enorme. Michael estaba tan desconcertado que no sabía exactamente qué sentía en aquellos momentos. ¿Acaso de nuevo una sensación de derrota, como si el andamio que sostenía el mundo normal se hubiera venido abajo, como si las previsiones del futuro presentaran el color de la muerte y la Cuaresma, o quizá se trataba de algo que podían abrazar y contener, algo que de algún modo podían aceptar sin caer en la locura?
-¿Qué podemos hacer? -murmuró ella.
-¿Me lo preguntas a mí? ¿Qué quieres que hagamos? -contestó Michael, situándose de costado. El dolor había remitido un poco. Estaba empapado en sudor, una sensación que detestaba, además de sentir el inevitable olor. ¿Dónde se habían metido las Tres Gracias?-. No sé que podemos hacer.
Rowan estaba sentada en la cama, la espalda ligeramente encorvada, el cabello acariciándole las mejillas, la mirada perdida en el infinito.
-Quizás él sepa lo que debemos hacer -dijo Michael.
Rowan se giró bruscamente.
-¿Él? No podemos decírselo. Si se lo contamos se volverá loco, como ella. ¿Es eso lo que quieres que pase? ¿Quieres que venga aquí? Ten presente que nada ni nadie conseguirá interponerse entre ellos.
-Entonces ¿qué va a pasar? -preguntó Michael, intentando que su voz sonara firme, enérgica, aunque fuese incapaz de proponer ninguna solución.
-No lo sé. ¡Cómo quieres que lo sepa! ¡Dios mío! Ahora hay dos, están vivos y no se trata simplemente de... de...
-¿De qué?
-De un ser diabólico que se ha colado en nuestras vidas, de un ser astuto y manipulador que fomenta la alienación, la locura. Esto es muy distinto.
-Continúa -dijo Michael-. Me gusta oírte decir esas cosas. No es un ser diabólico.
-No, sólo otra forma de lo natural -murmuró Ro­wan con aire pensativo, apoyando su mano en el bra­zo de Michael.
Michael estaba tan cansado que no podía pensar con claridad. ¿Cuánto tiempo había permanecido Mona a solas con esa criatura, esa joven recién nacida de cue­llo de garza y unos rasgos idénticos a los de Mona? ¿Y con Mary Jane? Las dos brujas, juntas.
Michael y Rowan habían estado inmersos en sus asuntos dedicándose a salvar a Yuri, a descubrir a los traidores, a consolar a Ash, el gigantesco ser que no era, jamás lo había sido y nunca sería enemigo de nadie.
-¿Qué podemos hacer? -murmuró Rowan-. ¿Qué derecho tenemos a decir nada?
Michael se volvió, en un intento de verla con clari­dad. Luego se incorporó con dificultad y sintió una pe­queña punzada debajo de las costillas, nada importante. Se preguntó vagamente cuánto tiempo podía vivir una persona con un corazón que empezaba a fallar ante cualquier emoción o impresión fuerte. Claro que la im­presión que había recibido con lo de Morrigan no era algo que sucediese todos los días. Morrigan, su hija, que en estos momentos estaba llorando en algún cuarto de la casa con Mona, su madre adolescente.
-Rowan -dijo Michael-, ¿se te ha ocurrido que esto podría ser el triunfo de Lasher? ¿Y si lo hubiera planeado él?
-Es imposible saberlo -contestó ella, cubriéndo­se la boca con una mano en un gesto que denotaba con­fusión y seria preocupación-. No puedo volver a ma­tar -murmuró tan suavemente como si se tratase de un suspiro.
-No... no... no me refería a eso. Soy incapaz de eso. Yo...
-Ya lo sé. Tú no mataste a Emaleth. La maté yo.
-No debemos pensar en esas cosas. Tenemos que decidir si vamos a resolver esto solos o junto con otras personas.
-Como si ella fuera un organismo invasor -mur­muró Rowan-, y las otras células se apresuraran a ro­dearla para contenerla.
-Podemos hacerlo sin lastimarla -respondió Mi­chael. Estaba agotado y mareado. Tenía ganas de vomi­tar. Pero trató de reprimir sus náuseas, no podía dejarla sola en esos momentos-. Rowan, debemos acudir a la familia, eso es lo primero.
-Están asustados. No. No podemos recurrir a Pierce ni a Ryan, ni a Bea o Lauren...
-No estamos solos, Rowan. No podemos tomar una decisión de este calibre solos. Además, debemos pensar en las chicas, están eufóricas, para ellas es como si caminaran por las misteriosas sendas de la magia y la transformación, ella les pertenece.
-Lo sé -suspiró Rowan-. Del mismo modo en que él me pertenecía a mí, ese abominable espíritu que acudió a mí lleno de mentiras. Ojalá que de alguna for­ma horrible y cobarde...
-¿Qué?
Rowan meneó la cabeza. De pronto sonaron unos golpes en la puerta.
Esta se entreabrió y apareció Mona con los ojos en­rojecidos y el rostro abotorgado a causa del llanto.
-No quiero que le hagáis daño.
-No se lo haremos -contestó Michael-. ¿Cuán­do sucedió?
-Hace unos días. Venid conmigo. Tenemos que hablar. No temáis, no puede escaparse. No puede de­senvolverse sola, aunque ella lo crea. Se moriría. No os pido que le digáis que existe un macho rondando por ahí, sólo que aceptéis a mi hija, que la escuchéis.
-De acuerdo -contestó Rowan.
Mona asintió con una expresión de gratitud.
-Estás débil, necesitas descansar -dijo Rowan.
-Es a causa del parto, pero me encuentro bien. Ella necesita que le dé de mamar continuamente.
-Entonces no se escapará -dijo Rowan.
-Seguramente no. ¿Es que no lo comprendéis? -preguntó Mona.
-¿Que la quieres? Por supuesto -le contestó Ro­wan-. Naturalmente que lo comprendo.
Mona asintió de nuevo y dijo:
-Bajad dentro de una hora. Supongo que entonces ya se habrá calmado. Le hemos comprado unos vesti­dos muy bonitos. Le gustan mucho. Quiere que Mary Jane y yo vayamos también elegantes. Le cepillaré el pelo y le pondré un lazo, como solía ponerme yo. Es muy lista. Hasta puede ver...
-¿Qué?
Mona dudó unos instantes antes de responder con timidez:
-El futuro.
Tras estas palabras, Mona salió de la habitación y cerró la puerta.
Michael observó los pálidos paneles rectangulares de la ventana. La luz se desvanecía de forma acelerada para dejar pasó al crepúsculo primaveral. Michael oyó el canto de las cigarras en el jardín. ¿Las oía también Rowan? ¿La tranquilizaba ese sonido? Michael se pre­guntó dónde estaría en estos momentos la extraña cria­tura, su hija.
Fue a encender la lámpara, pero Rowan se lo im­pidió.
-No la enciendas -dijo.
Michael contempló su perfil, definido por una línea de luz. En la oscuridad, la habitación parecía extender­se hasta el infinito.
-Quiero reflexionar -dijo Rowan-. Quiero re­flexionar en voz alta en la oscuridad. -Comprendo.
Rowan se giró y, lentamente, con gestos precisos y eficaces, le colocó las almohadas debajo de la cabeza para que pudiera reclinarse. Michael se sentía violento, pero no se resistió. Cuando se hubo tumbado, aspiró hondo. La ventana aparecía cubierta por una fina pelí­cula blanca. Cuando las ramas de los árboles se mo­vían, parecía como si unas sombras quisiesen penetrar en la habitación para espiarlos, para escuchar su con­versación.
-No ceso de repetirme que todos corremos un riesgo -dijo Rowan-. Cualquier niño puede conver­tirse en un monstruo, en un ser capaz de matar. Imagí­nate a un bebé, una sonrosada y tierna criatura, y que de pronto aparece una bruja, le impone las manos y di­ce: «Cuando sea mayor desencadenará guerras, fabrica­rá bombas, sacrificará las vidas de miles, de millones de seres humanos.» ¿Qué harías? ¿Lo estrangularías? ¿O te negarías a aceptar que fuera capaz de hacer unas co­sas así?
-Estoy pensando -contestó Michael-, estoy pen­sando cosas que tienen bastante sentido, que es una cria­tura recién nacida, que tiene que hacernos caso, que quienes la rodeamos debemos ser sus maestros y que, conforme pasen los años, cuando sea mayor...
-¿Y si Ash muriera sin saber que Morrigan exis­te? -le interrumpió Rowan-. ¿Recuerdas sus pala­bras, Michael? «El baile, el círculo, la canción...». ¿O crees acaso el vaticinio de la bruja en la cueva? Si lo crees -confieso que yo no estoy segura-, ¿qué pode­mos hacer? ¿Pasarnos la vida tratando de impedir que se encuentren?
La habitación estaba completamente oscura. Sobre el techo se dibujaban unas pálidas franjas de luz. Los muebles, la chimenea y las paredes habían desapareci­do. Los árboles del jardín, iluminados por la luz de las farolas, todavía conservaban su color, su forma.
El cielo, como sucede algunas veces, presentaba el tono sonrosado de la piel.
-Bajaremos a verla -dijo Michael- y escuchare­mos lo que tenga que decirnos. Luego llamaremos a la familia y le pediremos que acuda, como cuando tú ya­cías postrada en esta cama, cuando creíamos que ibas a morir. Necesitamos la ayuda de todos ellos. Lauren, Paige, Ryan, sí, Ryan, Pierce y la anciana Evelyn.
-Quizá tengas razón -contestó Rowan-. Pero ¿sabes qué pasará? Pues que verán su innegable inocen­cia, su juventud, y luego nos mirarán a nosotros, pen­sando: «¡Cómo es posible!», y nos exigirán que tome­mos una decisión.
Michael se levantó despacio de la cama, temiendo que le sobreviniera otro ataque de náusea, y se dirigió a tientas, apoyándose en los postes de la cama, hacia el baño.
De pronto recordó la primera vez que él y Rowan, por aquel entonces su novia, habían subido a explorar esta zona de la casa. En el suelo aparecían diseminados sobre las blancas baldosas que en estos momentos bri­llaban bajo la suave y pálida luz, los fragmentos de una estatua que se había roto. Se había desprendido la cabe­za de la virgen, tocada con un velo, así como una mano. ¿Se trataba quizá de un presagio?
¡Quién sabe lo que podía ocurrir si Ash daba con ella, o ella con Ash! Pero eso era algo que ellos mismos debían decidir.
-Nosotros no podemos hacer nada -murmuró Rowan en la oscuridad.
Michael se inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo y se lavó la cara con agua fría. Durante unos momentos el agua fue tibia, hasta que bruscamente empezó a manar de las entrañas de la tierra, casi helada. Michael se secó la cara con unas palmaditas de toalla para no irritarse la piel, se quitó la chaqueta y la camisa, arrugada y con un fuerte olor a sudor, se enjugó el sudor y se aplicó un poco de desodorante. Michael se preguntó si Ash ha­bría podido hacer eso, eliminar su olor para que los otros no notaran el aroma que había dejado impregna­do en las ropas de Michael y Rowan al despedirse de ellos con un beso.
¿Podía antiguamente la hembra de la especie huma­na captar el olor del macho humano que se aproximaba a ella a través del bosque? ¿Por qué habíamos perdido esa facultad? Seguramente porque el olor había dejado de constituir un indicador de peligro, ya no servía para advertir sobre una posible amenaza. Para Aaron, el ase­sino a sueldo y el extraño eran una misma cosa. ¿Qué tenía que ver el olor con las dos toneladas de metal que aplastaron a Aaron contra el muro?
Michael se puso una camisa limpia y una sudadera fina. Temía resfriarse.
-¿Bajamos? -preguntó.
Al apagar la luz vio la silueta de Rowan, con la ca­beza agachada como si estuviera meditando. Michael creyó advertir un destello de su chaqueta color burdeos y, al girarse hacia él, pudo observar el resplandor de su blusa blanca. Tenía un estilo de vestir Típicamente sure­ño, pulido, impecable.
-Vamos -dijo Rowan, con aquella voz profunda y enérgica que a Michael le recordaba cierto tipo de cara­melos y le provocaba el deseo de acostarse con ella­Quiero hablar con Morrigan.
Estaban en la biblioteca, esperándoles.
Al entrar, Michael vio que Morrigan se hallaba sen­tada con aire majestuoso ante el escritorio; vestía un elegante traje con el cuerpo de encaje blanco, de estilo victoriano, con cuello alto, mangas vaporosas y falda de tafetán.
Llevaba un broche prendido en el pecho. Parecía la hermana gemela de Mona. Mona, vestida con un traje de encaje color crema, de línea menos severa, estaba sentada en un sillón, como el día en que Michael les ha­bía rogado a Ryan y a Pierce que le ayudaran a encon­trar a Rowan. Mona no era más que una chiquilla, pen­só Michael, y estaba tan necesitada de un padre y una madre como Morrigan.
Mary Jane, instalada en la otra esquina, iba vestida de rosa. «Nuestras brujitas son aficionadas a los colo­res pastel», pensó Michael. Y la abuela. Michael no se había dado cuenta de que estaba allí, sentada en un ex­tremo del sofá, hasta que observó su diminuto y arru­gado rostro, sus perspicaces ojos negros y su alegre sonrisa.
-¡Ya están aquí! -exclamó la abuela, extendiendo los brazos hacia Michael-. Es evidente que tú también eres un Mayfair, un descendiente de Juliea. No cabe la menor duda.
Al inclinarse para besarla en la mejilla, advirtió que su bata guateada exhalaba un olor a polvos faciales. «Es la prerrogativa de los ancianos -pensó Michael-, ir vestidos siempre como si se fueran a acostar.»
-Acércate, Rowan -ordenó la abuela-. Quiero hablarte de tu madre. Tu madre sufrió mucho cuando renunció a ti. Todos los sabemos. El día que te arranca­ron de sus brazos apartó la cara para no verte y lloró como una Magdalena. Ya no volvió a ser la misma.
Rowan estrechó sus frágiles manos resecas y se in­clinó para recibir un beso.
-¿Estabas presente cuando nació Morrigan, Dolly Jean? -preguntó Rowan mirando a Morrigan de sos­layo, pues no se atrevía a hacerlo de frente.
-Desde luego -respondió Dolly Jean-. Me di cuenta de que era un bebé que caminaba en cuanto aso­mó un pie. Pero, pase lo que pase, tanto si te gusta co­mo si no, ten presente que esta chica es una Mayfair. Si fuimos capaces de soportar a un tipo como Julien, po­dremos soportar a esta joven de cuello de cisne y rostro como el de Alicia en el País de las Maravillas. Escúcha­la con atención. Quizá no hayas oído nunca una voz como la suya.
Michael sonrió. Se alegraba de que la abuela estu­viera ahí, de que lo hubiera asumido todo con aquella naturalidad. Sintió deseos de coger el teléfono y llamar a todos los Mayfair, pero se limitó a tomar asiento fren­te al escritorio, junto a Rowan.
Todos dirigieron su mirada hacia la atractiva peli­rroja, que de pronto inclinó la cabeza hacia atrás y apo­yó las manos firmemente en los brazos de la silla, de­jando entrever unos turgentes pechos por el encaje del vestido. Tenía una cintura tan frágil y menuda que Mi­chael sintió deseos de rodearla con sus brazos.
-Soy tu hija, Michael.
-Cuéntame más cosas, Morrigan. Quiero saber lo que nos tiene reservado el destino. Dime qué quieres de nosotros y qué estás dispuesta a ofrecernos.
-Me alegro mucho de oírte pronunciar esas pala­bras. ¿Habéis oído eso? -preguntó, dirigiéndose a la abuela, a Mona y a Mary Jane. Luego se volvió hacia Rowan y dijo-: Les he dicho que estaba segura de que reaccionarías así. Siento la necesidad de hablar, de declarar, de hacer predicciones.
-Adelante, querida -contestó Michael.
De pronto ya no la veía como a un monstruo, sino como a un ser humano lleno de vitalidad, tan tierna y frágil como todos los que se encontraban en aquella ha­bitación, incluido él mismo, un hombre capaz de matar a alguien con sus propias manos si tenía que hacerlo.
Y ahí estaba Rowan, capaz de matar a un ser huma­no con el poder de su mente. Pero esa criatura era inca­paz de matar.
-Quiero tener profesores privados -dijo Morri­gan-, en vez de asistir a la escuela, unos tutores, ade­más de mi madre y Mary Jane; quiero estudiar, apren­der. Necesito disponer de la suficiente intimidad y protección para concentrarme en mis estudios, así co­mo de la garantía de que no me arrojaréis a la calle, de que formo parte de la familia, de que algún día... -Mo­rrigan se detuvo bruscamente, como si alguien hubiera pulsado un botón-. Algún día seré la heredera del le­gado, tal como pretende mi madre, y después de mí otra descendiente suya, quizás una persona humana... si vosotros... si el macho... si el olor...
-Corta el rollo, Morrigan -soltó Mary Jane.
-Continúa, cariño -indicó su madre.
-Deseo todas esas cosas que requiere una niña es­pecial, dotada de una inteligencia excepcional y un ca­rácter dócil y cariñoso, una niña a la que resulta muy fácil querer, educar y controlar.
-¿Es eso lo que quieres? -preguntó Michael-. ¿Unos padres?
-Sí, quiero que los miembros más ancianos de la familia me cuenten viejas historias, como se suele hacer entre nosotros.
-De acuerdo -terció Rowan con firmeza-. Y a cambio aceptarás nuestra protección, lo cual significa nuestra autoridad puesto que todavía eres una niña.
-Sí.
-Y nosotros cuidaremos de ti.
-¡Sí! -respondió Morrigan. Luego hizo ademán de levantarse, pero cambió de opinión y permaneció sentada, con las manos apoyadas sobre el escritorio de caoba. Tenía unos brazos muy largos y esbeltos, capa­ces de sostener unas alas-. Sí. Soy una Mayfair. Repe­tid estas palabras conmigo: «Formo parte de esta fami­lia. Es posible que un día me quede preñada de un hombre y que tenga entonces unos hijos que llevarán sangre de bruja en las venas, como yo; tengo derecho a existir, a ser feliz, a prosperar... ¡Dios, todavía percibo ese olor! No lo soporto. ¡Decidme la verdad!
-¿Y luego? -inquirió Rowan-. ¿Y si te decimos que debes permanecer aquí, que eres demasiado joven e inocente para encontrarte con ese macho, que nosotros fijaremos la entrevista en el momento oportuno...?
-¿Y si prometemos que le hablaremos de ti? -in­tervino Michael-. ¿Y si te decimos dónde está, pero sólo a condición de que jures...?
-¡Lo juro! -contestó Morrigan-. ¡Estoy dis­puesta a jurar lo que sea!
-¿Tan potente es ese olor? -preguntó Mona.
-Me están asustando, mamá.
-Los tienes en la palma de la mano -señaló la di­minuta Mona desde su sillón, pálida como la cera-. No pueden herir a ningún ser que se explica tan bien como tú. Eres tan humana como ellos. ¿No lo com­prendes? Sígueles el juego. Continúa.
-Quiero ocupar el lugar que me corresponde -di­jo Morrigan con ojos implorantes, casi como si estuvie­ra a punto de echarse a llorar-. Dejadme ser como soy. Dejad que me una con quien yo desee. Dejad que sea uno de los vuestros.
-No puedes verte con él. No puedes copular con él -contestó Rowan-. Al menos, hasta que seas lo bastante madura como para tomar esa decisión.
-¡Me ponéis furiosa! -gritó Morrigan.
-Basta, Morrigan -dijo Mona.
-Procura tranquilizarte -dijo Mary Jane, acer­cándose a Morrigan con cautela y apoyando las manos sobre sus hombros.
-Háblales de tus recuerdos, explícales que los he­mos grabado -dijo Mona-. Y háblales sobre las cosas que deseas ver.
Mona trataba de retomar el hilo de la conversación para impedir que su hija estallara en un torrente de lá­grimas y gritos.
-Me gustaría ir a Donnelaith -respondió Morri­gan con voz temblorosa-, y también visitar la planicie.
-¿Te acuerdas de esas cosas?
-Sí, y recuerdo que todos bailábamos formando un círculo. Lo recuerdo perfectamente. Extiendo los brazos hacia ellos y grito: «¡Socorro, ayudadme!» -di­jo Morrigan, cubriéndose la boca con las manos para reprimir unos sollozos.
Michael se levantó y se acercó a ella, indicándole a Mary Jane que se apartara.
-Cuentas con mi cariño -le susurró a Morrigan al oído-. ¿Me has oído? Tienes mi cariño y la autoridad que eso conlleva.
-¡Gracias a Dios! -exclamó Morrigan, apoyando la cabeza en su pecho como a veces hacía Rowan. Lue­go rompió a llorar sin disimulo.
Michael le acarició el pelo, más suave y sedoso que el de Mona. De pronto recordó su breve unión con Mona en el sofá, en el suelo de la biblioteca, y miró a esa frágil e imprevisible criatura.
-Te conozco -murmuró Morrigan, frotando la frente contra su pecho-. Conozco tu olor y las cosas que has visto. Conozco el olor del viento en la calle Li­berty, el aspecto que tenía la casa la primera vez que en­traste en ella y cómo la reformaste. Conozco varias clases de madera y diversas herramientas, y sé la sensación que tiene uno al pulir la madera con aceite de palo. También sé que te ahogaste, que tenías mucho frío, y que luego entraste en calor y viste a los fantasmas de las brujas. Ésos son los peores, los más potentes, a excep­ción de los fantasmas de los Taltos. Debes de llevar el espíritu de una bruja o de un Taltos dentro de ti a la es­pera de salir, renacer, crear una nueva raza. Los muer­tos lo saben todo. Deberían hablar. ¿Por qué no viene él, u otro macho Taltos, a mí? Lo único que hacen es bailar en mis recuerdos y decir cosas que en aquella época eran importantes para ellos. Te quiero, padre.
-Yo también te quiero -contestó Michael, acari­ciándole la cabeza: De pronto notó que estaba tem­blando.
-Sabes, padre -dijo Morrigan, alzando la cabeza para mirarlo mientras por sus mejillas rodaban unos gruesos lagrimones-, un día conseguiré dominar el mundo.
-¿De veras? ¿Cómo es eso? -preguntó Michael con calma, tratando de controlar su voz y la expresión de su rostro.
-Está escrito -contestó ella con tono vehemente y sincero-. Aprendo muy deprisa, soy muy fuerte, conozco muchas cosas. Cuando tenga hijos, y los ten­dré, de la misma forma que tú y mamá me tuvisteis a mí, poseerán mi fuerza, mis conocimientos, mis recuer­dos, los humanos y los Taltos. Vosotros nos habéis en­señado a ser ambiciosos. Cuando los humanos se den cuenta de quiénes somos huirán de nosotros. Entonces el mundo se derrumbará. ¿No crees, padre?
Michael se estremeció. Oyó la voz de Ash. Miró a Rowan, la cual permanecía impasible.
-Vivir juntos, ése fue nuestro compromiso -dijo Michael, inclinándose para besar a Morrigan en la fren­te. Su piel olía a bebé, fresca y fragante-. Esos son los sueños de los jóvenes: gobernar, dominar el mundo. Los tiranos de la historia eran unos individuos inmadu­ros. Pero tú alcanzarás la madurez. Poseerás todos los conocimientos que podamos darte.
-¡Qué fuerte! -dijo Mary Jane, cruzando los brazos.
Michael la miró, irritado por su inoportuno comen­tario y la risita que soltó mientras meneaba la cabeza. Luego ilniró a Rowan, quien contemplaba a la extraña joven yla Mona con los ojos enrojecidos y una profun­da tristeza. Michael observó que Mona era la única que no demostraba disgusto o perplejidad, sino temor, un temor frío y calculado.
-Los Mayfair son también mi familia -murmuró Morrigan-, una familia de bebés que caminan. Los poderosos deben juntarse. Examinaremos los archivos informáticos y obligaremos de inmediato a los que po­sean la doble hélice a emparejarse y copular, al menos hasta que consigamos nivelar el resultado numérico, y entonces estaremos en pie de igualdad... Tengo que tra­bajar, mamá, quiero volver a entrar en la base de datos de los Mayfair.
-Frena un poco -dijo Mary Jane.
-¿Qué piensas? ¿Qué opinas? -preguntó Morri­gan mirando fijamente a Rowan.
-Tienes que adaptarte a nuestras costumbres, y quizás acaben gustándote. En nuestro mundo no obli­gamos a nadie a copular. El resultado numérico no es nuestra especialidad. Pero ya irás aprendiendo poco a poco. Nosotros te enseñaremos, y tú a nosotros.
-¿No me haréis daño?
-Por supuesto que no -contestó Rowan-. No deseamos hacerte ningún daño.
-Y ese macho que os impregnó con su olor, ¿tam­bién está solo?
Tras dudar unos instantes, Rowan asintió con un movimiento de cabeza.
-¿Solo como yo? -preguntó Morrigan, mirando a Michael a los ojos.
-Más solo que tú -contestó Michael-. Tú nos tienes a nosotros, tu familia.
Morrigan se levantó, sacudió su larga cabellera y ejecutó unas rápidas piruetas mientras cruzaba la habi­tación. Su falda de tafetán crujía al moverse y reflejaba la luz.
-Lo esperaré. Puedo hacerlo. Pero habladle de mí, decidle que existo, os lo ruego. Lo dejo en vuestras manos, lo dejo en manos de la tribu. Vamos, Dolly Je­an, venga Mona, ha llegado el momento de que baile­mos. ¿Quieres acompañarnos, Mary Jane? Rowan, Michael, deseo bailar.
Morrigan alzó los brazos y empezó a girar sin cesar, con la cabeza inclinada hacia atrás, su hermosa cabelle­ra al compás de sus movimientos. Canturreaba una canción suave y melodiosa, una canción que Michael había oído con anterioridad, quizá de labios de Tessa, recluida para siempre en la casa madre de Talamasca, donde jamás vería a esta niña. Tampoco Ash la vería; él que había recorrido todo el mundo en busca de una compañera, que quizá también habría cantado alguna vez esa canción y que jamás les perdonaría haber man­tenido en secreto la existencia de Morrigan.
Morrigan cayó de rodillas junto a Rowan. Las otras dos jóvenes las miraron con inquietud, pero Mona le indicó a Mary Jane que aguardara.
Rowan no hizo nada. Estaba sentada, abrazándose las rodillas. Permaneció así inmóvil mientras la ágil y silenciosa figura se aproximaba a ella, mientras Morri­gan olfateaba sus mejillas, su cuello, su pelo. Luego, lentamente, Rowan se volvió y la miró a los ojos.
«No es humana -pensó Morrigan-, pero ¿qué es?»
Sin perder la compostura, Rowan no dio señal algu­na de estar pensando aquello mismo acerca de Morri­gan. Pero sin duda presentía el peligro.
-Puedo esperar -repitió Morrigan suavemente-. Escribid en la piedra su nombre, y el lugar donde se ha­lla. O grabadlo en el tronco del roble funerario. Escri­bidlo donde queráis. No me lo enseñéis, pero conservadlo hasta que llegue el momento de conocernos. Pue­do esperar.
Luego retrocedió y, tras realizar un par de piruetas, salió de la habitación canturreando, cada vez más fuerte, hasta que el sonido se convirtió casi en un silbido. Lobs demás permanecieron sentados en silencio. De pronto, Dolly jean, que se había quedado dormida, se despertó bruscamente y preguntó:
-¿Qué ha pasado?
-No lo sé -respondió Rowan.
Se produjo un intercambio de significativas mirada entre Rowan y Mona.
-Será mejor que vaya a ver cómo está -dijo Mary Jane, abandonando con prisa la habitación-, antes de que se tire vestida a la piscina o se tumbe sobre la hier­ba y empiece a olfatearla para intentar descubrir dónde se encuentran enterrados los cadáveres.
Mona suspiró.
-¿No tiene la madre nada que decirle al padre? -pre­guntó Michael.
Tras reflexionar unos instantes, Mona respondió:
-No. Es cuestión de observarla y esperar. -Luego miró a Rowan y agregó-: Ahora comprendo por qué hiciste lo que hiciste.
-¿Ah, sí? -preguntó Rowan en voz baja.
-Sí -contestó Mona-. Lo sé. -Se puso en pie lentamente, como si se dispusiera a abandonar la habi­tación. De golpe se volvió y dijo-: No quise decir... No quise decir que debíamos hacerle daño.
-Lo sabemos -respondió Michael-. También es hija mía, no lo olvides.
Mona lo miró con tristeza, imipotente, como si hu­biera mil cosas que quisiera decir, preguntar, explicar. Pero meneó la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
Antes de salir se volvió, mostrando un rostro ra­diante. Una chiquilla con el cuerpo de una mujer deba­jo de su vestido de encaje. «Es mi pecado lo que ha pro­vocado esto -pensó Michael-, lo que ha desencade­nado esta situación.»
-Yo también percibo su olor -dijo Mona-. El olor de un macho vivo. ¿No podéis desprenderos de él con agua y jabón? Así Morrigan se calmaría y dejaría de pensar y hablar de él. Temo que por la noche entre en vuestra habitación y empiece a olfatearos. Aunque es incapaz de haceros daño, por supuesto. En el fondo, tenéis todas las de ganar.
-¿A qué te refieres? -preguntó Michael.
-Si no hace lo que le ordenemos, no le hablaréis sobre el macho. Es así de simple.
-En efecto, es un sistema para controlarla -dijo Rowan.
-Existen otros medios. La pobrecita sufre mucho.
-Estás cansada, bonita -dijo Michael-. Vete a dormir.
-Sí, dormiré abrazada a Morrigan. Pero si os des­pertáis y la véis olisqueando vuestra ropa, no os asus­téis. Aunque comprenderé que os llevéis un susto.
-Descuida, estaremos preparados -contestó Ro­wan.
-Pero ¿quién es él? -preguntó Mona.
Rowan se volvió, como quisiera cerciorarse de ha­ber oído bien la pregunta.
Dolly Jean, con la cabeza inclinada sobre el pecho, soltó un ronquido.
-¿Quién es ese macho? -insistió Mona. Los pár­pados se le empezaban a cerrar a causa del cansancio y las emociones.
-Si te lo digo -contestó Michael-, debes prome­terme que no se lo contarás a Morrigan. Debemos mos­trarnos firmes en este asunto. Confía en nosotros.
-¡Madre! -gritó Morrigan desde arriba.
En el piso superior había comenzado a sonar un vals de Richard Strauss, una de esas maravillosas piezas de música suave y melodiosa que se podrían estar escu­chando toda la vida. Por una parte, Michael tenía ganas de verlas bailar, pero por otra, no.
-¿Están informados los guardias de que no deben dejarla salir? -preguntó Michael.
-No -contestó Mona-. Creo que sería mejor que los despidierais. Su presencia la pone nerviosa. Puedo controlarla mejor si ellos no están rondando por aquí. Morrigan no se escapará, me necesita.
-De acuerdo -dijo Rowan-. Los despediremos.
Michael no estaba muy convencido. Sin embargo, al cabo de unos instantes asintió con un gesto y dijo:
-Como quieras. Todos estamos metidos en este asunto.
Morrigan volvió a llamar a su madre mientras el vo­lumen de la música iba en aumento. Mona dio media vuelta y salió de la habitación.
Aquella noche Michael pudo oír risas y, de vez en cuando, el sonido de la música, ¿o acaso soñó con la torre de Stuart Gordon? Luego oyó a alguien teclear al ordenador, más risas y unas sigilosas pisadas en la es­calera.
Después percibió el sonido de unas voces juveniles, agudas y melodiosas, tarareando aquella canción.
Era inútil tratar de conciliar el sueño. No obstante, al cabo de un rato se quedó dormido. Su extenuado or­ganismo necesitaba descansar, evadirse de la realidad, sentir el contacto de las sencillas sábanas de algodón y el cálido cuerpo de Rowan junto a él. Debía rezar por ella, por Mona, por todos ellos...
«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino...»
Michael abrió lo ojos bruscamente. «Venga a no­sotros tu reino.» No. La sensación de desasosiego era inmensa y al mismo tiempo huidiza. Estaba rendidlo. «... venga a nosotros tu Reino.» Era incapaz de refle­xionar. Se volvió y sepultó su cara en el tibio cuello de Rowan.
-Te quiero -susurró ella medio dormida, como si murmurara una oración más reconfortante que aquélla que había pronunciado él.









34

La neta monotonía de la nieve, de las interminables reuniones, llamadas telefónicas, documentos de fax re­pletos de estadísticas y resúmenes de la vida comercial que él había elaborado en su intento de alcanzar el oro y los sueños.
Al mediodía apoyó la cabeza sobre la mesa. Hacía cinco días que Michael y Rowan se habían marchado. No lo habían llamado; ni tan siquiera le habían escrito una nota. Ash se preguntó si sus dotes les habrían en­tristecido, o desconcertado, o acaso habían decidido olvidarlo del mismo modo en que él mismo intentó apartar de su mente el recuerdo de Tessa, de Gordon, muerto en el suelo, de Yuri balbuceando y estrujándose las manos, del frío invierno en el valle y de las burlas de Aiken Drumm.
¿Y si sus voces sonaban secas e indiferentes y él se quedaba con el aparato en la mano una vez que cortaba la línea tras unos apresurados adioses? No, eso habría sido infinitamente peor.
Mejor dicho, no era lo que él quería.
«Ve a verlos; sólo verlos. -Sin alzar la cabeza, Ash pulsó el botón-. Ordena que preparen el avión. Aléja­te del intenso frío de esta ciudad, ve a la tierra perdida del amor. Contémplalos, contempla su casa y sus cáli­das luces, asómate a esas ventanas que describieron con todo lujo de detalle y después márchate de forma dis­creta y sigilosa, sin implorarles que te miren a los ojos. Ve a verlos, nada más.»
Era un pequeño consuelo.
Antiguamente todas las casas eran reducidas, care­cían de ventana, y estaban fortificadas. No podías ver a sus ocupantes. Pero ahora era distinto. Uno podía con­templar una vida perfecta como si contemplara un cua­dro. El cristal transparente constituía una barrera que impedía la entrada de cualquier extraño y servía para delimitar el territorio secreto del amor de cada uno. Pe­ro los dioses eran generosos, y te permitían asomarte al interior de las casas para contemplar a las personas que echabas de menos.
«Con eso bastará. Hazlo. Ellos jamás lo sabrán.»
No deseaba atemorizarlos.
El coche estaba listo. Remmick le bajó las maletas. -Qué agradable debe de ser marcharse unos días al sur, señor -dijo Remmick.
-Sí, a la tierra del verano.
-Eso es lo que significa Somerset, señor, en Ingla­terra.
-Lo sé -respondió Ash-. Nos veremos pronto. Mantén mis habitaciones caldeadas. Llámame de inme­diato si... No dudes en avisarme si sucede algo impor­tante.



Un espléndido crepúsculo, una ciudad tan llena de parques y jardines que se oían a multitud de pájaros cantar las melodías del atardecer. Ash se apeó del coche a pocas manzanas de distancia de la casa. Conocía el ca­mino. Había comprobado su ubicación en el mapa de la ciudad. Pasó frente a unas verjas de hierro y unas her­mosas madreselvas. Las ventanas estaba iluminadas, aunque el cielo se extendía todavía radiante y cálido en todas las direcciones. Ash oyó el canto de las cigarras y de los estorninos, que de repente descienden en picado pareciendo que van depositar un beso, cuando en reali­dad lo que pretenden es devorar.
Ash aceleró el paso mientras contemplaba con ad­miración las aceras de trazado irregular, las banderas que ondeaban en los edificios, los ladrillos cubiertos de musgo, un sinfín de cosas maravillosas para ver y tocar. Al fin llegó a la esquina donde vivían Michael y Rowan.
Frente a él se alzaba la casa donde había nacido un Taltos. Una auténtica mansión, con muros de estuco que parecían de piedra, y unas majestuosas chimeneas.
Advirtió que su corazón empezaba a latir con fuer­za. Ahí vivían sus brujos.
«No pretendo molestar. Ni rogar. Tan sólo veros. Disculpadme por caminar junto a la verja, bajo las ra­mas de los floridos árboles, y que de pronto, aprove­chando que la calle está desierta, me encarame a la verja y aterrice entre los húmedos matorrales.
»No veo a ningún guardia por los alrededores. ¿Esto significa que os fiáis de mí, que confiáis en que jamás penetraré en vuestra casa sigilosamente, sin haber sido invitado, de forma inesperada? No he venido a robar. He venido sólo a hacer lo que cualquiera puede hacer: observaros desde lejos. Nosotros nunca robamos a quienes observamos sin que ellos lo sospechen.
»Ten cuidado. Procura que no te vean. Pégate al se­to y a los grandes árboles cuajados de relucientes hojas que se mecen al compás del viento. Este cielo es como el húmedo y suave cielo de Inglaterra, cercano, rebo­sante de color.»
Aquél debía de ser el laurel bajo el cual se detuvo Lasher, asustando con su presencia a un niño, Michael, al indicarle que se aproximara a la verja; Michael, un ni­ño brujo al que un fantasma era capaz de reconocer, el cual vivía en el mundo real aunque de vez en cuando atravesara unas zonas mágicas y encantadas.
Ash tocó la cérea corteza del árbol, pisó la mullida hierba. El perfume de las flores y las plantas, de los or­ganismos vivos y la tierra, impregnaba el ambiente. Era un lugar de ensueño.
Ash se volvió lentamente para contemplar la casa. Cada piso contaba con porches de hierro forjado. Aqué­lla debía de ser la habitación de Julien, donde la tu­pida enredadera alargaba sus tallos como si quisiera atrapar el aire. Y allí, más allá de la mampara, estaba el salón.
¿Donde estáis? Ash no se atrevía a aproximarse. Hubiera resultado trágico que lo descubrieran en esos momentos, cuando la tarde violácea caía sobre las flo­res del jardín que relucían en los parterres y las cigarras cantaban de nuevo.
En aquel momento se encendieron unas luces en la casa y, detrás de los visillos de encaje, se adivinaron los cuadros que colgaban de las paredes. Al fin Ash decidió acercarse, envuelto en las sombras del atardecer, para mirar a través de las ventanas.
Los murales de Riverbend, ¿no era así como los ha­bía descrito Michael? Aunque todavía era pronto, qui­zá ya se hubieran reunido para cenar. Ash avanzó con sigilo a través de la hierba. ¿Tenía quizás aspecto de la­drón? Los rosales lo ocultaban de la vista de quienes se hallaban detrás de los cristales.
Eran muchos. Mujeres jóvenes y viejas, así como hombres vestidos con elegantes trajes que alzaban la voz como si estuvieran discutiendo. No era eso lo que Ash había soñado, lo que esperaba. Sin embargo, no conseguía apartar los ojos del portón principal. «Per­mite que vea a los brujos siquiera una vez.»
De pronto, como si alguien hubiera escuchado su ruego, Ash vio a Michael gesticulando con vehemencia y hablando con otras personas que no parecían estar de acuerdo con él. Al cabo de unos momentos, como si hubiera sonado un gong, de repente todos se sentaron y los criados entraron en el comedor. Ash percibió un aroma a sopa y a carne, una comida que él no probaba nunca.
En aquellos momentos apareció Rowan, insistien­do en algo mientras miraba a los otros, discutiendo, in­dicando a los hombree que volvieran a sentarse. Una inmaculada servilleta banca cayó al suelo. Los murales representaban unos ciellos estivales perfectamente eje­cutados. Ash deseó aproximarse más, pero resultaba demasiado arriesgado.
No obstante, alcanzaba a ver con claridad a Michael y Rowan, e incluso oía, el murmullo de los cubiertos al rozar los platos. También percibía el olor a carne, a se­res humanos, a... ¿a qué?
«Debe de ser un error», pensó Ash. Pero de golpe se sintió invadido por un olor penetrante, antiguo, tirá­nico. ¡Un olor a hembra!
Justamente cuando trataba de convencerse de que eso era imposible y buscaba con la mirada a la joven bruja pelirroja, entró en la habitación un Taltos hem­bra.
Ash cerró los ojos y escuchó los latidos de su cora­zón. Aspiró el olor que exhalaba la hembra, el cual se filtraba por las rendijas de los muros y los marcos de las ventanas, excitando su miembro, y lo obligó a retroce­der, aterrado, deseoso de salir huyendo pero incapaz a la vez de moverse.
Una hembra. Una Taltos. Allí. Su roja cabellera resplandecía a la luz del candelabro. Hablaba rápidamen­te como si estuviera inquieta, a la vez que extendía y movía los brazos. Ash percibió las notas agudas de su voz.. Observó su rostro, el rostro de una recién nacida, sus delicados brazos, su vestido de encaje, su sexo la­tiendo de deseo, como una flor que se abriera en la os­curidad exhalando aquel olor que penetraba en su men­te y lo trastornaba.
¡Rowan y Michael se lo habían ocultado!
¡Ella estaba ahí, y ellos, sus amigos, los brujos, no se lo habían dicho!
Temblando; sintiendo que el frío le invadía las en­trañas, rabioso y enloquecido ante aquel olor, Ash los observó a través de la ventana. Unos seres humanos, que no pertenecían a su especie, le habían dado la espal­da y le habían ocultado la presencia de su princesa, la cual seguía discutiendo acaloradamente con los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué lloraba aquella espléndida y bellísima criatura?
Ash salió de detrás de las matas, no impulsado por su voluntad sino por una atracción irresistible. Se situó detrás de un delgado poste de madera, desde donde pu­do oír los lamentos y reproches de la joven.
-¡La muñeca estaba impregnada de ese olor! Ti­rásteis el envoltorio a la basura pero la muñeca olía a él! -se quejó con amargura.
Era frágil como todos los recién nacidos.
¿Y quién componía ese augusto consejo que se ne­gaba a responder a sus súplicas? Michael alzó la mano para imponer orden. Rowan agachó la cabeza. Uno de los hombres se puso en pie.
-¡Si no me lo decís, romperé la muñeca! -gritó la joven.
-¡No! -le contestó Rowan, precipitándose hacia ella-. ¡Te lo prohibo! ¡Michael, ve a buscar la Bru, no dejes que la rompa!
-Morrigan, Morrigan...
La joven continuó llorando suavemente, mientras su olor se concentraba y flotaba en la atmósfera.
«Yo os amaba -pensó Ash-, y durante unos días incluso pensé en convertirme en uno de los vuestros.» Angustiado, rompió a llorar. Samuel tenía razón. Ahí, detrás de esos cristales...
-¿Qué debo hacer? -murmuró Ash-. ¿Romper el cristal de un puñetazo y echaros en cara vuestro silen­cio, vuestro engaño, el hecho de no haberme comunica­do que ella existía? ¡No os creí capaces de traicionarme!
Ash no soportaba contemplar el sufrimiento de la joven. ¿Acaso no lo comprendían? Ella había captado el olor del macho en los regalos que él les había dado a Michael y Rowan. ¡Aquello era una tortura para la po­bre recién nacida!
La joven levantó la cabeza. Los hombres, que se ha­bían congregado a su alrededor, no consiguieron que volviera a sentarse. ¿Qué era lo que había atraído su atención? ¿Por qué miraba fijamente la ventana? Ash estaba seguro de que no podía verlo, debido a la luz que se reflejaba en el cristal.
Ash dio un paso atrás. «El olor, sí, trata de captar mi olor, amor mío.» Ash cerró los ojos y retrocedió torpemente a través del césped.
Ella se aproximó a la ventana y apoyó las palmas de sus manos contra el cristal. Sabía que él estaba allí. Ha­bía captado su olor.
¿Qué significado tenían las profecías, los proyectos, la razón, cuando durante toda la eternidad él sólo había visto a una hembra como aquélla, joven y fogosa, en sueños, o a una vieja como Tessa?
Ash oyó el estruendo que produjo el cristal de la ventana al romperse. Luego oyó gritar a la joven, y al volverse contempló atónito cómo echaba a correr ha­cia él.
-¡Ashlar! -gritó ella con su aguda voz.
Acto seguido emitió una retahíla de palabras a gran velocidad, unas palabras que sólo él podía oír acerca del círculo, las canciones, los recuerdos.
Rowan se había aproximado a los escalones del porche, donde se hallaba Michael.
La amistad que había existido entre Ash y ellos ha­bía desaparecido y, por tanto, también cualquier obli­gación que ésta conllevara.
La joven corrió hacia él a través del césped y se arrojó en sus brazos, envolviéndolo con su espesa y fla­meante cabellera, Al abrazarlo, cayeron al suelo unos fragmentos de cristal que habían quedado adheridos a su pelo y su vestido. Ash sintió sus cálidos pechos e in­trodujo la mano debajo de la falda para palpar su sexo, húmedo y caliente, mientras ella gemía y le lamía las lá­grimas.
-¡Ashlar! ¡Ashlar!
-¡Conoces mi nombre! -exclamó él asombrado, besándola apasionadamente y con el deseo de arrancar­le allí mismo la ropa.
Ash no recordaba haber visto ni conocido a nadie como ella. No era Janet, la que había muerto en la ho­guera. Era ella misma, su amor, la hembra a la que había estado buscando durante toda su vida.
Los brujos presenciaron la escena en silencio. Los otros también habían salido al porche. Todos eran bru­jos. Ni uno levantó un dedo para tratar de interponerse entre ellos, para separarlos. Ash observó que Michael tenía un aire pensativo, y Rowan ¿quizá de resigna­ción?
Deseaba decirles: «Lo siento. Debo llevarla conmi­go. No creo que os sorprenda. Lo siento sinceramente. No vine a buscarla. No vine a juzgaros y robaros lo que os pertenece. No vine a descubrir que teníais encerrada aquí a una hembra y luego olvidarme de ella.»
La joven lo devoraba a besos, oprimiendo sus jóve­nes y dulces pechos contra él. De pronto Mona, la bru­ja pelirroja, se precipitó hacia ellos gritando enfurecida.
-¡Morrigan!
-Me voy, madre, me voy.
Morrigan pronunció las palabras tan deprisa que era imposible entenderlas, pero para él fue suficiente. La cogió en brazos, dispuesto a salir corriendo y vio que Michael levantaba la mano en ademán de despedi­da, como dándole permiso para marcharse de inmedia­to, y que su hermosa Rowan asentía. Tan sólo Mona, la pequeña bruja, gritó.
Ash tomó a la joven de la mano y ambos echaron a correr ágilmente por el oscuro césped, a lo largo de unos pasillos empedrados y atravesaron otro fragante jardín, húmedo y frondoso como las antiguas selvas.
-¡Eres tú! ¡El olor que emanaba de los regalos me hizo enloquecer! -exclamó Morrigan.
Tras ayudarla a encaramarse sobre la tapia, Ash sal­tó a la calle y la cogió de nuevo en brazos. Sentía un de­seo casi irresistible. Agarrándola del pelo, la obligó a inclinar la cabeza hacia atrás y la besó en el cuello.
-¡Aquí no, Ashlar! -murmuró la joven, aunque su cuerpo cedía con docilidad-. En el valle, Aslilar, en el círculo de Donnelaith. Sé que todavía existe, lo veo eh mi mente.
¡Sí, sí! Ash no tenía la certeza de poder reprimir sus deseos durante el largo viaje en avión hasta Donrielaith. Pero no debía lastimar sus suaves pezones, ni desgarrar su frágil y tersa piel.
Ash echó a correr con ella de la mano, mientras Mor­gan lo seguía con pasos ágiles y enérgicos.
Sí, se dirigían al valle.
-Amor mío -murmuró él, volviéndose para conte­mplar la casa por última vez, la gigantesca mansión que se erguía en la oscuridad llena de secretos, brujos, magia, y desde la cual la muñeca Bru lo observaba to­do; el lugar donde residía el libro-. Mi bella y joven esposa...
Las pisadas de Morrigan resonaban sobre los ado­quines. Ash la tomó en brazos y echó a correr a toda velocidad.
De pronto oyó la voz de Janet en la cueva, repleta de potes de arcilla, temor, remordimientos y calaveras que relucían en la oscuridad.
La memoria ya no era el estímulo, el pensamiento, la mente que pone en orden la onerosa carga de nuestras vidas: fracasos, errores, momentos de exquisito dolor, humillación. No, la memoria era algo tan suave y natu­ral como los oscuros árboles que se alzaban sobre sus cabezas, como el cielo violáceo, como la luz que decli­naba, como los murmullos de la noche.
Una vez dentro del coche, Ash la sentó sobre sus rodillas, le rasgó el vestido, la agarró del pelo y lo restre­gó contra sus labios, sus ojos. Morrigan lanzó una excla­mación de placer y comenzó a canturrear.
-El valle -murmuró ella. Tenía las mejillas arre­boladas, los ojos brillantes.
-Antes de que amanezca aquí, el día habrá des­puntado en el valle -dijo Ash-. Nos tumbaremos so­bre la hierba, entre las piedras, íntimamente abrazados, mientras el sol se eleva sobre nosotros.
-Lo sabía... lo sabía -murmuró Morrigan.
Ash le besó el pezón, succionando el dulce néctar de su carne, gimiendo mientras sepultaba el rostro en­tre sus pechos.
El coche se alejó a toda velocidad de la sombría es­quina y la majestuosa mansión, dejando atrás las gran­des ramas cubiertas de hojas que sostenían la oscuridad como una fruta madura debajo del cielo violáceo. El ve­hículo parecía un proyectil lanzado hacia el corazón verde del mundo, transportando a los dos Taltos, ma­cho y hembra, que al fin se habían encontrado.

FIN


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